Las fechas carecían de importancia para ellos. No había ningún calendario en la pared. Más bien contaban basándose en las estaciones; Gabrielle se regía por la verdura y la fruta que se iba sucediendo en el carretón, las cerezas, las fresas, los primeros guisantes y las judías verdes, los melocotones, cuyo precio bajaba en lo más caluroso del verano, las manzanas en otoño, las coles y los salsifís en invierno.
La aparición o la desaparición de los braseros en medio de la calle también constituía una señal, así como los días en que no había mercado porque el frío era excesivo, a causa de una de esas nieblas que son tema de conversación durante largo tiempo o porque una helada o una nieve espesa impedían llegar al mercado empujando el carretón cargado y, por otra parte, las amas de casa tampoco habrían salido.
Gabrielle habría sido incapaz de decir la fecha de nacimiento de sus hijos sin consultar los papeles oficiales que amarilleaban en el fondo de la lata de galletas, y para medir el tiempo recurrían a los acontecimientos memorables: el año en que el Sena se heló, el año en que murió Émilie, el otoño en que instalaron el gas, la época en que Vladimir entró como aprendiz con Brillanceau.
A medida que los niños crecían se iban añadiendo acontecimientos; había puntos de referencia comunes a todos ellos y otros individuales.
Para Louis, por ejemplo, lo importante no era tanto el hijo de Alice como su primer viaje en ferrocarril. Lo que constituía su descubrimiento de la vida; la silueta de Vladimir mirando por el agujero de la sábana y, luego, los cabellos rubios de su hermana sobre el vientre desnudo de él tenían más importancia que la boda de Alice con el mozo de charcutero Gaston Cottereau, que trabajaba en la Rue de Rennes.
El punto de vista entre los pequeños y los mayores y entre los niños y la madre también era diferente, iba variando a medida que pasaba el tiempo. Vladimir, por ejemplo, era pequeño en la época en que vivió un hombre con ellos de forma permanente, y debía de conservar algún recuerdo, mientras que, para Louis, Vladimir siempre había sido mayor; él, en cambio, sólo recordaba a los hombres que estuvieron de paso, con sus olores, voces y pasos distintos; recordaba a quienes se quedaban tres días y a quienes se quedaban un mes, a quienes comían con ellos y a quienes sólo veían de noche; de ahí que Pliska, que no había quedado más que como una silueta nebulosa en la memoria de Vladimir o de Alice, fuera para él un personaje importante.
Era el único, quizá junto con su madre, para quien la pequeña Émilie —ya nunca hablaban de ella— había existido realmente, porque por aquel entonces se pasaba todos los días en casa.
Vladimir y Alice eran los mayores; se entendían y compartían secretos. Luego Vladimir se hizo de repente un hombre y la madre empezó a pedirle consejo, mientras que Alice siguió siendo una niña durante un tiempo, de forma que la diferencia de edad entre ella, los gemelos y Louis se redujo.
No le importaba su primer día de colegio, sino la primera vez que le pegaron porque se negó a dar sus canicas. Tampoco existía para él la cartilla de notas; en cambio tenía una imagen nítida de la mano del maestro, cuyo nombre le costaba recordar, apareciendo por encima de su hombro y apoderándose del dibujo de uno de los castaños del patio que acababa de hacer.
¿Era el señor Charles? ¡No! El señor Charles era el chico alto de la boca blanda. Éste era el señor Huguet.
La fuga de los gemelos, la primera, la que acabó en Ruán, no tenía fecha; podía haber sucedido en una época cualquiera. El descubrimiento del mercado de abastos, con él pegado a las faldas de su madre, conservaba referencias temporales y espaciales mucho más precisas.
A continuación se produjo la conversación con su madre en el banco de una plazoleta, donde ambos se habían sentado y al que se habían acercado palomas a mendigar pan, cosa que ellos no llevaban porque no se les había ocurrido.
¿Por qué se encontraban en una plazoleta a media tarde? No tenía la menor idea, como tampoco habría podido decir el nombre de la plazoleta, que no quedaba lejos de un hospital.
Sin embargo, ya no era un crío. Había registrado detalles de cuando tenía seis o siete años y ése, en cambio, se le había borrado.
—Eres inteligente, Louis. Aprendes sin esfuerzo. Eres el único de la familia que podría seguir los estudios. Contéstame sinceramente: ¿te gustaría seguir estudiando?
—No creo, mamá.
—¿Has pensado ya lo que quieres hacer después?
—No del todo.
—¿Y ahora? No eres tan fuerte como tus hermanos. No te imagino trabajando en un taller o subido a unos andamios. Si deseas ir a otro colegio, no te preocupes por el dinero. Tus hermanos empiezan a ganar. Y yo cuento con buenas clientas y unas piernas fuertes.
