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¿Era un capricho de su memoria, una ilusión óptica? Con el tiempo tuvo la impresión de que su infancia había sido una sucesión de períodos llenos de descubrimientos y de intensa actividad y de períodos de aletargamiento de los que no le quedaba el menor recuerdo, salvo una especie de tonalidad general, que unas veces era un velo opaco y otras una neblina luminosa.

Con las personas le sucedía algo parecido. Algunas parecía que hubieran desaparecido de su vida durante un tiempo, cuando en realidad había seguido codeándose con ellas todos los días; otras, en cambio, pasaban a un primer plano sin razón aparente, con detalles que, de puro minuciosos, se le antojaban absurdos.

Eso es lo que ocurrió con el señor Stieb, el dueño de la zapatería, cuyos rasgos fisonómicos y gestos se le quedaron hasta tal punto grabados que incluso recordaba en qué momento se había cortado la barba o cuándo cambió el estilo de sus cuellos postizos. Desde la ventana del primer piso fue testigo de una pequeña intriga que no trató de entender y que para él no tenía la menor importancia, pero que debió de ser crucial para el señor Stieb. La nueva dependienta era morena, de pechos poderosos, caderas anchas y nalgas prominentes. Vestía únicamente de negro, como si también ella estuviera de luto. ¿Sería viuda, o era tal vez alguien de la familia, la hermana pequeña de la señora Stieb, por ejemplo?

Al principio atendía a los clientes, se arrodillaba frente a los pies descalzos, hacia malabarismos con las cajas de cartón y subía la escalera que se deslizaba por delante de las estanterías.

Antes, cuando no había clientes que atender, el señor Stieb se plantaba junto a la puerta de la tienda y no vacilaba en dirigirse a las mujeres que se detenían frente a los escaparates animándolas a entrar.

Ahora, en cuanto tenía un momento libre, desaparecía con la dependienta en la trastienda hasta que, algunas semanas después, volvió a atender a los clientes, como antes, mientras que la joven de cuerpo recio se quedaba en la caja.

Louis no recordaba la boda, que debió de celebrarse durante una de sus épocas de apatía. Tampoco llegó a saber nunca si Vladimir robó otro reloj para su hermana. De cuando tenía más o menos cinco años había un vacío de varios meses en su memoria de los que casi no le quedaba sino una impresión de sol, de calor y de los olores a vituallas y a pescado que subían desde la calle.

Vladimir, que tenía trece años, volvía de la escuela y tiraba la cartera en un rincón, cerca de la cuna de hierro de Émilie, pero Louis nunca lo vio abrir un libro o una libreta, ni lo oyó tampoco hablar de las clases, del maestro o de sus compañeros, mientras que los gemelos se sentaban a veces el uno frente al otro a la mesa de la cocina para hacer los deberes y aprender las lecciones.

Todos eran diferentes. Salvo por el hecho de que vivían bajo el mismo techo, comían juntos la mayor parte del tiempo, dormían en los jergones colocados uno al lado del otro y se lavaban en la misma agua todos los domingos, tenían pocas cosas en común.

Vladimir tenía el pelo negro, espeso pero domable, con un mechón que le caía sobre un ojo.

Los gemelos, cuyo rostro era más cuadrado y anguloso, llevaban el pelo rojo cortado a cepillo.

Alice era rubia y de aspecto frágil y su pecho empezaba a mostrar indicios de abultamiento en torno a los pezones.

Louis no podía verse a sí mismo. El único espejo que colgaba de la pared estaba demasiado alto para él y sólo lo utilizaba su madre cuando se recogía el moño.

Louis sabía que era bajito, más bajito que los otros niños de su edad, y tenía el pelo más fino aún que su hermana.

En cuanto a Émilie, estaba empezando a andar en una especie de cercado que le habilitaban durante el día con los jergones.

¿Por qué Vladimir se le hacía más presente que los gemelos, de quienes durante bastante tiempo fue incapaz de recordar lo que habían hecho o dicho?

Aquel verano su madre le cortó el pelo y a él le sorprendió verla envolver un bucle en papel de seda. Pero, aunque recordaba el mechón de pelo y el papel de seda, no conservó el menor recuerdo de la operación en sí, y, más adelante, no habría podido decir en qué silla ni en qué sitio concreto de la casa se había sentado.

Se dedicaba a explorar la Rue Mouffetard, por la que empezaba a pasear solo con las manos en los bolsillos. Para él, se dividía en dos partes distintas.

A la derecha de su casa, subiendo por la Contrescarpe, las tiendas estaban menos apelotonadas, se veían menos callejones sombríos entre las casas y había pocos carretones a lo largo de la calle. Era un mundo desconocido.

