Capítulo X

Rebeca comienza a hacerse amigos

UNA VEZ RECIBIDA entre los miembros de la amable familia, cuyos retratos hemos bosquejado en las páginas precedentes, debía Becky poner de su parte todos los esfuerzos imaginables para hacerse agradable, como ella decía, y procurar con tesón conquistarse la confianza de todos ellos. Digna de loa es esta brillante cualidad, preciado patrimonio que arraiga en el pecho agradecido de una huérfana sin protección. Se nos objetará tal vez que en sus cálculos podía entrar acaso un poquito de egoísmo; pero los egoísmos dictados por la prudencia, ¿no son perfectamente justificables? «Estoy sola en el mundo —decía la pobre huérfana—. No tengo amigos, no tengo más bienes de fortuna que aquellos que pueda proporcionarme mi rudo trabajo. Esa muñequita llamada Amelia, cuyo talento jamás llegará a la mitad del mío, es dueña de diez mil libras esterlinas, tiene marido asegurado, mientras la pobre Becky, siendo incomparablemente más hermosa que ella, no puede confiar más que en sí misma y en su ingenio… ¡Bueno!… Veremos si éste me proporciona una posición regular y si algún día puedo demostrar a Amelia la enorme superioridad que sobre ella tengo… Y no es que aborrezca a Amelia, no… ¿quién puede aborrecer a esa muchacha bonachona e inofensiva?, pero claro está que sería para mí delicioso ocupar en el mundo un lugar superior al suyo… ¿Por qué no ha de llegar ese día?» He aquí las visiones que acariciaba nuestra no muy romántica amiguita, he aquí cómo fabricaba para el porvenir castillos en el aire… sin que deba ser para nosotros motivo de escándalo la circunstancia de que, de los tales castillos, fuera un marido el habitante principal. ¿En qué han de pensar las muchachas solteras como no sea en maridos? ¿Por ventura les enseñan sus mamas a pensar en otra cosa? «Seré mamá de mí misma», se decía Becky, acordándose con cierto despecho de su desgraciada aventura con Joseph Sedley.

Resolvió, pues, muy cuerdamente por cierto, dar toda la seguridad y todo el bienestar posible a su posición en la familia de Crawley de la Reina, y con este objeto a la vista, decidió conquistarse las simpatías y el afecto de cuantas personas, pudiesen contribuir a su felicidad.

Como a este número no pertenecía la señora Crawley, como era un cero a la izquierda en su propia casa, consecuencia de su flojedad y apatía de carácter, Becky no tardó en convencerse de que no valía la pena intentar ganarse su afecto, imposible de ganar, por otra parte. Ante sus discípulas la llamaba siempre su «pobre mamá», y si bien es cierto que la trataba con todas las demostraciones de frío respeto, era al resto de la familia adonde dirigía, dando pruebas de profunda diplomacia, sus principales atenciones.

Con sus jóvenes discípulas, cuyas simpatías se conquistó de lleno, su método era de los más sencillos. No sobrecargaba su cerebro con demasiada ciencia; antes por el contrario, dejaba que se instruyesen a su capricho, y con razón. ¿Hay instrucción tan eficaz como la que adquiere uno por sí mismo? La mayor manifestó propensión especial por la lectura, y como en la antigua biblioteca de Crawley de la Reina había infinidad de libros del siglo anterior, adquiridos por el guardasellos durante su desgracia, y como, por otra parte, nadie pensaba en sacarlos de sus estantes, Becky, sin trabajo alguno, y de la manera más agradable, consiguió que Rosa Crawley hiciese grandes progresos en su instrucción.

