Capítulo III

Becky en presencia del enemigo

UN HOMBRE extraordinariamente fornido y gordinflón, vestido con pantalón de ante, calzado con botas hessianas y adornado con una infinidad de corbatas que le llegaban hasta la nariz, con un chaleco a rayas rojas y con una casaca verde manzana con botones de acero tan grandes como coronas de plata (era el traje de mañana de los elegantes de la época), hallábase leyendo el periódico junto a la chimenea cuando entraron las dos jóvenes. Verlas, y pegar un salto, ponerse rojo como una amapola y reflejar en su cara los deseos de salir huyendo de la aparición, fue obra de un segundo.

—¡Soy yo, Joseph… tu hermanita! —dijo Amelia, riendo y estrechando los dos dedos que su hermano le alargó—. Vengo a casa para quedarme, y esta amiguita mía es la señorita Becky Sharp, de la cual tantas veces me has oído hablar.

—¡No… en mi vida, palabra de honor! —exclamó—. ¡Es decir… sí… tienes razón!… Pero ¿han visto ustedes tiempo más infame? —añadió, abalanzándose sobre la chimenea y revolviendo las ascuas con verdadera furia, aunque acontecía lo que estamos narrando a mediados de junio.

—Es muy guapo —dijo Becky a su amiga, con voz lo suficientemente alta para que la oyera el interesado.

—¿De veras? ¡Se lo diré! —respondió Amelia.

—¡No… por Dios! —exclamó Becky, retrocediendo con la timidez de un cervatillo.

Ya antes había hecho al caballero una inclinación respetuosa y virginal y clavado con modestia los ojos en la alfombra, de la cual no había vuelto a levantarlos. Lo incomprensible era que hubiese podido verle siquiera.

—Gracias mil por los soberbios chales, Joseph —dijo Amelia—. ¿Verdad que son hermosos, Becky?

—¡Encantadores! —contestó Becky, alzando los ojos de la alfombra y levantándolos hasta la araña que decoraba el salón.

Joseph continuaba removiendo los troncos de la chimenea, soplando con todas sus fuerzas y poniéndose todo lo encarnado que consentía el tono amarillo de su tez.

—No puedo corresponder a tus regalos, Joseph —continuó Amelia—; pero durante mi estancia en el colegio, te he bordado unos tirantes, que indudablemente te gustarán.

—¡Válgame Dios, Amelia! ¿Qué estás diciendo? —gritó su hermano, tirando con tal furia del cordón de la campanilla, que se le quedó en la mano, circunstancia que vino a aumentar su confusión—. ¡Por favor, Amelia, haz que vean si espera en la puerta mi buggy!… No puedo esperar un segundo… tengo que marcharme… ¡Mal…! ¡Oh, ese groom… ese groom!… ¡Me voy!

Entró en aquel momento el padre.

—¿Qué pasa, Amelia? —preguntó.

—Joseph quiere saber si espera en la puerta su… su buggy: ¿qué es un buggy, papá?

—Una especie de palanquín del que tira un caballo —respondió el padre, que era un saco de conocimientos.

Oída la contestación por Joseph, prorrumpió éste en estruendosas carcajadas, pero no bien tropezaron sus miradas con las de Becky, cesó de reír tan de improviso como si le hubiesen dejado muerto de un tiro.

—¿Es tu amiga esta señorita? Celebro de veras tenerla en mi casa, señorita Sharp… Pero ¿es que han reñido ya con Joseph? ¡Le veo tan empeñado en marcharse!…

—He prometido a Bonamy que comería hoy con él —dijo Joseph.

—Pero ¿no dijiste a tu madre que comerías hoy con nosotros?

—¡Con este traje es imposible!

—Examínele usted bien, señorita Sharp; ¿no le parece que está bastante guapo para comer en cualquier parte?

Becky miró a su amiguita y las dos prorrumpieron en argentinas carcajadas que divirtieron a rabiar al padre.

