3

Su madre seguía yendo todas las mañanas al mercado a comprar provisiones, pero cada vez se la oía bromear menos con su voz clara y vibrante. Louis recordaba la época en que distinguía el timbre de esa voz entre el estruendo de la inmensa nave de techo acristalado, como se reconoce de lejos el brillo de una cabellera.

También su abuela seguía empujando el carretón de madrugada por las calles oscuras, pero cada vez eran más los días en que no se la veía; entonces Gabrielle aprovechaba un hueco entre dos clientas para subir a su habitación, que quedaba calle abajo, cerca de Saint-Médard, para cerciorarse de que no estuviera enferma y que no le faltara de nada.

Louis apenas conocía esa habitación. Sólo había estado allí dos o tres veces, cuando era pequeño, y la recordaba oscura y abarrotada de muebles, con un aparador cuyas puertas superiores eran de cristal y permitían ver la vajilla; una mesa y sillas esculpidas que simulaban ser antiguas; cortinas de terciopelo raídas y verdosas y un montón de baratijas, jarrones, figuritas y bomboneras de porcelana.

—Ten cuidado, Louis. La última vez que vino, tu hermano Vladimir rompió un platito por el que yo sentía gran aprecio. Son recuerdos.

Reinaba un olor distinto al de su casa y Louis sospechaba que a la anciana no le gustaba que la gente entrara allí, ni siquiera sus nietos. Siempre la había tenido por una vieja, aunque en verdad no lo era tanto, pues en su familia las chicas daban a luz muy jóvenes.

En la primavera de 1919, Gabrielle debía de haber cumplido ya los cincuenta y cuatro años. Su hermano, el carnicero, a quien fingían ignorar aun cuando tuviera la tienda en su calle, y el cual los ignoraba a su vez, no sabía que Louis era su sobrino. Era el hijo mayor de la vieja, que lo había tenido sobre los dieciséis años.

Había adelgazado mucho y el carácter se le había agriado. Una vez que se pasó toda una semana sin aparecer por el mercado, Louis empezó a preocuparse y Gabrielle lo tranquilizó.

—No te preocupes por mi madre. Podría vivir de rentas, ha ahorrado una buena suma. Jamás ha gastado un céntimo. Tampoco me ha ayudado nunca, ni siquiera cuando, al principio, pasaba apuros. Solía decirme: «¡Que cada cual mire por sí mismo, hija mía! A los hijos hay que criarlos hasta que estén en edad de espabilarse. Después tienen que apañárselas solos. Yo no espero nada de nadie ni tengo ganas de llevaros a juicio a tu hermano y a ti cuando me haga vieja para que me paséis una pensión alimenticia».

Louis y su madre se encontraban en casa por la noche, entre las ocho y las nueve.

—¿Qué te apetece comer, Louis? ¿Una tortilla? ¿Un bistec?

—Una tortilla de queso, si es que hay, mamá.

Se sentaban a la mesa uno enfrente del otro y a veces se producían largos silencios. Como si se observaran. Y, en el caso de Louis, era verdad.

Durante años había visto a su madre con los mismos ojos y siempre le había parecido intemporal. Aunque no había sufrido grandes cambios físicos, el cuerpo mantenía la misma firmeza y en la cara no se le veían arrugas, tenía la impresión de que una especie de velo había caído sobre ella.

Tiempo atrás nunca se la veía triste o preocupada; la muerte de Émilie sólo la abatió durante unos días. En resumidas cuentas, aceptaba la vida tal como llegaba saboreando los mejores bocados, conformándose con los bocados menos suculentos sin rechistar, y haciendo caso omiso del resto, como si jamás hubiera existido.

¿Fue el hecho de que sus hijos crecieran y empezaran a mirarla con ojos distintos lo que la impulsó abruptamente a dejar de recibir a hombres? Sin embargo, todavía lo hacía cuando Vladimir ya tenía quince años.

Su vida se había apagado. Para decirlo en términos pictóricos, como hacía el señor Suard, en el lienzo aparecían sombras y zonas deslustradas.

Aunque todavía salía algún sábado por la noche, ya no se ponía el vestido de color azul lavanda que tanto le gustaba a Louis. La moda había cambiado con la guerra. Los refajos habían desaparecido paulatinamente, así como los pesados corsés de ballena, los vestidos que iban barriendo el suelo y los botines de cordones hasta media pierna.

Las mujeres no sólo enseñaban el tobillo, sino media pantorrilla, y llevaban chaquetas de estilo militar sobre la falda. Se habían acostumbrado hasta tal punto que Louis tenía que esforzarse por recordar las modas de antes de la guerra.

Seguía desnudándose delante de él.

—¿Te molesta que salga?

—¿Por qué lo dices, mamá?

—A lo mejor me encuentras demasiado vieja.

—Tú nunca serás demasiado vieja.

