Requetequerido Cemí:
Alejado, puedo, sin embargo, darte la noticia que más te puede conmover. Conocí, por lo profundo a Ynaca. Realizó a cabalidad el ideal paulino en la cópula, me dijo que ya tú le habías sembrado la semilla. Vas, pues, a ser padre. Yo a contracifra realicé el mismo ideal paulino, en la cópula pude oírla decir, era un arte prodigioso cómo en medio de la cópula podía manifestar esos apartes verbales, tu futuridad paternal. Es decir, si ya con tu amistad con Licario realizaste la unión de la imagen con el conocimiento, que es lo único que podía hacer el doctor Fausto por nuestras tierras, tú cópula con Ynaca llevaba la imagen al palacio de Elena de Troya unida a las mordidas arenas de la Sibila de Cumas. Albricias, tu cópula con una profunda raíz de símbolo y de realidad transfigurada, ha sido la eficaz. La mía, que debo declararte fue perfecta en el sentido de la reabsorción de los dos cuerpos, careció de sentido. Fue una delectacio morosa sine felix culpa, fue puro pecado sin redención posible, pero me era exquisitamente necesario. El ajuste, o mejor, volviendo a una vieja frase, el conocimiento carnal con ella tiene la secreta voracidad de los complementarios. Desearla y estar con ella cobran una decidida unidad temporal. Todo lo tuyo entra en ella, porque su totalidad ha salido a recibirte. Supongo que todo el que se ha apretado con ella hasta el éxtasis, tiene el recuerdo dichoso de haber cumplimentado el acto por primera vez. Durante todo el tiempo del encuentro un olvido, después un recuerdo que tiene como morada todo nuestro cuerpo. Un instante con ella y después quedamos inundados de recordación, diríamos parodiando la frase vergonzante en que se alude a un tiempo distribuido entre Venus y Mercurio. Pero aquí en presencia de Ynaca, Mercurio vuelve a ser, como en los alquimistas, plata viva, cuerpo de los ángeles, los cuatro elementos, cuerpos terrestres y quintaesencia. La cópula con ella es como un secreto alquímico, una revelación que se comprende en la quintaesencia. El falo, que frente a ella vuelve a adquirir su ancestral textura de as de bastos primaveral, de espada, de llave, golpea en un punto y van surgiendo planetas y planetoides en la cubeta de ensayos en el pequeño cielo que soporta nuestras espaldas.
Me dijo también sin inmutarse que cuando Licario le presentó al ingeniero Abatón Awalobit, en la presentación marchaban implícitos sus deseos de que fuera inaccesible para él, ya que el ingeniero por su total impotencia era inaccesible para todos, pues al llevarla como un loto en la mano, según la simbólica budista, la convertía en la pureza inalcanzable. Yo creo que Licario, conocedor de ese secreto como de otros muchos, lo hizo budista. Ha dominado el ansia nefasta ¿tuvo acaso que hacer ese esfuerzo? y en él, según el símbolo tan reiterado por los devotos de esa religión, el dolor resbala como una gota de agua en una hoja de loto. Pero esa imagen se ha hecho en mí vivencial en un sentido muy opuesto, cuando nos apretamos con Ynaca, esa sensación disfrutada en común nos debe de haber unido una vez más, sentimos la voracidad silenciosa de la hoja por el agua, suponemos que por eso antes de la cópula invoca al Nasu del rocío. Y sobre todo la prioridad de las invocaciones, que te debe haber hecho sonreír, y que a Foción lo tomaría en malhumorado, frenetizándolo casi.
Me decido a atribuirle a Licario un simpathos por la cópula búdica. Su contemplación paroxista, ya frente a un texto o una piel, respaldada por la hipérbole reminiscente que nos deja la contemplación en activo, pues es una contemplación que no se abandona al anonadamiento, sino a lo vigílico. Es una contemplación que espera el accidente como una araña, las hormonas masculinas copulan con las femeninas. Puedo precisar ese tipo de sexualidad porque yo pertenecería a él si no fuera por mis constantes reacciones para habitar lo contingente necesario. Por eso Lucía me intuye, porque sabe que en mi fondo hay un complementario que la solicita con terribilia y temblor, pues lo que no es necesario permanece en nosotros secreto e irrumpe como sorpresa, por eso la voluntad visible, externa y proyectada se gana todos los arañazos y desprecios. Por esa contemplación que le permitía resolver en su propio cuerpo, el otro y la otra aquí aparecen indistintos, es sencillamente lo que está fuera de nosotros y nos hace guiños, se colocaban fuera del tiempo. Su mirada podía seguir una línea puramente eidética, tan abstracta como el lado de una figura geométrica, pero lo que pudiéramos llamar una inundación del agua que contempla, terminaba por establecer una contracción de la mirada incesante que seguía una línea sin apoyo, oculta y con un relieve momentáneamente otorgado, pues en el instante del éxtasis lo que logramos es un relieve del espacio puro que es una línea que se encandila de puntos sucesivos y que se van oscureciendo a medida que no transmite su energía a los puntos de apoyo. El cuerpo, Licario estaba convencido de eso, es un factor recipiendario y derivado en la cópula, si no se presenta el relieve momentáneo de la línea contemplada, el cuerpo no desaparece, desaparición momentánea que es la raíz de la cópula, y reaparece, como en un naufragio, en los braceados finales para escoger trágicamente el mismo cuerpo. Así como el hallazgo del electro de la energía le dio al hombre el dominio de la naturaleza naturalizante, una metafísica de la cópula sería la única gran creación posible frente a la destrucción total que se avecina. Destruida la tierra por el fuego nuclear, los cuarenta millones de espermatozoides recogidos y conservados por el calor pueden poblar de nuevo la tierra en un cuarto de hora. Basta que el chorro espermático salte frente a espejos giradores que multipliquen la semilla en la imagen. Tú pensarás que estoy aún un poco en el efecto tardío de mi primera aventura con Lucía, punto de vista que acepto si estás dispuesto a concederme las derivaciones que entre nosotros dos ha formado la sabiduría copular de Ynaca. Ynaca, que fue en esa aventura para ti vegetativa, pasiva, resultó para mí activa, yin. Pero en ese incesante complementario, está todo entero el recuerdo de Licario, sólo que ya él no necesitaba proyectarse sobre el relieve adquirido por el espacio puro, él era el territorio conocido y la nueva provincia. Dominaba, estaba en el ombligo, las apariciones y desapariciones de su cuerpo. El espejo ha desempeñado un papel pasivo en las aventuras galantes. Se limitaba más que a reproducir, a desdoblar. Dejaba al huésped en un límite y allí soplaba. Pero Licario intuyó prodigiosamente la nueva actividad que se derivaba del espejo, fuera tal vez un misterio dejado en él por la cultura etrusca, colocando espejos en la mano de los muertos, como si el espejo fuera un hacha que hiciera retroceder a las furias de las moradas subterráneas.
