Tenía entre cuatro y cinco años cuando el mundo empezó a cobrar vida a su alrededor, cuando fue consciente de que en su entorno se representaba una verdadera escena interpretada por seres humanos a quienes era capaz de diferenciar y de situar en el espacio, en un marco concreto. Pasado el tiempo, no habría podido precisar si sucedió en verano o en invierno, aunque ya tenía conciencia del paso de las estaciones. Lo más probable es que ocurriera en otoño, porque un ligero vaho empañaba la ventana sin cortinas y la luz amarillenta de la farola de enfrente, la única que iluminaba la habitación, parecía húmeda.
¿Había dormido? Notaba el calor de su propio cuerpo bajo la colcha. Ningún ruido fuera de lo normal lo había despertado bruscamente. Lo único que había oído detrás de la cortina, que no era más que una sábana vieja colgada de una varilla, fue un jadeo familiar entrecortado de gemidos y, de vez en cuando, el chirrido de los muelles de la cama. En esa cama se acostaba su madre, casi siempre acompañada. Luego, al mismo lado de la sábana —que hacía las veces de tabique—, estaban Vladimir y, un poco más allá, Alice, después los gemelos y él mismo, cada cual en su jergón y, contra la pared, el bebé en su cuna de barrotes.
Vladimir, que debía de haber cumplido ya los once años y medio, si no más, le parecía muy mayor. Alice debía de tener nueve años y unos siete los gemelos, que eran pelirrojos y tenían pecas debajo de los ojos.
Los jergones estaban colocados uno junto a otro a ras de suelo y olían a heno enmohecido. Además de los otros olores que reinaban en la casa, en su universo particular, estaban los del resto del edificio y, cuando abrían la ventana, los del mundo exterior.
Si abrió los ojos no fue por curiosidad, sino porque ya se había espabilado. Reconoció los reflejos de la farola en el techo y tras la tela de separación.
Y escuchó distraídamente el jadeo hasta que, poco a poco, distinguió la silueta de Vladimir, quien, arrodillado en el jergón y vestido con una camisa, miraba por un agujero de la sábana.
A Louis aquello ni le sorprendió ni le despertó la curiosidad. Todo le resultaba familiar, como si lo viviera a menudo sin ser consciente de ello. Por primera vez las imágenes y los sonidos se ordenaban, formaban un todo que tenía sentido.
—¡Alice! —había susurrado Vladimir volviéndose hacia su hermana.
—¿Qué?
—¿Duermes?
—Casi.
—Mira…
También ella vestía una camisa. Nadie se ponía ropa de dormir; se acostaban con la misma camisa que llevaban de día.
—¿Qué?
Vladimir la atrajo a su jergón y ella, arrodillada, se puso a mirar a su vez.
Los gemelos no se movían y respiraban con regularidad. Metida en la cuna de barrotes por la que todos habían pasado, Émilie, el bebé de seis meses, todavía no contaba.
Volvió a oír la voz ahogada y sin embargo nítida de Vladimir, que ordenaba:
—Házmelo.
—¿Me lo harás tú a mí después?
Vladimir se acostó, con la camisa arremangada por encima del vientre.
—Cuidado con los dientes.
Nada de aquello alteró o sorprendió a Louis, que volvió a adormilarse. Cuando emergió del sueño por segunda vez, Vladimir y Alice parecían dormidos y los gemelos seguían sin moverse; pero en la cocina alguien había encendido la lámpara de petróleo. A través de la puerta abierta le llegaba el olor de café regado con alcohol y oía que dos personas hablaban en voz baja.
¿No era eso lo normal en todos los apartamentos, en todas las casas y en todas las familias?
Un día, su abuela comentó:
—Louis habla poco. ¿No será un poco retrasado?
Ya no recordaba quién respondió:
—El hecho de que no hable no significa que no piense. A veces estos niños son precisamente los más observadores.
Había hecho caso omiso de aquello porque no sabía lo que significaba, pero, por algún motivo, esas palabras se le habían grabado en la memoria. También había otras, y sobre todo imágenes, pues, aunque fuera cierto lo de su retraso, hasta los cuatro años había vivido sin ver nada de lo que ocurría a su alrededor.
