Cemí quiso hablar con Ynaca Eco Licario, después de la muerte de Oppiano. Volvió a Espada 615. Apretó el timbre, su sonoridad pareció refractarse en todas las angulosidades de la casa. El timbre no convocaba a los moradores, era el silencio de la casa habitada por sonámbulos o por esquiadores, gente que toca la tierra muy peculiarmente, con el algodón del sueño o con el cuchillo de los zapatos. Otra vez el timbre, el pulpo minoano, onduló por toda la casa. Ya Cemí retrocedía como queriendo reconocer la puerta de nuevo, la misma puerta que se había abierto con extraña instantaneidad el día de su primera visita, se cerraba como una muralla en cuyas terrazas el pavorreal de la muerte mezclase las migajas de pan con la marea lunar.
Se abrió la puerta del elevador y apareció de nuevo el mozalbete que había ascendido a Cemí hasta Urbano Vicario y después rectificado la vertical por la horizontal cognoscente de Licario. Mezclaba palabras y risotas: —Enseguida lo reconocí, pero ya no vive ahí el señor Licario, que como usted sabe debe estar ya hablando con Ascálafo del heliotropo que le van a regalar a Proserpina. Vivía solo, desconozco dónde vive su familia, ni sé si la tiene. Pero no crea que después de la muerte de Licario el apartamento ha perdido interés. Lo tiene ahora mi hermano, dedicado a las arañas y a la yagruma, se gana el dracma siciliano deteniendo la sangre, por eso se justifica la referencia a una moneda de veinte siglos. Ese dracma me lo regaló Licario, por eso lo he disparado en la primera oportunidad conversacional, pero yo no hago nada con ella. No me sirve, ya la utilicé, se cumplió en un grotesco verbal. Una Minerva y un Pegaso, la mejor protección en las batallas. Ahora se la regalo.
En ese regalo, Cemí vio la más cabal respuesta del timbre. La vibración incondicionada del timbre adquirió su causalidad en el regalo del dracma siciliano. Parecía que al establecer esa nueva causalidad, la puerta daría su respuesta al abrirse. Lo que vio no le produjo el menor asombro, como si esperase beatíficamente su serie causal. El triángulo metálico de Licario había hecho una metamorfosis proliferante en las redes de araña que iban llenando la sala y dos habitaciones. Las redes habían crecido a cordeles y las arañas adquirían un puño de cuadriguero. El crecimiento de redes y arañas era tan lento, que con una penetración de energía sin duración, se escuchaba, se veía el crecimiento por un infinito agrandarse en el espacio vacío. Las arañas y las redes que se limitaban en un espacio, en el tiempo parecían extender sus redes como constelaciones. En realidad, lo que se veía era un rumor inaudible, lo que se oía era una detenida, congelada cascada que al llegar a la tierra ascendía de nuevo en insectos de cristal, en polvo con ojos, en invisibles orejas volantes. Dispersados los sentidos en el espacio, al fluir en una fuga temporal, adquirían como el incesante pico de succión del pitirre sobre el águila de Júpiter, que ésta después ejercita al picotear la parte inferior del cisne, tiñendo implacablemente el apacible atardecer de las nubes.
El mocito se impulsó hacia las últimas piezas de la casa de los arácnidos. Numerosas macetas con una hoja de yagruma sostenida por su tallo en la tierra húmeda, mostraban el verde como mojado de la hoja y en su envés un blanco de plata y de cal mezclados. Contrastaban el verde vivaz y la plata cansada. Causaban la impulsión de la vida y la muerte como en acecho, aliadas, dispuestas a precipitarse sobre una contingencia desconocida, dispuestas también a mostrar una terrible venganza contra el agua y el fuego entrelazados. Parecía como si esas hojas hubieran crecido a un ensalmo ordenancista de las manos. Las hojas mostraban ya un tamaño inalterable, su crecimiento recurvaba sobre una espera, sonaba inaudiblemente el crecimiento invisible de las redes de las arañas, unido a la espera secular de la hoja. Era el tiempo liberado de la movilidad, una secreta boca mojaba los hilos, un árbol cabellera se metamorfoseaba en una coliflor que se movía en el sueño de una tortuga.
El mocito del elevador saltaba casi, contentado hasta el exceso saltaba, con frecuencia se llevaba la mano a la faja y se subía los pantalones, movía las manos como si le picasen. Cogió un tubo de ensayo con un agua espesa y lo mezcló con un polvo y así formó un líquido sanguinolento. Tomó después una caja que parecía una bombonera, donde se entremezclaba un polvo pardusco con el verde y la plata de la yagruma. Sobre un plato de sopa volcó el plasma sanguíneo y después lanzó con una cuchara dos o tres veces el polvo. Desaparecía la sangre atraída por aquel polvo que la convocaba como una piedra imán. No crecía el polvo, causaba la impresión de que solamente con mirar la sangre la abatía. En esa sangre reconstruida, en ese polvo de yagruma y de hilos de araña, se mostraba de nuevo la vida impulsiva, su reojo y su frenético combate, donde el polvo se avivaba para nutrirse de nuevo con la sangre.