El espejo metálico y el de azogue complican y sutilizan la imagen del cuerpo y el cuerpo de la imagen. Ambos hicieron nacer en el hombre la idea de que el espejo llegaría a expresarse por el sexo. El espejo de metal introduce la espera de la energía en sus moléculas, la imagen que aprisiona en su interioridad debe de hacer inclinar sus pequeños movimientos traslaticios. Esos espejos jugaban con la energía solar, refractaban su imagen, la dejaban pasar por un agujero que era como un ojo. De alguna manera, la imagen debe pasar a la ecuación de su energía irradiante, y como todo calor es propicio a lo germinativo, en el centro del espejo aparece siempre lo priápico, como si creáramos una nueva divinidad: el término del dios de la imagen. En el espejo de azogue, el calor como en un termómetro hace ascender la imagen, ya aquí no es lo sexual, sino lo ascensional estelar. En el espejo metálico la imagen procura quedarse, apagarse; en el espejo de azogue, la imagen asciende, desaparece, como un humo que se apoya para cosquillear.
La mente de Licario era ya en sus últimos años una caja de imágenes. Sus sentidos se bifurcaban e iniciaban sus aventuras, sin que él perdiese las correas de cada uno de esos corceles. Se extasiaba en un cuerpo, pero ya el hielo se diluía en el agua con igual transparencia. Las piezas de su ajedrez estaban en constante vuelo, la mano llevaba la torre al último cuadrado horizontal, cuando en la lejanía se oían los platillos para que el oso comenzara a danzar. Hay quien cubre toda la llave con la mano, pero hay quien en la medianoche se sienta en el quicio y cuando penetra en su casa la puerta sonríe y está abierta. Cuando murió ya estaba acostumbrado a prescindir del cuerpo, por eso ya en lo invisible se apodera de un cuerpo cualquiera para venir de la ópera a conversar con un insomne que ni siquiera se siente sobresaltado. Pero él sensiblemente ha continuado su paseo y el otro ha demorado en afeitarse.
Tu creyón resbalando por los muros que me contaste como entretenimiento inmotivado en su niñez, se ha vuelto a verificar en París en mi adolescencia. Una sorpresa que llegó indecisa y luego se fue agrandando para hacerme recordar el desfile de los detalles que me relataste en el cafecito al lado de la universidad. Bastó el surgimiento de ese momento, su relieve fragmentario, para que la memoria reconstruyese como en una mañana todo el lejos del claroscuro. Lo que me asombró, que un sucedido meramente subjetivo, de importancia tan sólo dentro de tu reino, recogiese tantos años después en forma grotescamente objetiva, sin que las dos apariciones del hecho tuviesen consecuencias aparentes para los dos. Pero por encima de esa sensación falsa pude precisar la verdadera exigencia imprevisible que ese hecho tomaría en nosotros dos. Tú me lo relataste muchos años después, yo te lo relato a ti dos o tres días después de la triunfal reaparición de la tiza. Abatón Awalobit, Champollion y Margaret (creo que a esos dos pintores no los conoces y no sé si su desconocimiento te es conveniente, en todo caso el interés que pueda tener no se deriva para nada de su pintura), Ynaca Eco y Lucía. Era una excursión matinal, una mañana muy metálica, poco frecuente en París. Al timón de una de las máquinas, el ingeniero Abatón, ensimismado búdico; al de la otra, Champollion, manejando con tosca y decidida voluntad de muerte. Esa mezcla de budismo vagotónico y sobresaltada dipsomanía le daba a la excursión una presencia excéntrica y tumultuosa. Las gallinas saltaban las carretas, hundían sus patas en el nácar de su cagada, otras con ojos inmutables absortas ante el búdico auriga se despedían al fin con un guiño. Te describo los dos timoneles para que de inmediato percibas lo abigarrado de la excursión. Desde luego que era Abatón al que conocía el dueño de la granja, comenzaba sus frases con un untuoso “cuando nos conocimos”, frase que sin ser transparente, amenazaba con etapas aventureras y colocadas como islotes en dilatados momentos de venturosos deslizamientos calmosos.
La granja pertenecía a un americano, Arthur Mc Cornack, cuyo orgullo suficiente era un tío cantante en el Metropolitan. Fotografías del tenor rodeado de periodistas y alzando su copa. Con la mano en el tahalí, cantando Rigoletto, en diálogo con su madre, maizando las palomas. Mc Cornack tenía un criadero de caballos, ya él, Abatón, llegaba a un momento de su economía en que tenía que decir: “Mi cuadra", y ambos se visitaban con periodicidad precisa sin exageración. Todos los años, por lo menos, se verificaba un encuentro que ellos y nadie más creía necesario. Las patadas de los caballos corroboraban esa necesidad.
