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Aquella guerra dejó pocas huellas en él, sólo un puñado de recuerdos relacionados, sobre todo, con su familia. En su casa nadie leía los periódicos, y mucho menos por entonces, que en la Rue Mouffetard sólo quedaban su madre y él. Louis lo intentó, porque oía hablar de los partes. Años después también volvería a intentarlo, en distintos momentos, pero las noticias nunca consiguieron despertar su interés. Eran palabras, frases, que no tenían la menor repercusión sobre él. No podía verlas, ni sentirlas, ni tocarlas. No lo hacían vibrar. Si en 1914 hubiera sido dos años mayor y hubiera medido diez centímetros más, quizá se habría dejado embriagar por el frenesí popular y se habría alistado sin esperar a que lo llamaran a filas. En las trincheras, la guerra lo habría impregnado, habría pasado a formar parte de su ser y, tal y como debía de haberles sucedido a tantos, lo acompañaría de por vida.

Salvo por algunos cantos y unas cuantas borracheras, el frenesí no se adueñó de la Rue Mouffetard. Allí la principal preocupación consistía en encontrar algo que comer todos los días, y, para los que tenían niños pequeños, en poder alimentarlos.

En el mercado de abastos cada vez se veía a menos jóvenes y luego a menos hombres de mediana edad, pero el ritmo era el mismo, las coles seguían siendo coles, las aves seguían siendo aves, los cuartos de buey seguían colgando de los garabatos y el trenecito de Arpajon entraba cada día en los pabellones.

Louis apenas guardaría un vago recuerdo de las fechas históricas, de las batallas cuyos nombres serían grabados en piedra y de los nombres de los generales, que siempre confundía.

El primer recuerdo auténtico de la guerra, aparte de la movilización general, que sólo había visto desde la ventana, fue la irrupción, una noche en que su madre y él cenaban frente a frente en la cocina, de una Alice con los ojos enrojecidos, la mirada extraviada y ademanes que le parecieron teatrales. Desde el umbral mismo se abalanzó sobre la madre, que apenas tuvo tiempo de cogerla entre los brazos.

—¡Mamá! ¡Oh, mamá! Es espantoso…

Todo aquello resultaba falso. Su hermana no era así. También su madre había adoptado desde el principio una actitud trágica que no era la suya. Tal vez ambas eran sinceras, pero su actitud resultaba tan artificiosa como cuando la gente pronuncia un discurso.

Alice sollozaba sobre un pecho en el que jamás la había visto reclinar la cabeza, y lo hacía sin hablar. Cuando por fin se deshizo del abrazo, tendió un papel con aspecto oficial.

—Me anuncian que Gaston ha muerto. Lo han matado en un bosque, cerca de Charleroi, en Bélgica, en el curso de una patrulla.

Para Louis, aquel Gaston Cottereau no era más que un extraño, y, aunque hubiera seguido vivo, habría permanecido al margen de la familia, igual que el pequeño François, que era el hijo de su hermana pero que físicamente no se parecía a nadie.

Eso no impidió que aquella noche tomara conciencia de que la guerra mataba de verdad. Era el primer muerto que conocía.

—¡Pobre hija mía! Te casaste en un mal momento, pero no lo sabíamos. ¿Cómo íbamos a saberlo? ¿Dónde está François?

—Lo he dejado con una vecina, una mujer que también tiene al marido en el frente.

—Y ¿qué vas a hacer ahora?

—Aún no lo sé. Se conoce que nos darán una ayuda, una pensión. Apenas habíamos acabado de arreglar el apartamento —sólo entonces reparó en la presencia de su hermano—. ¡Tú sí que tienes suerte, Louis!

No necesitaba precisar más. No era a su edad a lo que se refería, sino a la baja estatura. Louis no asistió a las lamentaciones de ambas, que no eran demasiado sinceras, sobre todo por parte de Gabrielle, a quien no le gustaban ni aquel Cottereau ni su familia.

Se fue a trabajar. Nada había cambiado en la nave de Samuel, salvo que un oficinista y dos mozos de almacén se habían marchado y habían sido reemplazados. Sus colores, como él los llamaba, pues jamás mencionaba la palabra pintura, seguían siendo el centro de sus preocupaciones. La guerra quedó reflejada en ellos en forma de banderas, de cornetas que relucían al sol y de soldados con pantalones rojos y charreteras. Cuando, tiempo después, cambiaron los uniformes, le encantó el azul, que utilizó en diversas composiciones.

