Sencillez arcadia
UNA VEZ DADOS A CONOCER los respetables moradores de la casa solariega, cuya sencillez de una hermosura puramente campestre demuestra por modo evidente la superioridad de la vida de campo sobre la de la ciudad, haremos la presentación de los deudos de aquellos que viven en la rectoría: el señor Bute Crawley y su esposa.
Era el señor Bute Crawley un hombre de estatura elevada, porte majestuoso, y carácter alegre y jovial. Usaba sombrero de ala ancha y era mucho más popular que su hermano el barón. Fue el mejor remero del colegio y había roto algunos dientes a los boxeadores más afamados de la ciudad. Su afición al boxeo y a los ejercicios atléticos, lejos de disminuir con el tiempo, aumentó: no había combate en veinte leguas a la redonda en el cual no estuviese presente, ni carrera de caballos, ni caza de liebres, ni regata, ni baile, ni elección, ni banquete, ni gran fiesta en el condado, a los que él no asistiese. Era seguro ver su yegua baya y los faroles de su cochecito a veinte millas del curato, cuantas veces se daban comidas en Fuddleston o en Roxby, o en Wapshot Hall, o en cualquiera de las residencias señoriales del condado, con cuyos señores estaba en buenas relaciones. Tenía buena voz, cantaba esa canción de Un viento del Sur y un cielo brumoso con aplauso general, asistía a las cacerías con casaca de jockey y era el mejor pescador de la región.
Su mujer era una criatura menudita, muy viva, que escribía las celestes homilías de su excelente esposo. Mujer de gustos hogareños, encerrada casi siempre en su casa con sus hijas, reinaba como dueña y señora en la rectoría, dejando, con mucha cordura, para todo lo demás, carta blanca al marido, que podía ir y venir como bien le pareciese, y comer donde le viniera en gana, porque aquélla, económica por temperamento, sabía muy bien cuánto valía una botella de vino de Oporto. Desde que se casó con el joven rector de Crawley de la Reina, a quien, ayudada por su madre —viuda del respetable teniente coronel Héctor McTavish—, dio caza en Harrowgate, fue mujer prudente y económica, lo que no impidió que su excelente marido estuviera siempre acribillado de deudas. Diez años le costó pagar las deudas que tenía pendientes en el colegio, hechas en vida de su padre. Apenas libre de apuros, tuvo la mala fortuna de apostar ciento contra uno contra Kanguro, ganador de las carreras de Derby. Vióse obligado el rector a tomar dinero prestado en condiciones ruinosas, que le crearon una situación altamente embarazosa, contra la cual se debatía en vano. De vez en cuando le ayudaba su hermana con algunos centenares de libras, pero no cifraba el buen rector sus esperanzas en estas cantidades, sino en la muerte de Matilde, que así se llamaba aquélla, que le haría dueño de la mitad de su fortuna.
Como se ve, entre el barón y su hermano mediaban todos los motivos necesarios para que dos hijos de un mismo padre estén, no precisamente a partir un piñón, sino a partirse mutuamente la cabeza. Sir Pitt se había quedado siempre con la parte del león en los innumerables asuntos de la familia: Pitt hijo, no sólo no cazaba, sino que fundó un centro religioso donde predicaba sermones dentro del curato de su tío y en las barbas del mismo, y Rawdon, conforme hemos podido adivinar, sería el heredero principal de las riquezas de la solterona Crawley. El interés, las reparticiones de dinero, las especulaciones sobre la vida o la muerte de las personas queridas, las batallas rabiosas libradas sobre los despojos de los deudos difuntos, hacen que en la feria de las vanidades se amen los hermanos con cariño entrañable. De mí puedo decir que he conocido un billete de cinco libras esterlinas tan eficaz, que destruyó en un momento un cariño de medio siglo que mediaba entre dos hermanos, y que me admiro y me extasío cuando pienso en lo durable, en lo imperecedero que es el amor entre los habitantes de este mundo.
Es de suponer que la llegada de Becky al castillo y sus progresos graduales en las simpatías de sus habitantes no pasasen inadvertidos a la buena señora del rector, que sabía cuántos días duraba en dicha mansión un lomo de vaca, cuánta ropa sucia llevaban a la colada, cuántos melocotones había en el árbol que daba al muro del Mediodía, cuántas píldoras tomaba la baronesa en sus indisposiciones, asuntos todos del mayor interés para ciertas personas del país. Repetimos que no era posible que llegase institutriz al castillo sin que la señora del rector procurase investigar todo lo referente a su historia y carácter. Entre la servidumbre del castillo y de la rectoría había mediado siempre ejemplar inteligencia: en la cocina de la última encontraron constantemente los servidores del primero un vaso de cerveza, medio admirable de saber lo que pasa en la casa del vecino. De paso, y a título de observación general, diremos que, entre dos hermanos que se quieren bien, reina la mayor indiferencia respecto a lo que cada uno de ellos hace; pero cuando regañan, uno y otro se desviven por averiguar cómo pasan respectivamente el tiempo, y uno y otro se convierten en espías.
