Reservado y confidencial
LA SEÑORITA Becky Sharp a la señorita Amelia Sedley, Plaza Russell, Londres.
(Franquicia. Pitt Crawley.)
Queridísima Amelia: Con alegría mezclada de tristeza tomo la pluma para escribir a la amiga de mi corazón. ¡Oh… qué cambio de ayer a hoy! Ahora me encuentro sin amigos, sola; ayer estaba como en familia, y disfrutaba de la tierna intimidad de una hermana, a quien querré siempre. ¡Oh, si!, ¡siempre!
No te hablaré de las lágrimas que vertí, de la amarga pena que devoré la noche fatal que siguió a nuestra separación Tú fuiste el martes a donde te esperaban la alegría y la felicidad, acompañada por una madre que te adora, y por un militar joven y bizarro, que te quiere con delirio. En ti pensé toda la noche; te veía bailando en casa de los Perkins, cortejada y admirada, de ello estoy segura, como la más bella de cuantas jóvenes asistieron al baile. En cambio a mí el lacayo me condujo en el carruaje viejo a la casa que en la ciudad tiene sir Pitt Crawley, en cuyas manos me dejó, después de tratarme con grosera impertinencia. ¡Ah… todo el mundo puede insultar impunemente a la pobreza y a la desgracia! Me hicieron acostar en una cama antigua de aspecto siniestro, preparada en una alcoba que parecía la más adecuada para que los fantasmas la convirtieran en su antro, y por añadidura, me dieron para compañera de lecho a una vieja de aspecto no menos siniestro que la alcoba y la cama. Es la guardiana, el ama de gobierno de la casa. No pude pegar los ojos en toda la noche.
No responde sir Pitt a la idea que nuestras locas imaginaciones trazaban de los mortales que poseen el título de barón cuando en Chiswick leíamos Cecilia y otras novelas. Cree que es imposible imaginar nada que se parezca menos que él a lord Orville. Represéntate un hombre viejo, bajo de estatura, rechoncho, vulgar y muy sucio, con traje gastado, polainas raídas, que juma en una pipa horrenda y guisa por sí mismo su cena en una sartén. Habla con acento campesino, riñe con frecuencia a su ama de gobierno y hasta tuvo un altercado con el cochero que nos llevó desde su casa hasta la diligencia, donde hice el viaje a cielo abierto durante la mayor parte del tiempo.
Me despertó al rayar el alba la vieja que había sido mi compañera de cama, y salimos momentos después hacia la posada de donde partía la diligencia. En los comienzos del viaje, me dieron asiento en el interior, pero al llegar a un pueblo llamado Leakington, precisamente cuando la lluvia, menuda hasta entonces, comenzó a arreciar, ¿lo creerás?… me obligaron a sentarme juera, porque sir Pitt es el propietario del carruaje, y como en el lugar indicado se presentase un viajero que deseaba asiento en el interior, me mandó que le cediera el mío, y hube de sentarme, desafiando la lluvia, junto a un joven de Cambridge, quien tuvo la bondad de abrigarme con una de las varias mantas que llevaba.
Este caballerito y un guarda que ocupaba otro asiento cercano parece que conocían muy a fondo a sir Pitt, y se burlaron y rieron de él con mucha gracia. Le llamaban tuerca oxidada, queriendo significar que es el rey de los tacaños. Jamás ha dado un penique a nadie, según dicen, afirmación que escucho con disgusto, porque, como comprenderás, me agradaría que fuese rumboso. El mayoral me manifestó que si hacíamos con lentitud tan desesperada el viaje, era porque los caballos de los dos relevos primeros son propiedad de sir Pitt, añadiendo que, cuando sir Pitt abandonase la diligencia, la culpa de sir Pitt la pagarían sus animales, sobre los cuales caería la tralla con más frecuencia y mayor fuerza de la ordinaria.