Los círculos concéntricos de las arañas mostraban un tiempo inteligible, pero no descifrable en signos, los círculos cobraban una esbeltez misteriosa, pero retadora, los filamentos cubrían los círculos, parecían un alfabeto para los que tuviesen un tiempo especial para el crecimiento de los vegetales. Aquel tejido debía reproducirse como una palabra muy usada, como las monedas, como la manteleta del catarro, como en alguna página de San Agustín, donde la palabra peldaño, después de unas interrupciones como peldaños borrados por la cotidiana furia de la friega, está continuada por una alusión a la tierra invisible y caótica, como si lo muy usado, después de una pausa provocada por un tiempo que no se determina, adquiriese la vibración y la nitidez de los metales. Nos hacía pensar en una ballena que segregase un hilo como la araña, capaz de trazar una viviente escala entre las profundidades de la tierra y las extintas mareas lunares, de establecer una nueva relación causal entre la semilla y el misterioso peso que sentimos sobre las espaldas.
El tiempo era aquí la contemplación incesante, sin refracción de un cuadrado de hielo, que jamás llegaba a ninguna ribera. Serpientes, pólipos, enredaderas de madréporas tiraban del fragmento sumergido en la masa líquida. Las miradas se dirigían al cuadrado de hielo y allí formaban como escamas. Era la equidistancia infernal, eterna, sin aproximaciones, la ambivalencia de la hoja de algodón con la esfera de oro se hacía inalterable. Nada se desprendía, nada llegaba, el bosque se había cristalizado y la lluvia era inaudible. En la probeta, como en un vacío absoluto, las monedas descendían con el ascenso del humo. Y mientras el tiempo no se movilizaba, los jinetes cabalgaban dormidos, el deseo de un fin, de una silenciosa catástrofe, nada espectacular, soplaba en las orejas de la araña, amoratándola como para oficiar en una caverna sin aire.
Dejé de caminar, me apoyé con la mirada en una cerradura de metal, la vibración amarilla del metal fue capaz de sostenerme. El tiempo, sin la bisagra de su polaridad, convertía la imagen que tenía que marchar desde la sustancia espejeante hasta la punta de los dedos, y saltar después en una lluvia de chispas, atravesaba un desierto donde la luz y la sombra formaban un anfiteatro donde galopaba una cebra. De pronto, una puerta se abrió. Los dedos empezaron a teclear en los resortes de las puertas, a marcar un compás, a señalar una mosca en el espejo. La tierra alcanzaba velocidades uniformemente aceleradas, yo estaba detenido, inmovilizado como un rey en un sueño de mandrágora. Ahora, el planeta se detenía y yo comenzaba a caer, pero mi conciencia cobraba como ojos de pulpo.
Aquellas redes de araña eran como relojes, el mundo viviente y el inorgánico se unían en el tiempo. Volvían a hablar con Rodolfo II en Praga y con Luis XVI el día de la toma de la Bastilla. Con los reyes relojeros. Uno gobierna treinta años de entera disipación y el otro fue decapitado, pero aquellas arañas relojes igualaban sus bostezos y sus carcajadas. Allí el tiempo habitaba la cripta de los reyes muertos. Era tal vez el mejor homenaje, la apoteosis de Oppiano Licario. Recordó que la flor llamada entre nosotros Arañuela, en francés se llama Cheveux de Venus, Cabellos de Venus, Diablo del matorral y la Bella de los cabellos sueltos. En lugar de la sonoridad desprendida del triángulo metálico, capaz de corporizarlo después de muerto, el crecimiento vegetal, invisible en la suma de sus instantes, pero dotado de un acarreo, de un crecimiento madreporario donde el tiempo no soporta las contracciones del reloj sino un lenguaje que va desde la plenitud de las mareas al silencio de la base marina.
Todo estaba a la espera y aquellos relojes orgánicos continuaban segregando en el espacio vacío. La instantaneidad secular, el apoderamiento temporal de la interrogación que le permitía el ideograma de la respuesta, semejaba el salto de la araña y su tela para verle la cara a los visitadores y esparcir su sangre por aquella estrella de mar. Cemí no tuvo la sensación de la ausencia de Licario, sino un infinito acercamiento de la figura y de la imagen, las vibraciones esparcidas por el triángulo pitagórico continuaban, pero eran como sucesiones o vibraciones algodonosas, como las ondas que se desprenden de un golpe plano sobre la madera. El mundo relacionable, de sucesión vertical y esparcimiento horizontal, de las relaciones entre el centro y las vibraciones de un ámbito, estaba trabajando incesantemente en un criadero de araña. Se reducía al polvo, pero ese polvo dotado de las más voraces moléculas, donde estaba en secreta imagen muy avivado el salto de la araña, deglutía de nuevo la sangre, como si el polvo de las arañas mantuviese todos los recursos de su trabajo en vida. Y la influencia de la blancura lunar en la hoja de la yagruma, comunicándole un sosiego, un inalterable reposo, como si ese prodigioso hemostático necesitase ahora de la sangre para aplacarla, su voracidad primero y su sosiego después, como si la sangre al tiempo de ser deglutida por aquellos polvos perdiese todas sus decisiones, como un chorro de agua tapado por una piedra. Era la mejor imagen del reposo en la muerte de Licario. Infinitos entrecruzamientos, ríos subterráneos que terminan en bancos de arena, humeo de la sangre que pedía su corporización. avivamiento inaugural del polvo, formando una danza de hongos en el comienzo de las metamorfosis, pero con signo contrario, es decir, la sombra engendrando el cuerpo, el cuerpo paseando por las moradas subterráneas y el doble sentado en un parque esperando el regreso de la excursión de su cuerpo.
