Capítulo XII

Capítulo sentimental

CON SENTIMIENTO nos vemos obligados a abandonar esta Arcadia feliz y a despedirnos de sus sencillos habitantes, que en ella practican las hermosas virtudes campestres, para volver a Londres y ver qué hace allí la señorita Amelia Sedley.

«Nos tiene completamente sin cuidado —nos escribe a su propósito una mano desconocida, con letra menudita perfectamente dibujada—; es sosa e insípida», y añade otras lindezas por el mismo estilo, que no estamparemos aquí, aunque favorecen en extremo a la señorita a quien se refieren.

¿No ha oído el lector benévolo observaciones parecidas, en boca de sus lindas amiguitas, a quienes causa admiración que Pepe vea atractivo alguno en Luisita? ¿No les han oído confesar con adorable ingenuidad que no comprenden que el capitán Fulánez haya pedido relaciones a la insignificante Adela, tonta de capirote, que no tiene el diablo por donde asirla como no sea por su carita de muñeca de cera? ¿Qué valor tienen unas mejillas amasadas con leche y rosas o unos ojos grandes, rasgados, profundos?, dicen esos moralistas del sexo bello, y a continuación, insinúan que los tesoros del entendimiento, los dones del genio, el dominio de las grandes Cuestiones de Mangnall, los conocimientos en botánica y en geología, la habilidad para hacer versos y aporrear sonatas herzianas, y tantas otras cosas análogas, son perfecciones incomparablemente más dignas de la mujer que esos encantos fugaces que el transcurso de breves años se encarga de empañar y destruir. Realmente resulta edificante en extremo oír discurrir a las mujeres sobre lo efímero y vano de la hermosura.

Confesamos que la virtud vale más que la belleza, y que aquellas desventuradas criaturas que padecen la desgracia de ser bonitas, no deben de olvidarse del destino que las aguarda; que acaso el carácter heroico de la mujer, que en tanto grado despierta la admiración de algunas de ellas, es objeto más hermoso, más glorioso, que la amabilidad, la frescura, la gracia sonriente, la ingenuidad, la ternura de esas hadas domésticas que suelen atraerse la adoración del hombre, pero… sepan las hermosas, para su consuelo, que el sexo fuerte es tan necio, que suele admirar y prendarse de las cualidades reseñadas en segundo lugar, con ser de orden inferior a las primeras, y que, arrostrando los sanos consejos y hasta las protestas airadas de las que, muy atinadamente y llevadas de la mejor intención, intentan prevenirle en contra de los encantos perecederos, persiste el hombre en su loco error, y une su existencia a la de una hermosa con preferencia a la de una sabia. De mí puedo decir que, aun cuando personas que me merecen el respeto más profundo me han repetido hasta la saciedad que la señorita Blanca era una muñequita insignificante y que la señorita Lucy poseía como atractivo único su petit minois chiffonne, he sostenido conversaciones encantadoras con la señorita Blanca y me extasiaba el trato con la señorita Lucy; en torno a Blanquita se agrupaban todos los galanes, los jóvenes se disputaban el honor de bailar con Lucy, fenómenos que me hacen sospechar que el desprecio de las de su sexo es el mejor cumplido para una mujer.

Prueba de lo atinado de nuestra observación última es lo que ocurría con las amigas de Amelia Sedley. Por ejemplo: no se conocían conformidad y armonía más encantadoras que las de las señoritas de Osborne, hermanas de George, y las de Dobbin, en el juicio y apreciación de los insignificantes méritos de Amelia, y, como consecuencia, su estupefacción era inmensa cada vez que oían hablar a sus hermanos de los encantos que en ella encontraban.

Las señoritas de Osborne, dos delicadas jóvenes de tez morena, que habían tenido las mejores institutrices, los mejores maestros y las mejores modistas, trataban a Amelia con tanta amabilidad y condescendencia, la protegían con superioridad tan abrumadora, que la pobre muchacha enmudecía en su presencia y ofrecía apariencias de niña boba. Amelia procuraba parecerse a las hermanas de su futuro, pasaba con ellas mañanas interminables y tardes eternas, tomaba asiento a su lado en su espacioso coche de familia, asistía, siempre invitada, a los conciertos, al oratorio, a Saint Paul, donde estaban los niños asilados, y tal terror la inspiraba la compañía de sus amigas, que ni se atrevía a dejarse conmover por los patéticos himnos cantados por los niños. La casa de los señores de Osborne era cómoda, lujosa, su mesa rica y deslumbrante, las reuniones dadas en ella prodigio de solemnidad y de tiesura, y prodigioso el respeto propio de todos sus moradores; suyo era el mejor sitial de Foundling, todos sus hábitos eran pomposos y ordenados, todas sus distracciones intolerablemente aburridas y dignas. Jamás se despedía Amelia de sus amigas sin que éstas se preguntasen: «¿Qué ha podido ver George en esa criatura?».

