Como un inmenso conjuro la ciudad clavaba un ataúd. Por todas partes la madera y los clavos en un martillar que volvía sobre sus pasos, como en un ritual de magia para conjurar a los demonios errantes a horcajadas sobre un viento del noroeste que comenzaba a ulular. Por el noroeste donde casi todas las noches se irisaba, se refinaba cada vez más una brisa suavemente coloreada y apacible, asomaban a intervalos furiosos demonios sin capota y como si quisieran hacer retroceder a los árboles.
Inadvertidos, sólo el incesante martillar que desde la calle se oía como un grave apagado, los cuidados minuciosos que interrumpían el tedio de la diaria continuidad doméstica. Pero el grave del martillo, si no lejano, cortado por la puerta de cada casa, era contrastado por un aleluya, por un ambiente verbereno que como una comparsa avanzaba de cantina a barrio, de barrio a serpiente que iba jadeando y suspirando por toda la ciudad. La serpiente llorosa abrazada con un danzante, sobre el carbón líquido de las cloacas abiertas como surtidores hacia dentro, el dentro de la sangre negra del infierno, sacrificando cabritos negros para unirse con la inapresable serpiente marina que ese día reposaba adormilada sobre los acantilados del Malecón. Su cola con indolencia espumaba sobre el torreón de ojo más abrillantado, como si quisiera regalarle escamas y cascos de botella.
Ese regalo cosquilleaba a los habaneros. En las pocetas del malecón, adolescentes impulsados por el día de excepción, abandonaban sus ropas sin importarles la certeza de su recuperación y lucían su abullonada geometría. Una esbeltez sin provocaciones que era contemplada con avidez disimulada. Un dios irritado, cautelosamente traslaticio y engañador, cuya cólera, al alcanzar su plenitud se hacía dueña de toda la llanura, era recibida con chumba, con risotadas, con hollejos volantes, con paga doble en las cantinas. Con risitas y orinadas en todas las esquinas. El comienzo del ciclón venía a sustituir entre nosotros a las antiguas faloroscopias sicilianas. Antes de la llegada del dios irritado se preparaba un gigantesco espejo en semi-luna en cuyo centro oscilaba una llama fálica. Niñas que habían sacado del colegio se apeaban de las máquinas para contemplar en las pocetas la desnudez de los saltimbanquis acuáticos. En los balcones las ancianas venerables precisaban en sus manos temblorosas los anteojos que les acercaban los frutos de la juventud. Los nadadores se pegaban nalgadas que despedían chispas, flotaban silenciosos como si su protuberancia fuera una vela latina. Pero lo más curioso es que ese primer umbral abierto frente al ciclón, grotesco y de una sensualidad helénica, era acatado, transcurrido y paseado en silencio, como si todos estuviesen acordes en aceptar sin aspavientos esa entreabierta franja del paraíso. Lo concupiscible latía en secreto enloquecido, pero ofrecía una forma inalterable en toda su extensión, pero nunca podremos saber si esa incólume contemplación del esplendor de los cuerpos era ese fingido paraíso que se entreabre antes o después del terror o en los avisos de la visita de un dios desconocido.
Cemí se aseguró en un bolsillo de los pantalones la Súmula, nunca infusa, de excepciones morfológicas. Tenía el terror, y de inmediato lo sacralizaba, de las cosas que no eran suyas y que le daban a guardar. A pesar del agua llegando lo mismo del cielo que de la tierra, lluvia, ras de mar y ciclón, Cemí no quería desprenderse de los escritos de Licario. La letra era de trazos muy uniformes y parecía ser la primera escritura de una sincronización muy adecuada entre la ideación y los signos. Sólo las sílabas finales de algunas palabras parecían tachadas o esclarecidas, como si la ideación demasiado tumultuosa y apresurada adquiriese una velocidad que salta por encima del dibujo del signo. Era un manuscrito de unas doscientas páginas y en medio del texto, ciñendo las dos partes como una bisagra, aparecía un poema de ocho o nueve páginas. Cemí había intentado comenzar su lectura por la noche, pero una durmición con alas impalpables lo había penetrado con una modulación tan secreta que por la mañana fue reconociendo a su lado en la cama, el texto con su preciosa suma de excepciones. Esbozaba un pequeño cuadrado que se hacía muy visible al abrirse la ventana por la mañana, abstracta superficie que se hacía voluptuosa como si fuera una extendida piel de gato blanco.
