Capítulo VII

La visión lejana se iba precisando, le parecía una figura conocida, pero le parecía también tan imposible lo que se iba haciendo posible, que la imagen oscilaba, se perdía, volvía a tocar el sitio de un recuerdo, tocaba a la puerta. Ya era sombra, pero la sombra lo tocaba en el hombro. La concha húmeda, sobre el menguante, reabsorbía la figura, no pudo verle la cara. Después, la suma de los colores se concentraba en la cara, pero la cara ladeada y un resplandor le quitaban semejanza con el rostro que entreveía. Pero la persona avanzaba, la suma de los colores cristalizaba en el centro de la concha. Ya ha ganado la esquina, una esquina de la casa transparente le regala un cono de luz. Fronesis extrae la figura de la luz evidente. Pero… si es Lucía. Y Fronesis corre a levantarla en peso.

Pero al levantarla, toda su cara sintió la protuberancia de Lucía. El júbilo, inconscientemente, se había convertido en un recorrido caricioso que le daba las noticias sin palabras. Fue quizá la única vez que un inicio caricioso se convertía en su vida en una comprobación de un nuevo peso, de dos sensaciones semejantes que se acercaban para después mostrar un doble camino, tal vez una encrucijada. Sintió la inflamación germinativa que recorría su rostro, sintió en todo su cuerpo el aumento de peso de Lucía, como si algo invisible la llevase, algo invisible que iba hacia lo germinativo, todas esas sensaciones marcharon en un súbito para entregarle una evidencia, que una era la Lucía que él había dejado, otra cosa la que ahora se encontraba, pero que ambas se unificaban para fortalecerlo, para arrancarlo casi de esa encrucijada, una realidad que rechazaba, una ensoñación que lo dejaba en un lastimero estado de vaciedad. Aquel cuerpo de Lucía, hinchado, apesadumbrado, lleno de semillas, llegaba a esas playas con un nuevo mito que rompía esa tenebrosa vaciedad, ocasionada por el rechazo de Galeb y el sueño con Foción.

Alejar el cuerpo de Lucía fue como un conjuro. Aviso y rechazo, aviso de una iluminación, rechazo de los malos espíritus. Un cuerpo que se abalanzaba sobre otro y le habla el lenguaje del cuerpo integral. Al alzar el cuerpo de Lucía, se transparentó de nuevo sobre la concha, la que vio sobre el mar, sumando incesantemente colores, sobre el menguante de carne lunar, blanda, cariciosa, como cuando la mejilla necesita toda la extensión restregada de un vientre para que su poder receptor se agudice, eléctrico ozono para las más altas hojas de los pinares.

Fronesis no necesitaba de Lucía, el excepcional día de su encuentro íntimo no había dejado en él la menor huella, pero al verla llegar con seguro paso mágico, en una inaudita ruptura de toda causalidad, sintió los dones de su llegada. Llegar a donde estaba él, era como llegar a un punto exhalado por un centro, pero que después perdía su coincidencia, conjugándose en dos órbitas distantes. No obstante, Lucía estaba otra vez en su cuerpo de gravitación, el punto y el centro que lo exhalaban comenzaban a utilizar de nuevo sus propias fuerzas, dispersas en el diálogo, acrecidas en el centro de la fuerza coincidente.

Lucía intuyó el perplejo de Fronesis. Su súbita aparición le hacía saltar centellitas por la visión, después que se acercó la concha con banda de colores calientes. Verla aparecer inflada de vientre lo llevó a sentir la sal del molusco arañando la internidad de la valva. Si Fronesis, después de largas conversaciones con Cemí, no partía siempre de la supresión de las cadenetas causales, la aparición de Lucía lo hubiera llevado a colocarla en el centro de la concha, oscilando en la punta de una aguja. A Lucía le preocupaba más la aclaración de su viaje que a Fronesis, pues le aterrorizaba la posible interrogación laberíntica de Fronesis. Eran sus pocas y errátiles intuiciones sobre su preñador. Sin embargo, esta dislocada y confundida muchacha había llevado a Fronesis a ser un preñador, le había comunicado su primer sello categórico. Ella había sido el vehículo del diálogo energético, de la secuencia del vientre inflado, lo había convertido en esposo y en padre. Los dos se habían ennoblecido en ese encuentro. Lucía creyó siempre que ella era la que había ganado en el diálogo. En esa relación sus intuiciones fueron menos logradas, pero más eficaces. Fronesis no pudo menos que abrir los ojos cuando Lucía desembarcó por su visión y lo hizo saltar como en la consagración del vientre solar. Pero hasta ese momento no había sorprendido el misterio de la puerta de la vulva y la participación en el neuma universal del vientre soplado.

Le dijo a Fronesis que Foción y Cemí le habían regalado el pasaje. Ella le dijo a Cemí su necesidad de hacer el viaje y su preñez. Cemí habló con Foción. Fingió éste con su padre una temporada de reclusión, quien le dio el dinero que necesitaba. Fronesis cerró los ojos, que era su manera de dejarse invadir por el misterio de la caridad. Así se sentía sin limitaciones, en la comunicación de las dos esferas, vuelto otra vez a la oscuridad de abrir los ojos por primera vez y de cerrarlos por última vez. Así, con los ojos cerrados, le pareció que agarraba un día, que lo diferenciaba de la monótona cabalgata de lo sucesivo y que ese día escogido se volvía como de un agua cristalizada. Recordó la noche de su sueño con Foción, su bondad, el cese de toda la resistencia, el molusco girando en las abullonadas espaldas de las nubes y coloreándolas. Con los ojos cerrados sintió que se le revelaban las infinitas sucesiones del loto y la tortuga en la espalda del elefante, como las barajas que se apoyan sobre las barajas, como el cuerpo cuando ya ha dejado de ser blando y comienza a ser cuerpo, abandona en silencio lo blando y salta. Tiramos del cordel y todos esos instantes y coágulos dan un ¡ay! de alegría, los vemos detrás de unas persianas menos neblinosas de lo que creíamos, están ya ensayando sus ejercicios gimnásticos y nuevos aires de música.

Fronesis sintió, seguía con los ojos cerrados, que esos fragmentos eran formas de posesión. Sintió esa diversidad del deleite, esa descifrable hilacha de la absorción universal. Era un secreto deleite que en un mismo día Fronesis pudiera soñar con Foción y Foción buscara el pasaje para Lucía. Pero ¿qué nos absorbe, qué nos impulsa a engendrar y a darnos de cabeza con esos hechos?

Cidi Galeb antes de alejarse de un fracaso que cubría toda la llanura, tenía la costumbre de reobrar gemebundo como una hiena. Él siempre volvía, era de esos que esperan encontrar en los basureros el sello de Salomón. Como vencedor le gustaba pararse en su cola como la serpiente y vahear, emboar como dicen los conjuros negros, al vencido, quitarle la dignidad de vencido. Como vencido volvía para aprovecharse de un descuido, coleccionar una bofetada más o decidir como broma macabra que se le cortasen las orejas. Sintió el súbito de la alteración de las circunstancias de Fronesis con la llegada de Lucía. Comenzó a espiarla, a ver cómo podía acercarse. Lucía no lo precisaba, no podía aceptar su existencia, después de la comprobación en milagro, en cuerpo, en llamas de cercanía, de Fronesis.