—Gracias, mamá, pero no tengo ganas.
—No puedes pasarte toda la vida acompañándome al mercado por las mañanas y perdido en tus sueños el resto del día.
—Me gustaría trabajar en el mercado. Con el señor Samuel.
—¿Y qué harías allí?
—El año pasado vi a un chiquillo que llevaba fichas de un lado a otro de la nave y que se iba a hacer recados fuera.
—¡El Piojo!
—Yo soy capaz de hacer lo que él hace.
El señor Samuel nunca llevaba chaqueta ni cuello postizo. Era obeso, paticorto y tenía un barrigón que desbordaba del pantalón sujeto por unos tirantes de color azul pálido. La papada variaba según tuviera la cabeza levantada o no, y llevaba una gorra diminuta coronándole el cráneo pelado.
Con el lápiz detrás de la oreja, tronaba en medio de su nave; los transeúntes que pasaban durante el día frente a la puerta, que se hallaba en la Rue Coquillière, no podían sospechar la importancia de aquel lugar. Para ellos no era más que una puerta cochera.
De noche se veía una bóveda de vidrio como la de las estaciones y un montón de cajas apiladas, jaulas y sacos. Tres empleados, entre los que había una mujer, trabajaban sin parar en una garita de vidrio y las carretillas entraban, deslizándose entre tanta mercancía, y volvían a salir cargadas, mientras las cifras iban sucediéndose en la pizarra negra.
Durante años, ese almacén, lonja del pequeño comercio que se hacía al margen de la gran lonja de la alimentación que era el mercado de abastos de París, sería el espacio vital de Louis, de la misma forma que el agua es el elemento de los peces.
Ya no se trataba de marcharse con su madre entre las tres y las cuatro de la mañana según las estaciones. A partir de entonces entraba a trabajar a las diez de la noche, cuando empezaban a dejarse caer por allí los harapientos en busca de empleo.
A esas horas, el almacén estaba casi vacío. Sólo quedaban los artículos que no se habían vendido la víspera. Samuel, con el lápiz detrás de la oreja, esperaba los primeros envíos, que llegaban desde la llanura de Argenteuil o desde alguna otra zona rural con los caballos exhaustos tras el viaje.
Al principio, la nave tenía luz de gas, pero no tardarían en instalar unas lámparas de arco tan potentes como las de la Belle Jardinière.
—No, Victor. No puedo pagar estos precios. Ya conoces a mis clientes. No es gente que venda al precio que le dé la gana a cambio de una comisión a la cocinera o al maître.
Intentaba tocar la fibra sensible de la gente y él mismo era de lágrima fácil.
—Yo doy de comer a la gente humilde, la gente humilde que trabaja duro y que no es consciente de que, si come melocotones como los burgueses en vez de tener que conformarse con ciruelas de las que se les echan a los cerdos, es porque se lo debe a Samuel. Vosotros, los que vivís en el campo, os creéis que en París sólo hay ricos.
Su repertorio incluía unas cuantas cantinelas, que recitaba sin dar tiempo a que lo interrumpieran.
—Hola, pequeño, ven para acá.
Para él, Louis nunca tuvo otro nombre que «el pequeño».
—¡Mira a este pequeño! Le di empleo por caridad, porque su madre tiene no sé cuántos hijos y esta noche estará por aquí, empujando el carretón como las demás. La abuela lleva ya treinta años haciendo lo mismo. Ve a la oficina a preguntar si Vacher ha telefoneado por el asunto de las peras, pequeño.
Es cierto que Samuel no vendía a las tiendas de los barrios elegantes, sino a verduleros que no poseían más que una tienda estrecha, con algunas cestas en la calle, y que no cerraban hasta las diez de la noche.
Louis volvió de la oficina con una ficha. Todo se arreglaba con hojitas arrancadas de algún cuadernillo en el que, gracias a una hoja de papel carbón, quedaba una copia.
—¡Otro que se cree que soy tan rico como Creso!
Tomaba el lápiz, tachaba una cifra y escribía otra.
—Diles que o lo toman o lo dejan.
Louis volvía a cruzar la nave embaldosada, donde, cuando no había nadie, sus pasos retumbaban como en las iglesias. Los tenderos empezaban a recibir la mercancía. El teléfono mural de la garita sonaba continuamente y el oficinista gritaba muy alto para que le oyeran.