Cemí sabía que estos libros secretos, entregados como una custodia, como el Enchiridión regalado a Carlomagno, tendían a convertirse en copas volantes, en el Santo Graal o triunfo de lo estelar sobre el tesoro escondido en el infierno subterráneo. Se perdían, reaparecían, se le arrancaban páginas o en las covachuelas se le hacían interpolaciones. El Enchiridión tendía a ocultarse como el Libro de la Vida. Eran sagradas donaciones del Padre, del cónclave a los reyes como metáfora, para unir el uno y la dualidad en el absoluto de la metáfora. Era el Libro, el Espejo y la Llave. Era la transmisión de los fundadores, los que habían inaugurado nuevas hogueras en nuevas tierras desconocidas. Muy pocos sabían que existía ese libro. Cemí desconocía quiénes podían haberlo leído o simplemente haber estado cerca de su elaboración. Intuía que por su gestación secreta, con un fanático convencimiento de que no había lectores y de que sí había lectores, por su desenvolvimiento implacable e inexorable, como si con la misma indiferencia se convirtiese en la diaria salmodia de un coro o acompañando a las tortas de carbón ardiese en la estufa de un pescador finlandés, tenía que ser un texto sagrado, Licario lo había segregado de su cuerpo como la sudoración mortal, como esa gota que inadvertidamente cae del ojo y suma la osteína, lo amniótico, la urea y lo salobre y nos trueca en un instante en pez y en ave, como si la incesante contemplación del ojo del pez y del ave, nos llevase a sumergir en las aguas o a flotar en el aire. Como si el gigante de la niebla le hubiera dicho: siéntese en su nariz y el sueño se derrumbase sobre su cuerpo, como la última asonancia o ambivalencia engendrada por apoyarse con su mano en un árbol para orinar y haber echado a andar una nueva serie de resultados no previsibles. Licario estaba convencido que la polarización del cuerpo en el aire era infinita, que cada paso del hombre era un entrecruzamiento de los carretes eléctricos. Por eso, cuando oía a alguien hablar solo, pensaba en qué distancia irreconocible se encontraba alguien que lo oía en la soledad del desierto. A veces, veía girando incesantemente todos los brazos de los hombres, todas las piernas caminando al unísono, las bocas articulando sonidos que eran como el mugido de los animales, sin organizarse en palabras ni en sentido. Los titanes, desde Poligemo a los hombres de Karnack, sin desconocer el lenguaje intermedio, preferían los ruidos que los unificaban con la naturaleza, la risa como fuerza cohesiva, lo erúctico como fuerza de dispersión, el bostezo como una hamaca que se extiende entre dos ríos, en un claro de] bosque por donde penetran los halconeros, seguidos de un cortejo sombrío, enrollada cola gris para los erizos, de peones y de infantes con sus ballestas.
La posición de Licario era en extremo peculiar y arquetípica. No tenía relación con escritores novedosos y arriesgados en sus formas, ni con los dilettanti periodistas, ni con los que escriben en las seudo revistas boletines de los centros oficiales de cultura. No tenía relaciones con los genios, ni con los muchos genios ni con los geniecillos pimpantes. Le parecía imposible que existiese la clase intelectual, pasando ante la taquilla para recoger su boleto de entrada, olfateando la conciencia de la especie, en el desfile amaestrado de zorros, cabrones y perros lobos. Sabemos que había querido conocer al tío Alberto, al Coronel, y, al fin. había conocido a José Cemí, habiéndole indicado a su hermana que le entregase a Cemí la Súmula, nunca infusa, de excepciones morfológicas, y esa entrega como muchos libros sagrados, como muchos secretos, había sido acompañada de excepciones en la naturaleza, como si en una dual refracción de la luz apareciese la cara rotativa del ciclón, como una visible calabaza pateada por un mamuth, símil tolerable si pensamos que el vértice del ciclón se ha comparado a un ojo en calma y el vórtice a una oreja infinitamente receptora y moviente. El despliegue de formas de un altar barroco se ha comparado al ojo calmo del ciclón. Un ojo que crece como un embudo cuya boca recepta todos los retablos de la Navidad y las escarchadas constelaciones reducidas a mágicos parches de tarlatana. Un ciclón reducido en ingenua tarlatana escolar es la primera definición perentoria del barroco americano. Definición que estará siempre como una nuez en el relleno del estofado de más amplia perspectiva ambulatoria y acumulativa. Pero no olvidemos que un hombre con un parche de tarlatana en un ojo se vuelve misterioso como el bufón ahorcado en el Tarot. Tiene algo de filólogo alemán, de ángel incendiario, dueño a medias de un cielo anaranjado, de un intocable disfrazado como para matar a un rey nórdico en un baile. El parche de tarlatana en un ojo, aunque haga reír, hace que se le acerquen con desconfianza los niños y los viejos lo dejan pasar sin hablarle, desprecio que sacraliza de inmediato al presunto tapador del entuerto. Al cojitranco se le huye con estruendo, pero al emparchado se le rehuye y nos aleja con silencio de ovillamiento vespertino.
La situación de Oppiano Licario ante el Eros reminiscente era extrañamente fascinante, pero es muy difícil señalar los elementos formativos de esa secreta reducción. Su compás formativo ofrecía una abertura muy poco frecuente, pues había ofrecido la formación intensiva, la traslativa y la sorpresiva dictada por un azar favorable. Había pasado temporadas, no cursos completos, en Oxford, en la Sorbonne, en Heidelberg y en Viena, pero de esos centros culturales había derivado no una disciplina, no tan sólo una disciplina, sino una manera secreta, un plein air, algo que en algún momento se llegaba dichosamente a descubrir. No era solamente que poseyera cultura, sino los que lo rodeaban llegaban a percibir que todo lo que recordaba formaba parte de una melodía que entrelazaba a la persona con su circunstancia secreta. Pero se percibía de inmediato que esas excursiones por las clásicas covachas del saber occidental, no eran el diapasón fundamental de su saber, donde participaban también su sonrisa a veces, otras su adustez, llegar como una aparición y despedirse como la desaparición del ángel anunciador, que dijo una palabra, la que se esperaba y después formaba parte de incógnito en el consejo de los Reyes Magos.