Bajando hacia la iglesia de Saint-Médard, la calle estaba más poblada y llena de bullicio, de ruidos y olores, con los gritos de las vendedoras, los víveres amontonados y los detritos en el arroyo.

A menudo iba a ver a su madre; reconocía desde lejos el carretón pintado de verde en el que, durante las horas de sol, colocaba un toldo sujeto a dos palos por unos cordones.

—Pruebe usted estos melocotones tan hermosos, señora mía. No se preocupe. No encontrará otros mejores en todo el mercado…

La mercancía era distinta cada día: melocotones, ciruelas, lechugas, judías verdes.

—Estas peras Williams, señor. ¡Venga! No sea tímido… Su mujer no lo regañará.

Había hincado una pizarrita en lo alto de la pirámide, y una tabla colocada entre los brazos del carretón hacía de soporte de la báscula y las pesas de hierro colado.

Su madre apenas tenía tiempo de hablar con él. En su familia nunca se hablaba mucho.

—¿Está Alice con tu hermana pequeña?

Se preguntaba si Alice había asistido alguna vez a la escuela. Su madre le daba alguna fruta y, cuando era la temporada, una rama de ruibarbo ácido o un puñado de habas con la vaina gruesa y aterciopelada, o a veces una moneda de cinco céntimos. Él caminaba, zarandeado por la multitud y parándose de vez en cuando a mirar en la pescadería los montones de mejillones y gambas y los pescados de ojos glaucos.

A veces tenía que pasar por encima de un hombre que dormía tendido sobre la acera, harapiento y con el rostro hirsuto, junto a un charco de vómito.

Nunca iba más allá de la iglesia, que era su frontera, y no les prestaba atención ni a los coches de punto ni a los omnibuses que circulaban en medio del fragor de los cascos de los caballos.

Su único viaje más allá del barrio, con toda la familia amontonada en el vehículo del cochero, le parecía irreal. Había visto discurrir el Sena y desfilar iglesias, edificios inmensos, calles amplias donde se alzaban casas silenciosas y por las que no pasaba nadie, avenidas y coches tirados por dos e incluso por cuatro caballos en los que unas mujeres jóvenes vestidas de blanco jugaban con sus sombrillas. Había vislumbrado caballeros que llevaban botas relucientes y oficiales con charreteras doradas.

Era hermoso, desde luego. Su madre estaba extasiada.

—Todo el vestido es de puntilla de verdad y lleva tantas joyas encima como para comprar la mitad de la Rue Mouffetard.

Nada de aquello le impresionaba. Para él estaba fuera del mundo real; tanto es así que acabó por adormilarse.

Los Doré, que vivían enfrente, eran mucho más auténticos, y durante un tiempo ocuparon un lugar importante en su vida. Vivían en el piso que quedaba encima de la tienda del señor Stieb, pero no era un apartamento como el suyo. Contaba con cuatro habitaciones por lo menos, tal vez cinco o seis, ya que Louis no veía lo que había en la parte trasera más que cuando por fortuna quedaba una puerta entreabierta.

El entarimado estaba tan bien encerado que el sol se reflejaba como en un cristal y, aquí y allá, lo cubrían alfombras de múltiples colores entre los que dominaba el rojo oscuro.

La señora Doré y su marido eran viejos. Tenían por lo menos cincuenta años. En verano, las tres ventanas de su casa permanecían abiertas todo el día y una criada joven con uniforme blanco y cofia se asomaba a sacudir trajes y alfombras sobre la calle. ¿Vivían en aquella calle otros vecinos con criada? La señora Doré llevaba el corsé tan apretado que caminaba más tiesa que una estatua. El moño prieto, con el pelo negro aún, se iba volviendo gris. Nunca se la veía con ropa de ir por casa. Se ponía vestidos con mangas jamón y de colores difíciles de definir; violeta, por ejemplo, con reflejos malva, o del color de las hojas secas o azul lavanda.

Las dos habitaciones que daban a la calle eran el comedor y el salón, y, ya desde el desayuno, la señora Doré aparecía compuesta, sin un solo cabello fuera de su sitio y con un alzacuellos blanco o negro que la obligaba a mantener la cabeza erguida y la barbilla alta.

Sobre el mantel blanco había un sinfín de platitos y de utensilios que Louis no conocía, y, casi cada día, la señora Doré llamaba a la criada agitando una campanilla para hacerla volver a poner tal o cual objeto en su lugar exacto.

El señor Doré era gordo, llevaba patillas anchas y, cuando estaba en casa, se ponía una chaqueta de color tabaco con galones trenzados enmarcando los ojales.

