Capítulo X

Mc Cornack tenía su sangre tatuada por una historia sombría. Se decía de él que en una ocasión había salido de su casa para su trabajo de comisiones y altibajos. Como todos los días el trabajo se deslizó entre timbres del teléfono y tazas de café. Su secretaria, como todas las que son de calidad, era bastante feúcha. Ya presumía de ser buena y en cualquier momento lanzaba un chorrito melódico. Miraba después en torno para observar el efecto causado. Se sonreía al ver los pescuezos estirados y los ojos muy abiertos. Después llegó la merienda y la secretaria que era muy melindrosa le brindó al jefe la mitad de la suya. Cuando vio las dos agujetas reunidas en las seis, se puso su saco de casimir, había unas noches frías, y se dio como un baño de músculos al perderse y hacer un poco de laberinto antes de llegar a su casa.

Al acercarse a su casa, vio a los vecinos aglomerados a la puerta y todo como envuelto en chorretadas. Un fuego había destruido la mitad de su casa, la sala, la saleta y el primer cuarto. Su mujer y sus dos hijos, una niñita de cinco y el varón de catorce años y el pequinés habían sido enteramente carbonizados y estaban reducidos a unos pellejos entrelazados, como si la madre hubiera corrido a proteger a sus hijos.

Mc Cornack ya no cantaba, se aislaba de las gentes en una forma tan exagerada, que visto al principio con simpatía que intentaba a su manera compartir su dolor, después lo fueron mirando con extrañeza antipática. Así se fue convirtiendo en la persona más odiada de su pueblo. Todos consideraban su aislamiento como una injuria. Un poquito también de burla no faltaba en ese odio.

Pero Mc Cornack parecía que guardaba un secreto y un tesoro. Sus frases eran de correcta cortesía, pero nunca entablaba conversación.

Foción, como todos los que van a hacer una larga estancia en Europa, entraba por el puerto de Ostia, para acercarse a Roma, y después a toda Italia, convertida en ese bric a brac que ofrecen los museos, las galerías, las catedrales las plazas donde se veían las fuentes con tortugas barrocas o con clásicos caballos de grandes colas, mezclados de cangrejos, ranas y calamares. Marchaba Foción acompañado de su hijo Focioncillo. Foción no disimulaba su tedio y Focioncillo fingía su asombro. Se horrorizaba con los calamares, pero hundía sus manos en la chorretada para atrapar alguna ranita.

Fueron a la Villa Borghese. Comenzaron por desfilar ante los dibujos, croquis y manuscritos (citamos de memoria) de Leonardo. Focioncillo le dijo a su padre que tenía ganas de hacer pis, y Foción le dijo, como es costumbre, que esperara un poco, pero Focioncillo insistía en su urgencia. Foción llamó al celador y le dijo, mitad en macarrónico y mitad en gestos, la incontenible necesidad de su hijo. Pensó tal vez en un cubano que inaugurase otra fuente de Roma. El celador lo llevó a un mingitorio que durante cuatrocientos años no había sentido la influencia sanitaria. Un retrete para un cardenal del Renacimiento, conservado como una momia de la cuarta dinastía.

El celador se lo trajo de nuevo muy sonriente y cortesano. Y cuando Foción le dijo: Molte grazie, el celador manteniendo su risa, le contestó: cinquanta lire. Empezó a gravitar sobre Foción, el mundo de las etiquetas europeas. Para cada monedilla una sonrisa.

Foción pensó que era rara la reacción de su hijo. La contemplación artística le pesaba sobre las glándulas suprarrenales. Un dibujo, un tono rosa, un azul, le producían un escozor, que pronto se manifestaba en incontenibles ganas de orinar.

Mc Cornack empezó a levantar el canto con excesiva frecuencia en la oficina y por las calles, cuando su cantío demoraba por las calles como una pesadez inoportuna. Pasaron algunos años y Mc Cornack más aislado y más cantante inesperado. Creían que su canto era un reto de orgullo, como el gallo en la madrugada amarillenta como clara de huevo.

La asistolia empezó a corroerlo. En la oficina frente a la lechucita secretaria y por las calles, de pronto de cabeza al suelo. A veces interrumpía el canto con una de esas caídas, como si no quisieran oírlo, como si una parca desconocida sacase un hilo y todo el tejido del contrapunto se viniese al suelo. Después, entonaba la melodía sin la menor vacilación.

