¿Durante cuánto tiempo siguió cenando con su madre casi cada día? Como tantas otras, la respuesta a esta pregunta dependía de la época en que se la planteaba, puesto que cuando tenía cuarenta años el tiempo transcurría con mayor lentitud que con sesenta; los acontecimientos se situaban en tal o cual año, pero a veces el orden cronológico quedaba alterado.
Su madre, que aún vivía después de la guerra de 1940, le hacía a menudo un reproche que no creía merecer.
—Si te hubieras quedado conmigo, si hubieras seguido viniendo a verme, no estaría aquí con este loco y habría permanecido, como hizo mi madre hasta su muerte, en nuestra querida Rue Mouffetard.
En 1945 vivía en Joinville, en una casa coquetona situada a orillas del Marne.
—Léon está cada día más insoportable. Dime si no es increíble que a su edad, y a la mía, se ponga celoso y que, cuando va a pescar, plante la caña delante de casa para vigilarme.
Pasaba ya de los setenta años, y el tal Léon, su segundo marido, era seis o siete años mayor que ella, aunque no los aparentaba y se mantenía tan erguido y con los hombros tan fuertes y las carnes tan recias como cuando Louis lo vio por primera vez.
Como antaño a los gemelos, una mata de cabello cortado a cepillo coronaba su rostro cuadrado, aunque en su caso el pelo era completamente blanco.
Louis, por su parte, tenía la certeza de haber cenado a solas con su madre durante mucho tiempo; recordaba que, en cuanto le quedaba algo de dinero, se presentaba con algún manjar poco habitual, una langosta, unas vieiras, un pollo frío, una botella de vino con tapón de corcho o una latita de foie-gras.
La carta de Guy debió de llegar a finales de 1919 o a principios de 1920, cuando Léon aún no había aparecido en sus vidas. Estaban los dos sentados a la mesa cuando ella la sacó del bolso.
—Es curioso, Louis. Ya verás. No es su letra, pero lleva su firma.
En el sobre había varios sellos de la República de Ecuador.
Querida madre:
Como hace tiempo que la guerra ha acabado, supongo que la correspondencia ya no pasa censura, de forma que puedo escribir sin crearte problemas. Te sorprenderá recibir esta carta; espero que, cuando lo hagas, todos gocéis de buena salud. Debes perdonarme por no haberla escrito personalmente, pero ya sabes que, como apenas asistí al colegio, la ortografía nunca fue mi fuerte.
No tengo noticias de Olivier, ni de nadie. No sé si al final Olivier se casó con la chiquilla beduina ni si sigue viviendo en Orán. Cuando nos despedimos, hablaba de enrolarse en la Legión o en los Batallones de áfrica. Espero que no cometiera semejante tontería.
En el mapa que te envío de América del Sur tal vez encuentres la ciudad de Guayaquil, que se halla más o menos frente a las islas Galápagos. ¿Recuerdas que Olivier y yo hablábamos a menudo de las islas Galápagos y que no me creías cuando te decía que allí había tortugas gigantes que tenían centenares de años y que eran tan grandes que se podían sentar dos personas encima de ellas?
Pues sí que existen. Olivier y yo nos fuimos con el propósito de vivir en una isla desierta. Por desgracia, el buque donde nos embarcamos clandestinamente hizo escala en Argelia y allí nos descubrieron. Entonces soñamos con ahorrar el dinero suficiente para embarcarnos en Dakar.
Trabajamos como peones aquí y allá. Olivier tropezó con una niñita que mendigaba por la calle. Admito que, para ser beduina, era muy guapa. Por regla general, esa gente vive en las montañas y tiene un carácter muy orgulloso.
Me pregunto cómo iría a parar a Orán y por qué pedía en la calle, con los ojos cubiertos de moscas.
Olivier no quiso seguir. Nos peleamos, me marché solo y un buen día llegué a Panamá, un país extraño donde me contrataron en un carguero que se dirigía hacia el sur por la costa del Pacífico.
Te ahorraré los detalles, pues la travesía fue larga y tuve un sinfín de aventuras y de dificultades. Si empezara a contar mi vida, la pobre Dorothy no acabaría nunca de escribir esta carta que le dicto. Es muy instruida. Es inglesa, pero nació en Quito, la capital de Ecuador, donde su padre era cónsul.
