De lo sentimental y de otras cosas
TEMO QUE EL CABALLERITO a quien las cartas de Amelia iban dirigidas era un crítico descontentadizo y severo. Tal número de cartitas perseguían por doquier al teniente Osborne, que llegó éste a avergonzarse de las bromas de sus camaradas y dio a su criado orden terminante de no entregárselas más que en su gabinete. El capitán Dobbin, que por cualquiera de aquellas misivas habría dado con gusto un billete de banco, le vio en una ocasión, con verdadero horror, encender el cigarro con una de ellas.
Durante algún tiempo George intentó guardar el secreto de sus relaciones, bien que dejaba entrever que en su correspondencia había de por medio una mujer.
—Y no la primera —decía el abanderado Spooney al abanderado Stubble—. Osborne es un verdadero diablo; la hija del juez de Demerara enloqueció por sus pedazos; no tardó en ser reemplazada por aquella lindísima cuarterona de Saint Vicente… la señorita Pye… ¿la recuerdas? Pero desde que regresamos a Inglaterra, dicen que se ha hecho un Don Juan más que regular, un conquistador del diablo.
Osborne gozaba entre sus compañeros de armas de una reputación prodigiosa, porque todos ellos opinaban que la más brillante de las cualidades que pueden adornar a un hombre es «ser un tenorio más que regular y un conquistador del diablo». Era famoso en todos los deportes, famoso cantando, famoso en las grandes paradas, y a todas estas cualidades relevantes unía la de saber gastar con mano liberal el dinero que pródigamente le daba su padre. No había en su regimiento oficial que vistiera casacas mejor cortadas que las suyas, ni quien tuviera tantas como él. Nadie aguantaba tanto licor como él, ni siquiera su coronel, que era una esponja. En el pugilato vencía al mismísimo Mano-de-hueso, individuo a quien habrían hecho cabo de no ser un borracho impenitente. En las carreras, montaba su caballo Rayo y ganó la copa de la guarnición. Eran muchos los que le adoraban aparte de Amelia. Stubble y Spooney le tenían por un Apolo, Dobbin juraba que eclipsaría a Crichton el Admirable, y la señora del comandante O’Dowd reconocía que era un joven elegante, y llegaba hasta a admitir que le recordaba mucho a Fitzjurld Fogarty, el segundo hijo de lord Castlefogarty.
Pues bien: Stubble, Spooney y en general todos los camaradas y amigos de George, se entregaban, en el cuartel o en el casino, a las conjeturas más románticas y novelescas a propósito de las cartitas femeniles que recibía Osborne. Opinaban unos que se trataba de una duquesa enamorada, otros aseguraban que la autora de las misivas era la hija de un general, locamente apasionada por él, aunque estaba para casarse con otro; quién afirmaba que la enamorada era la señora de un miembro del Parlamento que le proponía que la raptase; quién que se trataba de una pasión romántica y avasalladora que traía locos y hacía desgraciados a los dos interesados. Osborne se guardaba muy bien de arrojar luz sobre el asunto, y dejaba a sus amigos la tarea de fabricarle una novela.
Es posible que nunca hubiese averiguado el regimiento la verdad del caso de no haber sido por una indiscreción cometida por el capitán Dobbin. Tomaba un día el capitán su modesto refrigerio de costumbre en la sala de estandartes en ocasión en que Cackle, el médico, y los tenientes Stubble y Spooney comentaban el eterno asunto de los amores de Osborne. Sostenía Stubble que la dama misteriosa era una duquesa de la corte de la reina Carlota, al paso que Cackle parecía inclinado a opinar que se trataba de una cantante de la ópera que gozaba de la reputación más detestable. Tal indignación sintió Dobbin al escuchar la idea insinuada por el médico, que sin reparar en que tenía la boca llena de huevo y de pan, ni tener en cuenta que la discreción debía sellar sus labios, gritó:
—¡Cackle… es usted un estúpido! ¡De su boca no salen más que disparates ni su lengua se mueve si no la inspira el deseo de armar escándalos! Osborne no se arrastra a los pies de una duquesa ni va a arruinar la vida de una modistilla. La señorita Sedley es la criatura de Dios más encantadora de la creación. Con ella sostiene relaciones formales Osborne, con ella se casará, y el hombre que quiera aventurar juicios sobre ella, obrará con prudencia no haciéndolo en presencia mía.