Galeb se fue haciendo notar, preguntaba direcciones, inquiría por fragmentos pintarrajeados, trataba de ir haciendo un cuerpo de equivocaciones para levantarlo como un homúnculo y crear una sombreada criatura de amor. Una especie de creación homuncular como medio de interrelación, algo así como el error como fuente de conocimiento. Creaba, como un falso etimologista, una cercanía entre fallor, mentira, y falo, como apoyatura concluyente. Creía estar en el centro de la verdad de que el jinete y el espantapájaros están por igual en el centro de la noche. Entran en la ciudad por la noche, por una de las cien puertas y salen por la puerta del este en la madrugada. ¿Los dos juntos? ¿Por separado?

Galeb merodeaba por los mercados, por las tiendas donde se vendía té o café. Estaba obsesionado por forzar un encuentro con Lucía. Había fracasado con Fronesis, ahora intentaba asediar a Lucía, con la sola finalidad de dañar a Fronesis, de mortificarlo. Lucía era el único recurso que le quedaba para tener una presunta relación con Fronesis. No le interesaba, pero intuía su devorador amor por Fronesis. Ahí se agazapaba, se enroscaba acariciando su última posibilidad. Intentó hablarle, pero Lucía lo miró lentamente recorriendo cada uno de sus anillos y siguió su caminata. Pero él parecía erotizarse con cada uno de esos fragmentos de fracaso. Su pequeño demonio, tití de diablo, se hinchaba en los fragmentos.

Fronesis preparaba su vuelta a París con Lucía. Salió por la tarde para asegurar visados y valijas. Galeb lo vio salir de su casa y creyó oportuno jugarse su última carta. Lucía estaba en el portal. Cuando Galeb se decidía a una de sus aventuras, le afluía a los cachetes su insensibilidad para el posible bofetón de su suerte. No le importaban la verificación o el incumplimiento de sus propósitos, sino tan sólo que el hecho sucediese, aunque fuese como un muñecón de arena, a un lado o a otro de un inexistente eje central. Lucía pudo precisarlo, se acercaba con lentitud reptilar, como si anduviera por el aire con los pies amputados, con las manos cogidas por la espalda. Lucía pudo comprobar que no sentía el menor miedo, sentía cómo se acercaban esas ojeras enormes con los ojos vacíos. Ya Galeb había alcanzado esa textura de vidriado y mazapán de los que no alcanzarán jamás la vía unitiva, sino de los que raspan hacia los lados, del centro hacia afuera, de los que se colocan en un hueco húmedo para dormir. Cuando estuvo cerca de Lucía, ésta, cortando la palabra de arriba abajo con la mano, le dijo: —¡Largúese!—. Parecía como si Galeb ya hubiese oído esa palabra por anticipado, como si ya hubiera nadado tranquilamente por todo su cuerpo. Imperturbable, adelantó su última carta de Tarot. Entonces, silbó más que silabeó: —Usted le será todo lo fiel que quiera, es tan sólo una bonita estatua a la estupidez de la fidelidad, pero él no es su igual ni en ese ni en ningún sentido, pues hemos dormido en la misma cama. Es todo lo que quería decirle, nunca me despido de las estúpidas—. Siguió su caminata con las manos por la espalda, mientras Lucía le gritaba de nuevo: —Largúese, cochino—. Al oírla Galeb pareció contentarse, tuvo la sensación de que salía de esta aventura tripulando como Asmodeo un cerdo.

Fuera verdad o mentira lo que había oído Lucía, no alteraba su relación con Fronesis. Ya había oído murmurar en algunos corrillos de la extrañeza amistosa de Foción. Siempre sintió que eso no limitaba sus relaciones con él, sentía que sus límites eran otros, indiferencia, discontinuidad, tolerancia y más que todo ordo caritatis. Fronesis tenía que verificar como un descoyuntamiento para demostrarle a alguien que se acercaba con el simpathos en la bandeja, que él era incapaz de darle un puntapié a esa bandeja. Era capaz de tomar un vaso de agua, si alguien se lo brindaba, aunque no tuviese sed. Una de las muestras de su señorío era la sacralización del acercamiento de las personas, algo muy semejante le pasaba con la escritura, cuando veía una palabra al lado de otra, le daban deseos de soplarlas, para que su copulación fuera más frenética. Sentía las palabras como nidos de hormigas que se dispersan en parejas para conversar en una soledad que las transfiguraba. Eso le recordaba su lectura de hagiografías, donde los santos, sin poder dejar de reírse de los efímeros, comen y beben con exceso para hacer visible que son iguales a los demás hombres. Como los ángeles que a veces sueñan con hipostasiarse en hombres para demostrarles su existencia, pero sólo han logrado que los hombres sueñen con ángeles caídos. Y se aprietan con esos sueños como realidades, logrando coincidir, en el sudor de la medianoche, los hombres con los ángeles.

—Se me acercó un arabito y al ver que yo ni lo miraba, tuvo el descaro de decirme que se había acostado contigo —le soltó Lucía tan pronto Fronesis llegó a la casa. Fronesis notó en ella ese sobresalto secreto de los nervios que sobreviene a una situación excepcional enfrentada con dominio y se inclinó a la táctica de sobresaltarla de nuevo para armonizarla cabalmente. —No te dijo mentira —le respondió Fronesis—, durmió sólo un rato, mientras estuvo tranquilo, se sonrió al decirlo, pero después lo boté porque actúa siempre como un enemigo que se aprovecha ruinmente de la sorpresa, como un enemigo que pone una trampa, nunca causa la impresión de un amigo erotizado por otro amigo, es la antítesis de Foción. Por eso, cuando su realidad me despertó, como una compensación prodigiosa, estuve toda la noche soñando con Foción. Tal vez mi sueño coincidió con el día que él te consiguió el dinero para tu viaje. Si el hombre pudiera perderse en el bosque al mismo tiempo que se mirase en un espejo, se podrían establecer nuevas leyes entre las imágenes y las oscilaciones de la hoguera.

En ese espejo le pareció a Lucía que contemplaba ahora a Foción. No sentía celos, en una dimensión que ella no podía precisar, Foción era su aliado. Alianza sin que ninguno de los dos se conociera, como si hubieran firmado un pacto enmascarado. Fronesis había copulado con ella en una aventura que era más un deseo de experimentar que de sentir las vertiginosas exigencias del Eros. Su preñez había sido una consecuencia impremeditada del acto, la sucesión oscilante de un acto que sin exagerar podemos llamar indiferente, provocado con todos los ijares de la imago. Foción era una obstinación furiosa que no podía lograr nada, ella lo había logrado todo, el acto y la preñez, pero ese todo se igualaba con la nada. Pero el todo y la nada irían desprendiendo una sucesión con una fruta indiferente al veneno o a las glorias del paladar. Ninguno de ellos ponía sus manos, tal vez no les estaba permitido en su desenvolverse. Iban desprendiendo la muerte que tal vez otros vivían como un destino visible, la imagen no puede tocarse a sí misma. Es inextinguible, se hace visible en el espacio y no apoya su deslizamiento en el tiempo. No es el espacio o el tiempo, la ruina o el esqueleto, que son saturnianos, sino la esferaimagen, que es la resurrección del espacio tiempo en un nuevo cuerpo de gloria. Como el hombre, el espacio y el tiempo verifican también sus metamorfosis.