Su hermana no se quedó mucho tiempo en París. Los padres de Cottereau, que seguían en el pueblo de la Nièvre del que eran originarios, y que sin duda tenían en mente 1870, debían de figurarse que en la capital se pasaba hambre y que los parisienses comían ratas. Escribieron a Alice para pedirle que se reuniera con ellos en Saint-Aubin, donde poseían una granja con tres o cuatro vacas, lo que le garantizaba al niño una buena alimentación.

—He encontrado a alguien que me realquila el apartamento; es la mujer de un oficial inglés que ocupa no recuerdo qué puesto en París.

Apenas un año después, Louis pasó a la garita acristalada, porque uno de los oficinistas había sido movilizado. Ganaba cien francos. También su madre ganaba más dinero que antes de la guerra y casi se sentían ricos.

Como sus trabajos los obligaban a jugar al gato y al ratón, y como en pleno verano no se podía encender el fuego sólo para preparar café o cocer un par de huevos, hicieron instalar un hornillo de gas junto a la vieja estufa, cuyo uso quedaba restringido, así, a los días de invierno; a las pocas semanas estaban tan acostumbrados al hornillo que les resultaba inconcebible que hubieran podido vivir sin él tanto tiempo.

Cuando cenaban juntos, Gabrielle se sumía a menudo en un ensimismamiento melancólico. Ya no se trataba de la profunda y espectacular pesadumbre de los primeros días, pero resultaba más impresionante aún.

—Vladimir no nos escribe. Sólo dos notitas diciendo que está bien y que lo han nombrado cabo. Seguro que a esa chica, a quien jamás se ha tomado la molestia de presentarnos y de quien no sabemos ni cómo se llama, sí que le ha escrito.

Tampoco sabían cómo se había ganado la vida Vladimir desde que acabó el servicio militar hasta que estalló la guerra. El hombre a quien vieron regresar con la piel tostada tras su larga estancia en Toulon era otro. Sus ademanes eran distintos, tenía tics que no le habían visto antes y la mirada parecía más agresiva que nunca.

—¿Vas a volver a trabajar con el señor Brillanceau? Me lo encontré hace dos meses y está dispuesto a contratarte de nuevo.

—Pues ya puede esperar sentado.

La sonrisa era burlona. Siempre había sido burlón, pero no de aquella forma descarada.

—¿Qué piensas hacer?

—No lo sé. He alquilado una habitación y ya veré lo que sale.

No aludió para nada a la posibilidad de regresar a casa.

—¿Te quedas en el barrio, por lo menos?

—Este barrio lo tengo ya muy visto. Voy a vivir en la Rue de Clichy.

Ella se mostraba tímida ante Vladimir, como si temiera que se enfadara y se fuera para siempre.

—¿Vendrás a vernos?

—Claro.

—¿Me dejarás tu dirección?

—Te la daré cuando sea definitiva. De momento vivo en un hotel.

—¿No resulta muy caro?

—No tanto.

¡Dos notitas con un par de líneas en algo más de un año! Como los demás, debía de haber tenido varios permisos, que sin duda alguna habría pasado en París.

Es cierto que ninguno de ellos era muy dado a las efusiones y que su madre había vivido a su aire, sin ocuparse mucho de sus hijos desde el momento en que fueran capaces de sostenerse en pie.

Con todo, Louis descubría paulatinamente que los vínculos que unían a Gabrielle con sus hijos eran mucho más sólidos de lo que él había imaginado. No se parecían al concepto de amor materno del que había oído hablar o que se enseñaba en el colegio. Daba más bien la impresión de que, sin saberlo ella, el cordón umbilical que la había unido a sus hijos no se había cortado del todo.

Sólo rara vez le mencionaba ella sus cuadros. Louis estaba seguro de que les echaba un vistazo al volver a casa, pero como no coincidían con la idea que ella tenía de la pintura prefería callarse.

—¿Piensas dedicarte profesionalmente a la pintura?

—No es una profesión.

—Hay quien vive de la pintura. Una vez conocí a un anciano, llevaba un sombrero muy grande y una chalina de lunares y era un especialista.

»Si mal no recuerdo, tú aún no habías nacido. Por aquel entonces, yo no estaba nada mal. Él decía que era hermosa y que podía ganarme la vida como modelo; lo único que tenía que hacer era acostarme, desnuda, y quedarme quieta.

»Una vez fui a posar a su taller, cerca de Saint-Germain-des-Prés, y ni siquiera me puso la mano encima. Apenas si hablaba conmigo. Me daban ganas de reír todo el rato, no sé por qué. Estar desnuda durante horas delante de un señor que ni siquiera intentaba meterme mano me parecía cómico.

»Me dio cinco francos y me pidió que volviera cuando quisiera. Se ganaba bien la vida; además del taller tenía un apartamento muy bonito y bien amueblado, con un balcón grande.