Ya que hablamos de equinos privilegiados, no tiene por qué destruir el asombro del que comenzaron por mostrarnos las cuadras con los habituales árabes, horses that sweat blood y yeguas de la Bética que esperan con grandes rugidos el aire carbunclo que les quema la lengua. Pude observar que el mocito que iba enseñando los caballos, muy florido y aderezado, se fijaba en mí, no cómo cuando una persona conoce y puede reconocer, sino como alguien que pudo fijar una visión que se reiteró sin apoderarse de ella.
—Quizás usted conozca en la universidad a un joven de su edad llamado José Cemí, yo trabajé con su padre y todos mis hermanos trabajaron también con su padre.
—Cómo no —le contesté—, es muy amigo mío. —Cuando le escriba dígale que me vio, mi nombre es Vivo, hace tantos años que yo salí de La Habana, que no sé si me recordará, yo no lo puedo olvidar, pues todos los familiares que rodeaban al Coronel son mi mundo, mi familia, dondequiera que yo estoy ellos están a mi lado—. Se emocionó al recordar, aunque la impresión total que causa es la de un aventurero duro, con total dominio de su finalidad. Yo creo que esos hechos son aparentemente insignificantes, pero en el fondo forman parte del potencial de universalidad con que cuenta un país. A pesar del aparente respeto en el trato de Mc Cornack y de Vivo, se percibe una fácil emanación de intimidad. Yo me atrevería a afirmar que el guión relacionable entre Mc Cornack y Abatón ha sido Vivo. Por ahora no te puedo decir ti Oppiano tuvo algo que ver con estas liaisons, los detalles de su vida son como versículos zoroástricos que no se escribieron, así, lo que no sabemos de su vida se nos va convirtiendo en un misterioso reto inagotable. Cada hombre será un poco la imagen llena y rica de los blancos de extensión, del vacío de los momentos que nos son desconocidos de Licario. El horror vacui nos llevará a reencontrar y reconstruir todos sus vacíos. Será su fatalidad hacer su biografía como una sucesión de hormigas que han llegado a formar un nuevo hilo de Ariadna.
En un momento en que Vivo y el arquitecto Abatón chocaron con levedad, pude oír que Vivo le decía con la expresión neutra de todos los días: Adalberto. Estaba también presente un arquitecto japonés que caminaba con un auxiliar, también al pasar por el lado de Vivo pude oír: Martincillo. Todos ellos contribuyen a la formulación de una posible constante dentro de la población flotante, es decir, cuando en un núcleo de población alguien tiene fuerza expansiva, de ir más allá de sus límites o de sus fronteras, ese núcleo tiende a reaparecer en el sitio donde se dirijan sus representantes, manteniendo a pesar de las mutaciones su unidad y su principio. Vaciado el tiempo, ahora ese grupo en París, es el mismo que se desenvolvía en un tiempo y un espacio habanero. Su tiempo no tiene en realidad ni un antes ni un después, es una isla sin sus tentáculos, ni coralino ni fangoso, que fluye obediente a factores cosmológicos, el viento magnético de la noche, el fósforo de la brisa, el fuego de San Telmo brincando como innumerables pájaros, flores y hojas. Ya puedes ver que parte de tu Habana vuelve a retirarse en París, parece agazapada, pero no adoptó ese estilo al trasladarse, sino que era connatural a su humus y a su alma, que causa la impresión de estar trastocada, arremolinada, pero que clama con inquietante temblor por su placenta y por ser protegida.
Más y más abrazos de
Fronesis
Días después, Fronesis recibió la siguiente carta de Cemí: Pluscuamperfecto Fronesis:
La sutil y fría concatenación me hace presumir el causalismo del diablo. Un perro que no era mío, prestado por una vecina en un día de ciclón, una caja china cuya tapa se ofrece ingenua a la sabiduría del can, el timbre de urgencia que suena para una cópula ciclonera, fabricaron con una desconfianza malintencionada la hecatombe que me daña de día y de noche, que no me da tregua. Ya es el momento que sepas que Ynaca Eco después del vuelco de su fogosa intimidad, me había entregado, eran los deseos de Licario, el manuscrito de la Súmula, nunca infusa, de excepciones morfológicas. El agua creció en mi casa, el can diabólico saltó sobre la mesa, parece que tuvo la intuición genial de guarecerse en la caja, y para favorecer su nido en el ciclón, fue extrayendo las cuartillas y lanzándolas, supongo que entre ladridos enloquecidos a las aguas que crecían. Me lancé sobre las hojas, pero el agua se querellaba contra la póstuma sabiduría de Licario y borraba su escritura. Logré extraer con vida para su lectura unas cuatro páginas, que deben de formar parte de un poema, que te remito para su posible reconstrucción. El fragmento que conservamos tiene fuerza de emanación, de aporroia griega. Te envío los restos sacramentados de la Súmula, de Licario, pero quiero compartir contigo las exigencias que desde la Moira, nos hace este indescifrado espíritu. Todo secreto de esta aventura demoniaca es poco para Ynaca y Abatón. Escríbeme de nuevo, cálmame. Ahora, contigo su escritura sobreviviente de un ciclón:[1]
No había que esforzarse en adivinar que aquella mañana en su atelier, Champollion y Margaret esperaban visitas que no eran las habituales. Champollion terminaba un cuadro que creía del gusto de Abatón. Desde el día anterior había extendido una capa de aparejo blanco sobre la tela. Cuando Champollion pensaba que sus marchantes, casi todos ellos aquejados de la manera griega, lo iban a visitar, según el dossier preferencial que él les atribuía, distribuía tres falos si eran simpatizantes, cinco, si eran convictos recalcitrantes, sobre la capa del aparejo. Esos falos ocultos en el cuadro actuaban con virtudes totémicas. Algunos connaisseurs llegaban, éstos eran de notorio preferencial griego que se dirigían con decisión temeraria a los cuadros fálicos. Y le decían a Champollion con fingida voz baritonal: —Desde que lo vi, me gustó con rabia, con verdadero fervor. Es mío—. Sacaba la grupa y rubricaba el cheque. Champollion miraba a Margaret con mirada convenida entre ellos. Se sonreían, y Margaret le decía al anhelante comprador: —Se ve que tiene usted buen gusto, ése es el mejor cuadro de Champollion en los últimos meses. A lo mejor no lo quiere vender—. Mientras el connaisseur pasaba la mano por la textura persiguiendo con ignorante voluptuosidad provocadora el signo primaveral.