Sin embargo, era como si hubiera querido reducir el mundo a un espacio lo más restringido posible.
—Si lo dejásemos a su antojo, este niño nunca saldría de casa.
¿Era él quien había oído este comentario o se lo habían repetido más tarde? No es fácil distinguir entre lo que realmente ha pasado en determinado momento y lo que nos han contado después.
De lo que sí estaba seguro, a pesar del tenue resplandor que llegaba desde la calle, es de que el agujero de la sábana vieja que colgaba y la historia de Vladimir y su hermana formaban parte de la vida real. Había visto a su hermano y a su hermana hacer exactamente lo mismo en pleno día, sin preocuparse lo más mínimo de él.
En aquella casa alguna vez hubo un padre, un hombre llamado Heurteau, Lambert Heurteau, a quien él sólo conocía por una fotografía, la única que colgaba de la pared de la habitación. Se le veía de pie, vestido de una forma curiosa, junto a su madre, que llevaba un vestido blanco y un velo.
Lambert Heurteau no era el padre de todos ellos. ¿A qué edad descubrió que en la mayoría de las familias todos los niños tienen el mismo padre? En su casa no era así. Tampoco en otras familias de la Rue Mouffetard, la calle donde vivían.
Su madre se llamaba Gabrielle Heurteau, y su apellido de soltera era Cuchas. En cuanto al primogénito, su verdadero nombre era Joseph Heurteau, pero Louis no comprendería hasta mucho después, cuando fue al colegio, por qué lo llamaban Vladimir.
El apellido de Alice también era Heurteau.
—Es difícil saber a quién se parece ésta. En cualquier caso, basta mirarle los ojos y la nariz puntiaguda para darse cuenta de que llegará lejos.
—Claro que también puede acabar empujando un carretón por la calle como su madre y su abuela.
Los gemelos también eran Heurteau.
—¡Son los únicos de los que él no podría renegar!
¿Por qué Louis se llamaba Cuchas y por qué no había conocido al hombre de la fotografía? Aquello no parecía preocupar a nadie y, durante algunos años, tampoco le preocupó a él. Cuando más adelante lo supo, le trajo sin cuidado.
Lo primero, lo más importante, eran las dos habitaciones donde vivían, la habitación y la cocina para ser exactos. Durante el día descorrían la sábana provista de anillas de cobre y entonces quedaba a la vista, a la izquierda de la ventana, una cama muy alta de nogal, con los dos colchones, la colcha y el enorme edredón.
La imagen que recordaba era nebulosa, pero Louis habría jurado que había visto a su madre en esa cama, rodeada de otras mujeres, y que ella gritaba mucho mientras a él lo retenían en la cocina, hasta que luego le enseñaron un bebé muy feo al tiempo que le anunciaban que tenía una nueva hermanita.
Su abuela también estaba allí. Para él era una anciana muy gorda a quien todo el mundo llamaba Ernestine.
¿Habría nacido, también él, en la cama de nogal y habría mamado de los pechos de su madre tal y como se lo había visto hacer a Émilie? Nadie decía Émilie. Por eso tardó mucho tiempo en saber cómo se llamaba. Decían sencillamente «la pequeña», de la misma forma que hablaban de «los gemelos».
—Vosotros dos, los gemelos, haced el favor de dejar en paz a la pequeña e id a jugar fuera.
Sólo mucho más tarde, ya de adulto, afluyeron en Louis otras imágenes que no era consciente de haber registrado y que, tal vez porque formaban parte de su vida cotidiana, no le llamaron la atención en su momento.
Hubo un tiempo en que las paredes de la habitación estuvieron cubiertas con un papel pintado del que apenas quedaban algunos jirones; sin embargo, aún podía verse una serie de personajes vestidos como en el siglo XVIII. En un fragmento de papel junto a la puerta había una muchacha que llevaba unas faldas muy anchas y se mecía en un columpio.
El resto no era más que yeso amarillento y sucio sobre el que habían grabado a punta de cuchillo iniciales y dibujos obscenos que alguien había intentado borrar. ¿Quién los habría dibujado? ¿Quién habría intentado hacerlos desaparecer?