Cemí se despedía, le quiso devolver el dracma griego al mocito, pero éste se sonrió, hizo una reverencia concluyente y terminó: ¿para qué lo quiero yo? Cemí intentó propinarlo, pero el del elevador se transfiguró al decir: —Hoy es el día de su recuerdo y no debemos mezclar las vibraciones del triángulo con el tintineo de las monedas.
Cemí pensó que no sólo había estado a la altura del instante sino que se había excedido. Había mostrado evocación, obsequiosidad y reverencia. Horas subiendo y bajando, hubiera sido un tiempo caro a Licario, y después, al lado de las arañas, como si se hubiera retratado al lado de las pirámides, en una tempestad de arena. Cemí tuvo que repetir el trayecto de su último encuentro con Licario, para precisar la dirección de Ynaca Eco, tuvo que encaminarse de nuevo a la funeraria. Era una mañana de un sol pedigüeño, reiterado, furiosos rayos de un can hidrófobo. El abejorreo de las luces estaba remplazado por el apergaminado frontis de la piedra. Cemí sintió de nuevo la humedad de la noche de su último encuentro con Licario, una humedad relacionable, el coro de los vivientes en medio de la comunión de los muertos, pero ahora, en esa mañana del sábado, lo que sentía era el sol sobre las piedras y sobre su piel. No era la iluminación, la luz descolgándose por las paredes, sino como si la casa se tostase en parrilla. Por uno de esos sortilegios del surgimiento de lo reminiscente que hubieran hecho las delicias de Licario, pudo precisar Cemí que era un siete de agosto, el día de San Lorenzo, el santo de las tostadas y los humeos. Era la piedra calcinada, agujereada por innumerables termitas, ya rastrillada por un mediodía sin término o por la sal depositada por el megalón calcaranón, el tiburón del terciario. Lo que había entrevisto como una casa chorreada de luces la descubría ahora seca como una quijada de coyote pelada.
Había desaparecido el parque con los caballitos y la rueda. La tierra, liberada del apasionamiento infantil, estaba húmeda, pero sin vegetación, convaleciente del peso que había soportado. Sólo quedaba un anchuroso círculo de tierra amoratada, anhelante por el rocío que recibía de nuevo. Pero le quedaba como una sonrisa, residuo de los juegos infantiles que había soportado. La tierra había recuperado su infancia y se mostraba impaciente para inaugurar sus fiestas y sus retozos. Tenía esa alegría, abriendo todos sus poros, como cuando un niño la orina. Bulle la tierra orinada, como el crujido de las castañas en el asador de invierno. Cemí parodió casi inconscientemente el verso famoso y silabeó varias veces: orine es la melena de la castaña.
Cemí sintió esos escudetes que cierran los poros cuando la indiferencia va a llegar y a regañadientes dio varios pasos hacia la vertical casa de las estalactitas, los pasadizos, el ajedrez y los bufones, pero la alucinación proporcionada que sintió la noche del velorio de Licario dependió de una triada, la funeraria, el tiovivo y la casa serpiente escalera. Desaparecido el sortilegio de los dos primeros términos del hechizo, el tercero, la casa, se derrumbaba sin expresión, fláccida y hueca. Pensó que esas tres piezas, la funeraria como alfil, el tiovivo como caballo y la casa como torre, eran una jugada maestra, la última de Licario, donde su ajedrez como compilatoria cognoscente, lo habían obligado a visitarlo después de muerto y a recibir una herencia que no sabía si aceptar como una alegría o una maldición.
Pensó en las leyes del reverso, del péndulo complementario. Una noche había sorprendido la alucinación y el esplendor que rodea a la muerte. Y ahora veía la simplificación yerta, el esquema deshabitado que puede rodear a la vida. Aquella noche la muerte le pareció vital; ahora, esta mañana, le parecía desinflada y pétrea. Entró en la funeraria, en su departamento de administración. Un hombre joven, demasiado rotundo, extendía sus piernas sobre la mesa, cerca del teléfono oxidado, coronado por un moscardón. Cemí no pudo evitar que le aflorara la furia que se le desataba cuando entraba en alguna estafeta y veía la suela de los zapatos convertida en espejo mirándolo. Otro, larguirucho casi cincuentón, frente a un archivo de metal, abriendo y cerrando gavetas, comprobando una lista tachada a medias. Al lado de la mesa mayor, una mesita con una bonitilla pálida de unos veinticuatro años, entrando y saliendo de la oficina cada cuarto de hora, para pintarse los labios y tomar gaseosa con bicarbonato, la franquicia disimulada que allí reinaba la denotaba queridita de uno de los dos, también podía ser, para no hacer una elección forzosa, esposa del cincuentón y barragana oficinesca del señor que quería que le dieran la mano a la suela de sus zapatos. El cincuentón reojo una calma casi aparatosa. El más joven suprimió las piernas entrecruzadas, movilizando hacia el murano caracol la ceniza del cigarro, y la mecanógrafa en lila deslizó un papel en el rodillo y lo suspiró después. Un júbilo, decidieron que era un cliente a la vista, de oda conmemorativa, recorrió el umbral de la casa de los muertos. Eran los extractores del ritual de la moneda en la boca de los moradores subterráneos.
Cemí le dijo que quería saber el domicilio de Ynaca Eco, la hermana de Oppiano Licario, que había sido tendido en aquella funeraria.
Con voz fingida anhelante, pero ansiosa de una comprobación afirmativa, preguntó el cincuentón ¿ha habido alguna novedad?
—La única novedad fue la muerte de Oppiano y vida nueva es también su muerte —secamente le dijo Cemí.