De buena gana habría añadido: «Deberías pintar como él».

Por entonces se las apañaba mejor con las pinceladas de colores puros, sobre todo desde que pintaba sobre tela. Lo que más difícil le resultaba era yuxtaponer armónicamente cosas que en apariencia no tenían relación alguna entre sí.

No trataba de copiar la realidad, una silla, una calle, una mujer o un tranvía. Es cierto que a veces lo hacía, como ejercicio, y que el resultado era bastante bueno. Pero eran imágenes. Y él perseguía la realidad misma tal y como la veía, o, mejor dicho, tal y como quedaba grabada, sin su intervención consciente, en su imaginación.

Así había pintado al pequeño François, en precario equilibrio sobre sus regordetas piernecillas, solo en mitad del patio de la escuela. Era invierno, puesto que había nieve, pero quería que el cielo fuera un cielo de verano, y un tranvía lleno de rostros pegados a los cristales pasaba por delante de la pared.

Habría sido incapaz de explicarlo. Era demasiado complicado. El dependiente de la Rue de Richelieu se lo había aconsejado tantas veces que acabó por presentarse en la Rue du Faubourg-Saint-Honoré y en la Rue La Boétie, donde había varias galerías de arte.

—Allí verá a los mejores impresionistas: Cézanne, Renoir, Sisley, Pissarro. No hace mucho se burlaban de ellos y ahora hay que tener mucho dinero para comprar uno de sus cuadros. También verá a los fauvistas, de quienes los críticos no saben muy bien qué decir: Vlaminck, Derain y otros cuyos nombres he olvidado. Por último está un tipo muy curioso, medio vagabundo, que se pasa la vida en los bares de Montmartre y cuyos cuadros se reconocen de lejos.

Había contemplado las telas expuestas en el escaparate y estaba avergonzado porque lo dejaron frío. Es cierto que eran bellas. Se sentía abrumado ante el oficio de aquellos pintores, que sabían situar las manchas de color de forma que adquirieran el mayor relieve.

No obstante, se sentía decepcionado. Aquello no tenía nada que ver con lo que buscaba. Y si le enseñaba sus telas al dependiente, éste perdería todo el interés por él. Un día que lo llamaron desde el fondo de la tienda, Louis descubrió que se llamaba señor Suard. Era amigo de un pintor llamado Marquet y de otro más joven, Othon Friesz.

—Algunos vienen desde muy lejos para aprovisionarse aquí, porque llevamos marcas extranjeras, sobre todo marcas holandesas que resulta difícil encontrar en París.

—¿Son más puras?

—Yo opino que conservan el brillo durante más tiempo. El problema con la mayor parte de los colores es que acaban oscureciéndose, y los pintores actuales se niegan a barnizar las telas. Claro que, ¿cómo iban a barnizar un cuadro pintado con tanta pasta?

Aprendía palabras y técnicas insospechadas.

—¿Nunca ha intentado trabajar en algún taller, en el de Jullian, por ejemplo? Tienen buenos modelos y un profesor que da consejos.

La ingenuidad de Louis en ese terreno le resultaba al señor Suard tan encantadora como su pasión.

—No se trata de escuelas como la de Bellas Artes. Cada cual entra cuando le place con su propio material, se instala delante de cualquier caballete libre y dibuja o pinta al modelo. La forma de pago es a tanto la hora.

Estuvo a punto de preguntar: «¿Qué modelo?».

Pero lo entendió al recordar a su madre y al pintor del sombrero grande cuya especialidad eran las vendedoras ambulantes.

—Uno de esos talleres no queda lejos de aquí, en la Rue du Faubourg-Montmartre.

Se presentó allí una mañana con su caja de pinturas. La luz era tan fría como la que entraba a ciertas horas en la nave del señor Samuel, pero al estar orientada al norte, en la galería nunca se veía el sol. El silencio era imponente, siniestro. Treinta o cuarenta personas, hombres y mujeres, sobre todo jovencitas y hombres de cierta edad, estaban frente a los caballetes, de pie o sentados, alrededor de un pedestal de madera en el que una muchacha desnuda, que tenía las piernas muy flacas, se sujetaba las manos por detrás de la nuca.

Unos pintaban y otros dibujaban, borraban y volvían a dibujar, mientras un anciano con perilla y quevedos se iba plantando en silencio detrás de cada uno de ellos.

De vez en cuando señalaba con la punta del dedo, y sin decir palabra, un trazo de carboncillo. O bien le cogía el pincel a alguna muchacha y corregía, con dos o tres pinceladas, el movimiento de un brazo o la postura de una pierna.

—¿Quiere un caballete?