—¿No te molesta que tu madre se vaya corriendo al baile como una perra en celo? —él le sonreía de una forma que pretendía ser tranquilizadora—. Tú no sales nunca.

—Salgo de día.

—Nunca te he visto con una amiga. ¿Tienes alguna?

—No, mamá.

—¿Por qué? A los diecinueve años, un chico necesita mujeres.

Se daba perfecta cuenta de lo que le preocupaba y eso le recordó las bromas de la caja de reclutamiento.

—No te preocupes. Soy un hombre.

Ella no había perdido la costumbre de ir al grano.

—¿Lo haces?

—De vez en cuando.

—Podrías conseguir tantas como quisieras, máxime cuando la mayoría de los hombres está en el frente. ¡Si supieras cómo se pelean las mujeres por los soldados de permiso!

—Eso me llevaría demasiado tiempo.

Aquellas palabras no reflejaban exactamente la realidad, sino sólo parte de una verdad demasiado complicada que Louis no estaba seguro de entender.

Durante un tiempo, el recuerdo de verse impotente ante aquella maraña de vello negro le impidió repetir la experiencia. Y no era frecuente que un deseo repentino e imperioso le turbara.

Como a todos, a veces lo asaltaban imágenes eróticas que le impedían conciliar el sueño, pero había dado con un método que tornaba menos lacerante la necesidad fisiológica. Intentaba ver esas imágenes, que a veces resultaban de lo más extravagantes, como si fueran escenas callejeras, y componerlas a base de manchas de color, rodeándolas así de otros elementos que creaban en su mente una pintura de la que, al final, habría podido reconstruir todos los detalles.

Había un cuadro que tenía ganas de pintar, pero que aún no podía hacer porque le avergonzaba que su madre lo viera.

Los colores serían tan alegres y brillantes como era característico en él, y, sin embargo, pensaba titular esa composición La guerra.

Se pondría manos a la obra en cuanto tuviera un taller, porque el cuadro sería bastante grande. Se verían los Campos Elíseos en perspectiva, con la masa verde de los árboles y los edificios de colores claros, de los que no se distinguirían más detalles que una profusión de banderas en las ventanas.

Representaría a la muchedumbre a base de puntitos negros tachonados de azul, de blanco y de rojo. Lo importante era el desfile. De hecho, dudaba entre titularlo La guerra o El desfile, prefería esperar a que la tela estuviera acabada antes de ponerle el título.

Filas de soldados, de mayor tamaño que la multitud. No le disgustaba que en sus obras se diera una desproporción entre los distintos personajes o entre los diferentes objetos.

Soldados desnudos, sonrosados unos y lívidos otros, como en la caja de reclutamiento. Cada uno de ellos llevaría un fusil y un quepis o un casco, aún no lo sabía.

Un oficial, también desnudo y parecido al médico militar, iría caracoleando, montado a caballo, delante de ellos. Se encaminarían hacia el Arco de Triunfo, sólo que éste sería sustituido por el sexo oscuro y monumental de una mujer abierta de piernas.

Llevarlo a cabo sería difícil. Es posible que nunca lo consiguiera. No obstante, había logrado acabar una tela igual de complicada que se titulaba El trenecito de Arpajon con la que se había propuesto reflejar el mercado de abastos.

Le habló de El trenecito de Arpajon al señor Suard y éste expresó su deseo de ver el cuadro.

—En cuanto encuentre un taller.

—En Montmartre hay algunos que están vacíos.

—Demasiado lejos.

Demasiado lejos de su madre, sobre todo, porque pensaba ir a verla todos los días, seguramente a comer con ella. No tenía la menor idea de cómo sería aquello e imaginaba que resultaría doloroso. El verdadero motivo de que se negara a ir a Montmartre era que allí se sentiría como en un país extranjero, lejos de las imágenes que había cosechado sin darse cuenta a lo largo de diecinueve años.

Una tarde calurosa y húmeda, precisamente al salir de la papelería, se cruzó con una mujer no muy alta, no demasiado joven tampoco, pero algo entrada en carnes y con una cara bonita y sonriente. Al pasar le echó una mirada cómplice que no tenía nada que ver con la de las mujeres que se dedican a cazar hombres. Se preguntó si no se habría equivocado. Cuando se volvió, vio que también ella se volvía al mismo tiempo, de modo que Louis dio media vuelta.

Ella llevaba un traje de chaqueta azul con botones dorados y una pequeña boina militar del mismo color azul colocada sobre el cabello rizado, tal y como dictaba la moda.

Louis no tuvo que dar el primer paso.

—¿Te vienes? Vivo a cinco minutos de aquí.

Le contestó con sinceridad que no era precisamente rico.

—No importa. Ya nos pondremos de acuerdo.