—Así como lo que dijo ese hazmerreír era verdad y tú no lo creiste —le contestó Fronesis—, pues has tenido la fe inocente de esperar la otra verdad, aquélla con la que se concluye, como si anticipara nuestra muerte, sé que también me vas a creer cuando te diga que pocos momentos después de acostarse saltó para seguir saltando toda la noche, perseguido por la luz que nos antecede y que nos guía. Ese miserable está perseguido por lo que tiene que guiarnos. Se siente perseguido por lo que no se siente y nos guía. Sé que nada de eso te interesa, pues los seres débiles como tú están compensados por una decisión terrible. Esa fuerza que te acompaña y que tú todavía no has descubierto como tu secreto más poderoso, eso es lo que te hace llevar con una deliciosa sencillez el milagro de que estés a mi lado. Eso es lo que los seres dañados no podrán comprender nunca, que todas las personas están protegidas por una envoltura que a su vez necesita también de ese apoyo para existir, como la brisa gusta de los árboles y se querella contra las columnas…

Lucía pudo precisar después la sombreada presencia de otro arabito. Parecía que perseguía a alguien que se le escapaba, que lo burlaba y exacerbaba por lo inopinado de sus escondrijos, y que al final se reía de él como una ardilla listada que le hiciera muecas y saludos con el rabito. Un día se le acercó a Lucía y le preguntó si conocía a Cidi Galeb, al recibir con disimulada inquietud la negativa, se limitó a apresurar sus pasos y a perderse por la esquina sin farol. Otro día pasó con una ronda de amigotes, como para atemorizar. Luego lo volvió a ver, por las persianas entornadas, permanecía frente a la casa, encendiendo cigarro tras cigarro para que le vieran bien la cara. Enjutado, de huesoso rostro con excesiva nariz carnosa que convidaba a la huida con sigilo o a la desbandada tumultuosa. En otra ocasión le hizo la misma pregunta a Fronesis quien sólo le contestó que sí conocía a Galeb, pero que ya éste se había ido. Quiso forzar el interrogatorio, pero su desenvolvimiento era tan causalista y oficioso, que forzó aun más la indiferencia. Al fin, se declaró jefe de policía de Tupek del Oeste, su nombre era Adel Husan. Dijo que perseguía a Galeb por orden del Sultán que era el padre de ese malvado y que le recomendaba con toda cortesía que prescindiera de su trato, pues era una persona que evaporaba daño y maldad como el grajo peste insoportable. Seguía describiendo su maldad planificada en la pura gratuidad. Se despidió con escasa reciprocidad de quien le oía impasible. Días después apareció de nuevo frente a la casa con subrayada provocación. Al desaparecer, hizo un disparo al aire. Lucía se apretó con Fronesis y estuvo un rato llorando. Fronesis permaneció más absorto que perplejo, como quien oye una melodía indescifrable, pero su respiración continuaba igualmente armoniosa.

En el tren que los alejaba de aquella playa, Lucía asomada a la ventanilla, pudo observar cómo golpeaban los cristales la infinita sucesión de ramillas y la denodada permanencia de un insecto que saltaba por las hojas, pero después se agazapaba inmóvil y se reía de ese brujoncito que es tan sólo lo que logra atrapar nuestra visión.

Lucía y Fronesis habían ido a parar a Fiurol, un pequeño pueblo de la costa mediterránea de Francia, que tenía como todo pequeño pueblo sus grandes arrogancias, las viejas se enorgullecían de repetir que allí gustaba de ir a rezar San Luis, antes de partir para Túnez, y que, algunas noches por la desembocadura del río se aparecía el rey orante rodeado de pájaros y delfines que cantaban. Una modesta carretera unía ese pueblo con una aldea de pescadores, donde se había instalado una pequeña feria que justificaba las romerías de jóvenes que venían del pueblo. Las pobrísimas casas de los pescadores, descaladas y apuntaladas, se contrastaban con una pequeña pensión con ribetes de hotel para excursionistas dominicales o presuntos arqueólogos. Era una casa de dos pisos; abajo, la cantina, con unas pocas mesas para bebedores que se apuntalaban unas cervezas con algunas fritadas o empanadillas de langostas. Después, unas mesas donde podían sentarse ocho o diez parroquianos que vivían en la pensión o venían de los alrededores cuando el sofrito convocaba para algún jabato. En el otro piso estaban las habitaciones, entrelazando las sábanas bien almidonadas con una costra de aljamiados papeles adherida a las paredes sinusoidales. En general, la impresión si no era de nitidez, era de blancura barata, acompañada de una modesta alegría saludable. Era el ambiente de un pequeño hotel donde a veces coinciden un profesor soltero en vacaciones y una pareja improvisada en una estación de tránsito. Era pues esperado que alguien tuviera que coincidir con Fronesis y Lucía, que ya comenzaban a pasear por las márgenes del río y a curiosear con los pescadores.

En una de las márgenes de la desembocadura estaban las casas de los pescadores, el hotelito, los quioscos para los tiros al blanco, los juegos de argollas pestañeantes y las márgenes de azar concurrente. En aquella aldea esas máquinas eran como un escudo de maldición, como una banderola en un árbol que anunciase el bosque donde se encontraron el chivo del Sabbat. Nadie se les acercaba, ni tenían dinero que quisieran introducir en la voracidad de sus bandejas. Ni siquiera funcionaban. Habían sido llevadas por camiones enlonados, ya que algunos pueblos corrompidos por la moralidad, los botaban a patadas y a bastonazos de la gendarmería. En aquel pueblo eran tan sólo como un símbolo de la maldad, como un murciélago puesto a fumar en la habitación de un hotel suizo donde Rilke pasó una noche desvelado.

La otra margen deshabitada era un matorral de bambú, helechos provocativamente rizados y manglares achicados por sus luchas contra una tierra calcárea y peladilla. Buitres porquerizando se mellaban los picos contra cangrejos que corrían a ocultarse en sus sueños infernales, haciendo huir a los conejos temblorosos. Otras aves sombrías añoraban las carroñas del Ganges. Oculta por los yerbajos se divisaba una casa, a donde según le decía el hotelero, desconfiado por la posible competencia, iban gentes raras, excéntricos o enajenados. Ahora estaba allí, le habían dicho, un pintor con una americana que se pasaban el día pintando botellas, que después por la noche usaban como candelabros. A veces se oían tiros, después por la mañana sacaban una galería de retratos agujereados por las balas. Fronesis ocultó con el pañuelo su sonrisa.

Lucía se acercó a un hombrecito calvón en un escritorio que hacia las veces de carpeta. Cada vez que genuflexaba una de sus amabilidades nos pasaba por la cara el espejo de su calva. En ese espejo, como si fuera una bandeja, mostraba una carta. En esa calva bandeja espejo, Lucia deslizó una propinilla. Sonaron las monedas con poca alegría, como si cayesen en la alcancía de una iglesia. Era la broma que como una ardilla corría por todo el hotelillo cada vez que llegaba una carta. Fue la primera carcajada que le disfrutó Fronesis a Lucía en su reencuentro. Esa alegría la recorría cuando dijo en voz alta: Para Fronesis, de Cemí. Un hombre que pasaba a su lado se detuvo como si hubiese sentido una viperina eléctrica. Después, apresuró de nuevo el paso. Miró a Fronesis y se detuvo.

—Cuando salí de La Habana, mi esposa Ynaca Eco, como usted sabe, la hermana de Oppiano Licario, me presentó a José Cemí, pues después del velorio de Oppiano, donde se conocieron, no se habían vuelto a ver. En la primera carta que me escribió Ynaca Eco me decía que Cemí había ido a ayudarla el día del ciclón. Yo sé por las cosas que nos contaba Oppiano que usted es un gran amigo de Cemí. Licario, recordando las teorías de la refracción en los espejos cóncavos, decía que era la misma llama que se refractaba en tres espejos (a Fronesis le sonó a falsa la cita de Licario hecha por el que se presentaba, pero cierta en relación con la impresión que quería causar). De tal manera que ahora mismo me parece que lo veo a usted entre Cemí y Foción (en ese momento el hotelito se metamorfoseó en el recodo del Malecón. Esa era la sensación que recorrió totalmente a Fronesis).