Un coche tirado por cuatro caballos soberbios, ricamente enjaezados con arneses que ostentaban las armas de su amo y señor, nos esperaba en Mudbury, distante cuatro millas de Crawley de la Reina. Nuestra entrada en el parque de los dominios del barón se hizo con toda solemnidad. Una hermosa avenida de una milla de longitud conduce a la casa solariega. En la verja de honor, cuyas columnas rematan en una serpiente y una paloma, sostenes de las armas de los Crawley, nos esperaba una mujer, que nos hizo infinidad de cortesías y nos abrió de par en par las viejas puertas de hierro, algo parecidas a las aborrecidas de Chiswick.
—¿Qué le parece a usted? —me dijo sir Pitt—. Una avenida de una milla de longitud. Dos hileras de árboles que representan madera de construcción por valor de seis mil libras esterlinas… ¿Es eso nada?
En Mudbury había mandado al señor Hodson que se sentase a su lado en el interior del carruaje, y le venía hablando de embargar, de vender, y de llevar a los tribunales a muchos arrendatarios morosos. Dijo Hodson que Samuel Miles había sido sorprendido cazando furtivamente y que Pedro Bailey fue al fin condenado a trabajos forzados. «Me alegro —contestó sir Pitt—. Él y su familia vienen estafándome hace ciento cincuenta años». Supongo que se tratará de algún pobre arrendador que no llevará al corriente el pago de su renta.
Al pasar distinguí la esbelta silueta de un campanario que se alza con gracia sobre las elevadas copas de los seculares olmos del parque. Delante de éstos, en el centro de una pradera y rodeada de algunas casitas, vi un caserón viejo, de color rojo y muros tapizados de hiedra.
El sol se quebraba en los grandes ventanales cubiertos con vidrieras.
—¿Ésa es su iglesia, señor Pitt? —pregunté.
—Sí ¡maldita sea!… (empleó una frase tan enérgica que no puedo transcribirla, amiguita mía). ¿Cómo sigue ese bestia, Hodson? La bestia es mi hermano el rector, señorita… ¿Cómo sigue?
Hodson soltó la carcajada, púsose serio, movió la cabeza, y contestó:
—Temo que se encuentre mejor, sir Pitt. Ayer salió a caballo y recorrió nuestros campos de trigo.
—Valiérale más permanecer en la iglesia… ¡canastos! (No empleó esta palabra, sino otra más fea). ¿No ha de poder con él el aguardiente? ¿Es que va a ser la segunda edición de Matusalén?
Hodson soltó la carcajada por segunda vez.
—Los jóvenes han vuelto del colegio —dijo—. Dieron a John Sccroggins una paliza tan descomunal, que le dejaron más muerto que vivo.
—Bien por los jóvenes —gritó sir Pitt.
Explicó Hodson que el apaleado había sido sorprendido cazando en tierras de su hermano el rector, a lo que contestó sir Pitt que no merecía ser castigado, aunque, si hubiera cazado en las suyas, juraba por Dios vivo que no se conformara con menos que con hacerle deportar. De la conversación inferí que no reina la mejor armonía entre los dos hermanos, circunstancia que me afirmó en la creencia, que ya tenía, de que los hermanos regañan con bastante frecuencia, lo mismo que las hermanas. ¿Recuerdas que las señoritas Scratchleys reñían a todas horas en Chiswick? ¿Recuerdas que Mary Box se daba todos los días de cachetes con Luisa?
Como viese sir Pitt que unos muchachos recogían ramas caídas en el bosque, ordenó a Hodson que corriese a reprimir el desmán, y Hodson se precipitó del coche y corrió hacia los ladronzuelos con la fusta enarbolada. «¡Firme, Hodson; haz sentir la fusta a esos granujillas! —gritaba sir Pitt—. ¡Arráncales el alma… llévales a casa, que, o pierdo el nombre que tengo o los envío a presidio!»
No tardamos en oír los golpes de la fusta cayendo implacable sobre las espaldas de los raterillos. Sir Pitt, viendo que Hodson les había amarrado, siguió hacia la casa.