Le echó unos treinta años. Habría podido pasar por la dependienta de alguna tienda de los Grandes Bulevares o por una secretaria. Se parecía un poco a la señorita Blanche, que trabajaba con él todas las noches en la garita acristalada y a quien jamás se había atrevido a hacer proposiciones por más que le apeteciera.

Vivía en un coquetón apartamento situado en una calle que bordeaba el Palais Royal, por detrás de la Comédie Française. En la ventana, un canario daba saltitos dentro de una jaula. El parquet estaba encerado y los muebles resplandecían.

—¿Abordas a menudo a mujeres por la calle?

—Es la primera vez.

Casi la primera, mejor dicho. Al fin y al cabo, era ella quien lo había interpelado y él se había limitado a seguirla.

—¿Qué edad tienes? ¿Dieciséis? ¿Diecisiete?

—Diecinueve. Siempre me echan menos a causa de mi estatura.

—Y por tu cara bonita, ¿no? ¿Sabes que pareces un diablillo?

Se quitó la boina y la chaqueta del traje. A través de una puerta abierta se veía un comedorcito más allá del cual debía de estar la cocina.

—¿Te sientes incómodo?

—No lo sé. Un poco.

—¿Nunca te has desnudado delante de una mujer?

—No del todo, no.

—¿Nunca has hecho el amor?

Ella interpretó correctamente su silencio.

—¿Sabes? No debes avergonzarte. Todos hemos tenido una primera vez. A tu edad, me pasaba lo mismo que a ti. Al final me decidí; sentía un canguelo horroroso. Te sorprendería descubrir cómo me había imaginado el asunto.

Aún no había dejado al descubierto más que los pechos, que eran tan hermosos como los de Gabrielle, aunque sin los reflejos nacarados de ésta.

—Ven a sentarte aquí.

Señaló un sofá cubierto con una tela amarilla, que después aparecería a menudo en sus cuadros.

—¿Te gustan los pechos?

—Sí.

—¿Es lo que más te excita en una mujer? —se dirigía a él con gran amabilidad, como si fueran buenos amigos que se conocían desde hacía tiempo—. No vayas a creer que tengo la costumbre de hacer la calle. Ya sé que lo parece, pero es distinto. ¿Has estado alguna vez en lo que los anuncios de los periódicos llaman una casa de masajes? Generalmente son apartamentos.

—Yo estoy en la de la señora Georgette, en la Rue Notre-Dame-de-Lorette. Es un sitio tranquilo y discreto. Sólo somos tres o cuatro, excepcionalmente cinco, y los clientes son gente seria, todos habituales. Tienes que ir algún día. Arlette, una de mis compañeras, acaba de cumplir veintiún años.

Mientras contemplaba el canario que estaba en la jaula, él le acarició los pechos; en lugar de meterle prisa, ella siguió hablándole en un tono distendido. Le había desabrochado la ropa poco a poco y a él no le dio vergüenza estar desnudo con ella en la cama.

Se preguntaba si no iría a enamorarse de ella. Nunca habría imaginado que la penetración pudiera ser una experiencia tan dulce; un profundo bienestar se apoderó de todo su cuerpo.

—Quédate un rato así —le susurró ella mientras le acariciaba el pelo y lo miraba a la cara, desde muy cerca, con una curiosidad llena de ternura.

Después le sorprendió descubrir que ella no daba el asunto por acabado, sino que permanecían echados uno junto al otro, charlando, con los ojos clavados en el techo.

—¿A qué te dedicas? Seguro que estudias.

—Trabajo en el mercado de abastos.

—¿Tú? ¿En el mercado?

—Algún día me dedicaré a la pintura. Ya he empezado, pero aún no lo hago bien.

Ella no se vistió; un rato después se puso una bata del mismo color azul que el antiguo vestido de su madre.

Louis metió la mano en el bolsillo no sin cierta turbación; como la primera vez que fue a comprar colores, temía verse obligado a ir a buscar más dinero.

—No. Hoy no. Se me ocurre una cosa. Bajas a la calle. A la izquierda, en la Rue des Petits-Champs, verás una pastelería. Compras unos dulces, cualquier cosa que te apetezca y no sea de chocolate, porque no me sienta bien. Justo enfrente hay una tienda de ultramarinos; si te queda dinero, puedes comprar una botella de oporto. No hace falta que escojas el más caro, porque no entiendo de esas cosas y, para mí, un oporto es un oporto.

¿Dudó ella en algún momento que no regresaría o confiaba en él? Leyó el nombre de las calles en las placas azules, porque aquella zona no le era familiar.

Ella vivía en la Rue Montpensier y, para llegar hasta la Rue des Petits-Champs, tuvo que tomar la Rue de Beaujolais.

Encontró la pastelería y la tienda de enfrente. El olor de ella se le había impregnado en la piel y tenía la sensación de que los transeúntes se daban perfecta cuenta de que había hecho el amor dos veces.

