5

—Guy y Olivier, escuchadme. Los demás también, porque lo que atañe a unos os atañe a todos.

Gabrielle estaba agotada. Aunque normalmente los acontecimientos apenas le hacían mella y enseguida recuperaba el buen humor, la fuga de los gemelos la había marcado; le faltaba energía y traslucía, no ya desaliento, sino un enorme cansancio.

—Hoy he vuelto a hablar con el comisario. Guy, haz el favor de no mirar a las musarañas como si esto no fuera contigo. Se trata de tu porvenir y del de tu hermano. El comisario se ha tomado a pecho vuestra situación. En el colegio ya no quieren saber nada de vosotros.

—Opina que mandaros a otro colegio no serviría de nada. Pronto cumpliréis trece años y nunca os sacaréis el certificado de estudios. Yo tampoco lo tengo, ni mi madre, ni muchos chicos que se han abierto camino. Así que, para evitar el reformatorio, me aconseja que os coloque como aprendices. Ha encontrado a un patrón que os acepta, se trata del señor Cottin, el impresor de la Rue du Cardinal-Lemoine —aquello quedaba más allá de la Contrescarpe, pasada la frontera de Louis, en un mundo donde no se aventuraba demasiado—. Os advierto que el señor Cottin es severo, pero tiene fama de ser justo y bueno con sus empleados. Lo primero que se le ocurrió al comisario fue separaros. Le rogué que no lo hiciera, arguyendo que no lo soportaríais. ¿Queréis ser tipógrafos? —ambos se encogieron de hombros—. Yo creo que es la mejor posibilidad que tenéis. ¿Qué opinas tú, Vladimir?

—Desde luego es mejor eso que el reformatorio.

—Entonces empezáis el lunes por la mañana. Mañana iremos a comprar la ropa que necesitáis.

Louis tuvo la impresión de que aquella noche reinaba en el apartamento una atmósfera distinta, que se palpaba cierto malestar, una emoción difícil de precisar. ¿Era acaso el final de una manera de existir?

Hasta entonces habían vivido todos juntos como en una madriguera, fuera del alcance del mundo exterior, y su madre estaba allí para protegerlos pasara lo que pasara. Los jergones, alineados contra la pared, formaban en realidad una gran cama, y entre la madre y ellos, aun cuando a menudo hubiera un hombre con Gabrielle, sólo pendía una sábana de una varilla.

Había un principio y un final, con la cama de nogal en un extremo, la cuna de hierro de Émilie al otro y, entre ambos, toda la prole.

La cuna de hierro desapareció con Émilie. Vladimir se había hecho un hombre, sólo aparecía de vez en cuando a la hora de las comidas y llevaba una vida al margen de ellos, una vida de la que no sabían casi nada.

Alice, que tenía quince años, había insinuado un par o tres de veces que pasarse tantas horas sola en casa le resultaba aburrido y que cualquier día se pondría a buscar trabajo. Se había convertido en una jovencita, salía a bailar por las noches y traía a casa olores extraños.

Si los gemelos empezaban a trabajar para el señor Cottin, Louis sería el único que iría a la escuela. Curiosamente, le parecía que el culpable de todo aquello era el gas. Tenía la impresión de que, cuando instalaron aquella luz blanca y dura en las dos habitaciones, su vida había cambiado y una parte de la intimidad y del calor de la madriguera se había disipado. Incluso el dios-estufa, por entonces demasiado iluminado, había perdido su aspecto de animal protector y ya apenas se distinguía el centelleo de las cenizas, que, semejantes a una lluvia fina, caían de vez en cuando a través de la reja.

¿Fue eso lo que estrechó la relación con su madre y lo que lo impulsaba a acompañarla más a menudo al mercado de abastos o a pasarse un momento por donde el carretón cuando salía del colegio? En el curso de los años siguientes se establecieron vínculos entre ellos que antes no existían.

Se había convertido en el último de la prole, el último chiquillo. Ella lo dio a entender implícitamente el día en que Vladimir preguntó por qué no se mudaban a un apartamento más confortable donde él pudiera disponer de una habitación propia. Echaba en falta una habitación para él solo. Ni siquiera disponía de un armario, pues debía compartir el ropero con su madre y sus hermanos.

—¿Para qué? —replicó Gabrielle—. Tú no tardarás mucho en dejamos; dentro de unos años tendrás que hacer el servicio militar. Y Alice, conociéndola como la conozco, se casará en cuanto surja la ocasión. Los gemelos trabajan fuera y no vienen a almorzar.