—¿Ha visto usted en su vida, en el colegio de la señorita Pinkerton un par de pantalones de ante como ésos? —prosiguió el anciano caballero, llevando adelante la broma.

—¡Por Dios, padre! —exclamó Joseph consternado.

—¡Vaya!… ¡Ya he lastimado su sensibilidad!… ¡Mi querida esposa… acabo de herir la sensibilidad de tu hijo!… He hecho alusión a sus pantalones, figúrate. Si pones en duda lo que digo, pregunta a la señorita Sharp… ¡Vamos, Joseph; haz las paces con la señorita Sharp, y vayamos a comer!

—Tenemos un pillan como te gusta a ti, Joseph, y papá ha traído el mejor rodaballo de Billmgsgate.

—En marcha, caballerito; dé usted el brazo a la señorita Sharp, y yo sigo acompañando a estas otras dos damas —dijo el padre, dando un brazo a su mujer y otro a su hija, y saliendo del salón.

Aunque la señorita Sharp hubiese decidido hacer la conquista de aquel pollo grandullón, no creo, amables lectoras, que tengan ustedes derecho alguno para censurarla. Yo ya sé que, generalmente, las jóvenes casaderas, dando pruebas de modestia laudable, suelen confiar a sus mamas la empresa de cazar marido, pero no olvido, y suplico a ustedes que lo tengan presente, que Becky Sharp era huérfana, carecía de parientes que se encargasen de asunto tan delicado, y como consecuencia, si ella, personalmente, no se buscaba marido, difícilmente habría en el mundo persona que se tomara la molestia de proporcionárselo. ¿Qué causa obliga a las jóvenes a exhibirse, como no sea la ambición noble y santa del matrimonio? ¿Por qué pasean en tropel por los sitios más frecuentados? ¿Por qué se están bailando hasta las cinco de la mañana, durante toda una temporada interminable? ¿Por qué se mortifican estudiando sonatas al piano? ¿Por qué pagan una guinea por cada lección de canto que reciben de un profesor consagrado por la moda? ¿Por qué, si tienen hermosos brazos, aprenden a tocar el arpa?

¿Por qué en fin llevan molestos sombreros, llenos de flores, de plantas, de frutas y de plumas, sino porque su ambición es rendir a los jóvenes «buenos partidos» matándolos con sus arcos y flechas, recibidos de la naturaleza o tomados prestados al arte? ¿Qué obliga a los respetables padres a levantar las alfombras, remover la casa entera y gastar la quinta parte de las rentas en bailes, seguidos de cenas regadas con champaña? El deseo de casar a sus hijas: ni más ni menos. Pues bien: de la misma manera que encontramos muy natural que la madre de Amelia hubiese combinado más de una docena de planes para colocar a su hija, no debe admirarnos que Becky estuviese resuelta, a pescar marido, puesto que, en realidad, más lo necesitaba ella que su amiguita. Muchacha de imaginación muy viva, y que, por añadidura, había leído Las mil y una noches y la Geografía de Guthrie, mientras se vestía para comer y después de haber preguntado a Amelia si su hermano era rico, se forjó, en la mente un magnífico castillo en el aire del cual era ella la castellana. En él había un marido oculto en algún sitio (pues como quiera que no le había visto todavía, no distinguía sino muy confusamente sus facciones). Después se vio ataviada con infinidad de chales y con un turbante en la cabeza, y adornada con collares de diamantes, y en este atuendo montaba luego a lomos de un elefante, y a los acordes de la marcha de Barba Azul, hacía una visita al Gran Mogol. ¡Arrebatadoras visiones de Alnaschar! Patrimonio feliz de la juventud es formaros, y no ha sido sólo Becky Sharp la que ha disfrutado de tan preciado privilegio.