Juntas leyeron Becky y Rosa una porción de obras deliciosas, francesas e inglesas, entre las cuales haremos mención de las del sabio doctor Smollett, del ingenioso Henry Fielding, del gracioso y fantástico monsieur Crébillon hijo, a quien tanto admiró nuestro inmortal poeta Gray, y del universal monsieur de Voltaire. Preguntó en una ocasión el señor Crawley qué leían las niñas, contestando inmediatamente la institutriz que a Smollett. «¡Oh, Smollett! —repuso muy satisfecho el señor Crawley—. Su historia es más obscura, pero menos peligrosa que la de Hume… ¿Es historia lo que ahora estudian las niñas?» Rosa contestó afirmativamente, pero se guardó mucho de añadir que la historia que leían era la de Humfredo Clinker. En otra ocasión, quedó escandalizado al encontrar a su hermanita leyendo un tomo de comedias francesas, pero al escándalo sucedió la satisfacción más inmensa no bien le explicó la institutriz que leía aquella obra para adquirir la conversación en idioma francés. El señor Crawley, como buen diplomático, estaba orgulloso de la pureza de su acento francés, y se extasiaba de júbilo cuando Becky se deshacía en alabanzas sobre su dominio de dicha lengua.

Las aficiones de Violeta eran, por el contrario, más violentas y hombrunas que las de su hermana. Conocía los rincones más retirados donde las gallinas iban a poner sus huevos, trepaba a los árboles donde los alados cantores depositaban sus nidos, y su mayor placer consistía en montar a horcajadas los potros y correr los campos como otra Camila. Era la favorita de su padre y la mimada de los cocheros y mozos de cuadra; el encanto, y al propio tiempo el terror de la cocinera, porque descubría el escondrijo de los tarros de mermelada y no se descuidaba en atacarlos en cuanto estaban a su alcance. Reñían a diario terribles batallas las dos hermanas y cometían mil otros pecadillos, que la institutriz no delataba a la señora Crawley, la cual es probable que hubiese llevado la noticia a sir Pitt, o por lo menos al señor Crawley, que habría sido peor. Quedamos en que los callaba, pero no dejaba de manifestar a sus discípulas que, si se convertía en encubridora de sus faltas, era a condición de que ellas quisieran mucho a su institutriz.

Por lo que se refiere al señor Crawley, Becky le prodigaba respeto y deferencia. Consultábale sobre los pasajes franceses que no podía comprender ella, no obstante ser hija de francesa, pasajes que únicamente a él consideraba capaz de explicar satisfactoriamente. Él dirigía también sus estudios en lo tocante a literatura profana, y era tan amable, que le indicaba los libros de doctrina más seria y con frecuencia le hacía el honor de dirigirle la palabra. Becky pagaba tantas atenciones admirando los discursos que el señor Crawley pronunciaba en la Sociedad de Socorros para los Famélicos y dando muestras del interés más vivo por su folleto sobre Malta. A veces tanto se emocionaba Becky escuchando sus discursos, que derramaba copiosas lágrimas y balbuceaba: «¡Oh, señor!… ¡Gracias… gracias!». Y exhalaba dos o tres suspiros, y elevaba los ojos al cielo… y conseguía que el orador llevase su condescendencia hasta el extremo de darle un apretón de manos. «La sangre lo es todo —decía el aristócrata—. Mis palabras conmueven a la señorita Sharp, siendo así que no hacen la menor mella en mi auditorio del pueblo… Les hablo con demasiada finura, con demasiada delicadeza… Tendré que familiarizar mi estilo… Me comprende la señorita Sharp… porque su madre fue una Montmorency».

De tan ilustre familia descendía, al parecer, la señorita Sharp, por línea materna. Claro está que nuestra amiga se guardó muy bien de decir que su ilustre madre había pisado las tablas, que no iba a cometer la torpeza de hablar de lo que sabía de antemano que no podía menos de lastimar los principios religiosos del señor Crawley. Quedamos en que descendía de la ilustre familia de los Montmorency… ¿por qué no? ¡Eran tantos los emigrados de ilustre linaje, sumidos en la miseria por la feroz revolución francesa! A los pocos días de haber entrado en la casa, había contado Becky una porción de historias acerca de sus antepasados, algunas de las cuales encontró el señor Crawley en el diccionario de D’Hozier, que figuraba en la biblioteca, circunstancia feliz que robusteció su creencia en la veracidad de la institutriz y en lo elevado de su cuna. ¿Seremos tan maliciosos que atribuyamos a la curiosidad del señor Crawley, que le llevaba a registrar los diccionarios, cierto interés hacia nuestra heroína? No; si algún interés sentía, era de amistad exclusivamente. ¿No hemos dicho que el objeto de sus anhelos era lady Jane Sheepshanks?