Louis se paraba a menudo frente a la lavandería, cuya fachada era de color azul pálido y la puerta permanecía siempre abierta y despedía un olor singular, casi tan agradable como el de la panadería. Como sucedía con la mayor parte de las tiendas de la calle, la fachada era estrecha y el local se extendía a lo largo; cinco o seis mujeres planchaban la ropa, alineadas detrás de una larga mesa cubierta de muletón blanco. Tras ellas se alzaba una estufa especial, con los lados inclinados para poner las planchas a calentar.

La mayoría de las empleadas eran jóvenes, y en verano no debían de llevar nada debajo de la bata blanca, porque veía cómo se les bamboleaba el pecho al menor movimiento y cómo se contoneaban las caderas con absoluta libertad.

Sabía que la dueña se llamaba señora Antoine, que había empezado como aprendiza y que casi siempre se encontraba en una habitación del fondo, donde se dedicaba a contar las piezas de ropa y a hacer las facturas.

La ropa se lavaba en el sótano, cuyos respiraderos daban al patio y estaba abarrotado de tinas grandes.

Y ahí, en la lavandería de la señora Antoine, es donde Alice decidió ponerse a trabajar a principios de otoño.

Desde entonces, ya nunca volvieron a comer a una hora fija. Pero ¿acaso lo hicieron realmente alguna vez? Unos y otros volvían a horas distintas. Sabían dónde estaba el pan. Y tomaban algo de queso, jamón o paté de pato de la fresquera, una caja calada que Vladimir había cubierto de tela metálica y clavado fuera, en el antepecho de la ventana.

Los domingos seguían preparando algún plato caliente, buey con tocino, cebolla y zanahoria, guiso de cordero o, excepcionalmente, una gallina que Gabrielle había conseguido a buen precio. Sin embargo, incluso los domingos no era frecuente que toda la familia se congregara en torno a la mesa, sobre todo cuando hacía buen tiempo.

Vladimir se vestía como un hombre; se había comprado en la Samaritaine un traje a la moda, a cuadritos negros y blancos con la chaqueta corta, que remataba con un cuello postizo recto y una pajarita.

En verano se ponía un sombrero de paja ladeado, y durante unos meses le dio por llevar un bastón con el que dibujaba molinetes en el aire.

Hacía tiempo ya que su espacio vital se había ensanchado y que utilizaba la Rue Mouffetard como mero dormitorio. Tomaba el tren para ir a orillas del Sena, a Saint-Cloud o a Bougival, y hablaba de comprarse un velocípedo cuando sus ahorros se lo permitieran.

Alice también llevaba un sombrero de paja, de ala más ancha y rodeado de un lazo rojo cuyas puntas le caían por la espalda.

—¡Hijos míos! ¿Dónde queréis que meta tanto dinero?

Nunca habían hablado tanto de dinero como entonces, que los mayores ya trabajaban. Alice se había comprado un vestido blanco adornado con puntillas para el verano y, a medida que el invierno se acercaba, empezó a soñar con un vestido de terciopelo que había visto en el escaparate de las señoritas Pochon.

Los sábados por la noche se iba con unas amigas a bailar a Bullier, una gran sala de fiestas situada en un extremo del Boulevard Saint-Michel, donde se encontraban con estudiantes. Al día siguiente siempre tenía alguna historia que contar, presa de una viva animación y citando nombres que nadie conocía: Valérie, Olga, Suzanne, Eugéne, Roland.

—Roland es el más distinguido del grupo. Va a la universidad y estudia para ser abogado, como su padre. Su padre fue el que defendió a los anarquistas que tiraron una bomba delante de la Taverne Royale.

Se hablaba mucho de anarquistas, de bombas y del Metropolitano de París, una red subterránea de túneles por donde circularían unos trenes más rápidos que los omnibuses. Ninguno de ellos leía los periódicos. Sólo Vladimir aparecía de vez en cuando con unos fascículos que llevaban el título de Nick Carter y en cuya portada se mostraba a un hombre de barbilla cuadrada que amenazaba a alguien con su revólver o liberaba a alguna muchacha atada a un árbol o a los pies de una cama.

En el quiosco de periódicos que había frente a la iglesia de Saint-Médard exponían otras publicaciones, colgadas con pinzas de tender la ropa; Le Petit Parisien Illustré, por ejemplo, que describía a todo color los sucesos de la semana, un anciano estrangulado en la Rue Caulaincourt, la envenenadora del barrio de Ternes…

Para Louis, todo aquello empezaba a existir al margen de su vida. Tiempo atrás el mundo se reducía a un espacio cerrado que, poco a poco, había ido creciendo sin que se diera cuenta, como sucedía con los gemelos, por ejemplo, que ahora se pasaban casi todos los domingos en las murallas.

