En donde vemos cómo la señorita Sharp y la señorita Sedley se disponen a entrar en campaña
REALIZADO EL ACTO heroico de que hemos hecho mención en las líneas últimas del capítulo anterior, luego de que Becky vio el diccionario a los pies de la atónita Lucy, su rostro, lívido hasta entonces y espejo de odio siniestro, se despejó, gracias a una sonrisa, no muy agradable por cierto.
—Tanto peor para el diccionario —dijo Becky, arrellanándose en el carruaje— y tanto mejor para mí: gracias a Dios, salgo para siempre de Chiswick.
El terror de Amelia era casi tan grande como lo fue el de Lucy. Es natural: hacía un minuto escaso que había salido del colegio, y las impresiones que han tenido seis años de tiempo para arraigar no desaparecen en tan breve espacio. Es más: hay personas en quienes estos terrores de la juventud duran toda la vida. Recuerdo, por ejemplo, un caballero de sesenta y ocho años, que me decía una mañana, mientras almorzábamos, con rostro agitado: «Soñé la noche pasada que el doctor Raine me propinaba una azotaina de las que hacen época». En una sola noche había dado aquel caballero un salto atrás de cincuenta y cinco años. Raine y el puntero con el cual castigaba a sus discípulos, despertaban en su corazón tanto espanto a la edad de sesenta y ocho años como cuando tenía trece. Si el doctor se le hubiese aparecido de pronto, armado de ancha correa, y hubiera dicho con su voz terrorífica a aquel anciano de sesenta y ocho años: «¡Muchacho… bájate los pant…!». Pero nos separamos del asunto: decíamos que el acto de insubordinación de Becky alarmó y aterró a Amelia.
—¿Cómo te has atrevido a hacer eso, Becky? —exclamó al cabo de breves momentos.
—¿Crees que Barbara Pinkerton va a salir corriendo en mi persecución para encerrarme de nuevo en su negra ratonera? —respondió Becky, riendo.
—¡No… pero!…
—Aborrezco con toda mi alma la casa entera —repuso con furia Becky—. Abrigo la esperanza de no volver a verla en mi vida… Quisiera verla sumergida en el fondo del Támesis, y cree que, si Barbara Pinkerton se encontrara dentro, no sería Becky Sharp la que alargase un dedo para sacarla… ¡Oh!… ¡Con qué placer la contemplaría flotando sobre las aguas, arrastrada lejos, muy lejos, con su turbante y con su traje de cola, asomando la nariz, que parece el espolón de una barca!
—¡Calla, Becky; calla, por Dios!
—¿Es aficionado a llevar cuentos el lacayo negro? —inquirió Becky, riendo a carcajadas—. Puede volver al colegio y decir a Barbara Pinkerton que la odio con toda el alma; lo que siento es que no lo haga y no tener yo medios para probárselo. Por espacio de dos años, sólo insultos y ultrajes he recibido de ella; me ha tratado peor que a la cocinera. Nunca he tenido una amiga, ni he recibido una palabra de afecto, en el mundo no hay quien me quiera, excepto tú. Me han obligado a cuidar de las niñitas de la clase de párvulos y a hablar el francés con las señoritas hasta que han conseguido que me sea aborrecible la lengua de mi madre… ¿Verdad que era gracioso hablar francés con Barbara Pinkerton? No sabe palabra de francés, pero antes se deja hacer picadillo que confesarlo: es demasiado orgullosa. Creo que ésta fue la causa de mi salida del colegio: si así es, bendito sea el francés… Vive la France!… Vive l’empereur!… Vive Bonaparte!
—¡Por favor, Becky, no digas atrocidades! —exclamó Amelia.
En realidad, blasfemia mayor no pudieron pronunciarla los labios de Becky, pues gritar por aquel tiempo en Inglaterra «¡Viva Bonaparte!», era tanto como gritar «¡Viva Lucifer!».
—¿Es posible que en tu alma hallen cabida pensamientos de venganza tan atroces? —añadió Amelia.