Primero la hizo estudiar en Quito, después en Panamá, donde hay un colegio americano, y luego la envió a Inglaterra, donde decidió estudiar ciencias naturales.
Mientras le dicto esta carta, me ruega que no hable tanto de ella y tengo que asegurarme de que escribe todo lo que le digo. Incluso trabajó durante una larga temporada en el Museo de Historia Natural de París. Cuando regresó aquí, estaba como aquel que dice de misión.
Yo todavía intentaba ir a las Galápagos. Pero habría tenido que alquilar un barco y no me alcanzaba el dinero. Trabajé como ascensorista en un hotel, pues habían construido uno de ocho pisos. Me las ingenié como pude hasta que conocí a Dorothy, que tiene ocho años más que yo.
Nos casó un pastor inglés en una ceremonia que no duró más que unos minutos, de forma que me he hecho protestante, aunque ni Dorothy ni yo le concedemos la menor importancia a eso.
Todavía me pregunto cómo ha podido enamorarse de un pedazo de bruto que apenas sabe escribir y a quien se lo ha tenido que enseñar todo.
Ahora vivimos en un bungaló, es decir, una casa de madera muy confortable y equipada con todo lo necesario, que se halla a treinta kilómetros de la ciudad. Como la carretera no continúa, vivimos en plena selva.
Aquí hace más calor que en África. Las plantas crecen a ojos vista. Te sorprenderá saber que nos ganamos la vida cazando mariposas, colibríes y garcetas que mandamos a Nueva York o a Londres, donde nos las compran por mucho dinero.
También hay algunos lagartos y ciertos pájaros que capturamos vivos y que los zoológicos nos quitan de las manos.
Dorothy se ocupa de la correspondencia y me acompaña a la selva, donde hay que tener mucho cuidado con los animales, no sólo con los jaguares, sino con los insectos.
Llevamos una buena vida. Tres mestizos cuidan del bungaló y nos preparan la comida. Hablo el español y el inglés casi mejor que el francés. Lo único que me apena es que nunca podré ir a verte a Francia, porque me detendrían por desertor.
Cuando me enteré de que había estallado la guerra, tuve mis dudas. El cónsul me habría pagado el viaje. Se enfadó al ver que prefería quedarme y, durante años, ha hecho ver que no me conocía.
Ahora se le ha pasado, me llama «el Rebelde» y la semana pasada volvió a venir por aquí a tomarse un whisky con nosotros. Dorothy y yo no tenemos hijos. Envíanos noticias de todos. Encontrarás la dirección debajo de todo. El pueblo más próximo se llama San José.
Te mando un beso y todo mi cariño. Perdóname por marcharme. No podía hacer otra cosa.
Tu hijo, que te quiere,
GUY.
Pasados los setenta y cinco años, Gabrielle todavía guardaba la carta en la lata de galletas que se había llevado a Joinville. Louis estaba seguro de que lo de Léon sucedió más tarde, en 1921 o 1922. Ella aún acudía al mercado. Fue a verla un domingo por la mañana, sobre las diez, ya que a Gabrielle no le gustaban ni el taller ni su pintura. La encontró en bata, frente a un hombre de pelo ligeramente cano que parecía sentirse como en su casa.
—No te vayas, Louis. No es lo que crees. Te presento a Léon, Léon Hanet, es el encargado de una gran empresa de fontanería del Boulevard Voltaire. Enviudó hace diez años y tiene dos hijas casadas, una de ellas con un médico.
El hombre sólo llevaba pantalones, una camisa blanca sin cuello y los pies calzados con unas chancletas, sin calcetines.
La risa de su madre traslucía cierta incomodidad.
—No te lo creerás, pero Léon está empeñado en casarse conmigo. Se gana bien la vida y no quiere que siga empujando el carretón.
Ella misma traicionaba a su vez la Rue Mouffetard, al igual que el clan. Es cierto que los demás se habían marchado, pero a Louis jamás se le habría ocurrido pensar que ella tampoco se quedaría en el apartamento.
—En el Boulevard Richard-Lenoir hay un apartamento muy bonito. ¿Qué te parece? Aunque siempre le digo que soy demasiado vieja, él…
Se volvió a casar con gran discreción, sin anunciárselo a nadie. Unos polacos invadieron su antigua casa.