Eso le recordaba una de sus escasas conversaciones con su madre. Porque, cuando iban juntos al mercado de abastos, a pesar de que el trayecto era largo, hablaban poco. Louis nunca se preguntaba en qué estaría pensando su madre, aunque había reparado en que, a diferencia de lo que le pasaba a él, ella no se quedaba absorta con el espectáculo callejero.

Ella cruzaba el Sena por el puente Saint-Michel sin poder decir siquiera de qué color era el cielo ese día, ni si el río llevaba corriente; es probable que jamás se hubiera detenido a mirar de verdad las torres de Notre-Dame.

Estaba trabajando. Todos los adultos trabajaban salvo los propietarios como el señor y la señora Doré y los ricos, que montaban a caballo, se desplazaban en calesa, iban a las carreras tocados con sombreros de copa de color gris y cenaban en restaurantes donde había arañas y banquetas forradas de terciopelo.

De todo eso se había enterado hacía poco, desde que se acercaba de vez en cuando a mirar los periódicos ilustrados del quiosco.

—¿En qué estás pensando, Louis?

—En nada, mami.

Y siguió empujando el carretón durante unos metros, con los hermosos ojos azules fijos en algún punto delante de ella.

—¿Sabes que eres un hombrecillo curioso?

Entre ellos existía una intimidad que consistía en una vaga ternura, y que nunca manifestaban con palabras o efusiones, sino únicamente a través de miradas furtivas y púdicas o entonando la voz de una forma u otra.

Es verdad que no recordaba haber estado acurrucado en sus brazos, como había visto en los libros del colegio. Tal vez cuando era un bebé. Conservaba un recuerdo remoto de su madre sosteniendo a Émilie contra el pecho, pero eso era para darle de mamar.

—¿De verdad no piensas en nada?

—No lo sé.

—Por lo visto, siempre estamos pensando en alguna cosa, incluso cuando no nos damos cuenta. Ya no recuerdo quién me lo dijo, alguien con estudios seguramente.

Siguieron caminando un rato y el estruendo de un tranvía amarillo los adelantó. A Louis le fascinaban los tranvías, en primer lugar por sus colores, que ponían una nota de alegría en la calle, y luego por el tintineo con que avisaban de su proximidad y por las chispas azules que se veían a veces en lo alto del trole.

Últimamente, cuando ya había caído la noche, le daba por aventurarse hasta el Boulevard Saint-Michel sólo para verlos pasar, porque con la oscuridad era aún más bonito. De la gente que viajaba en el interior no se veía más que la parte superior del cuerpo y la cabeza, como en un guiñol. Estaban alineados unos junto a otros, silenciosos y con la mirada perdida, bañados en la luz difusa de otro mundo, y a cada bache las cabezas se inclinaban todas hacia el mismo lado para enderezarse después lentamente.

—Cuando tenían tu edad, tus hermanos no paraban de hacer preguntas. ¿Tampoco preguntas cuando estás en clase?

Tuvo que reflexionar. ¡El universo de la escuela le resultaba tan ajeno al del mercado!

—No, mamá.

—¿Y tus amiguitos?

—No tengo amiguitos.

—¿Nunca juegas con los otros alumnos?

—No.

—¿Son ellos los que no quieren jugar contigo?

Le molestaba que, sin razón aparente, ella intentara adentrarse de esa forma en su mundo secreto. No era su mundo, sino más bien un libro de estampas, ridículo quizá, del que no sentía el menor deseo de hablar.

—¿No te gusta jugar?

—Sí que juego.

—¿Solo?

—A veces juego al ajedrez.

—Ése no es un juego para un niño.

—También he jugado a las canicas, con la peonza y con el aro.

Lo había hecho alguna vez, aunque poco rato.

—Nunca te ríes. ¿Eres feliz, Louis?

—Muy feliz, mamá.

—¿Habrías preferido nacer en otra familia? ¿Echas en falta algo?

—Te tengo a ti.

Lo miró atónita y con los ojos brillantes.

—¿Me quieres de verdad?

—Sí, mamá.

Si no hubiera tenido que empujar el carretón y no se hubiesen adentrado ya en la Rue des Halles, donde era imposible pararse en medio del tráfico, seguro que ella lo habría abrazado o lo habría estrujado contra su hermoso pecho. Hizo como si se echara a reír, con una risa velada.

—¿No me irás a decir que conmigo tienes bastante?

—Sí, mamá.