—La venganza será mala, no lo niego, pero es muy natural —replicó Becky—. No presumo de ángel.
A decir verdad, distaba mucho de serlo. Motivos, y más de uno, tenía Becky para dar gracias al cielo, puesto que, en primer lugar, se veía libre de personas que aborrecía cordialmente, y en segundo, había creado entre sus enemigos la perplejidad o la confusión, lo que no suele ser manantial de gratitud religiosa ni mucho menos, mas ni aun así se aplacaba su alma vengativa. Quejábase la retraída joven de que todo el mundo la trataba mal, olvidando que generalmente el mundo sólo trata mal a las personas que lo merecen, porque el mundo es un espejo que devuelve a todos los mortales la imagen reflejada de su propio rostro. Al que le mira ceñudo, con ceño adusto le contesta el espejo, pero es compañero alegre y amable para quienes le miran riendo: escoja, pues, cada cual lo que más le acomode. Si es cierto que nadie quería a Becky Sharp, no lo es menos que no se sabe que ésta hiciese jamás nada en obsequio de nadie. Reconoceremos, sin embargo, que sería en nosotros exigencia ridícula pretender que las veinticuatro señoritas del colegio de la alameda Chiswick fueran de temperamento tan dulce y angelical como la heroína de este libro, Amelia Sedley, a la que hemos escogido precisamente porque era la mejor de todas sus compañeras: no todas podían ser tan humildes, tan bondadosas; no a todas se les podría exigir la misma dulzura y las mismas delicadas atenciones que las que Amelia Sedley empleó en esta ocasión para disipar el mal humor de Becky, para ablandar, aunque sólo fuese por poco tiempo, su duro corazón, y para conseguir que diese tregua a la hostilidad que al género humano había declarado.
Fue el padre de Becky Sharp un artista, que daba lecciones de dibujo y de pintura en el colegio de Barbara Pink. Tenía talento, era compañero agradable, poco aficionado al trabajo y mucho a contraer deudas y a frecuentar la taberna. Cuando estaba borracho, pegaba a su mujer y a su hija, y cuando después de dormir el sueño de la embriaguez se levantaba al día siguiente con fuertes dolores de cabeza, comenzaba a maldecir contra el mundo, que no sabía apreciar su genio, y a burlarse con mucho donaire, y a veces con cierta justicia, de sus colegas los pintores. Viendo que le era imposible mantenerse, y que se le hacía no ya difícil, sino imposible la vida en Soho, donde debía a todo el mundo, pensó que mejoraría su suerte casándose con una joven francesa, cantante de teatro. Jamás aludió Becky a la condición humilde de su madre, aunque solía decir con mucho orgullo que los Entrechats, apellido de aquélla, eran una familia nobilísima de Gascuña, siendo lo más curioso que, a medida que la niña crecía en años, sus antepasados maternos crecían también en nobleza y esplendor.
La madre de Becky era mujer de alguna instrucción, y no es, pues, de extrañar que su hija hablara el francés con corrección y con puro acento parisiense. Por aquellos tiempos, hablar francés era cualidad estimabilísima, que valió a Becky entrar en el colegio de la ortodoxa Barbara Pinkerton. Muerta la madre, como el padre de Becky desconfiase de reponerse de su tercer ataque de delirium tremens, dirigió una carta patética a la señorita Pinkerton, recomendando a su protección a su hija huérfana, y poco después bajó a la tumba, no sin que su cadáver fuese motivo de que regañasen dos alguaciles. Diecisiete años tenía Becky cuando entró en el colegio de la alameda Chiswick, en calidad de asalariada, siendo sus obligaciones hablar francés, y sus derechos la manutención, unas cuantas guineas anuales, y algunas lecciones que recibía de los profesores del colegio.