La mesita cubierta de colores, al lado del caballete, había sido remplazada por botellas de ginebra, whisky y coñac. La sala lucía como medio rostro sin afeitar y la otra parte, excesivamente acicalada. Colillas, tazas de café, papeles gravosos habían sido soplados mágicamente, no obstante, la sala no parecía limpia, sino raspada, como alguien que no se ha lavado la cara, sino se ha frotado los ojos con la toalla. Margaret se levantaba, apuntalaba un plato, agitaba un plumerillo como para poner en orden una casa de polichinelas. Estos dos falsos demoniacos, querían ofrecer a Abatón y a Ynaca, una recepción gris, peinada. La forma habitual y reiterada de recibir un pintor a sus admiradores y marchands, cuando hay un poco de disfraz, cuando es un aventurero más que apuntala la escayolada de la mentira, que guarda avaramente un excremento que no arde.
Los primeros en llegar fueron Ynaca y Abatón. Champollion quería disimular que fingía. Así como en el islote de Furiel entre la balacera, había querido mostrarse como homme terrible, ahora fingía humildad, renunciamiento y florecillas franciscanas. Con incontenible sorpresa por parte de Champollion y Margaret, los visitadores no mostraron la menor curiosidad por los lienzos. Los símbolos totémicos debajo de la textura no irradiaron sus conjuros. La pareja, en esa primera presencia, había permanecido inalterable, parecía inservible a esas ocultas y malévolas insinuaciones. Abatón mostró cierta repugnancia, como si hubiera sido sorprendido por la amargura del whisky; Ynaca, marmórea, se prolongó en el silencio.
Ynaca disimulaba que su visión se obligaba a una línea tensa, inalterable. Seguía a Margaret cuando con algún motivo fingido abandonaba la sala y se iba a las piezas interiores. Ynaca procuraba entrecruzarse para evitar el gesto hierático de apegarse a una continuidad implacable. Vio cómo Margaret frotaba otras telas seguramente para avivar la imantación fálica. Luego con los dedos untados de esos arquetipos germinativos, abría los bocaditos y removía la pasta revisándose la yema de los dedos para asegurarse la permanencia del polvillo mágico, ya que la primera embestida de los lienzos totémicos parecía que había fracasado. Ynaca miró a Abatón con una decisión que éste interpretó con la invisible crispación nerviosa de un timbre algodonado.
Margaret reapareció con los nuevos lienzos untados totémicos. Fingía alegría y casi bailaba al mostrar las telas. Pero Ynaca veía los cuadros con la indiferencia áurea de una Semíramis y Abatón, mirando en la dirección de Ynaca intercambiaba brumas y sus ojos no agarraban y los cuadros se iban por las nieblas.
Llegaron Cidi Galeb y Mahomed. Galeb parecía embriagado y lo subrayaba. Su presencia allí era tan cínica que justificaba la levedad de la embriaguez. Mahomed, que desconocía todo lo sucedido en las playas, había ido con el propósito de ver a Fronesis. Y Galeb con su astucia lo llevaba como resguardo, como un punto que neutralizaba el desprecio de Fronesis hacia él. Había fastidiado, injuriado, intrigado, pero le parecía imposible el esperado final de las relaciones entre los dos. Su mismo cinismo frío lo obnubilaba, le hacía precisar que todo seguía un juego alrededor de un centro donde él tiraba los dados.
—Parece —le dijo Galeb a Margaret—, que los peces que has segado por la infraestructura se han quedado adormecidos. No ves la habitual reacción ante la textura mágica. La calma y el vacío subsisten y éstos son signos de muerte.
—Ésta es la primera estupidez —le contestó Margaret—, la próxima coges la escalera. Mahomed ¿para qué lo trajiste? Adonde quiera que llega Galeb es una figura demodée, sin ser absurda. No tenemos por qué hacer ejercicios de mortificación, no hay ningún motivo para tolerarlo.
—Ésta es tu primera grosería —le respondió Galeb—, me iré tan pronto me devuelvas los cinco mil francos que me pediste para preparar tu famosa textura y tus anónimos peces fálicos.
Abatón e Ynaca se levantaron para irse, pero en ese momento sonó el timbre. Eran Lucia y Fronesis. La canaillerie ante un final demasiado prematuro decidió remansarse, olvidar y buscar otro último acto.
Champollion y Margaret habían manejado los hilos con maligna sutileza. Para asegurar la presencia de Ynaca y de Abatón, habían movilizado a Fronesis y a Lucía, y para que éstos asistiesen, les habían hecho creer que sólo asistían Ynaca y Abatón. En realidad, Margaret y Champollion hubieran deseado la ausencia de Galeb y de Mahomed, sobre todo de Galeb, pero éstos estaban ya tan dentro, más que nadie Galeb, del estilo de vida de la pareja de pintores, que precisó preparativos, copas y se aparecieron con esa sorpresa que siempre puede ocurrir cuando se tiene un amigo como Galeb, que tiene como el pequeño orgullo de propiciar situaciones desagradables, como un alarde de mal gusto, con alguien que está muy convencido de que el mal gusto permanecerá invariable en los tiempos que se avecinan y él será su abanderado con la misma tranquilidad de un normalien que nos habla de la armonía, los conjuntos, los fragmentos y la totalidad, como puntos de vista invariables y seculares.
