Cuando Foción supo que Fronesis se había marchado tuvo la obsesión del árbol por el agua maternal. Se mostraba todas las mañanas y todas las tardes frente al anfiteatro en el relleno del Malecón. Había pensado seguir a Fronesis por las callejas de París. Surgió entonces Lucía con su embarazo, su conversación con Cemí y la solución que él aportó, el pagarle el pasaje para que los dos se reencontrasen. Tuvo la suprema nobleza de cerrarse la última puerta que le quedaba para no caer de nuevo en la locura. Se sentaba frente a los caminos del mar y sentía los corceles marinos que lo transportaban de nuevo a conversar con su amigo. Ya en el crepúsculo, cansado como un labrador bajo la mirada fría de una luna benévolamente irónica, se iba a la casa de su padre, el viejo médico enloquecido, que pudo una noche consultar a Oppiano Licario surgido del Erebo y al pelirrojo en un estado muy parecido a la alucinación sonambúlica. Su padre le contó esa extraña visita, llevó él de nuevo el relato a Cemí que era el que quedaba de los que habían visto en vida la momentánea tangencia, tal vez en apariencia momentánea, de Licario con el pelirrojo, el día del robo del cepillo de dientes chino. Cemí sintió el relato y llevó la imagen a un punto intercambiable entre la vida y la muerte. Esa triada formada por la muerte, un loco y un adolescente alucinado en la medianoche, pudo ser reconstruida y vivenciada por Cemí a través de la imagen. La muerte, la locura y la alucinación juvenil, con la imagen, formaban un cuaternario, un reino que comenzaba por lentas inmigraciones incesantes.
Le parecía a Foción que cada ola sin diluirse lo podía tripular hasta Fronesis, cada barco, cada pez, cada yerba marina. Se sentaba día tras día en los bancos del relleno para ver a los nadadores que cruzaban la bahía por unas cuantas monedillas, que se sumergían, que rivalizaban en llegar primero al acantilado. Foción lo veía con sobresalto, teniendo que contener el remolino de la sangre que se le agolpaba en los oídos o le tironeaba en las venas como clavijas que lo detenían. Se esforzaba por permanecer en el banco y no partir en búsqueda de Fronesis, y allí pensaba estar en una esquina horas y horas esperándolo, hasta que al fin se iba y volvía al día siguiente.
Era el alimento de la imaginación de Foción, ya se erotizaba en pensar tan sólo en el rechazo. Lo que ya le interesaba era seguir la flecha de sus fracasos. La ausencia se le había hecho ambivalente de la presencia. Rodeado de espejos se abrazaba y lloraba sobre el hombro del ausente presente. El agua de la bahía le servía de espejo al alcance de la mano.
El grupo de nadadores estaba capitaneado por un negro encendido al que le decían el Tinto. Era silencioso y era un nadador prodigioso. Volvía a reeditar la leyenda del pescador liegarnés. Dormía alrededor de las aguas, en algún saliente arenoso. Se alimentaba de peces medio hervidos, medio crudos y de algunas alguillas con desconocidas peonías.
Era un domingo por la mañana y la superficie de las aguas escamaba como un gran ballenato. Los miradores eran grupillos muy heterogéneos. Desde el garzón tironeado por sus padres, hasta los padres tironeados por una reconciliación. Foción sentado en un banquillo frente a la bahía, se obsesionaba remordido por el recuerdo de Fronesis. Iba reconstruyendo el día de su viaje y la imago le reverberaba en los ojos y se abría en mil compuertas dándole paso a las aguas de un espejo. De pronto, como un globo que revienta lo invadió de súbito una gran oscuridad y después un relámpago de esclarecimiento. Como si se fuera a caer y en ese momento le nacieran fuerzas para hachar un árbol.
Se dirigió al sitio donde estaban los nadadores capitaneados por el Tinto. Foción se quitó la ropa, se quedó en calzoncillos y se tiró al agua. El Tinto se sonrió viendo en él la proximidad de un rival. Desde que vio su graciosa curva al lanzarse al agua, sus primeras braceadas y la manera como de llevar un ritmo líquido con la cabeza, estaba convencido de la llegada de un rival. Pero se alegró cuando vio que no se preocupaba de la búsqueda submarina de los centavos lanzados por el público, sino seguía sus cortes angulares, sus círculos, sus escoraduras, como un delfín rascándose en delicia con la sal marina. Por una comprensión animal, demasiado profunda para encontrarle explicación, percibió de inmediato la superioridad de Foción y sin rendirle acatamiento, le entregó el campo marino.
Un círculo de peces gimnóicos lo rodeó. Se acercaban, parecían hablar entre sí. Eran peces gimnosofistas, desnudos, corriendo con su arco tenso, dispuesto a arremolinarse para seguir una conversación. Oían a Pitágoras hablando de las constelaciones. Platón se apartaba con Fedro, Calicles mortificaba al más grande de los peces, tal vez Sócrates. Se oía con exagerada nitidez la neblina de Satie.
Se hizo el primer gluglú del vacío en el agua. Se impulsaban hacia los den tros y hubo un recogimiento del líquido por la superficie. Era como si el agua se resumiese para un parimiento. El Tinto aparecía en la contracción descendente, gritaba, movía con furor los brazos, y después se silenciaba en la dilatación ascendente, aparecía como un dios gritón barbado por la espuma. Sus ritmos ascendentes y descendentes se hacían con un acabado flexible y agilísimo.
Foción sintió que la vaciedad del agua era su primera experiencia difícil: el descenso. Cuando se tiró al agua lo hizo con el propósito de imitar la salida de un barco e irse en busca de Fronesis. Pero ese primer vacío fue su primera estación de reconsideración de propósito. Pensó que su obsesión de búsqueda era demasiado reciente y que podía esperar. Le parecía una traición a su imagen enloquecedora abandonarse tan pronto a la destrucción. Y el primer obstáculo que vino a buscarlo lo convenció de la calidad de esa espera. Descendió en el remolino con toda la imagen de Fronesis como clavada en el cuerpo. Su pensamiento ganó la extensión de su cuerpo. Al descender con el cuerpo untado por la imagen, tuvo la sensación de la cópula. Sintió el calambre de la eyaculación, el gemido del vuelco. Descendía, descendía y se apretaba con su única imagen. Jamás se había sentido tan cerca de Fronesis. Se había transfigurado en la imagen, sintió como si él fuera su amigo. El tabique líquido se convirtió en araña y las arañas en polvo. Después sintió cómo todos los sentidos reconstruían una resistencia, cómo convergían en una dicha que se hacía visible en la marcha. Ascendió del remolino dando unos extraños gritos de victoria, que en la orilla apenas se oyeron como graznidos de las sombrías aves del otoño.
