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Vladimir había dejado de ir al colegio sin conseguir el certificado de estudios. Aunque lo más probable era que no hubiera querido sacárselo, como forma de protesta o de desafío, y que no se hubiera tomado la molestia de explicárselo a nadie, salvo tal vez a Ramón.

Desde el principio se había empeñado en quedar el último de la clase. Siempre había sido alto para su edad y, hacia los quince años, creció de golpe unos diez centímetros.

No sólo se le había quedado pequeña la ropa, sino que le costaba acostumbrarse a su estatura y sus movimientos eran torpes, sus andares resultaban a veces demasiado viriles y otras infantiles. Le creció una pelusilla oscura que le daba un aspecto poco aseado, y Louis lo sorprendió poniéndose polvos de arroz de su madre para taparse los granos.

Durante dos o tres semanas no se le vio el pelo en todo el día. No vagabundeaba por la Rue Mouffetard con su amigo español, que había ingresado en el instituto y vestía el correspondiente uniforme.

¿En qué empleaba el tiempo Vladimir hasta que regresaba con esa mirada febril, arrogante y abatida a la vez?

—¿Cuándo piensas trabajar? —le preguntaba su madre.

Él contestaba como un hombre que no le debe explicaciones a nadie:

—Ya lo verás.

Sin duda, ella debió de sentir cierta inquietud al ver que llevaba un traje nuevo para el que no le había dado dinero, y un par de zapatos recién comprados, una camisa blanca y un cuello de alas.

—El próximo lunes empiezo como aprendiz con el señor Brillanceau.

—¿El cerrajero de la Rue Tournefort? ¿Quieres ser cerrajero?

Había tomado la decisión por sí mismo y sin contárselo a nadie; nunca supieron qué proceso mental ni qué experiencias lo llevaron a elegir el oficio de cerrajero.

Louis conocía el taller, que no quedaba lejos de su escuela. Se hallaba en una esquina de uno de los múltiples callejones del barrio, en el lado de la calle donde no daba el sol, y los cristales estaban tan sucios y las paredes tan negras, con centenares de llaves y de herramientas colgadas de clavos, que un candil ardía todo el día.

El señor Brillanceau tenía el color de su oficio. Era gris, de ojos tristes, y siempre llevaba en la boca, como hundida en el bigote gris, una pipa redondeada que la mayor parte del tiempo estaba apagada.

Vladimir empezaba a trabajar a las siete de la mañana, se llevaba una cantimplora metálica llena de café y una vieja lata de galletas en la que metía tostadas.

Fue una época en la que se produjeron rápidos cambios en la vida familiar. Alice tenía trece años y, aunque frágil, parecía mayor de lo que era. Había obtenido el certificado por los pelos, pero se negaba a seguir estudiando y se quedaba en casa, donde se encargaba de la limpieza y preparaba las comidas.

—¿Y qué hacías tú a mi edad?

A lo que Gabrielle le contestaba con sinceridad:

—Prefiero no decírtelo.

En ocasiones, Alice iba a sustituir a su madre durante una hora al frente del carretón. A veces desaparecía un buen rato por la noche, y, cuando se desnudaba para acostarse en el jergón contiguo al suyo, Louis percibía un olor ajeno a la familia, un olor a chico.

Era pálida y lo bastante bonita como para que se volvieran a mirarla por la calle. Empezaba a maquillarse de forma torpe y eso le prestaba un aspecto equívoco. Tenía los pechos pequeños y en forma de pera, una ligera pelusilla rubia le cubría el bajo vientre y se demoraba adrede al vestirse, como si sintiera placer mostrándose desnuda ante sus hermanos.

Todo apuntaba a una inminente disgregación. En el apartamento ya no reinaba la cohesión de antes, y, una noche, estalló una escena violenta en el curso de la cual Louis vio por primera vez enfurecerse a su madre.

Gabrielle llevaba varios días volviendo a casa con un hombre maduro a quien llamaba papá y que pasaba la noche con ella al otro lado de la cortina agujereada. Era corpulento, tenía el torso velludo y unas manos impresionantes. Debía de trabajar en el mercado de abastos, porque salía con ella por la mañana sin tomarse la molestia siquiera de lavarse la cara.

Despedía un olor fuerte y hacía el amor muy deprisa, con violentas embestidas bajo las que temblaba el suelo; cuando acababa, se desplomaba sobre la cama y se quedaba profundamente dormido.

Una noche, la cuarta o la quinta, la voz aguda de Gabrielle despertó a Louis.

—¡Haz el favor de soltarla, sinvergüenza!

Aún no era de día. El cielo estaba empezando a tornarse grisáceo e iluminaba ligeramente la habitación junto con la farola de la calle. Con los ojos entornados y sin moverse, Louis descubrió el enorme corpachón del hombre en la cama de su hermana, de quien no veía más que los cabellos rubios.

—¡Déjala en paz! ¿Me has oído, crápula?

El hombre resoplaba y emitía una especie de risa. ¿Acaso habían bebido Gabrielle y él la víspera, como solía ocurrir con los otros?