Doce años más que su hermana Amelia tenía Joseph Sedley. Estaba afecto al servicio civil de la Compañía de las Indias Orientales, y por la fecha a que nuestra historia se refiere, aparecía su nombre en los registros de la División de Bengala, de las Indias Orientales, como administrador de Boggley Wollah, empleo tan honorable como lucrativo, de cuya importancia podrá juzgar el lector si se remonta al período a que nos referimos. Boggley Wollah está situado en un distrito hermosísimo, solitario, pantanoso, cubierto de espeso matorral, famoso por las agachadizas que lo llenan, y donde es muy corriente encontrar, además de la sabrosa caza indicada, un tigre, no tan sabroso, pero sí más emocionante. Sólo cuarenta millas dista Ramounge, donde hay un magistrado, y sobre treinta millas más allá se encuentra el destacamento de caballería. Tales fueron los datos que dio Joseph a sus padres a raíz de haber tomado posesión de su cargo. Ocho años de su vida pasó completamente solo en aquel lugar encantador, sin ver una cara de cristiano más que de seis en seis meses, cuando llegaba el destacamento de caballería para recoger las rentas de la administración y llevarlas a Calcuta.

Felizmente, a los ocho años contrajo una afección al hígado que le obligó a volver a Europa y fue para él, en su país natal, manantial inagotable de dichas y distracciones. En Londres no vivía con su familia, sino en un pisito elegante, como soltero alegre que quiere divertirse. Demasiado joven antes de irse a la India para gozar de los placeres que la ciudad reserva a los hombres, quiso desquitarse a su regreso entregándose a aquéllos con gran asiduidad. Guiaba caballos propios en el parque, comía en los restaurantes de moda (no había sido inventado todavía el Club Oriental), frecuentaba los teatros y asistía a la Ópera encerrado dentro de trajes estrechísimos y con sombrero de tres picos.

De vuelta en la India, y por mucho tiempo, solía hablar con gran entusiasmo de lo mucho disfrutado en este período de su existencia, dando a entender que él y Brummell eran los favoritos, los mimados de la alta sociedad. Es lo cierto, sin embargo, que su soledad en la capital del Reino Unido era tan completa como en las selvas de Boggley Wollah. No conocía en la metrópoli a cuatro personas, y de no haber sido por su médico, y por sus inseparables amigas las píldoras mercuriales, y por su afección deliciosa al hígado, habría muerto de aburrimiento. Era perezoso, de carácter displicente y bon-vivant; la presencia de una señora le horrorizaba, y de aquí que contadas veces apareciera por la casa paterna, donde abundaban las visitas y se celebraban animadas tertulias, y donde temía a su padre, bromista impenitente, que con sus chanzas hería su amour-propre. Fuente de terribles preocupaciones y alarmas era para él su desmesurada corpulencia, y en más de una ocasión hizo esfuerzos desesperados para librarse de la enojosa compañía de su gordura; pero a los conatos de reforma corporal se oponían su indolencia y su amor a la buena vida, y pese a sus propósitos, no había quien le quitase sus tres comidas fuertes al día. Jamás vistió bien, aunque es lo cierto que se tomaba molestias sin cuento para adornar su descomunal persona, y que a ocupación tan importante, consagraba muchas horas del día. Su guardarropa valió una fortuna a su ayuda de cámara, su tocador era depósito de pomadas, esencias y jabones en cantidad no conocida ni por una bella en decadencia. Con objeto de dotar de cintura a su cuerpo, probó todos los cintos, todas las fajas, todos los corsés inventados por los que se preocupan de la esbeltez de sus prójimos. Como la mayor parte de los gordos, quería que sus trajes fuesen ceñidísimos, de colores muy chillones y de hechura propia para jovencitos. Una vez vestido, salía por la tarde a pasear en coche por el Parque, solo, y luego volvía a su casa para vestirse de nuevo e ir en derechura al Café de la Piazza, donde comía solo, por no variar. En punto a vanidad, aventajaba a la niña más vanidosa, y quién sabe si su timidez extrema era uno de los efectos de su no menos extrema vanidad. Si logra cazarle la señorita Becky, fuerza será reconocer que es lista como ninguna.