Foción se sintió después como si extendiera el cuerpo sobre algas y musgos. Se contrastaba en color, se hería en reflejos. La palabra que venía con reminiscencia a sus labios era; yerbabuena. Sentía como la secreta bondad del mundo vegetativo. Rodeado de la gran bondad de las algas, sentía que sin destacarse del resto de las cualidades podía decir: yerbabuena. Escoger una bondad que se le acercaba con más seguridad y lentitud a sus ocultas preferencias.
La presencia de la hierba húmeda sobre su piel prolongó el éxtasis. Al goce del remolino siguió la electricidad de la piel, como si su piel se llenase de ojos y escamas para la nueva luz que nacía. Así como el descenso en el remolino lo redujo a un punto, al extenderse, al trocarse su cuerpo en extensión fue alcanzando una infinidad corporizada. Se mezclaba, se confundía, era todo en la totalidad. El reflejo de su cuerpo, como el de la yerba, alcanzaba la línea del horizonte.
Pudo ver un pez lora que chorreaba un agua de todos los colores, era el arco iris entrando en una retorta de cristal. Su boca era un piquito que remedaba una decisión fálica. El pico lleno de reflejos esbozaba una conversación silabeada, gustosa y tan sutil que se hacía indescifrable. Entonces, Foción se empinaba como si fuese a oír el aire, donde se articulase una conversación más cerca de la de los dioses. Eran palabras cabalgando números áureos.
Era ahora el reino del hueso, la blancura. Por todas partes un blanco que se entreabría como un relámpago. Era la familia de los teleósteos con su caballito de mar. tan infantil y tan maduro. Agrado del garzón y la vieja que los busca afanosamente para el asma. Mágico recreativo y mágico curativo. Y después el pez chucho que nos viene pegando en el costado. Con su colita, leve pellizco erótico.
Tanto la yerbabuena, como el caballito de mar, como el pez lora y el chucho le parecía que estaban llenos de reminiscencias eróticas. Unos por un aroma exacerbado, otros por la simple alusión al caballo, otros por un piquito, otros por un látigo, todo se le convertía en un signo morboso que su locura trocaba en poderoso elemento germinativo. Cuando aparecieron las escuadras de dipnoicos, afanosos del fango, sintió la presencia de lo excremental, la tau total del cuerpo con su cruceta vertical estelar y su fango anal, cuyo olor venía como una reminiscencia a espolvorear sus sentidos arracimados.
La visión se fue perfilando, tendía a precisiones. Aparecía entre los fisóstomos la anguila y el agujero del tragante, por donde reaparecía con una boquita rosada, graciosa, simuladora, queriendo hablar. Y al lado de la anguila, la terrible morena, la morena verde y la pintada, que dilatan su boca y se llevan todo el cartucho escrotal.
A la entrada, en la boca del Morro, el principe sombrío, el tiburón, un peso, un terror que tiene la fuerza elegante para no caer. Príncipe sombrío, dueño de la diagonal intermedia, se acerca a la superficie y refleja como la plata. Se hunde y cae en lo sombrío de las profundidades y reaparece. Su presencia es única, no admite rectificaciones. Su presencia es siempre un primer plano y trae la muerte. Desprecia lo orillero, pero excursión a con sorpresa en lo minucioso que se le permite. Siempre es el terror, pues siempre es el inesperado posible, el que puede tocar la puerta en la medianoche. En cualquier momento crea su noche. En el mar es un dondequiera, sus ojos nos miran sólo una vez.
Sintió una vibración en el agua, como si se rompiese y echase a andar de nuevo; era una pequeña cascada dentro del agua, le rozaba el cuerpo con un escozor como si despertase muy lentamente. Un dejao se movilizaba alegre hacia la cascada. Allí parecía que se reía y comenzaba a cantar. Incomparable el pez cantando dentro de la cascada.
Después las aguas se lentificaban. Era como un goterón de aceite espesando. Veía frente, cachazudo y como si acercara los ojos al cristal espeso de las aguas, el pez guasa, que es aburrido en la superficie, y que se contenta cuando se apoya en el fondo marino. Era el contraste esperado con el dejao, saltando y cantando en la cascada. El pececillo se exasperaba y contorsionaba frente al regreso aceitoso de la guasa.
Alguien deriva una sabiduría: el galafate, triunfador del anzuelo sin la medianoche fatal. Era la rebeldía espectante, pero perdurable con su subconsciente sin púas pero siempre a la defensiva, y enfrente el erizo, definido, púas contra anzuelo. Foción también que no muerde el anzuelo ¿para qué? Si ya tiene bien cogida la pierna en la trampa. Inmune a todos los anzuelos, porque ya uno le llegó a las entrañas. Y nada con un pie en la trampa. Ve el dejao en la cascada con cierta ternura de lejanía.
Se desenvolvía una colección de estrofas solemnes, eran las parejas de anacantos, con aletas anaranjadas, azules y verdes. Con un casco romano, bomberos para apagar el fuego de San Telmo cuando pica sobre las aguas para buscar el fósforo de las sardinas. Pasan besuqueándose, se frotan tanto que se diría anacantos y contracantos, sus aletas pectorales enfermas con unas llagas que parecen estalactitas. Sus ojos se irritan, la sal, instante tras instante más arañadora, le levanta ampolletas en la córnea. La guasa, recordó al tío Guasabimba en la familia de los sustos, pasa su lengua por el cristal del acuario. Su lengua es tan anchurosa, espesa y bobalicona que parece que chupa el cristal como un caramelo. Su lengua parece que está del otro lado y que se adelanta para poner su anchor en la mano del visitante, que aprieta y va cayendo una baba espesa y lenta. Parece que enjabona la mano. Espeso jabón con el que la guasa quisiera bañarse a nuestro lado, restregándose por nuestra espalda. Los plectognatos, los guerreros, con sus cascos martillados en la aleta auricular, miraban a Foción con odio que les hacía temblar desde la boca hasta la aleta anal. El galafate se acercaba a su dedo índice doblado, como si fuera a morder el anzuelo, pero despelleja dedo tras dedo, como si trabajase en una mazorca de maíz. El erizo, perenne desconfiado de la maldición de morder el anzuelo, escoge sus piedras y construye su casa sobre sus espaldas. Si la naturaleza muerde también el anzuelo, tanto el galafate como el erizo son del reino de Tiresias, hombre, mujer, hombre. Foción abría los ojos, estaba sorprendido por las risotadas del pez glanis, hermano de Bucis, ambos hechiceros que se conservan mutuamente. Se sonrió para ver cómo alternativamente dormían en la curvatura del anzuelo. Dos hermanos, dos hechiceros, se consultaban mutuamente y superaron la era paleolítica del pescador. Hay que acercarse al mar si se quiere conversar con ellos. Los ganoideos pasan agonizantes. El manjuarí, en escena circense, se muerde el espinazo en los telares babilónicos. Foción tembló a su lado una pesadilla del pez diablo, del pez lechuza, nadaban como en el aceite, abrazando y yéndose a las profundidades. Un sosiego, un silencio que despedía chispas, chispas de fósforo de hueso. Una bandera toda blanca, polar, que se abría para recoger un lobo albino, saboreando la nieve.