—Vete corriendo a ver a ese crápula de Chailloux y dile…
Lo enviaba a la Rue Rambuteau, a la Rue de la Ferronnerie, a la Rue Sainte-Opportune o a alguno de los inmensos y fantasmagóricos pabellones. Y hacia allá se encaminaba él, notita en mano, a ver a algún representante o a algún mayorista tan atareado como Samuel.
Así, mientras se compraban cosas unos a otros y se ponían al corriente de los precios, que variaban según lo que entraba, transcurrían dos o tres horas y el trenecito de Arpajon, no tardaba en alinear en la calle sus vagones que olían a campo.
La nave se llenaba de mercancías y se contrataba a menesterosos para acarrearlas.
Ya desde el segundo año, a Louis le encomendaron la tarea de quedarse junto a la puerta para controlar lo que entraba: tantas cajas de esto y tantas de lo otro. Sin olvidarse de anotar los viajes que hacían los porteadores.
Algunos de los porteadores a quienes empleaban durante dos o tres horas, y que luego se iban a comer un cucurucho de patatas fritas y una salchicha en la esquina de la Rue Montmartre, eran jóvenes que acababan de llegar desde alguna casa confortable de provincias y que tropezaban con un París duro e indiferente.
Los demás, es decir, los ancianos que podía uno encontrarse después tambaleándose a la puerta de los bares, habían perdido todas sus ilusiones.
Varias mujeres, con traseros prominentes y tacones altos, pasaban una y otra vez y se detenían a la puerta de un hotel bajo el fanal iluminado.
Había un momento en que la marea se invertía. Los números que el señor Page garabateaba con tiza en la pizarra cambiaban cada vez que Louis, que hacía de enlace entre éste y la garita de vidrio, traía un nuevo papel. No bien entraba, la mercancía empezaba a salir, pero ya no a carretadas, sino en unas cuantas cajas cada vez. Reconocía a su madre entre las compradoras y siempre encontraba un momento para pasar junto a ella y sugerirle:
—Espérate un poco más y llévate zanahorias.
A las ocho de la mañana el bullicio y el trajín se habían acabado ya y un hombre lavaba las baldosas de la nave con una manguera.
—Hasta esta noche, pequeño.
Se metía en un bar a tomarse un café y unos croissants, y en ocasiones se permitía un par de cucuruchos de patatas fritas.
Cuando regresaba a la Rue Mouffetard, la casa estaba vacía; se desnudaba y se echaba en el jergón. Los otros jergones desaparecieron con la misma discreción que la cunita de Émilie.
Primero le tocó el tumo al de Vladimir, que se fue a hacer el servicio militar a Toulon y quien, a decir verdad, nunca alcanzaría a comprender por qué lo habían enrolado en la infantería de marina cuando no había visto el mar más que en fotografía.
Fue a casa varias veces de permiso, y realmente los pantalones anchos, el cuello azul y la boina con borla le sentaban de maravilla.
En el curso del servicio militar tuvo que pasar varias veces por París, pero no siempre iba de visita al apartamento de la Rue Mouffetard.
Una primavera, hacia el mes de abril, otros dos jergones desaparecieron a la vez. Los gemelos, que tenían unos quince años pero aparentaban veinte de tan altos y fuertes como eran, se fugaron definitivamente y dejaron una nota sobre la mesa de la cocina.
«No os molestéis en llamar a la policía. No volveremos. Adiós a todos».
La nota, que tenía cuatro faltas de ortografía, llevaba la firma de ambos. Esa vez no se hicieron con el dinero de la lata de galletas; lo único que se llevaron fueron sus partidas de nacimiento y la ropa que les pertenecía, con lo que el petate que se echaron a la espalda era más bien ligero.
De pronto, en la habitación se tenía una sensación de vacío. La cortina parecía fuera de lugar. Un día en que se había quedado en la cama porque tenía gripe, Gabrielle comentó:
—Me pregunto por qué tenemos ahí esa sábana vieja que ya no sirve para nada. ¿Qué te parece si la retiramos, Louis?
Ahora era a él a quien acudía en busca de consejo. Louis quitó la sábana y también la varilla, que le costó no poco esfuerzo, pues estaba muy bien sujeta.
—¡Dios mío! ¡Qué grande parece la habitación! Ya no me acordaba de que fuera tan grande.
¿La imaginaba acaso como en la época de su boda con Heurteau, cuando Vladimir era el único que dormía en la cuna?
Por la noche, también Alice se detuvo estupefacta en el umbral y exclamó a su vez:
—¡Qué grande es esto!
Apenas se había acostado cuando murmuró:
—Mamá, ¿te molestaría que durmiera contigo?
—¿Y si coges la gripe?
—¿Te has olvidado de que yo la cogí primero?