—Celebren el encuentro —se oyó que decía el espejo calvo, con una naranjada anisada. Fronesis sintió en las incesantes metamorfosis de los complementarios, que el centinela que lo había invitado a que se fuera del Malecón, el día de su primer conocimiento de Lucía, era el mismo que ahora proponía interesadamente una invitación. Sentía como indiferencia ante las palabras por su indistinción, la total homogeneidad aun de los hechos más diversos en su apariencia, como la ilusión que viene a diferenciar un centinela de una calva se borra. La noche que envuelve al centinela se iguala con el espejo de una calva. Es cuando escoger una palabra se vuelve imposible. No distinguir se ha hecho equivalente de escoger. Otras palabras soplan sobre las palabras y los hechos se entrecruzan y se pulverizan para renacer. La palabra inicial tiene que coincidir con el hecho final para que el verbo no se muestre al desprenderse del neuma universal. La tierra produce al girar un zumbido casi inaudible, pero es eso lo que tenemos que oír. Y en ese zumbido meter la mano y sacar los peces de la corriente estelar. Inmediatamente le nacen los ojos que acarician al hombre.

—Yo he venido a un congreso de arquitectos, después vendrá mi esposa Ynaca Eco y es casi seguro que nos volvamos a encontrar todos en París, pero antes siempre paso por Fiurol, donde hay pescadores, ferias, apariciones de San Luis y yo diría que hasta chozas para penitentes. Por aquí pasaba Oppiano y en este mismo hotelito hacía sus temporadas. Cuando Ynaca vuelve a Francia le gusta pasar siempre unos días en este sitio, antes de entrar en París a los Licario les gusta tener este pequeño apoyo, que es al mismo tiempo un descanso y un impulso. A la manera de las plantas que devoran insectos, la costumbre engulle monstruos y yo creo que por eso este pueblecito perdura desde los etruscos y no se sabrá nunca si los moscones vienen por la costumbre o la costumbre subsiste por los moscones. La costumbre hace invisible la excepción, de la que se nutren constantemente. Dispénseme, estoy hablando con un poco de atropellamiento, pero sé que su comprensión es grande, pues al verlo a usted me ha parecido de nuevo estar en La Habana y coincidir todos, qué alegría, en un banco del Prado. Licario, Foción, Cemí, usted, Ynaca y yo tal vez sólo por estar emparentado con los Licario, hablando de la aparición de los lestrigones como solución del caos contemporáneo. Yo creo que los Licario gustan de este pueblo por su devoción por los lestrigones. Ya ve, usted que nunca ha estado aquí y yo que siempre que vengo a París paso por este pueblo, eso es casi mi obligación, hemos coincidido. Dispénseme, quiero abrazarlo —se dirigió después a Lucía y le extendió sus dos manos. Fronesis sintió desde su partida su primer estremecimiento.

—Me ha gustado abrazarle y después tener que decirle el nombre, al revés de lo que es costumbre hacer. Yo me llamo Gabriel Abatón Awalobit. Claro, usted comprende de inmediato que ese nombre me fue puesto por Licario. Al bautizarme él me hizo, me dio mi verdadero nacimiento. Gabriel, el anunciador de la sobrenaturaleza; Abatón, el inaccesible, y Awalobit, del sánscrito. Avalokitewara, el que lleva un loto en la mano, que es, desde luego, Ynaca Eco Licario. Él me decía, riéndose, que si tenía un hijo, borrase todos esos nombres y le pusiese: Martín Licario Squiateras, o sea, el que encuentra la sombra imposible haciéndola habitable, descubriendo de nuevo el secreto de que la sombra de los árboles es la mejor sombra para la mejor ensoñación. Así como Goethe sentía la pintura como un organismo viviente y por eso en su casa transcurría entre las escalas de los minerales, las vértebras del cuello de las tortugas y la semejanza de la raíz y el pistilo, Licario había llevado el Eros a la cultura. Hasta que sosegadamente y sin ninguna sorpresa me pudo bautizar de nuevo con mi nombre actual, no me presentó a su hermana y favoreció nuestro matrimonio. Hasta que yo adopté ese nombre sin ningún sobresalto, no me llevó a su sangre. Si no fuera por ese Eros del conocimiento, Cemí, usted, yo y el mismo Licario, seríamos una mueca grotesca de enajenación. Si no fuera por ese Eros del conocimiento que es la sombra de la poesía, de nuevo un organismo viviente que viene a dormir a la sombra de un árbol, seríamos locos y no mitos para ser cantados por loe efímeros venideros. Pero cuando estemos en París volveremos a hablar de todas estas cosas que ya han dejado de ser para todos nosotros una punzada de clavo o un clavo de olor —hizo una reverencia y se dirigió a su pequeño carro. Con movimientos precisos, sin subrayada elegancia, comenzó con la gamuza a limpiar el parabrisas. Fronesis sintió en su piel cómo se iba extinguiendo la humedad en el cristal.

Al atardecer, Fronesis se acercó a uno de los quioscos donde se lanzaban las argollas sobre objetos alzados sobre una pequeña cuña de madera, si la argolla terminaba totalmente su homenaje, engendraba la ingenua y ridícula cadena causal de llegar a su casa con un paquete de talco, una muñeca negrita y una botella de ron. Fronesis, en esos objetos ganados en suerte y las entrecruzadas espirales de su posible desenvolvimiento novelable, sintió esa fascinación imantada que de una manera o de otra asomaba también en Cemí. En Foción esa sucesión engendraba una dolorosa irritación, un avanzar y un retroceder que se calcinaba al no poder fijar su finalidad, ya que en su presencia el cuerpo se gozaba en deshacerse en polvo y en rocío. A veces le parecía a Fronesis, cuando tenía esa sensación se precipitaba vorazmente sobre el entrecruzamiento que lo tentaba, que tanto él, como Cemí y Foción, se habían juramentado en un sueño cuya única prueba era el impulso frenético, en reencontrarse en el mismo castillo hechizado. Foción, al adormecerse de repente, Fronesis por la incesante continuidad de la vigilia y Cemí por los reflejos y grietas del espejo, habían encontrado la llave que entreabre el prodigioso portalón de los azules fajados por los esmaltes de los hermanos Limbourg.

Pero aquel quiosco ofrecía unos premios que eran muy distintos de aquellos que se daban en Santa Clara o en sus primeros días habaneros en el relleno del Malecón. En una de las paredes había un aviso donde podía leerse: “Recuerde la noche ochocientos ochenta y cinco de Las Mil y una Noches, gane en el juego de las argollas el canuto de marfil y verá lo que sucede en la otra margen del río”. De las cinco argollas, Fronesis pudo situar tres y se ganaba el premio de la visión en la imagen escogida como privilegiada.