Todos los criados esperaban en su puesto para recibirnos, y…
* * *
En este punto estaba mi carta la noche pasada, cuando me vi bruscamente interrumpida por un porrazo terrible descargado sobre la puerta de mi habitación. ¿Quién creerás que era, querida amiga? El mismísimo sir Pitt, en gorro y camisa de dormir. ¡Qué facha, santo Dios! Al retroceder yo ante semejante visión, sir Pitt avanzó y se apoderó de mi palmatoria. «Aquí no se gasta luz después de las once —me dijo—. Váyase usted a dormir a obscuras, picarilla, y si no quiere que todas las noches venga yo a apagar su luz, acuéstese a las once». Dichas estas palabras, se retiró riendo con el mayordomo, señor Horrocks, que le acompañaba. Puedes estar segura de que procuraré no dar motivos para nuevas visitas de esa especie. En la casa habían dejado sueltos dos mastines que se pasaron ladrando desaforadamente toda la noche. «El perro se llama Sanguinario —me ha dicho sir Pitt—. Destrozó en una ocasión a un hombre y puede mantenérselas tiesas con un toro. A la madre la llamaba Flora, pero hoy la llamo Ladradora, porque es ya tan vieja que no puede morder».
Delante de la casa solariega de Crawley de la Reina, odioso edificio antiguo de ladrillo rojo, con chimeneas altísimas y timpanillos al estilo de la época de la reina Isabel, hay una terraza, flanqueada por las consabidas paloma y serpiente, en la cual está la puerta que da acceso al salón. Me atrevería a jurar, queridita, que este salón es tan inmenso y tan fúnebre como el famoso del castillo de Udolfo. En su chimenea cabria muy holgadamente todo el colegio de la señorita Pinkerton, y en su parrilla podría asarse un buey entero y dejar lugar para otro. Penden de los muros del salón yo no sé cuántas generaciones de Crawleys, unos con barbas y melenas, otros con pelucas, éstos vestidos con largas dalmáticas, rígidas como planchas de acero, aquéllos con muchos rizos… y casi sin ropa. Arranca del extremo del salón la escalera de honor, de roble negro, triste como todo el edificio, y de sus muros laterales, dos puertas, adornadas con cabezas de ciervos, que dan acceso a la sala de billares y biblioteca, y a las habitaciones de la mañana y salón amarillo, respectivamente. Creo no exagerar si digo que en el primer piso hay sus veinte habitaciones, que mis nuevas discípulas me han hecho recorrer esta mañana: en una de ellas se conserva la cama donde durmió la reina Isabel. No las hace menos tétricas la circunstancia de que jamás se abran sus maderas, y puedes creerme si te digo que a medida que las iba recorriendo esperaba encontrar en ellas algún fantasma. El saloncito destinado a clase está en el segundo piso, y comunica con mi alcoba y con la de las señoritas de la casa. Vienen a continuación las habitaciones del señor Pitt, o del señor Crawley según suelen llamarle, que es el primogénito, y las del señor Rawdon Crawley, oficial como cualquier hijo de vecino y ausente con su regimiento. Como ves, en la casa no falta sitio: podrían alojarse en ella todos los vecinos de la plaza Russell, y quedaría mucho espacio libre.
Media hora después de nuestra llegada, la gran campana tocó a comer, y bajé al comedor con mis dos discípulas. Son éstas dos criaturitas insignificantes de echo y diez años, respectivamente. Llevaba yo el hermoso vestido de muselina, causa inocente de la furia de tu antipática doncella, que no me perdona que me lo hayas regalado. Las comidas, naturalmente, las hago en el comedor, puesto que he de ser tratada como miembro de la familia. Sólo en los días de recepción comeré arriba con mis discípulas.
Decía, pues, que había sonado la campana llamando al comedor. Todos nos reunimos antes en el saloncito de lady Crawley, la segunda, que es madre de mis discípulas. Fue hija de un ferretero, buen partido, según decían, cuando se casó. Debe de haber sido hermosa en sus tiempos, y no puedes figurarte las lágrimas que derrama sobre sus pasados encantos. Es pálida, flaca, de hombros muy pronunciados, y da la impresión de no atreverse a levantar la voz. También se encuentra en el saloncito el señor Crawley, su hijastro, vestido de rigurosa etiqueta, solemne y serio como un empresario de pompas fúnebres. Es enclenque y feo, sus piernas parecen fideos, tiene un pecho estrecho y hundido, sus patillas son de color de heno y su cabello amarillo pajizo. Es la imagen viva de su santa madre Griselda, de la noble familia Binkie, cuyo retrato se ve sobre la repisa de la chimenea.