Casi nunca se les veía hablar. Él leía el periódico en un sillón de terciopelo. Tenía la piel de la cara roja, y, después de cada comida, su mujer iba a buscar un frasco al aparador y le servía un vasito que él acompañaba con un puro.

Eran sus caseros y también los propietarios de la casa donde vivían, eso sin contar, según se decía, otras cuatro o cinco fincas de esa misma calle.

En verano, el señor Doré salía siempre con una levita gris perla y ponía buen cuidado en no pisar los detritos para no mancharse los zapatos de charol. Llevaba invariablemente un bastón con el puño de marfil y la expresión de sus ojos siempre era triste.

Antiguamente habían regentado la ferretería, situada un poco más abajo, que el abuelo Doré había fundado tras sus inicios como herrador.

Louis asociaba a los Doré con su enfermedad y la de sus hermanos. Atando cabos, llegaría a establecer que tenía unos cinco años y medio cuando aquello se produjo; fue después de un caluroso verano que se pasó en la calle la mayor parte del tiempo.

Luego arreció una serie de tormentas; una de ellas, más violenta que las otras, convirtió la empinada calle en un torrente. Las cloacas se desbordaron y la fetidez reinó durante varios días. Incluso tuvo que acudir un grupo de obreros y de bomberos para cavar una zanja y reparar los daños.

La lluvia, que cada día era más fría, persistió aún después de que pasaran las tormentas. No sabía si eso sucedió en octubre o en noviembre. En cualquier caso, empezaron a encender el fuego en la estufa de la cocina, y los cristales se cubrían de un vaho donde él hacía dibujos con los dedos.

Una noche, a Louis le dio dolor de barriga y tuvo que usar dos veces el orinal. Por la mañana sintió mucho calor y un cosquilleo en los ojos.

No se lo contó a nadie, porque no era desagradable. A lo largo de la mañana incluso salió un momento y se encontró con el señor Doré, que llevaba un gabán y un paraguas cerrado en lugar del bastón.

—¿No comes? —preguntó su madre al mediodía.

—No tengo hambre.

—¿Has vuelto a ir al retrete esta mañana?

—Una vez.

—¿Líquido?

—No lo sé. No. No demasiado líquido…

—Como esto siga así, tendré que pedirle algún remedio al farmacéutico.

Que él supiera, ningún médico había entrado en su casa. Conocía, de verlo pasar con el maletín en la mano, al que atendía a casi todo el barrio, un hombre con una perilla blanca, encorvado y vestido de negro, que andaba de una forma tan cansina como si estuviera absolutamente extenuado.

Su madre prefería acudir al farmacéutico, que le hacía preguntas y le vendía un jarabe, unos polvos que había que diluir en agua o unas pastillas blancuzcas que, cuando uno no conseguía tragárselas, se fundían en la lengua y dejaban un sabor amargo.

—¿Estás enfermo, Louis?

Alice cuidaba de la pequeña. Nunca se quejaba de lo mucho que exigían de ella. Tampoco jugaba nunca. No era una chiquilla triste, pero su mirada no era como la de las otras niñas.

—No. Sólo me duele la barriga.

—Estás completamente rojo.

Se daba perfecta cuenta de que la piel le ardía cada vez más y fue a pegar la frente contra el cristal para refrescarse. Sentía calor y frío a la vez, lo cual era desagradable y agradable al mismo tiempo. Le habría gustado acostarse, pero no se atrevía porque, si estaba enfermo de verdad, lo llevarían al hospital. Aunque ningún miembro de la familia había estado allí todavía, a veces decían:

—¡Oye! La chiquilla de la pescadera está en el hospital.

—¿Qué tiene?

—No se sabe. Parece que es algo de la cabeza.

De vez en cuando, una ambulancia se paraba al borde de la acera, los enfermeros entraban en alguna casa con una camilla y volvían a salir llevándose a alguien, casi siempre un anciano o una anciana. Había visto a una que se debatía, tratando de liberarse, y que gritaba:

—No quiero ir… No quiero. ¡Socorro! ¡Vosotras! ¡María! ¡Hortense! ¡No los dejéis! ¡Socorro! Si entro allí, ya no volveré a salir nunca más y prefiero morirme en mi casa…

Louis asistió impasible a la escena. Sólo una persona, una ancianita, comentó el incidente.

—Yo la comprendo, pobre mujer. Seguro que en Cochin lo cuidan a uno mejor, pero yo también prefiero morirme en mi cama.

Louis no quería ir a morirse al hospital y esa noche no dijo nada, aunque varias veces tuvo la impresión de que las paredes daban vueltas a su alrededor. Lo asaltaron pesadillas. Se sentía voluminoso, cada vez más voluminoso, como si estuvieran hinchándolo hasta llenar la habitación y él flotara como un globo.

