El maestro era un hombre bastante grueso, de carnes fláccidas, informes e incoloras, que se llamaba señor Charles. Ése era su apellido. Tenía veintiocho años y no estaba casado. Para ahorrar, se alojaba en casa de una viuda de la Rue Lhomond que le zurcía las camisas y los trajes, los cuales nunca eran nuevos. Casi no tenía nariz, la boca se parecía a la de un niño y no resultaba difícil adivinar que el hecho de no ser guapo y no poder aspirar a un mínimo de elegancia le resultaba doloroso.
Desde los primeros días, entre él y Louis surgió un vínculo misterioso y tan invisible en apariencia como una corriente eléctrica. No se trataba ni de simpatía ni de antipatía. Acaso el maestro, cuya única coquetería, bastante inocente, por otra parte, consistía en llevar chalecos de fantasía debajo de un chaquetón negro mal cortado y tan gastado que se veía la trama, sintiera sobre todo curiosidad.
Daba dos cursos en la misma aula, cuyas paredes estaban pintadas de color verde pálido; y mientras los pequeños seguían aún con sus ejercicios de caligrafía en las pizarras, los de segundo estudiaban las tablas de multiplicar y la historia de los galos.
Louis trabajaba sin ahínco ni entusiasmo. Se limitaba a hacer correctamente lo que le mandaban, y cuando su vecino, el hijo del empleado de banca, abandonó la escuela pública en pleno trimestre para ir a una privada, el maestro dijo:
—Cuchas, a partir de ahora se encargará usted de la estufa.
Todos los alumnos estallaron en carcajadas. ¿Lo habría hecho adrede el maestro? La estufa, un enorme cilindro negro de unos dos metros de altura, parecía aún más monumental cuando el pequeño Louis se acercaba para abrir la trampilla y volver a cargarla.
Sin embargo, ésos eran los mejores momentos del día. A diferencia de lo que ocurría en su casa, ahí no se escatimaba el carbón. Y no eran bolas grisáceas lo que se utilizaba, sino una hermosa y reluciente antracita que proporcionaba llamas claras y vivas. Le resultaba tan bello y fascinante que Louis siempre vacilaba en volver a cerrar la puerta de bronce.
En el patio no jugaba. No tenía ganas. Se quedaba mirando en un rincón o recogiendo guijarros que se habían incrustado en la tierra endurecida. Los otros lo empujaban adrede cuando pasaban corriendo a su lado. A veces se caía cuan largo era y se levantaba sin quejarse, sin mal humor ni resentimiento, con una ligera sonrisa en los labios y una especie de luz recóndita en los ojos azules.
Los dos años que pasó en la clase del señor Charles transcurrieron tan deprisa que más tarde sería incapaz de decir cuándo había empezado a leer y a escribir.
Para él, lo que marcaba el paso del tiempo eran los árboles del patio. Los troncos se volvían menos negros y parecían más rugosos; después, en el extremo de las ramas aparecían unos brotes duros. Los gorriones piaban más que de costumbre y muy pronto aparecían pájaros desconocidos.
—¿Qué hace usted, Cuchas?
Había adoptado la costumbre de pronunciar su nombre con un énfasis que lo volvía cómico.
—Estaba mirando.
—¿Y se puede saber lo que está usted mirando con tanta atención?
—La nube.
Una nube ligera, blanca y rosa, suspendida en el cielo azul pálido justo por encima de uno de los castaños.
—Y supongo que es interesante.
—Sí, señor.
Los alumnos se desternillaban. Se había convertido en un juego en el que el señor Charles participaba con sus inesperadas preguntas, que formulaba con una voz deliberadamente meliflua, insidiosa.
—¿Para qué le sirve entonces la pizarra?
—Para escribir, señor.
El incidente de las canicas fue posterior, cuando los brotes, después de hincharse, empezaron a reventar ante la pujanza de las nuevas hojas. En el patio todos se habían puesto a jugar a las canicas, Louis llevaba algunas en el bolsillo y jugueteaba con ellas sin atreverse a sacarlas la mayor parte del tiempo.
Casi todas eran ágatas delicadamente veteadas. Otras tenían espirales multicolores en el interior del cristal. No las había comprado. Vladimir, que por entonces adoptaba hacia él una actitud protectora, le había dicho en un arranque de generosidad:
—Puedes coger mis canicas si te apetece. A mi edad ya no se juega a esas cosas.
Pese a su cautela, Louis sacaba a veces las canicas del bolsillo en un rincón del patio y las hacía relucir al sol.
—¿Dónde las has comprado?
—No las he comprado.
—¿Las has birlado?
Era obvio que, en breve, Randal se convertiría en una amenaza.
—No. Me las ha dado mi hermano mayor.
—Pues ahora tú me vas a dar a mí la amarilla y la azul.