Cuando los años transcurrieron, Cemí se sentía incomprensiblemente empujado, a recordar a Licario más como un personaje leído en la niñez, que como una persona conocida en la adolescencia. Se le acercaba siempre Licario, muchos años después de muerto, entre los asistentes al banquete que aparece en las primeras páginas del Ángel Pitou, de Dumas. Entre el matemático Condorcet, el viajero La Perouse, la Du Barry, el viejo maniático Príncipe de Condé, el rey de incógnito en París Gustavo Adolfo de Suecia, y de pronto la aparición del Conde de Cagliostro. Esos personajes desaparecían, pero la abstracción de algunas de sus cualidades o algunas abrillantadas hilachas de sus leyendas, salvo la Du Barry, de la que se salvaban algunas carcajadas, o el Príncipe reumático, del que perduraba el ceremonial de sus secretos escándalos, parecían en la medianoche bailar su aquelarre fantasmal con Licario. Un estoicismo, una sabiduría de fineza geométrica y esotérica, misteriosos viajes, una heráldica tribal, la muerte y su sobrevivencia en la terra incógnita, parecían que lo acompañaban todos los días y que avivaban como una yesca su rostro en las moradas subterráneas.
Licario en su trato mantenía una actitud dual que lo favorecía, después que pasaban las primeras nubes llenas de moscas, las ofuscaciones de la animalidad y los juicios fácilmente desarmables. Si hablaba con un golfillo y en esos momentos lo saludaba un embajador, éste pensaba que perdía su tiempo en desbabarse, sirte del saber principal, y el mismo golfillo, cuando abría los ojos en el tiempo desmesurado que se le dedicaba, pensaba que se le acercaban en el recuerdo del hijo muerto, en el mejor de los casos, o por el contrario, pensaba que era un viejo que se acercaba con su trampa habitual y él preparaba su ratonera para burlar al quesero. Licario siempre le recordaba a Cemí la frase de Talleyrand: Il ne faut jomais être pauvre diable, que en este caso se aseguraba por su reverso, pues Licario causaba la impresión final de un magnífico pobre diablo perdido en una ciudad de incógnito. Un diablo vestido de azul, que llegaba al mesón en el momento de las bofetadas y el primer estallido lo recibe sobre su mejillón, pero instantes después todos los parroquianos vuelan por el suelo boqueando, agonizando, rezando. Mientras el que entró pobre diablete sale con su juvenil capa ondeante, cantando una coplilla estudiantil y reluciente la fundilla que cubre su espada con el fósforo de todos los poderes de las tinieblas, quedando como el príncipe para todos aquellos parroquianos que se hundieron tendidos por debajo de las mesas. Licario le había contado que cuando era estudiante en la Sorbona, había hecho una excursión a Florencia para estudiar el Perseo, había llegado sin un céntimo. En una de las plazas sintió como un absorto, una detención del tiempo, como cuando dejamos que nuéstro corcel descifre la encrucijada y aflojamos las riendas, cerrando los ojos. Se dirigió casi como un sonámbulo a una pastelería, donde fue atendido por una muchacha de clásica y preciosa fineza en el rostro y en todos sus ademanes. Tuvo la sensación de entrar en un refectorio donde San Bernardo leía la Anunciación, rodeado de llamitas y de transparentes paños curvados. La muchacha le trajo un plato de cristal azul rafaelesco, que a veces detestaba, pero que ahora formaba un bodegón delicioso, una torta de vainilla, pastelillos vieneses y un melocotón. Le dio una moneda grande acompañada de pequeñas piezas, diciéndole que con ese dinerillo podía ir pasando los días, pero que siempre presentara la moneda grande, para que su padre no precisara su ayuda, pues si llegaba a darse cuenta de lo que estaba pasando, sería capaz de rasparla y echarla de la casa a pesar del invierno que ya comenzaba. Así pasó como un mes, reuniendo a los pastelillos del mediodía los requiebros vespertinos. Uno de esos días Licario recibió su mesada y la llamada, fresca como una valva de ostión, de un cónsul amigo que le rogaba lo acompañase en una excursión. Licario acudió a la cita a esa hora en que ya precisamos en el cielo florentino a la casta Venus, con su rosada alegría y su tintineo. La misma muchacha que le había regalado monedas, pastelillos y melocotones, le dijo como una inexorable Sibila de Cumas, sin esperar que Licario volcara su alegría: tengo miedo y no quiero verte más. Licario, que había llegado a Florencia como pobre diablo, se fue como diablo lloroso y achicharrado en sus propias parrillas.
Esa condición de pobre diablo a la postre lo magnificaba, pues el primer rechazo a la defensiva se lo evitaba, sin que él hiciera el menor esfuerzo por ganar o perder.
Partía de que él no le interesaba a nadie, para poder escoger con severa libertad las cosas de que se rodeaba. Del título de su obra, la justificación de su vida fue la búsqueda de esas excepciones morfológicas, él sabía que la fuerza vibratoria, ese vacío y ese refuerzo, el espacio vacío desalojado por la expansión de la fuerza cohesiva, que aflora y nos da la mano, haciendo una pareja, siquiera sea momentánea entre nuestro yo y lo desconocido como excepción, como vacío insuflado de nuevo por esa parte de nuestro yo que se entierra, nos lleva nuestras piernas o se sumerge en el agua, nos borra el rostro con una máscara con infinitas mordidas. Pero esas piernas enterradas y a ese rostro sumergido era al que Licario le extendía su mano y sentía la tibiedad de quien se justifica en la gracia. Impasiblemente le fue otorgado el don de contemplar el rostro de lo enterrado y sumergido. El rostro era para él el signo de lo que había vivido, que ofrecía sus piernas enterradas, y de lo que iba a vivir, que ofrecía su rostro sumergido. Licario sabía que no había secretos, pero sabía también que había que buscar esos secretos. Sabía que no se podía ir más allá de la conciencia palpatoria de los ciegos, pero daba un paso… y el arco de la superficie de la ballena estaba bajo sus pies.