Los periódicos y las biografías contarían que, durante el largo período en que fue un pintor desconocido, había pasado hambre durante muchos años, y que a veces comía lo que encontraba en los cubos de la basura.
Era mentira. Alguna vez debió de contar que, en la Rue Mouffetard, había visto por la ventana a una pareja hurgando en los cubos, y eso dio origen a la leyenda. Añadiría que, más adelante, la curiosidad lo había impulsado a abrir dos o tres cubos al pasar junto a ellos, para saber qué cosas comestibles contenían.
En cuanto al hambre, no le concedía la menor importancia. Nunca había sido goloso. Incluso cuando tenía dinero, a veces se conformaba con un poco de leche, huevos duros y queso. Es cierto que en ocasiones se había visto obligado a prescindir incluso de eso. Pero no durante años, sino de forma intermitente.
También tendían a incluirlo entre los llamados pintores de Montparnasse que, después de la guerra, proliferaron en el distrito XVI, donde se los veía, hablando en todas las lenguas, primero en La Rotonde, luego en la terraza del Dome y, por último, en La Coupole.
Entre ellos no sólo había pintores y escultores, hombres y mujeres, que vestían con excentricidad, sino también escritores, poetas y críticos que no tardaron en despertar la curiosidad de los turistas.
¿No se había pasado Louis un mes, a razón de varias horas diarias, en un rincón de La Rotonde, con un cortado y sin dirigirle a nadie la palabra?
Allí había reconocido a varios pintores de renombre que, al final, sólo aparecían en medio de una corte de estetas y de muchachas bonitas. Algunos poseían coches extravagantes, que siempre estaban rodeados de curiosos.
Louis no se había integrado en ningún grupo. En Montparnasse nadie le conocía. No era más que un joven bajito y delgado, con el pelo desgreñado y una sonrisa satisfecha.
El señor Suard había dejado la papelería de la Rue de Richelieu demasiado tarde o demasiado pronto. Demasiado tarde porque, en 1923 o 1924, en Montparnasse había tantas galerías de pintura como clubes nocturnos, eso sin contar las que surgían en el Faubourg Saint-Honoré, cada vez más grandes y lujosas.
El valor del dinero había cambiado. Tiempo atrás, en casa de su madre se contaba por céntimos. Ahora se contaba por centenares, por miles de francos, y pintores de los que diez años después ya no se hablaría vendían sus telas más caras que las de un maestro italiano del Renacimiento.
El señor Suard había emprendido la aventura demasiado pronto porque aún no se había empezado, como más tarde sucedería, a discernir entre lo que permanecería y lo que acabaría en los mercadillos. La Rue de Seine no estaba precisamente mal situada, pero el exiguo escaparate pintado de color verde oscuro quedaba encajonado entre una carnicería con mostradores de mármol cubiertos de aves y una modesta tienda de verdura donde las cestas y las cajas, como era habitual en la Rue Mouffetard, invadían la mitad de la acera.
Los transeúntes no se percataban de que, entre ambas, había un galerista, máxime cuando las telas expuestas y los carteles que a veces anunciaban una exposición llevaban nombres desconocidos.
Era a este período al que se aludía cuando, más tarde, se decía que Cuchas había vivido en la miseria durante años.
En efecto, duró varios años, hasta 1927 o 1928, con diversos altibajos. Para hacer frente a las dificultades, el señor Suard vendió parte de sus muebles y cambió el apartamento de la Porte d’Orléans por otro piso menos caro.
Cuando veía entrar a Louis con una tela bajo el brazo, se sentía dividido entre el entusiasmo y la desesperación de no tener dinero que ofrecerle.
—¿Estás en las últimas?
Louis sonreía y meneaba la cabeza.
—Hay un aficionado que tiene que volver el lunes. Estoy seguro de que se presentará. Está entusiasmado con una de tus telas, Les Paniers, pero me he negado a dejársela por una cantidad ridícula. Es ahora cuando hay que labrar tu reputación y, si te vendo menos caro que a los demás, nadie te tomará en serio.