Becky, a poco de haber llegado al castillo, principió a figurar en los boletines que la señora del rector recibía de los servidores del barón. He aquí una muestra de los mencionados boletines: «Ha sido sacrificado el cerdo negro: pesó x libras, fueron salados los lomos; en la comida se ha servido morcilla de cerdo; el señor Cramp de Mudbury, apoyado por sir Pitt, trata de llevar a presidio a John Blackmore; el señor Pitt hijo ha pronunciado un sermón en el salón de la sociedad (aquí los nombres de todos los que asistieron al acto), la señora como de ordinario… las señoritas están con la institutriz».
El informe continuaba así: «La nueva institutriz es una excelente ama de casa… Sir Pitt la trata con dulzura y amabilidad insólitas… Su hijo también… Éste le lee sus folletos».
—¡Vaya una intrigante! —exclamó al llegar a ese punto la señora del rector.
Otros informes llegaron después que indicaban que la institutriz «había seducido a todo el mundo», que escribía las cartas de sir Pitt, que llevaba sus cuentas, que dirigía como ama y señora la casa, que manejaba a su capricho a la baronesa, al señor Crawley, a las señoritas… en vista de lo cual, la buena señora del rector falló que, a no dudar, era una bribona artificiosa, que abrigaba en su caletre terribles proyectos. Lo que en el castillo sucedía, constituía la preocupación de los habitantes de la rectoría, y los ojos penetrantes de la esposa del rector acechaban todos los movimientos del campo enemigo. Pero no se conformaba con tan poco, según nos darán a conocer sus cartas, una de las cuales vamos a copiar.
La señora Martha de Crawley a la señorita Barbara Pinkerton, directora del colegio Chiswick.
Rectoría de Crawley de la Reina, diciembre…
Mi querida señora: Aunque han transcurrido algunos años desde la época en que participé de sus deliciosas e inapreciables enseñanzas, no se han modificado en lo más mínimo mis sentimientos de ternura y de respeto para con la señorita Pinkerton y mi querido Chiswick. Deseo que su salud sea inmejorable. Quiera Dios conservar muchos, muchos años, al mundo y para la causa de la educación, a la insubstituible señorita Pinkerton. Una de mis amigas, lady Fuddleston, me habló de que necesita una institutriz para sus queridas niñas… (yo carezco de bienes de fortuna para tener institutriz que eduque a las mías, pero ¿no recibí por ventura mi instrucción en Chiswick?). Inmediatamente contesté: ¿a quién podemos consultar mejor que a la excelente, a la incomparable señorita Pinkerton? En una palabra, querida señora: ¿Tiene usted a su disposición alguna señorita cuyos servicios puedan ser útiles a mi buena amiga y vecina? Después de lo que habló conmigo, está resuelta aquélla a no recibir sino una institutriz de su elección.
Mi querido esposo se complace en repetir que le gusta todo lo que sale del colegio de la señorita Pinkerton. ¡Con qué placer le presentaría, así como a nuestras amantes hijas, a mi amiga de la juventud, a la lumbrera que mereció ser admirada por el lexicógrafo más grande de nuestro siglo! Si algún día viajase usted por el Hampshire, mi marido me encarga que le diga que no duda dispensará a nuestra rectoría rural el honor de visitarla, rectoría que hoy es la humilde pero feliz mansión de su afectísima
MARTA DE CRAWLEY
P. D. Mi cuñado el barón, con quien por desgracia no estamos en las mejores relaciones, tiene para sus hijas una institutriz que, según me han dicho, ha tenido la fortuna de ser educada en Chiswick. Han llegado hasta mi distintas referencias sobre ella, y como me inspiran interés ternísimo mis sobrinitas, a las cuales quiero como a mis propias hijas, no obstante las diferencias de familia, y como, por otra parte, discípula que salga de su colegio tiene ganadas ya todas mis simpatías, quisiera, señorita Pinkerton, que me contara usted la historia de la joven en cuestión, de quien yo anhelo hacerme amiga por consideración a usted. M. de C.
La señorita Pinkerton a la señora Martha de Crawley.
Chiswick, diciembre de 18…
Querida señora: Tengo la satisfacción de acusar recibo de su preciosa carta, que me apresuro a contestar. En mi tarea espinosa, es para mi un placer inmenso ver que mis solicitudes maternales crean afectos duraderos, y alegría doble al saber que la despierta y aventajada discípula de otros tiempos, Martha McTavish, es hoy la señora Martha de Crawley. Me felicito de tener hoy bajo mi dirección a las hijas de muchas de sus contemporáneas, y sería para mí motivo de vivísimo placer poder rodear a las de usted de toda mi solicitud, y comunicarles toda mi ciencia.