—No, señor. Gracias.

No habría sido capaz de trabajar en aquel ambiente y tampoco sabía qué hacer con la modelo. Tal vez algún día le contara al señor Suard, si es que reunía el valor para ello, lo que tenía en mente, aunque se daba cuenta de que era imposible explicarlo a menos que estuviera plasmado en un lienzo.

Cada vez que acababa una tela, solía rascarla con una espátula, un instrumento suave y flexible cuyo manejo le parecía voluptuoso. Después de dejarla secar varios días, la cubría con una capa de blanco de cinc y de ese modo conseguía una tela nueva que le costaba mucho más barata.

—Louis, me pregunto qué habrá sido de los gemelos.

También él rememoraba de vez en cuando el pasado. A veces evocaba a Émilie, de la que nadie había hablado durante mucho tiempo. Su madre conservaba recuerdos muy precisos sobre cada uno de ellos, aunque no eran los mismos que los suyos, de modo que, en sus conversaciones, no se hacían eco.

—¿Te acuerdas del día en que un señor muy distinguido, que llevaba una condecoración, trajo en brazos a Olivier desmayado? Guy y él jugaban a saltar a pies juntillas por encima de un banco. Olivier tropezó al saltar y se dio un golpe tan fuerte en la cabeza contra el suelo que el señor, que leía en el mismo banco y que habría podido enfadarse con ellos por molestarle, creyó que estaba muerto.

—¿Había nacido yo?

—Eso creo. Sí, sí. ¡Qué tonta! Tenías seis años por lo menos, porque ya ibas al colegio.

No lo recordaba en absoluto, de igual manera que su madre había olvidado casi todos los acontecimientos que constituían para él la historia de la familia.

—Lo único que me consuela es pensar que no eran desgraciados.

Él la miraba sin comprender, desconcertado al descubrir que otros recuerdos se mezclaban con los suyos, porque eso le quitaba seguridad en sí mismo. Le parecían notas discordantes.

—¿Ya no te acuerdas de que la primera vez que se escaparon los encontraron en un tren de mercancías en Ruán?

—Sí que me acuerdo.

—Si el comisario…

Con la mente en otra cosa, prestaba muy poca atención; la idea de volver a escuchar todos los detalles lo irritaba e impacientaba.

—La segunda vez…

—Ya lo sé, mamá.

Ella le dirigió una mirada cargada de reproche.

—La semana pasada fui a ver al médico porque me dolía el vientre. No te dije nada para no preocuparte y porque son asuntos de mujeres —había oído hablar de las enfermedades venéreas y se preguntó si su madre tendría alguna; sus propios pensamientos lo hicieron sonrojarse—. No importa. El caso es que es un hombre muy amable y comprensivo, que me preguntó cosas sobre mi vida. Le hablé de los gemelos y le confesé que lo sucedido probablemente era culpa mía.

«Me juró que no, que sus fugas no podían achacarse ni a mí ni al tipo de vida que llevábamos. Se trata de un caso que los médicos conocen a fondo; sólo entonces comprendí por qué el comisario no fue más severo con ellos».

«Lo llevan en la sangre. Les viene de su padre, que no se encontraba a gusto en ninguna parte; ya sabes cómo acabó».

«Estoy segura de que ellos dos son de Heurteau. En cuanto a Alice, no lo juraría, pero preferiría que no fuera hija suya».

Louis no tenía más remedio que quedarse allí, pese a lo incómodo que se sentía. Es cierto que le picaba la curiosidad, pero habría preferido que ella no le contara nada.

—Los hay que se fugan cinco o seis veces cada año. Aunque los encierren, se las ingenian para escaparse; se conoce que algunos se han matado mientras intentaban huir por la ventana, como si fueran sonámbulos. ¿Lo sabías?

—No.

—Lo que me tranquiliza es que, en la mayor parte de los casos, se arregla con la edad. No pierdo la esperanza de volver a verlos algún día. ¡Piensa que tienen más de veinte años! Están en edad de ser soldados. Lo que no entiendo es por qué no hemos recibido la convocatoria de la caja de reclutamiento.

—Mamá, ya sabes que con la Administración…

—De todas formas, me parece raro. Cuando se trata del servicio militar no suelen tener problemas para encontrar a la gente. ¡Con la de policías de que disponen!

Debía de ser por 1916. Llevaban dos años de guerra y ya nadie se sorprendía.

¿Habría tenido Gabrielle una premonición? Pocos días después de esa conversación recibía, como Alice dos años atrás, un papel oficial donde se le anunciaba que a su hijo, el sargento Olivier Heurteau, lo habían matado delante del fuerte Douaumont en el curso de una operación peligrosa para la que se había presentado voluntario, y que le habían concedido a título póstumo la medalla al mérito militar.