—Nuestra nueva institutriz, señor Crawley —dijo la dama, saliendo a mi encuentro y tomándome por la mano—. La señorita Sharp.
—¡Oh! —se limitó a exclamar el señor Crawley, haciendo un movimiento de cabeza y continuando la lectura de un folleto que parecía interesarle.
—Ruego a usted que trate con mucha dulzura a mis hijas —me dijo la dama, con lágrimas en sus ojos, habitualmente colorados.
—Será muy buena con nosotras, mamá —dijo la mayor de mis discípulas.
Comprendí desde el primer momento que aquella mujer no era de temer.
—La señora está servida —anunció el mayordomo, vestido de negro de pies a cabeza, y luciendo una gorguera de la época de la reina Isabel.
La señora Crawley, del brazo de su hijastro, rompió la marcha en dirección al comedor: yo la seguí llevando de la mano a mis discípulos.
En el comedor esperaba ya sir Pitt junto a un jarro de plata. Acababa de subir de la bodega y vestía también de etiqueta, es decir, se había quitado las polainas y lucía unas pantorrillas delgadísimas encerradas dentro de medias negras. Un servicio completo de resplandeciente plata antigua cubría el aparador… copas antiguas de plata y de oro, salseras, vinagreras… una repetición del escaparate del platero Rindell. De plata era también todo el servicio colocado en la mesa. A uno y otro lado del aparador había dos lacayos, con pelucas coloradas y libreas color canario.
El señor Crawley rezó una oración interminable, sir Pitt contestó Amén y fueron levantadas las tapaderas de las fuentes.
—¿Qué tenemos hoy, Isabelle? —preguntó el barón.
—Jigote de carnero, creo —respondió la señora Crawley.
—Mouton aux navets —terció con gravedad el mayordomo—; y la sopa es potage de mouton a l’Ecossaise. Las fuentes de los lados contienen pommes de terre au naturel y choufleur a l’eau.
—La carne de carnero es excelente —observó el barón—. ¿Qué carnero era y cuándo lo mató usted, Horrocks?
—Era uno de los escoceses de cabeza negra, sir Pitt, y lo sacrificamos el jueves.
—¿Quién compró de su carne?
Steel de Mudbury compró dos de sus patas, pero se quejó luego diciendo que sabían a lana, sir Pitt.
—¿No quiere tomar un poco de potage, señorita… Sharp? —dijo el señor Crawley.
—Se llama jigote escocés —rectificó sir Pitt—, digan lo que quieran los que se empeñan en dar a los guisos nombres franceses.
—Es costumbre en toda casa como es debido —replicó con acento altanero el señor Crawley—, dar al plato el nombre que yo acabo de darle.
Los lacayos de las libreas color canario nos sirvieron el potage y el mouton aux navets en platos hondos de plata; trajeron luego cerveza y agua, que a mi y a mis discípulas nos sirvieron en vasos de vino. No estoy en condiciones de emitir juicios acertados sobre la cerveza, pero creo en conciencia que la que nos dieron a beber valía bastante menos que el agua clara.
Mientras saboreábamos la suculenta comida, sir Pitt preguntó por la espaldilla del carnero.
—Creo que se la han comido los criados —contestó con humildad la dama.
—Asi es, señora —terció el mayordomo—; pero juro que no se ha distraído ni una brizna más.
Sir Pitt soltó una carcajada y continuó preguntando al mayordomo:
—Debe de estar ya muy gordo aquel cerdo negro de Kent, ¿verdad?
—No está aún del todo reluciente, sir Pitt.
Sir Pitt y las dos niñas rompieron a reír estrepitosamente.
—Señoritas… he de hacer presente a ustedes que su risa es extemporánea y altamente inconveniente —dijo con severidad el señor Crawley.