No sabía cómo ascendía, pero había perdido todo contacto con el suelo y suplicaba que lo retuvieran, que lo ayudaran a volver a bajar.

Cuando se despertó, la manta estaba húmeda y era como si se le hubiera vaciado el cuerpo. Hacía rato que su madre se había marchado al mercado de abastos. Era de día y seguro que ya estaba con el carretón en su puesto habitual al borde de la acera. Alice, que se había sentado en el jergón de uno de los gemelos con la barbilla apoyada en la mano, lo miraba como nunca lo había mirado.

—¿Estoy rojo? —preguntó inquieto.

—No. Al contrario. Estás muy blanco.

No le quitaba los ojos de encima y daba la impresión de estar inmersa en profundas cavilaciones.

—¿Tienes hambre?

—No.

—¿Quieres una taza de café con leche? —no lo sabía. No tenía ganas de nada. Lo único que le apetecía era volver a dormirse, porque le pesaban los párpados, que notaba hinchados, y estaba agotado—. ¿Quieres café o no?

Movió la cabeza en señal afirmativa y la oyó trajinar en la cocina mientras Émilie gateaba por el suelo empujando una caja de hojalata. Alice regresó con la taza, lo ayudó a incorporarse y, cuando él protestó, le dijo con una expresión grave:

—Tienes que hacer lo que yo te diga. Soy tu enfermera. Si no me obedeces, te morirás.

Intentó beber con la garganta agarrotada, pero no había tomado ni la mitad del líquido cuando lo arrojó de un solo chorro.

—¡Ves como estás muy enfermo! Si te llevaran al hospital, seguro que te abrirían la barriga, como se lo hicieron a una niñita que conozco. Le sacaron un montón de pus y luego la volvieron a coser. Me enseñó la cicatriz, que es así de larga; y, además, parece que allá tienen una habitación llena de ataúdes para los que se mueren…

De repente le parecía mucho mayor que él, y no albergaba la menor duda sobre la veracidad de lo que ella le explicaba con el desapego de alguien que sabe pero no puede hacer nada.

—No estoy enfermo.

—¡Sí que lo estás! Estás muy enfermo.

—No es verdad.

—Es verdad. Te voy a cuidar.

—¿Qué me vas a hacer?

La imaginaba abriéndole la barriga con un cuchillo de cocina o con unas tijeras.

—Le pediré algún medicamento al farmacéutico.

—¿No le dirás nada a mamá?

—¿Y de dónde voy a sacar el dinero?

—Debe de haber algo en el jergón de Vladimir.

—¿Quieres mucho a Vladimir?

—Sí.

Quería a todo el mundo, incluso a los gemelos, que sólo le hacían caso para burlarse de él. Sostenían que era demasiado bajito y que nunca crecería, que más adelante sería un hombre diminuto, tal vez un enano, como el que vivía en la Rue du Pot-de-Fer.

—Yo no lo quiero —y, mientras sacaba sin sorprenderse una serie de objetos inesperados y de monedas del jergón de su hermano, añadió—: Es cruel. A veces, en vez de lamerme, me muerde la pipa.

No la vio salir y tampoco recordaba lo que pasó después. La primera vez que abrió los ojos, su madre se encontraba en la cocina, no había ningún hombre con ella y la lámpara de petróleo estaba encendida.

Notaba que un apósito húmedo y tibio le rodeaba el pecho y el vientre y que le costaba respirar, seguramente porque el apósito le apretaba demasiado. Se le escapó un gemido y su madre se arrodilló a su lado mientras los otros seguían durmiendo.

—¿Te duele?

—No —intentaba apartar el apósito—. Me ahogo.

—No te lo toques. Te aliviará.

Le había puesto en la frente una mano, la tenía fresca.

—Seguro que ahora notas menos calor. Vas a tomarte un poco de caldo que te he preparado.

No tenía hambre, sólo sed, sed de agua fresca, pero lo obligaron a tomar el caldo a cucharadas. Estaba tan cansado que ya no pensaba más que en volver a dormirse, pero aún sacó fuerzas para preguntar:

—¿Por qué está todo mojado?

—Porque te lo has hecho encima dos veces y he tenido que lavar el jergón.

Se pasó dos días así, aunque de eso se enteró después. Uno de ellos estuvo su abuela a su lado, y también ella le obligó a tomarse el caldo a cucharadas. Lo primero que hacía al abrir los ojos era mirar si todavía se encontraba en su habitación, por miedo a que se lo hubieran llevado al hospital. También se cercioraba de que el anciano médico no rondara por allí.

Una vez vio a Vladimir, que lo observaba de forma parecida a como lo había mirado Alice, como si esperase verlo morir y sintiera curiosidad por saber cómo iba a ser aquello.