Ella forcejeaba para arrancarlo del jergón.

—¡Vete al infierno! ¡Puta!

Vladimir se despertó de pronto y le atizó al hombre dos puñetazos en la nuca que no parecieron hacer mella en él. Gabrielle, en camisa, se precipitó entonces hacia la cocina, regresó con el atizador y comenzó a golpearle a su vez, al tiempo que gritaba con todas sus fuerzas:

—¡Canalla! ¡Cerdo! ¡Sátiro!

Él empezó a gruñir y se puso de cuatro patas, con una expresión embrutecida y dejando al descubierto el cuerpo de Alice, que se tapó la cara con las manos.

Gabrielle siguió golpeándole en la base del cráneo hasta hacerle sangre, mientras el hombre, tambaleante, lograba ponerse en pie con dificultad.

Aunque no se movían, los gemelos debían de estar despiertos. La escena oscilaba entre lo grotesco y lo trágico. Todos los protagonistas llevaban camisa. Por algún motivo, tal vez por costumbre, el hombre no se había quitado los calcetines.

Parecía un buey que le plantara cara al matarife después de que éste hubiera fallado con la maza. Más adelante, Louis habría jurado que los ojos se le habían puesto rojos. Tenía las manazas abiertas, pero no se decidía a atacar y Gabrielle seguía haciéndole frente con el atizador en la mano.

—¡Mamá! —chilló uno de los gemelos con espanto cuando el hombre dio un paso hacia ella.

—¡Tú no temas por mí! ¡Que éste se va a enterar!

Alzó el atizador y lo dejó caer con fuerza. Afortunadamente no le dio en la cabeza, sino que rozó la mejilla y se abatió sobre el hombro. Se oyó algo parecido a un crujir de huesos.

—Y ahora, so asqueroso, si aún no has recibido bastante, no tienes más que decirlo.

Se volvió tranquilamente, pues ya no le infundía miedo alguno. Recogió la ropa amontonada en el suelo, se encaminó hacia la puerta y la tiró al pasillo.

—¡Largo de aquí si no quieres que te remate, carroña!

Los zapatones salieron disparados a su vez en dirección al exiguo pasillo, hacia donde se encaminaba con paso inseguro el hombre a quien sólo unas horas antes ella llamaba papá.

Le cerró la puerta en las narices sin preocuparse por los vecinos, y, cuando volvió, seguía tan excitada que volcó el orinal.

De pie en la habitación increpaba a su hija, que se tapaba la cara.

—Y tú, zorrita, ¿no podías gritar? ¡Confiesa que te gustaba!

Los follones, según la expresión empleada por Gabrielle, a quien le gustaban las palabras expresivas, eran constantes. Al día siguiente recibieron una carta, algo que no sucedía casi nunca. El director de la escuela le rogaba a la señora viuda de Heurteau que hiciera el favor de presentarse en su despacho para un asunto importante.

Louis ya se lo esperaba. Desde hacía varias semanas veía cada vez menos a los pelirrojos en el recreo. Se marchaban con la cartera y regresaban a la hora de costumbre, pero no iban al colegio.

Cuando volvió, Gabrielle estaba furiosa, aunque esta vez fingía hasta cierto punto su enfado.

—Vosotros dos: ¡igual os pensáis que mi vida es demasiado sencilla y os habéis propuesto complicármela! ¿Queréis explicarme dónde os metéis la mayor parte del día? Guy, contéstame tú.

Era el más vulnerable y, aunque habían nacido el mismo día, parecía más joven que su hermano.

—No lo sé, mamá.

—¿No sabes lo que hacéis durante el día?

La mano de Gabrielle cobraba un aspecto amenazador y Olivier se interpuso.

—No nos gusta la escuela, mami. Nos tienen manía. Cargamos con las culpas de todos. Cuando alguien habla en clase, el maestro, sin hacer el menor esfuerzo por descubrir quién ha sido, grita: «¡Silencio, pelirrojos!». Ni siquiera nos llama por nuestros nombres como a los demás. Somos «los pelirrojos». Siempre nos envía a nosotros de cara a la pared, aunque no hayamos hecho nada. Y los crios nos evitan porque dicen que olemos a verdura podrida.

—¿Quién ha dicho eso?

—Todos. Todos están contra nosotros.

Lo de la verdura hizo renacer cierta solidaridad.

—¿Y tú no les has preguntado a qué se dedica su madre?

—No, mamá.

Ése era el lado taimado de los gemelos.

—Hay quien tiene oficios menos decentes que el mío, conozco por lo menos a dos que se ganan la vida con el trasero. La próxima vez podéis decírselo. Pero tendréis que ir a la escuela, porque por lo visto han investigado y resulta que no soy una buena madre, que os dejo vagabundear y no os cuido. El soberano imbécil que me recibió y a quien llaman director me amenazó con mandar un informe a la policía y pedir que os envíen a una penitenciaría.

—¿Una penitenciaría?

—Si mal no recuerdo, ésa es la palabra que empleó. El reformatorio, vamos.