Su madre no, desde luego. Durante el verano no tenía reparos en mostrarse desnuda por la habitación e incluso en la cocina. Cuando aún no se había hecho el moño, grande y pelirrojo, el cabello le llegaba hasta la cintura y, por debajo del vientre algo abultado, el vello era fino y ligero, del mismo tono claro que el cabello de Alice.
Era alegre y a menudo, cuando tenía tiempo para limpiar, lo hacía cantando.
Dormían sobre jergones pardos, de una tela gruesa y áspera, excepto el de Vladimir, que tenía un tono azulado. Las únicas sábanas eran las de la cama de nogal y las de la cuna esmaltada.
—¡Alice! Pon a calentar el biberón de tu hermana.
—¿Por qué me toca siempre a mí?
Y a él, ¿quién le habría dado el biberón? Los gemelos sólo tenían tres años más que él. Alice le llevaba cuatro y medio. ¿Habría sido Vladimir, que contaba ocho años cuando nació Louis?
Ninguna de esas preguntas se le ocurrió por aquel entonces, salvo tal vez las más sencillas, que no le producían desasosiego porque todo le parecía natural.
Sólo después, mucho después, empezaría a preguntarse cómo eran las cosas durante su infancia en la Rue Mouffetard, pero por simple curiosidad, como un juego.
Sería por el año 1897 o 1898 cuando vio lo que su hermana accedía dócilmente a hacerle a Vladimir, sin que aquello le llamara tanto la atención como para impedir que volviera a dormirse. No le sorprendía que su madre se pusiera un corsé alto que le dejaba marcas en la fina y suave piel, como tampoco le sorprendía ver que, en la calle, algunos hombres llevaban gorra, otros sombrero hongo y algunos sombrero de copa de seda.
Había oído decir que su familia era pobre; pero ¿acaso no lo eran todos los de aquel edificio y casi todos los de aquella calle, excepto los comerciantes, como su tío Hector, que regentaba una carnicería en la esquina de la Rue du Pot-de-Fer?
—Si no hubiera sido buen mozo y fanfarrón, no habría engatusado a la chica de los Lenain. Y, además, si ella no fuera coja, no les habrían dejado casarse. Todos los Lenain están tarados. El abuelo acabó en un asilo, y el hermano de Azaïs sabe Dios de qué murió. No me sorprendería descubrir que Hector, por más hermano mío que sea, le ayudara un poquito…
Se echaba a reír. Su madre reía tanto como cantaba. Cuando se acostaba con algún hombre, al principio no hacía más que suspirar y gemir, pero siempre acababa con una carcajada.
Madrugaba mucho; en verano se levantaba, de vez en cuando a las tres. Se iba a lavar la cara a la cocina, donde había un grifo de cobre. En invierno encendía el fuego antes de marcharse. Louis la oía a veces, pero otras, al despertarse, se daba cuenta de que ya había salido.
Sabía que para aprovisionarse de fruta y verdura se encaminaba al mercado de abastos con el carretón de mano que le alquilaba a un tal Mathias, el cual tenía el patio de su casa de la Rue Censier lleno de carretones parecidos. A las seis se instalaba en el sitio de siempre, al borde de la acera, mientras que la abuela se colocaba unos cien metros más abajo, cerca de la iglesia de Saint-Médard.
A los cuatro o cinco años ignoraba todas esas cosas o, mejor dicho, pertenecían a un mundo que no era el suyo y que no guardaba sino una remota relación con su realidad cotidiana.
Durante mucho tiempo, por ejemplo, la estufa tuvo más importancia que su madre, y en torno a ella giraba su existencia. Ignoraba aún quién la encendía y cómo. Sólo recordaba a su madre sin resuello después de haber subido la escalera, atravesando la habitación con un cubo de carbón cuyo peso la hacía inclinarse a la derecha.
No había puerta entre la cocina y el pasillo; tenían que pasar por la habitación. A Louis, el hecho de que el apartamento sólo tuviera una salida no le resultaba desagradable. Era reconfortante, porque uno se sentía protegido, como cuando, por la noche, se cobijaba bajo la manta enrollada al cuerpo.