Un día Mc Cornack regresaba a su casa, lucía más fatigado que otros días. Faltaban unos cuantos metros para llegar a su casa cuando sintió que se le iba el sentido y que apretaba el vacío con las manos. Cayó al suelo con el cuerpo endurecido como si los músculos se le contrajesen de continuo recorridos por una serpiente. A pesar del odio que la vecinería le tenía, algunos más piadosos lo cargaron y lo llevaron a su casa. Tuvieron que buscar con mucho cuidado la llave de entrada, parecía que él intentaba esconderla dentro de su propia ropa. En un bolsillo secreto la encontraron. Al abrir la puerta de su casa, los que cargaban a Mc Cornack fueron sorprendidos. Allí estaban la mujer, los hijos y el perrito reproducidos en cera, todos de tamaño natural. En su locura no aceptaba el incendio que se había tragado a toda su familia. Todos los días conversaba con aquellos fantasmas de cera, oyendo respuestas imposibles.

Como era de suponerse, Foción se encaminó al Museo del Prado. Quería ver algún Bosco y el ardor del Greco lo había atraído desde niño, él también ardía. Pertenecía a la raza de los plutónicos frente a las extensivas invasiones del agua. Las Meninas era desde luego un obligado de flauta. Aparte de que el acabado de Velázquez era para él un misterio, pues dejaba siempre la impresión de algo inacabado en nosotros, de algo que se nos escapa, del hilo que falta y que hay que seguir buscando. En aquel desfile volvieron a funcionar a toda inoportunidad las suprarrenales de Focioncillo.

—Papi, tengo ganas de hacer pis—. La misma respuesta: Espera un poco. La otra vez: si espero lo hago en los pantalones. Foción tuvo que llamar al celador y decirle la urgencia de su hijo. El celador recibió la noticia con mal humor. A quién se le ocurre traer niños a los museos. Foción le dijo que ni él ni su hijo podían evitarlo. El celador interrumpió el entrecortado con una carcajada que no se esperaba. Cogió a Focioncillo de la mano y desapareció con él. Cuando reapareció con el muchacho le había dado caramelos y entre los labios de Focioncillo se veía un cigarro. Era su primer cigarro que magnificaría su presencia en el museo para el resto de su vida. Foción esperó que le dijese el precio de su diligencia, pero el celador permanecía silencioso. Después Focioncillo le dijo a su padre que había hecho menores y mayores. Y que si podía regalarle una caja de cigarros. Foción seguía admirando el gesto del celador, cuando las confesiones de su hijo lo llevaron a otro plano de broma soterrada. Se sintió más espeso, más fuerte, como ai él hubiese ascendido en las ascensiones fulgurantes del Greco.

Foción y Focioncillo regresaron a París. Su pequeño apartamento, sin ornamentación alguna, sólo contenía sillas, sillones, cama y mesa comedor. A Foción los ornamentos le recordaban la casa de un profesor de historia de arte, que tenía en la sala un flamenco disecado. Eso le daba asco. No porque rechazara las chucherías bonitas, prefería desde luego una taza china a una de barro y también desde luego una taza de barro a una taza china, sino porque le gustaba cuando estaba de viaje ver esas cosas fuera de su casa y vivir sin ornamentación prestada, eso le causaba la impresión de que vivía en una casa que no era suya. Como si llegara de remotos países su verdadero posesor.

Cerca de la casa de Foción había un pequeño parque muy rococó, con sus árboles pequeños y sus diablejos de pífanos plateados por la nieve. Al principio Foción llevaba a su hijo, después éste empezó a ir solo. Quería que Focioncillo fuera ganando su libertad. Sabía Foción en carne propia que la vigilancia engendra la culpabilidad. Algunas veces iba él después al parque, sin que su hijo lo notase, para verlo disfrutar de esa libertad. Foción se reía viendo ese secreto juego de prejuicios, pero es lo cierto que el retozo de su hijo le proporcionaba un gusto semejante a los días en que se ocupaba de la escuela, hasta que se convencía que vagando por los parques se aburría más que yendo a la escuela. Pero le gustaba ese retozo de su hijo, cuando de pronto aspiraba fuerte y después se lanzaba a correr.