Al ofrecer mis saludos respetuosos a lady Fuddleston, tengo el honor de presentarle (por carta) a mis dos queridas amigas las señoritas Tuffin y Hawky.
Una y otra están en condiciones de enseñar griego, latín, los rudimentos del hebreo, matemáticas, historia, el español, el francés, el italiano, geografía, música vocal e instrumental, baile sin ayuda de maestro, y por último, los elementos de todas las ciencias naturales. Entrambas conocen bien el uso de los globos. Además, la señorita Tuffin, hija del difunto reverendo Thomas Tuffin, profesor del colegio Corpus, de Cambridge, puede enseñar el siríaco y los elementos de Derecho Constitucional. Pero como no tiene más que dieciocho años, y es bellísima, acaso estas cualidades sean obstáculo para su entrada en la casa de sir Fuddleston.
En cambio, la señorita Leticia Hawky ha sido muy poco favorecida por la naturaleza. Tiene veintinueve años de edad y su cara presenta las huellas de la viruela. Es, además, coja, tiene el pelo rojo y sufre una desviación notable de la vista. Las dos señoritas atesoran en grado eminente todas las cualidades morales y religiosas. Sus pretensiones, como es natural, están en relación con sus méritos.
Penetrada de la más respetuosa gratitud hacia el reverendo Bute Crawley, tengo el honor de reiterarme de usted afectísima servidora,
BÁRBARA PlNKERTON
P. D. La señorita Sharp, de quien usted me habla, institutriz en la casa de sir Pitt Crawley, fue, en efecto, una de mis discípulas. Nada puedo decir en su contra. Cierto que hay algo poco simpático en ella, pero no depende de nosotros reformar la obra de la naturaleza. Sus padres fueron gentes poco recomendables: el autor de sus días era pintor, y no pocas veces hizo bancarrota, y en cuanto a su madre, he sabido recientemente con horror que fue bailarina en la Ópera; esto no obstante, Becky era muchacha de talento y no puedo acusarme de haberla recibido en mi colegio por caridad. Lo único que temo es que los principios de la madre, de quien me informaron que era una condesa francesa obligada a emigrar durante los horrores de la última revolución, pero que, según nuevos informes, fue persona de moralidad muy sospechosa, y de origen muy bajo, los haya heredado la desventurada joven que yo recogí al verla abandonada. Mientras estuvo en mi casa quiero creer que observó una conducta irreprochable, y es de esperar que no la modifique en la exquisita y elegante sociedad de sir Pitt Crawley.
La señorita Becky Sharp a la señorita Amelia Sedley.
No he escrito a mi querida Amelia desde hace una porción de semanas. ¿Por qué? Vas a saberlo: ¿Qué podía contarte sobre lo que se dice y se hace en el Pa^ lacio del Tedio, nombre con el cual he bautizado a la residencia donde vivo? ¿Qué te importa que la cosecha de nabos sea buena o mala, que el cerdo pese trece o catorce arrobas, que las remolachas sean o no buen alimento para las bestias? Desde la última carta que te dirigí, el día siguiente se parece al de la víspera. Antes del almuerzo, un paseo con sir Pitt y su mayordomo; después del almuerzo, lecciones a mis discípulas, a continuación de las lecciones, lectura de legajos, correspondencia con picapleitos sobre incidentes relacionados con minas de carbón y canales propiedad de sir Pitt, de quien soy secretaria particular: después de comer, sermones morales del señor Crawley o juego de chaquete con el barón, distracciones ambas que la señora contempla con placidez inmutable. Recientemente, debido a una indisposición que la aqueja, la señora se ha hecho más interesante, pues frecuenta el castillo un médico joven llamado Glauber. Para que te convenzas, queridita mía, de que las jóvenes nunca deben desesperar, te diré en secreto que el tal doctor Glauber ha dicho a una de tus amigas que si se digna trocar su apellido de soltera por el de señora Glauber, podrá llegar a ser una de las glorias de la medicina. Contesté a su imprudencia que un médico, para ser feliz, no debe de necesitar otra cosa que la lanceta y la jeringa… ¿He nacido yo, acaso, para ser esposa de un matasanos de aldea? El señor Glauber, oída mi respuesta, se retiró seriamente indispuesto, pero tomó un refrescante y parece que ha curado por completo. Sir Pitt aplaudió entusiasmado mi resolución; creo que le habría contrariado en extremo perder a su secretaria, y hasta me permito asegurar que me quiere con toda la fuerza compatible con su natural especial… ¡Casarme yo!… ¡Y con un galeno insignificante!… ¡No, no! Es imposible olvidar cosas pasadas sobre las que es mejor no hablar. Pero dejemos esto, y volvamos a nuestro Palacio del Tedio.