Licario habitaba o completaba alguna de las metáforas, en las Iluminaciones, haciéndolo como el complementario novelable de las alusiones, mordeduras y arañazos de Rimbaud. Cada una de esas metáforas tenía como un impulsivo esclarecimiento donde aparecía como inicial o despedida Licario. El enjambre de hojas rodea la casa del General. Licario ha llegado muy temprano a la granja del General, se esconde en un montón de hojas para dormir un rato. Despierta con la cabeza fuera de un basurero y con el cuerpo mordido por una trilladora. Los perros del General se le acercan, van al norte de Escocia a correr un cervato. El General lo reconoce de inmediato, lo lleva a su castillo, comienza el ajedrez… El castillo está en venta; las persianas desprendidas. Comprende que el General tiene dificultades económicas, juega quinientos escudos y se deja ganar para ayudar a su antiguo amigo. El General comprende la treta, la escaramuza de Licario, para no rechazarla le ofrece en cambio regalarle el castillo, Licario parece aceptar, pero ya por la mañana ha desaparecido. El General con esos quinientos escudos, manda cercar un claro del bosque, para dedicarlo a la cría del animal que perseguía cuando el reencuentro con Licario, para que los ciervos no sientan la presencia del hombre como sienten la de la serpiente. El cura se había llevado la llave de la iglesia. Al rededor del parque las casetas de los guardas están deshabitadas. Licario comprendió de inmediato que se le había tendido una trampa para asustar a algún paseante perdido en la noche. El cura había remplazado la cruz por una gran llave visible para todos; en cada garita abandonada se veía una copia exacta de la llave de la iglesia. En una de las paredes de la garita se veía una iglesia fundamentada en una llave. Licario llegó a esa iglesia, lucía todas sus puertas abiertas, se sentó en uno de los bancos y se fue adormeciendo. Soñó que la llave con la ligereza de una ardilla y la segundad de la mano de la madre cuando nos acaricia nuestra frente, iba saltando del rostro al viento, al sexo, a la planta de los pies. Cuando despertó era ya el amanecer, seguía jugando al ajedrez con su antiguo amigo, ahora el General. Se acercó a la ventana y pudo ver, como en un Libro de Horas, cientos de ciervos que como llamas de plata rodeaban al castillo.
A cada momento Cemí se llevaba la mano a los bolsillos para comprobar que allí estaba la Súmula, nunca infusa, de excepciones morfológicas. El viento lo impulsaba inflándole la ropa, como si lo soplaran por debajo del pantalón. Apegado a la sacralización del huracán. Cemí sintió la trágica responsabilidad de ser el custodio, el guardián de algo que tiene que llegar a su destino. Al llevarse la mano al bolsillo remedaba grotescamente al ángel que con su espada llameante establece un arco entre los dos extremos del tiempo, entre el cuerpo secreto que se guarda y el cumplimiento de su destino. Impulsado por el huracán, que lo volvía suscitante a las más temerarias intuiciones, Cemí sintió que guardar un cuerpo secreto dentro de su cuerpo, le comunicaba una secreta misión a su vida. Se apresuró aún más acorralado por el viento titánico del huracán, ya casi corría.
Cuando se acercaba a su casa sintió la voz de dos mujeres que lo llamaban. La poca frecuencia del tono alto les rajaba la voz. El aserrín y las virutas saltaban o se adormecían por sus faldas. La punta de los dedos amoratados o acanalados guardaban el relieve de las cabezas de las puntillas martilladas. Estaban absortas por el exceso de trabajo que les imponía el ciclón, como una divinidad que viene a cobrar sus ofrendas después de un terremoto. Al llamado sus voces temblaban como si bajasen por la escalera de incendio cuidando un nido o un pesebre de retablo. Una hermana, suavemente enajenada; la otra, chismosa prudencial y misántropa desatada, temblaba y se le rompía la voz, pero el crescendo del ventón llegaba con tironeos perentorios y entregaba la voz en demanda de ayuda y resguardo.
Cemí regresaba a su casa, lo perseguía hasta acorralarlo el ruido de lo claveteado. El ritmo pitagórico del martillo al golpear se apagaba sobre la madera. La cloaca al destaparse para favorecer la mayor fluencia del agua remedaba un surtidor grosero, el surtidor del almacén de la esquina. El agua ennegrecida de la cloaca se paseaba con el olor de la cebollina aumentado por la furia de la humedad. Al entrar en su casa las hermanas solteronas que eran sus vecinas, lo llamaron. Temblorosas, dándole vuelta a sus manos entrelazadas, querían recomendarle su perro, pues ellas se iban aterrorizadas para Jagüey Grande, donde tenían unas primas. El miedo las orinaba a gotas, melindrosas, lloraban con la vista fija en el perro. Comprensivo el perro, indiferente a la cuantiosa extensión de caricias recibidas durante el día. Después, las dos hermanas repasaban el teclado, llenándolo de ternuras entretejidas con pelusillas del can. Sus manos, puras neverías, apretujaron las de Cemí. Tenían algo de la levedad de la muerte, del suspiro final. Eran la muerte en pantuflas con las puntas retorcidas como escorpiones de algodón.
Las hermanas sostenían, con intermitencias temperamentales, que la más tierna pedagogía al volcarse sobre los perros recién nacidos producía resultados inauditos. Cuando Cemí pasaba frente a la casa de las dos hermanas y reojaba, veía cómo acariciando al perro le enseñaban vocales, sílabas, palabras breves. Decían que ya el perrito sabía veintitrés palabras, pero el animalejo nunca daba pruebas de sus fonemas. Ellas lo justificaban afirmando estaba amoscado en presencia de la visita. El perrillo se relamía, pues las lecciones se acompañaban de unos berlingones recién horneados que le cubrían los morros con babilla signada con estrellitas risueñas.