—Mate usted el cerdo el sábado por la mañana, Horrocks, aunque no esté muy reluciente —repuso sir Pitt sin dejar de reír—. La señorita Sharp es adoradora ferviente del puerco, ¿no es verdad, señorita Sharp?
No recuerdo que se hablase más en la comida. Pusieron luego delante de sir Pitt un jarro de agua caliente y una botella de ron, según creo. Horrocks nos sirvió a las niñas y a mí un vasito de vino, y llenó un vaso más grande para la señora Crawley.
Levantados los manteles, mi señora sacó de su costurero una pieza interminable de malla y las señoritas se pusieron a jugar con unos naipes cubiertos de grasa. Una sola bujía lucía, pero ésta se hallaba en un candelero lujosísimo de plata. Después de contestar algunas preguntas, muy breves, de la dama, hube de escoger para distraerme, entre dedicarme a leer un libro de sermones o bien saborear la distraída prosa de un folleto referente a las leyes sobre el trigo, el mismo que el señor Crawley leía antes de comer.
Al cabo de una hora, poco más o menos, se oyeron pasos.
—Esconded la baraja, hijas mías —exclamó con espanto la dama—. Y usted, señorita, deje los libros del señor Crawley.
Apenas obedecidas entrambas órdenes, entró en la estancia el señor Crawley.
—Continuaremos la lectura del sermón de ayer, señoritas —dijo el señor Crawley a las niñas—. Leerán ustedes una página cada una, y así la señorita institutriz tendrá ocasión de oirías.
Las pobres niñas comenzaron a deletrear un sermón largo y aburrido, predicado muchos años antes en la iglesia Bethesda, de Liverpool, con motivo de la misión enviada a los indios chicasaw… ¿No te parece que la velada fue distraída y encantadora?
A las diez, los criados recibieron orden de llamar a sir Pitt para que tomase parte en las oraciones de la familia. Vino sir Pitt con cara encendida y paso inseguro, y tras él entraron el mayordomo, los dos canarios, el ayuda de cámara del señor Crawley, tres hombres más, que a la legua olían a caballo, y cuatro mujeres, una de ellas exageradamente acicalada, que me lanzó una mirada de desdén en el momento de caer de rodillas.
Terminado el rezo, todos recibimos nuestras correspondientes palmatorias y nos retiramos: a las once de esa misma noche era yo interrumpida en la forma brusca que antes tuve el gusto de explicar a mi buena Amelia.
Buenas noches, y mil, y mil, y mil besos.
Sábado. Esta mañana, a las cinco, oí los gruñidos del cerdo negro. Rosa y Violeta, mis discípulas, me lo presentaron ayer, y me acompañaron a las cuadras, a la perrera y al jardín, donde hicieron mi presentación al jardinero, ocupado en recoger frutas para enviarlas al mercado. Las señoritas le pidieron con lágrimas en los ojos un racimo de uva, pero contestó aquél que sir Pitt las tenía contadas y apuntadas todas, y que, darles una sola, seria tanto como perder su colocación. Las niñas se apoderaron entonces de un potrillo, me invitaron a montar, y montaron ellas, pero a poco se presentó un lacayo, quien dejó a las señoritas sin potro después de dirigirles una reprimenda espantosa, en la cual abundaron más las maldiciones y los juramentos que las palabras dulces.
La señora Crawley no deja la malla: sir Pitt se emborracha todas las noches, y otro tanto hace Horrocks, según creo. El señor Crawley nos entretiene todas las veladas con las lecturas de sermones, y se pasa las mañanas encerrado en su despacho, si no se da un paseo a caballo hasta Mudbury o hasta Squashmore, donde suele predicar, todos los miércoles y viernes, a sus arrendatarios de los lugares expresados.
Mil recuerdos afectuosos a tus queridos papas. ¿Se ha repuesto por completo tu pobre hermano de los efectos del ponche? ¡Ah, queridita… con qué horror debieran los hombres mirar al ponche!