Una o dos veces reprendió a Becky porque jugaba ésta al chaquete con sir Pitt, diciéndole que era juego propio de personas poco piadosas y que ganaría más, espiritual y temporalmente, dedicándose a la lectura de cualquier obra seria, pero Becky contestó que su querida madre jugaba con frecuencia al mismo juego con el viejo conde de Tric-trac y con el venerable abate du Cornet, encontrando así excusa para esta y otras distracciones mundanas.

Y no fue sólo jugando al chaquete con el barón cómo consiguió Becky captarse su simpatía: la pequeña institutriz halló la manera de serle útil en mil cosas. Con paciencia incansable le leía todos los legajos y mamotretos de pleitos y cuestiones judiciales, se ofrecía a copiarle casi todas sus cartas, manifestaba interés hacia todo lo relacionado con los bienes raíces de la familia, con las granjas, con el parque, con el jardín, con las caballerizas, y llegó a hacérsele compañera tan agradable, que rara vez salía el barón a pasear, después del almuerzo, sin hacerse acompañar por Becky (y por las niñas, como es natural), y contados eran los días que la institutriz no exteriorizase su opinión sobre los árboles que convenía podar, los cuadros que debían ser cavados, las cosechas que estaban en sazón, los caballos que parecían más indicados para tiro o para labranza. Antes de haber pasado un año en Crawley de la Reina, Becky había conquistado toda la confianza del barón, y la conversación durante la comida, que antes sólo se cruzaba entre éste y el mayordomo Horrocks, se efectuaba ahora casi exclusivamente entre sir Pitt y Becky. En las ausencias del señor Crawley, Becky era casi la señora de la casa, pero, aunque exaltada a tan encumbrada posición, tenía siempre muy presentes la circunspección y la modestia, para no lastimar a las autoridades de la cocina y de las caballerizas, a las cuales trataba con la más fina afabilidad. Era el reverso de aquella muchacha altiva, desdeñosa y descontenta que conocimos en los comienzos de nuestra historia, metamorfosis que revelaba su exquisita prudencia, su deseo sincero de enmienda, o, por lo menos, una fuerza férrea de carácter. Si era el corazón el inspirador de este nuevo sistema de deferencia, sumisión y humildad, en nuestra Becky, nos lo dirá el resto de la historia. Rara vez puede practicar con éxito un sistema de hipocresía de varios años de duración una persona de veintiún años. Esto no obstante, bueno será que no olviden nuestros lectores que nuestra heroína, aunque joven en años, era vieja en experiencia de la vida, y maldeciríamos de lo que hemos escrito hasta aquí, si aquéllos no hubiesen comprendido que era una muchacha lista, muy lista.

Los dos hijos varones de la casa Crawley, semejantes a los matrimonios mal avenidos, jamás estaban a un mismo tiempo en la residencia paterna: se odiaban mutuamente de la manera más cordial. Rawdon Crawley, el oficial de dragones, además de aborrecer a su hermano, despreciaba la casa, que no solía visitar más que una vez al año: cuando estaba en ella su tía.

Hemos hablado ya de las excelentes cualidades de esta venerable señora. Poseía una fortuna de setenta mil libras esterlinas y casi había adoptado a Rawdon, pero su sobrino mayor, en cambio, le inspiraba profunda aversión. Verdad es que su sobrino mayor afirmaba terminantemente que el alma de su tía estaba perdida sin remedio, y que, la de su hermano, si no perdida del todo, apenas si pedía abrigar esperanza alguna de salvación eterna.

—Es una mujer impía y mundana —decía—. Gusta de la compañía de los ateos y de los franceses. Me estremezco cada vez que pienso en su situación espantosa… Tiene un pie en la sepultura, y continúa entregada a la vanidad, al desarreglo, a gustos profanos, a hábitos insensatos.