Los objetos personales que llevaba consigo serían posteriormente remitidos a la familia.

Lo que los dejó a ambos intrigados fue que los Batallones de África tenían mala reputación, por lo menos antes de la guerra; allí enviaban a los indisciplinados, a los golfos, a los rufianes de la Porte Saint-Martin, de Montmartre o de cualquier otro sitio, a quienes habían pasado por el correccional o a quienes, a la edad del servicio, ya tenían antecedentes penales.

Resultaba extraño recibir noticias de uno solo de los pelirrojos; si les hubieran dicho que habían muerto al mismo tiempo no se habrían sorprendido.

Al cabo de poco tiempo recibieron los efectos personales de Olivier. De los dos, Olivier era el que parecía mayor y el más rebelde; Guy, en cambio, pese a tener la misma estatura y la misma complexión, parecía más joven e indeciso, pero seguía a su hermano como si fuera su sombra.

Por la cartilla militar supieron que Olivier se había alistado como voluntario en los Batallones de África mucho antes de la guerra, y «con el consentimiento de sus padres», por lo que cabía suponer que había imitado la letra de su madre.

Su dirección era una calle de Orán y su profesión labrador. Encontraron una navaja de muelle, con el mango de hueso y cuya hoja había sido afilada a me nudo; debía de haberla utilizado en el campo y en las trincheras. Un billetero viejo, que había estado sepultado en el barro, no contenía más que unos pocos billetes de banco, sellos —¿qué sentido tenían los sellos cuando los soldados no franqueaban las cartas?— y una postal de Argelia, cuya dirección había sido garabateada con una letra apenas legible y que iba firmada con un nombre indescifrable. Sobre la firma, alguien había dibujado una estrella, un corazón y un animal que tanto podía ser una cabra como un caballo.

Acaso la clave de aquel mensaje residiera en una fotografía desenfocada, donde se veía a una joven beduina agachada junto a un burro cargado con dos alforjas.

En el supuesto de que no se tratara de una mancha en el negativo, la joven llevaba un tatuaje en mitad de la frente y aparentaba trece o catorce años: tenía unos ojos enormes y miraba al frente con una expresión de fascinada admiración.

—Debe de ser su novia, ¿no crees?

—No lo sé, mamá.

—No creo que allí les permitan casarse con una indígena mientras estén en el ejército. Y además, de haberse casado, es a ella a quien le habrían enviado las cosas.

Quedaban una pipa y una petaca para tabaco, de vejiga de cerdo, que aún contenía un poco de tabaco de tropa, así como un mechero de yesca.

—Seguro que Guy se alistó al mismo tiempo que él y en el mismo regimiento. Iré a averiguarlo al Ministerio de la Guerra. Tendré que hacerlo en persona, porque, si les escribo, no me contestarán.

Se pasó allí todo un día, no sólo en el ministerio, sino en las oficinas diseminadas por todo París. Cuando regresó, extenuada, todavía tenía esperanzas.

—Al final he dado con la persona adecuada. Nunca había visto a tantas mujeres, jóvenes y viejas, haciendo cola por los patios y los pasillos. Un lugarteniente que se parece al comisario me ha prometido que, antes de ocho días, conseguirá la lista de los que se presentaron voluntarios a los Batallones de África a lo largo de 1912 —sonrió con cierto orgullo—: ¿Sabes, Louis? ¡Nos equivocábamos al pensar que en los Batallones de África no hay más que golfos! Se lo he preguntado al lugarteniente y me ha confirmado que la mayoría de los que envían allí son elementos conflictivos y gente con antecedentes penales.

»En cambio, los voluntarios suelen ser muchachos atraídos por la aventura y por la dureza de la vida en los confines del desierto, donde duermen más a menudo en tiendas de campaña que en dormitorios para la tropa.

»Me ha dicho: “En el frente son nuestros mejores soldados”.

»Incluso conoció personalmente a uno que, después de pasarse allá diez años y alcanzar el grado de lugarteniente, se ordenó sacerdote.

En efecto, la respuesta llegó, aunque no tardó una semana sino alrededor de un mes; se la llevó un ordenanza, como si la correspondencia de los ministerios fuera demasiado importante para confiársela a Correos. Confirmaban que Olivier Heurteau se había alistado como voluntario el 21 de octubre de 1912, pero en los Batallones de África no constaba mención alguna de Guy Heurteau ni ese año ni los siguientes.

—¿Crees que eso significa que ha muerto?

—No lo sé, mamá. Puede que se separasen. Puede que Guy se enamorase de alguna chica y se casara con ella.