Las hermanas lloraban al hacer el ofrecimiento del perro por la más grave de las temporadas. No se sobresaltó el perro al despedirse de lo histérico para acercarse a la imagen. Algo le decía que ganaba con el momentáneo traslado. Cemí, por el contrario, invocaba a las sombras para que lo oscurecieran un tanto y no lo vieran en el trance ridículo del traslado del can.
—Con el perro de las solteronas —decían los vecinos, sonriéndose ocultos por el puño de la camisa, pero él procuraba hacerse invisible, hundiéndose en el relieve de las columnas, siguiendo las filas de hormigas que transportaban un piramidal grano de maíz. Dormir en un relieve de la piedra, apretado paquetico de imágenes, como una cajetilla de cigarros muy arrugada por la mano antes de lanzarla en una escurrida agua de hielo, entre el comedor y el traspatio. En el sueño cuando escalamos las paredes, relucimos como moscas con lentejuelas.
Al llegar a la nueva casa, el perro sintió con inalterable reposo su provisionalidad. No ladró, no arañó a su nuevo amo. Se paseaba frente a los espejos y se mostraba indiferente a la presencia del doble, pero ya fatigado de la visita inoportuna, comenzó a raspar sin furia, pero con isócrona insistencia, en la lámina. Ladró, pero al sentir que el otro can aparecido no le devolvía la emisión sonora, decidió guardar silencio y pasearse por el patio. Saltaba, pero no para morder moscas o abejas, se prendía a las paticas de la luz.
Pudo comprobar que el ras de mar se extendía con el velamen del huracán. Por los quicios, como fuentes para enanos, entraba el agua, daba un pequeño salto para su acomodación y después se extendía con la mansedumbre del sueño. Llegó a su cuarto y sobre la mesa su madre había colocado un sobre: “Por Júpiter, reverso de la cipriota diosa, no voy a surgir de la concha, arañada por un delfín arapiezo, sino corro el riesgo de perderme en la extensión, sin el ángel o ancla de la cogitanda. Quiero llegar a la orilla golpeándole sus espaldas, mordisqueando algas y líquenes. Un cangrejo corre por mis brazos, abro lentamente la boca y me quedo dormida de súbito. Itinerario: pase de la Medialuna al Espejo, después al Libro. Todas las puertas estarán abiertas, crecidas una después de otra, después salta por la Escalera. Dispénseme las Mayúsculas, pero se trata de un ritual. En la estación está también la excepción. Bienvenido. Ynaca Eco.”
Cemí procuró centrar su mesa de trabajo en su cuarto de estudio. La humedad mezclada con la arenisca de la cementación parecía oler a incienso rancio. Cada vez que lo ácueo presume una imposición sobre lo solar, la reciedumbre cruje y asoma sus fibrinas verde amarillo. Sobre la mesa, en su centro también, colocó una caja de madera china y ahí hundió hasta su fondo la Súmula, nunca infusa, de excepciones morfológicas. La mesa y la caja china parecían tironeadas por cuatro imanes que le aseguraban el centro en el tiempo y en la extensión. La urna, tortuga tirada por los cuatro imanes igualitarios, mostraba por sus costados de cristal, las excepciones morfológicas, en su afán de saltar un escalón e inaugurar nuevas configuraciones. Recordaba una sentencia de Licario: cuando copula la marta con el gato, no se engendra un gato de deslumbrantes cerdillas, ni una marta de ojos fosforescentes, surge un gato volante, pues la marta y el gato al saltar el escalón se ven obligadas a volar.
Con deleitable facilidad la camerata se sacralizó. Precisas, como los dedos entrecruzando en la mañana fibras henequeneras, fueron surgiendo en Cemí las palabras con que se abre el Mahabharata: Desde el comienzo alabemos a Norayana, y la diosa Saravasti, a continuación lean este poema que nos da la victoria.
En la casa de Ynaca y el arquitecto Abatón, acrecía el peligro del aire enfrentado con las puertas grandes coloniales y sus lucetas frutales y desaparecía el del agua lenta e incesante que se extendía tapando los agujeros larvales, de donde brotaban espantadas hormigas con pelucas de granos de arroz. Cemí corrió desde la verja de entrada hasta la casa central y para cumplimentar la primera ordenanza de Ynaca limpió las suelas de los zapatos en la pequeña estatuilla de bronce, donde la medialuna era alzada por dos sonrientes negritos. ¿Era una medialuna o una perfumada lasca de sandía? Hizo más lentos sus pasos al penetrar por el espejo que imantaba toda la sala. Cerró con cuidado ceremonial, evitando todo apresuramiento, las puertas que daban de la sala y el comedor lateral al patio. Se levantó como una húmeda oscuridad y Cemí sintió una leve punzada umbilical. Su cuerpo se reducía a un punto y ese punto se volvía incandescente en la oscuridad. Cuando la oscuridad, como las aguas, convergía hacia un punto nuestro interior, sentimos también la convergencia de nuestra energía que busca un apoyo, una comprobación, como si en presencia de una cascada sintiéramos el deseo de apretar la mano del que está a nuestro lado, como si fuésemos nosotros mismos los que nos despeñásemos en la corriente. Perdido el sentido dentro de una masa líquida que se desploma, inconscientemente extendemos la mano, secreto rescate de una energía que sabe que va a morir por un incomprensible exceso que la rebasa, pero que busca en ese mismo excesivo misterio destructivo la única posibilidad de su renacer, pues al exceso de la oscuridad que nos envuelve sólo podemos oponer el exceso de reducirnos a un punto, dos nadas que se cruzan. La energía del renacer sólo puede ser interpretada como la explosión acumulativa de ¡a oscuridad, que no puede ser otra cosa que los infinitos puntos de las infinitas nadas que se cruzan.