—No.
—Dame la amarilla y la azul.
—No.
Los rodeaban cuatro o cinco chicos de la pandilla de Randal.
—¿No has oído lo que te he dicho?
—Sí.
—¿Sabes qué te va a pasar?
—No.
El muchacho, que le sacaba una cabeza, se le echó encima no sin antes hacerles un guiño a sus compañeros. Con un instintivo gesto de defensa, Louis hundió en el bolsillo del pantalón la mano en cuyo puño encerraba las canicas mientras Randal intentaba que la sacara retorciéndole el brazo.
—¿Y ahora qué?
—No.
Rodaron por el suelo entre las piernas de los que estaban mirando; Randal golpeaba, estiraba y empujaba. Un crujido anunció que el pantalón, pese a ser de un grueso terciopelo acanalado, se había desgarrado.
—¿Sigues negándote?
—Sí. Son mías.
—No es verdad. Me las has robado.
A Louis le sangraba la comisura de los labios. Unas piernas largas y negras se acercaban.
—¿Qué pasa aquí? ¿Hay pelea?
Randal fue el primero en levantarse.
—No, señor. Es él.
—¿Quiere decir que Cuchas le ha atacado?
Louis también se levantó y, al pasarse la mano por los labios, la retiró manchada de sangre.
—Vosotros dos. ¿Por qué os habéis pegado?
—No nos hemos pegado. Me ha robado dos canicas, una amarilla y otra azul, y se niega a devolvérmelas.
El señor Charles escudriñaba los rostros que lo rodeaban. Los que estaban de espectadores no dirían ni que sí ni que no. No obstante, uno o dos de los compañeros de Randal sacudieron afirmativamente la cabeza.
—¿Es verdad, Cuchas?
Entonces Louis, en vez de contestar, sacó del bolsillo el puño aún cerrado, lo abrió y eligió las dos codiciadas canicas para tendérselas a su adversario. Éste, estupefacto, vaciló antes de hacerse con ellas. ¿Se dejó engañar el señor Charles?
—¿Ya no las quiere, Randal?
—Sí, señor.
—Ya ve que no hacía falta desgarrarle el pantalón a su compañero ni arañarle la cara.
—Lo siento, señor.
Todos se percataron de que Cuchas sonreía, con una sonrisa apenas perceptible que parecía el reflejo de una alegría interior.
—Que esto no vuelva a pasar. Al primero que pille peleándose se quedará dos horas castigado después de clase.
A partir de ese día se produjo una rápida evolución, apenas visible, tanto en los alumnos como en el fuero interno de Louis.
Podían pegarle una patada al pasar a su lado sin que él rechistase ni se quejara al maestro. Cuando, de tarde en tarde, llevaba pan con chocolate para el recreo, bastaba con pedírselo de determinada manera para que él te lo diera.
Después de clase, casi todos los demás se iban en grupitos, mientras que él se encaminaba solo, con la cartera a la espalda, hacia la Rue Mouffetard, observando las fachadas, el sol, la lluvia en los tejados o cualquier otra cosa.
Puede que su sonrisa no fuera una verdadera sonrisa, sino el reflejo de una satisfacción dulce y casi permanente que podía confundirse con la placidez. Vladimir no era el único a quien irritaba esa placidez. Niños más pequeños que Randal se metían con Louis a su vez por el mero placer de sentir que podían ser más fuertes que otros.
—Me juego lo que sea a que, si te pego una bofetada, no te atreves a devolvérmela.
¿Qué podía contestar? Encajó la bofetada sin llorar, desdeñando incluso llevarse la mano a la cara.
—¿No será que te falta un tornillo? Debes de estar un poco chalado, ¿a que sí?
—No sólo está chalado. ¿No te das cuenta de que se toma por un angelito? Seguro que va a misa todos los domingos. A lo mejor hasta es monaguillo.
Nunca había ido a misa. Su madre no les hablaba de Dios más que para soltar, cuando ocurría alguna desgracia:
—¿Pero qué le he hecho yo al maldito Dios?
Sin embargo, se había casado con Heurteau por la Iglesia y, antes de conducir el cuerpo de Émilie al cementerio, habían celebrado la absolutio.
Tampoco asistía a la clase de religión, que impartía un vicario que acudía una vez por semana después de las clases.
—¡Ni hablar! —exclamó ella cuando llegó Louis a casa con la notita del colegio en la que se preguntaba a los padres si deseaban o no que su hijo recibiera instrucción religiosa—. ¡Para que te cuenten historias de pecados y te metan en la cabeza que soy una mala mujer! La religión es para los ricos.
El angelito. Habían dicho esa palabra al azar, durante un recreo, y lo acompañaría toda la vida.