—Eres el chico más adorable del mundo. ¡Ojalá sigas siendo feliz! ¡Si pudiera adivinar lo que se te pasa por la cabeza! Con Vladimir, con tu hermana, incluso con Guy y Olivier, por más salvajes que sean, creo que sé lo que piensan y que rara vez me equivoco. Pero tú sigues siendo un misterio. Y, sin embargo…, no debería decirlo, eres mi favorito —no pudo evitar añadir—: Aunque Vladimir…

Como si para ella Vladimir fuera punto y aparte. Lo tuvo de muy joven y estaba embarazada de él cuando se casó con Heurteau. Vladimir pertenecía a otra raza; tanto es así que, aunque en el registro figuraba bajo el nombre de Joseph, siempre lo llamaban Vladimir. ¿Acaso su padre se llamaba Vladimir? ¿Era ruso? ¿Lo habría amado ella? ¿Fue él quien la abandonó?

Las preguntas le acudían a la mente, como debieron de ocurrírsele también tiempo después, pero no se las planteaba de verdad; para él carecían de importancia y nunca hizo nada para obtener respuesta.

Habían entrado en la inmensa nave de Samuel y, al levantar la cabeza hacia la pizarra negra, su madre pareció avergonzada de aquella insólita conversación.

—¿Qué puedo llevarme hoy?

A Louis la pizarra se le había hecho familiar. En cuanto entraban en el perímetro del mercado observaba con mirada atenta las pilas de verdura y de fruta y retenía los precios escritos en las pancartas y los que las vendedoras proclamaban a los cuatro vientos en medio de una competencia encarnizada.

—Manzanas, mamá.

—¿Por qué manzanas?

—Porque son de las rojas y ésas son las que prefieren los niños. Además hoy no están caras.

Lo que no dijo fue que le encantaba el color púrpura de las reinetas veteadas, con los dibujos dorados que les iluminaban la piel y su forma algo achatada.

—¿A cuánto me dejas las manzanas, Samuel?

—¿Cuántas cajas?

—Las suficientes para hacer un buen montón. En la Rue Mouffe cuanta más cantidad haya más gente se acerca, porque tienen la sensación de que, por miedo a no venderlo todo, ponemos precios de saldo.

Era cierto. Había visto cómo su madre tardaba horas en vender los pocos manojos de puerros que quedaban al fondo del carretón, mientras que cuando éste estaba a rebosar no daba abasto.

—Te rebajo diez céntimos si te llevas diez cajas.

Se dio cuenta de que lo había hecho por complacerlo y estuvo inquieto hasta la salida de clase. A mediodía corrió a ver qué tal iba la venta y se alegró al descubrir desde lejos que la pirámide había desaparecido.

Su madre se mostró jovial.

—¿Ves como me has traído suerte, hombrecito? ¡Ten! Ve a comprarte una tableta de chocolate.

Le dio cinco céntimos y él no se atrevió a rechazarlos, pero no le gustó que lo recompensara, tanto más cuanto que no se lo merecía, ya que no había pensado en ella sino en las manzanas. No obstante, se compró el chocolate y fue chupándolo mientras remontaba la calle. Al pasar por delante de la lavandería oyó la voz de su hermana que lo llamaba.

—¿Te ha dado dinero mamá? ¿Por qué?

—Porque le he aconsejado que comprara manzanas y casi las ha vendido todas.

Debía de ser otoño; casi hacía tanto calor como en verano y a Alice se le dibujaban unos anchos cercos de sudor en los sobacos. Sólo iban a ser dos para el almuerzo. Cuando la venta iba bien, su madre prefería liquidarlo todo antes de regresar y se contentaba con comer cualquier cosa allí mismo, con un mendrugo de pan con salchichón y dos o tres visitas al bar de enfrente para tomarse un vaso de vino.

—¿Qué prefieres, Louis? ¿Queso de bola o camembert?

—¿No hay nada más?

—Queda mermelada de grosella, pero ya sabes que a mamá no le gusta que comamos mermelada a mediodía.

—Entonces, camembert.

Fue una coincidencia y no una leyenda que él se inventara después, como harían otros en torno a su infancia. El chocolate representaba un punto de referencia. A Louis no le gustaba especialmente, era Vladimir quien, a su edad, comía chocolate cada vez que se lo podía permitir. Al tenderle la moneda, su madre debió de confundirlos. Cuando se sentó a la mesa, todavía tenía el sabor del chocolate en la boca, de forma que el camembert no le pareció tan bueno como de costumbre.

Por la mañana su madre le había hecho confidencias y le había demostrado más ternura que de costumbre, y a él le dio la impresión de que ella lo quería como a un gatito dulce, suave e indefenso.

Ahora bien, mientras comían cara a cara, su hermana miraba ora la ventana, ora a su hermano, con expresión titubeante.