Fronesis quiso comprobar de inmediato la creación de la imagen en aquel canuto de hueso amarillento, que remedaba el marfil de la leyenda, dio unos saltos por las piedras enlosadas que lo llevaban a la orilla del río y se llevó el canuto a los ojos para ir acorralando el campo óptico. Se restregó los ojos con el pañuelo, pues la imagen se refractaba incesantemente por la luz, obligándose a pulir los lentes neblinosos con los vapores húmedos del río. Al fin la imagen soldó sus distintos fragmentos, como el ectoplasma fugitivo de un aparecido que de pronto se detiene y nos hace una reverencia. Alrededor de una mesa con botellas y emparedados estaban Champollion, Margaret Mc Learn y el arquitecto Abatón Awalobit. Se veía que hablaban, más por el movimiento de los brazos que por el fruncimiento de los labios que se hacían invisibles por la distancia, y que Champollion, excedido ya en el whisky, costumbre cuya reiteración mantuvo aun después de dejar la pintura, procuraba comunicar su exceso a Abatón, que se mantenía aún en las proximidades de su apelativo El Inaccesible. Margaret se mostraba también muy obsequiosa, seguida de largos periodos de indiferencia, en los que prefería mirar a los ánades tiznados que pellizcaban algunas sardinas. A veces, Abatón hablaba, pero Champollion se iba extendiendo hacia atrás en su silla esbozando una tímida aquiescencia de lo que oía. Lo oían como si fuera un turista americano que hablara el francés, engendrando una irónica expectación. Margaret se fue adormeciendo, Champollion le tiró una botella a un manglar poblado de estorninos. Fronesis pudo comprobar que en las márgenes despobladas de un río inauguraban el mismo estilo que en el más entrecortado barrio parisino. Se repetían sin fidelidad, siempre en la misma mentira provocada.

Descansó como en un hastío despertado por la pobreza de la combinazione ofrecida. Miró detrás de la choza donde parecía que vivían Margaret y Champollion, estaba en el centro la casa como de una media legua de frutales, perros del tamaño de lobos, loros y monillos. La casa estaba rodeada de una cerca que tenía pretensiones de muralla, muralla que a su vez tenía la pretensión de mostrar unos murales. La casa le había sido prestada a Champollion por ese perdurable millonario americano que vive en Florencia dedicado al estudio de Simone Martini y a la amistad griega. El préstamo de la casa se había hecho con la condición de que pintase Champollion unos murales con los temas de la pastoral de Longo. Ahora Fronesis veía a Abatón acompañado de Champollion y Margaret enseñándole el desfile mural donde los faunos asustaban a los pastores que se hacían el amor acariciados por los aires de los valles sicilianos.

Precisó de nuevo el canuto de presunto marfil. Del otro lado de la cerca los tenias del mural se volcaban en la comprobación palpable de sus variantes. Poderosas campesinas movían como a compás sus coladores de arena, mostraban de espaldas indetenidas trenzas entrecruzadas de flores axules y amarillas. El juego de las formas, a la orilla del mar o de los ríos, de Renoir a Cezanne, de Gauguin a Matisse, donde se contrastaban la esbeltez del cuerpo inmovilizado frente a la horizontalidad cuantitativa de la fluencia, se trocaba en la sacralización de un acto ritual de iniciación, ofrecido con la más casta de las desnudeces. Hombres ya mayores por los años o la obligación reflexiva, acompañados de adolescentes aprendices y absortos, de nuevo los sofistas atenienses, en las tardes de vino y abejas conversables, paseando con Agatón o con Carmides. La lujuria se había extraído de los cuerpos como la transparencia del aire, pero era como un paréntesis acompañado por la melodía, que después tendría que reaparecer convulsionada y frenética, como el indetenible crescendo de unos tímidos pasos de danza esbozados por la flauta que van a culminar en las aglomeraciones ululantes de la bacanal de Tanhauser. Otras matronas, pletóricas y madurotas, mostraban unas tetas repletas, saltantes, en cuyos pezones podían colgarse campanas o pisapapeles con el ingenuo afán de impedir sus brincos abisales. Se abrazaban, con regalada impudicia con unas muchachitas de senos esbozados por las arenas rotas al surgir los cangrejos. La presión de aquellas grandes tetas sobre las pequeñas sombras que surgían en espiral, lograban casi aplanar la extensión de la piel del pecho donde se esbozaban. Fronesis afinó de nuevo el canuto de seudo marfil. Por aquellos agrupamientos corales desfilaban Champollion, Margaret y Abatón Awalobit. Se señalaban entre sí hallazgos de color, se sonreían cambiando lo que creían eran aciertos verbales, o coincidían elogiando con exclamaciones el esplendor de algún cuerpo hermoso que saltaba como un animalejo al recibir unas nalgadas de los visitantes. Abatón parecía tolerar el fácil cinismo de los que lo acompañaban, pero se mostraba más grave y alejado. Existe un cinismo más trascendental que desdeña las formas elementales de la desnudez, de la misma manera que existe quien jamás se declararía homosexual, pero está dispuesto de entrada a la aceptación de la androginia universal. Margaret y Champollion caminaban y se desenvolvían entre aquellos cuerpos, con preciso conocimiento de secretos que habían compartido y de aleluyas de coral estremecimiento. De pronto, aquella teoría de cuerpos en su desnudez, como un soplo vehemente en los agujeros de la siringa los precipitaba sobre una palmera y allí se detenían en un hieratismo de un grotesco solemne.

Le llamó la atención a Fronesis la anchura de un tronco que oscilaba como con contracciones y dilataciones en el diafragma ventral, era como una sombra de crecimiento horizontal que después se refugiaba en el tronco del árbol. Allí hundió varias veces el canuto para precisar un cuerpo escondido detrás de un árbol. Era Adel Husan procurando precisar los funcionamientos del en torno. Su mirada saltaba como una zarigüeya de la casa a los murales en la cerca, seguía el cortejo de los cuerpos desnudos. Parecía esperar que alguien llegase, que el grupo estuviese completo. Su inquietud se mostraba en la irregularidad de sus posiciones, pareció estabilizarse cuando vio que alguien llegaba, que ese alguien estaba ya en sus redes. Volvió Fronesis a mirar las mesas que estaban delante de la casa, pudo observar un nuevo invitado: era Cidi Galeb, formando ya parte de las risotadas, de las ingeniosidades letales, del diestro ejercicio de reírse sin ganas. Champollion enriqueció sus ademanes y la verba con la nueva incitación, pero a Abatón se le endureció aún más su perplejo y cambiaba visiblemente, como en una cámara lenta, su rostro para poder seguir el desfile de aquellos clowns. Champollion empezó a traer los retratos que había hecho en aquel retiro y a ponerlos en los peldaños de la escalerilla central, como un improvisado anfiteatro capaz de centrar la visión errante. Comenzó a lanzar a los retratados, más con afán de magia negra que de querer asombrar, las ráfagas de un pistolete que mostraba el peine con las balas como si fuesen pelícanos.

Lanzó Fronesis el canuto sobre el árbol que escondía a Husan. Corría con la desesperada celeridad de un cervato, como impulsado por la escandalosa sonoridad de los disparos. Fronesis se retiró de su escondrijo y volvió a una caseta donde se ejercitaba el arco y la flecha. Pudo ver a Husan llegar a la otra orilla, sentarse en una roca buscando el sol para escurrir rápidamente el agua, después lo vio que caminaba a saltitos por aquellas callejas, hasta perderse de nuevo siguiendo la misma margen del río. Fronesis quiso llevar hasta el final la leyenda que se insinuaba en el tiro de las argollas, adquirió a sobreprecio una flecha, se acercó de nuevo al río y lanzó la flecha sobre la otra ribera. Fue a caer sobre una pandilla de quebrantahuesos que graznaban con temblor.