—¿Te encuentras mal?

—No.

—¿Tienes frío?

—Tengo calor.

—Sin embargo, ayer tiritabas y te castañeteaban los dientes.

—¿Ha venido el doctor?

—¿Para qué habría de venir? ¿Te apetece un chocolate?

—No —y añadió—: Gracias.

Porque era la primera vez que Vladimir le ofrecía uno de los bombones que birlaba en los mostradores y de los que siempre guardaba provisiones. Sentía un gran cariño por Vladimir, por Alice, por los gemelos y por la pequeña Émilie, a quien no veía ni oía, porque habían trasladado su cuna a la cocina.

Los otros, los mayores, eran lo bastante fuertes como para defenderse del contagio. A una edad u otra, todos habían pasado por lo mismo, la fiebre, el dolor de barriga y la diarrea.

—Gracias —repitió con mayor gravedad.

Le habría gustado que su madre también se encontrara allí, y la abuela, que todo el mundo estuviera a su alrededor, porque le parecía que formaban un bloque, que eran distintos del resto de la gente, y que sólo ellos, si se unían todos, tenían el poder de protegerse unos a otros.

Se sentía diminuto. Los pelirrojos tenían razón. En caso de que viviera, si lo ayudaban a vivir, sería el más pequeño de la familia.

No era más que un niño y la idea de convertirse en un adulto algún día casi le daba miedo. Su madre estaría vieja, tan vieja como su abuela. Incluso es posible que se hubiera muerto.

En cuanto se hiciera mayor, Vladimir se marcharía y no volverían a verlo. Luego les tocaría a los gemelos. ¿Por qué imaginaba que se casarían con la misma mujer?

Él podría casarse con Alice, para que se quedara siempre con él. Le daba miedo que lo dejaran solo. Si lo abandonaban, se moriría.

En la cocina estaban hablando como si él no pudiera oír. Era la voz de su madre y la de una vecina, una vieja que vivía en la casa de al lado y que hacía faenas y olía mal.

—Basta con que le vuelva a poner el apósito, lo más caliente posible, cada dos horas, diluyendo en agua una cucharada sopera de harina de mostaza y un buen puñado de salvado.

Y, después, su madre:

—Tengo que regresar al trabajo. Con la lluvia, esta semana no hemos hecho casi nada. Señora Gibelin, si pasara algo, vaya enseguida a avisarme.

—Cuente conmigo, señora Heurteau. El trabajo es lo primero; yo, que he trabajado todos los días de mi vida, la entiendo perfectamente.

… Si pasara algo… Si pasara algo… Si pasara…

Tal vez se estaba muriendo, porque ya no sentía nada.

Nunca supo cuánto duró su enfermedad, ni qué fue exactamente, porque se confundió, no sólo en su memoria, sino también en la de sus hermanos, con la enfermedad de los otros. Al volver una tarde de la escuela, Olivier, uno de los gemelos, se quejó de dolor de cabeza y no tardó en vomitar. Gabrielle estaba en casa. Le hizo tomar una infusión, que él devolvió, y, a pesar de sus protestas, le envolvió el pecho con un apósito húmedo.

Estaban en pleno invierno, porque, a la mañana siguiente, según recordaba Louis perfectamente, se había arrodillado sobre una silla para mirar la nieve que caía y, al otro lado de la calle, la señora Doré, algo difuminada por el claroscuro, contemplaba pensativa el mismo espectáculo.

Fue un período extraño, porque mientras él se restablecía y recuperaba fuerzas, Vladimir anunciaba a su vez, con una mirada malévola dirigida a su hermano:

—¡Ya está! Me lo has pegado a mí también…

A causa de los enfermos mantenían el apartamento mucho más caliente de lo habitual e iban a vaciar el orinal al retrete del patio diez veces al día. Gabrielle tenía que seguir trabajando, porque, como ella decía, sólo a los ricos les fían el pan.

La señora Gibelin sólo iba dos o tres horas al día y, sobre todo, cuidaba a Émilie. Guy, el otro pelirrojo, se unió a su hermano en la hilera de jergones.

Louis recordaba que, tras abandonar el carretón por unos momentos, su madre subía a toda prisa la escalera, les tocaba la frente, preparaba una compresa húmeda o repartía cucharadas de un jarabe pringoso, para volver a marcharse no sin antes ajustarse el chal de lana en torno al pecho.

—Louis, si alguien me necesita, ven a buscarme.

Porque ahora era él quien estaba mejor. El pelo, más fino que nunca, se le ensortijó aún más. Se pasaba la mayor parte del tiempo apostado a la ventana o mirando las pavesas brillantes que caían al cajón de la estufa.