Motivaba este juicio severísimo el hecho de que la dama se negase en absoluto a escuchar sus conferencias nocturnas y a que, mientras permanecía en la casa solariega de Crawley, le obligaba a suspender sus habituales ejercicios de piedad.

—Deja tus sermones, hijo mío, cuando tu tía llegue —decía sir Pitt—. En su carta me dice que no puede soportar tus pláticas.

—¡Y los criados, padre!…

—¡Vayan al diablo los criados!

—Al diablo irán si se les priva de la instrucción religiosa…

—Vaya también al diablo la instrucción religiosa. ¿Vas a hacer perder a la familia una renta de tres mil libras esterlinas anuales?

—¿Qué es el dinero comparado con nuestra alma?

—Dices eso porque no te lo va a dejar a ti.

¿Estarían acaso inspiradas por esta consideración las palabras del señor Crawley? En realidad, la vieja dama era irreligiosa. Vivía en Londres en una casita del Park Lane, y como solía comer y beber con exceso durante el invierno, iba a pasar los veranos a Cheltenham o a Harrowgate. No es posible que entre las antiguas vestales hubiese existido mujer tan hospitalaria y alegre. En sus tiempos, fue una hermosura, según se decía. (Sabido es que todas las viejas han sido hermosuras soberanas en su tiempo). Era un bel esprit, una radical terrible. Durante el período de su residencia en Francia, el republicano Saint-Just había hecho nacer en su pecho una pasión funesta, si no mentía la voz pública. Adoraba desde entonces las novelas francesas, la cocina francesa y los vinos franceses; leía a Voltaire y se sabía de memoria a Rousseau, discutía con excesiva ligereza la cuestión del divorcio, y con mayor energía de la conveniente, de los derechos de la mujer; en todas las habitaciones de su casa tenía retratos de Fox, y no estoy seguro de que no hubiese ya buscado su amistad cuando estaba en la oposición; cuando subió al poder se dio gran importancia presentando a sir Pitt y a su colega en el Parlamento, a dicho hombre público, si bien sir Pitt hubiera tenido de todas maneras acceso franco hasta aquél sin que su cuñada se tomase la menor molestia. Creo innecesario decir que sir Pitt cambió de partido a la muerte del gran político Whig.

Desde niño, se encariñó la vieja con Rawdon Crawley, a quien envió a Cambridge porque su hermano mayor estudiaba en Oxford. A los dos años de permanencia en la universidad mencionada, cuando los directores de la misma le rogaron que la abandonase, le compró un despacho de teniente de la Guardia Verde.

El joven oficial era en la ciudad uno de los dandys más apuestos y elegantes. Boxeaba, jugaba, cazaba y guiaba cuatro caballos como un maestro, dotes que constituían por entonces el fondo de la ciencia de los aristócratas ingleses. Aunque pertenecía a las tropas de la escolta, cuyo servicio se limitaba a formar en parada y escoltar al príncipe regente, y de consiguiente, nunca tuvo ocasión de acreditar su valor en los campos de batalla, Rawdon Crawley, por cuestiones, suscitadas en el juego, su pasión dominante, había tenido tres duelos terribles, y dado en todos ellos hartas pruebas de su desprecio a la muerte.

—¡Y a lo que viene después de la muerte! —añadía su hermano, elevando al cielo sus ojos color grosella.

Pensaba siempre el señor Crawley en el alma de su hermano, y en las de todos los que no participaban de sus opiniones, consuelo que se proporcionan a sí mismas la mayor parte de las personas serias.

La solterona, romántica y ligera de cabeza, lejos de temer el valor de su sobrino favorito, se apresuraba a pagar todas sus deudas a raíz de los duelos, y cerraba obstinadamente los oídos a las palabras pronunciadas en contra de la moralidad de aquél.

—El tiempo suavizará sus expresiones demasiado enérgicas —solía decir, cuando en presencia suya afirmaban que juraba—. Mil veces más vale él que el hipócrita de su hermano.