Llegaron Lucía y Fronesis. Lucía fue la más sorprendida. Fronesis pareció que asimilaba rápidamente el golpe por sorpresa. Margaret fracasaba en su tiránica función de copera, sus bocadillos y preparados eran rechazados. Era imposible formar un conjunto con esa mezcla, cada movimiento era un rechinar de clavijero. Parecía como si sonaran las articulaciones el ablandado cartón de sus músculos. Fronesis, en realidad, había asistido para despedirse de algunos de esos demonios intermedios, para despedirse cerrando la puerta demasiado de prisa. Era una despedida conminatoria, que parecía prohibir todo reencuentro, mirándose fijamente antes de irse cada uno a su esquina.
Ynaca Eco, le dijo Margaret, mientras insistía con un poco de ginebra con limón, pero parece que el olor del cítrico dilató los poros de Ynaca, como una bacante. Como si no quisiera dejar pasar la ocasión, contestó: Les voy a pedir que me llamen, en la forma en que lo hacía Licario, a la manera de las fiestas báquicas. Ecohé, que tanto recuerda a Evohé. Pensar que es una palabra que se deslizaba con frecuencia por los arrogantes labios de Júpiter. Es un lanzazo de vida, una imprecación que revela que estamos dentro del combate lanzando grandes gritos. Esa palabra la había inventado Júpiter mientras lanzaba a sus hijos contra los gigantes. No era una palabra, tenía virtudes de ensalmo. Era una malicia de Júpiter, parecía que iba a formar una palabra pero se deshacía con medio cuerpo de delfín fuera del agua. Difícilmente se encuentra una palabra tan combativa y tan carente de sentido. Su fuerza consiste en impulsar, soplar, despertar los deseos de la marcha. Era la libertad, las titánicas oscilaciones del vino. El grito que sale de la boca de un borracho con máscara. Ecohé me parece un latigazo elástico, como si la vida estuviese siempre madura para la ensoñación y la elevación.
Ni por un momento me separo del fondo de donde surge esa palabra, es su ambiente, su plein air. Sentirán que Evohé es el adelantado de Ynaca Eco Licario, que sencillamente no se puede olvidar. Hay una rebeldía, una chispa prometeica, en Ynaca, al negarse a las solicitaciones del dios. Sus movimientos están asimilados por cien ojos. Se ve que al indicar a la diosa de manos y ojos numerosos transformaba de nuevo el animal metamorfoseado, haciéndolo como una vaca alada. Es el Io, desmesurado, rebelde, que viene en ayuda prometeica rodeado de ojos que lo quieren devorar y de moscas que lo quieren enloquecer. Su cara y su ano están perseguidos, vigilados sin tregua, recordándonos que el diablo en el sabbat medieval se presentaba con dos antifaces, en la cara y las nalgas. Io puede ser sublime sin dejar de ser ridícula. Su castigo es en el fondo tan grandioso como el de Prometeo, nace de la misma rebeldía, no ha querido entregársele a Júpiter y soporta la grandeza de los ojos que la miran y las moscas que le hinchan el trasero.
El acudimiento de Io a la roca de Prometeo es uno de los momentos más tiernos del mundo antiguo. La desdichada que acude para consolar al gran abatido y cómo allí recibe la iluminación de su sentido. Su tercer descendiente, después de diez generaciones operará la salvación de Prometeo. Le ofrece un nuevo destino, como si en ese anticipo del paraíso, Prometeo le ofreciese su salvación a Io, por su gesto único de haberse acercado a la consumación del hijo de la Titánida.
Pero Io es en mí el Eco de Licario, es decir, de la familia de la que se negó a engendrar con Júpiter, una imagen, mi yo es un doble, un doble infuso que intenta lo mismo que Licario por la dirita vía. Licario necesitaba una gigantesca sustitución, un contrapunto magnus, que devolvía naturalizado, convertido en naturaleza, un nuevo nacimiento causal, buscando licáricamente una ambivalencia verbal entre la vida y la muerte —se llevó el índice a los labios y dijo—: Por ahora, ya no más Ynaca Eco Licario, ahora Ecohé que remedaba la mágica palabra que soplaba al hombre como un sin sentido que todos descubriésemos de súbito.
Ahora, Margaret y Lucía vamos a reojar a París. Digo reojar para sugerir una doble visión de nuestro paseo. Vamos a ver qué podemos encontrar por las calles que nos haga repensar y enseñar de nuevo a la Orplid, las ciudades que hay que reconstruir. Así, como hoy reconstruimos Nínive, Babilonia, Sargón, provocaremos al menos la chispa de cómo nos van a ver a nosotros al paso de los milenios. Vamos a conocer a la sobrenaturaleza de hoy, su mentira o conjuro, aproximación o rasguño, para poder entrever el paso de lo estelar sobre lo telúrico, en una palabra, cómo caerá el cielo sobre la tierra en los siglos que se aproximan. Fatigados por el desolado historicismo vamos a acercarnos a una historia del cielo, pues un gran sector de la historia se puebla cada vez que bajamos los ojos del gran ojo estelar a la ceguera de la tierra. Pero cuando alguien se queda ciego, y Júpiter no está de acuerdo con su ceguera, le da la visión más allá de la mirada, le regala la visibilidad de todo el cielo.
Sonaban Margaret, Lucía y Ecohé bajando la escalera. Margaret dijo Ecohé con innegable desparpajo, sin risa, pero sin convicción. Lucía dijo Ecohé con timidez, como si temiera equivocarse. Ecohé no necesitó la comparación para establecer las diferencias, como si Fronesis no estableciera su lámina de papel entre las dos, se sentía más inclinada a Lucía. Ecohé le vibraba en los dientes a Margaret como una hilacha en un tigre. A Lucía la hacía saltar como un pájaro. A Ecohé parecía que la acompañaba de nuevo una solemnidad más ligera, como dicha por la flauta.