Mientras hablaba, Dobbin se había puesto rojo de ira, se atragantó, y, al terminar de hablar, casi se ahoga al beber una taza de té. Al cabo de media hora todo el regimiento conocía la historia, y aquella misma noche escribía la señora O’Dowd a su hermana Glorvina, para decirle que no se diese prisa en abandonar a Dublin, porque el joven Osborne había dirigido prematuramente sus miradas a otra parte. En la tertulia de la noche, la señora mencionada felicitó a Osborne con una alocución muy pulida que acompañó con un vasito de whisky, y nuestro teniente volvió a su casa furioso y dispuesto a reñir con Dobbin, que había declinado la invitación de la señora O’Dowd y se había quedado en casa tocando la flauta o componiendo versos del género melancólico.
—¿Quién diablos te mandaba hablar de mis asuntos? —gritó indignado Osborne—. ¿Qué le importa al regimiento que me case yo con quién me dé la gana? ¡Esa vieja bruja charlatana de O’Dowd me convierte en objeto de sus tonterías en su maldita reunión, y ella y mis camaradas pregonan mi himeneo por los tres reinos!… ¿Con qué derecho has dicho que estoy comprometido? ¿Quién te ha autorizado para meterte en mis asuntos, condenado Dobbin?
—Me parece que…
—¡Que debía llevarte el diablo a los infiernos, Dobbin! —interrumpió George—. Me has hecho favores, lo reconozco… te debo gratitud, pero sabe de una vez que no he de tolerar que me fastidies a todas horas con tus sermones ni me perjudiques con tus indiscreciones: es abusar demasiado del privilegio de los cinco años de edad que me llevas. ¡Lléveme el diablo antes de soportar por más tiempo tus aires de superioridad, de compasión, de ridícula protección!… ¡Compasión y protección!… ¡Quisiera saber en qué te soy inferior!…
—Pero ¿es por ventura mentira lo que he dicho? ¿No estás comprometido?
—¿Te importa mucho que lo esté o no?
—¿Es que te avergüenzan tus relaciones?
—¿Con qué derecho me hace usted esa pregunta, señor mío?
—¡Dios mío!… —exclamó Dobbin con inquietud—. ¿Piensas faltar a tu palabra?
—¿Se atreve usted a preguntarme si soy hombre de honor? —gritó Osborne con fiereza—. Éste es el sentido que debo dar a su pregunta, ¿no es verdad? Desde hace algún tiempo viene usted adoptando un tono que… que no estoy dispuesto a tolerar.
—¿Qué motivos he dado para que así me hables? Me he limitado a decir la verdad, me he limitado a recordarte que desprecias a una muchacha encantadora, George, me he limitado a aconsejarte que debes ir a verla con frecuencia y olvidar las casas de juego de la calle Saint James.
—¿Necesita usted que le devuelva el dinero que le debo? —preguntó con entonación sarcástica George.
—¡Desde luego! ¡Te lo estoy pidiendo siempre! ¿Es eso lo que quieres decir? Me tratas en forma muy generosa.
—No es eso, William… perdóname —exclamó George, cediendo a un impulso de remordimiento—. Me has demostrado tu amistad mil veces y de mil maneras distintas, bien lo sabe Dios… y yo. Me has salvado de docenas de conflictos… Cuando el Crawley del regimiento de la Guardia me ganó aquella suma de dinero, mi perdición habría sido segura de no haberme favorecido tú… Pero yo quisiera que no me regañases por costumbre, por sistema, como lo haces… ¡Si pareces un catequista en cuanto me echas la vista encima!… Estoy enamorado de Amelia… muy enamorado, la adoro… ¿Cómo no he de adorarla si es tan buena, tan inocente?… Pero ya ves… uno no es un san to El regimiento acaba de llegar de las Indias… déjame tener algunas expansiones… una vez casado, yo te juro que me reformaré… palabra de honor… No te enfades… el mes que viene te daré cien libras… Mi padre estará de mejor talante que hoy y se las sacaré… y mañana pediré permiso para ir a la ciudad y veré a Amelia… Vaya… ¿estás contento conmigo?