—Escucha, Louis. Creo que me quieres y que nunca te he hecho trastadas —mordisqueaba algo sin apetito y hablaba con desgana—. Eres un tipo fantástico y capaz de guardar un secreto. Necesito decírselo a alguien y no me atrevo a hablar con Vladimir o con mamá. Vladimir se pondría furioso. En cuanto a mamá… —él esperaba, tan incómodo en el papel de confidente como por la mañana—. Creo que estoy embarazada, Louis.

Le sorprendió verlo tan impasible, como si la noticia no fuera asombrosa ni dramática.

—¿Has oído? Sabes lo que quiero decir, ¿no?

—Claro que lo sé. Vas a tener un niño.

—Me pregunto si debo dejar que venga. Aún no he cumplido los dieciséis años.

—Mamá no era mucho mayor cuando tuvo a Vladimir.

—No es lo mismo.

—¿Por qué?

—Porque yo ni siquiera podría decir quién es el padre. Sylvie, mi amiga de la lavandería, ha estado embarazada dos veces. Las dos veces fue a ver a una partera que vive en el barrio y que la ayudó a deshacerse del bebé. La primera vez no tuvo problemas y ni siquiera faltó un día al trabajo. La segunda estuvo tan enferma que tuvo que acudir a un médico para hacerse un raspado. A pesar de todo, me aconseja que vaya a ver a la partera. ¡Me da miedo, Louis! ¿Qué harías tú en mi lugar?

—Nada.

—¿Lo dejarías venir?

—Por supuesto.

—¿Aunque eso me arruinara la vida?

—¿Por qué habría de arruinarte la vida un niño?

Se percató de que ella le recriminaba su aparente indiferencia. ¿Qué habría podido decirle? Alice tendría un niño y asunto concluido.

El tiempo se le pasó muy rápido por aquella época. Había conocido períodos largos, de semanas interminables e inviernos que parecían no acabar nunca por más que cada día se hablase de la primavera y de los brotes, y había conocido períodos cortos que lo devolvían a uno al colegio cuando apenas creía haberlo dejado atrás.

Aquella época se le hizo muy breve y las estaciones se entremezclaron hasta tal punto que, tiempo después, sería incapaz de ubicarse.

Recordaba las veladas que había pasado esperando a que su hermana le hablara del niño a su madre, pues, con razón o sin ella, desde que estaba al tanto del secreto le veía menos cintura, la cara pálida y una expresión resignada.

Al mismo tiempo se percató de que su madre cada vez recibía a menos hombres. A lo mejor ya ni siquiera tenía amantes regulares que se quedaban en la cama hasta tarde, comían con ellos y regresaban por la noche como si fueran de la familia.

Los gemelos, que volvían cansados del trabajo, con las uñas negras y la ropa oliendo a plomo y a tinta de imprenta, se acostaban temprano. Iban al taller con regularidad, pues el señor Cottin no habría tolerado su ausencia. Pero su actitud seguía siendo huraña y su mirada astuta. Hacían lo que debían porque tenían que hacerlo, pero se consideraban prisioneros y algún día se desquitarían.

—¿No tienes sueño, Louis?

En la cocina sólo estaban tres, su madre, su hermana y él. Como él tardaba en contestar, Alice le hizo una seña y Louis comprendió que se disponía a hablar.

Alice cerró la puerta tras él; estaba inquieto y tardó en dormirse, pensando que habría gritos.

La conversación empezó en un tono monótono, sólo le llegaban sonidos confusos, y por la mañana se encontró con que no sabía qué había pasado. No había oído levantarse a su madre, pero ya no estaba en la cama. Sus tres hermanos, que empezaban a trabajar a las siete, se habían marchado. En cuanto a Alice, empezaba a las seis y media, de manera que estaba solo en casa, algo que ocurría a menudo cuando no acompañaba a su madre al mercado.

En la floreada cafetera que había en una esquina del fogón quedaba café. Desayunó deprisa para que le diera tiempo de echar a correr calle abajo antes de ir a clase. Vio a Alice planchando con las demás, la tercera de la hilera; como Louis pegó la cara al cristal, ella acabó por darse cuenta de su presencia. Le sonrió e hizo una señal de asentimiento con la cabeza para darle a entender que todo había ido bien.

Casi inmediatamente después le pareció que el embarazo de Alice se hacía evidente y se preguntó si ella no se complacía en exagerarlo ajustándose más los vestidos a la cintura. Andaba un poco echada hacia atrás como para soportar el peso del vientre, cuando éste aún era muy pequeño.

—¿Sabes la noticia, Louis? —le preguntó su madre cuando fue a verla a las cuatro junto al carretón.