—Tendré que buscarlo en el archivo. Son nombres raros como de extranjeros, parecen nombres de reyes. Hace poco aquí tendimos a una tal María Antonieta Gratina Grullas de Pomaca, que se titulaba Condesa del Oeste, decían que había sido querida de un escritor llamado D’Annunzio. Venga la semana que viene. Hay que buscar con cuidado, arañar casi para encontrar esos nombres, López salta, Licario se esconde —contestó el de la suela de los zapatos muy visibles.
La semana que viene, le sonó a Cemí como una piedra caída en el vacío, hizo que se le borrase la figura de Licario, pero instantes después le parecía que las vibraciones del triángulo metálico, del fondo de una llanura traían su retrato hecho por Pontormo, con el Pegaso del dracma griego agrandado por un vidrio convexo. Caía en el vacío, pero al sonar un timbre, salía de nuevo por la puerta de un elevador.
Al día siguiente, Cemí, se dirigió a la biblioteca que estaba en el Castillo de la Fuerza. Ángeles forrados en agujetas transparentaban la mañana, con una luz tan descorporizada como la fundamentación de una hoguera avivada por las uñas de un coyote. La luz avanzaba como el cuenco metálico de una lanza que al tocar los objetos se subdividía en lo que pudiéramos considerar como la pulpa de la luz, pues si algo se asemeja a la luz es la pulpa de la piña, parece luz congelada, como si por una magia suavemente ordenada por la voz la luz se trocase en una tela. La luz, la pulpa de la piña, la materia cerebral se asemejaban como si coincidiesen en un banco de arena. El sol quemando con una brusquedad excesiva la tierra, formaba después un remolino, que era en su dimensión más profunda el vencimiento del caos, el esqueleto de un ciclón, cada gránulo de luz un ojo disecado, dispuesto a reavivarse de nuevo con la humedad yodada de la bahía.
Cemí atravesaba el puente levadizo del Castillo de la Fuerza y sentía la confluencia del cuerpo compacto de la luz y la disolución hacia las profundidades del agua estancada. Formando varillas de gráciles estalactitas los insectos cobraban fuerza ascendente de la putrefacción de las aguas y la luz los decapitaba y rodaban de nuevo a su infierno de agua podrida. En ese momento Cemí sintió que lo llamaban. Era Ynaca Eco Licario. Se habían conocido en la casa de los muertos y coincidían de nuevo al entrar en un castillo, convertido ahora en una biblioteca destartalada, húmeda y rellena de una sabiduría que intentaba la misma ascensional de los insectos, del esqueleto arenoso, del remolino del ojo disecado, y frente a ellos la luz decapitando inexorablemente y proclamando sin tregua las glorias del cuerpo en sus transformaciones incesantes. Venía cubierta con telas de color tan transparente que a Cemí le recordaron los colores que aparecen en algunos retratos de Gainsborough, donde para huir de la niebla se buscan los colores que más absorben y devuelven la luz. La falda era de un azul muy atenuado y la blusa blanca con encajillos cremosos, que le daban a su mirada una continuidad entre la tela y su cabellera de castaño con hilachas áureas muy abrillantadas. Los pintores de ciudades neblinosas buscan esos colores contrastantes, de la misma manera que una niña pintada por Renoir, o unas ruinas de Corot plenas de luz, nos causan la impresión de que se han logrado apretando las nieblas y a veces hasta las nubes huracanadas. Si consideramos la niebla como la sangre del aire, con su dispersión de colores, rojo, azul, negro, vemos cómo se huye de ese coágulo en líneas como flechas, en transparencias, en colores neutros que se estabilizan en una zona templada. De la misma manera la densidad del coágulo neblinoso produce figuras ligeras, graciosas, la yerba de sudores brillantes, niños o el presunto dorado de las teteras de marfil y plata. Tal vez por eso la pintura de las variaciones brillantes de la luz, la de los más esenciales impresionistas, reconoce como antecedente la de la niebla fija sobre los puertos ingleses, en el verde marino de Turner o en el plata de Whistler. Dos colores muy frecuentes en tantas hojas nuestras. En aquella yaruma que vimos mezclada con las arañas, que sosiega el salto de la sangre.
—Yo lo hubiera esperado en la torre donde Isabel esperaba la llegada fantasmal de Hernando de Soto —le dijo Ynaca Eco, entreabriendo su sonrisa—, ayer lo estuve esperando, acompañándolo hasta que se interpusieron las piedras.
—Mientras usted me venía a buscar al Castillo como biblioteca yo convertía la casa de los muertos en agencia de información.
Su respuesta mostraba una evidencia muy alejada del tono sibilino de las palabras de Ynaca Eco, dichas con desenvuelta indiferencia, sin vestigio oracular alguno. Pero aquél “se interpusieron las piedras" alcanzó una vibración no previsible, como si hubieran chocado dos longitudes de onda separadas por una clavija de un metal transparente.
—Yo pude seguirlo hasta la casa de las arañas, después hasta el umbral de la casa de los muertos. Es cierto que la puerta era de vidrio, pero tan espeso que por ella no pude penetrar, pues tenía extendida una cortinilla marrón que me rechazaba, pero nos unía el soneto último de Licario: La araña y la imagen por el cuerpo,— no puede ser, no estoy muerto. Ya ve cómo él señalaba las arañas como sitio propicio al primer encuentro y la imagen por el cuerpo rompiendo el tabique del espacio interior del cuerpo y el espacio donde se inserta el cuerpo. El cuerpo convertido en imagen y obediente a las palabras que le dictaban una última cita. Nuestro encuentro tiene que ser la comprobación de que esa cita se ha verificado. Si trasladamos a las palabras este encuentro nuestro, quiere decir sencillamente: Ha resucitado. Pero yo, tal vez desgraciadamente, no vivo en el arrepentimiento purgativo del Eros, sino en la comprobación por el simpathos de la vía unitiva.