Según los meses o las semanas, el cuenco estaba lleno, medio lleno o vacío. Era un cuenco grande de cerámica, que sabe Dios para qué habría sido utilizado. Era imposible averiguar qué artesano lo habría cocido, en qué homo y de qué forma habría conseguido ese color rojo, intenso y metálico, que había atraído la mirada de Louis en la feria de Saint-Ouen, donde a menudo se dejaba caer los domingos.
Lo había colocado en un estante, porque el taller se iba llenando paulatinamente de mesas, tablones, caballetes y cachivaches que nadie quería, como un pisapapeles en cuyo interior se veía caer la nieve y botellas de formas extravagantes y de todos los colores, todo lo cual formaba un batiburrillo que él llamaba su tesoro.
En la Rue de l’Abbé-de-l’Épée, el cuenco rojo cumplía las mismas funciones que la lata de galletas de su madre. Cuando regresaba con algo de dinero, ya fueran monedas o billetes, Cuchas lo metía dentro.
—Toma el cuenco y mira si queda bastante para comprar salchichón —decía sin dejar de pintar.
A menudo le acompañaba una mujer. Había construido con sus propias manos un diván estrecho, porque detestaba dormir acompañado.
Era incapaz de decir que no, y a todas les parecía que su sonrisa y el que inclinara la cabeza equivalían a un sí.
—Eres pintor, ¿verdad?
Durante diez años llevó el mismo traje, confeccionado con el terciopelo acanalado con que se hacían, cuando era pequeño, los pantalones de los jornaleros. No lo había elegido para tener aspecto de pintor, sino porque siempre había deseado uno así. Por lo demás, no se preocupaba demasiado por la ropa y a veces llevaba la misma camisa durante quince días.
—Tienes una mirada que debe de gustar a las mujeres.
No lo creía. Pero le daba igual. Las dejaba hacer y ellas lo seguían hasta su casa. Aceptaba la presencia de las mujeres como aceptaba la de los tres gatos que se habían refugiado en el taller. No le disgustaba ver un cuerpo desnudo recorriendo la espaciosa habitación acristalada. Por culpa de las quejas de un inquilino cuyas ventanas daban al patio tuvo que encargar, un día en que había dinero en el cuenco, una cortina de tela de saco, el material más barato que encontró.
No era ni pobre ni rico. Se pasaba el día pintando, en busca de esa irradiación del espacio que perseguía desde hacía tanto tiempo y que perseguiría durante el resto de su vida.
Algunas de sus compañeras se quedaban un par de días, otras un mes o más. Durante algún tiempo vivieron allí dos lesbianas, una de las cuales era sueca, que no tenían donde dormir. Las dos lo querían mucho, sobre todo la sueca, que se sentía fascinada por él y que lo comparaba con un elfo de su país.
¿Por qué se le ocurrió pensar a Cuchas de improviso en Pliska un día que Suard, desanimado, hablaba de tirar la toalla? Lo había vuelto a ver unos días antes, en la terraza del Dome, en medio de un círculo de gente que hablaba lenguas distintas. Era el más alto y el más fuerte. Su voz resonaba de tal forma que, a pesar del estruendo de la calle, se le oía desde el otro extremo de la terraza.
—¿Tú preguntar mi apellido? No apellido. Sólo Pliska. Pliska… Todos oírlo…
Aunque estaba borracho, no por ello dejó de reconocer a Louis y se lo señaló a su auditorio.
—Preguntar a mi amigo…, yo conocer él desde niño. Él saber que Pliska gran escultor. Más grande escultor del mundo. Él haber visto Pareja… Ya no Pareja. Nombre cambiar… Procreación… ¡Eh! Procreación. ¿Comprender?
Esta Procreación, que haría famoso a Pliska y pondría de moda la Galería Suard, que se trasladó de la Rue de Seine a la Rue La Boétie, atrajo la atención de un crítico de arte norteamericano a quien un millonario de Filadelfia había encomendado la misión de recorrer Europa y comprar lo mejor en pintura y escultura para el museo particular que había de donar a su ciudad.
Así fue como una tela pequeña de Cuchas, titulada La boda, atravesó el Atlántico en el mismo barco que el monumento del checo.
Hacia los treinta años ganó peso y, al rellenársele los pómulos, los rasgos se le difuminaron un poco. Casi todos los días acudía a un restaurante frecuentado por chóferes, que tenía un mostrador de estaño, sillas de anea y una insignia que rezaba: BODEGAS DE ANJOU. Siempre se sentaba en el mismo rincón, pues le gustaban los rincones y, en medio, se sentía incómodo, demasiado a la vista y vulnerable.