—Acércate, angelito. ¿No llevarás una peonza en el bolsillo?
Porque después de la época de las canicas vino la de las peonzas. Los castaños florecían. Estaban más frondosos y se veían partes oscuras entre el follaje. El señor Charles seguía observando a Louis con sorpresa, y, cuando acabó el curso escolar, Louis descubrió perplejo que era el primero de la clase.
En ningún momento tuvo la impresión de haber estudiado. Las miradas burlonas o envidiosas de sus compañeros hacían que se sintiera incómodo.
Una vez, mientras volvía a casa deslizándose entre la multitud de la Rue Mouffetard, la voz de un chiquillo que pasó corriendo y a quien no tuvo tiempo de reconocer espetó:
—¡Toma, el angelito!
No lo era. Si no birlaba cosas, como Vladimir, no se debía a su honradez, sino a que no sentía el menor deseo, o quizás a que le faltaba valor. Había muchas personas que podían perseguirlo y que corrían más deprisa y eran más fuertes que él. Lo llevarían a la policía y después a la cárcel.
Durante un tiempo tuvo miedo de que encerrasen a Vladimir. Fue después de las vacaciones, en el transcurso del invierno, que aquel año fue tan frío que su madre y las demás vendedoras se vieron obligadas a encender un brasero cerca de los carretones para calentarse continuamente la parte de los dedos que sobresalía de los mitones.
Una mañana que todos estaban en la cocina, alrededor de la mesa cubierta con un hule, llamaron a la puerta; no era una buena señal, porque el cartero no subía a su casa y nadie iba a verlos.
—Ve a abrir, Vladimir.
Había que pasar por la habitación, puesto que la cocina no daba al pasillo. Vladimir tenía la boca llena. Le oyeron girar el pomo.
—¿Vive aquí la señora Heurteau?
Curiosamente, Vladimir, quien por lo general no tenía pelos en la lengua, no dijo una sola palabra; cuando apareció en el marco de la puerta tenía la cara lívida de miedo, los rasgos crispados y la mirada huidiza. Detrás de él se veía el uniforme de un policía con el rostro enrojecido por el cierzo.
—¿Se llama usted Heurteau? —se sacó un papel del bolsillo con dificultad, porque tenía las manos ateridas de frío—. Gabrielle-Françoise Joséphine Heurteau, Cuchas de soltera…
Aunque ella también estaba alterada, no parecía asustada como Vladimir.
—Si es usted del barrio, por fuerza debe ser nuevo, porque nunca le he visto. Sus compañeros le dirán que tengo la licencia en orden, que jamás he trucado las pesas ni la báscula y que montar escándalos en la vía pública no es precisamente mi estilo.
Dicho lo cual, alcanzó su tazón de café y se puso a beber.
—¿Cuándo vio usted por última vez a su marido?
No necesitó fingir sorpresa. Estaba realmente atónita ante aquella súbita alusión a su antiguo marido.
—¿A Lambert?
El policía volvió a consultar el papel.
—Lambert-Xavier-Marie Heurteau, nacido en Saint Josephère, Nièvre, el…
Lo que más sorprendió a Louis fue el hecho de que entre los nombres del padre de los gemelos apareciera el de Marie.
—Espere a que lo calcule. Louis va a cumplir ocho años. ¿Ocho o siete? —contaba con los dedos—. Cumplirá ocho en septiembre. Los gemelos tienen diez. Lambert se marchó un buen día, entre los dos partos, diez u once meses antes de que naciera Louis; en algún momento llegué a preguntarme si no sería suyo. ¿Querrá una taza de café para entrar en calor? —eso le permitió levantarse, ir a buscar una taza al armario y coger la cafetera, que estaba sobre la estufa—. Siéntese —no tenían más sillas que las justas para la familia, pero Vladimir permanecía de pie, receloso—. Como ve, hace siglos de eso. ¿Dos terrones de azúcar? ¿Leche? Volviendo a Lambert, ¿de qué se trata?
—¿No ha vuelto a verlo?
—Nunca. Desapareció. El pájaro voló sin dejar más rastro que un puñado de deudas en los bares que tuve que pagar. Al parecer la ley obliga a ello.
—¿No le escribió?
—Para eso habría tenido que saber escribir. Y a duras penas sabía garabatear su nombre.
—Aquí pone que era enladrillador de profesión.
—Eso cuando le daba por trabajar. Yo más bien diría que era un parado. Ocho días después de que lo contratara cualquier patrón se lesionaba la mano o el pie o pillaba una bronquitis, si es que no se peleaba con el encargado. La verdad es que no le guardo rencor. Tenía problemas de pecho y escupía sangre. Una vez al mes acudía a la consulta de Cochin, donde, en pleno invierno, los enfermos debían hacer cola en el patio. Le decían que tenía que reponer fuerzas y que el clima de aquí era perjudicial para él, que sería mejor que viviera en Niza. ¿Nos ve en Niza, usted? Así que él perdía la fe en los médicos y lo primero que hacía al salir del hospital era meterse en la bodega. Cuando regresaba, estaba borracho como una cuba y no era capaz ni de quitarse los pantalones.