Pasados cuatro o cinco días, Fronesis volvió, apoyado en el canuto de huesos cremosos, sobre la otra margen, vio que salía de la casa una mujer joven, con flores en la cabellera como remedando una tahitiana sonriente vista por Gauguin. Su juventud se contrastaba con la gravedad de su gesto y la obstinación de sus miradas que conjuraban un punto errante. Llevaba en sus manos una flecha, a veces la alzaba, parecía cantar. Era Ynaca Eco Licario. Mientras intentaba situarla en el centro del lente, Fronesis observó como si ella viniera caminando hasta colocarse en ese mismo centro. Se acercaba a la orilla y alzaba la flecha, la misma que Fronesis había lanzado para conjurar la distancia y favorecer el hechizo.

De vuelta al mesón, el que fungía de administrador se dirigió a Fronesis, hablándole un tanto apresuradamente como si ya hubiese pensado lo que tenía que decirle y le urgiese la conversación con el huésped: —Abatón Awalobit se fue y me encargó que lo despidiese de usted. Ahora estamos esperando a su esposa que llegará en estos días. Este hotelito era el preferido de su hermano Oppiano Licario, siempre que venía a Europa se pasaba una semana con nosotros. Decía que este pueblo había sido una colonia etrusca y que él era un estudioso de esa cultura. Decía que en las ruinas que están por los alrededores de este pueblo, tenía al alcance de sus manos todo lo que él necesitaba. En un templo, en lo alto de la colina, se le rendía culto a Júpiter, a Juno y a Minerva, y le gustaba adorar en un mismo acto a la semilla en la tierra y en la mujer y al intelligere que protege al hombre. Allí estaba también el templo de Isis en el mismo mercado, la muerte en el centro de los afanes más inmediatos. El templo de Hércules, a los pies de la colina, ponía en comunicación al gimnasio con el circo. El templo de Venus, donde sólo se podía entrar por parejas, para la soledad de la pasión, y después el de Vulcano, con sus lámparas fálicas encendidas desde el mediodía hasta la totalidad de la noche, como si pretendiese unir la luz con la muerte. Después del fuego, el camino desconocido, que nos obliga al silencio.

A veces, recorría esos templos con sus amigos. Un día que salió solo me decidí a seguirlo, evitando que él me viese. Se dirigió al templo de Venus. Llevaba en las manos unas semillas y comenzó a mascarlas. Lo que vi me aterrorizó y creo que nunca podré olvidarlo. Empezó a temblar y la cara se le puso roja como si estuviese ardiendo. Se arrastraba por el suelo y mordía las yerbas y la tierra. Después corría y se abrazaba con las columnas en ruinas. Besaba los árboles, luego los arañaba, arrancaba las hojas y las masticaba. Temblaba y comenzó a vomitar. Se tendió después en la tierra, se acariciaba los brazos y se fue quedando dormido.

Llegó por la noche y noté, cuando pasó por mi lado, que no me saludaba. Eso me extrañó, pues era en extremo cortés, casi ceremonioso, y su sonrisa al saludar era como una especie de seguridad por anticipado que daba su trato. Cuando se encontró conmigo en el almuerzo, en un aparte me dijo: Me seguiste, vi las huellas, pero pagaste con el susto la curiosidad. Dos personas me siguieron y me vieron, tú y mi hermana. Mi hermana, inmóvil desde La Habana, pudo seguir mi imagen. Pero ella no se asusta, no se sorprende, no huye, no tiembla. Puede corporizar el desenvolvimiento del aire. Lo que camina sobre la tierra, ella lo ve como si caminara para buscarla, y se encuentran. Tiene el don de ver la flora y la fauna que se encuentran entre lo telúrico y lo estelar. Sabe que las nubes están habitadas y forman cuerpos con la evaporación de las piedras. Aquí coincidieron los dioses de lo estelar y los monstruos del sótano terrenal. Ese encuentro se verificaba entre los montes de la tierra y los volcanes apagados de la luna.

Por estos aires tienen que quedar vestigios de aquella ciencia, hoy desaparecida, de la ostentaria dedicada a estudiar las excepciones o prodigios que forman parte de la verdadera causalidad. Mi hermana y yo buscamos, quizá no lo encontremos nunca, el nexus de esos prodigios, lo que yo llamo las excepciones morfológicas que forman parte del rostro de lo invisible. Digo que quizás no lo encontraremos porque somos tan solo dueños de una mitad cada uno. Yo tengo la mitad que representa las coordenadas o fuerza asociativa de reminiscencia, ella la visión de reconstruir los fragmentos en un todo. Si yo lograra el nexus de la reminiscencia en el devenir y ella pudiera recordar en su totalidad la fatalidad de cada movimiento, o la necesidad invariable de lo que sucede, lograríamos como una especie de esfera transparente, como un lapidario que hubiera encontrado una sustancia capaz de reproducir incesantemente el movimiento de los peces.

Todo lo que me dijo me impresionó en tal forma —que era una sorpresa inaudita que yo podía asimilar sin sobresaltos por la tierra en que vivía—, que antes de acostarme lo escribí y al despertar lo volví a retocar, que ahora, pasados algunos años, se lo he podido recitar más que recordarlo. He creído que debía contarle esa conversación, porque el otro día lo vi mirando la otra margen del río. Ya no están en la casa donde usted había visto los dos pintores. Ahora quien vive ahí es nada menos que la otra mitad de la esfera, Ynaca Eco, la hermana de Licario, la esposa de Abatón Awalobit. Siempre que viene recorre los mismos templos en ruinas a los que iba su hermano. Sigue la tradición de la familia, pero un día desaparece sin saber por dónde se ha ido a otras peregrinaciones.

Al día siguiente Fronesis alquiló un bote para pasar a la otra margen, iba en busca de Ynaca Eco. Le había oído a Cemí hablar de Licario como la única encarnación que había conocido del Eros de la lejanía en el Eros del conocimiento, que no quiso perder ese regalo del azar que era un acercamiento con su hermana. Fronesis no sabía que después de la muerte de Licario, en un día ciclonero propicio a los excesos, Cemí había conocido en forma definitiva a Ynaca. Al desembarcar vio a Ynaca que caminaba con la flecha que él había lanzado en la mano. De inmediato oía ya sus palabras antes de precisar su rostro, su cuerpo y la lineal perfección de sus movimientos en la marcha. Tuvo la sensación de oír sus primeras balas con los ojos cerrados y al abrirlos le recorriese la nitidez de una imagen en la dicha. Tuvo también la sensación de que la palabra, geniecillo que daba pequeños golpes de ala, caía sobre aquel cuerpo que la esperaba con la transparente oportunidad del rocío. Sin precisar la sensación tuvo la secreta alegría matinal de frente al lavabo lanzarse agua sobre la cara. Era la contemplación del agua.