Nadie utilizó el jergón durante varios días, y una mañana, después del trabajo, Louis se acercó a dejarlo sobre los cubos de la basura, en el patio, donde un nuevo carpintero había sustituido al antiguo, que se había suicidado. Lo encontraron ahorcado en el sótano después de haberlo buscado durante un par de días, porque nunca bajaba allí y, como era verano, nadie había ido por carbón. Corrieron rumores de que estaba neurasténico.
Otro vecino de la calle que desapareció de la circulación fue Ramón, el hijo de los españoles. Alice era quien ponía a Louis al corriente de esas cosas, pues él casi no hablaba con nadie.
—¿Sabes que estuvo a punto de ir a parar a la cárcel? —Louis no mostró la menor sorpresa—. Parece mentira que un chico tan guapo, tan elegante y tan aseado perteneciera a una banda de poca monta que, por las noches, les arrancaba el bolso a las mujeres que iban solas. También detuvieron a otros dos, pero no se sabe cómo se llaman porque, según parece, eran niños bien. Los padres pagaron para que se enterrara el asunto. A Ramón lo han enviado a España, a casa de un tío, y ha dicho que quiere ingresar en una escuela de oficiales.
Todo cambiaba, a mayor o menor velocidad según el momento. Los automóviles, que tiempo atrás resultaban tan raros que la gente se apelotonaba para ver uno, empezaban a ser más numerosos que los carruajes, y en las calles te encontrabas tantos taxis como coches de punto. Ya no se hablaba del Metropolitano sino del metro, y a veces se veía pasar un aeroplano por el cielo.
Entre las mujeres con zapatos de tacón alto que recorrían una y otra vez las calles del mercado había una que era más joven que las otras, aparte de más bajita y delgada, con el pelo oscuro y los ojos negros.
Una mañana de invierno en que Louis salía de trabajar, le dijo:
—¿Ya lo has probado, pequeño?
Él contestó sinceramente que no. ¿Cómo habría adivinado ella que él tenía ganas desde hacía algún tiempo?
—¿Quieres que te enseñe?
La palabra le sorprendió.
—Ya sé cómo se hace.
—Pero aún no sabes el gusto que da. Ven, que tengo un capricho. Y me das lo que quieras.
Tenía una habitación en el cuarto piso de un hotel cuyo fanal, cuando estaba encendido, se veía por la noche a cincuenta metros del almacén.
—¡Estás de suerte! Como eres el último y ya me voy a dormir, me verás desnuda.
Él la miró hacer sin quitarse la ropa; cuando ella se hubo desnudado, se echó en la cama, donde un hule protegía parte de la colcha.
—¿Vienes? Acércate. Te ayudaré. ¿O acaso te da vergüenza enseñarme tu cosa?
Negó con la cabeza, dubitativo y decepcionado. No tenía ganas de herirla ni de ofenderla. Un rato antes, mientras ella se desnudaba, la había deseado. Había hecho mal en quedarse completamente desnuda, abrirse de piernas y exhibir un sexo cubierto de pelos largos y negros.
El de su madre estaba rodeado por un musgo rojizo que se recortaba con delicadeza sobre la blancura del vientre.
El otro sexo que había visto a menudo, y que todavía veía de vez en cuando, era el de su hermana, que apenas mostraba una sombra de pelusilla rubia.
—¿Qué te pasa?
—No lo sé.
—¿Te doy asco?
—No.
—¿Vienes o no vienes?
Mientras retrocedía hacia la puerta, negaba con la cabeza y balbucía:
—Le pido perdón.
—¡Esto sí que es el colmo! Te invito a subir conmigo porque llevas ya un mes echándome el ojo cuando paso delante del almacén de Samuel; me desnudo aunque mis amigas se troncharían si se enterasen, pensando que como eres virgen eso te ayudará, y encima el señor se me pone delicado. ¿Quién te habrás creído que eres, mocoso, mequetrefe…?
No escuchó el final. Echó a correr escaleras abajo, asustado ante la posibilidad de que ella lo persiguiera desnuda y siguiera gritándole injurias mientras las puertas del hotel se abrían una tras otra.
Una vez en la calle siguió apretando el paso; sólo al llegar a Châtelet se sintió fuera de peligro y recordó que no había comido nada.
De pie, frente a un bar que tenía las paredes revestidas de azulejos, mojó un croissant en el café con aire taciturno y, por primera vez en su vida, se preguntó si era como los demás.
¿Habría podido hacerlo si ella no hubiera sido tan morena, con aquel triángulo de pelos que le llegaba hasta el ombligo? Al principio se había mostrado amable.