Era pequeña y esbelta, de cabello rubio ceniciento y de ojos vivos, que ordinariamente miraban al suelo. Cuando alzaba la vista, sus ojos eran rasgados, hermosos, atrayentes, tanto, que el reverendo señor Crisp, recién salido de Oxford, coadjutor del reverendo señor Flowerdew, cura de la alameda Chiswick, se enamoró perdidamente de Becky Sharp, abrasado por el fuego de una mirada que le dispararon aquellos ojos en ocasión en que cruzaba la iglesia de paso hacia la sacristía. El joven coadjutor consiguió que su misma mamá le presentase a Barbara Pinkerton, frecuentó luego el trato con ésta, y concluyó por hacer la petición formal de la mano de Becky en una carta dirigida a la interesada, que fue interceptada y entregada a Barbara Pinkerton por la vendedora tuerta de que ya hemos hablado, y que estaba encargada de ponerla en manos de la colegiala. La señora Crisp se trasladó bruscamente a Buxton llevando con ella a su tierno vástago, y con esto terminó la historia, si bien la señorita Pinkerton nunca creyó en las protestas de Becky Sharp, que decía no haber hablado jamás a solas con el joven.
Puesta entre las colegialas más crecidas del establecimiento, Becky parecía una niña, pero poseía esa precocidad malsana de la pobreza. Sus palabras, o sus obras, habían alejado de la puerta de su padre a más de un acreedor inoportuno, y podían contarse por docenas los comerciantes que, habiéndose presentado en su casa sombríos y amenazadores, se retiraron contentos como unas castañuelas y prometiendo continuar suministrando sus mercancías. Acompañaba casi siempre a su padre, orgulloso de su talento, y escuchaba las conversaciones que aquél sostenía con sus amigos, gentuza ordinaria y grosera, que con frecuencia hablaban de lo que una jovencita no debería oír hablar. Verdad es que Becky nunca fue niña, según afirmaba ella misma, sino mujer desde los ochos años. Lo sorprendente, lo inconcebible, es que Barbara Pinkerton hubiese dejado entrar a semejante pájaro en su jaula.
Pero es el caso que la mayestática directora del colegio de la alameda Chiswick tuvo a Becky durante mucho tiempo por la criatura más humilde e inocente del mundo; tan maravillosamente representaba la niña el papel de ingénue, cuando su padre la llevaba a Chiswick. Baste decir que tan sólo un año antes de haber entrado en el colegio, Barbara Pmkerton le había hecho el regalo, a la par que de un discurso grandilocuente, de una muñeca… que, dicho sea de paso, había sido propiedad de la señorita Swindle, sorprendida en delito flagrante de mecerla durante las horas de estudio. ¡Oh, y cuál no habría sido la rabia de la señorita Pinkerton si hubiese oído las risotadas burlonas que soltaban padre e hija al retirarse aquella tarde a su casa, y sobre todo, si hubiera visto que Becky convertía la muñequita en el propio retrato de la persona que se la regaló! Becky sostenía con la muñeca interminables conversaciones y llegó a hacer de ella el encanto de las calles Newman y Gerrard, y de todo el barrio de los artistas. Los pintores jóvenes, cuantas veces visitaban a su colega, el disoluto y vicioso viejo, solían preguntar a Becky si estaba en casa la señorita Pinkerton, tan conocida ya como el propio señor Lawrence o el presidente West. En una ocasión tuvo Becky el alto honor de pasar algunos días en Chiswick, y, al volver a su casa, se acordó de Lucy, y en Lucy convirtió a otra muñeca, sin tener en consideración que la bonachona hermana de la directora le había regalado al despedirse pasteles para hartar a tres niñas y una moneda de siete chelines. El sentido de lo cómico era más vivo en Becky que los sentimientos de gratitud, y como consecuencia, sacrificó a Lucy tan sin compasión como sacrificara antes a su hermana.