—Sí, mamá.

—¿Estás contento de ser tío?

—Sí, mamá.

Sólo Vladimir, mientras fruncía sus espesas cejas, se mostró resentido con su hermana.

—¡Eres tan tonta que seguro que lo has hecho adrede! En el fondo te crees que es lo mismo que jugar con muñecas.

Porque Alice, que había comprado lana para hacer punto, agujas y una revista en color titulada Canastillas, tejía por las noches, aunque eso no le impidió ir a bailar a Bullier aquel sábado ni los sábados siguientes.

En cuanto a la madre, aunque ya no recibía a hombres en casa, empezaba a salir por las noches, los sábados también, de forma que ese día Louis se quedaba solo. Su madre se vestía como únicamente en contadas ocasiones le había visto hacer en el pasado; sacaba el vestido de seda azul lavanda de la caja, lo planchaba junto con los refajos y se ponía un corsé que Louis le ayudaba a atarse.

—Estoy engordando —comentaba ella—. Si sigo así me voy a poner como una vaca. ¡Vaya vida!

Había descosido parte del famoso vestido para ensancharlo, e igualmente se sentía embutida. Después de empolvarse, maquillarse y perfumarse con esencia de clavel, besaba a Louis en la frente.

—Buenas noches, hombrecito mío. Eres muy bueno, ¿sabes? Espero que dentro de un tiempo no guardes un mal recuerdo de mí.

Semanas después, Alice tuvo tiempo de explicarle, mientras tricotaba unas pantuflas que parecían de muñeca:

—Mamá se ha portado muy bien. Pensando en ella y en todos vosotros, yo le proponía irme a trabajar al campo, a alguna granja o a alguna hostería donde me habrían empleado a cambio de la comida. Vosotros no habríais tenido más que contarle a la gente que estaba cansada y que me había ido a casa de unos parientes de provincias o a un sanatorio. Yo habría dado a luz, habría dejado el bebé para que lo criasen y nadie se habría enterado de nada. Pero mamá me dijo enseguida que no, que no tenía por qué avergonzarme, que todas las vendedoras de la calle, incluso las más remilgadas, tuvieron el primer hijo antes de casarse o solo cuatro o cinco meses después.

«Míralas con la frente bien alta, hija mía, lleva a tu criatura bien ufana, como una auténtica hembra, y no se te ocurra bajar la mirada».

París estaba llena de obras y había calles levantadas. Por todas partes instalaban la electricidad. Un sábado por la noche en que su madre no se había vestido para salir, Louis le preguntó:

—¿Puedo ir hasta la Belle Jardinière?

—A estas horas la tienda estará cerrada.

—Ya lo sé, pero me gustaría ver las lámparas de arco.

En la escuela se hablaba de ellas. Se mencionaban muchas cosas que no conocía, la Torre Eiffel, por ejemplo, que sólo había visto de lejos y a la que la mayor parte de sus condiscípulos había subido.

Muchos cogían el tren en verano para ir al campo, a casa de sus abuelos o de alguna tía. En su clase había por lo menos dos que tenían familia en Caen y habían visto el mar.

Él no había montado en tranvía. No sentía amargura por ello; no tenía prisa por conocer nuevas experiencias ni trataba de ensanchar su universo. Tal vez le diera miedo incluso todo lo que rodeaba ese círculo bien delimitado. Dejaba que el mundo afluyera a él poco a poco, trozo a trozo.

—¿Te gustaría que te acompañara?

—Me haría ilusión, pero, si tienes cosas que hacer, conozco el camino.

Cada vez que iba al mercado veía los grandes almacenes y contemplaba desde lejos los maniquíes de cera paralizados en extrañas posturas.

La velada fue inolvidable.

—¿Quieres que me vista?

No se atrevió a contestar ni que sí ni que no. Ella se vistió con tanto cuidado como para sus citas amorosas, con el mismo perfume a base de clavel, los polvos rosados y el lápiz de labios.

—¿No me encuentras demasiado vieja?

—¡No! —exclamó él con fervor.

Ella cerró la puerta y puso la llave debajo del felpudo. Ya en la calle, le propuso de pronto:

—Vayamos del brazo, como si fueras mi enamorado.

Eso no le había pasado nunca. Se vio obligado a andar de puntillas por lo bajito que era. Si se hubieran tropezado con Vladimir, éste se habría burlado de ellos, mientras que los gemelos habrían desviado la mirada.

—¿Tomamos el tranvía hasta el Châtelet?