Entonces el pueblo comenzó a quererlo, su viejo odio se traducía en una especie de conmiseración amistosa. Se le tenía como el posesor de un misterio hierático, veían en su intimidad aquellos terribles fantasmas de cera, que era lo que había quedado en el recuerdo. Se le respetó más y se le dejó con su familia de cera. Se le quería más, pero todos huían un poco de él, considerándolo como si hubiese recibido un castigo de dioses desconocidos. Pero mientras las figuras de cera se ponían al descubierto, su voz aumentaba más y más. Se presentó en pequeños teatros de pueblo, pero su fama se fue anchando hasta llegar a cantar la Juana de Arco con Geraldina Farrar en el Metropolitan, donde tuvo éxitos conservados en papeles mugrientos. Su voz había crecido como una sorpresa y después empezó a disminuir, pero Mc Cornack había sumado entre gavetas de oficina y arias varios miles de pesos. Y se decidió a marcharse a París, donde la desaparición de su familia, el aumento y disminución de su voz, lo habían llevado a una esquizofrenia con fases depresivas y reacción a la agresiva sexual. Su sexualidad empezó a buscar lo raro y desviado. Empezó a recibir clases de español y a tener una cuadra de caballos y se puso en contacto con los vaivenes de la colonia hispanoamericana en París. Había conocido a Vivo en sus primeros días de París. Vivo tenía un siquismo peculiar, no era bueno ni malo, sino totalmente indiferente, al mismo tiempo que le era muy fiel, era muy cuidadoso de sacarle la mayor cantidad de dinero a aquel americano que revisando sus cuadras de caballos se ponía a cantar entre un inmundo olor a boñiga de caballo y sus nerviosas patadas. Vivo controlaba cuentas, pasaba a invitar a los asistentes, servía el whisky y eso hacía que lo respetaran más que un criado. Todos pensaban que era secretario, administrador y marido del americano. Pero, cosa rara, aunque Mc Cornack tenía muchos amigos homosexuales, no lo era y Vivo mucho menos. Había llevado de Cuba un machismo muy subrayado y se rascaba los genitales con tal frecuencia que Mc Cornack tuvo que llamarle la atención.

Foción llevó a Focioncillo a ver el British Museum. Era para él una delicia cuando le enseñaba a su hijo cuadros de Reynolds o de Hogarth, donde aparecían niños. Focioncillo hacía comentarios ingenuos: Papi, todos esos muchachos son rubios, ahí no podría estar yo.

Foción le contestaba riéndose, si sopla un viento fuerte, tal vez un ciclón, tú puedes también pasearte por esos jardines. Cuando Focioncillo vio a la vendedora de camarones de Hogarth, parece que el olor a marisco actuó sobre sus suprarrenales y volvió a repetir lo que ya había dicho en muchos museos de Europa: Papi, tengo muchas ganas de hacer pis. La respuesta fue la invariable de siempre, aguantar un poco.

—No puedo, tengo los orines en la puntica—. Como siempre, Foción llamó al celador, éste, con extrema cortesía cogió al muchacho de la mano y se alejó con él. Al poco rato reapareció, tenía la cara muy asustada: —Papi, el inodoro parece un trono, tiene una corona arriba y es muy alto. Se me detuvieron los orines, ahí no hay quien pueda hacer eso. Sácame, sácame de aquí, parece que estoy en una funeraria.

Foción lo cogió de la mano, lucía el muchacho muy nervioso y lo sacó al jardín. Allí, de inmediato se puso a orinar, mientras la yerbita se reducía al recibir un líquido que no era de su costumbre. En ese momento, Foción vislumbró que se acercaba un policía, con un paso muy medido, muy mesurado, meciéndose con suavidad. El polizonte comprendió de inmediato la situación y dijo: ¿qué, regando la yerba para que crezca? Se rio con buena risa bonachona y siguió su caminata musitando una cancioncilla.

Esa noche, Foción había sido invitado a la casa del hijo de un periodista, cuyo padre había sido amigo del padre de Foción cuando estudiaba en Inglaterra.

Era Patrick Sherse un anfitrión al que le gustaban con exceso los placeres de la conversación y los de la buena mesa. Foción tuvo la sensación de algo perfecto, preparado con acuciosidad suma por los dueños de la casa. Había comida fría y caliente. Si querías, una ensalada de langostinos o un consomé de camarones, o sopas servidas en el carapacho de tortugas que relucían como si fuesen de carey, y que bajo el color amarillo del consomé, profundizaban sus colores como un cielo cóncavo que antecede a la lluvia.