Corrieron todos a ocultarse, aunque el erizo lo hizo riéndose. La terrible fuerza de la contracción muscular de los anillos de la noche. Llegaba el temido, el príncipe, fuego sin sombras, sombra de sombras, muy quieto, ya encubriéndose, lento o ya invisible en la rapidez indetenible de la noche. Avanzaba como una gran barra de plata, produciendo un vacío espectante, un aliento de hiel, picoteado por los vultúridos. Después se detenía, se oía el ritmo alto de su respiración. Su fuerza, en reposo, recorría todos los anillos de su energía muscular. De pronto, un coletazo, un relámpago invisible que iluminaba desconocidas profundidades y su andar era su precipitarse. Su rugido inaudible era el silencio que vomitaba. El vacío del terror y su cuerpo penetrando con todas las elegancias en ese vació temible. Unía, como el demonio, la pesantez y la ligereza. Era pesado como el plomo y ligero como el aire del desierto. Su fuerza sombría convertía su circunstancia en el desierto.
Sólo pueden existir dos clases de tiburones, los que desdeñan al hombre y el que lo destruye. De las sesenta y cuatro variedades que se le conocen, hay sesenta que lo desdeñan y cuatro que lo destruyen. Pero esos cuatro disfraces del mismo demonio bastan para mantener el combate secular contra el hombre fuera del aire, sin la peligrosa protección del fuego. El tiburón es el demonio guardián del agua, los temerarios que se pasean por el paraíso acuoso o no son mirados, o si lo son, la mirada es irrepetible, es más rápido su poder destructor que la rapidez de su mirada. Entre esa familia y el hombre existe un combate que no se extingue, una tenaza rompe su costillar, es despreciado o es destruido. El que lo desdeña nada quiere saber de él, pero el otro, antes de destruirlo, lo desprecia. Al menos el demonio terrestre busca y adula, mima y lisonjea. nos acaricia y repasa nuestros cabellos. Nos saluda y nos brinda su petaquera vienesa con pitillos árabes. Promete y nos estira la piel por unos años ¡pero qué escamas las del tiburón al curvarse! Ataúd de plomo con alas, el tiburón escapa de los dedos de la mirada. Es el reflejo y ya se escapó, la sombra que no deja huellas en la arena, sus escamas para la salida de la ópera. Longura de los dedos es el monstruo que exprime la esfera de agua, la perfecta ola neptuniana. A su lado, desde la sardina al pez espada huyen ante la sombra de su bulto, el espacio que desaloja su impulso es la maldición del vacío. El agua de luna cae sobre su cuerpo, sus escamas, agua de luna congelada. Su rostro se refracta con tal violencia sobre el agua, que a pesar de la espesura de su bulto asume el rostro inasible. Su rostro es lo primero en aparecer, para de inmediato confundirse con la placenta de agua, su reposo parece que oye misa, oye la campana sumergida y el templo queda a oscuras. Come las sardinas, come las velas encendidas. Su estómago es el gran liberador, vomita un paraguas y una medalla hierática. Incorporar y vomitar se igualan en su asimilación. Come al revés y vomita para nutrir como con una maldición lo descomido. Como ciertos monstruos chinos del periodo arcaico, su boca chupa un hombre como si fuera un caramelo de piña. La terribilia y lo deleitoso están en la raíz de su asimilación. Si se le exorciza puede convertirse en una gorgona etrusca sacando la lengua, como una hoja que creciera en su rostro o en una gorgona clásica que acaba de ahorcarse.
Pareció detenerse un momento la fluencia del agua. El príncipe plateado se iba acercando a Foción. Se aprovechó de su primera gran elasticidad al salir de su reposo. Como las vibraciones en el aire, que se aprovechan de una pausa y de un refuerzo, salía de la majestad de su somnolencia y cobraba una línea tensa como un arco donde rodaba toda la descarga de sus anillos musculares. La guasa distraída se demoraba, cuando comprendió lo que se acercaba se puso en la misma raya de las sardinas. El pez diablo exageró su descenso y cubrió con su manto espantable la profundidad rocosa. Cuando el príncipe plateado va a entrar en combate se hace en torno un círculo de silencio.
Había divisado la sombra de Foción e iba en su búsqueda. Causaba la impresión de que despreciaba al destructor, pero su invariable estrella fija era el recuerdo, el rostro, el sueño, la voz de Fronesis. Oyó propenso al colmo de la sutileza por la lejanía el ruido de su huella al avanzar, era un ruido pequeñísimo, como si el príncipe mirase hacia atrás, era la delectación de la pieza asegurada, avanzaba sin que surgiese de las nubes una torre enemiga. Foción no sentía el terror que se acercaba con la muerte entre los dientes, ya Foción apenas sentía. No sentía la llegada de la muerte, sólo sentía la ausencia de Fronesis. La cercanía del príncipe irritó aún más su imagen. El rostro de Fronesis se fragmentaba, se rompía en fragmentos que llevaban partes de su rostro, lo mismo en lo alto de una ola que en toda la extensión marina.
Sus dientes dieron la primera dentellada en el brazo de Foción, retrocedió brevemente para saborear el manjar. Pero la lucha iba a cambiar ahora de gladio y de gladiadores. El Tinto ojeaba al príncipe con la misma precisión que éste se volcaba sobre Foción. Tenía, como ya sabemos, un brazo inutilizado en uno de los combates que había tenido con el príncipe. Pero el otro brazo ondulaba como una serpiente que rematase en un cuchillo.
De inmediato aisló a Foción de su enemigo y fue en su búsqueda. El temido dio una vuelta y rehusó el combate. Una vuelta como de torero que no le interesa cuadrar esa bestia. Miró a Foción por penúltima vez con el convencimiento de que con otro disfraz volvería a encontrárselo. Tal vez estaba convencido de que esa presa estaba asegurada. Dar tiempo al tiempo, esperar en la eternidad.
Se espesaba la sangre que envolvía todo el cuerpo de Foción. El Tinto lo cargó sobre sus hombros. Nadaba rápidamente hacia la orilla. Cuando llegó, Foción estaba como muerto. El brazo pendía sanguinolento. Se convulsionaba y gemía. La oscuridad de la imagen que buscaba, fluía ahora en su cuerpo como una sangre lenta, espesa, que se iba enfriando. El Tinto daba gritos, saltaba como un energúmeno. Acercaba su cabeza al pecho de Foción, oía un ritmo breve, ligero, cuya onda se iba extendiendo con lentitud, como impulsada por el oleaje.