Cuando volvió con los paquetes, ella estaba asomada a la ventana, cerca del canario, y la puerta se abrió en el preciso instante en que puso un pie en el rellano.

—¡Qué amable eres!

Curiosamente, ella se llamaba Louise y él Louis.

—En casa de la señora Georgette me llaman Loulou.

—¿Puedo llamarte Louise?

—¿Lo prefieres? Dicen que Loulou suena romántico, por la ópera.

—Yo me llamo Louis.

—¿Louis qué?

—Cuchas.

—¿Es un apellido extranjero?

—No creo. Es el apellido de mi madre y de mi abuela, y las dos nacieron en la Rue Mouffetard igual que yo.

—Abre la botella. Hay un sacacorchos en el aparador.

Habían pasado al comedor. Por encima de la techumbre del Palais-Royal se veía el cielo, estaba precioso, de un delicado color pese al calor.

Louise llenó las copas y le tendió una, que él se bebió sin apartar los ojos de ella. No le gustaban las bebidas alcohólicas. Enseguida se mareaba.

—¿Puedo volver?

—Parece que te ha gustado.

—Sí. Yo…

No acertaba a encontrar las palabras; estaba alterado, invadido por un sentimiento que sólo había experimentado hacia su madre y su hermana y, una vez o dos, cuando era más joven, hacia Vladimir. Deseaba que ella fuera feliz, que estuviera siempre contenta y que nada desagradable le ocurriera.

Ella volvió a llenar las copas.

—¡A tu salud!

El sabor no le parecía desagradable, como tampoco se lo parecía el calor que sentía en el pecho y, algo después, en la cabeza. Notaba que los ojos le brillaban y que las orejas se le ponían rojas.

—Sabe…

—Hace un rato me tratabas de tú.

—Sabes, Louise…

No acertaba a darle las gracias como habría querido y como ella se merecía, y hacerle comprender la importancia de lo que acababa de ocurrir, del maravilloso regalo que le había hecho y que, de eso estaba seguro, recordaría toda la vida.

Ella no podía sospecharlo. También le habría gustado decirle que la Rue Notre-Dame-de-Lorette no tenía la menor importancia para él, que era…

Pero se quedaba en blanco, farfullaba y se esforzaba por contener las lágrimas.

—Eres un buen chico, Louis, y muy cariñoso. A mí también me gustaría volver a verte, pero no vengas a la misma hora que hoy. Hoy me has encontrado por casualidad; como esta tarde tenía que ir a ver a alguien, no he acudido a trabajar.

—¿A quién? —se atrevió a preguntar.

—¡No! No te pongas celoso. Por más que te sorprenda, se trata de mi tío, que viene de Tours una vez al mes y me invita a almorzar. Es viticultor. Mi padre también lo era. Fue de los primeros que murieron en 1914.

—Como mi cuñado.

—Estaba en los dragones.

—Mi cuñado también.

—Normalmente trabajo hasta las siete o las ocho, y, como ceno en un restaurante de la Place Saint-Georges, no llego aquí hasta las diez.

—¿Y por la mañana?

—Duermo hasta tarde, me arreglo y voy a hacer la compra, porque me preparo yo misma la comida.

—Pues yo empiezo a trabajar a las diez de la noche.

—¿Todos los días?

—Menos el domingo.

—Los domingos voy al campo con unas amigas.

—¿Entonces?

—Déjate caer de vez en cuando por aquí hacia las diez de la mañana. ¿O es entonces cuando te vas a dormir?

—A veces duermo por la tarde.

—Me encontrarás un poco ajada y con la cara todavía brillante de haber estado durmiendo, pero qué le vamos a hacer. ¿No crees que deberíamos acabarnos la botella?

Se tomó la tercera copa y la mitad de la cuarta y, cuando ella lo acompañó hasta el rellano, estaba bastante achispado.

—Hoy es un día que…, un día que yo no… ¿No me encuentras ridículo?

—No, pero ya es hora de que te vayas a cenar. Tu madre te estará esperando —no recordaba habérselo dicho—. ¡Anda! ¡Vete!

Y lo miró pensativa mientras bajaba el primer tramo de las escaleras.

Sólo volvió a ver a Louise dos veces y siempre le llevaba una botella de oporto y unos pastelitos. Algunas mañanas tenía demasiado sueño al salir del mercado y no pensaba más que en meterse en la cama sin tomarse la molestia de bajar la cortina veneciana.

Otras veces, el deseo de trabajar en alguna tela lo impulsaba a precipitarse hacia la Rue Mouffetard.

La última vez que subió los peldaños de aquella escalera no se sentía en forma. Había ido porque creía que debía hacerlo. Tocó el timbre y esperó. Al principio nadie contestó, aunque le pareció oír voces dentro de la casa. Llamó por segunda vez y sintió pasos en el parquet; la puerta se entornó y vislumbró a un hombre que se había puesto la bata azul de Louise a toda prisa.