—No podía hacerlo sin mi consentimiento. No era mayor de edad.

—Tampoco Olivier podía alistarse. A lo mejor Guy se ha ido a vivir a otro país, a Sudamérica, por ejemplo. Cuando vivía aquí hablaba mucho de Sudamérica.

Negó con la cabeza, incrédula. Para ella seguía siendo un misterio; no resultaba difícil adivinar, por sus silencios y cierta expresión súbitamente abstraída, que no dejaba de darle vueltas al asunto.

La amistad entre Louis y el señor Suard se fue estrechando cada vez más, y en ocasiones entraba en la papelería de la Rue de Richelieu cuando no lo veía ocupado para charlar con él, sin ánimo de comprar material.

—Lástima que me casara tan joven y tuviera hijos enseguida. Tengo tres hijos, entre ellos una chica de su edad.

»¡Y aun suerte que es una chica, porque de lo contrario no tardaría en ser llamada a filas!

»No es que me queje. Pero yo también soñé con ser pintor. Por eso pedí que me destinaran a esta sección.

»Más adelante, quién sabe, no considero descabellado establecerme como galerista y abrir una galería modesta. Sin nombres importantes, porque eso exigiría demasiado capital y, por otra parte, tampoco tiene tanto mérito. Prefiero descubrir a gente joven. Ya dispongo de algunos cuadros que ciertos clientes me vendieron por poco dinero… —¿fue la cortesía, para no herir a Louis, lo que lo impulsó a añadir?—: Cuando esté usted satisfecho, me encantaría ver alguno de sus cuadros.

—Nunca estaré satisfecho. De sobra sabe que no soy un verdadero pintor.

A principios de 1917 —en todo caso, durante aquel invierno en que hizo tanto frío y escaseaba el carbón; el mismo invierno en que se hablaba de motines en la armada y de soldados fusilados para dar ejemplo y escarmiento—, a principios de 1917 pues, Gabrielle descubrió, a través de una vendedora ambulante de la Rue Saint-Antoine y que tiempo atrás había trabajado en la Rue Mouffetard, que Vladimir estaba en París.

Aseguraba haberlo visto en los Grandes Bulevares, no muy lejos de la Rue Montmartre, donde había ido a ver a su hija, que era dependienta.

—Te juro, Gabrielle, que no me equivoqué. Ten en cuenta que lo conocí de muy pequeño y que, más adelante, se acercaba a menudo a mi carretón a birlarme melocotones. Iba con el uniforme de marino, sin la gorra y con la cabeza vendada. Los transeúntes se volvían a mirarlo y él parecía sentirse orgulloso. Le solté:

»—¡Eh! ¡Vladimir! ¿Ya no reconoces a las amigas?

»A lo que él me contestó:

»—Hola, tía Emma.

»Es así como me llamaba cuando tú y yo nos pasábamos la vida juntas, con los carretones uno detrás del otro.

—¡Y pensar que no ha venido a verme!

—Si está herido, debe de tener un permiso por convalecencia. Ya aparecerá.

—La culpa es de esa arpía a quien Louis vio esperándolo.

—Si se hubiera casado sería lo mismo.

—Tienes razón. Me estoy volviendo celosa con mis hijos. Su hermana no nos escribe ni una vez cada dos meses, y sólo hemos recibido una fotografía de su hijo.

Vladimir apareció e incluso le regaló a su madre una joya oriental, un amuleto que no debía de ser de oro, pero que la orgullosa madre ya no se quitaría del cuello. Hablaba de los Balcanes y de Constantinopla con la familiaridad con que habría hablado de Clignancourt o de la Porte des Lilas.

—¿Sabías que Olivier murió?

—No.

—Era sargento y lo condecoraron con la medalla al mérito militar. La tengo aquí. ¿Quieres verla?

—¡He visto tantas! ¿Y Guy? ¿Muerto también?

—No sabemos nada de Guy. Nadie tiene idea de qué ha sido de él.

Habría podido decir de los muertos lo que acababa de exclamar acerca de las medallas militares: ¡Había visto tantos!

—Y tú, con esa herida que tienes, ¿no te han condecorado?

Louis se estremeció al ver la expresión de su hermano y al oír el incisivo timbre de su voz:

—No soy la clase de tipo a quien le dan medallas. Ni aunque estuviera muerto, como Olivier.

—¿No podrías dejarme tu dirección en París, por si supiera algo de Guy?

Se limitó a contestar con una evasiva:

—Pasaré a verte antes de marcharme.

—¿Cuándo te vas?

—Cuando a los médicos les parezca.

—¿Es serio?