—¿Un vinito blanco, señor Cuchas?
Un gato rubio le saltaba al regazo y él lo acariciaba mecánicamente. Bebía poco, dos o tres vasos de vino al día, y luego callejeaba, deteniéndose a mirar un trozo de muro o a unos obreros encaramados a un andamio. Le gustaban los bancos, sobre todo los de las plazoletas donde no había casi nadie y donde a veces se quedaba un par de horas sin darse cuenta del paso del tiempo. Suard empezaba a vender sus cuadros más caros y el cuenco estaba casi siempre lleno.
—¿Es aquí donde guarda el dinero?
—¿Verdad que es bonito? Nunca he conseguido el mismo rojo.
—Cualquiera podría meter la mano.
Se encogía de hombros. ¡El hecho de tener o no dinero alteraba tan poco su vida! A veces parecía que estuviera merodeando alrededor de Mouffetard como si se tratara de un círculo mágico.
Durante mucho tiempo había vivido en su interior y en aquel momento, sin embargo, era como si le diera reparo adentrarse allí. ¿Acaso no había elegido las Bodegas de Anjou, que se hallaban en la esquina de la Rue Rataud, precisamente porque estaban en la frontera de su antiguo universo?
Vladimir vivía a caballo entre Marsella y Toulon. Tenía un automóvil y un par o tres de veces lo aparcó delante del taller. Se había vuelto más irónico y agresivo que antes y había algo inquietante en su mirada.
—¿Has visto a mamá?
—Sí. No me gusta el tipo que vive con ella.
—Están casados.
—Ya lo sé.
—Alice también. Se ha casado con un ganadero y dice que es feliz.
Ella también fue a verlo, sin el marido ni los niños, pues había tenido dos más de su segundo matrimonio.
—¿Estás sola en París?
—No. Hemos venido los cinco para el Salón del Automóvil —había engordado y su mirada había perdido brillo—. Nos estamos haciendo una casa nueva, una mansión, a cinco kilómetros de Nevers. Mi marido compra todos los pastos que encuentra. Es la mejor inversión. Mañana iré a ver a mamá.
—¿Tienes su dirección?
—Me la envió en una carta.
—Se ha vuelto a casar.
—Resulta extraño, ¿no? A su edad me habría dado apuro.
A veces, Louis trabajaba cinco o seis horas en una tela y luego tiraba los pinceles y se echaba en la cama a llorar.
Pliska le daba ánimos. Siempre acudía con una acompañante distinta y, en cuanto ésta abría la boca, le ordenaba:
—Tú no hablar, no entender. Tú solamente hacer el amor.
Examinaba las telas una detrás de otra con el ceño fruncido. En una mesa descubrió, lleno de emoción, la caja de lápices que le había regalado a Louis cierta Nochebuena.
—¿Tú guardas?
Estaban casi intactos, pues sólo los había usado para dibujar el árbol del patio del colegio y para hacer dos o tres bocetos infantiles. Faltaba el azul oscuro, que su hermana le había cogido una noche en que dibujaba sobre un papel gris el patrón de una falda según una revista de modas.
Desde entonces había pintado otro árbol, el tilo del patio, El señor Árbol.
—¿Por qué «señor»?
¿Qué podía contestar? Sonrió con cierta incomodidad.
—No lo sé.
Con las coles le había pasado algo parecido. Había pintado muchas coles. La mayoría de la gente come verdura sin haberse detenido jamás a observar una col, un puerro o unas zanahorias tiernas.
—¿Le parecen decorativas las coles?
—No. Decorativas no.
Los periodistas empezaban a entrevistarle.
—¿Es un recuerdo de la época en que trabajaba en el mercado?
—No lo sé.
Un día que asistió a la inauguración de otro pintor en la Galería Suard, una voz exclamó:
—¡Mira quién está aquí! ¡El angelito! —una mano se tendió hacia él. Intentó ponerle en vano nombre a aquella cara que, sin embargo, le resultaba conocida—. ¿No te acuerdas? Marchal. Raoul Marchal, el que te dio una tunda por culpa de una canica amarilla. ¿Eres tú quien expone?