La estufa, que se encontraba junto al grifo, ocupaba buena parte de la cocina.
—Es una suerte que tengamos agua corriente. No hay mucha gente en esta calle que disponga de ella, ni siquiera los que son mucho más ricos que nosotros. Si también tuviéramos gas…
Sabía lo que era el gas porque, de noche, veía su luz mortecina en las tiendas de enfrente y en algunos apartamentos. Incluso se había hecho la instalación en el patio del edificio, o, más bien, en el taller del carpintero.
Desde su jergón, Louis oía cómo rascaba las cerillas de fósforo, cuyo olor le encantaba. A continuación, su madre solía suspirar y mascullar palabras que él no distinguía, y el olor a petróleo ahogaba el del fósforo y lo eliminaba para ser invadido a su vez por el olor de la leña menuda y el carbón.
Habría podido levantarse para ir a mirar. Cosa que hizo más adelante, hacia los seis o siete años. Hasta entonces prefirió el misterio del fuego tal y como lo descubría desde la cama, y, como solían encenderlo muy temprano, casi siempre cuando aún era de noche, volvía a dormirse antes del final, antes de que el chorro de vapor saliera del escalfador y las gotas cayeran, una por una, en la cafetera, modificando una vez más el olor de la casa.
Después le contaron que, cuando tenía dos años, habían intentado llevarlo al parvulario; no lloró, pero forcejeó y, en cuanto su madre se fue, se escapó por la ventana. Como todavía no reconocía su casa por fuera, se puso a vagabundear entre los carretones de las vendedoras hasta que un policía lo interpeló.
—¿Qué andas buscando, chiquillo?
—Busco a mi mamá.
—¿Dónde está tu mamá?
—No lo sé.
—¿Te has perdido?
—Sí.
—¿Cómo te llamas?
—No lo sé.
—¿No sabes tu nombre? ¿Tampoco sabes dónde vives?
—No.
Como todos los niños de su edad en aquella época, llevaba un vestidito y el pelo le llegaba casi hasta los hombros.
—¿No serás una niña, por casualidad?
—No. La que es una niña es mi hermana.
Sólo tenía una, porque Émilie aún no había nacido.
—¿A qué se dedica tu padre?
—No tengo padre. Quiero volver a mi casa.
El policía, por lo visto, lo arrastró de tienda en tienda.
—¿Conocen a este chiquillo?
Lo examinaban con mayor o menor atención mientras meneaban la cabeza.
—¿Eres de este barrio por lo menos?
—No lo sé.
Por fin vio a su madre detrás del carretón cargado de verduras. O, mejor dicho, según le contaron, fue su madre quien lo avistó a él, dándole la manita al policía.
—¿Qué estás haciendo aquí, Louis?
—No lo sé.
—¿Cómo te las has ingeniado para irte del colegio?
—No quiero volver al colegio.
—Vigílame un momento el carretón, Germaine, ¿quieres?
Lo llevó de vuelta a casa, donde los gemelos, sentados en el suelo de la cocina, jugaban con unos cubos. Pero él no se acordaba de eso, habría sido incapaz de remontarse tan atrás en el pasado.
—Incluso cuando ya tenías seis años costó Dios y ayuda que te quedaras en el colegio. Te negabas a aprender…
Puede que el motivo de su rechazo no fuera tanto aprender como el que lo arrancaran de ese universo que consideraba suyo y en el que se sentía a salvo.
Le gustaba la habitación dividida en dos por la sábana que colgaba de la varilla, el olor de los jergones alineados, el retrato de su madre con el velo blanco y el hombre del bigote rubio; los jirones de papel pintado, sobre todo la niñita del columpio; le encantaban el calor que despedía la estufa en sucesivas oleadas y bocanadas, el ronquido que emitía de vez en cuando y las luminosas brasas que caían de repente en el cajón de debajo.
—¡Tu hijo no es muy hablador que digamos!
¿Y qué podía haber dicho?