Desde hace algún tiempo, mi querida amiga, no le cuadra ya el nombre que le he dado, porque ha dejado de ser la mansión del aburrimiento. Ha llegado la señorita Crawley, la tía, la solterona, con sus caballos gruesos y sus criados gruesos y su perro de aguas grueso; sí, la inmensamente rica señorita Crawley, con sus setenta mil libras esterlinas colocadas al cinco por ciento, ante quien, mejor diría ante las cuales, los dos hermanos caen postrados, rindiendo tributo de adoración. Su aspecto es de apoplética, por cuyo motivo no es de admirar que despierte en sus hermanos profunda ansiedad. Hay que verlos rivalizando por traerle un almohadón o por servirle una tacita de café. Ella, que no tiene pelo de tonta, dice con mucha gracia: «Cuando vengo aquí, dejo en mi casa a la señorita Briggs, que es mi gatito zalamero, porque a cambio del que dejo, encuentro dos, mis buenos hermanos, que son una pareja de zalameros capaces de dar lecciones de zalamería a la propia señorita Briggs».
Mientras la señora indicada vive en esta residencia, los salones están abiertos de par en par, y puedes creer que, durante un mes, no parece sino que sir Walpole ha salido de la tumba para dar brillantez y animación a su castillo. Tenemos grandes comidas, salimos a pasear en coches tirados por cuatro caballos, cocheros y lacayos visten sus mejores libreas color canario, bebemos vino clarete y champaña como si estuviésemos habituados a beberlo a diario, en la estancia destinada a escuela nos ponen bujías de cera, y chispea el fuego en todas las chimeneas. La señora luce hermoso vestido color verde manzana, mis discípulas arrinconan sus zapatos pesados y groseros y sus pellizas de tartán viejo, y llevan medias de seda y trajes de fina muselina, cual cuadra a las hijas elegantes de un barón. Ayer Rosa se presentó en un estado lamentable. Un enorme cerdo Wiltshire, con el que le gusta jugar, la tiró al suelo y estropeó completamente su mejor vestido, uno muy lindo de seda floreada color lila. Si esto hubiese ocurrido hace una semana, sir Pitt, además de haberla dirigido un sermón condimentado con terribles juramentos y espantosas maldiciones, le habría propinado sendos tirones de orejas y condenado a pasarse un mes a pan y agua, y, sin embargo, ayer se conformó con decir, riendo a carcajadas, como si el accidente no tuviera importancia alguna: «Ya pondremos remedio a esto cuando se vaya tu tía». Quiera Dios que se le pase la rabia que seguramente guarda dentro del cuerpo mientras permanezca aquí la tía: lo deseo por la pobre Rosa.
Otro de los efectos admirables de la presencia de la señorita Crawley y de sus setenta mil libras esterlinas se refleja en la conducta de los dos hermanos Crawley, el barón y el rector, que se odian ferozmente durante todo el año, y se adoran mientras aquélla se halla aquí. Te escribí en otra ocasión que el abominable rector a quien han arruinado las carreras de caballos, tiene la costumbre de aburrirnos con interminables sermones en la iglesia, y que su hermano el barón los escucha roncando desaforadamente; pues bien: mientras la solterona está aquí, ni predica el rector, ni ronca el barón, ni regañan entre si: se visitan, hablan de cerdos y de árboles frutales con amabilidad que encanta, porque saben que su hermana está dispuesta a dejar su fortuna a los Crawley de Shropshire si la molestan con sus discusiones. Creo que los Graiuleys de Shropshire serian los herederos universales de la solterona si fuesen más listos, pero uno de ellos, clérigo como su primo, ofendió mortalmente a la tía con consejos morales que ella no había de seguir.
Permanecen cerrados nuestros libros de sermones durante la permanencia de la señorita Crawley, y el señor Crawley, su sobrino, que ella detesta, considera conveniente ausentarse para la ciudad, y hace su aparición en el castillo el joven dandy, el capitán Crawley, a quien supongo que desearás conocer.
Es un joven muy alto, seis pies largos de talla, muy guapo, muy elegante, que habla a gritos, que jura como un condenado, que manda imperiosamente, no obstante lo cual le adora la servidumbre, que se dejaría matar por él, porque es generoso en extremo. La semana pasada, los guardabosques mataron casi a un escribano que llegó de Londres con su secretario para detener al capitán. Les encontraron rondando por el parque, y fingiendo que les tomaban por merodeadores, les propinaron una paliza monumental, les dieron un baño en el estanque, y habrían concluido arcabuceándoles si no interviene a tiempo el barón. Creo que venían a prenderle por deudas.