Aún se oían los pasos de las mujeres por la escalera y ya Champollion se había sonreído varias veces gruñendo. Comenzó a hablar con su habitual paso de audacia irónica. —Me parece una felicidad que estemos reunidos de nuevo y así podamos oír a Fronesis que nos hable de cosas cubanas—. Su cinismo frío lo llevaba siempre a ver el pasado como inexistente, porque suponía que los demás iban a asumir idéntica actitud, tal vez por idéntico cinismo. Tenía el necesario relieve de las cosas que habían pasado entre ellos y Fronesis, pero creía que al asumir esa actitud, de fingido olvido, pues en realidad vivía en instantes aislados, obligaba a los demás a rodearse de las mismas nubes de olvido. No podía intuir que en todos los momentos Fronesis era el escapado de él, aquel que se quedaba siempre voluntariamente fuera de sus planes. Los dos eran indiferentes el uno para el otro, pero su error consistía en la dogmática creencia de que su indiferencia obligaba a Fronesis, lo forzaba a una conducta derivada de aceptación. Jamás podría comprender, como una maldición, que el verdadero indiferente frente a él era Fronesis. A pesar de que Fronesis rechazaba la indiferencia como un estado inferior de la conducta, intuía que era la única forma verdadera salvadora frente a Champollion. Sabía que era permisible ser indiferente con Champollion y tener una alegría coral para el resto de los efímeros.
—Como hoy es el último día que los voy a ver —comenzó diciendo Fronesis sin enfatizar—, lo mejor es no hablar de nada. Una ausencia de palabras, una página en blanco. Vine especialmente para decírselo y el paseo invencionado por Ecohé ha favorecido, ha solucionado, diría yo, una situación que se hubiera hecho no previsible, tal vez confusa, apresurada. Estoy convencido de que todos ustedes son unos radicales perdedores de tiempo. Están disfrazados de un bisuterismo demoniaco, que a ustedes mismos les provoca risa. No tienen la gracia ni el destino y se ven obligados inexorablemente a copiarse a sí mismos. Salen de una reunión para otra, discuten aún mordiendo el rabo de la anterior discusión, creen en el mal con menos fuerza aún que Tribulat en el bien. Crean que no han logrado molestarme con las simples majaderías que me han descargado con la naturalidad de un calamar, pero me niego, salgo de ese juego, me empobrece y es estúpido seguir en esas reiteraciones. Ustedes son incansables en la banalidad, son el pequeño diablo aburrido en la plaza que ya ni siquiera espera el paso del Eros iluminado con la presencia de Margarita. Vuestro non servian no está acompañado por el Eros. Son un aparte, pero sin irradiación ni vasos comunicantes. Son un aparte como el vacío, como los peligrosos cajones de aire que ofrece el mundo de la visión. Son el pequeño desierto que cada barrio ofrece, instalan un estilo de vida que se fragmenta, que no fluye, donde todo se hace irreconocible. En ese desierto han perdido el “otro”, en la arena que los rodea es la misma cal de la muerte. Qué alegre, qué primitivo, qué sencillamente creador, un mundo donde ya ustedes no estén. Pero no participan ni aun en las edades muertas, pues son fuerzas siempre paralelizadas con el no ser y la calcinación. El calor es en ustedes, dispénsenme, no la cualificación de la vida, sino el preludio de la calcinación. No deseo la menor posibilidad tangencial con vuestro mundo, ni siquiera me despido, pues como muertos no podéis contestar a mi despedida.
Fronesis observó que Mahomed oía con la cabeza baja, apesadumbrado. Le dedicó el párrafo final, como haciendo un esfuerzo para excepcionarlo, pero desconfiando del resultado. Hizo Mahomed un gesto leve como para irrumpir, pero la decisión verbal de Fronesis lo sofocó de inmediato. —Mahomed —continuó Fronesis—, a ti es en el fondo a quien me dirijo, pues tú eres una isla aparte, pero comienzas a equivocarte también a tambor batiente. Crees todavía en la fuerza disociativa de ese gesto y precisas que ese fermento puede servir para algo. No lo creas, están ya muy debilitadas. Toda causa que esté apoyada por esa gente está perdida, no tienen la verdadera nitroglicerina demoniaca. Una frasecita, un desdén interesado, no el gran desprecio celeste, la espalda inmisericorde de los dioses para los reyes de Grecia, no bastan para el esplendor secreto que está en la otra isla, que con ellos sería la isla de los muertos. Yo nada más me refiero a Champollion, a Margaret, a Galeb, donde quiera que esa fibrilla antihumana aparece, la muerte tiene ya el badajo en la mano. Mahomed, cuida el apocalipsis de esa canallería, esa gente resucitará con toda su lepra. Será un momento en que desfilarán en el valle del esplendor, mientras la corte de los milagros ocupará los verdaderos tronos. Será un momento en que esos seres negados a la plenitud de la luz que participa, se quedarán mojados de estiércol en la ciudad nueva donde la lejanía ha sido vencida.
Fronesis se levantó para irse ya definitivamente. Champollion hizo el gesto de tirarle un cuchillo y dejó escapar un pedo.
El cornetín chino del cuesco le sirvió a Champollion de tumba, en relación con Abatón que se comprimió porque este airecillo existía. Tenía días en que se le convertía en un punto negro, roto en estrellitas, sobre la frente. Lo oía como una profanación de “en un principio un gran viento rizó las aguas”. Le parecía que un cuesco podía ser la gran nube que en un momento imprescindible cubriría, el cielo como un culto descomunal tapando la tierra, con sus llamas y nubes bermejas los trompetazos finales. En una reunión se iba trocando en ese personajillo que aprieta las piernas porque teme que le broten unas burbujas azufrosas en el sitio propicio. La intempestiva presencia de ese neuma le bastaba para confirmar el Maligno, verlo ya aposentado en la ventana tocando la flauta. No se ha precisado la cantidad laberíntica secreta que engendra en el hombre su posibilidad de cuesco. Comenzar una frase con ese duendecillo soplón, o terminar una oración ciceroniana con proclividades de flauta, y la llegada de ese respingo vergonzante, son sustos silenciosos que son capaces de inmovilizamos para siempre. Su moscardón de los días tenebrosos era la posibilidad, al terminar uno de los trances de Ynaca, en la que ésta cobraba la majestad de una Semíramis, podía interrumpir esa fanfarria digna de un Satie más travieso aún. Jamás había oído nada que se le asemejara en el descaro, su madre era como ya vimos una cantante de El Caballero de la Rosa, su padre, un militar de la gran tradición austríaca. Nunca había oído en una reunión la irrupción de ese grotesco y gruñón personajillo. Ahora sí que Champollion tembló. Abatón, sin despedirse, dejó la reunión. Se sintió satisfecho por ser el primero que asimilaba la lección de Fronesis, y olvidaba que un Eolo maligno puede ser tan poderoso como la protección de Palas en el combate.