Más tarde, en distintas ocasiones, a menudo intentaría reconstruir cómo se le fue abriendo por etapas el mundo a su alrededor. No es que le concediera la menor importancia. Se trataba sólo de un juego, secreto y voluptuoso a la vez.
Nunca consiguió que los recuerdos se encadenasen de forma satisfactoria. Faltaban imágenes, sobre todo las suyas, porque nunca conoció más fotos que la de la boda de su madre con Lambert Heurteau. Éste apoyaba una mano en el hombro de su mujer, y la otra, enfundada en un guante, sujetaba el otro guante y reposaba sobre un velador, el cual, durante mucho tiempo, fascinó a Louis hasta el día en que, tras aventurarse fuera del barrio, descubrió uno idéntico en la tienda de un anticuario.
¿Por qué al contemplar el semblante mal iluminado y con el bigote para abajo, de un rubio apagado, de aquel hombre a quien jamás había visto le parecía que estaba muerto?
—Que no, imbécil. Si estuviera muerto, mamá sería viuda y nosotros huérfanos.
—¿Yo también?
—Tú no, porque no era tu padre.
—¿Por qué?
—Porque cuando tú naciste ya hacía tiempo que se había marchado.
—¿Por qué?
Puede que estuviera harto. O tal vez fue su madre quien se hartó.
La conversación se produjo tiempo después, cuando tenía más o menos ocho o nueve años y se atrevió a hacerle preguntas a Vladimir. Éste seguía menospreciándolo, pero por lo menos se tomaba la molestia de responderle con condescendencia.
—¿Se peleaban?
—Cuando estaba borracho, o cuando era mamá la que había bebido. ¿Nunca oías cómo se peleaba mamá con los otros?
—¿Le pegaba?
—A veces. Pero mamá era más fuerte, y al final el que recibía los golpes era él.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque miraba por el agujero y cuando bebían en la cocina escuchaba.
Vladimir había adoptado una actitud retadora y le sostenía la mirada a todo el mundo, sin inmutarse ni ceder ante nadie. Era el único moreno de la familia, más alto y más nervioso que los otros, con sus largas pestañas palpitando en torno a las oscuras pupilas.
—A mí me importa un bledo. No es mi padre. Mamá ya estaba embarazada cuando lo conoció. Mi verdadero padre era ruso y he oído que mamá le contaba a alguien que era anarquista.
—¿Y qué hacía?
—Preparaba bombas y las hacía estallar.
Antes de eso, Louis debió de descubrir uno de los dos puntos estratégicos de la casa, la pila y el grifo, casi tan importantes como la estufa. El domingo por la mañana, su madre, que ese día no trabajaba, ponía agua a calentar en un barreño enorme.
Para colocar el barreño de agua casi hirviendo sobre el rojizo embaldosado de la cocina, se veía obligada a pedirle ayuda al señor Kob, su vecino. El señor Kob no se hacía de rogar, porque Gabrielle no llevaba nada debajo de la bata y, cuando se inclinaba, exhibía generosamente los pechos.
A esa hora del domingo, el señor Kob olía a cosmético y aparecía con un aparato de tul para fijar el bigote negro.
Como era una niña y estaba menos sucia, Alice se metía la primera en el agua, enjabonada de los pies a la cabeza y con el cabello mojado colgándole por las mejillas y por los hombros hundidos.
Luego le tocaba el turno a Vladimir, que exigía lavarse solo.
—No te olvides de lavarte las orejas.
—Me lavaré lo que me dé la gana.
Entonces venían los gemelos, sin un orden preestablecido. Tanto en la calle como en el colegio les llamaban los pelirrojos y les tenían miedo, porque siempre estaban dispuestos a buscar camorra. En casa, por el contrario, se mostraban indiferentes, como si no se sintieran de la familia. Tenían los ojos de un color azul violáceo y la piel pálida, y cada invierno pescaban la gripe más o menos a la vez.
—Te toca a ti, Louis.
El agua ya estaba azul y viscosa de jabón. A Louis no le daba asco ser el quinto. Nunca le daba asco nada. Tampoco los olores. ¿Acaso vivía alguien, en aquella casa o en aquel barrio, a quien le dieran asco los olores?