—No.
—Me han dicho que eres pintor. ¿Te va bien?
Lo miró de arriba abajo, como para deducir de su aspecto y su vestimenta hasta qué punto tenía éxito.
—Trabajo bastante.
—¿Vendes?
—De vez en cuando.
—¿Qué te parece lo que hace este tipo? Yo no entiendo de pintura. Me han invitado porque he invertido dinero en un semanario.
Se acercó un periodista que lo había oído.
—¿Por qué lo ha llamado usted el angelito?
—¿A Cuchas? Porque, en la escuela, se dejaba zurrar por todo el mundo y jamás se quejaba al maestro.
O tal vez porque, a las tres de la madrugada, ayudaba a su madre a empujar el carretón hasta el mercado. Trabajaba como vendedora ambulante. Eran muy pobres. Si mal no recuerdo, tenía dos hermanos gemelos mayores que nosotros que eran peores que la tiña.
No protestó y siguió sonriendo como sonreía tiempo atrás cuando le pegaban bofetones o patadas.
La historia apareció en un periódico vespertino, que la portera fue a llevarle emocionada.
—Ahora entiendo que tenga todos esos gatos y que esas muchachas se lleven lo que les da la gana.
La leyenda se difundió. Antes de la guerra, en 1939, muchos lo llamaban el angelito, y en las caricaturas su rostro aparecía rodeado de una aureola.
A los cuarenta y dos años no había sentido aún curiosidad por viajar. Sólo en el momento del éxodo, cuando se esperaba que los alemanes llegaran de un momento a otro a París, emprendió la marcha hacia el sur. Un cliente suyo, que era médico, lo llevó en coche hasta Moulins, donde se quedaba porque su mujer tenía familia en esa ciudad y parecía inconcebible que los alemanes llegasen hasta allá.
Luego hizo algunos tramos en camión y otros a pie. En Lyon, después de esperar una noche y un día en un andén, consiguió meterse en un tren que lo condujo hasta Cannes, donde no pudo encontrar alojamiento.
La visión del mar lo exaltó. No obstante, se vio obligado a alejarse de él para subir primero a Mougins y luego a Mouans-Sartoux, un pueblo de verdad, sin mansiones ni hoteles para turistas, situado a pocos kilómetros de Grasse.
Allí pasó la guerra. No leyó más periódicos que durante la Gran Guerra. Alquiló una casucha que le sirvió de taller. Suard y su familia se habían instalado en Niza.
—Supongo que aquí encontrarás la luz lo bastante brillante y los colores suficientemente puros.
—Eso es lo que creía al principio.
Durante dos años había luchado denodadamente por reflejar el brillo de la naturaleza.
—¿Y ya no lo crees?
—La luz se lo come todo, lo ahoga todo. Al final no queda más que una papilla. Habría hecho mejor quedándome en París.
—Pronto estaremos de vuelta. ¡Toma! Te traigo un poco de mantequilla que me han mandado unos amigos.
Pronto… De eso nada. Aquello aún duraría tres años. Suard vendía sus telas tan caras que no sabía qué hacer con tanto dinero. Por miedo a una devaluación de la moneda, la gente compraba lo que fuera.
—¿Quieres que te lo guarde?
—Me da lo mismo.
Tenía su rincón favorito en el mesón del lugar y aspiraba el olor con delectación. Había dejado la gordura atrás y ésta ya no volvería. Al contrario. Cuando regresó al taller de París, donde le sorprendió encontrar cada cosa en su sitio, empezó a adelgazar. El pelo, que seguía igual de vaporoso, se le había encanecido y, como le revoloteaba en torno al rostro, le hacía parecer más delgado y más delicadamente cincelado que cuando era niño.
Había telas suyas en numerosos museos. La gente se sorprendía al verlo en aquel taller desprovisto de comodidades y donde ni siquiera quería teléfono. Seguía llevando un traje de terciopelo acanalado, aunque la tela ya no tenía el grosor, ni era tan caliente como la de antaño.
Su abuela había muerto. Su madre y su marido seguían viviendo en la casa de Joinville. En la Rue Mouffetard no quedaba ya nadie de la familia y, cuando regresó, vio pocas caras conocidas. El señor Stieb había muerto. Los Doré también. Su casa seguía en pie, pero al lado construían un edificio de seis pisos.