¿Guardaban relación aquellos acontecimientos con la costumbre adoptada por Louis poco tiempo después de acompañar a su madre al mercado de abastos? No se lo había preguntado. Como muchos de los actos y gestos que ocupaban un lugar importante entre sus recuerdos, ocurrió sencillamente un buen día, sin que él tratara de averiguar los motivos.

Una mañana de primavera, tan temprano que el sol aún no había salido, su madre se estaba vistiendo y él, desde el jergón, le preguntó con humildad:

—¿Puedo ir contigo?

—¿Al mercado?

—Sí. Hace tiempo que tengo ganas.

—Necesitas dormir.

—De todos modos, ahora ya no volveré a dormirme. ¡Una sola vez, mamá! ¡Sólo esta vez! —no era una trampa. Su intención era acompañar a su madre una sola vez—. ¡Di que sí! ¿Puedo?

Ya se había puesto el pantalón y se vistió más deprisa que nunca. Excepto en invierno, cuando encendía el fuego antes de marcharse, su madre nunca se tomaba el café en casa.

—¿Vas a llevar el carretón tú? —bromeó ella mientras bajaban a oscuras la escalera, por la que había que ir tanteando la pared con una mano para no errar algún peldaño.

—Lo intentaré.

La experiencia fue excitante. Ya en el patio aspiró el olor de la noche, muy distinto del olor diurno, y, cuando subían por la calle, le sorprendió descubrir una luz. Iluminaba un bistrot estrecho y poco profundo, que tenía dos mesas oscuras cerca de una barra en forma de herradura. El dueño era calvo, llevaba una camisa de un blanco impecable arremangada y un delantal azul.

Una mujer con chal por encima estaba acodada en la barra y mojaba un croissant en el café con leche. Tanto el olor como la imagen eran nuevos; solo de pensar que a esa hora casi todo el mundo dormía aún, Louis era feliz.

—¡Hola, Céline! Dos zumos, Ernest.

Éste colocó después dos vasos, uno detrás de otro, bajo el percolador, que despedía un chorro de vapor.

—¿Un cortado para el chaval?

—¿Quieres leche, Louis?

—Un poco. ¿Puedo comer un croissant?

Había un cesto entero de croissants aún calientes y crujientes, recién salidos del horno; le dejaron comer cuatro, algo que no le había pasado en la vida.

El dueño tomó de los estantes una botella con un largo cuello de estaño y, sin preguntar, siguiendo sin duda un ritual cotidiano, echó un chorrito de alcohol en el café de la madre, que inmediatamente despidió un aroma distinto.

Ella también comía croissants y pidió otro café, que fue bautizado con un nuevo chorrito.

—¿Vamos, Gabrielle? ¿Lo vendiste todo ayer?

—Me quedó lo justo para hacer sopa.

Todo era diferente, desde el ruido de los pasos en la acera al aspecto de las casas. Había casas de cuatro pisos, dos o tres de ellas de ladrillo rojo y una pintada de blanco, junto a viviendas de una sola planta. Pasó un coche de punto vacío, con el cochero dormitando en el pescante.

En la Rue du Pot-de-Fer giraron a la derecha y se encontraron con otras mujeres en un patio, entre las que se hallaba su abuela; bajo la mirada soñolienta de un hombrecillo que tenía una barriga enorme, cada una de ellas elegía uno de los carretones alineados contra la pared e iba a buscar su báscula y sus pesas a un sombrío cobertizo.

—¿Dónde has pasado la noche esta vez, Henriette?

Riéndose como niñas a la hora del recreo, se interpelaban, se hacían bromas e intercambiaban impertinencias que sólo ellas podían entender. Las había jóvenes y viejas. La mayor parte eran gordas, con la cara rojiza, los dedos rechonchos y los tobillos hinchados. Sin esperarse, iban saliendo del patio hasta la Rue Lhomond. Cuando pasaron por delante del Panthéon, el cielo empezó a clarear y, llegados al Boulevard Saint-Michel, un ómnibus tirado por seis caballos que hacían un gran estruendo con los cascos estuvo a punto de chocar con el carretón al adelantarlo.

—¿Te dan comisión en Pompas Fúnebres o qué? —soltó la madre.

Atravesaron el puente Saint-Michel, y Louis, que iba a la derecha porque lo habían hecho colocarse del lado de la acera, empujaba con todas sus fuerzas. Le habría gustado ir andando en medio de los brazos del carretón y conducirlo él solo, pero no se atrevió a pedirlo.

El Palacio de Justicia estaba a oscuras y desierto; la única luz encendida era la que señalaba la puerta del depósito de cadáveres.

La animación empezaba después del puente del Change; varios omnibuses aguardaban el momento de la partida. Y en la Rue des Halles se oía todo tipo de ruidos y se veían carretas cargadas de pirámides de coles, zanahorias y jaulas llenas de gallinas vivas o de conejos. Allí la gente ya estaba bien despierta, puesto que hacía largo rato que la vida había empezado para ellos, para muchos antes de la medianoche; más allá de los pabellones iluminados con lámparas de gas de los que salía un rumor constante, un ruido de pisadas ininterrumpido, gritos, gente llamándose, palabrotas y risas, había un trenecito, con los vagones alineados detrás de la locomotora, que echaba humo apaciblemente.