El capitán profesa un desprecio perfectamente filial a su padre, a quien llama ladronzuelo, sanguijuela, viejo pícaro, y otras lindezas por el estilo. Entre las damas se ha hecho una reputación terrible: lleva consigo sus caballos de caza, se pasa la vida con los caballeros del país, invita a comer a quien le place sin que se atreva a decir nada sir Pitt, a fin de no disgustar a la solterona y perder el legado que espera cuando la apoplejía termine su obra. ¿Debo referirte una galantería del capitán con respecto a mí? Creo que vale la pena. Una noche de baile se encontraban en esta residencia sir Huddleston Fuddleston y familia, sir Giles Wapshot y sus hijas, amén de otras muchas jóvenes que no conozco. Pues bien: oí decir al capitán: «¡Pardiez! ¡Es una muchacha lindísima!»; y se refería a mi. Me dispensó luego el honor de bailar dos piezas conmigo. Es camarada de los jóvenes elegantes de la región, y en su compañía bebe, apuesta, monta a caballo y habla de monterías y de carreras, pero dice que son insoportablemente aburridas todas las muchachas, y creo que no le falta razón. Es divertido ver el desdén con que me miran. Cuando bailan, yo toco el piano y debo permanecer fija en la banqueta, pero hace pocas noches salió el capitán un poquito bebido del comedor, y juró a gritos y lanzando una frase demasiado fuerte para que yo pueda estamparla aquí, que era yo la que mejor bailo y que haría venir a los violinistas de Mudbury para que yo pudiese bailar.
La señora Martha de Crawley se ofreció entonces a to car una danza del país. (Debo decirte que es una vieja de piel arrugada y negra, ojos brillantes y adorna su cabeza con un turbante de tres picos). Bailaron, pues, el apuesto capitán y tu buena amiga Becky, y momentos más tarde, la señora Martha de Crawley se acercaba a mi y me felicitaba por lo admirablemente que lo había hecho, jamás hizo tanto la orgullosa esposa del rector, prima hermana del conde de Triptoff, que ni siquiera se dignaba visitar a su cuñada la baronesa como no fuese cuando la solterona se encontraba en el castillo. ¡Pobre baronesa! Mientras todo el mundo se divierte en el salón, ella permanece en sus habitaciones tomando píldoras.
La señora Martha de Crawley se ha apasionado por mi. «Mi querida señorita Sharp —me dice—; ¿por qué no viene usted con sus discípulas a la casa rectoral? Sus primas tendrían placer especial en verlas». Sé muy bien lo que la excelente señora busca; cierto que il signore Clementi no nos enseñó piano por amor al arte, que es lo que la señora del rector desea que haga yo con sus hijas, pero iré, y seré profesora gratuita, porque quiero hacerme amiga de la cuñada de mis señores. ¿No es éste deber primordial de las pobrecitas institutrices que no tienen en el mundo parientes ni amigos? La señora Martha de Crawley me prodigó enhorabuenas y felicitaciones por los admirables progresos que hacen mis discípulas, y creyó… ¡pobrecita incauta!… que había logrado conmover mi corazón… ¡Como si mis discípulas me importasen un comino!…
El vestido de muselina y la banda color rosa que me regalaste me sientan a las mil maravillas, según me han repetido más de una vez. Entrambas prendas están hoy un poquito deterioradas, pero nosotras, las pobres, no podemos proporcionarnos des fraiches toilettes. Feliz, feliz mil veces tú, que no tienes más que montar en el coche y llegarte a la calle Saint James, donde compra una madre tierna cuanto tu corazón pueda apetecer. Adiós, corazoncito mío: sabes que te quiere tu mejor amiga
BECKY
P. D. ¡Qué lástima que no vieses la cara que pusieron las señoritas Blackbroock, hijas del almirante del mismo apellido, lindas muchachas que lucían vestidos recién traídos de Londres, cuando el capitán Rawdon Crawley, pese a la sencillez de mi tocado, me escogió por pareja!
Cuando la señora Martha de Crawley, cuyos artificios había penetrado la perspicaz Becky, hubo conseguido de ésta promesa formal de visitarla, suplicó a la omnipotente solterona que obtuviera la aprobación indispensable de sir Pitt. La excelente anciana, siempre de buen humor, deseosa de ver en torno suyo la alegría y la jovialidad, aprovechó encantada una oportunidad de afirmar la reconciliación entre los dos hermanos. Se decidió, pues, que, en lo sucesivo, el elemento joven de las dos familias se haría frecuentes visitas, pero la intimidad duró únicamente el tiempo que permaneció en el castillo la vieja y alegre mediadora.