—¿Es usted Louis Cuchas, el medio hermano de un tal Joseph Heurteau?
Estuvo a punto de decir que no, a causa de ese Joseph insólito.
—¿Quiere decir usted Vladimir?
—¿Así que conoce el apodo?
—Ya le llamaban así cuando yo nací.
—¿Por qué?
—No lo sé.
Era 1960. Ahora tenía el pelo blanco y sus rasgos se habían vuelto tan puros que daba la impresión de estar desencarnándose para no ser más que una mirada límpida y una sonrisa dulce y turbadora.
Dos personas habían irrumpido en su taller y le habían mostrado las placas de policía.
—¿Cuándo lo vio por última vez?
—La última vez fue en Cannes, durante la guerra.
—¿A qué se dedicaba?
—No lo sé.
—¿No le preguntó de qué vivía?
—No.
—¿Gastaba mucho dinero?
—No lo sé.
—¿No se percató usted de que estaba rodeado de tipos sospechosos?
—Estaba con una mujer. Me lo encontré por casualidad en un café.
—¿Podemos echarle un vistazo al taller?
Buscaron por todas partes metódicamente. Desanimado, uno de ellos comentó:
—En casa de su madre tampoco encontramos nada.
—¿Qué andan buscando?
—Droga. Joseph Heurteau, llamado Vladimir, es uno de los peces gordos más importantes del tráfico de droga en Francia. Lo pillamos por un asunto de proxenetismo, pero ahora vamos a llegar hasta el fondo.
No volvió a tener noticias de Vladimir durante un año. Casi había conseguido hacer vibrar los elementos de sus cuadros rodeándolos de aire y de luz. Casi. Pero no del todo. Eso aún le llevaría años.
Su madre le contó que Vladimir había sido condenado a quince años de trabajos forzados.
Siguió pintando todo el día. En la mayor parte de sus telas había huellas de su madre, de su hermana Alice e incluso de la pequeña Émilie. Nadie se daba cuenta de ello. También el rostro de los gemelos reapareció varias veces, la estufa, la canica amarilla y la sábana agujereada que separaba los jergones de la cama de Gabrielle.
Pronto cumpliría setenta años y andaba a pasitos cortos, consciente de su fragilidad. Por la noche, le gustaba sentarse en algún cine de barrio, en medio del calor del gentío. Cuando proyectaban películas antiguas, veía a los actores de cuando él era joven y apenas si se había percatado de la existencia del cine.
Había trabajado mucho. Y seguía trabajando. Aún tardaría años antes de expresar lo que desde el principio había sentido agitarse en su interior.
—¿Cuál es exactamente su objetivo?
—No lo sé.
Era la frase que más veces había dicho a lo largo de su vida y seguía repitiéndola.
El señor Suard había muerto. Su hijo, que se había puesto al frente de la galería, lo llamaba maestro. Mucha gente lo llamaba maestro.
Recordaba la noche en que le había parecido ver cómo un ligero velo nublaba el rostro de su madre, tan radiante durante años. Uno de los gemelos había muerto. Émilie había muerto. Alice, que había sido tan bonita, se había vuelto gorda y áspera. Ella también tenía ese velo delante del rostro. Y Vladimir seguramente no saldría de la cárcel con vida. Sólo quedaba un hermano, allá, en Ecuador, y hacía tiempo que no escribía. Se acercaba a los setenta y cinco años y su mujer debía de haber pasado ya la frontera de los ochenta. ¿Seguirían vivos? ¿Cazarían aún mariposas y aves del paraíso?
A veces le daba la impresión de que el velo también se apoderaba de él. Recordaba los jergones y la cama de Émilie, la Rue Mouffetard y el carretón a su llegada al mercado.
¿Acaso no les había robado algo a todos, a todo el mundo? ¿No se había nutrido de su sustancia?
Lo ignoraba y no tenía que saberlo, porque de otro modo no sería capaz de llegar hasta el fin. Seguía con su trotecillo menudo y sonreía.
—¿Puedo preguntarle, maestro, qué imagen tiene de sí mismo?
No se lo pensó mucho. El rostro se le iluminó un instante y dijo, alegre y púdico:
—La de un chiquillo.
Épalinges (Vaud), 13 de octubre de 1964