Por lo pronto, su primer paso en el camino de su conquista, prueba evidente fue de extraordinaria habilidad. Cuando dijo que Joseph era muy guapo, sabía muy bien que Amelia se lo diría a su madre y que ésta lo repetiría probablemente al interesado, y aun suponiendo que se lo callase, por lo menos se alegraría de un cumplimiento hecho a su hijo, porque los hijos son la debilidad de las madres. Si a Sycorax le hubiesen dicho que su hijo Calibán era un Apolo, habría bendecido a quien tal dijera, y eso que el hijo era un monstruo y la madre una bruja. Además, lo probable era que aquellas palabras las hubiesen recogido los oídos del propio interesado, pues no fueron tan bajas que no pudieran herir su tímpano: es más; nos consta positivamente que las oyó y como ya estaba persuadido de que era guapo, el piropo agitó todas las fibras de su descomunal cuerpo y le produjo estremecimientos de alegría. Es posible que a la alegría sucediese el temor de que la muchacha intentara burlarse de él, y que tan terrible pensamiento le impulsase a tirar del cordón de la campanilla y a emprender una retirada precipitada, que impidieron su padre con sus bromas y su madre con sus ruegos. Dio el brazo a la señorita y la acompañó hasta el comedor, fluctuando entre la alegría y el temor. «¿Cree en realidad que soy guapo o se burla de mí?», pensaba. Hemos dicho que Joseph Sedley era tan vanidoso como una muchacha: que nos perdonen nuestras encantadoras lectoras, y cuando deseen ponderar la vanidad de alguna de su sexo, inviertan los términos y digan: «Es tan vanidosa como un hombre», y lo dirán con razón sobrada, porque es muy cierto que las personas que peinan barbas son tan sensibles a los piropos, tan exageradas en sus toilettes, y están tan orgullosas de sus atractivos personales y de su potencia fascinadora, como la coqueta más coqueta de la creación.

Sigamos escaleras abajo a Joseph, rojo como una amapola, sintiendo sobre su robusto brazo el delicado de Becky, que camina a su lado con modestia ejemplar y entornados sus ojos de esmeralda. Vestía traje blanco, cuyo descote dejaba admirar sus desnudos hombros, albos como copos de nieve… encarnación perfecta de la juventud, de la inocencia sin protección, de la sencilla y recatada virginidad.

—Me conviene afectar mucha calma —pensaba Becky— y mucho interés por la India.

Hemos oído decir a la señora Sedley que, en obsequio a su hijo, había preparado un pillan, plato sazonado con salsa india, del cual le sirvió una porción a Becky durante la comida.

—¿Qué es? —preguntó la obsequiada, volviendo hacia Joseph sus verdes ojos.

—¡Soberbio!… ¡exquisito! —exclamó Joseph, con la boca llena de pillan, encendido el rostro y respirando satisfacción—. Es tan bueno como el que me servían en la India, mamá.

—Siendo plato indio, lo probaré —dijo Becky—. Debe ser muy rico todo lo que procede de la India.

—Da un poco de salsa a la señorita Sharp, hijo —exclamó el padre de Amelia riendo.

Becky gustó por primera vez el plato sazonado a la india.

—¿Le parece a usted tan rico como todo lo que procede de la India? —interrogó el mismo señor.

—¡Oh… es excelente, riquísimo! —contestó Becky, que apenas si podía tolerar el escozor rabioso producido por la pimienta de Cayena.

—Le gustará infinitamente más si con la salsa toma un ají, señorita —dijo Joseph, interesado de veras.

—¡Un ají!… ¡Oh… sí! —contestó la joven, creyendo que el ají sería un refrescante—. ¡Qué color verde tan hermoso! —añadió, tomando uno—. No he comido nunca ají, pero si no miente el color, debe de producir una sensación de frescura deliciosa.

Pero el ají era incomparablemente más picante que la salsa india. Becky sintió que se abrasaba y soltó el tenedor.

—¡Agua… por Dios… agua! —gritó.

El señor Sedley, padre, se desternillaba de risa.

—¡Son auténticos de la India, se lo juro! —repetía—. ¡Sambo… sirve agua a la señorita Sharp!