Sobrevino la catástrofe y hubo de ir a parar a Chiswick. La rígida formalidad del colegio la asfixiaba; las comidas y las oraciones, las lecciones y los paseos, toda la vida del establecimiento, arreglada con regularidad convencional, la oprimía de modo intolerable, y como consecuencia, tal tristeza la embargaba al volver la vista hacia la antigua libertad de que gozaba en el mísero estudio de Soho, que todos la creían consumida por el dolor ocasionado por el fallecimiento de su padre. Habitaba una pequeña habitación en la buhardilla y las criadas la oían llorar y pasearse por las noches, pero más la movía a ello la rabia que la pena. No había sido hipócrita hasta que la soledad le enseñó a fingir. Jamás había frecuentado el trato con las de su sexo, pues su padre, aunque era un perdido, poseía mucho talento, y la hija prefería su conversación a la de las mujeres cuyo trato intentó cultivar. Molestábanla por igual la pomposa vanidad de la vieja directora, el atolondramiento alegre de Lucy, la charla estúpida o picaresca de las colegialas de más edad y la corrección glacial de las profesoras, y como, por otra parte, su corazón no conocía la ternura, ningún interés le merecía la charla encantadora de las niñitas, entre las cuales vivió por espacio de dos años. Únicamente a Amelia Sedley cobró cariño: verdad es que era imposible hablar dos veces con semejante criatura sin adorarla.
Hubiéranle bastado para hacerla desgraciada los lacerantes accesos de envidia que en ella provocaban la felicidad, las ventajas de nacimiento o de fortuna de las colegialas.
—¡Qué orgullo tan insoportable tiene esa necia, porque es nieta de un conde! ¡Y cómo adulan y festejan a esa criolla sucia, porque tiene cien mil libras!… ¡Yo soy tan inteligente como ella y valgo más que ella, y soy también tan noble como la nieta del conde, por ilustre que sea su árbol genealógico, lo que no es obstáculo para que todas aquí sean más que yo!… En cambio, cuando estaba con mi padre, los hombres renunciaban a sus distracciones a trueque de pasar la velada a mi lado.
Resultado de sus reflexiones fue la resolución de recobrar la libertad y la formación de planes concertados para el porvenir. Uno de los primeros fue aprovechar la instrucción que el colegio le ofrecía, y como poseía ya notables conocimientos en música y hablaba correctamente varios idiomas, fue para ella obra de poco tiempo imponerse en todos los estudios que por aquella época se exigían a las señoritas in música, sobre todo, hizo tantos progresos, que una tarde habiéndose quedado en el colegio durante el paseo de las colegialas, tocó con tal gusto y maestría, que la mayestática Minerva comprendió que podía economizarse el sueldo del profesor y dio ordenes a Becky de encargarse de la instrucción musical de las colegialas.
Negóse en redondo la profesora de francés, con estupefacción profunda de la directora, no acostumbrada a que fueran discutidas sus órdenes.
—Mi obligación es enseñar francés y no música —respondió con brusquedad Becky—. Gano lo que cobro, y no tengo por qué economizarle a usted sueldos. Pagúeme, y no tengo inconveniente en enseñar.
Con todo el dolor de su corazón hubo de declararse vencida Minerva, bien que, a partir de aquel día, aborreció a Becky.
—Nadie osó resistir mi autoridad en mi casa en treinta y cinco años —replicó sin faltar a la verdad—. ¡He dado calor a una víbora!
—¡Víbora… o narices, me es igual! —contestó Becky, con escándalo de la vieja señorita que, a poco más, cae desmayada—. Me aceptó usted porque le convenían mis servicios; de consiguiente, nada le debo, ni gratitud siquiera. Detesto esta casa y ansío perderla de vista, pero mientras en ella esté, no espere usted de mí más que aquello que sea obligación mía hacer.
Fue en vano que la directora preguntase con voz campanuda y hosco ceño si la señorita Sharp se daba cuenta de que estaba hablando con la señorita Pinkerton: la traviesa Becky, se echó a reír con una risa sarcástica, y contestó:
—Déme usted una cantidad para que pueda marcharme y se verá libre de mi; o bien, si lo prefiere, búsqueme colocación en alguna familia noble y rica.