En aquella planta no había retretes comunitarios. Ni el vestíbulo, ni el patio ni las escaleras estaban iluminados, de forma que, en la habitación, el objeto más importante era un pesado orinal blanco de porcelana. Lo usaba todo el mundo, su madre la primera, y también los hombres que venían a verla y que a veces vivían con ellos un mes, unos días o una sola noche.
—¡Mierda! ¡Este maldito orinal vuelve a estar lleno!
El que gritaba era un cochero, que cada noche traía dos litros de vino tinto en el bolsillo del capote. Gabrielle y él no se acostaban enseguida, sino que se sentaban en la cocina, acodados a la mesa, a la luz de la lámpara de petróleo, y hablaban a media voz mientras se bebían el vino. Cuando la madre empezaba a reírse, significaba que enseguida se irían a la cama.
Bajaban la mecha de la lámpara, que no tardaba en apagarse, y la habitación tan sólo quedaba iluminada por la farola de la acera de enfrente. Como estaban en el primer piso y la Rue Mouffetard no era muy ancha, había bastante claridad. El hombre, en mangas de camisa y con calzón largo, levantaba el orinal que los chiquillos habían llenado.
—¡Mierda! ¡El puñetero orinal…!
Abría la ventana y lo volcaba sobre la calle mientras Gabrielle se tronchaba de risa. Ella lo vaciaba en la pila de la cocina y luego dejaba correr el agua. El cochero estuvo yendo cerca de un mes. Un domingo los llevó a todos al Bois de Boulogne en el coche de punto, todos amontonados; Émilie, que debía de tener un año, en el regazo de su madre, y en el pescante Vladimir, que no tardó en servirse del látigo.
Durante muchos años fue el viaje más largo que hicieron. A decir verdad, nunca volvieron a viajar todos juntos.
Es cierto que Gabrielle se marchaba muy temprano al mercado de abastos, junto con su madre y otras vendedoras ambulantes, cada cual empujando su carretón. Pero, en cuanto el mercadillo quedaba instalado a lo largo de las aceras, se pasaba el resto del día a apenas cien metros de su casa.
Cuando Émilie era pequeña, Alice cuidaba de ella, y también era ella la que volvía a cargar la estufa y a atizar el fuego. De vez en cuando, su madre le confiaba el carretón a alguna vecina durante unos minutos.
—¡Toma! Pones esta carne a cocer con unas cebollas y un chorrito de vinagre.
La carne no procedía de la tienda de su hermano Hector el Rico, como ella lo llamaba.
—Desde que esa especie de macarra se casó con la coja y se convirtió en el amo, no quiere saber nada de su familia.
En el fondo no le guardaba rencor. Más bien estaba orgullosa de él. ¿No pasa siempre eso en las familias? ¿No habría hecho ella lo mismo de haber estado en su lugar?
Tenía otro hermano, Jean, un farolero algo simplón que pasaba cada noche provisto de una larga vara en cuyo extremo brillaba una llamita para encender las farolas, y que volvía por la mañana temprano para apagarlas.
—Un trabajo para vagos. Sin embargo, es el único de nosotros que fue al colegio hasta los quince años.
Todo esto se le había ido grabando en la memoria con absoluto desorden. Louis jamás daba la impresión de que estuviera escuchando. Le llegaban voces, siempre mezcladas con el estrépito de la calle, sobre todo en verano, cuando las dos ventanas, la de la cocina y la de la habitación, estaban abiertas.
—A éste no le interesa nada.
Tal vez fuera cierto. No obstante, algunas frases y el tono con que eran dichas quedaban archivadas en su memoria sin que él se ocupara de ordenarlas y asociarlas unas con otras, o intentara comprenderlas.
—Y, sin embargo, parece inteligente…
Probablemente se debía a su sonrisa, una sonrisa dulce, sin ironía, maldad ni agresividad, que alguien comparó un día con la sonrisa de Saint Médard, cuya iglesia se alzaba al final de la calle.
Era feliz. Se dedicaba a mirar. Iba de descubrimiento en descubrimiento, pero, al contrario de lo que le sucedía a Vladimir, no se esforzaba por comprender. Le bastaba con contemplar una mosca posada en la pared de yeso o las gotas de agua que se deslizaban por el cristal.