A las carcajadas del padre hicieron coro las de Joseph, para quien la broma resultó deliciosa. Las señoras sonrieron un poquito nada más, porque supusieron, y no se engañaban, que la pobre Becky sufría demasiado. Nuestra encantadora joven habría estrangulado de buena gana a Sedley padre, pero se tragó la mortificación y la rabia de la misma manera que antes se tragara la salsa, y, tan pronto como el escozor le permitió hablar, dijo con expresión de buen humor:

—Debí acordarme de la pimienta que la princesa de Persia pone en sus tartas de crema, según nos cuentan Las mil y una noches. En las tartas de crema que hacen en la India, ¿ponen también pimienta de Cayena?

Sedley padre continuó riendo al tiempo que pensaba que Rebeca era una muchacha de muy buen carácter.

—¿Tartas de crema, señorita? —repitió Joseph—. En Bengala es muy mala nuestra crema: empleamos generalmente la leche de cabra, y claro está que es la que para la crema prefiero yo.

—¿Sigue usted creyendo que es muy rico todo lo que procede de la India, señorita? —preguntó el señor Sedley.

Terminada la comida, luego que abandonaron la mesa las señoras, el padre dijo al hijo:

—¡Cuidadito, Joseph, que esa muchacha te está largando el anzuelo!

—¡A mí! ¡Bah! —respondió Joseph, más esponjado que un pavo real—. Recuerdo, papá, que teníamos en Dumdum una muchacha, hija de Cutler, oficial de artillería, y andando el tiempo esposa de Lanza, el médico que en el año 18… me ponía los puntos; en verdad no sólo a mí sino también a Mulligatawney, de quien hablé a usted poco antes de comer; por cierto que el tal Mulligatawney es un verdadero demonio, lo que no impide que hoy sea magistrado en Budgebudge, con probabilidades, más que probabilidades, con la seguridad de ocupar una poltrona en el Consejo antes de cinco años… Pero sigo con mi historia: el regimiento de artillería dio un baile, y Quintín, del regimiento del Rey número catorce, me dijo: «Sedley; te apuesto trece contra diez a que Sofía Cutler te pesca a ti, o a Mulligatawney antes de las lluvias». «Hecho», contesté yo; y en… ¡Cáspita y qué bueno es este clarete!… ¿De Adamson o de Carbonell?

La contestación fue un ronquido apagado del padre, que se perdió el resto de la interesante historia de su hijo. Verdad es que, siendo Joseph muy comunicativo, se la había contado muchas veces, así como también al boticario doctor Gollete, a quien se la refería siempre que se presentaba en su casa para informarse sobre el curso de su afección hepática y de sus píldoras mercuriales.

Teniendo en cuenta que estaba enfermo, Joseph se conformó con beberse una botella de clarete, aparte de la de Madera que ingirió durante la comida, líquido necesario para regar dos enormes platos de fresas con crema, acompañados de veinticuatro pastelitos, que olvidados habían quedado en la mesa al alcance de su mano, sin que su ocupación le impidiera acordarse de la linda muchachita que acababa de retirarse al piso superior.

—¡Qué linda, qué encantadora, qué alegre es! —se repetía—. ¡Y qué mirada me dirigió cuando alcé del suelo su pañuelo, durante la comida!… ¡Dos veces se le cayó!… Pero ¿quién canta en el salón? Me dan tentaciones de subir y verlo…

Su modestia incontrastable volvió por sus fueros. Su padre dormía: en la sala tenía el sombrero, y en el paseo Southampton había parado un coche de alquiler.

—Adonde voy es a ver los Cuarenta ladrones —repuso— y la danza de la señorita Decamp.

Enderezóse, y, caminando de puntillas, salió sin ruido y sin despertar al autor de sus días.

—Joseph se va —dijo Amelia, que estaba asomada al balcón del salón, mientras Becky cantaba acompañándose con el piano.

—Le ha asustado la señorita Sharp —contestó la madre—. ¡Dios mío!… ¿Por qué será Joe tan tímido?