Le había llamado mequetrefe. Estaba acostumbrado porque en el colegio algunos de sus condiscípulos también se lo habían dicho. Pero ¿no le había dado ella a la palabra otro sentido?
Tal vez aquel mismo día debería haberlo intentado con una rubia o una pelirroja, para quedarse tranquilo. No podía por menos de recordar lo que una vendedora ambulante le había dicho a su madre cuando él aún llevaba el pelo largo:
—¿Es un niño o una niña?
Pero tuvo que pasar bastante tiempo antes de que volviera a intentarlo, porque le daba miedo descubrir que a lo mejor era impotente.
No estableció relación alguna entre aquella aventura y el acontecimiento, mucho más importante, que tuvo lugar semanas después. Sin embargo, el recuerdo de aquella mujer volvía a cruzar por su mente una y otra vez. Soñó varias veces con ella en la habitación, donde, desde que dormía de día, habían tenido que instalar una cortina veneciana.
Incluso recordaba detalles que en su momento no creyó percibir, como el tono marrón de los pezones y la ancha aureola rosa que los rodeaba. No sólo tenía pelo en lo alto del vientre, sino también muy abajo, en el interior de los muslos.
Aquella tarde llevaba veintidós francos en el bolsillo. Le costaba recordar otras cantidades, ya que el valor del dinero cambiaría varias veces a lo largo de su vida. Con el señor Samuel ganaba cuarenta francos al mes, que le entregaba a su madre junto con las propinas que le daban los campesinos; ella le pasaba algo de dinero para sus gastos cada semana.
Veintidós francos representaban los ahorros de dos meses. Había descubierto una tienda en la parte de abajo de la Rue de Richelieu, no muy lejos de la Biblioteca Nacional. Era una papelería importante, con dos escaparates, diez empleados y toda una sección dedicada a material de pintura para artistas.
A menudo se había detenido frente al escaparate a contemplar lo que él llamaba colores, pues ignoraba por completo que existieran técnicas distintas y todo le fascinaba, desde los colores que iban dentro de unos tarritos de cerámica metidos en cajas de hierro a las tizas de tonos más suaves y tiernos o los tubos que iban dentro de unos estuches con una paleta sujeta al interior de la tapa.
Debían de ser las cinco de la tarde. Tenía dos maneras de pasar el día según el tiempo, el grado de cansancio y el humor del momento. Algunas mañanas regresaba a la Rue Mouffetard y se iba a dormir inmediatamente, sobre las nueve, para levantarse a las cuatro o las cinco de la tarde, que era lo que había hecho ese día.
Pero otros días prefería pasear sin rumbo fijo, sentarse en algún banco y explorar algún barrio nuevo antes de darle un beso a su madre, comer y dormir hasta la noche.
Tanto los dependientes como las dependientas llevaban el mismo delantal de tela cruda. Antes de entrar y dirigirse al mostrador de los artistas, esperó en la calle hasta que las tres dependientas que había estuvieran atendiendo a clientes.
—¿En qué puedo servirle, jovencito?
Como era bajito, la gente le echaba menos años de los que tenía y todo el mundo adoptaba un aire protector, casi enternecido.
—Querría unos colores, señor.
—¿Lápices de colores?
—No. Ya tengo lápices.
Guardaba celosamente los que Pliska le había regalado tiempo atrás, sin saber muy bien por qué y sin utilizarlos más que en contadas ocasiones.
—¿Acuarelas? ¿Guaches?
—No lo sé.
Casi no se atrevía a expresar lo que deseaba por miedo a que se burlaran de él.
—Quiero los colores más brillantes —después de titubear y mirar de reojo las maravillas que contenían los estantes, añadió—: Colores puros.
El tono ferviente con que pronunció la última palabra hizo que el vendedor, un hombre de cierta edad, sintiera curiosidad por él.
—Si no me equivoco, usted no ha pintado nunca.
—He dibujado alguna vez con lápices de colores.
—¿Ha visto alguien por casualidad esos dibujos y le ha aconsejado que pinte?
—No, nadie.
En alguna ocasión se había detenido frente a las galerías de pintura de los alrededores del Sena. Pero lo que exponían en los escaparates no le había llamado la atención. Jamás se le había ocurrido que podía entrar, mirar otras telas dentro y marcharse sin comprar nada.
—Mucha gente joven empieza por la acuarela —le enseñaba una caja de acuarelas abierta y, al instante, cogía otra—. Éstas van en tubo y éstas en tarritos.
—Y los colores, ¿son igual de brillantes?
—No del todo. Los guaches son menos pálidos.
—¿Van mejor?
—Eso depende de lo que quiera hacer. ¿Le interesan los paisajes o los retratos?