—¿Por qué has invitado a comer a ese tunante de Rawdon? —preguntó el rector a su mujer mientras cruzaban a paso lento el parque, dirigiéndose a su casa—. No me gusta ese sujeto: mira a mis feligreses como si fuesen negros, y no nos mira mucho mejor a nosotros; no está contento si no bebe vinos lacrados con lacre amarillo, que me cuestan diez chelines por botella, y por si no basta esto, tiene un carácter infernal, es jugador, borracho, tramposo, pródigo… Mató en duelo a un hombre, está de deudas hasta los ojos, y me ha robado a mí y a los míos una buena parte de la fortuna de mi hermana. Dice Waxy que le… ¡Permita…! —el buen rector alzó el puño, lo agitó con furia, pronunció algo semejante a un juramento, y luego terminó con entonación melancólica—: que le lega en una cláusula testamentaria cincuenta mil libras esterlinas… No nos quedarán a repartir más de treinta mil…
—Y creo que se va… se va a la carrera —contestó la esposa del rector—. Hoy mismo, al levantarnos de la mesa, tenía la cara arrebatada, roja… He tenido que aflojarle las cintas…
—Se bebió siete copas de champaña… ¡y qué champaña!… Vosotras, las mujeres, no distinguís, pero es lo cierto que el champaña con que nos obsequia el miserable de mi hermano es un veneno.
—Claro; nosotras no conocemos…
—Bebió luego jerez y coñac, y más tarde, después del café, una porción de copas de curasao, licor que no bebería yo por nada del mundo, porque abrasa materialmente el corazón. No es posible que lo resista mi hermana… ¡Ca…! No hay cuerpo que aguante semejante fuego… Matilde se muere antes de un año: acuérdate de lo que digo.
El matrimonio continuó largo rato hablando de asuntos tan importantes, y pensando en sus deudas, y en que su hijo Jimmy, a la sazón en el colegio, y su hijo Francis, que se hallaba en Woolwich, y sus cuatro hijas, que distaban mucho de ser beldades, no tendrían un céntimo fuera del legado que de la tía esperaban.
—No es posible que mi hermano sea tan canalla, tan criminal, que enajene la vinculación a la familia de la rectoría. Y qué te parece: ahora ese metodista papanatas de su hijo mayor, quiere ir al Parlamento —continuó el rector después de una pausa.
—Tu hermano es capaz de todo —contestó su mujer—. Deberíamos hacer que tu hermana le arrancase la promesa de que quedaría reservada para Jimmy.
—Y mi hermano lo prometerá todo para no cumplir luego nada. Me prometió que a la muerte de nuestro padre pagaría todas mis deudas contraídas en el colegio, me prometió que construiría una nueva ala en el edificio de la rectoría, me prometió el campo de Jobb y las praderas de Seis-Acres, pero sus promesas en promesas se han quedado. ¡Y es al hijo de ese hombre, al canalla, al jugador, al estafador, al asesino, a quien Matilde lega la mayor parte de su fortuna!… Digo que semejante decisión de mi hermana es contraria a la ley de Cristo… ¡Y tanto si lo es!… Ese perro infame tiene todos los vicios, excepto el de la hipocresía, que ése lo monopoliza su hermano.
—¡Por Dios, querido… que nos encontramos en las propiedades de sir Pitt!
—Digo y repito que tiene todos los vicios y que es un asesino. Pues qué: ¿no mató de un tiro al capitán Market? ¿No robó al joven lord Dovedale en Cocoa-Tree? ¿No apostó en la lucha entre William Soames y el campeón de Cheshire, que me costó cuarenta libras? Sabes muy bien que nada invento, que todo es verdad. Y por lo que se refiere a su afición al bello sexo, sabes muy bien que, en mi propia habitación rectoral, delante de mí, tuvo la incalificable osadía de…
—No lo digas, por Dios.
—¡Y a un miserable de esa calaña, a un perdido como él le invitas a comer en casa! —continuó el exasperado rector—. ¡A un libertino como él, lo lleva a su casa una madre que tiene hijas, la esposa de un rector de la iglesia de Inglaterra!… ¡Ira de…!
—Estás loco.
—Yo no sé si estoy loco o no, ni si veo las cosas tan pronto como tú, pero sí te digo que no quiero alternar con Rawdon; más claro agua. Iré a visitar a Huddleston Fuddleston, para ver su galgo negro, y pienso hacer correr a Lancelot contra él y apostar cincuenta libras. Le haré correr contra cualquier perro de Inglaterra. Pero no quiero ni ver siquiera a ese bestia de Rawdon Crawley.
—Estás borracho como de costumbre, amigo mío —contestó la señora.
A la mañana siguiente, el buen rector, después de tomar una ración de cerveza clara, habló con más cordura, y convino en que se ausentaría según lo hablado la víspera para evitar el desagradable encuentro con su sobrino.