Todas las luces le bailaban en la cabeza. Era la primera vez que veía a la gente, de noche, en las terrazas iluminadas. En el tranvía contenía la respiración para no perder ni una pizca de emoción, y sonreía vagamente a una mujer vestida de negro a quien el movimiento del coche zarandeaba de forma cómica. A veces parecía que estaba a punto de dormirse y, de repente, cuando ya rozaba con la cabeza el hombro de su vecino, abría los ojos con perplejidad.

Vio las famosas lámparas de arco, unas bolas grandes que proporcionaban una luz viva y azulada, que vibraba y chisporroteaba. Si se paraba uno a mirar una de ellas fijamente, y después cerraba los ojos, veía en su cabeza diez, veinte bolas que tardaban un buen rato en apagarse.

—En primavera, si todo va bien, te compraré un traje como éste.

Un niño de cera y con el pelo pintado llevaba un traje de marinero que tenía un cuello grande enmarcado en blanco. Parecía como si estuviera dando un paso adelante, con la mano tendida para recibir alguna cosa, y calzaba zapatos de charol.

—Ven. Te invito a tomar algo.

En el mercado, su madre le había invitado alguna vez a un vasito de soda en los bares donde ella se reanimaba con un vaso de vino, pero nunca había entrado en un auténtico café. Enfrente del Châtelet había uno con las paredes cubiertas de espejos y las mesas de mármol blanco, y él examinaba al gentío con cierta inquietud, preguntándose si habría sitio.

Muchos hombres seguían a su madre con la vista y algunos le dirigían una sonrisa incitadora. Estaba resplandeciente. Bajo la luz de las arañas, que le iluminaba el rostro, le chispeaban los ojos y la seda de su vestido brillaba, la veía hermosa.

—Un jarabe de granadina para mi hijo y para mí un licor de albaricoque.

También las palabras le resultaban nuevas. Descubría que su madre, a quien casi siempre veía empujando el carretón, frecuentaba lugares como aquél, donde se sentía a sus anchas.

Ya que casi le había reprochado que no hiciera preguntas, le planteó una. El objeto que más lo fascinaba, más aún que los espejos y el techo con pinturas de mujeres desnudas, más aún que la inmensa barra blanca y dorada adonde los camareros acudían a recoger las consumiciones y donde reinaba una cajera que llevaba un camafeo sobre el vestido negro, era una bola grande de metal brillante situada en el extremo de una varilla metálica.

No había una sola, sino cuatro, situadas en distintos lugares de la amplia sala.

—Dime, mamá, ¿para qué sirven esas bolas?

Es posible que se llevara un chasco con la respuesta:

—Para colgar los trapos.

Se sacó el certificado de estudios. En lugar de quedar el primero como los otros años, no fue más que el tercero. No había trabajado ni más ni menos que de costumbre. Puede que el mundo fuera de su hogar le hubiera fascinado más.

Hacía ya tiempo que su hermana, cuyo vientre había crecido y a quien los rasgos se le habían difuminado, había abandonado la canastilla.

—Al fin y al cabo, sale más cara que si la compras en la tienda.

La verdad es que había descubierto el placer de la lectura. En el Boulevard de Port-Royal había dado con una librería de viejo; ésta se extendía por la acera con cajas como las que se ven a lo largo de los muelles.

Las novelas populares que leía tenían la tapa de colorines como las revistas dominicales, costaban sesenta y cinco céntimos y, pagando diez céntimos, uno podía cambiarlas por otras después de haberlas leído.

Casi todas estaban sucias y tenían las páginas alabeadas y manchadas de grasa, pero el papel amarillento y rugoso olía bien. A veces leía hasta tres por semana, sobre todo hacia el final, cuando ya no podía pasarse todo el día planchando de pie.

En ocasiones se le cansaban las piernas y le pedía a Louis que fuera a cambiarle un libro.

—¿Qué quieres?

—Ya lo sabes. Un libro triste.

Pero ella no estaba triste y se alegraba de la llegada del bebé.

—Creo que mamá tiene razón. Si me lo quedo aquí no podré trabajar ni salir por las noches. Soy demasiado joven para recluirme en dos habitaciones con un bebé; lo mejor, tanto para él como para mí, será que lo dé a un ama de cría. Y eso sin contar con que así disfrutará del aire libre y que lo iré a ver todos los domingos.

Llegaron días de actividad febril. Compraban el diario para mirar los anuncios por palabras y cada noche los comentaban.

—¡Meaux! Está bien, pero queda demasiado lejos de París. Imagínate el trayecto que tendrás que hacer sólo para coger el tren.