A Fronesis le era necesario impulsar sus recuerdos. Se le fueron uniendo fragmentos, fundiéndose detalles diversos. Recordaba una mañana que tuvo que ir a Casablanca a sacar su partida de inscripción. En el breve viaje de ida todo transcurrió en el silencio de la memoria, en la proa de la lancha se detenía un poco de espuma, luego se dispersaba impulsada por la hélice, que la mezclaba con las contracciones de algunos espongiarios. Pero al regreso empezaron las cosas su nuevo ordenamiento sorpresivo, los pequeños detalles que modifican el espacio abierto. Al ir en la tripulación unas veinte personas, no conocía a nadie, de regreso pudo precisar por lo menos dos rostros que venían a sorprenderlo. Dos figuras que se le fijaron, no por ellas mismas, sino porque representaban momentos de su vida que habían sido fundamentales para él. pero donde los dos personajillos representaban puras insignificancias.
El cobrador era la figura mayestática y solemne de la lancha. Iba cobrando, como en un ritual funerario el pasaje, extendiendo la mano y fijando un rostro. Lo hacía con fingida lentitud, como si fuese una labor ciclópea de subrayada importancia extraer el dinero del bolsillo. Algunos lo esperaban con la moneda en la mano, otros esperaban el momento solemne de tenerlo enfrente para empezar a hurgar en sus bolsillos. A los primeros ni los miraba, a los otros los esperaba con un gesto que no disimulaba el chasquido de la lengua. Cuando estuvo frente a Fronesis, éste comenzó a registrar las profundidades del bolsillo del pantalón y por más que arañaba la tela no se verificaba el feliz encuentro. Colérico, el terrible cobrador le dijo: cuando encuentre las monedillas me avisa. Del subconsciente de Fronesis brotó el recuerdo de las medallas de Pico de la Mirándola. En una de ellas con las tres gracias, la inscripción Pulchritudo — amor — voluptas. Puso la mano en el agua como si las pusiese en el lomo de un pez eléctrico y sintió las vivencias, en lentos escalofríos de la belleza, del Eros y de la voluptuosidad. Lo sorprendió de pronto el recuerdo de Foción. Le pareció que se prolongaba como el espíritu de lo extenso, una invasión de humo esparcido en colores. No aparecía Foción como dramatis personae, pero cubría toda la escena, como el estado que precede a la aparición de un fantasma. Como reverso de la sutileza del fantasma, observaba el cobrador del lanchón, que se veía que no quería olvidar la deuda de Fronesis.
El hombre que se ocupaba del motor de la lancha, comenzó a hablar con extrañas palabras. Entrecortadas, vacilantes inconclusas. Hablaba como si se dirigiera a uno sólo de los tripulantes y luego se perdía en indeterminaciones generalizadas. Hablaba como si el sueño se mezcla con sus profecías. Perder la madre y recuperarla, decía con precisión bien audible. Pero después dejaba una frase en larga suspensión: lo perdido, decía que se encuentra en todas las esquinas, pero nadie percibe ese misterio. “La madre vuela como un pájaro, pero vuelve a hacer nido delante de nuestros ojos.” “Lo perdido que no nos sobresalte, pero no reconociendo lo que nos falta, sino desconociéndolo, pero que nos sube como una evaporación antes de la lluvia.” Volvía a mascullar con sílabas lentas: lo perdido que no nos sobresalte. Se quedaba enmudecido, como si él mismo no se diera cuenta de que hablaba. “La madre vuelve de aquí para allí, no tiene un sitio fijo, pero con su mirada fija en una pared cercana, la vamos reconociendo. No tienen a la madre, pero eso les permite las metamorfosis más incesantes, la persona que no la tiene, no se fija. Vive varias vidas y tiene en vida el don icárico del vuelo.”
Fronesis después creyó haber interpretado ese lenguaje en el sueño. Al despertar tuvo la sensación que surgía en él por primera vez, que su estancia en Europa, era la búsqueda de su madre, no solamente en sangre, sino en la universalidad del Espíritu Santo. El hombre del motor del lanchón hablaba como una sibila, como un dios androginal sin dualismo posible. El sueño le revelaba que él, Foción y Cemí se habían convertido en una misteriosa moneda etrusca de alas veloces. La misma persona multiplicada en una galería de espejos de la época de Rodolfo II, el rey amante de las diversiones ópticas y de las deformaciones sin término.
El hombre que había alzado la voz con tal incoherencia, hablaba como en tono de profecía para un anfiteatro gigante. Pero en sus pausas, en sus insistencias se volvía siempre hacia Fronesis, como si de su total indiferencia brotase un punto fijo donde se concentrase su incoherente fulgor. Todos los tripulantes del lanchón estaban convencidos de que su meta verbal era Fronesis. Disimulaba, miraba el oleaje, metía sus dedos en el oleaje. Pero ya al final de su incoherente discurso, en los ojos del hombre del motor, como una pesadilla que fija su terror, se quedó absorto en la contemplación de Fronesis.
Se acercó de nuevo el cobrador. En ese momento surgió otra persona que a Fronesis le recordaba un antiguo compañero de colegio, pero con la cara como entrecortada, dividida como por varios colores. Se sonrió, más como una sombra que quien verifica un acto cortés. Su sonrisa apenas tuvo el tiempo de fijarse en Fronesis. Se dirigió al cobrador y le pagó el pasaje de Fronesis. Después Fronesis ya no pudo verlo más. Se fijó en cada uno de los tripulantes del lanchón, pero no reconoció aquel rostro en ninguna de las personas que lo rodeaban. Al apearse, Fronesis se detuvo para ver si reconocía aquel rostro, pero no lo pudo precisar de nuevo. Era como un sueño dentro de otro sueño.
Fronesis se encontró una vez más frente al Castillo de la Fuerza que seguía siendo para él el centro de la imantación de La Habana. En torno del castillo había como una romería. Por todas partes danzas, canastas llenas de frutas. Era una fiesta nupcial. Porcallo de Figueroa había llegado para celebrar el encuentro de Hernando de Solo con su esposa.
Griterías, reyertas y las lanzas entrando como culebras provocahan el salto y la separación de los contrarios. El rostro fantasmal de Hernando de Soto asomaba por alguna ventana del castillo y se redoblaban los cantos y las aleluyas… Pero Porcallo se mezclaba con las cantantes para producir una noche banal, otra inflación ventral en alguna indita. Era odiado, pero se le respetaba como el gran preñador, el pathos spermalikos hacía brillar sus huesos.