—¿Se peleaban?
—Míreme bien, señor policía. ¿Le parezco una persona que se pelea con la gente? ¡Pregunte por ahí y le dirán si Gabrielle se ha peleado alguna vez en su vida! Incluso a las clientas más gruñonas les canto las cuarenta con una sonrisa. Alguna vez me había pegado pero yo no me defendía, porque no me hacía daño.
—Tendrá que acompañarme.
—¿A comisaría?
—Al depósito de cadáveres. Lo han reconocido unos mendigos de la Place Maubert, pero, como en los registros usted consta como su mujer, tiene que ir a reconocerlo oficialmente.
—¿Ha muerto Lambert? —su tono de voz no era dramático. No estaba triste, sino ligeramente sorprendida—. ¿Al final lo metieron en el hospital? Pero ¡qué tonta soy! Si hubiera muerto en el hospital no me llevaría usted al depósito de cadáveres, ¿verdad? ¡Vaya! Quién me iba a decir a mí esta mañana, cuando encendía el fuego, que iban a darme esta noticia…
Los gemelos, indiferentes, seguían comiendo unas gruesas rebanadas de pan tostado que mojaban en el café con leche. Al fin y al cabo, se trataba de un padre al que apenas conocían. En cuanto a Alice, ¿se acordaba ella de su rostro y del bigote que olía a vino o a licor?
¿Los había sentado alguna vez en su regazo para jugar, había paseado con ellos de la mano por las calles desiertas algún domingo? Pero ¿tenía acaso Heurteau un traje para los domingos?
Alice parecía cautivada por el rostro rojizo del joven policía. A Louis le fascinaron los botones plateados de la guerrera que veía por primera vez desde tan cerca y que le habría encantado tocar.
—Y, por cierto, ¿cómo murió?
—Se tiró al Sena desde el Pont-Marie hacia las once de la noche. Unos mendigos que habían encendido una hoguera debajo del puente y que lo conocían fueron a avisar a la brigada fluvial, pero no pudimos rescatar el cuerpo hasta dos horas después, dos kilómetros más abajo. En los bolsillos no le encontramos más que una cartilla militar mugrienta.
—Si hay que ir, vayamos ya.
Se puso a buscar el chal y los mitones. Alice, con la voz atiplada que adoptaba desde hacía un tiempo cuando sabía de antemano que le dirían que no, preguntó:
—¿Puedo acompañarte?
No estaba afectada. Pero se le había alargado la cara, los rasgos se le habían afilado y se le dilataban las aletas de la nariz. Su madre la miró de una forma que Louis pocas veces había tenido ocasión de ver.
—La niña se nos pone macabra. ¿No me digas que tienes ganas de ir a ver un cadáver?
Louis no asistió al entierro. Ni siquiera se enteró de si hubo un verdadero entierro, con ceremonia religiosa, cortejo fúnebre y, en el cementerio, el ataúd bajando a la fosa aguantado por cuerdas.
En una ocasión había seguido a un coche fúnebre por curiosidad, para saber cómo era aquello. Los coches fúnebres, sobre todo los de segunda clase, con sus borlas, sus remaches de plata y los caballos enjaezados con una especie de abrigo, le encantaban. También las mujeres, apenas reconocibles bajo los velos de gasa y con un pañuelo en la mano, causaron en él una honda impresión.
El cementerio era bonito. Resultaba agradable caminar por los senderos cubiertos de hojas secas, que al pisarlas hacían un ruido curioso.
Si hubieran sido católicos, le habría gustado ser el monaguillo que, vestido con sobrepelliz blanca, iba a la cabeza del cortejo portando una larga vara negra coronada por un crucifijo.
Heurteau era un indigente, una palabra que había oído a menudo pero cuyo sentido había descubierto hacía poco. En algún lugar, en el fabuloso barrio que atravesaron con el cochero aquel domingo, vivían los ricos, que para él pertenecían a otra especie. Uno no corría el menor riesgo de encontrárselos en la Rue Mouffetard. Luego estaban los burgueses, de los que su madre hablaba a veces y que, a sus ojos, ocupaban las calles amplias y tranquilas y las grandes avenidas, como la Avenue des Gobelins o el Boulevard de Port-Royal, donde residían en casas de piedra gris.
También estaban los propietarios, los de enfrente, por ejemplo, que vivían encima de la tienda del señor Stieb y no tenían que hacer nada sino cobrar los alquileres y echar a los inquilinos que no pagaban.