Apenas llegó la solterona al castillo, Becky, poniendo en juego su poder fascinador, supo granjearse todas las simpatías de aquella vieja alegre, de la misma manera que se había conquistado las de todos los moradores del castillo. Un día, al salir a paseo en coche, dijo que quería que la acompañase a Mudbury la «pequeña institutriz». Cuando salieron, la vieja no había cruzado palabra con Becky, pero al regreso, ésta, que la había hecho reír cuatro veces y la entretuvo muy agradablemente durante todo el paseo, se había conquistado todo el cariño de aquélla.
—¿Por qué no ha de sentarse a la mesa la señorita Sharp? —dijo la solterona a sir Pitt, que había preparado una comida de ceremonia, a la que estaban invitados todos los títulos y nobles de los contornos—. ¿Crees, querido, que voy a pasarme la comida hablando de muñecos vivos con la señora de Huddleston, o de leyes con la vieja gansa de sir Giles Wapshot? Reclamo un puesto para Becky. Quédese en sus habitaciones tu mujer si hemos de estar en la mesa muy apretados, pero Becky estará a mi lado. Es la única persona de todo el condado con la cual se puede hablar.
No hubo más remedio que doblegarse ante orden tan imperiosa. La institutriz recibió aviso oportuno para que bajase a comer con la ilustre reunión, y cuando sir Huddleston, después de acompañar del brazo hasta la mesa, con gran pompa y ceremonia, a la solterona, se disponía a sentarse al lado de ésta, la extravagante anciana gritó con voz chillona:
—Becky… Becky… venga a sentarse a mi lado. Me entretendrá durante la comida. Sir Huddleston Fuddleston que se siente al lado de lady Wapshot.
Sir Huddleston Fuddleston sopló como un ballenato durante toda la comida. Sir Giles Wapshot deglutía la sopa haciendo ruidosas aspiraciones y poniendo de través el ojo izquierdo. De todos estos defectos hizo Becky a la vieja, más tarde, durante la velada, una descripción graciosísima, así como también supo hablar, con envidiable acierto, de política, de la guerra, de las sesiones del Parlamento, y de tantos otros temas graves e importantes que suelen ser objeto de las conversaciones de los aristócratas.
—Es usted una trouvaille, querida mía —repetía la solterona—. Quisiera llevarla conmigo a Londres.
A partir del día en que se dio la comida reseñada, la hermana de sir Pitt mandó que todos los días la llevase del brazo al comedor Rawdon Crawley, y la siguiese Becky llevando su almohadón, o bien que le diera el brazo Becky y cargase Rawdon con el almohadón.
—Hemos de sentarnos los tres juntos —decía la vieja—, porque somos los tres únicos cristianos que hay en todo el condado.
Además de poco o nada religiosa, era la vieja ultrarradical en sus opiniones, que expresaba con encantadora sencillez cuantas veces tenía ocasión.
—¿Qué significa el nacimiento? —decía a Becky—. Examina a sir Pitt, mi hermano; a los Huddleston Fuddleston, títulos desde el reinado de Enrique II; a mi hermano el rector; ¿hay alguno entre ellos que te iguale en inteligencia ni en instrucción? ¿Qué digo igualarte a ti, si no llegan siquiera a mi doncella y podrían darse por muy satisfechos si entendieran lo que mi mayordomo? Tú, hija mía, eres una alhaja, una joya de valor inapreciable. Más cerebro encierra esa cabecita, que todas las del condado. Si entre el mérito y el nacimiento existiese relación directa, tú hubieses nacido duquesa… No… Ser duquesa no vale nada… Pero no debías tener superiores… De mí puedo decir que te tengo por igual mía en todo, absolutamente en todo… A propósito… ¿quieres poner unos carbones en la chimenea… y llevarte este vestido… y reformármelo otro día, tú que todo lo haces tan bien?
He aquí cómo aquella vieja filántropa acostumbraba a mandar mil cosas a su igual, y la obligaba a servirla, a ser su modista, y a que todas las noches le leyese novelas francesas hasta dejarla dormida.
Por este tiempo ocurrieron dos sucesos que crearon honda sensación en la sociedad elegante y dieron mucho trabajo a las gentes de toga. Shafton se fugó con Barbara Fitzurse, hija y heredera del conde Bruin, y el pobre Vane, respetable caballero de cuarenta años, modelo de esposos y padre de una familia numerosa, abandonó de improviso un hogar feliz seducido por los encantos de la Rougemont, actriz que había cumplido sus sesenta y cinco abriles.
—Era lo que más me encantaba de nuestro querido lord Nelson —comentó la solterona—. Por una mujer era capaz de irse a los infiernos. Yo abomino del hombre que no hace esas cosas, de la misma manera que adoro todas las uniones imprudentes. Me encanta cuando veo que un noble muy campanudo se casa con una modistilla, tal como hizo lord Flowerdale, con escándalo e indignación de todas las mujeres… Mi mayor placer sería ver que te fugabas con un gran hombre, Becky, porque tú lo mereces… ya lo creo que lo mereces…
—Sería encantador —confesó Becky.