—Cuando leí en el quiosco —comenzó diciendo—, la alusión a la noche 885 de Las Mil y una Noches y días más tarde me encontré con la flecha a la orilla del mar, pensé que tenía que ser alguien acogido al reino de la imagen de Licario, decidida a completar aquella noche con las sucesivas, cuando sigue la flecha perdida hasta encontrarla en la casa de los hechizos. Es casi seguro que cuando un hombre de su edad incorpora a su vida por el recuerdo una noche árabe, es también un lector de Goethe. En ese momento estaba presente en usted el pasaje que nos recuerda Eckermann, cuando Goethe desciende al sótano de su casa, extrae las flechas y demuestra su precisión con el arco. No crea que intento remedar la manera de Licario. Son cosas que le oí y ahora las veo, pues él siempre decía que la imagen y todo el Eros del conocimiento surge en el punto coincidente de lo que se oye con lo que se ve. Esas cosas que yo le oí a Licario se me han hecho visibles tan pronto lo vi a usted. Ahora voy a enterrar la punta de esta flecha para que vibrando al recibir la brisa que viene por el lado del río, señale la verificación del encuentro de la movilidad con el sonido. Así nuestra coincidencia tendrá siempre la alegría de toda posibilidad aporética, la del conocimiento que se reafirma al negarse en su identidad, la de la flecha que sigue siempre su marcha, en un espacio que ella ha comenzado por crear como incesante multiplicador. Toda metamorfosis en el hombre sólo puede verificarse en la metamorfosis espacial que desplaza. Yo sé que usted no se sorprende, pues tanto usted, como Cemí y Foción, tienen ya muy asimilado que todo conocimiento verdadero culmine en el delirio. Pero eso sí, el delirio no puede ser otra cosa que la normal comprensión de la respiración. Respiramos porque deliramos, deliramos porque respiramos. Vemos al hombre, si oímos su respiración, ya estamos en el delirio. Deliramos como un grito silencioso que se esparce por todo el cuerpo, con peso, número y medida.

Yo creo que la mejor manera de batir el tiempo en esta mañana es recorrer los templos de que gustaba Licario. No crea en la versión que le dio el hotelero. Algunos años después él me contó riéndose que había fingido esos espasmos y éxtasis, para que esa sorpresa tuviera más relieve en la memoria del persecutor. Así, ha podido observar lo bien que la recuerda y la precisión con que transmite este pequeño fingimiento, era lo que Licario llamaba la alquimia del nacimiento postumo. El recuerdo es un homúnculo, solía decir. Él estaba trágicamente convencido de que la plenitud del hombre, mientras estuviese en lo visible, consistía en segregar ese rocío que la imagen reconstruye, evaporar la posibilidad de otro cuerpo, que es el homúnculo que salta en lo invisible, después de la muerte. Ese homúnculo es muy travieso y gusta con frenesí liberarse del cuerpo anterior que estaba en lo visible y del que depende. Pero algunos hombres han podido ejercer un control, por la cualificación de su cantidad en lo visible, sobre los saltos de ese homúnculo en el tiempo.

—Pero antes de ir al bosque vayamos a la casa, donde hay algunas cosas que debe ver—. En el portal de la casa estaban amontonados, puestos unos sobre otros con descuidado ensañamiento, los retratos que había hecho Champollion durante esa etapa de su pintura. Uno a uno Ynaca los fue poniendo en semiluna. Allí estaban los rostros de Galeb, Mahomed, Husan, Margaret y Fronesis atravesados a balazos. Husan en el sitio de los ojos tenía dos enormes huecos, Galeb en la boca, Mahomed en la garganta, Margaret en las orejas, Fronesis en la frente. Se observaba que quería causar el efecto de que los balazos eran también un elemento de composición. Los bordes de la oquedad estaban retocados con negro y rojo ladrillo.

Se encaminaron a la llanura de los recorridos de Licario. Por las grietas de la tierra, túneles para hormigas, comenzaba a salir un humo tan denso como una niebla carnal. Esos cuerpos que saltaban de corceles que venían del río, se agrandaban como los árboles y comenzaban a balbucear, a bostezar, a llorar por la sorpresa reciente de su extracción, como llora el topo al encontrarse con un bastón de jade frío. Al lanzarse de sus caballos, en pleno galope, se hundían en los agujeros humeantes de la tierra, pero después la evaporación se solidificaba en cuerpos duros y resistentes a la penetración del lince, como si apretáramos en nuestras manos una miga de pan en un día de mucha niebla. Y la miga de pan chorreaba esos sonidos que se perciben al apisonar la luz en un pajar.

Del otro lado del río, comenzó a levantarse el cortejo de una ninfa de maldición, Leinth, un velo le tapa el rostro y un manto ondulante no define la llegada de su cuerpo, así, como el fuego de las entrañas terrenales tiende a condensarse y a esbozar figuras, el cortejo de esa ninfa maldita gusta de deshacerse en incesante rocío, en imprecisiones que son como deshechos instantes en el espacio. Ynaca Eco se arremolinaba en el centro de las condensaciones del humo y de los jirones de la niebla. Todo lo que los rodeaba se dirigía a formar o deshacer un cuerpo. Las figuras que se apeaban de sus caballos y desaparecían. La sucesión de los relámpagos nos entreven un rostro, una insepulta cabeza que comenzaba a hablar con mesurada gracia, sonriéndose. El cuerpo era el primer apoyo de una lectura en la infinitud, el espacio volvía a ser una criatura primordial. La tierra, al abrirse, paría incesantemente sobre el espacio; el espacio, por el lado del río, al desgajarse ocultaba sus huevos en la tierra.

Ynaca Eco interpretaba ese ritmo germinativo, vivía una continuidad que no se interrumpía. Sentía sus instantes como una sucesión de reyes en una baraja descifrable. Se acercó a un árbol, sacudió el ramaje y de una baya extrajo unas semillas doradas que comenzó a mascar con lentitud. Como en un ritual le entregó a Fronesis una de las semillas. Sintieron como si mascaran una claridad, como la precisa ambrosía gomosa de una transparencia que se esparcía por sus cuerpos en un inexorable oleaje de humo. El efecto de esas semillas era todo lo contrario del espasmo convulsivo que había fingido Licario para asombrar al hotelero y provocarle los más elementales resortes de la reminiscencia. Era, por el contrario, la ruptura del ámbito y la aparición de la criatura primordial en la totalidad del espacio germinativo. El sexo volvía a ser la voz del neuma sobre las aguas. Una chispa de esclarecimiento entre el hombre y el transparente parimiento estelar.

Llegaron al templo de Venus. El polvillo de la luz completaba las columnas truncadas, miraba las piedras que rodaban. Sintió por primera vez que la luz era lo que completaba, el misterio revelado de la composición universal. Los árboles se volvían infinitamente nítidos, como si convertidos en sílabas de un ritmo progresivo recorriesen nuestra sangre. Sentía como si su índice siguiese el contorno de las hojas, la abstracción del contorno permanecía en el aire como un halo incandescente. El nido del pájaro permanecía incansablemente fijo ante su mirada, como la raya de la tiza sostiene el aluvión estático de la negrura pizarrosa. El pájaro en su vuelo se detenía, comenzaba a penetrar lentamente por sus ojos. Después, con igual lentitud, huía del pisapapeles a la docena de sellos envueltos en papel celofán. Se sacudía, goteaba como un árbol, tenía escamas como un pez.

La gota y la escama tenían pues su instante de hermandad. El espejo universal ofrecía ahora a Ynaca Eco desnuda. Fronesis sentía todo lo contrario de su primera noche con Lucía. Era esa la noche de la total interrupción, el obstáculo, el muro que hay que saltar. Allí era necesario provocar un oscuro donde penetrar. Un pequeño oscuro, como el pequeño vacío, una incisión en la pared en las ceremonias del té. Los dos cuerpos estaban tensos y separados, la imagen no reconstruía, no soldaba. Los dos cuerpos, como si estuviesen de espaldas, caminaban en sentido contrario. El agujero en la camiseta creaba un nuevo ojo pineal. El pequeño oscuro era el único apoyo de un cuerpo al caer sobre otro. La preñez de Lucía la sentía como el crecimiento elástico de esa oscuridad provocada. La oscuridad del túnel, y la oscuridad que lo rodeaba, restablecían la normalidad comunicante para lograr la claridad instantánea del chorro final.