—¿No te duelen los pies?

—No, mami.

—¿No tienes frío?

No le dolían los pies ni tenía frío, y además estaba viviendo la aventura más emocionante de su vida. Aun sin llegar a captar todos los olores, que cambiaban cada diez metros, las aletas de la nariz se le estremecían de placer.

Había verdura, fruta, aves y cajas de huevos por todas partes, en las aceras, en la calzada, en los pabellones, y todo se movía, amontonado ora en un sitio, ora transportado a otro.

Se cantaban cifras y se escribía con lápiz violeta en cuadernillos negros. Los forzudos del mercado corrían, con enormes sombreros en la cabeza y medio buey a la espalda. Había tinas rebosantes de tripas. Algunas mujeres, sentadas en taburetes, desplumaban aves con gestos de prestidigitador.

Aunque todo parecía caótico, no tardó en comprender que, bajo el aparente desorden, cada camión, cada caja, cada coliflor, cada conejo y cada hombre tenían su papel y su lugar exactos.

Había personajes parecidos a los que vagabundeaban por la Rue Mouffetard; ancianos barbudos y harapientos con el pelo hasta la nuca que acarreaban cajas demasiado pesadas para ellos desde algún camión hasta el almacén, mientras un hombre joven hacía una marca por cada viaje.

La abuela los adelantó y Gabrielle le gritó:

—Hoy es un buen día para las coles lombardas.

¿Por qué? Se daba cuenta de que ella ya lo había visto todo, desde los carteles hincados sobre las pilas de mercancías a las verduras que ya estaban cargando las demás vendedoras de la Rue Mouffetard.

—En nuestro oficio hay que tener olfato —le explicaba a Louis.

Él se lo agradeció, porque era la primera confidencia que le hacía sobre su vida profesional.

—Algunas compran cualquier cosa, sólo porque está barato…

Escuchaba las cifras al pasar y se detuvo, atraída por unas cajas de manzanas.

—¿Cuánto?

Luego, sin contestar siquiera, prosiguió su marcha con el carretón hacia una calle donde la animación persistía y se adentró en una nave de techo alto. En una pizarra negra había escritos con tiza unos números junto al nombre de cada artículo; un hombre que llevaba un mandil negro los cambiaba sin cesar, como un maestro en el estrado.

Los oficinistas trabajaban en una garita acristalada. Todo se sucedía muy rápido. Había que estar ojo avizor para no ser atropellado por algún porteador, y Louis se aferraba instintivamente a un extremo del delantal de su madre.

—Samuel, ¿no tienes coles lombardas?

—¿Las has visto en la pizarra?

—No están apuntadas.

—Ve a pedírselas a François. A lo mejor quedan algunas cajas.

No cambiaba fácilmente de parecer y a Louis le alegró ver que todos la conocían y la trataban con afectuosa familiaridad. Consiguió las coles lombardas y emprendieron el camino de regreso por calles distintas, para evitar aquellas en las que el atasco dificultaba el paso.

Había salido el sol. Los cristales de las casas brillaban. Los tonos rosa se veían más rosa, los rojos más rojos y los azules más azules. Algunas cocineras e incluso algunas mujeres bien vestidas empezaban a dejarse ver por la calle con las bolsas de malla para las provisiones.

Se cruzaron con tres hombres bien trajeados y con sombrero de copa que salían de un restaurante acompañados por unas jóvenes emperifolladas. Uno de los hombres, que estaba achispado, quería alquilarle a toda costa la carreta y los percherones a un campesino para regresar a su casa.

Louis empujaba el carretón lo mejor que podía, pero notaba cierta resistencia en cada adoquín; su madre hizo un alto antes del Châtelet.

—Espérame aquí.

Entró en una bodega donde le sirvieron un vasito. Se lo bebió de un trago, tomó unas monedas de la faltriquera y las dejó en la barra.

Era una mañana gloriosa, resplandeciente de vida. Todo exhalaba vitalidad. Todo era colorido. Todo olía bien y, más que respirar el aire, uno se lo bebía.

—¿No estás cansado?

—¡En absoluto, mamá!

—¿Qué vas a hacer mientras esperas la hora de ir al colegio?

Porque a las seis y media aparcaba el carretón en el sitio de costumbre, frente a la pescadería, y no era la primera.

—No te preocupes. Ya encontraré algo con que entretenerme.

Estaba mareado y notaba las piernas flojas. Se sentía colmado. Subió lentamente la sombría escalera y abrió la puerta de la habitación, en la que los gemelos todavía dormían. En la cocina, su hermana encendía el fuego para hacer café.

—¿Se ha ido Vladimir?

—Hace cinco minutos. ¿Y tú? ¿De dónde vienes?

—He acompañado a mamá.

—¿Al mercado? ¿Te ha dejado ir? ¿Tienes hambre?

—He comido croissants.

—¡Qué suerte!