Tuya siempre, BECKY
Bien miradas las cosas, creemos que bien está Amelia Sedley separada de su amiga Becky. Es esta última una muchacha graciosa, viva, simpática: nada más cierto. Sus descripciones de la pobre dama que llora sobre su hermosura perdida, y del caballero de patillas color de heno y cabellos de tono amarillo pajizo revelan su mucho ingenio y su profundo conocimiento del mundo. Acaso nos extrañe el comprobar que, mientras estaba de rodillas, contestando los rezos de la familia, su pensamiento estuviese en cosas más positivas; perfectamente. Pero nuestros lectores deberán tener muy presente que esta historia lleva por título La feria de las vanidades, y que el lugar donde su acción se desarrolla, ha de ser lugar propicio a la frivolidad, la falsía, la hipocresía y la deslealtad. El moralista, que predica y no da (retrato perfecto de este humilde servidor), aunque no debe llevar otra indumentaria que la librea de orejas muy largas correspondientes a la congregación de que forma parte, no puede menos de decir la verdad, tal como la conoce, sin rodeos ni eufemismos, obligación que casi siempre resulta altamente desagradable, pero que ha de cumplir.
He oído hablar de un colega en el oficio que predicando en Nápoles a una turba de excelentes sujetos, puso tanta rabia y tanto encono en su pluma al describir e inventar las hazañas de algunos de sus personajes más repugnantes, que sus oyentes no pudieron resistir el cuadro: poeta y auditorio prorrumpieron en gritos, maldiciones y blasfemias contra el desdichado monstruo, protagonista de la obra, a quien habrían descuartizado si a mano le tienen.
En los teatros de París, no sólo es muy frecuente oír alborotar «Ah gredin! Ah monstre!» cuantas veces sale a escena el encargado de encarnar a un tirano, sino que los mismos actores se nieguen obstinadamente a representar personajes repugnantes, tales como los de los infames ingleses y de los bárbaros cosacos, prefiriendo aparecer en escena, aun cuando se cobre menos, como franceses leales, finos y simpáticos. Yo quiero hacer constar que si deseo poner de relieve y concitar la execración pública contra los villanos que en esta obra figuran, no lo hago tanto por motivos mercenarios, cuanto porque me inspiran un aborrecimiento sincero que, por lo mismo que me es imposible mantenerlo encerrado dentro del pecho, lo verteré en las páginas de este libro.
Quiero que sepan mis «benévolos amigos» que voy a referir una historia de repugnantes villanías y de crímenes complicados, aunque confío que ha de interesar hondamente. Mis canallas no se andan en medias tintas, no. Cuando lo requiera el lugar olvidaremos las frases almibaradas, pero en la tranquila campiña nos obligamos a ser muy moderados. Una tempestad en un vaso de agua es el mayor de los absurdos, de aquí que yo colocaré las tempestades en medio de la inmensidad del océano y durante la negra y solitaria noche. El capítulo presente es suave; los que sigan… Pero no adelantemos los acontecimientos.
A medida que se vaya destacando la personalidad de nuestros personajes, pediremos de vez en cuando permiso, no sólo para hacer su presentación en regla, sino también para abandonar momentáneamente la escena y hablar de ellos en la sala. Que el lector les quiera y estreche su mano cuando buenos y simpáticos le parezcan, que se ría de ellos si necios les considera, y los maldiga, si son malos y criminales, empleando las frases más duras y enérgicas, dentro siempre, como es natural, del lenguaje no reñido con la decencia.
Lo que no quisiera es que los lectores creyeran que es el autor quien se ríe de la devoción que tan ridícula pareció a la señorita Sharp; que soy yo quien hago escarnio de la inseguridad de paso del barón, cuando el escarnio lo hace una persona que únicamente sabe reverenciar la prosperidad y no tiene ojos más que para el dios éxito. Hay en el mundo individuos sin Fe, sin Esperanza y sin Caridad: a éstos debemos mirarles con ceño, mis queridos amigos. Hay otros que también triunfan, que son charlatanes y necios: creo que para señalar con el dedo y combatir a estos tales fue creada la Risa.