Pero ¿en qué consiste esa anomalía? —se preguntarán algunos de mis lectores—. ¿En qué consiste que Amelia, que supo hacerse adorar por todas sus compañeras de colegio, haya sido puesta en entredicho por las de su sexo, apenas entrada en el mundo? A los que tal pregunten, contestaré que en el colegio dirigido por Barbara Pinkerton no había más hombres que el maestro de baile, quien no era de esperar que encendiese amores volcánicos en los pechos de las colegialas. Pero salió del colegio, entró en sociedad, y como George, el apuesto hermano de las señoritas de Osborne, salía escapado de su casa no bien terminaba el almuerzo, y comía fuera seis de los siete días de la semana, natural era que aquéllas se diesen por resentidas. Un día, el joven Bullock (de la casa Hulker, Bulíock y Compañía, banqueros, calle Lombard), que durante las dos temporadas de invierno últimas había hecho la corte a Mary Osborne, invitó a Amelia a bailar un cotillón. ¿Creerán los lectores que semejante elección pudo ser del agrado de Mary? Y, sin embargo, esta criatura buenísima así lo aseguró: «¡Qué placer experimento al ver que Amelia te es simpática! —dijo a Bullock, terminado el baile—. Es la futura de mi hermano George; no vale gran cosa, pero posee un carácter sencillo y sin afectación, y en casa la adoramos todos».

Las dos caritativas señoritas de Osborne y su institutriz, huesuda señorita de formas angulosas llamada señorita Wirt, procuraban con tanta frecuencia llevar al ánimo de George la idea de la enormidad del sacrificio que hacía, y de la prueba de generosidad romántica que daba al ponerse a los pies de Amelia, que él empezó a considerarse como uno de los más nobles caracteres del ejército inglés, y a dejarse amar con una considerable dosis de fácil resignación.

Debemos decir, sin embargo, que si George abandonaba su casa todas las mañanas apenas terminado el almuerzo, si comía fuera seis de los siete días de la semana, si hacía creer a sus hermanas que se pasaba la existencia, como galán apasionado, pegado a las faldas de la señorita Sedley, no siempre que el mundo le suponía a los pies de Amelia se hallaba a su lado. Ocurría en más de una ocasión que, al llegar el capitán Dobbin a la casa de los Osborne, y preguntar por su amigo, Jeannie Osborne, que prestaba al capitán una atención particular, y gustaba mucho de oír sus historias militares, y hasta le preguntaba por la salud de su mamá, le contestaba riendo:

—Pero ¿no sabe usted que para encontrar a George hay que ir a casa de los Sedley? Aquí no le vemos en todo el día.

El capitán reía a veces con risa forzada y procuraba llevar la conversación a otro terreno, como hombre que conoce bien el mundo, hablando de asuntos de interés general, como de la Ópera, del último baile del príncipe en Garitón House, de la lluvia, del buen tiempo, recurso supremo de los salones.

—¡Qué inocente es tu galán! —decía Mary a Jane, luego que se despedía el capitán—. Basta decir que George está a los pies de Amelia para que se ponga como la grana.

—Es una lástima que no tenga su modestia Frederick Bullock, Mary —contestaba Jeannie, moviendo la cabeza.

—¡Modestia!… Querrás decir torpeza. No me haría gracia que Frederick se quedase con un jirón de mi vestido debajo de sus pies, como hizo el capitán con el tuyo en el baile de los señores de Perkins.

En realidad, cuando el capitán se ruborizaba, y bajaba los ojos, y procuraba dar otro rumbo a la conversación, era porque pensaba en algo que no creía conveniente revelar a las señoritas, es decir, que había pasado ya antes por la casa de los señores Sedley, y que allí no se hallaba George, sino la pobrecita Amelia sola, pensativa, triste, sentada junto a la ventana del salón. Amelia le había preguntado si el regimiento a que pertenecía George había recibido orden de marcha o si había visto a su amigo; el capitán contestó que ni el regimiento había recibido orden de marcha ni él visto a George, a quien iba a traer por la orejas, porque seguramente le encontraría acompañando a sus hermanas. Amelia le daba la mano en señal de agradecimiento, el capitán atravesaba la plaza, aquélla quedaba esperando junto a la ventana, pero George no llegaba.