En realidad, la cena parecía dirigida por un Degas, los colores rosados, los pasos medidos y cadenciosos, un trío de flauta, violín y cello acompañaba la reunión con las músicas que Bach y Telemann habían hecho para acompañar la comida. La perfección había adquirido caracteres indistintos, como si todo perteneciese a lo anónimo, a lo indiferente secular. Las damas entraban y salían como en una escena teatral. Una batuta soterrada parecía dirigir todo aquel grupo reunido. La conversación no se hacía nunca fluida, extensiva, cada palabra era contestada con su equivalente perfecto. Las preguntas y las respuestas eran como el tic-tac de un reloj. Y de pronto, la danza comenzó a animar aquel grupo, haciéndolo fluir en el tiempo, como para negar que fueran figuras de un museo de cera puestas a andar por una corriente de agua.

De pronto, el baile se fue haciendo más lento, cesó la música, y como si todos los invitados estuviesen en el secreto, esperaban sin muestras de ansiedad, que algo sucediese. Lady Tandy estaba en ese momento en que para justificar necesitaba favorables ángulos de enfoques. En un ojo de la cámara aparecía ya con sus patas de gallo y ese cansancio de los ojos que dan los años voladores. Bajo otro ojo, todavía lucía rosada, sus brazos resbalaban voluptuosidades un tanto cremosas, pero enlucía con agradables residuos juveniles. Se hizo un silencio, pero expectante. Lady Tandy se extendió en un sofá, después de beberse una sustancia que la transportó velozmente al sueño. Empezó a hablar dormida y los demás concurrentes sacaron unas libreticas y parecía que apuntaban todo lo que la improvisada sibila dictaba. A veces se veía una lágrima que le manchaba toda la cara. Sus primeras palabras fueron apocalípticas, parecían referirse al fin del mundo. Después habló de las enfermedades de la reina que eran ocultadas. Dijo que no eran graves, pero que podían serlo si seguía ocultando su enfermedad. Los asistentes inmutables apuntaban en sus libretas todo cuanto decía. Se decía que en sueños había visto el retrato de un primer ministro lleno de gotas de sangre y que al día siguiente había aparecido asesinado. Otros negaban la anécdota y decían que sólo era una morfinómana parlante, que tenía un amante que era el que hablaba en las reuniones cuando ella dormía. Después sus visiones se fueron haciendo más acostumbradas y comenzó a relatar cómo había sido la verdadera muerte de Gustavo Adolfo en la batalla de Lutzen. Lo relató en tal forma que ninguno de los asistentes llegó a precisiones acerca de cómo habían matado a aquel rey.

Lo que ya le había pasado a Foción a la salida del museo y lo que estaba viendo, lo decidieron a partir en seguida de Inglaterra y volver a la Francia, donde la gente era menos perfecta, pero más venosa en todo.

Foción quiso que su hijo se desprendiera un poco de él, para que fuese ganando su libertad. En la esquina del hotel donde él vivía, había un parque neoclásico, con unas fuentes y una Diana con sus flechas. Por la ventana podía seguir sus pasos, y así estaba en libertad y estaba cuidado, pues Foción conociéndose bastante a sí mismo, procuraba evitar cualquier exceso en su hijo. Focioncillo, el primer día que fue al parque, hizo amistad con una francesita deliciosa, con esa piel que sólo las francesas saben cuidarse. Y la muchacha cuyos abuelos de Burdeos hablaban un poco de español, se las arregló para improvisar un esperanto infantil donde todo parecía comprenderse a medias y embriagarse un poco oyendo sonidos sin significado para los dos. Focioncillo le preguntó por su madre y qué estudiaba. La francesita Vivian le dijo que desde ayer empezaban a trabajar en un circo, que habían ido a ver al empresario y que las había contratado de inmediato. Focioncillo se interesó por lo que ella hacía y su madre. Vivian le hizo el relato de su número en el circo. —Fuimos a ver al empresario en su oficina que estaba a la entrada del teatro.