Le tentaba estirarse en el jergón y digerir tranquilamente lo que acababa de vivir. Tenía las mejillas encendidas y sabía que, si cometía la imprudencia de acostarse, caería en un sueño profundo.

Se obligó a sentarse cerca de la ventana para evocar la experiencia. Alice fue a despertar con pataditas a los gemelos, que gruñeron antes de aparecer con las camisas de dormir, los pelos de punta y los párpados hinchados de sueño.

—Y tú, angelito, ¿se puede saber qué haces?

—No hago nada.

¡Acababan de despertarse y ya estaban agresivos!

—Ha ido al mercado con mamá.

—¿Para qué?

—Pregúntaselo a él.

—Para ver —contestó tranquilamente Louis.

Aún no sabía que aquello iba a convertirse en una costumbre, como tampoco sabía que en clase seguiría saboreando el sopor que lo mantenía suspendido entre el sueño y la realidad.

—¿Otra vez cazando moscas, Cuchas?

—No, señor.

—¿Cuánto son doce por veintisiete?

—Trescientos veinticuatro.

Una vaga sonrisa, que nadie comprendía, iluminaba su semblante.

Esa visita matutina al mercado, detrás del carretón de su madre, ocuparía un lugar importante en sus recuerdos y en su vida, aunque más tarde se interferiría la leyenda creada a su alrededor e incluso a él le resultaría difícil determinar con exactitud lo que era verdad, lo que era exageración y lo que era mentira.

Se escribió, por ejemplo, que durante varios años y a despecho de su corta edad y de su débil constitución, se levantaba cada noche a las tres de la mañana, tanto en invierno como en verano.

Sin embargo, su madre no siempre se marchaba a las tres de la mañana. Dependía de las estaciones. A partir del otoño, no abandonaba la Rue Mouffetard hasta más tarde, porque de nada habría servido estar desde las seis con sus mercancías en el sitio habitual si por la calle, donde las farolas aún estaban encendidas, no pasaba un alma.

Además, según quien la acompañara aquella noche, algunas mañanas se concedía una o dos horas más de sueño.

Y, por otra parte, Louis no siempre se despertaba. Es cierto que a menudo saltaba de la cama en cuanto lo hacía su madre y que en ocasiones se levantaba antes que ella, pero otras veces volvía a dormirse, a menos que fuera un jueves, un día festivo o que estuviera de vacaciones.

También se dijo que las mujeres del mercado de abastos le habían puesto el apodo de «el angelito», pues les maravillaba ver que un niño se impusiera tanta disciplina con tal de ayudar a su madre. ¿Cómo habría podido ayudarla, al principio, con sus brazos escuálidos? Lo hacía únicamente por sí mismo, para volver a sentir ese deslumbre y completar su colección de imágenes excitantes, la del Sena, por ejemplo, que apenas lo había impactado la primera vez, con los remolcadores que tiraban de las chalanas y desaparecían durante unos instantes bajo el arco del puente, y las gabarras arrastradas por caballos en el camino de sirga, seguidas a paso lento por el carretero. Descubría imágenes sin cesar, fachadas amarillas y fachadas verdes, insignias y cuchitriles abarrotados de toneles.

No fueron las vendedoras del mercado de abastos, sino sus compañeros de escuela, quienes lo apodaron el angelito. La palabra llegaría al mercado por casualidad. Una mujer a la que su madre regateaba el precio de unas cestas de ciruelas en la parte embaldosada del mercado se quedó extasiada con él.

—¡Qué niño más bonito! ¡Parece una miniatura!

Aunque ya no llevaba el pelo como una niña, lo tenía más largo que la mayoría de los chicos; como además el cabello era muy fino, tendía a revolotearle alrededor de la cara, con lo que no hacía sino subrayar la delicadeza del dibujo.

Gabrielle replicó:

—Más le valdría ser un bruto como sus hermanos y no una miniatura. En el colegio se aprovechan de su estatura para pegarle y, como no se chiva, lo han apodado el angelito.

También se contaba que, cuando tenía seis años, se apasionó por el ajedrez porque el señor Pliska se había pasado unos días enseñándole el movimiento de las piezas.

Sin embargo, eso no ocurriría hasta un año o dos más tarde, cuando empezaron a darle una semanada cada domingo y ahorró para comprarse un juego de ajedrez barato, que le cabía en el bolsillo y cuyas piezas no eran ni de marfil ni de madera, sino de cartón.

Cuando llovía, solía acomodarse junto a la ventana, donde se pasaba horas inclinado sobre las casillas negras y blancas.

Hacia esa época el señor Doré, su casero, decidió instalar el gas en el edificio, y la lámpara de petróleo, inútil a partir de entonces pues un manguito incandescente colgaba no sólo en el centro de la cocina sino también en el centro de la habitación, fue a parar a una tienda de brocante, como había ocurrido con la cuna de hierro de Émilie.

El material de que estaban hechos esos manguitos, que había que colgar con sumo cuidado del extremo del tubo que conducía el gas, era frágil, y éstos se reducían a polvo a poco que alguien los tocara o sufrieran una sacudida. De ahí que dieran lugar a una serie de pequeños dramas porque, en el piso de arriba, había una familia de piamonteses que tenía siete u ocho niños.