¡Pobre corazoncito! Siempre enamorado, siempre esperando, siempre latiendo, siempre lleno de paciencia y de fe. ¡Ah! ¿Qué hay en su vida digno de ser descrito? Nada, puesto que con dificultad encontramos en ella lo que solemos llamar incidentes. El mismo pensamiento la acosa durante el día entero: «¿Cuándo vendrá?». Con ese pensamiento se duerme y con ese pensamiento se despierta. Yo creo que George estaba jugando al billar con el capitán Cañón en la calle Swallow cuando Amelia preguntaba por él a Dobbin: fúndase mi creencia en que George era camarada alegre y muy amigo de sus amigos, y sobresalía en todos los juegos de habilidad.

Un día, después de tres de eclipse de George, Amelia se puso el sombrero y se presentó en la casa de los señores de Osborne.

—¡Cómo! —exclamaron las señoritas—. ¿Dejas a nuestro hermano y vienes a vernos? ¿Es que habéis regañado? ¡Cuéntanos… cuéntanos!

—¡No… no hemos regañado! —contestó Amelia con lágrimas en los ojos—. ¿Quién sería capaz de regañar con él? He venido… he venido… únicamente para ver a mis amiguitas… ¡Hace tanto tiempo que no nos veíamos!…

Y estuvo tan cohibida, tan torpe, que las señoritas de Osborne y la institutriz, que la vieron marchar transida de tristeza, se preguntaron más admiradas que nunca qué atractivo podía encontrar George en la pobre Amelia.

Comprendo el silencio de Amelia. ¿Cómo podía poner al desnudo su tímido corazoncito para que lo inspeccionasen sus amigas de ojos negros y mirada penetrante y atrevida? No; preferible era que se encerrase dentro de sí misma y guardase sus penas. Me consta que las hermanas Osborne eran críticos de primera fuerza tratándose de un chal de cachemira o de un vestido de seda; buena prueba de ello es que, cuando la señorita Pickford hizo teñir el suyo, y la señorita Turner convirtió en un manguito su esclavina de piel de armiño, ni el cambio de color ni la transformación de una prenda en otra pasaron inadvertidas a las dos peritas antes mencionadas. Pero hay cosas de calidad más fina que las pieles o la seda, más delicadas que todas las glorias de Salomón, o que el guardarropa de la reina de Saba, cosas cuya belleza escapa a muchos ojos expertos; y hay almitas tiernas y modestas que sólo brillan en lugares tranquilos y poco iluminados, y hay flores de jardín que saben mirar fijamente al sol sin pestañear. No pertenecía Amelia a la familia de los girasoles, y creo en conciencia que dejaría malparadas todas las reglas del dibujo quien pintase una violeta del tamaño de una dalia doble.

La vida de una doncellita que todavía no ha salido del nido paterno, ha de carecer por necesidad de casi todos los incidentes emocionantes a que ordinariamente tiene derecho la heroína de una novela. Las redes o los disparos de los cazadores amenazan a los pájaros que vuelan de una parte a otra; en sus vuelos encontrarán éstos, gavilanes o aves de apiña cuyas uñas los despedazan, o de cuyas uñas escapan, pero los pequeños que permanecen en sus nidos disfrutan de una existencia tranquila y prosaica, hasta que les llega la hora de volar como sus padres. Al paso que Becky volaba con sus propias alas en provincias, posándose sobre ramitas de toda clase, rodeada de trampas y lazos, y recogiendo afortunada y peligrosamente su sustento, Amelia continuaba bien abrigadita en la casa paterna. Si salía, hacíalo acompañada por sus mayores, y todo hacía suponer que ningún daño podía amenazarla en la elegante casa donde vivía y donde tan querida era. Su mamá se entregaba a sus ocupaciones diarias, daba su paseo ordinario en coche, hacía visitas, iba de compras, en una palabra: cumplía con todas las obligaciones inherentes a la profesión de dama rica de Londres. Su padre dirigía sus misteriosas operaciones en la City, centro de bullicio y de agitación por aquellos días en que la guerra devastaba la Europa entera, y vacilaban todos los tronos. Era la época en que El Correo tenía decenas de millares de suscriptores, en que hoy se leía la noticia de la batalla de Vitoria y mañana la del incendio de Moscú, en que cruzaban las calles los vendedores de periódicos gritando a voz en cuello: «Batalla de Leipzig… Seiscientos mil hombres luchando… Derrota espantosa de los franceses… Doscientos mil muertos…». Una o dos veces volvió Sedley padre a su casa con rostro grave y pensativo: no es de admirar, si se tiene en cuenta que la guerra hacía latir todos los corazones y agitaba todos los centros comerciales de Europa.