Se veía que Ecohé buscaba las calles más viejas de la margen izquierda del Sena. Miraba hacia atrás como queriendo salirle al paso a alguien, que no podía ser otro que Fronesis. Llegaron a un convento, mitad casi derruido y la otra mitad en extremo encalada y como resguardada. El contraste era la personalidad de la casa. —Vamos a ver a una persona que dicen que está en estado de gracia y no es ya que relate, sino que hace ver, utilizando todos los recursos de la imagen y del sonido, lo que nos recorre por dentro como una maldición. Ella está en su camastro en oración y gracia, en la última pieza de la casa. Antes de llegar ahí hay que atravesar una larga galería que se anima y muestra signos, emblemas, desciframientos laberínticos. Todo sucede por esos corredores, apenas entramos. Apostrofa, larga maldiciones y otras veces se niega a recibir a la visita. Desde lejos la he estado observando y es incesante en el rezo, en la distancia es un eterno bisbiseo. Todo París habla de sus dones, de su inmediatez para comunicarse con lo infuso. Únicamente recibe con el permiso del prior general de ios Dominicos, un viejo amigo de Licario, que concedió sin dilación, a veces se demoran años, el permiso para la entrevista.
Era en un segundo piso donde estaba la posesa. Apenas tocaron la puerta, se abrió automáticamente, con silenciosos resortes. Se encontraba en su lecho, decía sus oraciones y después impartía bendiciones. Tenía cerca de su cabecera a una monjita que se movía en un silencio de diorita. Ecohé propició que Margaret fuera la primera en avanzar. Empezó a proyectarse una especie de película, donde participaba por igual la realidad. ¿Era la pared o un paño sobre la pared? En la pantalla se veía un anciano venerable, como si portando su cayado se pasease por las costas del Mediterráneo, larga barba blanquísima, túnica, ademanes lentos y mayestáticos. Margaret aparecía en la pantalla masturbándose con verdadero frenesí. Al mismo tiempo que su imagen se proyectaba, la realidad se paralelizaba y Margaret, arrodillada en el suelo del corredor, se masturbaba con igual frenesí del que aparecía en la pantalla. La escena se prolongó hasta que Margaret comenzó a arrastrarse por el suelo, en ese momento la pantalla comenzó a plegarse. Después se situó, con total olvido de lo anterior, al lado de Ecohé, que fingía total desconocimiento de la grotesca pantomima.
Margaret se iba recuperando, no obstante algún latigazo de nervios. Lucía avanzó con ingenua serenidad. El rostro de la posesa se transmutó, se mostraba muy fláccida y en extremo tierna. Le dijo a Lucía que se sentara a su lado. La vieja iluminada se mostraba con una peculiar contentura. —Acércate, niña —le dijo—, tengo para ti un regalito —musitó la vieja, que se mostraba en extremo cariñosa con Lucía. Sacó una caja y le fue enseñando las pequeñas camisetas para el infante. La vieja se reía e hipaba, mostrando con el índice un agujero en la tela en el lugar del sexo. Lucía, de inmediato comprendió la alusión a su primer encuentro amoroso con Fronesis y al subterfugio a que había acudido para despertar a Eros de su sueño. La vieja se reía y acariciaba con ternura a Lucía, parecía como si descubriese en ella un parentesco.
—Es el círculo —le dijo a Lucía—, el que tuvo esa oportunísima ocurrencia tiene la iluminación, pero él también necesita de ti, pues su iluminación tiene que trabajar sobre tu oscuro, que ahora es tu vientre inflamado. Lo oscuro tiene también ojos, ojos oscuros y de iluminación, como el esplendor de los seres, tiene que ser contemplada. Vete tranquila, los dos están en el círculo.
Ecohé avanzaba y se detenía, miraba hacia atrás. Pensaba con el ijar de su pensamiento, sacar a Fronesis de la reunión, no le gustaba en la compañía que había quedado. Sabía la maldad grotesca de Champollion y de Galeb, la ojeriza que le tenían a Fronesis, y ella se concentraba para respaldar su idea previa a la despedida, la de que Fronesis vendría en su seguimiento. Eran ella y Lucía las que tiraban de la soga. Avanzaba Ecohé y la vieja se perdía en la lejanía, su camastro se oscurecía como si se rodease de nubes. Al desaparecer de súbito el camastro, Ecohé se detuvo como si hubiera recibido en su cuerpo un contrario viento titánico. Hacia delante, una viga del techo se desprendió, crujiendo con lentitud la madera, como si hubiera alcanzado la madurez para su destrucción. En el extremo del sostén de la viga, una lámpara de techo reía sus oscilaciones macabras. Gracias al don de Ecohé, a su creación por la imagen se había detenido justo donde la muerte no la podía tocar. Miró hacia atrás y en ese momento Fronesis penetraba por la casa de la posesa.
Fronesis se detuvo ante la caída de la viga, recibió un tironeo hacia una camerata lateral. Se encontró frente a un adolescente que lucía sobre su cabeza un cónico sombrero de seda con los signos zodiacales. Al fin de la pieza se veía una inscripción de fósforo que se hacía visible en la oscuridad del fondo: Fabrica de metáforas y hospital de imágenes. Abajo, como un exergo, la frase que le había oído muchas veces a Cemí: Sólo lo difícil es estimulante. Fronesis captó sin vacilaciones que se encontraba frente a un loquillo de gran belleza. Por las paredes laberintos, emblemas y enigmas.