No se atrevía a decir «de todo un poco», manchas, trazos y colores yuxtapuestos como los que veía por la calle y como los que poblaban sus recuerdos.
—Por supuesto, si lo que quiere es conseguir brillo de verdad, no hay nada como el óleo.
Le abrió un estuche donde había por lo menos treinta tubos colocados entre dos frascos planos de metal.
—Pero hay colores que no me gustan —los iba señalando con el dedo—: Éste de aquí…, y éste…, y este otro…
—Y ¿por qué no le gustan? —insistía el dependiente divertido.
—Porque resultan sombríos y tristes. No son chispeantes.
—Tal vez lo mejor es que haga usted como los pintores: comprar una caja vacía y una paleta y elegir los colores. Venga por aquí.
Lo llevó hasta un mostrador con cubierta de cristal que Louis no había visto y donde le pareció que todos los colores del mundo se le ofrecían a la vista desde debajo del cristal.
—¿Puedo tocar los tubos?
—Claro que sí.
Una vez retirado el cristal, alcanzó un tubo largo y delgado y leyó: «Verde veronese».
—¿Es el más verde?
—Hay más de veinte clases de verde y la intensidad depende de los colores que los rodean.
—Comprendo.
Era verdad. Lo había comprendido, y se pasó un cuarto de hora examinando el círculo de color que indicaba el tono de cada tubo.
—¿El de dentro es igual que el de fuera?
—Absolutamente. Por supuesto, puede mezclarlos en la paleta.
Le encantaban los nombres, que le parecían más evocadores que los poemas que le habían enseñado en la escuela: amarillo de Nápoles, tierra de Siena quemada, laca carmínea, azul ultramar…
Iba poniendo a un lado los que le parecían indispensables, pero le habría gustado comprar todo lo que había en los casilleros.
—¿Le parece que tengo todo lo que necesito?
—Creo que le faltan marrones y amarillos oscuros.
—No me gustan.
—También necesitará aceite y aguarrás. Y una paleta, por supuesto.
—¿Son caros?
—Éstos son baratos. La caja, la paleta y los dos frascos sólo cuestan doce francos. Pruebe a ver si la paleta es de su talla.
No sabía cómo se utilizaba ni por qué tenía un agujero.
—Así, ¿lo ve? El hueco de la paleta contra el cuerpo y la parte curva hacia fuera. Cuando le crezca la mano le resultará más fácil.
—¿Cuánto cuesta todo?
Estaba radiante. Hacía tintinear las monedas que llevaba en el bolsillo. El vendedor miró las etiquetas una por una, garabateó los números y sumó con rapidez.
—Treinta y cuatro francos con sesenta.
Louis nunca habría imaginado que unos tubos tan pequeños pudiesen costar tanto. Había un tubo grande de color azul que marcaba dos francos y contenía diez veces más pintura que los otros. Sin atreverse a pedir explicaciones, farfulló:
—No he cogido bastante dinero. Volveré. Sobre todo, guárdemelas. ¿Hasta que hora está abierta la tienda?
—Hasta las siete.
El hombre debió de pensar que no volvería y lo siguió con una mirada en la que se reflejaba cierta melancolía. Pero cuando lo vio echarse a correr por la calle, sonrió confiado. Apenas si aminoró el paso dos veces hasta la Rue Mouffetard para recobrar el aliento. Su madre todavía estaba en su puesto.
—¡Mamá!
—¿Qué pasa?
—Nada. Escucha. Es muy importante. Tienes que prestarme quince francos. Te juro que te los devolveré.
—¿Qué piensas hacer con los quince francos?
—Ya lo verás. Te lo contaré después. Tengo prisa.
Nunca lo había visto así. Por primera vez manifestaba una pasión ardiente e imperiosa.
—¡Toma! No hace falta que te alteres.
Con el tiempo, le compró otras pinturas al dependiente, que sentía cierto afecto por él. Ninguno sabía el nombre del otro, pero existía entre ambos un vínculo secreto.
—Un día de estos necesitará un caballete. ¿Qué soporte utiliza?
—Papel grueso.
—Debería probar con tela.
Le enseñó bastidores armados y le explicó la diferencia entre los distintos formatos.
—Puede preparar las telas usted mismo, con pegamento y blanco de cinc. Muchos pintores lo hacen.
No se atrevía a reconocerlo, y sin embargo ya no vivía más que para eso, como si los años transcurridos no hubieran sido más que una serie de preparativos secretos.
Pintaba por las mañanas junto a la ventana, al regresar del trabajo, pues era entonces cuando había más luz.