Se habló de Sartrouville, de Corbeil, un pueblo cerca de Étampes, y, al final, eligieron a una tal señora Campois, que vivía en Meudon. Desde la estación de Montparnasse no había más que unos minutos de tren. Vladimir, que salía con una buena amiga regularmente, no se unió a ellos; tampoco los gemelos, que habían organizado una pandilla en las murallas y que cada domingo se las veían con una pandilla rival.

Su madre se había puesto el vestido bonito. Alice, que iba de azul, llevaba un sombrero de paja de ala ancha atado bajo la barbilla para impedir que el viento se lo llevara.

Louis cogió el tranvía por segunda vez, cruzó la verja del andén y se subió a un vagón de tercera clase repleto de militares que vestían pantalones rojos.

Ya en Clamart, les costó encontrar el camino que la señora Campois había indicado en la carta que les escribió, o, mejor dicho, en la carta que le había hecho escribir a un vecino.

La primera vez se equivocaron. Sobre la carretera había una espesa capa de polvo en la que se les hundían los pies, y las amapolas moteaban de rojo los campos de trigo. Hacía calor. La piel olía bien. Todo olía bien, el aire, los prados, los establos frente a los que pasaban, las vacas.

Se detuvieron a preguntar en el umbral de una granja y volvieron a ponerse en marcha flaqueándoles las piernas y abrumados por el sol. Por fin vieron a un hombre con botas de cuero y traje de terciopelo marrón que, plantado al borde del camino, parecía esperar.

—¿Señora Heurteau? ¿Les ha costado mucho llegar? La verdad es que es un rincón perdido. Señalaba hacia un tejado de tono rosa y un muro encalado que se hallaban más abajo. Los manzanos estaban cargados de fruta. La hierba brillaba. Dos cabras se acercaron a observarlos antes de alejarse triscando, como si los invitasen a jugar.

—¿Son suyas? —preguntó Alice excitada.

—Pues sí. Tenemos unos cuantos animales. Más que nada para que mi mujer se entretenga con algo.

Varias gallinas picoteaban alrededor de la casa blanca y también había patos y dos ocas grandes y atolondradas, pues, a pocos metros de la casa, se extendía un estanque cubierto de lentejas acuáticas.

—¡Rosalie! —llamó el hombre.

La mujer salió de una estancia baja y encalada como el resto de la casa y les dirigió la mejor de sus sonrisas. Tenía un rostro risueño, pechos enormes y unas caderas que se contoneaban cuando se movía. En la cocina se veía a un crío de un año y medio sentado en el suelo.

—Es el primero. Lo amamanté al mismo tiempo que al nieto del doctor Dubois, para quien mi marido trabaja de cochero. Tenía tanta leche que habría podido alimentar a tres. Pero entren a sentarse y tómense algo.

Las sillas eran de anea. No se veía estufa alguna, pero, en cambio, había cenizas en la chimenea, de la que colgaba un gancho de hierro.

—¿Cuándo le toca? —preguntó Rosalie calibrando el vientre de Alice con mirada experta.

—Probablemente dentro de quince días.

—Pues yo, aquí donde me ve, podría ponerme de parto esta misma noche, mañana o pasado mañana a más tardar. ¿Verdad, Léonard? Vengan a ver por aquí.

Tras empujar una puerta, les enseñó una habitación amplia, tenía ventanas en dos de los lados, una cama cubierta con una colcha blanca y dos cunas de mimbre adornadas con volantes de tul que parecían estar esperando. En la esquina opuesta, junto a un armario enorme, se hallaba la camita del crío.

—Así siempre los veo, ¿comprenden? Si nos ponemos de acuerdo con las condiciones, pueden traérmelo cuando quieran; el doctor Dubois puede asegurarles que aquí estará bien cuidado.

Léonard le dio permiso a Louis para coger manzanas de uno de los árboles del huerto y tiró de una rama para ponerla a su alcance.

—Puedes quedarte unas cuantas. Tantas como quieras. ¡Este año han salido muchas! ¿Quieres ver los conejos?

Tenían una conejera llena; otros permanecían inmóviles, salvo por el movimiento mecánico de las mejillas, en un cuadrado de hierba rodeado de cañas.

—¿Te gustaría vivir en el campo?

—No lo sé.

—¿Prefieres París?

—No lo sé.

A su madre le sirvieron un vasito de aguardiente. Alice mojó un terrón de azúcar en la bebida. A Louis le dieron un vaso de agua helada que sacaron del pozo con un cubo de madera.

Su madre lo despertó cuando el tren entraba en la estación de Montparnasse; tenía las mejillas coloradas y los ojos febriles. Le parecía que acababa de producirse un acontecimiento importante, que el capullo protector que lo envolvía se había roto de repente y eso le hacía sentirse apesadumbrado y lleno de júbilo a la vez.