Al cerrarse las puertas nació en él una tensión, como si cayera al centro de las aguas, sintió en él como un lince frente a las insinuaciones de la oscuridad. No era tan sólo el punto de la visibilidad que acrecía, era, por el contrario, como si toda su piel se pusiera en aviso para recibir el pinchazo de una aguja. Esa tensión hacia un centro siguió en aumento al contemplar la escalera que nos llevaba a la biblioteca de Ynaca. Cobró visibilidad la otra tensión de la escalera, como quien oye el chirriar de un tren sobre un puente romano apuntalado con columnas de acero. Chirriar en el oído era remplazado por picor sobre su piel. El invisible esfuerzo que conlleva a la escalera, entre la fundamentación y el nuevo punto que se toca, avisaron a Cemí que entraba en las regiones del despertar fálico. La oscuridad provocada en la mujer al cerrar las piernas, y enfrente columnas, puentes, escaleras, el chirriar de la llave en la oquedad que se sonríe. Lo que nos interesa de la oscuridad es tocarla en un punto y ahí está el origen del Eros. Tal vez sea el encuentro del diferenciador de Empédocles, con el artífice interno de Bruno. Su actividad, dice Bruno refiriéndose a este artífice interno, no está limitada a una parte de la materia, sino que de continuo lo obra todo en todo. Hay ahí como un canto guerrero para invocar el Eros, el éxtasis de la totalidad en la totalidad. La oscuridad y la contemplación de la escalera iban haciendo nacer en la piel de Cemí el vuelco de esa totalidad. Como siempre la imagen iba creando previamente en Cemí su cuerpo de apoyo.
Ya en la biblioteca divisó a Ynaca Eco acostada en un anchuroso sofá de mimbre. Cubría su cuerpo con una azulosa seda oscura que se doblaba a la manera del hymation griego. Lo veía, su visión se había aposentado en él desde que había limpiado la suela de los zapatos en la Medialuna risueña de los negritos. Ynaca aspiró con silábica lentitud el barro apisonado por todo el peso del hombre y sus poros comenzaron a dilatarse curiosos del rocío. Cuando Cemí traspasó la puerta de la biblioteca, Ynaca se levantó, abandonó la túnica sobre el sofá y marchó en busca de Cemí. Estaba desnuda, sin la menor exclamación, y sus nidos oscuros se humedecían en contraste con el extenso blancor de la piel. En antítesis con todo intelectualismo, la extensión y el pensamiento se habían apoderado del cuerpo de Ynaca Eco. La extensión de la blancura provocaba el deslizamiento del trineo táctil sobre la piel y el pensamiento insistía en los nidos oscuros. Con ese traslado de la extensión y el pensamiento al cuerpo, se había alterado la raíz de todo cartesianismo. La extensión era ahora, enfrentados los dos cuerpos, el repaso incesante de la extensión de la piel y el pensamiento un zumbido cristalizado que iba recorriendo el huevo barroco de la gruta.
Ynaca con un pie como centro, como si fuese un compás, trazó un círculo. Se sonreía en su interior Cemí al ver esa gravedad sacralizada en la mujer, pero a medida que su cuerpo se fue despojando de la ropa, el hieratismo comenzó a ejercer su influencia en la rotundidad de su erotismo, como los ensalmos de un ritual egipcio que lograsen la vibración de la diorita. Como en la inauguración de una hoguera playera, cuando Cemí estuvo desnudo, Ynaca le dio fuego a la ropa. El viento huracanado dificultó las llamas que vinieron para amenguarse en la irregularidad de las pavesas.
Hizo unos signos cabalísticos sobre la costilla izquierda, después cruzaba las manos y las pasaba a la cadera derecha, después a la cadera izquierda. Roció primero a Cemí por la espalda y las nalgas, después por los genitales. Ella se roció primero por delante, después por la espalda, siguiendo los consejos zoroástricos para la aplicación del Nasu del rocío. Ynaca veía en la región de la energía de Cemí las dos aspas cruzadas. El cuadrado con predominio del rojo giraba apoyado sobre el cuadrado anaranjado. Una cruz con tachones flamígeros y sierpes recorridas por el fuego serpentino. Al girar desde el vórtice salían como llamas negras que saltasen por los dos cuadrados anaranjados y los dos cuadrados de un rojo entremezclado con el amarillo, el blanco y como un negro apresuramiento que desaparecía. La energía aposentándose en la columna de diorita se esparcía como una cruz que al girar vertiginosamente comenzaba a despedir las llamas de su corteza creadora. Era el kundalini, el fuego zigzagueante que comenzaba a ascender por la columna vertebral.
En la biblioteca había un pizarrón que Abatón a veces llenaba de ecuaciones o cálculos parabólicos de sostén. Allí volcaba lo que pudiéramos llamar el doble, el ka egipcio del placer. Ante la penetración del aguijón creía proyectarse en la pizarra discos de colores, que primero abrían sus brazos, dilatando el color, hasta perderse en sus confines y luego, mientras cerraba los ojos en el éxtasis, se reducían a un punto, parecía que se extinguían, pero después girando con fuerza uniformemente acelerada, se iban desplegando espirales de color, vibraciones, letras de alfabetos desconocidos, más rápidos en surgir que en sus agrupamientos o cadenetas significativas. Veía el pizarrón surcado por rayas eléctricas. —Cuidaba por anticipado la salud de su hijo— se decía a sí mismo. Preludio por anticipado de un desarrollo en el tiempo, era como si en la pizarra el embrión engendrado por el éxtasis se trocase en el permiso concedido a su hijo, diez años más tarde, para que fuese a jugar al jardín.