—Chico… es imposible estar enfadado contigo mucho tiempo —contestó el bonachón del capitán—. En cuanto al dinero, no hagas caso; ya sabes que contigo parto yo el último chelín… No me hace falta. Si algún día me encuentro con los bolsillos vacíos, también sé que tu último chelín es mío.
—¡Siempre! —gritó Osborne con entusiasmo, aunque por desgracia jamás disponía de un penique.
—Lo único que deseo es que te portes bien con Amelia, que no la relegues al olvido. Si la hubieses visto hace unos días cuando me preguntaba por ti, te aseguro que habrías tirado al cuerno el taco, las bolas, el billar, y hasta a los que te hacían la partida… Mira… vete mañana a la ciudad y consuélala, tunante, y hoy, escríbele una carta que no tenga fin. Haz algo para tenerla contenta… ¡Se contenta con tan poco la pobrecilla!…
—Tienes razón… Nada; yo te aseguro que quedará contenta.
Y efectivamente: momentos después se despedía para pasar el resto de la noche en compañía de unos cuantos camaradas alegres y amigos de ruido.
Amelia, mientras tanto, contemplaba desde el balcón de su cuarto la luna, que aquella noche brillaba pura y sin celajes sobre la plaza Russell de la misma manera que sobre las barracas del Chatam, donde se hallaba situado el cuartel del regimiento de George. Pensaba en su héroe y en lo que a aquellas horas haría. «Estará recorriendo las avanzadas, se decía, cerciorándose de la vigilancia de los centinelas, vivaqueando tal vez, acaso cuidando a algún camarada herido, o recluido en su solitaria habitación estudiando con ardor el arte de la guerra». Sus pensamientos, semejantes a inmaculados ángeles dotados de alas, volaban raudos, descendían río Chatam abajo, llegaban a Rochester y, curiosos, hacían alto junto al cuartel y pretendían ver qué pasaba en el interior de éste… ¡Vano empeño!, las puertas del cuartel estaban cerradas, el centinela tenía órdenes terminantes de no dejar pasar a nadie, y el pobre angelito de níveas vestiduras, mantenido a distancia, no pudo oír las báquicas canciones que los jóvenes oficiales rugían sobre una ponchera llena de humeante poción saturada de whisky.
El día que siguió a la conversación sostenida por George y Dobbin en el cuartel, el primero, resuelto a dejar demostrado que sabía cumplir su palabra, se dispuso a ir a la ciudad, con satisfacción y aplauso del capitán William Dobbin.
—Habría deseado hacer a Amelia un regalito —dijo George a su amigo en tono confidencial—, pero como en mi bolsillo no hay un penique, tendré que esperar a que mi padre se digne llenarlo.
No quiso Dobbin que quedase frustrado tan hermoso impulso de generosidad y se apresuró a entregar a George unos cuantos billetes de banco, que este último aceptó después de resistirse ligeramente.
Yo, que me precio de conocer el corazón humano, aseguro sin temor a equivocarme que sus más fervientes deseos eran hacer a Amelia un precioso regalo; pero quiso la fatalidad que, al dejar el coche en la calle Fleet, hiriese su vista un lindísimo alfiler de corbata que brillaba en el escaparate de un joyero. La tentación era irresistible, George sucumbió a ella con todo el dolor de su alma, y una vez pagado el alfiler, le quedaba tan poco dinero, que forzosamente había que renunciar al placer de comprar algo para Amelia. No importa; pueden mis lectores estar seguros de que no eran sus regalos lo que ansiaba el alma de la encantadora hija de los señores Sedley. El rostro de la pobrecilla brillaba como una aurora no bien vio llegar a George. Sus inquietudes, sus temores, sus lágrimas, sus dudas, sus insomnios prolongados, todo huyó cual bandada de palomas asustadas a la vista del apuesto teniente; bastó para ello una mirada de cariño, una sonrisa amorosa y acariciadora. El gozo escapaba por los ojos de Sambo cuando anunció al capitán Osborne (concediéndole generosamente un grado superior). Sambo cerró inmediatamente la puerta, y Amelia echó sus brazos al cuello de George, como si el pecho de éste fuera el hogar natural para ella. ¡Pobre enamorada!… El árbol más hermoso de toda la selva, el de tronco más recto y firme, el de ramas más sólidas, el que ostenta la vestidura más espesa de follaje, el que tú has escogido para construir en él un nido, es posible que sea el señalado por la fatalidad para caer tronchado dentro de poco con espantable estruendo.