La dignísima directora del colegio de la alameda Chiswick, con todo su turbante y su nariz romana, con toda su estatura, que habría hecho honor a un granadero, con haber sido hasta entonces reina y señora cuyas órdenes nadie osó discutir jamás, no tuvo la energía ni la voluntad de su diminuta profesora de francés, contra la cual batalló en vano. Pretendió en una ocasión avergonzarla en público, pero bastó para sellar sus labios que Becky le replicase en francés. No había más remedio: si quería mantener en el colegio el principio de autoridad, debía desaparecer del mismo aquella rebelde, aquel monstruo, aquella serpiente, aquel demonio; de aquí que, no bien tuvo noticia de que la familia de Sir Pitt Crawley necesitaba una institutriz, se apresuró a recomendar eficazmente a Becky, por muy demonio y muy serpiente que fuese.
—En rigor, nada puedo decir en contra de su conducta salvo en cuanto a su comportamiento para conmigo —se dijo—. Me ha faltado al respeto, pero faltaría a la verdad si no confesase que posee mucho talento y grandes conocimientos. Hace honor al sistema educativo puesto en práctica en mi establecimiento.
He aquí cómo la directora del colegio reconcilió la recomendación con su conciencia, y su profesora quedó libre. La batalla, cuya descripción hemos hecho con media docena de líneas, duró, como supondrá el lector, una porción de meses.
Amelia acababa de cumplir sus diecisiete años, y salía del colegio, terminada su educación. Era amiga íntima de Becky Sharp (único detalle de su conducta que no fue del agrado de la directora) e invitóla a pasar una semana a su lado, en la casa de sus padres, antes de que se hiciera cargo de su plaza de institutriz.
Y ya tenemos a nuestras dos jovencitas dando sus primeros pasos por el mundo. Para Amelia, éste era algo nuevo, hermoso, encantador. Menos nuevo era para Becky. Efectivamente, si hemos de ser sinceros en el asunto del señor Crisp, debemos confesar que la vendedora de pastelillos que interceptó la carta de aquél insinuó que en aquellas relaciones había habido mucho que no trascendió al público, y que la misiva interceptada era contestación a otra carta. Ni lo afirmamos ni lo negamos, que de estas cosas únicamente los interesados podrían decirnos toda la verdad, y los interesados suelen callarla. Si Becky no daba, pues, sus primeros pasos por el mundo, en todo caso reanudaba una marcha suspendida tiempo antes.
No había olvidado Amelia a sus amiguitas del colegio cuando el coche pasaba por la barrera de Kensington, pero si secado sus lágrimas, y contemplado con mirada alegre y carita roja como una cereza a un apuesto oficial de la Guardia que se cruzó con el coche y dijo contemplándola con admiración:
—¡Hermosa muchacha, cáspita!
Cuando el carruaje hizo alto en la plaza Russell, donde vivían los padres de Amelia, las dos amiguitas habían charlado largo y tendido sobre los salones y recepciones, y discutido sobre si las jovencitas deben darse polvos y llevar joyas al ser presentadas en sociedad, discusión importantísima y urgente, sobre todo, puesto que Amelia sabía que habría de asistir al baile del alcalde de Londres. Amelia saltó del carruaje, apoyándose en el brazo de Sambo, dichosa y bella como la que más en aquella enorme ciudad, punto acerca del cual hubo perfecto acuerdo entre el cochero y el lacayo negro, como también entre el padre y la madre de la niña, y entre todos los criados y criadas de la casa, que, reunidos en el vestíbulo, recibieron sonriendo y haciendo reverencias a la señorita.
Sin necesidad de que lo digamos adivinarán seguramente nuestros amables lectores que Amelia enseñó a Becky todos los salones y dependencias de la casa, así como también todo lo que en sus armarios y cajas guardaba, sus libros, su piano, sus vestidos, sus collares, sus broches, sus encajes y sus baratijas. Obligó a Becky a aceptar sus sortijas de cornalina blanca y de turquesas y un vestido muy lindo de muselina rameada, que le estaba a ella un poquito pequeño, pero que a su amiguita le sentaba admirablemente, e hizo propósito de pedir permiso a su mamá para regalarle también su chal blanco de cachemira… ¿Por qué no? ¿Por ventura no podía desprenderse de él? ¿Su hermano Joseph no acababa de traerle dos de la India?