Los comerciantes, ya fueran importantes o no, vivían aparte. Luego venía la masa de los pobres, que en su mayoría pertenecían a esa calle y a ese barrio.
En cuanto a los indigentes, éstos no tenían qué comer. Los de la beneficencia pública iban a visitarlos cuando estaban lisiados. Les repartían bonos para el pan, para que no se murieran del todo, y, cuando estaban ebrios, algunos dormían en la calle, con periódicos viejos que se ponían debajo de la chaqueta.
Heurteau era un indigente, como los inquilinos del fondo del patio y como el que habían visto por la ventana con un cuchillo en el vientre.
—¿Qué hacen con los indigentes cuando se mueren?
—Los entierran en la fosa común. Y, si nadie los reclama, el señor Kob se encarga de ellos.
¿Había reclamado su madre a Heurteau? No estaba seguro. No se atrevió a preguntárselo. Prefirió imaginar al señor Kob descuartizándolo en una mesa grande y ordenando los trozos como en el mostrador del carnicero.
Gabrielle empezó de nuevo a traer hombres a casa. En realidad siempre había hombres, excepto durante las semanas que siguieron a la muerte de Émilie; para su madre debió de ser una manera de guardar el luto.
También pasó algunas noches sola después de la muerte de su marido, a quien jamás habían mencionado mucho, pero de quien, en lo sucesivo, no se volvió a hablar en familia. Con todo, la foto de la boda siguió en su sitio, en la pared, en el marco negro y dorado.
Louis empezaba a ser consciente de su aspecto físico. En el escaparate de una tienda de modas, que estaba lleno de sombreros con flores, había un espejo en el que se miraba de vez en cuando. Era realmente bajito, mucho más bajito que los chicos de su edad, pero tenía los rasgos finos; no eran rasgos de bebé o de chiquillo, sino los rasgos de un hombre; tenía los ojos chispeantes de vivacidad y los labios estaban mejor dibujados que los de sus hermanos e incluso que los de su hermana.
Se sonrojaba fácilmente, sobre todo cuando un transeúnte le sorprendía contemplándose en el espejo. Y, sin embargo, no era vanidoso. De haber podido cambiarse por otro, ¿habría preferido ser un chico alto, burlón y brutal como Vladimir? El día en que le entregaron la cartilla de notas se limitó a dejarla sobre la mesa de la cocina, y tuvieron que pasar cuarenta y ocho horas antes de que su madre la abriera y descubriera que era el primero de la clase.
—¡Conque eres el más inteligente de todos! —se sorprendió ella—. Desde luego, es la primera vez que en esta familia cae un primer premio.
Al oírla, Vladimir soltó, amargo y burlón:
—¡Es el angelito!
—¿Qué quieres decir?
—Así es como lo llaman sus compañeros en el colegio. Porque encaja las bofetadas sin defenderse; se limita a levantar los brazos para protegerse y luego se niega a decirle al maestro quién le ha atizado.
—¿Es eso verdad, Louis?
—Soy el más bajito.
Mentía, y la prueba de ello era que se ponía rojo. Aunque hubiera tenido la complexión de los gemelos, lo más probable es que no hubiera rechistado. Los golpes no le hacían mucho daño. Después de un rato ya no se notaba nada y no merecía la pena prolongar una pelea. Algún día se cansarían de pegarle siempre al mismo y lo dejarían soñar despierto en su rincón.
No le gustaba que se ocuparan de él, que le hicieran preguntas o que lo arrancaran de sus ensoñaciones. Empezaba a sentir curiosidad no sólo por la estufa, la escalera, el patio, el taller del carpintero y las tiendas de la calle, sino por las personas, por su madre, sus hermanos y las caras que veía por la calle. No obstante, ni siquiera su familia provocaba hondas emociones en él; permanecía ajeno a todo, sin sufrir ni alegrarse por nada.
—El señor Pliska, un amigo.
En ocasiones, su madre les presentaba a aquellos amantes que se quedaban varias noches o varias semanas, y que a veces jugaban con los niños.
El señor Pliska, que se llamaba Stefan, duró dos meses por lo menos, y las vacaciones de Navidad coincidieron con ese período. Era un muchacho de apenas veinticinco años, alto y con la complexión de un Hércules. Cuando estaba de pie en la cocina, la estancia parecía demasiado pequeña para él, y las sillas crujían bajo su peso.
No sabían a qué se dedicaba. Después de que Gabrielle se levantara para ir al mercado de abastos se ponía en la cama de través y dormía hasta tarde, hasta las nueve o las diez. El ruido no lo despertaba.