Pero no seamos agoreros: George besó aquella linda cabecita, se miró con amor en aquellos ojos que destellaban felicidad, y estuvo extremadamente amable y rendido; Amelia, por su parte, al ver brillar en su corbata un alfiler que no le conocía, lo examinó y dijo que era hermosísimo y de un gusto perfecto.
Aquellos de nuestros lectores que posean un espíritu observador y, después de haber tomado nota de la conducta anterior del joven Osborne, hayan escuchado con atención las frases recientemente cruzadas entre el capitán Dobbin y él, es posible que hayan llegado a cierta conclusión por lo que a su carácter se refiere. Cierto francés cínico ha dicho que, en los juegos amorosos, hay dos partes: una que ama de veras y otra que se deja amar por condescendencia. Unas veces el amor radica en el hombre, y otras en la mujer. Habrá ocasiones en que un apasionado amante cometerá el error de ver en la insensibilidad, modestia; en la estupidez, reserva virginal; en la vacuidad, hermosa timidez; en una palabra: en un ganso, un cisne. También se da el caso de que una mujer enamorada de un perfecto asno lo engalane con gloria y esplendor con su imaginación, admire su estupidez como simplicidad varonil, adore su egoísmo como superioridad de hombre, vea en su majadería majestuosa gravedad y le trate como la célebre hada Titania trató a cierto tejedor de Atenas. En el mundo abundan los errores de esta clase: yo los he visto con frecuencia; pero concretándonos al caso presente, diré que Amelia creía firmemente que su prometido era el caballero más gallardo, el oficial más brillante del Reino Unido, y es posible que George Osborne creyera lo mismo.
Era algo turbulento, pero ¿no lo son, por ventura, la mayor parte de los jóvenes? Además, la mujer prefiere, por regla general, que el hombre a quien ama peque de turbulento que no de melindroso. George no había renunciado todavía a las expansiones propias de la mocedad, pero renunciaría pronto y pediría la licencia absoluta, toda vez que la guerra había terminado. Encadenado en Elba gemía el monstruo corso, y por consiguiente, podían darse por terminados los empleos por méritos de guerra y cerrados los caminos merced a los cuales demuestra un militar sus talentos y valor. Con su mesada y la dote de Amelia podría el joven matrimonio vivir en el campo, donde George entretendría sus ocios entre la caza y las labores agrícolas. Dicho se está que serían muy felices. Una vez casado, George no podía continuar en el ejército. ¿Cómo había de vivir Amelia en el pabellón de un cuartel, o quién sabe si en Oriente o en las Indias Occidentales, siempre entre oficiales, siempre junto a la comandanta O’Dowd? Amelia se desternillaba de risa cuando George la entretenía con historietas referentes a su comandanta, y se extasiaba cuando añadía que, personalmente, no le importaban las penalidades de la vida del soldado, pero que la amaba demasiado para someterla a la autoridad y vulgaridades de aquella espantable mujer, y que quería que ocupase en sociedad el lugar que la correspondía.
Entretenidos en estas conversaciones y erigiendo mil castillos en el aire, que Amelia adornaba con flores de todas clases, jardines, muros rústicos, paseos por el campo, y cosas por el estilo, a lo que la fantasía de George añadía caballerizas, jaurías y bodegas, pasaron nuestros enamorados un par de horas agradabilísimas. Como el teniente no tenía permiso más que para un día, y había de hacer infinidad de cosas, propuso a Amelia que fuera a comer con sus futuras cuñadas, invitación que colmó a nuestra amiga de alegría. Acompañóla, pues, a la casa de sus padres, donde la dejó hablando con sus hermanas con ardor y animación que maravilló a tan dignas señoritas, y él salió a fin de evacuar sus negocios.
George tomó un helado en una pastelería de Charing-Cross, fue a probarse un traje a Pall Mall, llamó al capitán Cañón, con quien jugó diez partidas al billar, de las cuales ganó ocho, y volvió a la casa de sus padres con media hora de retraso para comer, pero, en cambio, de un humor excelente.