Algunas gotas, por ejemplo, más gordas y más turbias, alcanzaban a las otras tomando el camino más recto en lugar de zigzaguear. En ocasiones eso podía durar horas, con el telón de fondo de la enorme bota roja con borla dorada que tenía a modo de insignia el dueño de la zapatería de enfrente.
Se llamaba Stieb, y su nombre, que no pudo leer hasta mucho después, estaba escrito con caligrafía inglesa en los dos escaparates que enmarcaban la estrecha puerta. Se veía cómo entraba la gente, sobre todo mujeres con uno o varios niños, y era fascinante observarlos mientras gesticulaban sin que se pudiera entender lo que decían. El señor Stieb llevaba una barba cuadrada, se ponía cuello de alas postizo, una ancha corbata de color malva de ésas que se sujetan a la pechera y una levita.
Hacía que la madre y los niños se sentaran, se arrodillaba para descalzar a éstos y entonces daba comienzo el juego de las cajas, que iba a buscar a las estanterías y de las que sacaba, con ademanes de prestidigitador, zapatos de todas las formas.
—No… —indicaba meneando la cabeza la madre, que tenía una bolsa de malla en el regazo.
—¡Espere! ¡Espere! Creo que tengo lo que busca. ¿Qué le parecen éstos?
—No… No.
—Nada de charol. Nada de cabritilla. ¡Unos buenos zapatones de suela gruesa, si es posible con clavos!
A la izquierda, sumida en la penumbra, la señora Stieb, flaca y severa, asistía indiferente a la escena. Era fea. Los pelirrojos la llamaban el adefesio enfermo.
La enterraron un año o dos más tarde. Toda la Rue Mouffetard, incluidas las vendedoras ambulantes, siguió el cortejo fúnebre. Las persianas estuvieron bajadas durante tres días. Cuando el señor Stieb volvió a abrirlas, en la tienda había una dependienta.
También las persianas eran fascinantes. Las de la zapatería se bajaban mediante una manivela que se introducía en un agujerito de la parte delantera, y, en verano, otra manivela hacía descender un toldo a rayas rojas y amarillas, cuyo borde quedaba justo por encima de las cabezas de los transeúntes, de forma que los más altos o los que llevaban sombrero de copa tenían que agacharse. Otro toldo, liso y grisáceo, los obligaba a agacharse de nuevo delante de la casquería.
No todos los comerciantes cerraban a la misma hora, y el dueño de la tienda de ultramarinos, que sólo tenía un escaparate pero cuyo local se extendía para dentro, era el último en colgar dos paneles de madera que ajustaba con una tranca y un candado antes de hacer lo propio con la puerta, de forma que se veía obligado a volver a su casa por el callejón.
Louis se pasaba horas junto a la ventana, como se pasaba horas en el patio mirando al carpintero, que trabajaba en su taller acristalado. Era un hombre alto y flaco, se llamaba Floquet y de vez en cuando hacía un alto mientras manejaba la sierra y la lima para liar un cigarrillo.
No debía de ser lo bastante rico como para permitirse un aprendiz y, cuando necesitaba que le echaran una mano para mantener dos piezas de madera juntas, llamaba a su mujer, que venía desde la cocina, vestida con una bata almidonada y todavía lozana.
Cuando, en primavera o en verano, una parte de la cristalera quedaba abierta, el taller despedía un agradable olor a madera fresca y a cola, algo desvaído por el olor del único retrete del edificio, cuya puerta, en la que alguien había grabado un corazón, estaba abierta noche y día y dejaba a la vista un plato de cerámica sucio, con dos plataformas para poner los pies y un agujero en medio.
Más allá del patio aún se abría otro mundo, porque el edificio era grande. Aunque todos los inquilinos eran más o menos pobres, los que tenían ventanas que daban a la calle eran los privilegiados. Entre ellos había personas como el señor Kob, que sólo salía con sombrero hongo, a veces con sombrero de copa, y siempre con levita. Se decía que era auxiliar de laboratorio en la Facultad de Medicina y que era él quien descuartizaba los cadáveres que los familiares no reclamaban.