Si alguien le hubiera hablado de modelos, se habría quedado atónito. Lo único que a veces observaba era a los obreros que repicaban estruendosamente con sus picos la fachada de la zapatería del señor Stieb, y la casquería de al lado. Levantaron andamios. Algunos trabajadores de otros gremios se presentaron a prestar sus servicios; y una noche apareció por fin, resplandeciente, la tienda más bonita de toda la calle, con dos escaparates de cristal, una gran sala amueblada con sillones de caoba y taburetes de distintas clases, con la sección para mujeres a la izquierda, a la derecha la de los hombres y, al fondo, donde se veía un caballo tordo de madera, la de los niños.
El señor Stieb contrató a varias dependientas, las eligió jóvenes y bonitas. Alice, que había vuelto a trabajar en la lavandería, se presentó y consiguió el empleo. El señor Stieb, cuyos trajes eran cada vez más elegantes, fue la causa indirecta de que encontrara marido, pues una tarde tuvo que atender a un muchacho alto, moreno y un poco torpe. Al día siguiente la esperaba a la salida y el sábado salieron juntos a bailar. Tres meses después, Alice le anunciaba a su madre que se casaba en primavera.
—Se llama Gaston, Gaston Cottereau. Tiene veinticinco años y es mozo de charcutería en un gran establecimiento de la Rue de Rennes. ¡Si vieras todo lo que tienen en el mostrador! Hacen conchas rellenas de bogavante, ensalada de gambas y croquetas de pollo…
—¿Dónde vive?
—De momento, los dueños de la charcutería le alquilan una habitación, pero estamos buscando un apartamento por el barrio.
—¿Y François?
—Gaston no quiere que trabaje después de casarnos, de modo que François vivirá con nosotros.
Era un niño grandote y sonrosado, que tenía la nariz chata, no se parecía a nadie de la familia y había empezado a andar sobre unas piernecillas regordetas y llenas de roscas.
Louis apenas recordaba la boda y el banquete nupcial en el primer piso de un restaurante, rodeado de desconocidos que eran parientes de Gaston Cottereau; éstos vivían en Saint-Aubin, en la comarca de la Nièvre, y sus sonrosados rostros parecían tallados en madera.
Durante los días que siguieron a la boda intentó retratarlos, todos muy envarados frente al mantel blanco, y, sin saber por qué, pintó sobre el mantel el cuerpo de una mujer, un cuerpo desnudo que recordaba al de su hermana y cuya cabeza no era más que un apunte borroso, como si careciera de importancia.
No estaba satisfecho con lo que pintaba porque le quedaba demasiado empastado. Se negaba a mezclar colores y le costaba situar las caras o los objetos en distintos planos.
Sabía que existían escuelas. El dependiente de la Rue de Richelieu le había preguntado si pensaba ingresar en Bellas Artes cuando tuviera la edad, pero Louis no se atrevió a confesarle que sólo tenía el certificado de estudios y que por las noches trabajaba en el mercado. Imaginaba que trabajaría allí toda la vida y que conseguiría ir ascendiendo poco a poco, pues el señor Samuel le había cogido cariño.
—Ven aquí, pequeño. Súbete al escabel e intenta escribir unos números en las columnas.
No sabía que el hombre que desde hacía años apuntaba los precios en la pizarra negra había ingresado la víspera en el hospital, del que probablemente ya no saldría con vida. Tenían que operarlo al día siguiente o al otro, nunca supo de qué.
—No llego hasta arriba de todo, señor.
—Escribe en las otras líneas.
Le dictaba los números a vuelapluma. La tiza rechinó en la pizarra, como ocurría en la escuela. Louis estaba dispuesto a seguirlo a toda costa, como si le fuera la vida en ello.
—Tus números se entienden mejor que los del pobre Albert. Puedo leerlos sin gafas. Ahora veremos si haces buena letra. ¡Venga! Coliflores, zanahorias, nabos. No tan aprisa. Melocotones de primera calidad. Melones de Cavaillon. ¡Bueno! Ya puedes bajar. Le diré a Michel que suba el escabel unos treinta centímetros. A partir del lunes te pagaré sesenta francos al mes e intentaremos aumentártelo hacia final de año.
¿No era maravilloso? No le dijo nada a su madre para darle una sorpresa cuando acudiera a comprar provisiones. Las vendedoras del barrio lo reconocieron.
—¡Gabrielle! Mira allá arriba.
Sorprendida, le hizo señales, que él no tuvo tiempo de contestar de tan rápido como debía pillar los números, borrarlos y escribirlos, planeando sobre la multitud de cabezas que en ese momento se le mostraban bajo una perspectiva distinta.
Su trabajo le apasionaba. El aspecto de la sala cambiaba constantemente. Habría podido pintar diez años seguidos sin agotar el material que tenía ante sí.