Ynaca sentía, como proyectada en puntos blancos sobre el pizarrón, la progresión del Lingam como el bastón de Brahma recorriéndola en vibraciones por la columna vertebral. Sintió como si una llamada le recorriese la columna vertebral, después eran dos llamaradas entrelazadas, formando como un caduceo. Le pareció que aseguraba el tronco de la nueva criatura en plena vigilancia del plexo solar. Su hijo no debería ser asmático como Cemí. El fuego serpentino tendría que ser sentido por Ynaca hasta su transmutación en sonidos, no los inoportunos silbidos de la disnea bronquial. El kundalini, el fuego serpentino, debería asomar en la nueva criatura, con la cabeza de una serpiente que modulase sílabas latinas en un quasi contabile.
Veía Ynaca que las cuatro divisiones del círculo se iban trocando en seis partes más ricas de color. El rojo y el naranja se mezclaban con un amarillo que iba en aumento por la invasión de franjas blancas. El negro comenzaba a vibrar y en la rotación iba aumentando. Al rededor del punto negro central, el rojo y el naranja invadidos por, el blanco, se iban tornando del color de la tela del calamar. Los bordes del círculo girante, en sus seis partes, comenzaban a curvarse. Era la energía caliente de la tierra mantenida por el rayo solar. Ynaca veía en la pitarra fibrillas como ganglios, como el inicio de una glándula que después se extinguiría sin alcanzar su desarrollo.
Después el disco coloreado se dividió en diez partes. En cada una de esas divisiones predominaba el rojo con franjas blancas y el verde con tachonazos blancos. Al girar aparecía como un amarillo muy tenue. La espiral negra se extendía y alcanzaba ya seis de las diez divisiones. La espiral blanca que predominaba en las cuatro divisiones restantes completaba las progresiones del negro. Aquí Ynaca se movía con extremo cuidado, como si quisiera asegurar el plexo solar, sin posibilidades de ahogo. Procuraba llenar la boca de Cemí con un aliento caliente. Frotaba los dos ombligos como procurando arañarlos, aumentando en esa zona el fuego serpentino.
Las divisiones internas del círculo coloreado son ahora doce. Se han estabilizado las espirales blancas y negras. El rojo, el blanco y el amarillo han formado como una tela de araña. El blanco se ha esparcido y permanece el gran tachonazo negro. Ligeras franjas verdes. Las líneas que logran la división en doce partes son evidentemente rojas, ante el surgir arremolinado de los nuevos colores las divisiones se quiebran, desaparecen y el color avanza invadiendo los espacios diferenciados. Asoma su predominio un esparcirse como de oro.
Los radios del círculo son dieciséis. Los radios como cadenas ganglionares van formando unos incipientes celentéreos. Al aumentar las radiaciones, el centro va acreciendo y provocando un vacío por la fuerza que logra un robustecimiento central. La energía no se vuelca del centro al arco circular, sino que se va esparciendo por todo el cuerpo, como un metálico tegumento estelar. La energía no se esparce tan sólo por los radios, sino el cuerpo como un ojo va logrando un campo de irradiación, una longitud de onda, un cono de visión.
Los agrupamientos de color son alternados en las cuatro subdivisiones de las cuatro en que ahora se divide el círculo. En las divisiones van predominando en parejas alternadas los verdes con rayas blancas y fibrinas bermejas. En las otras divisiones encontramos una zona de blancos con rojos, amarillos y naranjas. El negro tachonazo en espiral se prolonga en su impulsión en un blanco muy matizado con los colores anteriores. El verde nos indica la tendencia a una célula vegetal, pero la sutileza de las espirales, sus mezclas, nos señalan que vamos en camino de la extensa red ganglionar, como si de la clorofila saltásemos a la linfa, a las formas lentas y espaciosas de la circulación.
La anatomía interna de la nariz y de la boca remedan una corola. De ahí el predominio del verde sobre el blanco y los ganglios enrojecidos. Mabille ha interpretado la morfología del cráneo como un conjunto de corolas. Parece como si la corola fuese el paso previo de la esfera. La ornamentación de corolas de los egipcios preludia la esfera griega, como las mediciones del curso solar de los egipcios anticipan el número de oro de los pitagóricos. Ynaca abrevaba anhelante en una corola, como queriendo comunicar los acordes sosegados de una respiración métrica numeral. Cemí sentía caer en su bahía bronquial ese rocío de dilatación estelar.
Las variaciones van aumentando hasta el vértigo. El aumento de la energía que brota del centro, no sólo ha aumentado las radiaciones, sino que las va como arrugando, pues ese aumento energético quiere saltar la linealidad. Todos los colores se han mezclado. El centro enriquecido ha creado una carnalidad que se volcará sobre la red de los ganglios, sobre las fibrillas nerviosas. Los agrupamientos de color se han distribuido sobre los dos semicírculos. En uno de ellos predominan los colores de la luz en lo estelar; en el otro, la oscuridad devolutiva, en el curso de las estaciones, de la luz buscando el centro de la tierra. Son las dos fuerzas que concurren al entrecejo, el punto que surge de las dos cejas cuando procuran unirse. La energía que ha comenzado por cabalgar el número, que puede seguirse en la visión, hasta que incesantemente multiplicada llega a perderse en la extensión.