Ella explicó su trabajo: Ya frente al empresario se horizontalizó, se levantó la falda y empezó a orinar. Sus orines se verticalizaban como un surtidor. En el extremo colocó una flechita y en su extremo una avellana. El surtidor ascendía y descendía como en los juegos de agua de un parque romano. La fuerza de tan curioso surtidor expulsó a la flecha, la que a su vez puso en vuelo a la avellana. La flecha revolaba como un aeroplano de juguete. Y el surtidor de orines proseguía en sus juegos. Subía, descansaba en la altura y después volvía al ápice del surtidor. La avellana caía en la vulva, la que apretada se rompía. La madre enseñaba la semilla limpia y resplandeciente. El empresario se quedó asombrado y le preguntó a su madre, después de contratar de inmediato a la hija, qué era lo que ella hacía. Y su madre respondió que ella hacía lo mismo, pero con una lanza y un coco. Las dos fueron contratadas y ya la próxima semana empezaban su trabajo.

Focioncillo sí le dijo que lo que le había relatado más parecía un chiste que un número circense. Y ella le respondió que era el mejor número de la compañía.

Mc Cornack daba frecuentes fiestas en su finca de los alrededores de París, donde asistían Awalobit, Champollion y Margaret, Cidi Galeb y por intermedio de este último había formado parte del grupo Husán. Sabía éste que Lucía se encontraba en París sola y que salía pocas veces con Ynaca Eco Licario. Gustaba Ynaca del candor sin complicaciones subterráneas de Lucía y se encontraba muy a gusto con ella. Le iba descubriendo cosas y como en parte Fronesis le había encargado que la cuidase, ella ponía toda su atención vigilante y las cosas que había aprendido de Licario, aunque Fronesis le había dicho que le enseñase cosas elementales, no tan sutiles que la envenenasen. Ynaca no gustaba de Mc Cornack, le parecía un hombrecillo de vida secreta y un tanto sádica, pero Awalobit no faltaba a una de las reuniones del americano, porque su cuadra de caballos, sus faisanes rellenos, sus vinos rosados de Corinto, lograban deslumbrarlo, pero Ynaca intuía que era un hombre falso, misterioso y extravagante. En realidad la riqueza del americano se hacía más atrayente pues se ignoraban sus fuentes verdaderas. Se hablaba de minas de carbón en el Canadá y los más maliciosos llegaban a hablar de que era un contrabandista de estatuillas chinas y de otras cosas que producen ensoñaciones chinescas, ridiculas, pero obligatoriamente reiteradas.

Focioncillo le contó a su padre el relato de la muchacha en el parque y su futuro trabajo circense. Foción ya no se asombraba, desrazonado total, todo le parecía que podía descender en la canal de lo posible. Como Focioncillo, viendo que las demás muchachas del parque le decían Susane, buscó los espectáculos de circo y comprobó el número de Susane Langlais y de su hija. Una noche de estrellas muy alegres y habladoras, Foción llevó a su hijo al circo donde se anunciaban esos números excepcionales. Era la primera vez que Focioncillo iba al circo. Cuando pasaron los años y la reminiscencia le devolvía el espectáculo, lo que le acudía a los ojos era una pieza de metal amarillo, pulido, brillante como un poliedro de ágata que lanzaba chispas incesantes. Todo reluciente, las sedas y lentejuelas de los payasos entraban en la barra de metal amarillo y las chispas parecían bailar, darnos pequeños manotazos y saltar como disparadas por un resorte. Focioncillo ya no veía el circo como los hombres que a fines de siglo llevaban a sus muchachos al circo como si asistiesen a un espectáculo religioso, que después prevalecía en la memoria por sus olores. El olor entremezclado de los animales enjaulados lograba unificarse y dispersarse por instantes, como separados por puñaditos de arena. Ya después los muchachos se pondrían serios, casi lloraban con los payasos. Y después soñaban con ellos como golpeados por todo el mundo. El circo es ahora como el reverso de la ópera, todo lo que en él pasa es solemne, blanqueado, asombroso y gigantoma. En fin, ya llegaba el número de Susana Langlais. Foción mostraba más apetencia por ver ese número que su hijo, que parecía tener miedo.

No había tal espectáculo de la avellana y la vulva. Un tubo puesto en la boca lanzaba una flechita en cuya punta se encontraba la avellana, la flechita describía una parábola y después venía al punto de partida. La madre después lo hacía con una flecha de mayor tamaño en cuya punta se encontraba un melocotón, describió la flecha mayor una parábola de mayor curva y el melocotón vino a caer en la boca de Susana madre, quien le pasó la semilla a la hija, que repitió el espectáculo dos o tres veces, hasta que hicieron una larga reverencia. Unos pocos aplausos. Y después se pasó al número de las jirafas que llevaban cestas con niños, colgadas de sus pescuezos, que los asemejaban a pájaros que pescasen en el aire sardinas subdivididas por el rayo solar.