—Un agujero en el cráneo. Quitaron lo que pudieron, pero aún queda un trozo de metralla en alguna parte.

—¿Todavía te duele?

—De vez en cuando.

Una tarde, en el puente Saint-Michel, Louis tropezó de forma inesperada con el inmenso, el colosal señor Pliska; llevaba barba y el pelo rubio le llegaba hasta la nuca. Louis no habría estado seguro de que se trataba realmente de él si no fuera porque el gigante checo lo reconoció y le estrujó la mano.

—Pequeño Louis, ¿verdad? ¿Qué ser de tu vida?

No hablaba francés mucho mejor que antes y subrayaba las palabras con miradas inquisitivas y una exagerada gestualidad.

—Madre tuya, ¿Gabrielle? ¿Sí? ¿Gabrielle? —se acordaba de la hermosa pelirroja con quien había convivido cerca de dos meses, pero no estaba seguro de su nombre—. Hermano Vladimir. Hermanita. ¿Chica mayor ahora?

—Está casada y tiene un hijo.

—Yo, mucho difícil, mucho desgracias, porque yo extranjero. Dos años en un campo de concen…, ¿cómo decir eso? Palabra difícil. Concentra…

—Concentración.

—Bonito lugar. Sol. Sur de Francia, pero alambres puntiagudos.

—Alambradas.

—Sí. Barracas malas. Sopa mala. Muchos animalitos. ¿Se dice pulgas? ¿En el pelo?

—¿Piojos?

—Todo el mundo piojos. Ahora acabado. Yo, taller. Ven ver taller. Mucho trabajo. Esculturas. Marchantes venir ver esculturas. No comprar, pero venir y ver.

Tanto por miedo a disgustarlo como por curiosidad, Louis lo siguió y tomaron el tranvía hasta el Boulevard Montparnasse. Pliska lo condujo a la Rue Campagne-Première, donde se metieron en un edificio bastante nuevo.

—Aquí. Ascensor. ¿Conoces? —en efecto, había un ascensor que los llevó hasta arriba del todo, al sexto piso, donde Pliska se sacó una llave del bolsillo y abrió con orgullo la puerta—. Mi taller.

Louis se quedó deslumbrado. La estancia, iluminada por una cristalera que la separaba de la calle y con parte del techo inclinado también de cristal, era muy espaciosa.

—Magnífico, ¿verdad? Yo trabajar.

Se quitó el chaquetón, el chaleco y la corbata con la expresión de un boxeador que desafía al público desde el tablado de una barraca de feria.

Un enorme bloque de arcilla situado en medio sobre un pedestal giratorio atraía la mirada.

—¿Ves? Cuando acabado, formidable. ¿Se dice formidable?

De momento, aquello evocaba una pareja abrazada. Se reconocían formas humanas sin que pudiera decirse lo que era una pierna o un brazo. Turbado, Louis miraba como si quisiera absorberlo con los ojos y una dulce emoción lo embargaba. Lo que más le llamaba la atención era una masa bastante pesada, una grupa de perfiles bastante definidos que suscitaba en él una impresión de sensualidad más profunda que la grupa de una mujer viva.

—Esculpir muy difícil. Muy mucho difícil. Aquí… —sobre una estela de madera blanca se veían un caballo y un jinete hechos con piezas de hierro que daban la impresión de haber sido recogidas entre el material de desecho de algún taller—. Don Quigote.

—¿Don Quijote?

—Sí. Gracioso. No. Gracioso, no —frunció el ceño y los ojos claros se le oscurecieron—. El marchante decir gracioso. Yo, no gracioso. Yo y marchantes… —hizo ademán de tirarlos a la calle, desde lo alto de los seis pisos, a través de la cristalera—. Mucho trabajar. Mucho hacer amor. No mucho comer porque no vender. Por eso yo llevar bueyes.

—¿En el mercado?

—Mercado, sí. ¿Conoces mercado?

Cuando descubrió que Louis también trabajaba allí quiso hacer un brindis y abrió una botella cuya forma y etiqueta le trajeron a la memoria una Navidad de años atrás.

—¿No beber?

—No, demasiado joven.

—Yo demasiado beber. No bueno —se golpeó el pecho como un gorila y se echó a reír—. Ver a ti mercado. Tú regresar. Tú ver amor acabado.

Lo que llamaba amor era el bloque de arcilla de media tonelada que había en mitad del taller. Aunque por las noches trabajasen tan cerca uno del otro, hubo de pasar mucho tiempo antes de que volvieran a encontrarse, pues el mercado constaba de zonas perfectamente delimitadas, donde se realizaban actividades muy variopintas, y además las horas de trabajo de Pliska no coincidían con las de Louis.