Comenzó a oírle: —Tengo que vivir al lado de una posesa para despertar y ennoblecer de nuevo a la poesía. El más poderoso recurso que el hombre tiene ha ido perdiendo significación profunda, de conocimiento, de magia, de salud, para convertirse en una grosería de lo inmediato. Todavía se puede hablar con usted de estas cosas que están en el cuerpo del hombre, y eso es tan raro ya en La Habana como en París, pues así como el hombre ha perdido su cuerpo, también se le niega la imagen. Y no hay nada más que el cuerpo de la imagen y la imagen del cuerpo. La imagen al fin crea nuestro cuerpo y el cuerpo segrega imagen, como el caracol segrega formas en espiral inmóvil, que es el cielo silencioso de los taoístas. Así como para Descartes no hay más que pensamiento y extensión, para mí no hay nada más que cuerpo e imagen. Y lo único que puede captarlo es la poesía y por eso me desespero ante la inferioridad que la recorre en los tiempos que sufrimos y lloramos.
Aquellos tiempos en que la poesía fundaba la casa de los dioses o aquellos otros en que luchaba por la belleza a la orilla del mito, que vivía en la catedral animada de todas las irisaciones, desde el rosetón pitagórico hasta los cultos de Mitra, o en los que Shakespeare dominaba todo el bosque medieval, han pasado. Hay que llevar la poesía a la gran dificultad, a la gran victoria que partiendo de las potencias oscuras venza lo intermedio en el hombre.
El cuarto donde hablaba, dentro del cual tironeaba a Fronesis, parecía una covacha de alquimistas o la azotea habitada por algún aficionado astrónomo caldeo. Ecuaciones, signos matemáticos, triángulos, circunferencias tangentes y secantes, mezclados con símbolos infantiles tales como trompos, papalotes, aros, bicicletas. Los símbolos de la iniciación se mezclaban con objetos infantiles. En el extremo se veía una playa donde un niño oía con extasiada fruición lo que brilla en las entrañas del caracol y un poco más lejos un anciano contemplaba con igual absorto la belleza del infante y el rumor ascendiendo del caracol como una nube de sonidos.
—Hay que volver al enigma —comenzó a decirle a Fronesis—, en el sentido griego (extra et manifestum), es decir partiendo de las semejanzas llegar a las cosas más encapotadas. Hay que volver a definir a Dios partiendo de la poesía. Ya usted recordará:
Qué es el uno, qué es el tres,
y estos tres si los contares,
aunque son nones, son pares.
También la vuelta al jeroglífico, o sea a la sagrada escultura. En lugar de la letra, que llega a ser muy aburrida, se puede emplear el jeroglífico. Así, el simple dibujo de una palma, por la comparación de sus hojas con los rayos del sol, significa un planeta cercano; porque no entrega su fibra a su pesadumbre significa el himno de victoria. Alude también a la Judea por ser muy germinativa por esos lugares.
Hay que acudir a los emblemas. ¿No debe de llevar la poesía sus banderolas para ser reconocida entre remolinos humeantes? Debe de llevar muchas figuras para que su aviso no se reseque. Todas las derivaciones de la expresión hacha encendida, que lo mismo significa el renunciamiento que la plenitud fálica. Y puede ser también todo lo que nos agobia y mortifica. Pero nada más fascinante que el poema mudo, formado de figuras que se vuelven sobre sí mismas y se queman como la cera. Decir soldado y ya aludimos a dos prodigios: el sol y los dados. Se lee al derecho y al revés, por el centro de la esfera, en el túmulo.
Pero lo que sí es una obligación es llevar la poesía al laberinto donde el hombre cuadra y vence a la bestia. Unos se hacen en círculo, otros en cuadrado, un perro, un halcón o alguna estatua. Trazaría primero las letras y después como en un topacio las iría llenando de sentencias. Dice letras y entre ellas, En ave sevane. Y después, los trabajos del poema cúbico. En fin, la total victoria de la poesía contra todos los entrecruzamientos del caos.
—Recuerdo ahora —dijo—, una teoría imagen de su amigo —Fronesis comprendió de inmediato que aludía a Cemí cuando evocaba al ferrocarril sobre un acueducto romano, se va impulsando hasta alcanzar una velocidad uniformemente acelerada, llegando a prescindir de los rieles y pudiendo entonces remplazar el puente romano por una cinta de seda. Concluyó—: cuando más leve es la tangencia, y tangencia quiere decir aquí paradojalmente sustitución, tiene más levitación la imagen, es decir, la imagen es un cuerpo que se desprende de lo estelar a lo telúrico. Era el viejo consejo de los alquimistas: Cuece, cuece, da fuego hasta que aparezca el niño verde en el alma de la piedra —se sentó, como si pesaran mucho sobre él las palabras que había lanzado y se fue adormeciendo en un sueño con dulce penduleo de la testa.
—Lo felicito —le dijo Fronesis, apretando la mano ya casi insensibilizada del mago. Musitó casi inaudible—: Es una estupidez al revés, una locura lúcida que raya el diamante y después diviniza el polvillo desprendido por la piedra —Fronesis sintió con alegría que lo único que lo recorría por dentro era la sorpresa de encontrarse cara a cara con una cita de Cemí. Se dio una nalgada y buscó de inmediato vencer la puerta de salida.
Antes de volver a la calle, Ecohé miró de nuevo, procuraba concentrarse con esfuerzo supremo hacia un punto fijo de adensamiento invencible. Allí donde su pensamiento, a horcajadas sobre la luz, no podía ya vencer. No podía vencer aquellas fibras de henequén, aquella carne de ácana. Buscaba a Fronesis, que quiso agotar la mañana en una caminata feroce.