Como los rostros se fragmentaban, volvían a unirse para iniciar de nuevo otra dispersión, las sílabas surgían, no encontraban al principio la cadeneta de las otras sílabas, volvían a unir sus manos y sus puntos de apoyo en la sucesión. Hasta que surgió como de la plenitud y cansancio de una noche, el verso de las Soledades:
Ven Himeneo, ven donde te espera
con ojos y sin alas…
Cóncava y puntiforme una negrona amamantaba a las frutas. Colocaba sus senos sobre las canastas de frutas. Parecía que las frutas se hinchaban, sudaban, las veíamos ya como dentro de la boca se deshacían en rocío. Como una gran serpiente la teta cubría toda la canasta. Los mameyes adquirían un desmesurado tamaño en la boca de un tiburón. La negra agrandada era ya la diosa frutal. Porcallo miraba con un solo ojo para fijar la visión. Su yelmo sudaba hablando tiernamente con el rocío de las frutas.
Las sílabas que volvían a dispersarse se iban juntando de nuevo Pudo de nuevo Fronesis reconstruir la sentencia poética:
Ven, Himeneo, donde entre arreboles
de honesto rosicler, previene el día…
Porcallo se hacía dueño de la noche. Las negras y las indias formaban coro a su alrededor y levantaban el canto. Daba una nalgada o pellizcaba un seno y después reía con carcajada metálica. A medianoche, como el Hércules preñador, debajo de los árboles fornicaba sin disminuir sus carcajadas. Las negras, con sus senos sobre las canastas de frutas, se quedaban dormidas. El sueño las convertía en el árbol doblegado de toda aquella variante frutal.
Se abrió una ventana y apareció alguien más preciso que un fantasma y tan dueño de los dominios de su extensión como una imagen. Se inauguraba el amanecer. Saludó con un guante de piedra que parecía extraído de las arenas. Las canastas con las frutas habían desaparecido. El rosicler saltaba en curvas.
Aquella mañana Fronesis quiso ver a la viejita de la que le había dicho Ynaca que estaba en estado de gracia. Recordó también que le había dicho que había que tener la autorización del Prior de los dominicos para poder verla. No obstante, Fronesis decidió ver a Editabunda. Vivía en un segundo piso y estaba siempre acompañada por una monjita. Se anunció y fue recibido de inmediato y la monjita se mostró satisfecha, contentísima, como si agitase una campanilla al ascender el corpus. La casa lucía como una extensión de blancura, como si la mañana se hubiera apoderado por asalto. Espacio y blancura de luz. La casa lucía la nitidez ilímite de la extensión. En la lejanía se veía a Editabunda sentada en una banqueta principesca. La pobretería que lucía la casa en la primera visita había desaparecido. En cuanto vio a Fronesis mostró su alegría y una espera que se cumplía. Hizo gestos acompasados con las manos para favorecer la recepción.
No había redomas ni el aleph se transparentaba. Pero Fronesis pudo notar cómo la luz parecía que lo atravesaba a él y a las paredes y que en las ventanas la luz sobre la luz se adensaba, hasta que parecía que de allí saltaba un pájaro.
Editabunda le dijo: Ya sé a qué has venido a Europa, a conocer a tu madre y a repetir por el conocimiento la gesta de Oppiano Licario, según las palabras de él que Cemí te repetía. Crees que esa gesta debe engendrar una tradición por la continuidad y la leyenda. Y yo creo que has hecho bien, que has escogido lo mejor, pues desde la primera vez que te vi recordé el capítulo XI de San Mateo, versículo XIV: Y si queréis recibir, él es aquel Elias que había de venir. Igual te dijo que éste que ahora se llama Fronesis antaño se llamó Elias. Ustedes, o mejor dicho Cemí, pues tú lo conociste por el verbo de Cemí, lo conocieron ya en su deslumbramiento fáustico cuando ya podía conocer por la imagen, pero tú volverás a caminar los caminos que él recorrió y lo que tú hagas será la reconstrucción de aquel libro suyo Súmula, nunca infusa, de excepciones morfológicas, que el ciclón arremolinó y perdió sus páginas quedando tan sólo un poema. Oye: tu vida será por ese poema que te mandó Cemí, la reconstrucción de aquel libro que podemos llamar sagrado, en primer lugar porque se ha perdido. Y ya desde los griegos, todo lo perdido busca su vacío primordial, se sacraliza.
Lo que no pudieron alcanzar ni el tío Alberto, ni el Coronel, lo alcanzarán Cemí y tú. Los dos alcanzarán al unirse el Eros estelar, interpretar la significación del tiempo, es decir, la penetración tan lenta como fulgurante del hombre en la imagen. Pero también has venido a conocer a tu madre. Pero eso también forma parte de tu vida en la que ya está la de Oppiano Licario.
Licario le transmitió a Cemí un conocer que él llamaba curso deifico y Cemí lo conversó contigo, es decir, se hizo visible. Y eso es lo que yo te voy a enseñar y después te diré cómo podrás ver a tu madre. Licario tenía el convencimiento de un conocimiento oracular en el que cada libro fuera una revelación, con eso se evita el fárrago de lecturas innecesarias en que caen los adolescentes. El concepto romántico y erróneo de que del error de esas lecturas sobrantes tiene que ser superado por el que oye la palabra de los iniciados, de los que han sabido hacer su camino y comprendido el Eros estelar, el wu wei de los chinos. Cada libro debe ser como una forma de revelación, como el libro que descifra el secreto de una vida. La primera parte del curso délfico se llamará obertura palatal, tiene por finalidad encontrar y desarrollar el gusto de la persona. ¿Cuáles son los libros que dejan en nosotros una nemosine creadora, una memoria que esté siempre en acecho devolutivo?
—Mira —dijo Editabunda—, sígueme y verás algo de ese mundo que hace nuestra vida más levitante y más gravitante. Son las obras que yo he leído y que me han dado sabiduría, conocimiento inmediato, mitología y teología. Mira, si un hombre se ha pasado su larga vida leyendo las mejores obras, pero no ha leído El gran Meaulnes, La Eva futura, Al revés, Mono, su gusto vacila, como un gourmet que no hubiera probado la piña.
Lo cogió de la mano y lo llevó a otra pieza de la casa, donde estaban tres estantes con unos dos mil libros. Las puertas no tenían cristales, eran de madera. Los abrió y le dijo a Fronesis: fíjate en el nombre de esos libros. Fronesis los reojo primero y vio que en el primer estante estaban Las mil y una noches y el último libro del tercer estante era el Timeo de Platón seguido de la Metafísica de Aristóteles.