Menos bueno lo trajo el señor Osborne padre. Cuando este caballero llegó de la City y fue recibido en el salón por sus hijas y la elegante señorita Wirt, observaron todos que su cara, de ordinario solemne, grave, y amarillenta, reflejaba intranquilidad y desasosiego. Al adelantarse Amelia para saludarle, tímida y temblorosa como siempre, contestó con una especie de gruñido y no estrechó con su zarpa hirsuta la manita que la doncella le tendía. Miró con expresión siniestra a su hija mayor, la cual, comprendiendo al punto que la mirada significaba: «¿Qué diablos hace ésa aquí?», se apresuró a decir:
—George está en la ciudad, papá: salió a hacer unos encargos, pero volverá a comer.
—¿Dices que volverá? Pues mira; no quiero que la comida espere por él, Jeannie —replicó el anciano, arrellanándose en su sillón y guardando un silencio embarazoso.
Cuando el cronómetro, cuya ornamentación era un grupo que representaba el sacrificio de Ifigenia, dejó oír las cinco campanadas, el señor de Osborne hizo repicar con violencia la campana, y tronó:
—¡A comer!
—El señorito George no ha llegado todavía, señor —objetó el ayuda de cámara.
—¡Maldita la falta que nos hace!… ¿Quién es aquí el dueño de la casa? ¡A comer, he dicho!
Amelia temblaba como una azogada: las tres jóvenes restantes cruzaron miradas de inteligencia. En las regiones bajas, la campana, obediente a la señal de arriba, comenzó a tocar desaforadamente. El señor de la casa, sin esperar nuevos anuncios, metió las manos en los bolsillos de su casaca azul con botones de cobre y echó a andar solo, escalera abajo, ceñudo como un Júpiter tonante y con expresión tempestuosa.
—¿Qué pasará? —se preguntaban las hijas, mientras seguían al padre.
—Habrán bajado los fondos —dijo la señorita Wirt.
Silenciosos como estatuas se sentaron todos a la mesa. El señor gruñó una oración que más que oración parecía maldición. Amelia estaba muerta de miedo, pues la habían sentado junto al viejo, y debido a la ausencia de George, se sentía sola en aquel lado de la mesa.
—¿Sopa? —preguntó el señor de Osborne con tono sepulcral.
Sirvió a Amelia y a los demás y no volvió a despegar los labios.
—Retire el plato de la señorita Sedley —dijo al criado—. Por lo visto no es partidaria de la sopa… como yo tampoco. Esta sopa es infernal. Llévese usted la sopa, Hicks, y mañana ponme al cocinero de patitas en la calle, Jane.
Sobre el pescado, que sirvieron después de la sopa, hizo el señor Osborne algunas observaciones tan agradables como las anteriores, y maldijo de Billingsgate y de los que allí pescaban con énfasis digno de aquel lugar. Guardó luego un silencio terrible y echó entre pecho y espalda una porción de vasos de vino. Cuando su mal humor era más grande, entró George.
—No me ha sido posible llegar antes… —dijo George—. Me ha entretenido el general Daguilet, que es un pelmazo… Renuncio a la sopa y al pescado… Servidme cualquier cosa… lo que queráis… ¿Carnero? ¡Soberbio!… ¡Hoy todo lo encuentro soberbio!…
Contrastaba su alegría con la ceñuda severidad del padre, y no cesó de hablar un momento durante la comida, con satisfacción de la mayor parte de los comensales, y sobre todo, de una personita que no hace falta mencionar.
Tan pronto como las señoritas saborearon el vaso de naranjada y vino, broche que cerraba de ordinario las comidas de la casa del señor de Osborne, dióse la señal de salida de las señoritas, y éstas emprendieron la marcha con rumbo al salón. Amelia no dudaba que George se les reuniría en breve. Viendo que tardaba, se sentó al piano y tocó los valses que más gustaban a George, pero este artificio no le trajo tampoco. Dejó la banqueta, se sentó pensativa en un rincón, y aunque las tres señoritas que se hallaban a su lado ejecutaron las piezas más brillantes de su répertoire, Amelia no oyó una sola nota: meditaba, pensaba, presentía males. La mirada del viejo Osborne, siempre ceñuda, jamás se había clavado tan siniestramente en la suya como aquel día. Sus ojos la siguieron implacables, tempestuosos, cuando salió del comedor, como si hubiese cometido alguna falta gravísima. Le sirvieron el café, y al presentarle la taza, se sobrecogió toda, pensando si aquel brebaje sería un veneno mortal preparado por el mayordomo Hicks cumpliendo órdenes de su señor. ¡Oh, las mujeres… las mujeres!… Con la misma facilidad acogen y alimentan espantosos presentimientos que embellecen los pensamientos más horribles.