El padre, que trabajaba en la construcción, llevaba unas pesadas botas que no se quitaba por la noche a su regreso del trabajo; recorría la estancia, jugaba con los niños y hacía retumbar el techo de tal forma que abajo se veían obligados a cambiar el manguito de la habitación dos veces por semana.

—Se van a enterar esos brutos.

Henchida de determinación, Gabrielle subía la escalera, iluminada entonces por un quemador de gas que producía una llama temblorosa, ora blanca, ora amarilla. Llamaba a la puerta y, durante el siguiente cuarto de hora, había un cruce de insultos en francés y en italiano.

Los niños lloraban, la madre chillaba y, si Vladimir estaba en casa, acudía en ayuda de su madre.

Otros inquilinos, molestos por el ruido, la tomaban con unos o con otros; en una ocasión, Louis fue a echar un vistazo y, a través de una puerta entornada, vio a una anciana esquelética, que pertenecía ya a otro mundo y que pasaba las cuentas de un rosario con mirada vidriosa.

De no ser por ese incidente no se habría enterado de su existencia, pues ella ya no salía de su habitación, hasta que, seis o siete meses después, se la llevaron muy temprano y a toda prisa en un ataúd de madera de pino blanco que se parecía a las cajas del mercado de abastos.

Vladimir, que seguía trabajando para el señor Brillanceau, se ponía una gorra y un mono de trabajo de gruesa tela azul, y se liaba cigarrillos que luego llevaba colgando del labio inferior con cierta ostentación.

Andaba por la calle con las manos en los bolsillos, con aire desdeñoso y balanceando los hombros como si todo el mundo estuviera pendiente de él.

Cada vez se le veía más flaco. Los rasgos se le acentuaban y cada día tenía más ojeras. Es verdad que algunas noches no regresaba a casa hasta las doce, y, en cierta ocasión, una noche de invierno que Louis no era capaz de situar en el tiempo con exactitud, por vez primera no se presentó hasta la hora del desayuno.

Su relación con los hombres que se acostaban con su madre había cambiado. Los miraba de arriba abajo, burlón y agresivo, como si los desafiara a meterse con él.

Un domingo por la mañana, en invierno, un joven que tenía aspecto de músico tomaba café y tostadas con ellos cuando Vladimir, que los domingos siempre se levantaba tarde, irrumpió con ojos soñolientos.

—Usted no sólo se acuesta con mi madre sino que, encima, tenemos que mantenerlo.

Era obvio que estaba rabioso y dispuesto a cualquier cosa, con ganas de morder.

—Cállate, Vladimir, y no te metas en lo que no te importa. Quédate sentado, Philippe. No le hagas caso. Por las mañanas siempre está así y, al cabo de una hora, ni se acuerda.

No obstante, eso no impidió que el músico se marchara torpemente en medio de un silencio incómodo. No bien se hubo cerrado la puerta, Vladimir volvió al ataque. Se sirvió café y, acodado en la mesa frente a su tazón, le soltó a su madre:

—¿Les haces pagar o no les haces pagar?

—Si les hiciera pagar sería una puta, y tu madre no lo es.

—Entonces eres idiota.

—Soy una mujer, eso es todo. ¿Qué culpa tengo yo si necesito a un hombre en mi cama? Me casé pensando que sería lo más práctico. Y tuve la mala pata de hacerlo con un desgraciado medio impotente que se pasaba la vida en los bares y no volvía a casa más que para vomitar.

—Eso no justifica nada.

—¿Qué es lo que no justifica?

—Nada.

Estaba claro que algo le rondaba por la cabeza, pero, terco como era, se limitó a masticar mientras refrenaba la cólera.

—Si no estás contento con tu madre no tienes más que buscarte otra. ¿No te da vergüenza hablar así delante de tu hermana?

Miró a Alice y abrió la boca, pero logró contenerse y no dijo nada. No obstante, en cuanto salió de la cocina se le oyó rezongar:

—¡Son todas unas putas! ¡Está clarísimo!

Veinte años después, Vladimir le confesaría a Louis que la víspera de aquel domingo había sufrido el primer desengaño amoroso de su vida, pues se encontró a la chica con quien salía cada noche, y para la que ahorraba todo su dinero, con un hombre que le hacía el amor de pie.

Había apartado el abrigo que los ocultaba y lo vio. Estaba dispuesto a pelearse, pero el otro emprendió la huida a toda velocidad y Vladimir, que se lanzó en su persecución, de pronto dejó de oír sus pasos. El hombre debía de haberse escondido en la oscuridad de alguno de los múltiples callejones que había en el barrio. ¿Habría subido por la escalera de la primera casa que se encontró? ¿Estaría esperándole sentado en una portería?

Vladimir anduvo buscándolo durante tanto tiempo que la chica se marchó a su casa.

—Lo habría matado —confesó.

También confesó que, por primera vez en su vida, había llorado, él, que de niño se había prohibido derramar una sola lágrima o emitir queja alguna.