La enfermedad atacó a Alice con menos virulencia que a los demás. También ella tuvo escalofríos y fiebre y gemía por la noche; a veces eran auténticos gritos, como si intentara ahuyentar a alguien.

La pequeña Émilie iba y venía a gatas de una habitación a otra, jugando con cualquier cosa y chupando cuanto le caía en las manos. Nadie reparó en que también se había contagiado. No tenía mal aspecto ni se quejaba. Como cada noche, la acostaron en su cuna de hierro y, por la mañana, en vista de que no se despertaba, la madre se asomó a la cuna y descubrió que estaba muerta.

La señora Gibelin, que llegó algo después, fue a la tienda de ultramarinos, tres edificios más allá, a por una botella de coñac para reconfortarla, y ella misma se bebió un buen vaso.

—Hay que ir al Ayuntamiento a anunciar la defunción y ellos enviarán un médico.

Louis no lloró ni se puso realmente triste. Estaba, por encima de todo, perplejo.

Él había sido el primero en enfermar y, sin embargo, quien se moría por culpa de la enfermedad era la más pequeña de todos.

Las idas y venidas que se produjeron a continuación turbaron la tranquilidad de Louis, que se llenó de resentimiento hacia la gente que entraba, miraba el rostro blanco de la chiquilla, se lamentaba, daba consejos, contaba recuerdos personales y preguntaba si habría exequias en la iglesia.

El anciano doctor también acudió por primera vez, con su maletín, y lo que más le sorprendió fue la sábana colgada de la varilla que aislaba la cama de nogal.

Auscultó a los gemelos y a Alice, sin saber que Vladimir estaba escondido en el armario de la cocina. Hacía preguntas con la expresión resignada del hombre que ha oído de todo. ¿Cómo había empezado todo? ¿Louis había sido el primero? ¿Es éste Louis? Enséñame la lengua, hijo mío… No tengas miedo. ¿Así que estuviste enfermo? ¿Te dolía la barriga? ¿Ibas continuamente al retrete? ¿Qué le dio usted, señora? ¿Le puso compresas húmedas? Bueno… ¿No le dolía la cabeza? ¿La reconocía? ¿Le tocó luego a éste? La lengua… ¿Puedes tragar fácilmente? ¿También te dolió la barriga? ¿Luego tu hermano? Claro… Claro… Deberían haber aislado a estos niños desde el primer día. No es un reproche… De todos modos, en el hospital no hay plazas y tampoco habrían podido hacerse cargo de ellos. Y tú, chiquilla, ¿te encuentras mejor?… Me juego lo que sea a que la pescaste por atender a tus hermanos…

Buscaba una mesa, un punto de apoyo para escribir, y fue en la cocina donde redactó el certificado de defunción y después una receta, por lo que pudiera pasar.

—¿No será usted la que vende verduras con un carretón un poco más abajo? La he visto alguna vez. Es usted del barrio, ¿verdad? Creo que mi mujer le compra a usted a menudo.

Mientras metían el cuerpo en el ataúd encerraron a los niños, enfermos o no, en la cocina. Louis esperaba martillazos y se sintió decepcionado al no oír más que la conversación del carpintero y su ayudante. No era el carpintero de abajo, sino otro, más importante, que sólo fabricaba ataúdes.

¿Había pasado Émilie aquella noche con ellos? No se acordaba, como tampoco recordaba otras cosas más importantes que las que se le habían grabado en la memoria. En cualquier caso, el entierro tuvo lugar una mañana gélida y ventosa. Los vecinos que aguardaban en la calle se sujetaban el sombrero, y a las mujeres las faldas se les pegaban a las piernas por un lado y por el otro ondeaban como banderas.

Vladimir ya se había recuperado lo bastante como para salir, porque desapareció algo después y ya no volvieron a verlo hasta el anochecer. Gabrielle regresó algo borracha en compañía de su madre, que se empeñaba en meterla en la cama con una bolsa de agua caliente.

—Me preocupa que te hayas resfriado en el cementerio.

—No, mamá, no pienso darme la gran vida en un día como éste.

La señora Gibelin había preparado un guiso y todos comieron con apetito, incluso los gemelos, que aún tenían fiebre.

—Lo que me consuela es pensar que no ha sufrido y que tal vez es mejor para ella no haber conocido esta vida de perros.

—¡Gabrielle!

La abuela llamaba al orden a su hija, porque, para darse ánimos, ésta se servía vino tinto sin parar.

—Tienes razón, mamá. ¿Por qué preocuparse? Así es la vida, ¿no?

Louis no conocería esos detalles hasta mucho después y de segunda mano, por boca de Vladimir; tal vez Alice no se equivocaba al afirmar que Vladimir era cruel. También ella acabaría confiándose a Louis.