Alice y su marido encontraron un apartamento en un cuarto piso, en la Rue des Écoles, frente a la Sorbona.
—Incluso tenemos un balcón, de modo que François puede tomar el aire mientras hago la limpieza. A menudo iba de paseo por la Rue Mouffetard con su hijo de la mano y se paraba a charlar con la madre, que le metía verdura en la malla de la compra, pero casi nunca subía al apartamento donde había vivido tanto tiempo.
Por entonces, allí sólo vivían los dos y se sentían tanto más a sus anchas cuanto que, salvo los domingos, rara vez coincidían.
Louis encontró una cama de segunda mano y la colocó contra la pared en el lugar que antiguamente ocupaba Émilie. También compró una mesilla de noche cuyo mármol tenía una fisura y que le salió a precio de ganga.
En cuanto hubo arrimado la cama de su madre junto a la mesilla de noche, al lado de la ventana quedó un espacio amplio y vacío, y un buen día instaló allí un caballete, un modesto caballete de campo hecho de madera blanca que deseaba desde hacía tiempo.
Aunque aún no estaba seguro del resultado, había conseguido aligerar su pintura para evitar los empastamientos, el pintarrajeo, como él lo llamaba. En vez de extender los colores con cuidado, como sobre una pared o una puerta, elegía un pincel fino y depositaba en el cartón leves toques de colores puros, pues seguía bajo su influjo. Los colores nunca le parecían tan claros y vibrantes como quisiera. Le habría gustado que centellearan.
Aún no podía permitirse el lujo de comprar lienzos y encontraba tantos cartones como quería en los cubos de la basura. Para prepararlos seguía los consejos del dependiente. Eso requería mucho tiempo, pero él no tenía noción del paso de las horas; nunca la había tenido. Con años de distancia entre unos y otros, los acontecimientos parecían ordenarse linealmente.
Un día, mientras dormía con un sueño cálido y voluptuoso, alguien le tocó el hombro y oyó a su madre:
—¡Louis! Despierta.
El tono de voz, grave y trágico, lo llenó de inquietud.
—¿Qué pasa, mami?
Estaba muy pálida y lo miraba con los rasgos crispados y el aspecto de quien se ha quedado repentinamente paralizado ante el destino.
—Ha estallado la guerra, Louis.
—¿Dónde?
—Aquí, en Francia. Los alemanes nos han atacado. Han colgado carteles para anunciar la movilización general.
—¿Crees que los alemanes vendrán a París?
—Espero que los derrotemos. Los hombres se marchan, los regimientos desfilan…
Él no reaccionaba y creyó percibir un matiz de reproche en el tono de voz de su madre cuando ésta añadió:
—Vladimir será de los primeros.
No había pensado en Vladimir. Lo primero que se le pasó por la cabeza fue que apenas tenía dieciséis años, que era demasiado joven para ser soldado y que, mientras los alemanes no llegaran a París, la vida seguiría como hasta entonces.
—Si los gemelos están en Francia o en las colonias también los llamarán a filas, porque van a cumplir los diecinueve… —contaba con los dedos y movía los labios al mismo tiempo—. Ya tienen los diecinueve cumplidos, puesto que nacieron en abril. Los llamarán enseguida y, si no dan señales de vida, los declararán desertores.
—Perdóname, mami.
—No pasa nada. También está el marido de Alice, que es dragón. A los dragones los envían como correos a primera línea; me lo contó una vez sin saber lo pronto que eso ocurriría.
Se inclinó a besarlo, distraída y pensando en otra cosa.
—Me pregunto si Vladimir vendrá a despedirse de mí.
Fue por la noche, vestido de militar y con el petate a la espalda. No parecía que los acontecimientos lo impresionaran mucho.
—Hola, mamá. Hola, tú —les dio dos besos en las mejillas—. Tengo que irme pitando a la estación del Este. No es un día como para perder el tren. Hasta pronto. No temáis, que los venceremos.
Una rubia muy maquillada que llevaba tacones altos lo esperaba en la calle y lo tomó del brazo. Algunos comerciantes le dieron cosas, éste un queso, aquél media botella de coñac, que Vladimir metió en el petate.
La florista le tendió un clavel, y él lo colocó en la punta del fusil. Cuando desapareció calle abajo, Gabrielle se alejó de la ventana donde se había apoyado, se sentó a la mesa y murmuró:
—¿Quieres pasarme el vino, Louis?
Aquella noche se emborrachó a solas con humor lúgubre, mientras por la calle desfilaban grupos de jóvenes que aullaban canciones patrióticas y canciones de borrachos.