El ceño paternal había impresionando también a George. ¿Cómo arrancar el dinero que tan imprescindiblemente necesitaba George a aquella cara sombría? Principió nuestro amigo ponderando el vino de su padre, era un procedimiento de contentar al viejo caballero, que de ordinario daba buenos resultados.
—En las Indias no bebimos jamás Madera que pudiera compararse con el suyo, papá. De las botellas que usted me envió el otro día, el coronel Heavytop me secuestró tres.
—¿Ah, sí? —contestó el padre—. Me cuestan a ocho chelines botella.
—¿Quiere usted seis guineas por una docena de botellas? —preguntó George riendo—. Uno de los hombres más grandes de la nación las pagaría a ese precio.
—¿Sí? —gruñó el viejo—. Puede satisfacer su deseo.
—Cuando estaba en Chatam el general Daguilet, el coronel Heavytop le convidó a almorzar y me pidió algunas botellas de este vino. Al general le gustó muchísimo y dijo que quería comprar una pipa para el general en jefe… Le advierto que es la mano derecha de Su Alteza Real.
—El vino es archisuperior, cierto —dijo el del entrecejo.
Todo hacía suponer que la tormenta cedía, y que el período de buen humor que se iniciaba no tardaría en ser completo. George pensaba ya en aprovecharlo para tocar la cuestión de suministro de fondos, cuando su padre, recayendo en la fase de severidad, le dijo:
—Manda que nos sirvan clarete, y veremos si es tan bueno como el Madera que tanto gusta a Su Alteza Real; entre copa y copa te hablaré de un asunto de mucha importancia.
Sirvieron el clarete; Osborne padre llenó y apuró un vaso, y dijo:
—Deseo saber, George, en qué estado se hallan tus relaciones con esa… pequeña que comió hoy con nosotros.
—No puede estar más claro, papá… me parece que salta a la vista… ¡Rico vino, a fe!
—Contesta con precisión, George, y no divaguemos.
—No sé qué decir… Soy modesto nunca me tuve por un Don Juan pero confieso que está enamorada de mí… endiabladamente enamorada, sí, señor… Eso lo ve un ciego.
—¿Y tú?
—¿Yo?… ¿No me mandó usted que me casara con ella?… Yo soy obediente, un buen chico…
—Muy buen chico, sí… ¿Crees que no ha llegado a mis oídos la historia de tus aventuras con lord Tarquín, con el capitán Crawley, con el honorable señor Tapete-Verde, y comparsa? ¡Mucho cuidado, caballerito, mucho cuidado!
George se alarmó al oír pronunciar aquellos nombres aristocráticos, que su padre trajo a colación, porque temió que tras la lista de nombres viniera la historia de los compromisos adquiridos con tales señores en la mesa de juego, mas no tardó en tranquilizarle el autor de sus días continuando de esta suerte:
—Bueno; los jóvenes son y serán siempre jóvenes. Me consuela pensar que alternando con lo mejor de Inglaterra, como creo que alternas, como puedes alternar, George, porque reúnes todas las cualidades necesarias para ello…
—Así es, padre mío —contestó George, abordando por derecho el punto que le interesaba—. Pero es el caso que uno no puede alternar con personajes tan ilustres sin hacer sacrificios de dinero, y mi bolsa, padre, está… mírela usted.
Y sacó una carterita, regalo de Amelia, que contenía el último de los billetes de Dobbin.
—No harás mal papel, George. El hijo de un hombre de negocios inglés no hará nunca un mal papel. Mis guineas son tan buenas como las del rey, George, y no será tu padre quien las escatime. Mañana, cuando pases por la City, haz una visita al señor Chopper, quien tendrá orden de poner a tu disposición un encarguito. No me duele el dinero cuando sé que lo gastas con personas de alta condición social, y no me duele, porque me consta que quien con tales personas alterna, no comete necedades. No soy orgulloso… mi cuna fue humilde, pero tú reúnes una porción de ventajas que yo no conocí, y es preciso que de ellas te aproveches. Alterna siempre con la nobleza, con los jóvenes aristócratas, entre los cuales abundan los que no pueden gastar un dólar por cada guinea que tú tires. En cuanto a las faldas… pase: los muchachos, muchachos son… Pero hay un vicio que quiero que evites, un vicio del que has de huir en lo sucesivo, si no quieres que la bolsa de tu padre se cierre para siempre: me refiero al juego.