Foción a la salida del circo no le dijo nada a su hijo. Quiso que reflexionara y ésta fue sin duda una de las mayores experiencias de Focioncillo en su niñez. Había sido burlado, pero de una manera digna, a través del asombro y sin ningún propósito de engaño, aunque desde luego lo había, pero Focioncillo pensaba en la diminuta risa de la muchacha al llegar a su casa.

Foción se limitó a decirle: es un bello ejemplo de algo excepcional, pues la mayoría bajo un abrigo de bondad ocultan la pulsera serpiente, pero pocas, muy pocas personas, se presentan como malvados y en el fondo una pequeña maldad invente o un engaño de delicias. Que tuviese más cuidado con la gente de la primera clase y huyese siempre de ella, pero que procurase estar al lado de la gente de la otra manera, que quieren regalarnos el asombro sano.

Cuando Focioncillo regresó otra mañana al parque, no disipó la mentira de Susana. Sólo le dijo que había ido al circo y ella se mostró mucho más cariñosa, con la voluptuosidad de la semilla del melocotón, con el que jugaba en la noche llena de luces con los trapecios llenos de peces.

Vivo era el encargado de reclutar a los que se reunían en la finca de Mc Cornack, Vivo aprovechaba esas visitaciones para ir también a sus antiguos amigos, muchos de ellos eran ahora también amigos del sombrío tenor. Todos aquellos que convivían en el solar, en la niñez de Vivo habían acampado en su gitanería, como cuando lo hacían frente a Notre Dame en la edad media. Algunas veces lo acompañaba Martincillo, que convertido en un peinador de fama, había hecho carrera en París. Conocía a las esposas de los directores de periódicos, a las de los académicos, a las de los escritores que eran “celebridades mundiales” como él decía con un pliegue de sonrisa. Conservaba su afición por la flauta y se consideraba un artista sin suerte, que lo llevaba a una frustración que lo atormentaba más de día que de noche, pues sabía aprovechar la noche que era su verdadera vocación. Desdeñosamente obtenía sus mejores éxitos dibujando sistemas orográficos caprichosos en las cabelleras de su peculiar clientela. Había llegado a París sin pensarlo mucho y sudarlo menos. Se encontraba un día en el museo de La Habana, viendo grabados del siglo XIV, cuando se le acercó un extranjero que mascullaba un español aljamiado que Martincillo interpretaba haciéndose repetir varias veces cada palabra. Hicieron amistad, empezaron a visitarse, afluyó en el francés una amistad apasionada del francés por el aborigen. Y así cayó en París. Con la ayuda del francés ingresó en el Conservatorio para superarse, como él decía, en los estudios de flauta, pero Martincillo pudo observar, cosa que le hacía ver el francés con disimulo, que sus adelantos como peluquero superaban a los del flautista. Y con sus amiguitos del conservatorio, empezó un poco disfrazado de aficionado, a peinar a la madre de sus condiscípulos. Cien estilos de peinados novedosos, barrocos y clásicos, churriguerescos y neoclásicos. Y así fue pasando de aficionado a maestro, hasta llegar a ser considerado uno de los mejores peluqueros de París y algunos decían que de Europa. Martincillo miraba de reojo algunas veces a la flauta, pero una urgente llamada telefónica de la esposa de un académico, lo despertaba bruscamente por el timbrazo y recibía de nuevo sus aplausos como peinador. Vivo lo había visto en París y era su amigo en recuerdo de los días pasados en la cochambre solariega. A Martincillo le gustaba ir a las soirées de Mc Cornack, porque así se creía que su asistencia era como flautista y no como peinador. Así se pavoneaba estrenándose unos zapatos con hebillas de oro. Martincillo tenía a su vez un pequeño salón donde los jueves recibía, había oído hablar de los jueves de un gran poeta del siglo pasado. A su vez los asistentes a aquel salón tenían otros salones, donde el tedio de la reunión hacía que le pidiesen que tocara la flauta y su “Sonata para inmovilizarse, mientras el peluquero realiza su deliciosa faena”. Sus dedos mostraban anillos egipcios con emblemas de gavilanes y cabezas de jabalí. Aplausos y champañazos y Martincillo llegó a ser una figura de las más influyentes en París. Vivo lo utilizaba para que le presentase clientes doncellitas de pechos cañoneros.