—Cada uno de esos estantes comprende una parte de la sabiduría —dijo Editabunda—. La primera despierta el paladar de curiosidad por aquello que cada cual tiene que hacer suyo, estableciendo entre él y el curso una continuidad inagotable. Tienes que venir días sucesivos y reconocer el nombre de esos libros que actúan como regidos por la gracia. El segundo estante comprende lo que yo llamo el horno transmutativo, el estómago del conocimiento, que va desde el gusto al humus, lo que los taoístas llamaban la transmigración pitagórica con burla de los budistas, a la materia signata de que hablaban los escolásticos, a la materia que quiere ser creadora. Se comprueba que la materia asimilada es germinativa y la semilla asciende hasta la flor o el fruto. La tercera parte que trata del espacio tiempo, con lejanas raíces en las bromas lógicas de los megáricos o en el mundo aporético o eleático. Adquirir un espacio donde el hombre convierte en un cristal pineal su circunstancia, el espacio exterior e interior, como si toda interrupción o ruptura de la comunicación se rompiese para vivir nuestro verdadero enigma. Se burla también del tiempo, pues acerca la vida a la muerte y la muerte en la vida, gravita el cielo hasta la tierra y levita la tierra hasta el cielo.
Fronesis recorría una y otra vez los tres estantes. El nombre de los libros se ahumaba, se perdía como si una nube pasase por delante de ellos. Luego se clareaban con la sensación de la mañana del despertar, como si la caminata entre la oscuridad y la evidencia torrencial de la vigilia desapareciese.
—Esa tercera etapa —volvió a decirle—, el paso del horno transmutativo al tiempo aporético se precisa por aquello que ya tú le oíste a Cemí, de que al chocar con pasión de súbito dos cosas, personas o animales, engendran un tercer desconocido. Recuerdas aquello de que al copular el gato y la marta no engendran una marta de ojos fosforescentes, ni un gato de piel estrellada, sino que engendraban el gato volante.
Hasta ese momento tendrás que permanecer en la etapa que los pitagóricos llamaban del AKOUSTIKOI, en ese tiempo que los discípulos tienen que permanecer tan sólo como oyentes, la perfección de su silencio revelará su calidad. La perfección de ese silencio hace que vaya naciendo la perfección de ese disciplinante y su mayor acercamiento al iniciado le va otorgando un sentido.
Fronesis pudo observar que la madera de los estantes era cubana, como aquella que le producía deleite a Arias Montano frente a la esfera armilar del Escorial. Tuvo entonces como la revelación de que la acumulación de esa sabiduría debía regresar a Cubanacán, al centro insular, a lo desconocido.
—Ya ves —le dijo Editabunda—, que no es la acumulación, sino de encontrar las esencias que nos entregan la sucesión de las generaciones y algo que se pone por encima de lo generacional para dar un salto, pues esos estantes se renuevan constantemente y hay grandes debates, como el que sostuvo Hortensio con Cicerón en el senado romano para decidir sobre la inclusión y la exclusión. Y hay libros que después de describir como la parábola de una ausencia mágica, vuelven a ocupar su lugar, estando todos ellos como dispuestos a volar e irse a regiones que no conocemos. Por ejemplo, cuando se prohíbe el Tao Te King, aparecen entonces más taoístas en Inglaterra. Esa búsqueda de la sabiduría nos acompaña hasta la muerte. La obertura palatal, el descubrimiento de los libros oraculares nos debería acompañar siempre. El Horno transmutativo nos revela que el paideuma de la creación está vivo en nosotros, que la escritura cae en nosotros, cada una de sus letras como peces que avanzan sin perturbar la masa líquida, pero que desconocen las distancias pues las traga antes de que ellas nos reten… Y la galería aporética o burlas del tiempo y el espacio, nos enseñan si en realidad merecemos la muerte como una suspensión para la resurrección.
Puedes venir varios días. Y siempre te daré una frase para que la medites junto con la memorización de los textos. Esa meditación te crea y te lleva al espacio gnóstico. Un día te daré la frase del oráculo de Delfos: “Lo bello es lo más justo, la salud lo mejor, obtener lo que se ama es la más dulce prenda para el corazón.” Y otro día te daré la frase de Holderlin: “Hemos nacido demasiado tarde para ser dioses y demasiado temprano para tener un ser.” Otro día meditarás en el verdadero sentido de la sentencia de Pascal: “La pereza es lo único que nos hace pensar que somos dioses venidos a menos.” Así esas lecturas te darán un impulso, una forma de ganar la carrera temporal, sentir cómo tú mismo eres tierra germinativa y por último cómo llegarás a la muerte. Esas sentencias de los iniciados trazarán en tomo tuyo como un espacio que te revelan que las tres ruedas funcionan con el debido juego de sus dientes.
—Tú has venido también a Europa para conocer a tu madre —le dijo Editabunda—, como ya te he dicho. Tendrás que ir a Viena a la calle que en este papel te entrego —la vieja le alargó un papelito con el gesto de quien hace una obra de caridad a un igual suyo—. Ella te hablará de mí, me conoce hace muchos años, cuando ella estuvo en París, con la compañía de Diaghilev. Entonces yo le hablaba y no me hacía caso, pero ahora estoy segura que tú seguirás mis consejos, el camino que mis manos que ya tiemblan te indican. Todo eso forma parte del curso délfico, pues ya verás al final cómo la madre viva y la muerta son la raíz de la verdadera sabiduría. La madre viva puede ser uno mismo, que encontramos en la madre o en Eros, en el amor y la madre muerta que es la sabiduría, la cifra descifrable de cada persona. Quien no se convierte en su madre y no busca a su madre, no ha vivido, no ha justificado el don que le dieron de vivir. No merece aquella dulzura del aire, de que nos habla el Dante.
Quiero despedirte cantando una estrofa de un poema de tu amigo Cemí —la vieja gorjeó como buscando su escala y después entonó—:
Cuando el negro come melocotón
tiene los ojos azules.
¿En dónde encontrar sentido?
El ciclón es un ojo con alas.
El doctor Fronesis había salido de Santa Clara a La Habana para estar más acompañado. Tenía una casa en la cuadra final, seguida del Parque Maceo. Se había hecho acompañar de la familia de José Ramiro, su hijo Palmiro y su esposa. Lo acompañaba también el cartulario y su hija Delfina. Delfina trajo a Palmiro a regañadientes hablándole de la fascinación habanera de su brisa, de su noche y de la luz que impide que la niebla instale su enomotna botafuego.