Tenía el pelo muy rubio, casi blanco, y la piel como la de una naranja, picada de viruelas en varios lugares. Apenas hablaba unas pocas palabras de francés e intentaba aprender otras. A Vladimir y a los gemelos no les prestaba la menor atención, pero enseguida mostró su predilección por Louis, aunque a menudo le dirigía galanterías a Alice, a quien trataba como si fuera una jovencita. A veces incluso le besaba la mano, sin que pudiera saberse si se trataba de una broma o si iba en serio.
—¡Bonita! —se extasiaba—. ¡Mucho bonita!
Nunca dejaba de bajar al patio, en calzoncillos, desnudo de cintura para arriba y con el abrigo echado sobre los hombros, para entregarse a sus meticulosas abluciones bajo el grifo. Cuando volvía a subir estaba exultante, tarareaba una canción de su país, preparaba la brocha de afeitar y afilaba la navaja, ya que no llevaba barba ni bigote.
—¿Qué es? —le preguntaba a Louis señalando el único espejo de la casa.
—Un espejo.
—Es-pe-jo… —repetía él con aplicación.
—O una luna.
—¿Luna? ¿Por qué luna? Yo, de noche, mirar luna… El hecho de que el frío no hiciera mella en él no le impedía disfrutar del agradable calor de la estufa, junto a la que solía sentarse con un juego de ajedrez de bolsillo en el regazo.
—¿Cómo decir?
Y se apoyaba un dedo en la sien y le daba vueltas.
—¿Chalado? ¿Chiflado? ¿Idiota?
—No.
Repetía el gesto con impaciencia.
—¿Loco?
Se ponía tan contento como si acabara de ganar una partida importante.
—Sí, loco. Eso: loco. Y loco se come… ¿Cómo decir?
Era su expresión favorita: «¿Cómo decir?». Entonces se levantó y trotó por la cocina.
—¿Caballo?
—¡Caballo! ¡Bien! Loco se come caballo. Pero loco enfermo.
Para cerciorarse de la palabra enfermo, se forzaba a toser.
—¿Enfermo? ¿Sí? Mucho enfermo. En dos…
Agarraba el tablero de ajedrez y fingía mover una pieza.
—¿Jugadas?
—Exacto. En dos jugadas, reina —se dibujaba con el dedo una corona en la cabeza—…, reina, ¿sí? Reina se come al loco…
Gracias a la mímica, aquello resultaba tan apasionante que, en dos semanas, Louis conocía las piezas del ajedrez, sus movimientos y algunas jugadas clásicas.
—¿Tú jugar? Yo dar a ti reina y torres.
Fue la única Navidad que celebraron. Otros años se limitaban a comer morcilla. El 24 de diciembre por la noche, el señor Pliska volvió con un árbol de Navidad de un metro de altura, lo colocó en medio de la mesa y depositó sobre ésta varios paquetes: un pollo en gelatina, paté, jamón y una botella de vino espumoso.
A Gabrielle le había comprado un cepillo esmaltado en forma de rosa; a Vladimir, un silbato que se parecía a los de los urbanos; y a Alice, un dedal tan fino que la aguja seguramente lo atravesaría. Pero lo que contaba era la intención. A los gemelos les regaló una peonza a cada uno y a Louis una caja de lápices de colores.
Les permitieron tomar vino espumoso a todos y, cuando el señor Pliska vio que la botella estaba casi vacía, salió precipitadamente en mangas de camisa y regresó al poco con otra botella y unas galletas.
Luego se puso a cantar e insistió para que Gabrielle le acompañase.
—¡Es mujer de mi vida! —exclamó volviéndose hacia los niños en un arrebato de entusiasmo después de que ella hubiera cantado una romanza de la que no recordaba más que la primera estrofa y el final de la última.
La calle estaba rebosante de luz y de bullicio, con todas las tiendas abiertas y las ventanas iluminadas. Parecía un torrente de luz y Louis acudió varias veces a mirar por la ventana, porque ya no le apetecían más galletas y el vino espumoso lo mareaba.
Al señor Pliska las ideas se le ocurrían de improviso. De repente se levantó de la silla y, presa de una necesidad imperiosa, se precipitó hacia el pasillo. Esa vez estuvo fuera mucho más tiempo, tanto que, a su regreso, los chiquillos ya se habían quitado la ropa.
Mientras repetía una palabra en checo, blandía una botella cuadrada que contenía un licor amarillento y en cuya etiqueta había múltiples signos ilegibles.
—¡Para Navidad! ¡Sólo Navidad! Salud, mujer mi vida. Mi vida siempre…
Después de probar el licor no sin cierto recelo, Gabrielle encontró que era fuerte, pero debió de acostumbrarse, porque se pasó parte de la noche bebiendo en la cocina, mientras a los chiquillos, sobreexcitados, les costaba conciliar el sueño; unas veces los despertaba el canto del señor Pliska, otras, sus sollozos o los muelles de la cama en la que retozaba con su madre.