Sin embargo, incluso en esa parte de la casa había más personas mayores que jóvenes; la mayoría eran viudas y viudos, sobre todo viudas. A algunos les ayudaban sus hijos con pequeñas cantidades de dinero. Otros tenían algo ahorrado. Otros más recibían una ayuda del Estado y por lo menos tres, que vivían en los pisos superiores, ya no podían bajar la escalera.
Una especie de túnel llevaba al segundo patio, donde se alineaban los cubos de la basura; los gatos, y también las ratas según se decía, volcaban las tapaderas que habían quedado mal cerradas. A la derecha desembocaba una escalera con los primeros peldaños de piedra y el resto de madera. Unos pocos barrotes, demasiado espaciados, sostenían la barandilla de hierro, y varios niños se habían lastimado a causa de ello; uno se murió al caer desde dos o tres pisos de altura.
No todos los vecinos hablaban en francés. Una chiquilla y su padre tenían los ojos rasgados. Y había un negro, alto y de labios gruesos, que vivía con una mujer diminuta y de piel tan pálida como la de los gemelos.
Louis se sentaba en un peldaño y se dedicaba a mirar. Rara vez hacía preguntas. Cuando su madre volvía a la hora de comer, estaba demasiado atareada con los otros, y casi cada noche había un hombre en su habitación, a veces un desconocido, aunque en general se trataba de alguien que se quedaba bastante tiempo y que condescendía a jugar con los niños, como en el caso del cochero.
Vladimir era el único que podría haberle aclarado algunas cosas, pero su actitud hacia su hermano era tan altiva y desdeñosa que Louis prefería callarse.
Sin embargo, Louis habría podido acusarlo. Vladimir había adoptado la costumbre de traer a casa por la noche cosas que no eran suyas: caramelos, barritas de chocolate que chupaba mientras se dormía, monedas que escondía en su jergón, una navaja que brillaba como si fuera de plata, y hasta un reloj de señora que, de vez en cuando, se ponía junto al oído antes de dormirse.
Un día, Alice dio con el reloj y, cuando Vladimir regresó, lo hizo oscilar como un péndulo, sujetándolo por un extremo de la cadenita, delante de sus mismas narices.
—¿Dónde has encontrado esto, Vladimir?
—Devuélvemelo.
—No te lo devolveré hasta que encuentres otro para mí.
—Te ordeno que me lo devuelvas.
—Y yo te advierto que, si no me lo dejas, se lo diré a mamá. También le diré que miras por el agujero y que me obligas a hacer lo mismo que ella.
—A ella le da igual. Devuélveme el reloj.
—No.
—Te prometo que te daré otro.
—Cuando me lo traigas, te devolveré éste. ¿Es de oro?
—Chapado en oro.
—¿Es bisutería?
—No es bisutería, está chapado en oro. Es casi tan bueno como el oro. Escucha, Alice…
—No.
Vladimir descargó entonces toda su rabia en Louis.
—Y tú, ¿qué haces aquí?
—Nada.
—¿Estabas escuchando?
—Lo he oído.
Vladimir fue a buscar la navaja y la abrió con decisión.
—Si tienes la mala pata de decírselo a mamá o a cualquier otra persona, te pincharé. ¿Sabes lo que quiere decir eso?
—Sí.
—Ven aquí.
—No.
—No te servirá de nada.
Vladimir dio un paso, agarró a Louis por la muñeca, le arremangó la camisa y, de un golpe seco, le hundió la punta de la navaja un milímetro o dos.
—¿Hace daño?
—Sí.
—Pues si te pincho de verdad, todavía te hará más daño y es posible que haya que llevarte al hospital. ¿Te acuerdas del hombre al que encontraron tirado en la calle el mes pasado con un cuchillo clavado en la barriga? —todos los que madrugaban lo habían visto desde sus ventanas, porque durante más de una hora nadie acudió a socorrerlo—. ¡Muy bien! Entonces, cierra la boca. ¿Entendido?
—Entendido.
Y Louis se alejó de su hermano con una sonrisa.