Vivo revisaba sus antiguas amistades y sus invitados de Mc Cornack. Sus antiguas amistades del solar habían cambiado de espacio, un tanto mágicamente. Acostumbrados a vivir en promiscuidad, procuraban siempre juntarse, buscar un motivo central donde ellos pudiesen sentarse o saltar. Es raro que todos hubiesen ido a parar a París, que por aquellos años tenía un poderoso centro lo mismo para el hombre de la calle que para el que buscase romper sus planos en geometría y nuevas dimensiones. Unos vivían la misma vida que hubiesen podido vivir en La Habana, vulgar, rota, con cotidianidad oficiosa. Otros, iban de sorpresa en sorpresa, más o menos inútiles, como en una montaña rusa.

Así Petronila, la hija de Cesar, seguía la tradición ebanista del padre al casarse con un carpintero refistolero. Y sin buscar fortuna había logrado la burguesía cómoda tan sólo con colocar a la entrada de su taller un rótulo medianamente iluminado que decía “Madera cubana”, que despertaba la misma curiosidad que la niña recién llegada de Güines. Su hijo ya hundía sus grandes labios en las curiosidades del jazz, atronando la vecinería como en. los tiempos habaneros.

Awalobit llevaba varias vidas, ninguna de ellas secreta, aunque a veces se hacía un poco invisible. Asistía a las reuniones de Mc Cornack, a las de los viejos amigos de Vivo, de las cuales había formado parte y de las que él daba en su casa, donde las marcadas preferencias de Ynaca Eco predominaban, telepatía, magia verde o de salón y el sueño provocado por reiterados ejercicios de raíz hindú.

Awalobit asistía en silencio a toda clase de reuniones, con un interés silencioso y decepcionado. Ejercitado en el silencio éste podía prolongarse sin dormitar con risueño cabeceo. Vivo lo quería y entre los enigmas de Mc Cornack y los de Martincillo, se inclinaba por el último. Cuando Awalobit iba a París lo primero que hacía era procurar a Vivo, ya se sentía más tranquilo. Le parecía que en cualquier momento podía surgir Vivo para fortalecerlo.

La relación de Vivo con Ynaca no es totalmente desconocida, ninguno de los dos existía para el otro. Para Ynaca la amistad de Awalobit con Martincillo era algo totalmente ignorado por sus más secretos centros impulsivos. Si veía una hormiga en la mano de Awalobit se hubiera interesado más.

Vivo conversaba con Sofía Keeler, La poderosa, y pasó por allí un capitán de la Marina, de la época del Presidente Menocal. El capitancillo se fijó en la pareja. Sofía lucía un esplendor austríaco, al que su matrimonio le prestaba cierto brillo de la corte de los Hapsburgo. Después el capitán miró a Vivo, que ofrecía para él la curiosidad de que trabajaba en la casa. El capitán era cubano y tenía una ringlera de siete hijos, pero había llegado ese momento para él, en que a todo cubano le gusta tener una amante. El capitán empezó a rondarla con sus panetelas y cremas, pero atenuó sus ardores cuando supo que el esposo de La Poderosa era maestro de sable y espada. Se silenció, pues Vivo fue con él demasiado explícito y le dijo que era familia honesta, que La Poderosa mantenía su orgullo de la gran época austríaca. Pero cuando años más tarde enviudó, la austríaca empezó intercambiar pastel por sonrisa, sortijas por caricias. El capitán de la Marina fue nombrado agregado cultural en París y decidió llevarse a su esposa, sus siete hijos, su amante y el hijo que ante el capitán con sus balbuceos de caricaturista, eran tomados por signos de un porvenir plástico. Creía que eso traería riqueza material y espiritual sobre su tribu. Vivo trataba siempre a La Poderosa con gran respeto. Había visto cómo aquella mujer había llevado su pobreza con verdadero señorío. En primer lugar aislándose en medio de la tropelía de aquel solar, donde todo olía a pobreza. Cuando el joven caricaturista conoció a Oppiano Licario y conversó en alemán con él, tembló, pues su buena raza y el señorío de Licario hicieron de inmediato buenas migas. Empezó a hacer la caricatura de Licario, y como quien no puede juntar las sílabas por el miedo, los colores se le dispersaban, caminaban hacia una mancha y después se hacían una nebulosa. El caricaturista le dijo: se me hace invisible, lo mismo si empiezo por el rostro o por el resto del cuerpo, me pierdo, es la única vez que esto me ha pasado. Licario sonrió y desde aquel día comenzó a protegerlo. Lo mandó a escuelas de pintura donde aprendió y después a desovillar lo aprendido. Lo llevó a su casa y lentamente lo fue inclinando hacia su hermana: lejana, indiferente y asexual. Oppiano no se asombraba pues Ynaca era lo más parecido a él. ¿Coincidiendo? Una enorme distancia los separaba, cada uno podía prescindir del otro sin notarlo casi. Además, la más invencible castidad era la característica más profunda entre ellos.