—No puedes imaginarte lo que me obligaba a hacer.

—Lo vi.

—¿Cuando miraba por el agujero y me obligaba a imitar a mamá?

—Sí —admitió sonrojándose.

—Eso no es todo. Se ponía furioso por no poder hacerlo como los hombres, ¿entiendes? Entonces escondía una zanahoria grande debajo del jergón y me la metía. Yo ni siquiera podía gritar, por mamá y el tipo que estaba con ella. No sé cuántas veces sangré; luego me escocía durante varios días.

Habrían tenido que confrontar todos los testimonios. Con el tiempo llegaron a hacerlo más o menos, de forma desordenada, pero Louis, distraído, apenas prestaba atención, como si la verdad de los otros no le interesara.

A aquella edad, cuando rondaba los seis años, tampoco tomaba partido. Irrumpiendo en medio de alguna pelea entre Vladimir y los pelirrojos, su madre le preguntaba:

—¿Quién ha empezado, Louis?

Y él respondía con suavidad:

—No lo sé, mamá. No estaba mirando.

Sin embargo, siempre se fijaba mucho en las personas y en las cosas, aunque no en aquellas que los demás esperaban que le inspirasen curiosidad. Ese mismo invierno, con cierto retraso respecto de los otros, ingresó en la escuela pública.

Debería haber conservado impresiones de su primer día de clase, que marcaba un hito en su vida. Pero no le quedó el menor recuerdo; en cambio, no le costaba volver a verse a sí mismo probándose delantales a cuadros azules en la Casa Lenain, la tienda de confección cerca de la que su madre instalaba el carretón.

Lo qué más recordaba era el olor de los tejidos, la rigidez del delantal almidonado y, luego, un cuarto de hora después, un primer plano del señor Stieb, que le probaba unas botas.

—¡Las gastan tan deprisa, señor Stieb! Parece que lo hacen adrede.

En aquel momento él se preguntaba: «¿Van a casarse el señor Stieb y la señorita que sonríe desde detrás de la caja?».

Lo hicieron discretamente en primavera, sin vestido blanco ni velo ni ramo, y los cierres metálicos permanecieron cerrados durante los tres días que duró el viaje de novios.

En la larga pared gris se leía: PROHIBIDO PEGAR CARTELES. Luego venía un edificio del mismo tono gris, dos pisos de aulas, una escalinata con los peldaños gastados y una puerta pintada de verde. No se entraba por esa puerta, sino por una puertecilla que se abría en el muro del patio. En el centro, la tierra estaba endurecida de tanto como la habían pisoteado; alrededor había una franja de dos o tres metros de adoquines y, a uno de los lados, un patio cubierto para los días de lluvia.

Su clase se encontraba en la planta baja y desde su sitio en la primera fila veía los troncos negros de cuatro castaños. Le habían puesto delante porque era el más bajito.

—¿Estás seguro de que tienes seis años?

—Sí, señor.

Eso no ocurrió el primer día, sino el segundo o el tercero. El primer día tuvo que instalarse donde pudo, en un banco libre. Las paredes estaban cubiertas de mapas de no sabía qué país, pues aún no había aprendido a leer, aunque podía contemplar las manchas de distintos colores separadas por líneas sinuosas; el azul claro, el amarillo, el verde, sobre todo el rosa violáceo de la mayor de las manchas.

También en su pupitre había una maraña de rayas apasionantes: en primer lugar las vetas de la madera, visibles a pesar de la pintura negra; después los misteriosos dibujos que los alumnos habían grabado durante años con la punta de una navaja.

—¿Qué miras, Cuchas?

—Nada, señor.

Siempre que el maestro lo llamaba por su apellido, algún alumno estallaba en carcajadas, como si fuera extraño o cómico.

—¿Qué estaba diciendo?

—No lo sé, señor.

Porque había aprendido a decir señor cada vez que el maestro le dirigía la palabra. Como era deferente y educado por naturaleza, no le resultaba difícil.

—¿No escuchabas?

—No, señor.

—¿Para qué estás en el colegio?

—Para aprender.

—¿Qué es lo que he dibujado en la pizarra?

—Unos palotes, señor.

—Dibuja los mismos palotes en tu pizarra y procura que estén a la misma distancia el uno del otro.

Trabajaba con aplicación. No se rebelaba, como Vladimir, ni detestaba la escuela como los gemelos, porque allí sólo podían desmandarse en los recreos. Las niñas estaban en el otro lado de los edificios y disponían de un patio más pequeño y sin árboles para el recreo.