La vida, mientras tanto, se deslizaba en la casa de la plaza Russell exactamente lo mismo que si los asuntos de Europa no anduviesen de cabeza. La retirada de Leipzig no influyó en el número de comidas que el negro Sambo hacía pasar desde las cacerolas a su estómago: penetraron los aliados en Francia, pero la campana que llamaba a la mesa continuó sonando a las cinco en punto, como era costumbre. No creo que la guerra interesase poco ni mucho a Amelia, ni que latiera su corazón al propagarse en Londres las nuevas sobre Brienne o Montmirail, aunque es lo cierto que le produjo viva alegría la abdicación del emperador, y palmoteo con entusiasmo, y rezó, y concluyó por arrojarse con toda su alma en los brazos de George, con asombro de cuantos fueron testigos de tan ardiente ebullición de sentimiento. ¿Cuál fue la causa de éste? Se haría la paz, Europa descansaría, el Corso desaparecería, y… el teniente George Osborne no tendría que partir en campaña con su regimiento. Así razonó Amelia. La suerte de Europa era para ella el teniente Osborne. Desaparecido el peligro, cantó la pobrecilla un Te Deum. La Europa de Amelia era George, George su emperador, George sus monarcas aliados, George su príncipe regente. George era su sol, George su luna, y hasta la iluminación espléndida, y el gran baile dado en la Mansión House, en honor a los soberanos, creyó Amelia que lo daban en honor de George Osborne.

Hemos visto cómo Becky fue educada en la dura escuela de la pobreza y el egoísmo; en cambio fue el amor el último maestro de Amelia, y nuestra heroína hacía progresos verdaderamente maravillosos en esa ciencia tan vulgarizada. En el transcurso de dieciocho meses de aplicación perseverante y diaria, ¡qué de secretos aprendió Amelia de su profesor, sin que lo sospechasen la institutriz Wirt, ni sus amiguitas de ojos negros y mirada penetrante, y menos la mayestática Barbara Pinkerton! En efecto: ¿podían siquiera comprender misterios tan delicados aquellas relamidas doncellas? En cuanto a las señoritas Pinkerton y Wirt, estaban fuera de concurso, idea que me guardaría muy mucho de exteriorizar en presencia de las interesadas. Mary Osborne sostenía relaciones formales con el joven Frederick Bullock, pero eran relaciones de lo más respetable, relaciones que hubiese aceptado lo mismo si el pretendiente hubiese sido Bullock padre en vez de Bullock hijo, o cualquier otro joven que fuese dueño de una casa en Park Lane, de una quinta en Wimbledon, un coche de lujo, un tronco de grandes caballos, servidumbre apropiada y la cuarta parte de la fortuna de la razón social Hulker, Bullock y Compañía, ventajas todas ellas reunidas en la persona de Frederick Bullock. Si entonces hubiesen sido conocidas ya las flores de azahar, emblemas conmovedores de la pureza de la mujer, que hemos importado de Francia, en donde las hijas de familia van al matrimonio por una especie de transacción comercial, Mary Osborne no hubiese tenido inconveniente en adornar su vestido con el poético ramito de naranjo, para entrar en carruaje al lado del decrépito, calvo, achacoso Bullock padre, resuelta a consagrar su hermosa existencia al embellecimiento de su decrepitud, de no haber sido éste casado. ¡Lindas, inmaculadas, emblemáticas flores de azahar! Ha pocos días os vi adornando a la señorita Trotacalles, en el momento en que salía de la iglesia de Saint George y entraba en el carruaje, seguida por lord Matusalén. ¡Qué modestia la de la novia! ¡Con qué inocencia encantadora bajó inmediatamente las cortinillas del coche! La mitad de los carruajes de la feria de las vanidades asistieron a la boda.

No era éste el género de amor que puso término a la educación de Amelia. De buena niña, se había convertido en el transcurso de un año en encantadora jovencita, para ser mujercita excelente cuando llegase el feliz momento. Nuestra bondadosa amiguita (acaso cometieron sus padres una imprudencia consintiendo y alentando sus ideas exaltadas), nuestra bondadosa amiguita amaba con todo su corazón al apuesto oficial que estaba al servicio de Su Majestad y con quien hemos trabado un conocimiento muy superficial. En él pensaba al despertar, y su nombre era lo último que pronunciaban sus labios en sus oraciones al dormirse. No había visto jamás caballero tan elegante, tan ingenioso, tan buen jinete, que bailase tan bien, tan héroe, en una palabra, como él. Las graciosas reverencias del príncipe, tan ponderadas… ¡Qué! ¿Podían compararse con las de George? Todo el mundo hablaba con admiración del señor Brummell; Amelia había tenido ocasión de verle… y de convencerse de que, al lado de George, era un zafio. Entre la turba de pollos concurrentes a la Ópera, y cuenta que los había guapos por aquel tiempo, no había uno solo comparable a George. ¡Y haberse dignado aquel mortal, nacido para ser príncipe de hadas, fijar sus miradas en la humilde Cenicienta Amelia Sedley! Es posible que Barbara Pinkerton hubiera intentado poner diques a la ciega admiración de Amelia, si ésta la hubiese convertido en confidente de sus amores, pero desde luego nos permitimos asegurar que sin éxito. La facultad de amar radica en la naturaleza y en el instinto de algunas mujeres: vinieron unas al mundo para especular, otras para amar: los respetables solteros que estas líneas lean, pueden escoger entre una y otra clase.