Empezaban a acostumbrarse a la nueva iluminación, menos íntima que la lámpara de petróleo. En lugar del círculo de luz nítidamente delimitado y rodeado por una zona de penumbra, las dos habitaciones recibían en ese momento la misma claridad blanca que llegaba hasta el último rincón y dejaba a la vista las heridas.

De repente se daban cuenta de que las paredes estaban sucias, que los jergones habían sido remendados una y mil veces, en ocasiones con telas de distintos colores. El techo tenía grietas y una ancha tira de yeso demasiado blanco señalaba el recorrido de la tubería del gas.

¿Sucedió aquel invierno o el siguiente? Louis no conseguía recordarlo; ignoraba si estaba en tercero o en cuarto, porque el maestro cambió de aula a la vez que los alumnos. Louis seguía siendo el primero, aunque en clase se mostrara tan ensimismado como antes.

Había encontrado por casualidad los lápices de colores que el checo le regaló por Navidad y que guardaba en la cartera.

El maestro no se parecía al que había tenido en la clase de los pequeños. Era delgado y se dejaba bigote y una perilla a lo D’Artagnan, de la que tironeaba con ademán nervioso. Sus manos eran muy bonitas, largas y blancas, con las uñas cuidadas. Debía de ganar tan poco dinero como los otros, pero eso no le impedía aspirar a ser elegante. El chaqué que llevaba, raído pero bien cortado, no salía de un almacén de confección. Los cuellos y los puños estaban casi siempre limpios y los zapatos eran de piel fina.

Al principio, al maestro le irritaron la placidez y la sonrisa de Louis, pues tal vez percibía en ellas cierta ironía. Luego se dedicó a observarlo más; aparecía de improviso a sus espaldas mientras escribía una redacción o lo interrogaba a quemarropa después de hacer ver que miraba hacia otra parte. Todo apuntaba a que, para él, Louis era un enigma que se proponía resolver por una cuestión de pundonor. ¿Acaso creyó que lo había resuelto aquella mañana? Era un día de mercado y Louis escuchaba soñoliento la lección al tiempo que dibujaba en negro y violeta uno de los árboles pelados del patio.

No reparó en que la voz del maestro, que se llamaba Huguet, se había desplazado y ya no procedía del estrado sino del fondo de la clase, hasta que una mano que conocía bien agarró el dibujo inacabado.

Curiosamente, el señor Huguet no le dijo nada y tampoco lo castigó; sólo diez días después abordó a Louis durante el recreo.

—¿Qué piensa hacer más adelante, Cuchas?

—No lo sé, señor.

—¿No hay nada que le atraiga?

Meditó el asunto y se esforzó por ser sincero, como solía hacer.

—No, señor —acabó por concluir, decepcionado.

—¡Ah!

Y así quedó zanjado el asunto. Más o menos por la misma época, una o dos semanas después, a su madre la convocó de nuevo el director. Los gemelos no habían puesto los pies en la escuela durante tres días seguidos. Salieron a relucir la policía y el tribunal de menores.

Aquella noche los gemelos capearon el temporal sin inmutarse. Al día siguiente los vieron en la mesa a mediodía, como de costumbre. Pero por la noche no regresaron. A despecho del mal tiempo, Gabrielle, tras ajustarse el chal, salió dos veces a recorrer el barrio y a preguntar a los comerciantes.

El gas ardió en la cocina casi toda la noche. Por la mañana, antes de marcharse a trabajar, fue a Vladimir a quien se le ocurrió la idea de la lata de galletas. En la estantería había seis, todas con dibujos distintos.

En la que guardaban la harina se veía un molino, la que representaba El ángelus de Millet era la del azúcar; luego estaban la del café, la de los saquitos de especias y así sucesivamente hasta llegar a la última, estampada con borlas rosa por las cuatro caras.

Ésta hacía las veces de caja fuerte. Allí estaban el libro de familia de Gabrielle, las partidas de nacimiento de los niños, un puñado de papeles amarillentos que tal vez eran cartas antiguas, los recibos del alquiler y, desde hacía un tiempo, los del gas. Por último, su madre guardaba allí el tesoro de la familia, unas docenas de francos metidos en un monedero de hombre y la calderilla que utilizaba para las compras por el barrio.

Gabrielle, que esa noche no había ido al mercado de abastos, comprendió de inmediato.

—Lo que me imaginaba: se han llevado el dinero y no han dejado más que las monedas de bronce.

—¿Qué puedo hacer ahora, Vladimir?

Por primera vez se dirigía a él igual que a un hombre y le pedía consejo como si se hubiera convertido de pronto en el cabeza de familia.

—No pueden andar muy lejos. Alguien reparará en ellos y se lo irá a decir a la policía.

—A menos que sean ellos quienes decidan regresar cuando se hayan gastado todo el dinero. ¿Dónde habrán dormido con este tiempo de perros? ¡Si por lo menos fuera verano!

—No volverán por su cuenta.

—¿Cómo lo sabes?

—Los conozco mejor que tú. Tienes que denunciar su desaparición en comisaría.