Los mayores salieron en tropel hacia las diez; antes de verlos, oyó el estruendo que hacían los zapatos de clavos en la escalera. Los gemelos tiraban al aire una pelota de goma roja que los otros intentaban arrebatarles y que ellos defendían enérgicamente, pasándosela el uno al otro por encima de las cabezas y repeliendo a empujones y a veces a patadas a quienes estaban a punto de apoderarse de ella.

Vladimir era uno de los mayores y se paseaba aparte con un amigo, a quien Louis conocía de vista porque era el hijo de unos comerciantes de su calle.

No sabía su apellido. La gente decía: la tienda de los españoles. No tenía escaparate. Era más bien un amplio pasillo, invadido a ambos lados por cantidades ingentes de mercancías que Louis había ido a contemplar a menudo con más admiración que envidia.

Cocos cubiertos de pelo áspero, con un mechón rojo en forma de perilla, por ejemplo. Granadas, una de las cuales había sido cortada por la mitad para que se apreciara el color de la frágil pulpa que rodeaba las pepitas.

Nunca había probado ni los cocos, ni las granadas, ni esas mandarinas cuidadosamente envueltas en papel de seda.

Las naranjas estaban envueltas en papel arrugado, y del techo colgaban salchichones como nunca había visto otros iguales, jamones planos y dátiles con los tallos trenzados.

Todo aquello debía de ser bueno y sabroso, muy distinto de lo que comían en su casa, esos pescaditos sumergidos en salsa picante, esas ensaladas de gambas, esas anchoas dispuestas en un círculo perfecto dentro de los toneles, nueces de todas las clases, botellas rodeadas de paja y latas de conserva de todos los colores…

Le asombraba descubrir que Vladimir fuera amigo del hijo de los españoles, de un muchacho que vivía rodeado de tantas cosas buenas y que sin duda las comía.

También él tenía el pelo negro, cejas espesas y unos labios tan rojos que parecían los de una mujer maquillada. Desdeñosos de la agitación de los otros, ambos parecían intercambiar secretos, y por la actitud del español se daba uno cuenta de que Vladimir era el jefe y de que su compañero le admiraba.

—¿En qué estás pensando, Cuchas?

—Miraba a mi hermano, señor.

—En casa podrás mirarlo todo lo que quieras. Aquí hay que trabajar.

Los pequeños tenían el recreo después de los mayores. Cuando él mismo se encontró en el patio, no sintió el menor deseo de jugar con sus condiscípulos ni de conocerlos. El que compartía pupitre con él se le acercó; también era bajito, apenas un poco más alto que él, y tenía un grano grande y rojo en la frente.

—¿Por qué te llamas Cuchas?

—Porque ése es mi apellido.

—¿De qué país es?

—No lo sé.

—¿No sabes de qué país es tu padre?

—No.

—¿Se ha muerto?

—No lo sé.

—¿Tu madre tampoco lo sabe?

La pregunta le pareció tan absurda que se encogió de hombros. Se había prometido ir a observar más de cerca el tronco negro de uno de los árboles, que tenía una protuberancia en forma de verruga enorme por la que quería pasar la mano. En la corteza podían verse dibujos tan complicados como los de los mapas, pero estaban profundamente grabados y se podía hundir el dedo en ellos.

—¿Dónde vives?

—En la Rue Mouffetard.

—¿A qué se dedica tu madre?

—A vender verdura.

—¿Tiene una tienda?

—No. Con un carretón.

—¿Sois pobres?

—No lo sé.

Era verdad. Nunca se había preguntado si eran pobres. Lo cierto es que en su edificio todo el mundo era pobre. Incluso el señor Kob, que descuartizaba cadáveres y llevaba cuellos postizos de celuloide.

«Esas personas se ven obligadas a gastarse el dinero en ropa», decía su madre, «y estoy segura de que comen peor que nosotros. Hay quien se las da de señor o de señora pero, después de regatear un cuarto de hora, me pregunta si no tengo verduras pochas».

—Pues mi padre trabaja en un banco.

Aquello no impresionó en absoluto a Louis, que ignoraba lo que era un banco.

—Mi madre no trabaja y tenemos una mujer que viene a hacer la limpieza todos los sábados. Mis dos hermanas van a un colegio de monjas. ¿Te has quedado así de bajito porque no comes suficiente?

—Siempre he sido el más bajito.

—¿Por qué?

—No lo sé.

Nunca se lo había preguntado.

De hecho, si siempre estaba tan tranquilo y su sonrisa era tan serena, tal vez fuera porque no se planteaba preguntas.

—Peor para ti, porque si un chico mayor te pegase, no podrías defenderte.

Había llegado el momento de formar una fila delante de la clase y sentarse cada cual en su banco a dibujar palotes.