Cemí no sintió la aparente solemnidad derivada de las palabras de Ynaca Eco, pero vio en lo alto de una verja herrumbrosa por el salitre cercano, a un gavilán, amarillo y rojo, que se mecía en la humedad matinal haciendo un buche con agua de mar. Una línea de fuego movible, como cuando se intenta amenizar un fuego considerable, el engendrado por los líquidos oscuros de las profundidades, echándole paletadas de arena. Saltaba el gavilán a una rama que se doblegaba, después a un balcón que se extendía bajo los ijares del amarillo, después se estabilizaba junto a una piña de cobre en lo alto de una columna pétrea. Sus saltos habían proclamado un círculo de llamitas que comenzaban a extenderse por los bordes dentados de las nubes.
Al abrirle la portezuela de la máquina que los esperaba, Cemí observó la palma de la mano de Ynaca. era como la concha interior de los ostiones, esmalte blanco sobre una oscuridad como la que aparece en las algas de los comienzos. Oscuro que forman los pliegues verdes de las plantas acuáticas. Su mano se abría lentamente con la voluptuosidad de una petaca del XVIII, como si dijera un secreto. Como si en el sueño se dijera un secreto. Cemí esbozó una inclinación muy rápida que se venablo brevemente en los ojos de Ynaca. Ese gesto, Cemí lo había heredado de su madre, era como un eco de una presencia amable, de una palabra paladeada, como un ancestral signo de cortesía la primera vez que se usó, desprovisto del cansancio de la reiteración, sino como un ligero sobresalto amable. Era la eléctrica abreviatura de una inclinación de cabeza.
—Cuando entramos en una zona de hechizo asumimos de inmediato la sobrenaturaleza. Cuando entramos en la sobrenaturaleza parece que nos revestimos para un oficio, cuando salimos y regresamos a la naturaleza estamos desnudos —empezó Cemí hablando de sus cosas—. Cuando trasladaron la biblioteca para el Castillo de la Fuerza fue cuando nació en mí la cantidad hechizada. Veía incesantemente la entrada y salida de los personeros, mientras Hernando de Soto entraba por tierra floridana en la muerte, Isabel de Bobadilla lo esperaba llegar en la torre de la azotea, esa agitación entre lo que desaparece en lo telúrico y reaparece en lo estelar, la imagen penetrando en la cantidad, ya sea extensión poblada o abstracción arenosa, es la sobrenaturaleza. Durante años asistía yo a esta biblioteca castillo, a estas despedidas que terminan en la muerte y recomienzan el tejido en el aire de Isabel de Bobadilla, que une a Penélope y a Casandra, tejiendo y anunciando enloquecida la destrucción de Troya, tejiendo la tela como un espejo donde la imagen en su oleaje estelar está remplazada por el rodar de la ceniza. Le recordaba la Profecía de Casandra, en Licofrón: buscando el asilo de las barcas como una joven invoca y busca cerca de: las sombras de la noche, sorprendida por una espada desnuda.
—Cuando yo leí —dijo Ynaca Eco, sabiendo que no iba a sorprender a Cemí, es más, contando con esa no sorpresa— que usted nos hablaba del genitor por la imagen, supe su captación de la esencia de lo que Licario le había escrito en su soneto de despedida. Recuerdo que yo era niña y estaba haciendo unas edificaciones por la calle que llaman Empedrado. Para situarle a la construcción un fundamento vigoroso habían ahondado la tierra. Muy pronto se formaban pocetas de agua y la decisión del rayo de luz hervía las entrañas, como algunos místicos suponen que en el centro de la tierra aparecerá un agua como un cielo, una médula de agua como cielo que reaparece más allá de la piel exterior de la tierra. Por traviesa curiosidad hundí el índice y el medio en la poceta y el agua parecía hervir. El aire estaba edénicamente matizado por la brisa marina y al acentuarse aquel calor de agua en mis dedos, sentí el impulso de hacerme cruces en la frente. Una vieja negra que pasaba por allí, mojando con exceso las palabras en la humedad de su boca, soltó una carcajada y me dijo: Muchacha, te estás bautizando a ti misma y eso es pecado. Yo le pregunté: ¿usted quiere ser mi madrina? Su risa tenía algo de campana de bautizo. Otra carcajada y me dijo de nuevo: qué más quisiera yo, pero ya tú fuiste bautizada con agua de mar y haciéndote cruces con agua hirviendo de las profundidades —y otra carcajada la desapareció por la esquina.