Desde que a éste lo habían ascendido, con el consiguiente aumento de sueldo, se pasaba el tiempo encerrado en la garita acristalada y ya no podía ir a llevar como hacía al principio, escabulléndose, los mensajes del señor Samuel a los mayoristas de las calles vecinas o de los pabellones.

No cabe duda de que fue su encuentro con el checo lo que le inspiró la idea de alquilar un taller, y desde entonces, cuando iba por la calle, se cercioraba de que no hubiera alguna cristalera o algún taller de artesanía al fondo de un patio.

También él recibió a su vez una notificación oficial. El 12 de marzo tuvo que ir al Ayuntamiento con un extracto de la partida de nacimiento para presentarse ante la caja de reclutamiento. No le dijo nada a su madre, que no estaba en casa cuando encontró el sobre debajo de la puerta. Pasó una semana angustiado, más por miedo a mostrarse desnudo delante de otros hombres que porque temiera ser declarado apto para el servicio.

En su familia no había nadie más que fuera pudoroso. Ni su madre ni Alice se avergonzaban de su desnudez, que exhibían con un candor no exento de satisfacción. Vladimir no empezó a taparse los genitales hasta los trece años y los gemelos no le concedían al asunto la menor importancia.

Louis jamás había hecho sus necesidades mayores en el orinal, salvo cuando era tan pequeño que ya ni se acordaba.

En invierno, un aire glacial se colaba hasta la escalera; y en ella reinaba la misma oscuridad ominosa que en el patio, pero nada de eso suponía un obstáculo para que Louis bajase por la noche, cuando casi se ponía malo de tanto aguantarse.

Y, siempre que lo lavaban en el barreño, llevaba en la mano una esponjita con la que se ocultaba el sexo hasta que se metía en el agua jabonosa.

—Rápido, chicos, que a las once nos llega otra hornada.

Cuando reconoció a unos cuantos de sus antiguos condiscípulos, aún se sintió más incómodo; eran tres o cuatro y entre ellos se hallaba el hijo del abogado, cuyo nombre había olvidado, que dejó la escuela pública para ingresar en una institución privada.

—¡Mira quién está aquí! ¡El angelito!

Después de examinar a Louis de arriba abajo, un gracioso soltó:

—¿Estás seguro de que no es una niña?

—Nosotros lo teníamos por un niño, pero igual ha cambiado desde entonces. Venga, enséñanos tu cosa, angelito, para que sepamos si eres un chico o no. Intentaba volverse de espaldas, protegiéndose el bajo vientre con las manos.

—De todos modos tendrá que enseñarlo cuando desfile. ¿Y sabes lo que hará el médico militar? Te estrujará los huevos con fuerza, y, si aún sigues resistiéndote, te meterá un dedo en el trasero. No te vayas a creer que me lo invento. A mi hermano lo llamaron el año pasado y me lo contó todo. ¿Cómo es que ésos te llaman el angelito? ¿Vas a confesarte todas las mañanas? ¿Quieres seguir virgen hasta que te cases?

Por fin se abrió la puerta. Daba a una habitación más grande donde esperaban unos hombres sentados a una mesa cubierta con un tapiz verde. No los distinguía unos de otros. Aunque no cerraba los ojos, no veía más que sombras, siluetas, dos uniformes de color azul oscuro y una hilera de cuerpos desnudos.

—Sube. Ponte erguido. Más erguido. ¿Qué te estás toqueteando con las manos?

Uno de los hombres uniformados anunció:

—Un metro cincuenta.

Estallaron risitas.

—Acércate —le ordenó el médico militar.

¿Y si, con las bajas que se producían en el frente, ya no tenían en cuenta la estatura? No temía recibir un balazo, ni que lo matara la explosión de un obús. Lo que le horrorizaba era la brutalidad, las órdenes gritadas con ferocidad y la obligación de cumplir lo que a uno le ordenaban sin discutir.

Si le daban un fusil, se había prometido no disparar jamás o disparar al aire.

El médico militar le metió los dedos entre las costillas y entre los omóplatos y, después de palparle los músculos, sentenció:

—Inútil número uno.

Lo echaron fuera a empujones.

—¿A qué esperas, hijito? ¿No has oído al médico? La patria no quiere saber nada de ti.

Pasaron tres días antes de que se lo dijera a su madre mientras cenaban, con un tono de voz neutro:

—¿Sabes, mamá? Me han declarado inútil.

—No es precisamente una desgracia. Así tengo la certeza de que me quedará un hijo.

Louis la miró con aquel atisbo de sonrisa que tanto intrigaba a todos y que no necesariamente reflejaba júbilo o alegría.

Su guerra había acabado.