—¿Qué ocurre?

—Nada —contestó sin insistir.

Eso no le impidió pintar, meses después, un cuadro que tituló: Retrato de Louise. En la tela no aparecían ni el rostro ni el cuerpo de ella, sino tan sólo una ventana, una jaula colgada, un canario y, por encima de los tejados del Palais-Royal, un cielo del color azul más deslumbrante y delicado que hubiera pintado jamás.

Una noche, en octubre, un mes antes del cacareado Armisticio, aguardó febril a la conversación que pensaba tener con su madre durante la cena. Le remordía tanto la conciencia, y se sentía hasta tal punto un verdugo, que estaba predispuesto a ceder.

—Tengo que darte una noticia, mamá.

—¿Tú también vas a casarte?

Cuando él se fuera, Gabrielle se quedaría sola en un apartamento que, tiempo atrás, había estado tan abarrotado que cada cual debía luchar por su espacio.

—No me caso. Creo que nunca me casaré. He encontrado un taller. ¡Espera! Eso no significa que vaya a abandonarte. ¿Te has fijado en lo que pasa ahora? Sólo coincidimos en casa para cenar. Tú trabajas y duermes a horas distintas que yo. El taller será mi lugar de trabajo, ¿comprendes?, como Vladimir cuando trabajaba con el señor Brillanceau. Acuérdate, mamá. Ni a Vladimir ni a los gemelos los veías más que a mí.

—¿Y dónde piensas dormir?

Se sonrojó.

—En primer lugar, te prometo que vendré a cenar todos los días. Y pasaré los domingos contigo, ya sea aquí o en mi taller, donde me encantará que vengas a verme.

—¿Te llevarás tu cama?

—Si no te importa. Cada vez tengo más ganas de trabajar. Sólo me acuesto cuando ya no me aguanto de pie.

—¿Dónde está?

—Cerca de aquí, en la Rue de l’Abbé-de-l’Épée.

—¿Y sale caro?

—Treinta francos mensuales, con un cuarto de aseo.

—¿Ya has firmado el contrato de arrendamiento?

—Lo firmaré mañana, si me lo permites.

—¿Y qué pasaría si no te lo permitiera? —exclamó, soltando una carcajada—. ¡Claro que sí, criatura, claro que te lo permito! Te han crecido alas sin que me diera cuenta. Y, a los veinte años, resulta que todavía te sonrojas por venir a pedirme que te deje libre.

—Es por la pintura, ¿comprendes?

—¡Claro que sí! ¡Claro que sí! Siempre es por un motivo u otro —no lloraba y tampoco parecía apenada—. ¿Cuándo te trasladas?

—Mañana me llevaré mis cosas, el material de pintura y las telas.

—¿Con mi carretón?

—Cuando no lo necesites. Mañana y pasado mañana aún dormiré aquí…

Se imaginó la habitación, donde la cama de su madre, perdida en mitad de aquel espacio grande y vacío, parecería diminuta. No sabía la suerte que tenía. Un mes después, cuando regresaran los hombres que aún estaban en el ejército y cuando los extranjeros invadieran París, los pintores se concentrarían en Montmartre y un taller como el suyo le habría costado una pequeña fortuna.

Se hallaba en el patio de un edificio viejo, o, mejor dicho, un edificio antiguo y no un edificio viejo como aquel donde vivían ellos; anteriormente debía de haber sido un palacete que habían procurado mantener en buen estado a lo largo de sus dos o tres siglos de vida. Las paredes eran de piedra y el espacioso vestíbulo abovedado daba a un patio de adoquines en mitad del cual se erguía un tilo.

Todas las viviendas estaban en la parte de la fachada y quienes vivían allí eran burgueses, funcionarios, un dentista, la joven esposa de un hombre que estaba preso en Alemania y cuyo hijo, de unos tres o cuatro años, era el único que jugaba en el patio.

La parte baja al fondo del patio debió de ser antaño la caballeriza, y se transformó en un taller acristalado que durante cincuenta años tuvo por inquilino al mismo artesano, un ebanista especializado en la restauración de muebles antiguos entre cuya clientela se hallaban los mejores anticuarios de la Rue du Bac, la Rue de Seine y la Rue Jacob.

—Se murió hace un mes exacto, señor. Yo sólo llevo aquí diez años, pero él hacía cincuenta, si no más, que trabajaba al fondo de este patio. He oído decir que estuvo casado durante quince años y que, desde que enviudó, ninguna mujer volvió a poner los pies en su casa, ni siquiera para hacer la limpieza, pues prefería encargarse de ella personalmente.

La mujer le iba contando todo eso mientras le enseñaba el lugar.

—¡Pensar que esto estaba lleno de muebles hasta el techo y que ahora está absolutamente vacío!