La desnudez de Ynaca le producía a Fronesis todo lo contrario de lo que había sentido frente al cuerpo de Lucía. Sentía que en Ynaca se continuaba, no la interrupción espacial de los dos cuerpos, sino como una transparencia extendida y acariciada. En ese instante sentía también su sucesión con los árboles y el río, con las columnas y sus reflejos. Nada interrumpía, nada irrumpía, nada prorrumpía. Su piel no era el límite de su cuerpo, sino la sucesión infinita en la piel de otro cuerpo, en la llanura, en la corteza de los árboles, en la fluencia del río. No pudo precisar si su posesión de Ynaca había sido horizontal o vertical, acostados en el sueño o en una danza ascendente. Tampoco pudo precisar el comienzo de la dicha o la extenuación final. Los dos cuerpos caminaron hasta el río, pero algo invisible de ellos que allí se había quedado comenzaba de nuevo la medianoche de las bodas.

Fronesis tuvo la sensación de ver como fondo de los pasos de Ynaca, La tumba de los augures. El sacerdote, en el lateral izquierdo, hace gestos de ensalmo en torno de una espiga de trigo. Un pájaro que se acerca queda detenido sin poder posarse en el ámbito hechizado de la hoja. En el lateral derecho, el sacerdote repite idéntico rito, pero ahora de la raíz corroída hace saltar la liebre que cavaba en las profundidades. El aire cubría como con unas redes de secreta protección en torno de la mutabilidad de las hojas y de la inmóvil jactancia de los troncos. Una indetenible pero resguardada evaporación alcanzaba aquella llanura venusina, en torno de la puerta que conduce a la conversación con los muertos, el pájaro se detenía y la liebre saltaba. La conversación subterránea era el símbolo del vencimiento de la muerte.

Aparecieron dos caballos, uno color ladrillo, otro era de un negro azul. Muy parecidos a esos lindos caballitos que pretenden sacarle de su mundo subterráneo a Francesca Giustiniani. Un demonio azul se enfrenta ahora con esa dama etrusca en su reposo. Una mano cierra su puño con violencia como queriendo mostrar sin excusa la inexorabilidad de su castigo. El gesto del augur, que en otra tumba detenía al pájaro y hacía volar a la liebre, muestra ahora la palma de la mano, como si fuera un espejo, para hacer perdurables las líneas de su rostro en su desaparición. La pasión de los etruscos por el espejo muestra su anticipo en esa palma de la mano, arrugada tal vez como esos espejos de bronce granulados aparecidos en algunas de sus tumbas. Esa palma de la mano guarda para siempre el recuerdo del rostro que allí se asomó, antes que el espejo de bronce o de cristal pudiese asumir el rostro y devolverlo.

Los dos caballos con parejo galope parecían conocer el camino a seguir. Ynaca acariciaba el cuello dé su corcel con la misma alegre ternura que miraba a Fronesis. Pasaron frente a las ruinas de un palacio, de un puerto guarnecido por una muralla que aún hoy ofrecía cierta simetría, era tan sólo un efecto óptico ocasionado por una armoniosa distribución del jaramago y el muérdago. La homocromía de algunos lagartos mantenía la uniformidad coloreada de las rocas amuralladas.

Ynaca señaló para las ruinas del palacio y le dijo: —Desde la altura de aquella torre, sólo el rey podía contemplar un puerto secreto y ordenar las maniobras de la escuadra que se encontrase allí oculta. La que quedó como reina viuda conocía también ese secreto. Y el resto de sus súbditos, que no quería ser mandado por una mujer, se declaró en rebeldía. Partieron en una escuadra para apoderarse de la reina viuda. La reina ordenó que sus tropas se escondiesen en aquel puerto secreto, otros soldados enmascarados se mostraron en las más altas torres falsamente jubilosos, como si fuesen a entregar la ciudad. Cuando los marinos desembarcaron por el puerto visible y amurallado, la reina ordenó que se abriese el canal, y la marinería oculta en el puerto secreto se apoderó de la escuadra. Dirigidos por la reina llegaron al puerto de Rodas, fingiendo laureles. La reina exterminó a los jefes militares y convirtió en esclavos a sus moradores. La reina hizo levantar dos estatuas de bronce, una de esas estatuas representaba su figura como Minerva Promakos, como inteligencia armada; la otra, representaba a los vencidos trocándose en esclavos, llorando y pidiendo piedad. Al paso del tiempo esos trofeos fueron cubiertos con planchas metálicas, con obligación de ser llamados Abatón, el inaccesible.

Licario conocía ese puerto secreto. Por eso le gustaba visitar a este pueblecito. Yo creo que su amigo el anticuario florentino era el que le había descubierto ese secreto. Licario venía, se apoderaba de piedras y de estatuillas, de espejos y de alfileres de oro y un buen día desaparecía. Su amigo tenía una tenaz obsesión por la religiosidad etrusca. Como si fuera una misión repartía las piezas gratis por todos los museos, como era extremadamente rico se permitía esa especie de voluptuosidad de propagar una de las más antiguas religiones de Europa. Así como en su país hay muchos millonarios que propagan las más novedosas religiones, que fundan nuevas sectas y evangelios, que se declaran discípulos de Marción o de Simón el Mago, o viven para demostrar que San Juan el Evangelista fue una figura más fascinante que Cristo, este amigo de Licario, desde su logia florentina, preparaba como los etruscos su sepulcro subterráneo. Ya usted ve por qué mi esposo se llama Abatón, mi hermano lo quiso bautizar por segunda vez. Ahora no le quiero explicar por qué es inaccesible. Cuando estemos en París se lo explicaré, pero, en fin, yo creo que allí ya no será necesario.

Ynaca se apeó del caballo, Fronesis precisó que se quería despedir porque el caballo que la había traído se perdió de nuevo en el bosque. Ynaca le dio la mano, apartó unos ramajes. En el fondo de la bahía secreta se veía un pequeño yacht, su chimenea lanzaba el humo fácilmente reconocible de un inmediato zarpar. El ramaje bajado hasta la tierra se trocó en una puerta por donde desapareció Ynaca. El caballo de Fronesis, de un negro azuloso, como escapado de una tumba tarquinia, recuperó su galope. No se sintió sobresaltado, ni siquiera intranquilo, pero lentamente fue cobrando conciencia de que las manos le temblaban.

En la mañana del día siguiente, Ynaca sentada en una silla de extensión en la proa del pequeño barco, procuraba ocultarse de la violentísima luz que venía de los valles sicilianos. Miraba el sol y después cerraba los ojos para provocar una rueda de chisporroteos, los párpados sólo recogían el oleaje de la oscuridad que aseguraba el movimiento de aquella noche en el descanso de la mirada. Con la mirada seguía un itinerario que se verificaba en la lejanía: Lucía, antes de ir al mercado, llevaba el cuadro agujereado debajo del brazo. Vio la flecha enterrada en la arena por Ynaca, aún vibraba. Empezó a cavar en torno a la punta metálica de la flecha. Besó cada uno de los agujeros que se entreabrían en el retrato de Fronesis. Con unas tijeras fue cortando en pedazos el lienzo y colocando esos pedazos en tomo a la punta de la flecha. La visión de Lucía en Ynaca se fue reduciendo a un punto, después el punto se anegó en el oleaje de la oscuridad. —¡Pobre muchacha! —dijo Ynaca—, era lo peor que podía haber hecho —dejó caer las manos, después comenzó a restregarse los ojos, moviendo la cabeza con acompasadas dudas, como queriendo desautorizar el inadecuado y erróneo ceremonial que Lucía había inaugurado aquella mañana.