—¡Ah… desde luego: del juego hay que huir!
—Pero volvamos a Amelia: ¿por qué razón no has de casarte con una mujer que valga más que la hija de un mercachifle, George? Eso es lo que deseo saber.
—Mi matrimonio con Amelia es un asunto de familia. ¡Si hace ya cien años que nos casaron usted y el señor Sedley!…
—No lo niego; pero reconocerás que los años alteran profundamente las posiciones de las familias. Confesaré que debo mi fortuna al señor Sedley mejor dicho, la debo a mi talento, a mi genio, puesto que Sedley no hizo más que ponerme en condiciones de desarrollar estas dos cualidades mías, que me han permitido ocupar la alta posición de que disfruto en la City. Mi deuda de gratitud con Sedley está pagada; desde algún tiempo a esta parte, Sedley ha puesto a prueba mi reconocimiento, George, según pregona muy alto mi talonario de cheques… En confianza te digo que no me gusta el estado de los asuntos de Sedley… Aun le gusta menos a mi jefe de oficina Chopper, y cuenta que tiene un olfato prodigioso. Hulker y Bullock le miran con desconfianza… Se ha metido en especulaciones peligrosas. Dicen que era suya la Joven Amelia, recientemente apresada por el corsario yanqui Molasses. Pero ahorremos explicaciones… Con franqueza, George… Si Amelia no presenta diez mil libras en la palma de la mano, es inútil que pienses en casarte con ella… que no he de admitir yo en mi familia a la hija de un pobretón… Sírveme una copa y llama para que nos traigan el café.
El señor Osborne tomó el periódico de la tarde y se enfrascó en su lectura, dando a comprender a George que el coloquio había terminado. Nuestro oficial salió del comedor y subió al salón, alegre como nunca. ¿Por qué estuvo aquella velada más complaciente que nunca, más tierno, más deseoso de distraerla, más dulce? ¿Sería porque su corazón generoso quería infiltrarle fuerzas para resistir la desgracia que sobre ella se cernía? ¿Acaso porque, en vísperas de perderla, la estimaba más que nunca?
Amelia vivió muchos días del recuerdo de aquella velada feliz. Su memoria evocaba las palabras de George, sus miradas, la balada que cantó, su actitud, su expresión de arrobamiento cuando la miraba. Nunca pasó en la casa de los señores de Osborne horas que se deslizasen tan rápidas; hasta faltó poco para que se enfadase con Sambo al verle entrar en el salón con su chal.
A la mañana siguiente, George se despidió de ella con la mayor ternura y se fue a la City, donde visitó al señor Chopper, jefe de las oficinas de su padre, de cuyas manos recibió un papel que no tardó en cambiar, en la casa Hulker y Bullock por un fajo muy abultado de billetes de banco. Al entrar en la casa tropezó con el padre de Amelia, que salía con expresión de gran abatimiento, que no observó George. Tampoco le llamó la atención que no le acompañase hasta el vestíbulo el sonriente Bullock, como solía hacerlo tiempo antes.
Aquella misma noche pagó George cincuenta libras a Dobbin.
No se fue Amelia a dormir sin escribir a su George la más larga y tierna de sus cartas. El amor desbordaba en su corazón, pero aun le atosigaban los presentimientos. ¿Cuál era la causa del aspecto sombrío del señor Osborne? —preguntaba—. Temía que hubiesen surgido graves diferencias entre su papá y el papá de George; su pobre papá había vuelto de la City con semblante tan melancólico, que la alarma en su casa era general. En resumen: su carta fueron cuatro páginas de ternuras, de temores, de esperanzas y de presentimientos funestos.
—¡Pobre Amelia… mi queridita Amelia!… ¡Está loca por mí! —exclamó George al leer la carta—. Loca… sí… ¡Canastos, y qué dolor de cabeza me ha dado este maldito ponche!… Loca… sí… ¡Pobrecilla!