«Su único heredero, un sobrino que vive en provincias, no se tomó siquiera la molestia de venir a París para el entierro y dispuso que todas las cosas se enviaran a una casa de subastas, incluso una estufa como yo jamás había visto otra igual, enorme y con adornos de cobre, sobre la que siempre había cola calentándose».

«¡Mire! Fue él quien construyó este tabique para aislar esta habitación tan bonita. Detrás se encuentra el cuarto de aseo, para el que tampoco quiso llamar a ningún albañil».

«Espero que lleve usted una vida tranquila. Parece buen chico. No me gustaría tener aquí a uno de esos pintores que por la noche invitan a sus amigos y a unas cuantas modelos y hacen ruido hasta las tantas. Más bien parece tímido».

—¿Sabes, mamá, que incluso hay electricidad?

Ni en sus sueños más locos se habría imaginado semejante felicidad. De un humor exultante, al día siguiente llevó un primer carretón con cosas suyas que, a decir verdad, no pesaban demasiado. Al otro día desmontó su cama y movió la de su madre hasta colocarla en mitad de la pared.

Charlando con la portera, ésta le había dado una idea. Durante varios días merodeó por las salas del Hôtel Drouot, no por aquellas en las que se venden los cuadros de los maestros, joyas y muebles antiguos, sino por las salas de baratillo. Al final encontró una estufa cilindrica de hierro colado, procedente de alguna estación ferroviaria de provincias, que le salió baratísima, y un sillón bajo que no tenía valor pero donde podía sentarse confortablemente.

Cumplió la promesa de ir a cenar con su madre.

—Tendrás que decirme cuánto he de pasarte por mis comidas.

—No digas tonterías, Louis. Ahora entiendo que te llamasen el angelito. ¿Acaso te cobré la leche con la que te amamantaba?

—No es lo mismo. Si tuvieras que seguir alimentando a todos tus hijos…

Debería haberse mordido la lengua. Había dicho todos. Pero de los cinco sólo quedaban tres. Seguían sin tener noticias de Guy. Vladimir se limitaba a hacer de vez en cuando una visita de médico, y aquella mujer lo esperaba siempre en la calle.

Alice escribió diciendo que había decidido no regresar a París después de la guerra, que le había vendido los muebles a la subarrendataria inglesa y que tal vez no tardaría en volver a casarse. No enviaba fotografías de su hijo François, del que se limitaba a contar que estaba bien.

—¿Vendrás el domingo, mamá? Faltarán muebles. Y sólo tengo las piezas de vajilla indispensables. La cocina es pequeña, una especie de armario en realidad, pero dispongo de un infiernillo.

Acudió vestida como para ir al baile de los sábados por la noche, lo miró todo y olisqueó el aroma de barniz y madera vieja que flotaba en la estancia.

—No está mal —admitió, más por cortesía que por convicción.

—¿Has visto mi tilo?

Lo había incorporado a su mundo, sin saber que, como el viejo ebanista, viviría con él cincuenta años o más.

—Parece grande pero, cuando sea un pintor de verdad, necesitaré espacio.

—¿Por qué no cuelgas de las paredes lo que haces?

Las pocas telas que no había cubierto con blanco de cinc para reutilizarlas estaban guardadas de cara a la pared.

—Más adelante. Aún no son lo bastante buenas. Si las viera continuamente, acabaría rompiéndolas y quién sabe si no dejaría de pintar para siempre.

Regresó pocas veces, porque allí se sentía más fuera de lugar que si Louis hubiera vivido con otra mujer.

—El sábado por la noche vendrá a visitarme un hombre que entiende de pintura. Es quien me vende los colores y me ha dado consejos. Es amigo de muchos pintores y, algún día, tiene pensado hacerse galerista.

¿Cómo iba a sospechar que, al hablar con esa suavidad y sonreír a pesar de su exaltación interior, se alejaba de Gabrielle más de lo que se habían alejado Vladimir o Alice?

Sin embargo, sólo estaba a cinco minutos de la Rue Mouffetard. En su nueva calle había tiendas iguales a las de la calle que había dejado. El Boulevard Saint-Michel, por el que su madre pasaba cada mañana con el carretón, quedaba a dos pasos, sólo unas casas más allá. Y los árboles, los bancos y las sillas de hierro de los jardines de Luxemburgo estaban enfrente mismo.

—Son las nueve, mami… Me da tiempo de acompañarte.

—¿No ves que eso te obliga a dar una vuelta tremenda?

Insistió. Pero hizo mal, porque, aquella noche de domingo, al ver las tiendas cerradas, las ventanas de las casas abiertas y a la gente asomada, fue él quien se sintió un intruso. Ya no era la calle cuya imagen se había grabado en su memoria, y él necesitaba esa imagen y no quería que se la robaran por nada del mundo. Le había prometido a su madre que iría a cenar con ella todas las noches y, de pronto, se preguntó si tendría el valor de cumplir su palabra.