—Es curioso que Licario no escogiera la iglesia de su bautizo, sino que usted misma se bautizara en una zona de hechizo. Clavar en la pared puede ser un acto banal, pero una triada de piedra, hierro y manos, tiene el relieve de un acto esencial lo mismo para un mistagogo que para el simple respetuoso de la materia. Si pensamos en la nobleza del hierro en su desenvolvimiento temporal, en la oquedad de la piedra o en los clavos de oro que surgían en la piedra como sostén de las capotas de los iluminados en estado de gracia. Clavos que sólo eran vistos por ellos y únicamente a ellos les sostenía las capas. Juego como las barajas españolas, al coincidir el hierro, las piedras y las manos, el artesano se convierte en un peregrino y ve el clavo de oro como una estrella, de la misma manera que el tahur en el brotar sucesivo del as de bastos, la reina de copas y la sota de espada, siento un temblor como un miedo secreto, como quien contempla la ejecución de un rey y por la noche sueña que la cabeza guillotinada ya en el cesto es la suya abriendo desmesuradamente los ojos. Siente que lo escupen. Se despierta muy trasudado y con la idea fija de que ha orinado sangre.
Ynaca Eco no mostraba esa voluntariosa fijeza de algunos aurigas, parecía más bien como si las calles la mirasen y ella penetraba por esa mirada. Oía a Cemí con más atención que miraba el camino. Oía con ese absorto que a veces asumen las aves cuando se les habla, una raya parece que les corta la cara, una graciosa oblicuidad de malicia serena. Impulsada la máquina, cerca el tabique de piedra que separa la tierra y el agua, sobre rayas azules, con abejas tropezando en angulosidades áureas, Ynaca Eco se transformaba, saltaba desde la proa de un trirreme a un lanchón sobre el Támesis cuyos tripulantes ejecutasen la más adecuada música de Haydn para esos paseos. Se extendía, se desperezaba, ronroneaba sobre las algas de los corceles marinos.
—Ese hecho de su bautizo —le dijo Cemí—, es la primera comprobación de la imagen que usted irradia. A su lado se siente algo que concluye y algo que continúa, como si nuestro cuerpo fuera una densidad distinta de la sustancia universal, pero esa excepción del paréntesis corporal, como una empalizada frente al desierto, termina anegándose, sumergiéndose ¿reapareciendo? Pero cuando surge esa pregunta ya estamos nosotros también anegados, el agua ha profundizado los ríos subterráneos y ha formado la sangre negra, la llama se ha hecho hoguera, las hogueras se han hundido por sus lenguas y han calcinado la ciudad. ¡Qué transmigraciones de la imagen! Como el gavilán amarillo y rojo ha hecho su aparición, si antes hablaba de una cabeza guillotinada que abre los ojos, ahora arrancamos la lengua y la vemos saltar en lo alto de una llama. La lengua de la llama, me siento de nuevo calcinado por Oppiano Licario, ya no podemos invocar sus respuestas, pero mientras tanto las preguntas, el espacio gnóstico, penetra en nuestro cuerpo. Licario hizo de sus respuestas sobrenaturaleza, pero usted parece decirnos que hay que hacer de toda la naturaleza una sobrenaturaleza total. Sus respuestas un tanto hieráticas nos condenaban sin pavor al silencio, pero usted, Ynaca Eco —Cemí la recorrió con lenta mirada de yodada voluptuosidad—, nos dice una alegría, nos aconseja una dicha. Pero no quiero ganarme su reacción al recostarme demasiado apresurado en la alabanza.
—Por el contrario —le contestó Ynaca Eco—, no le tema a mi reacción a su alabanza, pues tengo que decirle tales cosas que me harían no palidecer, pero sí temblar. No se asuste, pues Licario me decía con frecuencia: él tiene lo que a nosotros nos falta. Después añadía: yo lo he conocido demasiado tarde, la muerte está cerca, pero tú debes conocerlo en la juventud de los dos. Pero nunca me dijo qué era lo que nos faltaba y qué era lo que usted tenía. Conocerlo a él, será tu mejor fuente de conocimiento, me repetía. Al morir Licario creyó que su vida se había logrado por dos motivos: porque al fin lo había conocido a usted y porque nosotros dos nos conoceríamos. Ahora, los tres podemos estar contentos. Él puede entonar una cantata que puede ser de Bach: no estamos solos en la muerte. A la que podemos contestar con otra cantata que puede ser de Haendel: no estamos solos en la vida. Es un anticipo de la resurrección, pues él juzgará a los vivos y a los muertos. Por Licario sé, y eso es para mí como una orden sagrada, que lo que me falta sólo podré conocerlo en usted. Licario lo buscó queriendo amigarse con su tío Alberto y con el Coronel, pero llegaba tarde a la fiesta. Esas personas se le escapaban hacia la muerte. A usted le habló cuatro o cinco veces, las suficientes para saber si usted conocería por la imagen y él por las excepciones morfológicas. Si los tres trabajásemos juntos o puestos de acuerdo, recuerdo que me dijo una de las últimas veces que hablé con él, sería el fin del mundo, los muertos entenderían lo que les transmitimos a los perros para que les ladren, pues los perros más le ladran al aire que al que ven llegar y toca el timbre, pero se afilan los dientes para el aire y saltan y lo muerden.