Atrás de la casa, la parte que daba a San Lázaro, era como una finca. La casa delante, seguida de una especie de parque chino, con glorietas pequeñas y bancos y fuentes con peces y como con cordeles anchos de anguila. El doctor Fronesis por la mañana paseaba por el parque, acompañado de su esposa. Ella intentaba consolarlo de la ausencia de Fronesis. No era Ricardo exagerado en sus afectos paternales, en gestos, en fechas, pero su más delicada corriente subterránea se proyectaba sobre sus padres. Y sus padres habían tenido el sortilegio de intuir el secreto de sus cariños. Su madre guardaba silencio cuando su hijo se acercaba, Ricardo no lo rompía, pero muy pronto se establecía la comunicación entre ellos. El doctor aprovechaba esos silencios semejantes a un espacio entrecruzado de luces coloreadas por las aguas. Y se acercaba para formar un triángulo donde las oscuridades y las resistencias se borraban para formarse una comunión necesaria, donde ya las palabras tenían su oportunidad para nacer y hacer su recorrido. El doctor estaba acostumbrado a largas ausencia, sus años de Europa, sus terribles soledades de nieve, sus movilizaciones de un París reiterado a una Viena lánguida, le exasperaban ahora la ausencia de su hijo. Además se culpaba grosero y tenía que excusarse a sí mismo cada vez que recordaba la motivación por la que su hijo se ausentaba. Sabía que un viaje era un riesgo y ese riesgo que atravesaba su hijo era producido por un acto grosero suyo. La moral tergiversada, la envidia, los celos, la remoción de su fondo oscuro de donde habían ascendido las más podridas sardinas.
Sabía que la conducta más minervina regía los actos de sus hijos, pero sabía también cómo las fuerzas desatadas, los conjuros, las maldiciones, los equívocos y las imploraciones al Maligno pesaban peculiarmente sobre los castillos más dotados de la resistencia. Y ese riesgo de su hijo, él lo soñaba, lo perseguía como ya lo había obsesionado la amistad de Fronesis y de Foción. Cómo siendo tan opuestos ambos, los dos habían devenido inseparables. Comprendía las razones del acercamiento de Foción a Fronesis, pero se le hacían oscuras, impenetrables, las razones por las que su hijo continuaba y permitía aquella persecución. El misterio de la conducta, sin estar regido por la gracia, lo atormentaba hasta la aridez de los místicos. Cuando se sentía acorralado por aquella melancolía, se creía poseso de la metamorfosis suya en Foción. Después, eso lo hacía reír. Hasta que su sonrisa doblada ante el espejo le ofrecía a su hijo narcisista surgiendo de las ondas, con una imagen sombría.
Pero después de las doce de la noche le gustaba sentarse en el portal. Ya todas las casas habían apagado las luces. El mar con sus olas agrandadas por la noche, envolviendo como si fuese un papel innumerables peces como candelas, parecía que se extendía hasta el mismo portal. Entre el pequeño parque posterior y el portal oloroso a salitrera, transcurrían sus peores horas, aquellas que lo desgarraban y le quitaban las virtudes de la espera y de la aceptación.
Algunas noches el doctor jugaba al ajedrez con el cartulario. Pero la mayoría de las noches el dominó atronaba el espacio puro, corrompía las elegancias dieciochescas de la señora Münster, que ella intentaba salvar con sus cristales fríos mostrando los colores del tokai o alguna limonada anisada. Así como algunos tiranos en América han producido en sus países un incurable trauma, Rosas, Francia o Don Porfirio, así el siglo XVIII, las lecciones transmitidas y asimiladas de la época de María Teresa a su pueblo, le daban ya un sello invariable. Leyendo a Musil, le parecía que estaba en pleno siglo xviii, como le gustaba apreciar las semejanzas entre el negrito Solimán y el amigo Zamora de la du Barry.
Formaban varias mesas en la sala para jugar al dominó, embriagándose con el estruendo de las fichas, que se arrastraban sobre la mesa con un sonido gutural de ferrocarril. Era el dominó jugado a la cubana, con interjecciones, con dicharachos, con alusiones mortificantes y sonreídas. Era el puro pasar del tiempo, pero entre humo de tabaco, gritería y liberación de las preocupaciones. Así, cuando el doctor triunfaba, exclamaba: pero mi hijo está lejos, ¿dónde estará ahora mi hijo? Hacía una pausa y después otra vez el estruendo, las interjecciones que la austríaca no entendía.
En aquel ambiente predominaba el mundo que rodeaba al doctor, no el suyo ni el de su esposa. A José Ramiro, especie de secretario campesino, le gustaba la broma, el fiesteo y el brillo de las espuelas. Era un gallo de buena pinta, apagada por el matrimonio y la costumbre de todos los días. La presencia de su patrón lo volvía alegre, al recostarse en sus seguridades. Cuando estaba en presencia de él la sangre le corría con más ligero tumulto. Tenía siempre al alcance de la mano el ron, amarillo provocativo que mezclaba con agua efervescente, como para verlo arder. Subían las burbujas con un amarillo que se deshacía en reflejos como si fueran plumas de un gallo de feria. Antes de que el gallo cacarease con extenuosidad, la Münster comenzaba a apagar los últimos cuartos y el doctor daba la señal con un irrecusable: Ya es tarde.
Los agrupamientos, si no había mas invitados y entonces el juego derivaba a comilona, se hacían en dos mesas. En una mesa jugaban el doctor, José Ramiro, Clara y Delfina. En la otra mesa, el cartulario, serio y grave como una herradura, su esposa con sus polvos que se le cuarteaban, pareciendo bajo las luces una máscara laqueada, la Münster y Palmiro que miraba con reojo incesante a Delfina, mitad con temor y mitad tedioso, pues ni él mismo sabía cuál era su llamado. Había como un oleaje de curvas y recurvas. Cuando el doctor señalaba, los demás procuraban remontar el canto, cuando bromeaba guardaban silencio, como si el respeto les impidiese la excesiva broma, ladeando el rostro. La posición en las mesas cambiaba, como cambiamos los colores de la corbata en el aburrimiento sucesivo.
Pero era innegable que el doctor gustaba más de hacer mesa con José Ramiro que con el cartulario, y a la Münster le agradaba más la fineza prestada del cartulario que la violencia interjeccional de José Ramiro, pero a veces, no siempre, la Münster gustaba de las interjecciones súbitas, del cuello que se hincha y enarca con puntitos capilares dispuestos a romperse.
Cuando alguien se quedaba con un doble nueve predominaba el estilo cubano de jugar el dominó con algazara y jubileo, y cuando lo soltaba como una lengua que salta la garganta apretada, se mostraba el ajedrez silencioso que se juega en los puertos al lado de la gaviota que silenciosamente teje un aire que previamente se le rinde.
Cuando ya se retiraban y el doctor salió al portal, se oyó el pitazo de un mensajero de solemnes pasos. Su resoplido en el pitillo llenó por un momento la casa de rápidos murciélagos de vuelo irregular, de espumosas arenas negras.
Temblando el doctor se acercó al mensajero, grave, hierático. Leyó rápido: Fronesis herido. Y firmaba Lucía. El doctor tenia lejanas referencias de la Lucía, pero no la conocía. Se acercó a los cansados jugadores y balbuceando casi les dio la noticia. Se sentó en el butacón de la sala y empezó a sudar y a enfriarse. Llamó al cartulario y le dijo que se sentía mal y después volvió a decirle que se sentía más mal. Se desvaneció unos instantes y los contertulios comenzaron a asustarse. El cartulario con la voz solemne que había sucedido a la solemnidad del mensajero aconsejó que había que llevarlo a una clínica. La Münster se apretaba las manos y disimulaba su lagrimero con un pañuelo de encajes que la reavivaba por la sutileza del perfume.