De repente, los acontecimientos se precipitaron, empezando por la visita del señor Suard. A él no le sorprendió que las telas no estuvieran colgadas.

—¿Puedo mirar?

Por pura casualidad, lo primero que escogió fue El trenecito de Arpajon, y su primera reacción fue de sorpresa, agradable o desagradable. Durante varios minutos miró alternativamente a Louis y el cuadro, como si confrontase un retrato con el modelo.

—En definitiva… ¡No! Iba a decir una tontería. Se lo diré de otro modo… ¿Supongo que no ha intentado reproducir la realidad?

Aunque estaba turbado, Louis contestó sencillamente:

—¿Por qué?

—Lo que ha pretendido transmitir es una impresión del mercado de abastos, ¿verdad?

—¿Por qué el mercado?

—El trenecito… El pabellón de la izquierda y ese cuarto de buey que es tan grande como el pabellón… Esas coles en primer plano…

—No intentaba pintar el mercado.

—¿Qué quería pintar, entonces?

—No lo sé. Empecé por el trenecito. Por eso titulé este cuadro El trenecito de Arpajon. Pero podría haber pasado por cualquier otro sitio, por una calle, los Campos Elíseos, por ejemplo.

—En cierto modo, cada una de las cosas representadas es real.

—Todo es real.

—¿Ha visto alguna cosa de Odilon Redon?

—No.

—Él también cree que pinta cosas reales y, en cierto modo, es verdad. ¿Sueña usted mucho?

—No cuando duermo.

—Pero ¿sueña?

—No lo sé. Camino. Me siento en algún banco. Miro.

—¿Y en qué piensa?

—En nada.

¿Iba acaso a replicarle, como su madre, que es imposible no pensar en nada?

—Y a este cuadro, ¿qué título le ha puesto?

—Los títulos se los pongo para mí, ¿sabe? Como cuando, al principio, se les da un nombre a los niños, o un apodo que cambiará más adelante. Para mí, este cuadrito es Retrato de Louise.

—¿Está enamorado de ella?

—Ya no.

—¿Ha jugado un papel importante en su vida?

—Quizá. Creo que sí. Pero no acierto a conseguir la viveza que yo quisiera ni que el espacio entre los objetos sea vibrante. ¿Me comprende?

—Lo comprendo. Monet se pasó toda la vida persiguiendo eso —ese comentario lo desalentó. Le habría gustado ser el primero en albergar esa ambición—. Pero Monet intentaba llegar a ese resultado a través de la luz. El objeto no importa.

—Pues mis coles, mi buey y mi trenecito tienen mucha importancia.

El señor Suard estaba absorto en sus pensamientos.

—Es usted un hombre curioso. O, mejor dicho, un jovencito curioso, porque no tiene ni veinte años.

—Los cumpliré en diciembre.

—¿Encuentra cansado el trabajo en el mercado?

—Me roba tiempo y me obliga a dormir durante parte del día.

—¿Qué es ese cuadro más grande que los otros?

—Un cuadro fallido. Un esbozo. Tenía intención de volver a hacerlo, en grande, como un fresco, en cuanto dispusiera de espacio suficiente y de dinero.

Le dio la vuelta a disgusto y el señor Suard se sorprendió más todavía que cuando vio el primer cuadro.

—No me diga el título. Prefiero adivinarlo. La guerra, ¿verdad?

—Dudaba entre La guerra y El desfile. Puede que algún día retome el tema. Los soldados seguirán desnudos y llevarán un casco o un quepis. Prefiero el quepis, por el color.

—¿Y qué pondrá en lugar de la mujer?

De modo que el señor Suard había adivinado que era aquel monstruoso sexo femenino lo que le disgustaba. ¿Acaso adivinaba también el motivo?

—Aún no lo sé. ¿Tal vez el Arco de Triunfo?

—¿Necesitará éste para pintar el otro?

—No. Trabajaré sin mirarlo. Me lo sé de memoria.

—Escúcheme, Louis. ¿Me permite que lo llame así?

Meses después, el señor Suard lo tutearía, pero Louis jamás llegó a corresponderle y, durante muchos años, seguiría llamándole señor Suard.

—Por supuesto. Estaré encantado.

—Me gustaría comprarle esta tela de la que afecta usted renegar y de la que tal vez renegará algún día, pero que para mí tiene mucho valor.

—¿Por qué?

—Es usted un artista y no necesita comprender. Puede que sea preferible que no comprenda demasiado. Algunos expresionistas alemanes han trabajado en el mismo sentido; eran intelectuales que sabían adónde querían llegar y que trataban de expresar una idea. Al pintar a los soldados, ¿sabía usted que se dirigirían en fila hacia un sexo monumental?

—No.