El señor Pliska solía desaparecer por la tarde y durante parte de la noche.
—Yo trabajar, mucho trabajo.
Y se señalaba la cabeza para explicar que trabajaba con el cerebro. A veces estaba enfurruñado, se pasaba dos días sin decir palabra, y, por toda explicación, le decía a Louis que, decididamente, era su favorito:
—Madre cruel. Todas las mujeres crueles. Hombres muy desgraciados…, Pliska desgraciado.
Llevaba consigo una maleta de un modelo singular, con etiquetas de ferrocarril pegadas por todas partes, donde guardaba su ropa y demás efectos personales, y que durante largo tiempo permaneció en el rincón de la habitación donde antes había estado la cuna de hierro de Émilie.
¿Qué había sido de la cuna? Desapareció casi al mismo tiempo que la chiquilla; seguro que había acabado en algún brocante.
Pliska desapareció a su vez junto con la maleta y sin que Gabrielle les aclarara el motivo. Nunca daba explicaciones. Puede que ella tampoco intentara explicarse a sí misma el porqué de las cosas.
Para Louis, aquél fue el invierno de los descubrimientos. El primero apenas lo sorprendió. Una noche en que se despertó sobresaltado por una pesadilla y no podía volver a conciliar el sueño a causa de la luna fue a acodarse sigilosamente en la ventana. Aquella luna inmensa iluminaba el paisaje más que la farola de enfrente y le prestaba un aspecto irreal. Los cuatro cubos de la basura alineados en la acera, justo delante del callejón, estaban tan llenos que las tapas no cerraban.
A menudo había visto hurgar a los traperos en los cubos de basura con unos ganchos y echar en un saco lo que todavía podía aprovecharse. Aquella noche, un hombre y una mujer revolvían en los cubos de basura de enfrente, pero no eran traperos y lo que buscaban eran mendrugos de pan o cualquier otra cosa comestible; en cuanto daban con algo se lo llevaban inmediatamente a la boca.
No eran viejos ni vestían harapos como los de la Place Maubert. Eran más jóvenes que su madre, apenas algo mayores que el señor Pliska. Existía, pues, una categoría por debajo de los indigentes que reciben bonos de pan, ayuda de la beneficencia o que tienen la posibilidad de comer sopa en el Ejército de Salvación.
En cuanto acabaron de registrar los cuatro cubos se pusieron en marcha calle abajo, sin decir palabra y sin mirarse siquiera.
El segundo descubrimiento fue el más importante. Primero se enteró de que el amigo de Vladimir, el hijo de los españoles, se llamaba Ramón, y lo supo porque, cuando pasaba frente a la tienda, oía a la madre llamarlo así antes de gritarle algo que no comprendía.
En dos o tres ocasiones, mientras se paseaba por la calle después de las cuatro, cuando las farolas ya estaban encendidas, había visto a su hermano y a Ramón caminando por la acera y dándose aires de animales al acecho. Vladimir no sólo era el más alto y el más decidido, sino que, además, no cabía duda de que era el jefe y de que su compañero era su servidor.
Ese día debía de ser sábado, pues había mucha más gente que de costumbre en la estrecha calle, y ésta se tornaba aún más intransitable por la cantidad de mercancías expuestas a la puerta de las tiendas y por los coches de los vendedores ambulantes.
Louis acababa de hablar con su madre. Se disponía a volver a casa cuando vio a Vladimir y a Ramón parados al borde de la calzada. Hablaban en voz baja, con la expresión de quien se trae entre manos un asunto importante. Vladimir daba realmente la impresión de ser el jefe, e incluso desde lejos quedaba claro que estaba ordenándole algo al otro.
Ramón, que llevaba un abrigo de lanilla con botones dorados, titubeaba y planteaba objeciones, y, al final, Vladimir se limitó a empujarlo hacia la calzada de un rodillazo en los riñones.
Ya en medio de la calle, Ramón se volvió una vez más, suplicante, sólo para toparse con la mirada dura de su compañero. Frente a él había una tienda de aves y caza. Un jabalí parcialmente descuartizado colgaba de un gancho junto a una guirnalda de patos salvajes y de otras aves que Louis no conocía; ni los había visto vivos, ni los había comido nunca.
Sobre una tabla se exponían unos pollos desplumados y marcados con una etiqueta y, a la izquierda de la puerta, unos conejos de campo sin desollar aún.
Dos mujeres aguardaban su turno. Un anciano que llevaba un sombrero hongo pedía que le enseñaran aves y las olisqueaba durante un buen rato.
Ramón esperó a que nadie lo mirase, se apoderó de un conejo, que deslizó bajo su abrigo, y echó a andar deprisa en tanto que Vladimir, al otro lado de la calle, caminaba sin apresurarse.