Vivo se dirigió ahora a ver al japonés, antiguo dueño de la tienda bejucalera “El triunfo de la peonía”. Su vida a la japonesa era doblemente misteriosa, por serlo y por fingir silenciosamente el misterio. Casi nunca estaba en su casa, sino a la hora de dormir.

Asombraba que este japonés aparentemente insignificante se burló, igual que los otros habitantes del solar, de las virtudes traslaticias del espacio. Un día el epiléptico hermano de la Lupita paseaba por el puerto y se fijó con desgano al principio, muy curioso después, en un acorazado japonés. De pronto vio girar[2] al dueño de “El triunfo de la peonía”, que unía la cópula[3] a unos cabezazos circenses, que venían en línea directa del budismo zen. Vio que toda la marinería le rendía honores y que el capitán de la nave lo saludaba con extremada marcialidad, saludándole con la espada. El epiléptico corrió a su casa para decírselo a su hermana Lupita, pero desde ese día no le vio más.

Nadie sabía en qué trabajaba, pero llevaba en París una vida holgada y hacía frecuentes invitaciones en La Rôtisserie y en el Enrique IV. Pero incomprensiblemente le gustaba reunirse con aquellos viejos compañeros del solar, que le recordaban un buen sol y los ojos lánguidos de la mulata. Pero ya en su vida había prescindido de los cabezazos eyaculantes.

Por lo demás su vida era en extremo casta y guardaba con silenciosa avaricia su energía seminal.

Ya Vivo había terminado sus visitas a sus antiguos amigos del solar. Ahora empezaría a cumplir la lista que le había dado Mc Cornack. Vivo se fijó en todos los detalles, pues había visto en la lista los nombres de Ynaca y de Awalobit, y se sorprendió pues eran nuevos invitados que casi nunca iban a las fiestas.

Fue a su casa y le mostró a Ynaca y a Awalobit la invitación de Mc Cornack, redactada en forma muy melosa. En cuanto Ynaca la leyó mostró en sus labios un pliegue de indiferencia. Awalobit le preguntó a Ynaca de qué se trataba y al decírselo Ynaca se mostró silencioso. Awalobit se mostraba siempre cariñoso con Vivo, recordaba en él más que una visión del pasado, una proyección del porvenir, como una tierra misteriosa que se abriese en su presencia. Situaba aquellos años de su vida en un tiempo ideal, siempre renaciente, paradisiaco casi. Casi fuera su estilo de ver la vida, vivía como en un encantamiento, en el que pensaba borrar el tiempo y crear un nuevo tiempo donde tuviese la sensación de que abría los ojos por primera vez. Ynaca no dio ninguna respuesta terminante y Awalobit trajo para Vivo ron y la caja de tabacos. Él seguía tratando a Vivo como lo había conocido, como si los dos jugasen la misma aventura. No veía a Vivo en dos tiempos y dos espacios, sino le parecía que los dos iban por un camino desconocido y que cuando coincidían se sorprendían, como si se hubiesen conocido por primera vez y con la misma sorpresa.

¿Gustaba Ynaca de Mc Cornack? Ynaca no era indiferente, pero pocas personas de las que trataba lograba encontrar en ellas una continuidad amistosa. El misterio de la vida de Oppiano, la constancia de su compañía y de su recuerdo, creaban en ella un aire diferente, una atmósfera que surgía de pronto y que parecía envolverla como una nieve lejana que llegaba hasta ella en avisos raros y presagiosos.