—También gozo a rabiar cuando un pobre diablo se fuga con una muchacha rica… Siempre me da el corazón que Rawdon ha de fugarse con alguien…
—Con alguien… ¿rica o pobre?
—Eso por sabido se calla: Rawdon no tiene un penique, fuera de lo que yo le dé; está criblé de dettes… No tiene más remedio que reparar su fortuna y triunfar en el mundo.
—¿Es listo? —preguntó Becky.
—¿Listo? Limpio, completamente limpio de ideas, si se le saca de su regimiento, de sus caballos, de sus cacerías y de sus juegos, pero… vencerá, porque es truhán como un demonio. En su regimiento le adoran, y en la casa de Wattier y en Cocoa-Tree juran por su nombre.
Cuando Becky, en la carta que escribió a su queridísima amiga, al hacer la crónica del baile, dijo que el capitán la había distinguido, no fue del todo exacta en la exposición de los hechos. El capitán la había distinguido ya muchas veces antes del baile. Veinte veces la había tropezado por casualidad en los paseos, veinte veces la había encontrado en pasillos obscuros del castillo, veinte veces se había inclinado sobre ella mientras tocaba el piano o cantaba, y veinte veces le había escrito cartitas amorosas, con la mejor ortografía y el lenguaje más fino de que era capaz un capitán de dragones apenas domesticado, aunque a bien que la rudeza es cualidad que convence con frecuencia a las mujeres con mayor eficacia que ninguna otra. A la primera carta, que el capitán depositó entre las hojas de la romanza que estaba cantando la institutriz, contestó ésta levantándose, mirándole con fijeza y haciendo del papelito un tricornio: a continuación, avanzó en derechura hacia el enemigo, arrojó la carta al fuego, hizo una reverencia profunda y, volviendo a ocupar su asiento, cantó con mayor desahogo que nunca.
—¿Qué pasa? —preguntó la solterona, cuya siestecita interrumpió la cesación de la música.
—Una nota falsa —contestó riendo Becky.
La rabia y el despecho ahogaban a Rawdon.
En presencia del entusiasmo nada equívoco de la solterona por Becky, no podemos menos de ponderar la generosidad de la esposa del rector, que supo dispensar excelente acogida a la institutriz, sin demostrar envidia, y recibir con amabilidad a Rawdon Crawley, rival de su marido en la herencia de las setenta mil libras esterlinas. Parecía que tía y sobrino no sabían vivir el uno sin el otro. El segundo abandonaba la caza, desdeñaba las invitaciones de los Huddleston Fuddleston, dejaba de ir a comer con los oficiales de la guarnición de Mudbury, y todo por el gusto de pasarse las tardes en la rectoral, donde también se presentaba la señorita Crawley, y donde, ¿qué había en ello de inconveniente?, solía pasarlas también la institutriz con las dos niñas del barón. Por la noche volvían todos a pie al castillo, excepción hecha de la solterona, que prefería hacerlo en coche. El paseo a través de los prados de la rectoría hasta la puertecita del parque, y luego por entre los espesos árboles, resultaba delicioso a la luz de la luna, sobre todo para dos amantes de la naturaleza como el apuesto capitán y Becky.
—¡Oh, cómo parpadean las estrellas! —exclamaba Becky, clavando en ellas sus ojos verdes—. Paréceme que me alejo de la tierra y me convierto en espíritu cuando las contemplo.
—¡Oh!… ¡ah!… ¡sí!… exactamente lo mismo me sucede a mí —contestaba el otro entusiasta—. ¿Le molesta que fume, señorita Sharp?
Al aire libre, el olor del tabaco agradaba en extremo a Becky, y en una ocasión, hasta quiso gustarlo. Tomando el cigarro del capitán, dio una chupadita de la manera más encantadora del mundo, lanzó un grito acompañado de un estornudo y de una sonrisita, y lo devolvió al propietario, quien se atusó el bigote, chupó hasta sacar una brasa que parecía un pedazo de sol, y juró por su honor que jamás había fumado cigarro tan delicioso como aquél.
Desde la ventana de su gabinete espiaba el viejo sir Pitt a la pareja, fumando su pipa, bebiendo cerveza y conversando con su mayordomo sobre un carnero destinado a la matanza. Poca gracia debió hacerle el descubrimiento, pues lanzó media docena de tacos terribles, y juró que, de no ser por su hermana, agarraría al bergante de su hijo por los cabezones y lo plantaría de patitas en el campo, por desvergonzado.
—Malo es, no puede negarse —contestó el mayordomo—, y peor que él su asistente Flethers, que constantemente arma camorras sobre la comida y la cerveza… pero creo que es digna de los dos la señorita Sharp —terminó, después de una pausa.
Tenía razón el mayordomo: Becky era digna de los dos… del padre y del hijo.