—Pero entonces no me los devolverán, sobre todo después de lo que me ha dicho el director. Los encerrarán en el correccional. ¡Y son demasiado pequeños, Vladimir! —debían de tener once años, o trece tal vez; Louis no sabría decirlo con exactitud—. En ningún hotel los aceptarán sin hacerles preguntas. Y no van a dormir debajo de un puente, pobres hijos míos.

Se echó a llorar y Alice no tardó en imitarla. Por edad era la que más se acercaba a los gemelos, puesto que sólo les llevaba año y medio. Con ella era con quien más habían jugado y, así como con los otros se mostraban reservados, con Alice no les importaba hablar, porque era una niña.

—Ya es hora de que me vaya a trabajar. Sobre todo, mamá, preséntate en la comisaría. De lo contrario ellos te pedirán cuentas a ti.

—¿Qué insinúas?

—Nada. Pero ve. Es la única solución.

De la noche a la mañana, Vladimir se convertía en un hombre; su madre se dio perfecta cuenta de ello y empezó a vestirse en cuanto Vladimir se hubo marchado. Guardaba un vestido para los domingos que no usaba casi nunca y que conservaba desde hacía tres o cuatro años; era un vestido de seda, de color azul y tonos morados, con canesú y un cuello alto de puntilla que le daba un aspecto de jovencita, pues aún tenía la cara lozana y sin arrugas y se reía por cualquier tontería.

Con todo, prefirió vestirse igual que siempre y se echó el chal negro por los hombros.

—No llegues tarde a clase, Louis. Si el director te pregunta algo contesta que no sabes por dónde andan tus hermanos.

Al salir de la habitación todavía sorbía, pero había hecho acopio de valor y, ya en la calle, mantuvo la cabeza bien alta, como si ya estuviera enfrentándose al comisario. El director no hizo comparecer a Louis. Puede que ni siquiera supiera que el joven Cuchas y los hermanos Heurteau pertenecían a la misma familia. No eran más que unos nombres entre la multitud que figuraba en las listas y él sólo conocía a los alumnos a quienes tenía que llamar al orden.

Hacía frío. Llovía. Cuando Louis regresó a casa para el almuerzo, los arroyuelos que corrían a ambos lados de la calzada bajaban cargados de porquerías. Puede que no hubiera más basura que otras veces, pero ese día Louis se fijó en ella. Para él, aquél fue un día sin color, sin sabor y desprovisto de los sonidos habituales. Tenía la impresión de caminar en el vacío, y, cuando vio a su madre y a su hermana sentarse a la mesa en la cocina, no les preguntó nada porque su instinto le decía que no había nada que contar.

—¿Te han dicho algo, Louis?

—No, mamá.

—He ido a la comisaría.

—Ya lo sé.

—Van a intentar encontrarlos. Han sido muy educados, incluso me han hecho sentar. ¡Ya estás aquí, Vladimir! Siéntate y empezad a comer. Yo no tengo hambre.

«Le estaba contando a tu hermano que me han tratado con educación y que el comisario me ha hecho sentar. Seguro que él también tiene hijos, porque enseguida se ha mostrado comprensivo, y, cuando ya no he podido contener más las lágrimas, se ha levantado para darme palmaditas en la espalda».

«Harán todo lo que puedan; están convencidos de que ya no se encuentran en París. Están acostumbrados. No pasa una semana sin que reciban la denuncia de alguna fuga, como dicen ellos».

«Me ha preguntado si habíamos vivido en el campo, si íbamos de vacaciones al campo o si teníamos parientes allí, porque es allá adonde se dirigen casi siempre los chiquillos. La mayoría coge el tren, a menudo trenes de mercancías».

«Le he preguntado si los encerrarían y me ha contestado que creía que no, que en el barrio se me considera una comercianta honrada a quien la policía nunca ha tenido que poner una multa».

—¿Lo ves?

—He hecho bien en seguir tu consejo. Por lo menos el comisario nos defenderá.

—¿No te ha hablado de mí?

—¿Por qué? ¿Lo conoces?

—¿Es un hombre corpulento, que lleva una cadena de reloj llena de colgantes en el chaleco?

—Sí. ¿Te han llevado alguna vez a comisaría y no nos has dicho nada?

—Era un crío. Tendría la edad de Louis más o menos y me pillaron birlando un puñado de bombones en un mostrador. El policía me llevó en volandas, como si fuera una alfombra. Me reprendió con un vozarrón que daba pavor. Yo lloré y le supliqué que no te dijera nada porque bastantes problemas tenías ya.

—¡No me lo creo!

Se había quedado tan estupefacta que se olvidó de los gemelos. Al cabo de dos días los trajeron desde Ruán, donde los habían encontrado acurrucados detrás de unas cajas en un vagón de mercancías. Estaban convencidos de que el tren se dirigía a El Havre, donde planeaban subir a bordo de algún barco. Pero se confundieron y el vagón que eligieron se quedó en Ruán.

No dieron el menor detalle acerca de su aventura; se pasaron una tarde en comisaría y el monedero volvió al interior de la lata de las borlas rosa. Sólo faltaban dos francos.