Cemí sintió más la transmisión de las palabras de Ynaca Eco. que la vibración que en él adquirieron las de Licario. Meses después, esas palabras de Licario, le despertaron algo semejante al primer descubrimiento de su destino, al sentir la sabiduría de Licario al pasar por los labios de Ynaca y su belleza. Nunca Cemí había estado tan cerca de la mujer, en el mismo círculo, regido por el Eros. Sintió el deseo, la lucha de la imagen con su sangre, con su piel, con su pelo. Un punto, reducción del ajeno cuerpo dentro del mismo círculo, volaba por todo su cuerpo. Inapresable, saltando de un punto a otro, sumando puntos. El deseo de fundirse, de unificarse saltaba sobre el otro cuerpo cada vez que cerraba los ojos. Era en extremo blanca, de un blanco azul de sangre cansada. Su belleza llegaba o se esparcía por la extensión de su blancura, como la contemplación de una llanura de nieve que nos sobrecoge y nos invita a no interrumpir nuestro paseo. La blancura de la piel en el aire era muy diferente de la de los dientes, cremosos, con las hilachas azules de la leche batida, brillantes por la humedad de la saliva, contrastaba con el aire seco donde se agitaba su piel. Tenía algo de las sílabas lentas del nombre Semíramis y del misterio que acumula la energía de Carlota Corday. Parecía una Semíramis pintada en un columpio por Fregonard o mejor una Carlota Corday pintada por Gainsborough o por Reynolds. Una solemnidad sin énfasis la apoyaba con gracia en las brisas de la bahía. Cemí sentía la frescura del agua cerca del aire, tal vez porque le distendían sus bronquios de asmático, en el Eros de la lejanía que caminaba hacia un cuerpo en el círculo donde el fósforo, cercanía de conchas, delfines y mareas, operaba en la madrugada como el animal que anuncia, dice, proclama.
Sus ojos eran una pequeña mancha gris y verde de la espátula, una mancha, no un deslizamiento del pincel. La manchita dardeaba esos reflejos metálicos de la Casandra cuando profetiza en el turbión. Pero Cemí pudo precisar que lo que más le erotizaba eran los absortos de Ynaca. Cuando terminaba una frase ésta parecía encaminarse al trípode de la sentencia oracular. Movía ligeramente la cabeza en el aire, parecía como si un demiurgo en colmo de delicadeza lograse situarla en el número de oro de las proporciones, y después se quedaba absorta, como esperando la llegada del eco a la concha del oído del dialogante. Las más de las veces el proceso era inverso, si lo oído lograba interesarla, se abría el absorto como sintiendo el recorrido de las vibraciones de la palabra, como si se engendrase en ella una nueva circulación. Su oído se quedaba atento a la circulación del ritmo del verbo en sus profundidades.
Sintió Cemí la llegada del deseo, la imagen de Ynaca aparecía y se borraba, estaba a su lado y sentía que desaparecía. Como el cese de una resistencia y después grandes carcajadas que decían un nuevo comienzo. El simpathos, el Eros de la lejanía irradiando en el cuerpo que estaba a su lado, el nexus universal que abatía todas las esclusas y después el agua salitrera, la división rebullendo en cada poceta. El agua del mar extendiéndose por los canales, cayendo con su rebrillo en cada una de las pocetas y ofreciendo los nuevos exaedros salinos. En presencia de Ynaca sintió por primera vez el camino del agua hacia la sal, del cristal salino deshaciéndose en la hoguera. A Ynaca se le hizo visible ese camino, pues Cemí trasladó la mano, que apoyaba en su pierna derecha, a su mano izquierda y la apretó con lentísima sudoración.
Llegaron a la casa de Ynaca Eco, rodeada de jardines, arboledas, fuentecillas donde dormitaban careyes con el espaldar metálico excesivamente pulimentado. El agua de la fuente al refractarse en aquellos escudos chisporroteaba como una carcajada solar. Al acercarse el mediodía se liberaban las metamorfosis de toda aquella naturaleza. El sueño de las tortugas se igualaba con el de las grandes hojas de malanga. Las hojas se desperezaban lentísimamente en la lámina de los estanques. El loro ironizaba bizarramente con su caperuza de siete colores descompuestos en el prisma, al mecerse en su aro de cobre arañaba a la impasible niña de los ojos. Recordaba al hijo cabezón de Mallarmé jugando con su loro Semíramis que le había regalado un amigo de su padre. El cuadrado rosado de la casa, en el centro de la finca, recibía las finezas o los brochazos de todas esas metamorfosis acabalgadas. El rezumo líquido de las hojas, el polvo de carey, los subterráneos estallidos del loro, tripulando la levitación de una pluma pasaba cariciosa por la superficie del cuadrado rosado, dejando manchitas, hoyuelos, girovagancias.
Los tres peldaños que ascendían al portal estaban defendidos por dos beduinos del tamaño de un pie, uno en verde otro en amarillo portaban sobre sus espaldas dos afiladas medialunas de bronce. Su destino era que allí se depositase el fango que pudieran traer los zapatos. Pero su destino era ilusorio, por eso estaban tan sonrientes, pues el senderuelo que conducía a la entrada del cuadrado era de piedras pelonas, como se decía en la época de la edificación de esa casa, tan pulidas como guijas que jamás hubieran consentido el humus fraccionado. Ahora esos beduinos ofrecían como una flatterie del siglo XVIII, regalándole una luna propicia al visitador. Cemí no pudo menos que recordar el deshollinador usado con finalidad detestable por algunas sectas de los estoicos, exhibido en algunos museos de provincia del Adriático. Cemí agradeció el envío de esa precisa pluma reminiscente para oponerla al guiño atolondrado del loro.