La parte oscura del centro se iba tornando carnal, abullonada como el centro de una anémona. Las vibraciones adquieren tal rapidez que forman una presencia uniforme, ya que el ojo no las puede captar en su infinita diversidad. La parte central, dentro del disco de incesantes vibraciones, es blanca con un núcleo amarillo oro. Esta fuerza rotando dentro de la fuerza del disco mayor, produce como un domo en la cabeza del innombrable. Colocado ese disco sobre la cabeza del hombre, los doce pétalos amarillos centrales se elevan con un centro donde el amarillo y el negro mezclados pasan a un negro que es como un ojo pineal para unir los dos espacios, el respirante interno del hombre y el espacio estelar. Cristalina pared a donde asoma el hociquillo del manatí, con sus pectorales como brazos. La fuerza que nos enviaba del doble, aquí es devuelta como pequeñas hogueras que se vinculan y nombran. Rotación de un amarillo halconero en torno a una oquedad llena de estalactitas grotescas. Manera de restituir, el hombre devuelve con su esperma y como un pez nada en el verbo universal.
El mundo hipertélico alcanzaba su visualidad por la unión de su protón y su metáfora, es decir, de su fuerza germinativa y las sucesivas e infinitas nupcias o parejas verbales. Contemplando la pizarra negra prolongada en la infinitud, con todas sus vicisitudes temporales, o éxtasis. Disfrutaba de un tiempo protometafórico, como una horquilla puesta sobre el zumbido temporal, dominaba el delta de la desembocadura del río, donde los muertos continúan cazando ciervos.
Ynaca pasaba su rostro por todo el cuerpo de Cemí, sentía la sal de sus escamas sudorosas. Sentía cómo el sudor del diálogo amoroso nos convierte en peces. Ynaca restregaba su rostro en la humedad de la espalda de Cemí y saboreaba la sal como si chupara un pescado congelado.
Ynaca se separó, respiraba lentamente y como si no tuviera nadie a su lado, volvía a la impasibilidad mineral y tornaba en mineral el cuerpo que instantes antes se agitaba como un pájaro y que le recorría y la cubría concentrando y desencadenando el germen de su energía. Se levantó y fue a buscar un paquete colocado en uno de los compartimentos del estante de libros. De la camiseta colgaba una bolsita blanca en cuyo interior se encontraban tres semillas. —Es la semilla de gabalonga, inmejorable para los males del asma. Cuando la uses, hazlo con los labios secos, con la humedad de la saliva se vuelve venenosa. Ahora, también tú la puedes besar—. Fue extrayendo la ropa del paquete, igual a la que al empezar la ceremonia había quemado dentro del círculo. Lo fue vistiendo pieza tras pieza, con la misma serena fruición que lo había desvestido. Después volvió a repetir los conjuros zoroástricos, las bendiciones del Nasu del Rocío sobre la espalda y las nalgas, y luego, sobre el sexo. Ella comenzó, según los consejos clásicos, por rociarse la vulva, “la vulva fangosa y fiestera cochinilla”, como diría Cemí en unos versos muchos años después de ese memorable fin de fiesta.
Al regresar Cemí a su casa, se fijó en las paredes donde se marcaba la altura alcanzada por el ras de mar, un poco más de medio metro. El suelo estaba manchado de una arena ennegrecida por el fango, diminutos fragmentos de caracoles, pasados como por un mortero de cocina, alguillas, vidrios convertidos en láminas por el peso del oleaje. La salitrera se extendía y sutilmente comenzaba a morder la madera. Al entrar en la casa sintió los ladridos del perro. Cemí oyó en esos ladridos el golpe seco del badajo funerario. Le pareció, como afirman algunos demonólogos, que los habitados por el demonio al pasar frente a un espejo su imagen no es devuelta, que el ladrido crecía y el cuerpo se reducía hasta tragárselo el espejo.
Esos ladridos anunciaban lo peor que le podía pasar a Cemí, una especie de sequía en las fuentes que nutrían su espíritu. En el cuarto de estudio de Cemí, el perro había saltado sobre la mesa que estaba en el centro, retirándose estratégicamente ante la invasión de las aguas. Pateando, mordiendo la tapa de la caja china donde estaba la Súmula, nunca infusa, de excepciones morfológicas, había logrado abrirla y mordiendo las páginas las esparcía sobre las aguas. Cuando Cemí entró en el estudio, todavía el perro mordía con furia las hojas. Como si las rescatara de las llamas. Cemí empezó a saltar y a recopilarlas de nuevo. El agua había borrado la escritura, aunque al arrugarse el papel, le otorgaba como una pátina, como si al volatilizarse el carboncillo de la tinta quedase en la blancura de la página un texto indescifrable. Se acercó a la caja china y en un fondo precisó unas páginas donde aparecía un poema colocado entre la prosa, comenzó a besarlo. El perro ladraba sin querer dejarse arrancar la presa. Con el rabo incrustado de salitre golpeaba las páginas amarillentas por la humedad, queriendo favorecer su dispersión. Hundía su hocico en el fondo de la caja, mordisqueando la escritura. En ese momento, de una gran desolación para Cemí, oyó que su madre lo llamaba para brindarle un tazón de chocolate, acompañado de galletas de María. El perro lo siguió inquieto por la proliferación de las hojas de papel, bastó la contemplación del humo desprendido por el chocolate para que se fuera remansando, golpeando con lentitud el suelo con el rabo, regodeándose con el picor dejado por las quemaduras de la sal.