Cuando Becky vio los dos chales soberbios de cachemira, recientemente traídos por Joseph para su hermanita, dijo, con perfecta sinceridad:
—¡Qué delicioso es tener un hermano!
A estas palabras Amelia sintió que las lágrimas subían a sus ojos.
—Soy una pobre huérfana abandonada en medio del mundo —repuso Becky—, sin parientes, sin amigos, sin nadie.
—¡Sin nadie no, Becky! —replicó Amelia—. Soy tu amiga, y lo seré siempre, mejor dicho, tu hermana, pues como a hermana te quiero… y te querré.
—¡Ah… pero yo no tengo padres, como tú… padres ricos, cariñosos… que te dan cuanto deseas, y te prodigan su amor, que vale más que todo! Mi pobre papá, cuando vivía nada podía darme… no recuerdo haber tenido nunca más de dos vestidos… Y luego tener un hermano, un hermano querido… ¡Qué delicia!… ¡Oh, cuánto debes de quererle!
Amelia soltó el trapo a reír.
—¡Cómo! ¿No le quieres, tú que no excluyes a nadie de tu cariño?
—Le quiero, sí… ¿cómo no? Pero…
—Pero ¿qué?
—Pues que a Joseph parece que le trae sin cuidado que le quiera o no. Dos dedos me permitió estrechar a su llegada a Inglaterra después de diez años de ausencia. Es muy bueno, muy amable, pero muy contadas veces me dirige la palabra. Dios me perdone, pero creo que quiere a su pipa mucho más que a…
Interrumpióse Amelia, demasiado buena para hablar mal de nadie, y menos de su hermano.
—Me adoraba cuando yo era niña —añadió—. Cinco años tenía cuando se fue.
—Será inmensamente rico —dijo Becky—. Aseguran que todos los nababs indios poseen riquezas fabulosas.
—Sí… creo que sus rentas son muy importantes.
—¿Y tu cuñada, es hermosa?
—¿Mi cuñada? Pero ¡si Joseph es soltero! —exclamó Amelia riendo.
Es posible que Amelia hubiese dicho ya a su amiga que su hermano era soltero, pero sin duda Becky lo había olvidado, pues aseguró que esperaba conocer un ejército de sobrinitos y sobrinitas, e hizo constar que se llevaba un desencanto al saber el estado de Joseph, a quien suponía padre de varios hijitos encantadores.
—Ocasión has tenido en Chiswick de cansarte de ver chiquillos —contestó Amelia, sorprendida al observar la súbita ternura de su amiga.
Hemos de hacer constar que, pasado algún tiempo, jamás se permitió Becky adelantar opiniones cuya inexactitud podía descubrirse sin dificultad. ¡Pobrecilla!… ¡Tenía diecinueve años y desconocía aún por completo el arte de engañar!
La verdadera significación de las preguntas dirigidas a su amiga, era sencillamente ésta: «Si el señor Joseph Sedley es rico y soltero, ¿por qué no he de casarme yo con él? Cierto que para hacer su conquista no dispongo más que de un par ele semanas, pero nada pierdo con probar». Y en efecto: resolvió hacer prueba tan laudable. Redobló las caricias que prodigaba a Amelia, besó con transporte el collar de cornalinas blancas al ajustarlo a su cuello, y juró que lo llevaría siempre, y cuando la campana avisó que la mesa estaba servida, bajó al comedor rodeando con su brazo la cintura de su amiguita, como es uso y costumbre entre niñas que se quieren bien. Tal era su agitación al llegar a la puerta del salón, que no se atrevía a entrar.
—Pon la mano sobre mi corazón… sentirás sus latidos, querida —dijo.
—No te asustes —respondió Amelia—. Entra, que papá no te va a hacer ningún daño.