Llamaron a un chofer esquinero del doctor, de quien a veces se hacía acompañar en las peleas de gallo. Lo acompañaron para acomodarlo en la máquina, mientras el doctor se llevaba la mano al corazón y se acompañaba con un quejido. Todos los jugadores estaban pálidos y confundidos. En el fondo, cada uno veía el peligro de sus secretos intereses, pues la muerte del doctor era la caída de ellos en el anonimato sin la menor alegría. Lo acompañaban el cartulario y José Ramiro. Clara consolaba con innumerables lugares comunes a la Münster, que un poco más y se cogía la escena para ella, pues quería fingir una dignidad sin llanteos que ella estimaba populacheros y de plañideras de oficio.
Pusieron con la mayor seguridad y comodidad en la máquina, que era ya un poco vetusta y que mostraba su ancestralidad en las indiscreciones del escape. Pero en realidad todos estaban asustados, pues el hecho había transcurrido con una rapidez, que ellos creían que había recibido la noticia de la muerte de Fronesis. Los vecinos ya se asomaban por las persianas disimulando su presencia para no tener que ir a prestar ayuda. Como no podían precisar la índole del remolino formado en casa del doctor, desconfiaban y se resguardaban de la presencia policiaca. Cuando ya fueron sabiendo lo que había pasado, empezaron a asaetear a la señora Münster, que iba informando a la ringlera de la vecinería: Nuestro hijo herido, el doctor se ha sentido muy mal. Fingía preocupación y se retiraban con una lentitud y con el esperamos que no sea nada.
Bajó la máquina por San Lázaro, para coger después por la Avenida del Puerto. Allí vieron un tumulto que rodeaba a un hombre que sangraba como si le hubieran amputado un miembro. La ropa sangraba, la cara con un sudor de sangre y la sangre cayendo en gotas sobre el césped que rodeaba un banco donde habían depositado con miramientos y cuidados al que se desangraba.
Entre aquel tumulto el cartulario pudo precisar la placa de un médico. El doctor se fijó en el herido que sangraba. Precisó que era Foción y la presencia de la muerte le dio un vuelco y le hizo ver por primera vez al amigo de su hijo con ojos nuevos, con una visión que borraba todo lo anterior. Le pareció una aparición que en la circunstancia en que él se encontraba, se hallase con el amigo de su hijo. Les dijo al cartulario y a José Ramiro que lo recogieran. Y el cartulario decidió llevarlos a ambos a la casa del médico enloquecido, que era el padre de Foción, frente al anfiteatro. Él no sabía quién era ese médico, pero la multitud decía que lo llevaran a casa de su padre. Y llegaron a una sencilla consulta que parecía que estaba hechizada porque el que habitaba allí era un hechizado.
Era el mismo que se vio recibir a un jovenzuelo malandrín y embriagado luchando con la aparición de Oppiano Licario, el día que un gato endemoniado le había prendido un brazo como un serrucho. El médico era el mismo fantasma capaz de atender a endemoniados alcoholizados y a ectoplasmas, que ahora se iba a enfrentar con otra realidad tan extraña como la anterior: atender al padre de Fronesis y a Foción que se desangraba.
Colocó a su hijo en el sofá de la sala y al doctor en la cama de su cuarto de dormir. Él no sabía la relación que había entre Fronesis y Foción. Él no conocía al padre de Fronesis. Él sólo veía a su hijo que se desangraba y a alguien que se acercaba con la mano en el pecho, no como en el cuadro, sino con un insoportable dolor que le cruzaba el tórax por todos lados como un relámpago que le corría, romper los huesos y que se amoldaba a cada uno de los empujones que le daba el salto de la corazonada.
El mediquillo daba vueltas como un poseso. Se dirigió a la puerta de la casa, donde la madera comida de bichos y la cal se desparramaba con irregularidad. Hizo un gesto para que los curiosos se retiraran hasta que quedaron dos o tres más tenaces que los otros en perseguir desde lejos la vaharada de la sangre. Estaba sereno, con una serenidad incomprensible, pues sentía los latidos que se iban haciendo más fuertes.
El doctor y Foción pudieron entrecruzar algunas miradas que el doctor Foción interpretó con rectitud. Iba a atender a su hijo y a un amigo de su hijo. No hablaba, se dirigió al cuarto donde se mezclaban pócimas, ungüentos, polvos y jeringuillas que esterilizó. Ahora se notaba que le temblaba un poco el pulso. Pero la rapidez de sus gestos era precisa. Le dijo al doctor Fronesis que iba a mezclar las sangres y éste asintió con misteriosa alegría.
Le extrajo la sangre al doctor. Era como un litro que tomaba distintas tonalidades, desde un rosado flamenco hasta la oscuridad de una esquina sotanera. Sintió debilidad y alivio. Después cogió la misma sangre y se la fue inyectando a su hijo que comenzó a abrir los ojos con extrañeza. Esperó unos minutos el doctor Foción para que su pulso se serenara. Después comenzó a hacer las ligaduras. Cosía las venas con la delicadeza del estambre. La aguja entraba y salía enrojecida hasta que fue adquiriendo su color limpio de acero. Después le dio a beber al doctor Fronesis agua enmielada y vio que iba recuperando el pulso, normalizándose.
Ya no quedaban curiosos en la puerta y la pieza de la casa recuperó su solemnidad de misteriosa soledad.
El doctor Foción les dijo que ya podían llevarse al doctor Fronesis para su casa, que la crisis había sido superada. El cartulario esquinó al médico y le preguntó por sus honorarios, que cobrase lo que le pareciese bien. El doctor Foción, lacónico, le contestó: No acostumbro a cobrarle a los amigos de mi hijo.
Ya Foción se iba sintiendo mejor. El brazo le pendía aún un poco inerte, pero la sangre se iba ya acostumbrando a su riachuelo natural.
El doctor Fronesis llamó aparte al médico y le dijo: Cuando ya él se encuentre bien, dígale que Fronesis está herido. El recibir esa noticia fue la causa de que sintiera a la muerte. Pero si él quiere, me gustaría mucho, sería mi curación definitiva, que él fuese a Europa a ver a mi hijo. Que me vaya a ver para resolver lo del pasaje. Yo creo que si mi hijo lo ve, sanaría de inmediato.
Al despedirse el doctor Fronesis, le dijo al médico: Gracias, doctor, por haber mezclado las dos sangres. Fue la mejor solución y el mejor futuro.
Foción dormía y ya soñaba que tripulando un tiburón llegaba a Europa. Y que un toro enguirnaldado salía a recibirlo con mugidos como carcajadas.