—Cuando lo imaginaba, ¿hacia qué se dirigían?

—No lo sé. En la caja de reclutamiento todos estábamos desnudos. Añadí el fusil y el quepis y, en vez de hacernos desfilar ante el médico, puse muchísimos más, en varias filas.

—Esta mujer. ¡No! No me conteste. No soy precisamente rico. Conozco a pintores que todavía no exponen en las galerías. Les compro un cuadro de vez en cuando. Le confieso, dicho sea entre nosotros, que he dejado de fumar y de tomar el aperitivo para, llegado el caso, comprar alguna tela más. Le ofrezco cien francos, cincuenta este mes y cincuenta el que viene. Y si, dentro de cinco años, por ejemplo, sus telas alcanzan un precio más alto, me comprometo a pagarle la diferencia.

—Es demasiado. Se la regalo.

—Sé lo que hago. Aquí tiene los cincuenta francos. Al venir aquí, estaba seguro de que le compraría algo, pero no podía imaginar que sería un cuadro como éste.

—¿Por qué?

El trenecito de Arpajon tendrá más éxito, no inmediatamente, sino dentro de unos años. ¿Se da cuenta, Louis? No es ni un impresionista, ni un fauvista, ni un cubista. Tampoco es un pintor de domingos. Si, tal y como deseo, sigue siendo usted mismo, resultará inclasificable. No es que yo entienda mucho tampoco, pero aquí hay algo.

—No consigo plasmar en la tela lo que a mí me gustaría. Creo que no lo conseguiré nunca.

—¿Tiene un trozo de papel? Llueve, y quiero llevarme este cuadro.

Poco tiempo después, mientras dormía a plena luz, como era su costumbre —habría resultado demasiado caro comprar cortinas para una cristalera de ocho metros de largo y cuatro de altura—, llamaron imperiosamente a la puerta y tuvo que hacer un esfuerzo para volver a la realidad.

—¡Señor Cuchas! ¡Señor Cuchas! Despiértese —y la portera gritó a todo pulmón—: ¡La guerra ha acabado!

Le dio las gracias sin abrir, pues iba en camisa y calzoncillos. Desde el Boulevard Saint-Michel le llegaban el griterío, cantos y música. Titubeó un instante, con los pies descalzos en el frío entarimado, antes de acostarse de nuevo y volver a dormirse.

Por la noche le costó llegar hasta el mercado, donde las parejas bailaban en los puestos. Nadie bailaba en el almacén de la Rue Coquillière y el señor Samuel, con la barriga desbordando del pantalón, como de costumbre, y la cara del color de la cera, no pronunciaba palabra. Acababan de comunicarle que su hijo había muerto de la gripe española en un hospital militar de Amiens.

El señor Samuel moriría algo después, en pleno trabajo, en medio del gentío y en medio del ruido, de un ataque de apoplejía.

Tras ser desmovilizados, los antiguos empleados podían regresar a sus puestos de trabajo. Dos socios que no sabían nada del oficio compraron el negocio. Lo primero que hicieron fue prohibir el acceso de los carretones a la nave, pues los consideraban un engorro que sólo arrojaba beneficios insignificantes.

Las vendedoras de la Rue Mouffetard se dispersaron, porque elegían a otros proveedores o preferían merodear por los puestos de la zona embaldosada del mercado hasta dar con alguna ganga.

Gabrielle se contaba entre las que iban de puesto en puesto, de forma que Louis ya no la veía ni por la noche ni al amanecer.

Había abandonado la garita acristalada para volver a la pizarra negra. A veces estaba tan cansado después de pasarse gran parte del día pintando que se embrollaba con los números que le dictaban.

Uno de los dos socios, que había amasado una fortuna comerciando con chatarra, era particularmente grosero y había elegido a Louis como su bestia negra. Se llamaba Smelke y resultaba difícil determinar de qué país procedía su acento.

Tras pagarle el resto de los cien francos, el señor Suard se llevó El trenecito de Arpajon para enseñárselo a un par o tres de aficionados a quienes la tela podía interesar. Empezaba a hacerse con una clientela, no de ricos que compran telas de pintores cotizados en las galerías, sino de médicos, abogados, comerciantes y oficinistas, gente que amaba la pintura lo bastante como para consagrarle el poco dinero de que disponían.

—Me da apuro decírselo, Louis. Sólo hay un interesado entre mis conocidos y no puede pagar más que ochenta francos.

—Es mucho, ¿no?

—Si yo estuviera en su lugar, no aceptaría.

—¿Y si eso me permitiera dejar el mercado?

—Entonces me lo pensaría.

Y El trenecito de Arpajon abandonó el taller. Llegaría el día en que podría encontrarse una reproducción a tamaño natural en la mayor parte de las librerías, tanto en Francia como en el extranjero, incluso en África. Y el precio de la reproducción sería precisamente de ochenta francos.