Dominada por una pasión tan absorbente, Amelia relegó al olvido más cruel a sus doce amigas del alma de Chiswick, imitando la conducta de las personas adoradoras del santo egoísmo. Y no es que dejase de acordarse de ellas, no, al contrario: en su pensamiento estaban tan presentes, que las habría convertido en confidentes de sus amores, si la señorita Saltire no hubiese sido de carácter tan frío y reservado, y la señorita Swartz, heredera del opulento sir Kitt, no hubiera tenido la piel de color de tabaco y el pelo semejante a la lana. Los días festivos enviaba a buscar a Laurita Martin, a la que creo que hizo depositaría de sus secretos más tiernos, prometiéndole sacarla del colegio y tenerla en su casa luego que se casase. Es de suponer que diese a la pequeñita abundantes y provechosas lecciones por lo que respecta a la ciencia de amar… ¡Pobre Amelia!… ¡Pobre Amelia! Estoy por decir que su cerebro no estaba bien regulado.

¿En qué pensaban sus padres al no impedir que su corazoncito latiese con tal violencia? El viejo Sedley no se daba cuenta, al parecer, de lo que ocurría. Su continente era más grave que de ordinario desde algún tiempo antes, y sus negocios de banca le absorbían por completo: la señora Sedley fue siempre de natural tan acomodaticio y poco curioso, que en ella no cabía la desconfianza. Joseph se encontraba en Cheltenham, sitiado en toda regla por una viuda irlandesa. Amelia, pues, se veía sola en la inmensidad de la casa paterna, tal vez demasiado sola en algunos momentos, o demasiado acompañada por pensamientos poco gratos… aunque, a decir verdad, no dudaba de su George, estaba segura de su amor… ¿Que sus visitas eran menos frecuentes cada día? ¿Y qué? ¿Por ventura en su regimiento concedían a los oficiales permiso para salir a la hora que les viniera en gana? ¿Había de renunciar en absoluto a verse con sus amigos, a pasar algún rato con sus hermanas? ¿Había de cortar todas sus relaciones sociales, precisamente él, que era el ornato principal, el encanto de todas las reuniones? Cierto que tampoco escribía, y cuando lo hacía, sus cartas eran concisas, secas… pero no es el cuartel el sitio más indicado para escribir cartas largas, ni se debe exigir a un novio que se sobreponga al sueño o al cansancio y tome la pluma después de una noche de baile o de diversión con sus camaradas. Sé muy bien dónde guardaba Amelia las cartas y me sería muy sencillo entrar furtivamente, robárselas y servirlas a mis lectores, pero no haré tal, aunque de ello me dan ejemplo no pocos novelistas. Me conformaré con convertirme por un instante en rayo de luna, para dirigir una mirada casta sobre el lecho donde reposa la fidelidad, la belleza y la inocencia.

Si las cartas de George eran modelo de laconismo militar, en cambio las de Amelia, si hubiésemos de publicarlas aquí, daríamos a esta novela dimensiones que ni el lector más complaciente podría tolerar. En cada una de ellas, además de llenar varios pliegos de gran tamaño, con renglones estrechos de letras menuditas y apretadas, recurría a cruzar la escritura en forma verdaderamente endiablada. Copiaba páginas enteras de libros de poesías, subrayaba largos pasajes como para darles énfasis excepcional. Como Amelia no había sido nunca heroína, sus cartas aparecían plagadas de repeticiones, escribía con ortografía dudosa, y en sus versos, trataba con tal confianza al metro, que se permitía con él toda clase de libertades. Pero… hermosas señoras: si la sintaxis ha de ser obstáculo para que ustedes conmuevan los corazones, si no deben ser adoradas hasta que conozcan al dedillo la diferencia existente entre un trímetro y un tetrámetro, váyase al diablo el Arte Poético y venga la peste negra y acabe de una vez con el último pedante.