Louis los siguió de lejos. Se reunieron en la Rue de l’Arbalète, una calle poco iluminada; allí, Ramón le tendió el conejo a su amigo a modo de homenaje o de tributo destinado a probar su lealtad.
Vladimir lo sujetó por las orejas, le hizo dar dos o tres vueltas en el aire y lo tiró al primer callejón que le salió al paso.
A Louis le vinieron entonces a la mente el reloj, los bombones y la multitud de objetos que su hermano escondía tiempo atrás en su jergón. ¿Seguía guardándolos? Desde entonces no había sentido la menor curiosidad por comprobarlo. Le traía sin cuidado. Lo importante era que Vladimir hubiese sido capaz de persuadir a Ramón de que robase. ¿Fue acaso el español quien se apoderó del reloj? No parecía probable. Se le veía novato. Había suplicado, y, si al final se decidió a cruzar la calle, fue a su pesar.
En ese momento, un conejo que se podría haber comido alguien yacía en un callejón donde las ratas no tardarían en disputárselo.
Louis no se lo contó a nadie. Jamás contaba algo.
Un día vio que la gente se había agolpado en lo alto de la calle y se deslizó hasta la primera fila sin dificultades. Se trataba sólo de un vendedor ambulante sin licencia, rodeado de curiosos. Era un hombre largo y esquelético, con la barbilla prominente y una nariz desmesurada, que gesticulaba con la cara como si fuera de goma.
—Préstenme atención, damas y caballeros. ¿Qué matrimonio no quisiera ganar un cuarto de hora diario y ahorrarse tres o cuatro riñas conyugales por semana? Ahora eso no depende más que de la sabiduría de las damas y del sentido común de sus maridos —no llevaba cuello postizo. De una maletita que se limitaba a entreabrir como si contuviera algún tesoro, sacó un cuello muy alto de doble grosor, y, simulando retorcerse ante el espejo, lo sujetó con dos botones—. Este primer paso es el más fácil, sobre todo si sus mujeres o sus compañeras les echan una mano —volvió a zambullirse en el maletín para sacar una corbata de un estridente color violeta—. He aquí el segundo movimiento matutino al que se ven condenados los hombres elegantes. Como pueden observar, esta corbata es nueva y, por lo tanto, mucho más fácil de manejar que una vieja.
Lo que seguía era un numerito cómico que interpretaba con las manos, los ojos, el cuello, la boca y todo el cuerpo, que contorsionaba esforzándose por hacer que la corbata pasara a través del cuello postizo almidonado.
Al cabo de un rato renunció a ello extenuado, se enjugó el sudor y señaló entre la concurrencia a una mujer regordeta y risueña que llevaba un capazo bajo el brazo.
—Usted, señora; haga el favor de aceptar ser mi esposa por un momento. No se preocupe. Estamos en público y sé comportarme. Tenga la amabilidad de ayudarme a ponerme esta corbata.
Después de tomar el capazo, le puso la corbata entre las manos gordezuelas. Como ella era más bajita, él se encogía de una manera que resultaba de lo más cómica, máxime cuando, cada vez que ella alzaba las solapas del cuello postizo, casi lo estrangulaba.
—He aquí, damas y caballeros, la causa de la mitad, ¿qué digo de la mitad?, de las tres cuartas partes de las riñas conyugales; el cuarto restante lo provocan los corsés de nuestras compañeras. Desgraciadamente no me encargo de los corsés, pues la Jefatura de Policía prohíbe esa clase de demostraciones en público.
Ya no le quedaba sino sacar de la maleta un aparato de celuloide sobre el que sujetó la corbata en un abrir y cerrar de ojos. Dos o tres segundos después la corbata estaba colocada en el cuello postizo.
—Damas y caballeros; es una pena que no se aprovechen todos de este instrumento genial que garantiza la paz conyugal y que enviará al paro a los ayudantes de cámara.
Por fin abrió la maleta. Justo cuando empezaba la venta, uno de los espectadores le dio un codazo a su mujer y, señalándole a Louis, que seguía en primera fila, murmuró:
—¡Nunca había visto una mirada tan maliciosa como la de ese niño!
Louis lo oyó y no sonrió. Sabía, de forma confusa, que no era cierto, que no había en él malicia alguna, que se había limitado a mirar y a grabar la escena en su memoria, y que, en lo sucesivo, cada detalle, la boca torcida del charlatán, el vestido negro con lunares blancos de la mujer regordeta, la verruga que tenía en la mejilla y la expresión de los espectadores no le abandonarían.
No se burlaba de ellos. Tampoco los encontraba ridículos. Desde que nació, aún no había encontrado nada ridículo ni nada que no fuera digno de ser mirado con interés.