En la sala el centro lo ocupaba un espejo veneciano con marco dorado tan ornamentado que hacía pensar en el baldaquino toledano de Narciso Tomé. El espejo, frente a la puerta de entrada, reproducía en tamaño natural las figuras que ascendían por el senderuelo que conducía a la casa, ofreciendo la visión de una lámina metálica que gemía como una veleta. Recogía una tortuga, apuntalaba una cesta de mameyes y papayos, rectificaba incesantemente a una perdiz saltando los granos de maíz. Al abrirse la puerta, el espejo destrenzaba colores más que figuras, rojos, amarillos, verdes, en sus aguas inmóviles aparecía una instantánea naturaleza muerta. Sin embargo, el estilo no se apoyaba en lo muerto. No era el endurecimiento en un estilo, el espejo tragaba diversidad y se iba haciendo un hilo que recorría toda la casa. El hilo atravesaba conchas gaditanas, pájaros disecados, gallinas de loza escocesa, pero al final se movilizaba para recibir la apagada sonoridad de los pasos de Ynaca Eco. Sus pasos rápidos convertían aquellos objetos en agazapados animales coléricos, enfurecidos por la espera, sentados en un taburete circense. Alguien, un alguien que era la atmósfera de toda la casa, los había hecho replegarse y esperaban confiados las sucesivas máscaras de los desfiles en el tiempo. Eran, bien el sobreviviente de un paseo por una playa bética, la amistad del naturalista Gundlach con uno de sus ancestros o la respuesta a la obsequiosidad criolla de un almirante inglés que había pasado días en la casa, pero todo como traído por los espumarajos del espejo central cortando las imágenes. La casa tenía algo de mastaba egipcia con secretas galerías para los gnomos bailando en una mina de diamantes. Algo de catacumba donde conversan los plateros de Bagdad. La muerte como una higuera en la extensión sin término y la luz llegando y preguntando por la agonía del delfín sin regreso. La luz encristalada en una urna y la muerte saltando como un clown en el espejo. La casa era un malentendido donde se coincidía en una cita, aunque todos llegaban fuera de hora. Cemí tuvo la sensación de haber pasado por un subterráneo del Castillo de la Fuerza a la casa de Ynaca Eco, pero todo había transcurrido en el espejo de la mañana, o mejor en la mañana del espejo.
La casa parecía las ruinas del cafetal de Angerona reconstruidas. En sus jardines, detrás de la casa, la silenciosa diosa romana del silencio, con el dedo índice de la mano derecha cruzándose los labios. Hoy la mano y su índice que apuntaban la cantidad de silencio que debía rodear la casa, están mutilados. Sólo conserva la mano con la que se cruzaba la túnica. Allí no se exigía el silencio que acompañaría al cansancio de las fiestas danzarias, sino al silencio de sus moradores. Por ese cafetal, situado cerca de otro llamado La Sibila, cerca a su vez de otro, La Simpatía, habían desfilado dueños alemanes, belgas, colombianos, que eran músicos, jardineros, eclesiásticos, poetas, elfos, locos, fantasmas errantes que se deslizaban desde las plantas aromosas hasta la prisión de la torre. El maíz desgranado se mezclaba con collares de vidrio; el paño de pinta insolente con el café en su cáscara, el tejido de sombrero con el cristal del azúcar, el molino de viento con sepulcros profanados. Allí la locura era una asimilable costumbre, la excentricidad exquisita y conversacional, lo irreal invisible tocaba la puerta y lo visible se recostaba en una fuente submarina. Sus moradores estaban inmunizados contra la viruela. En esas tierras el descendiente de un titán alemán se había casado con la más delicada hija de Luisa Pérez de Zambrana, se llamaba Angélica. Todos habían muerto enloquecidos, mostrando en sus dedos sin sangre la ceniza de la flor del café.
Pero en esas tierras su final había llegado de la manera más condigna, como una hogareña cantata de Bach que terminase en un requiem mozartiano. Lo solemne, sin querer serlo, se remansaba en un final donde el andantino imponía sus compases gráciles y agriados a la inconmovible dignidad de la muerte. Sus ruinas mostraban el pórtico columnario, las estatuas volcadas en los matojos, las verjas devoradas por la húmeda brisa salitrera, los murciélagos fumando plácidamente en el torreón, los nombres de las tumbas astillados por patadas de los caballos. El tiempo, cierto que con un vivace más que con un maestoso, había hecho su digestión sin el agravio tropical de la fermentación. Por la noche seguía evaporando en la imagen, por el día el sol seguía masticando las yerbas y las piedras. Esas ruinas se reavivaban al esbozar la posibilidad de una segunda muerte.
La casa de Ynaca Eco tendría que sufrir el frío inexorable de un destino abrasante. Como una pesadilla sin reserva de apoyo, al despertar no se encontraría con las mutilaciones ni con las lagartijas confundidas con el jaramago de las grietas. Al borrarse el tiempo, en la desaparición de la generación de efímeros que la contemplaron, o fluir en la llanura sin resistencia de piedras o de árboles, la casa no podría ser reconstruida por la reminiscencia sino tendría como una nueva arca de la alianza que ser trasladada de nuevo de las aguas del monte Ararat para ser alcanzada por la imagen corriendo como un jabalí por la llanura de nieve, seguido de perros que llevarán en la boca los troncos de la nueva edificación. La reminiscencia remplazada por la imagen favorecía una coordenada de coincidencias que reproducía la idéntica población en el mismo espacio. Al desaparecer la reminiscencia de la casa sobre la tierra, tenía que descender la imagen de la misma casa del cielo a la tierra, pues solamente evapora la reminiscencia cuando la imagen gravita hacia el espejo central de la tierra. El hecho de que la imagen tuviera qur reconstruir la casa, nos llevaba al convencimiento de que sólo la imagen la había destruido, pues jamás sus moradores habían pensado en cumplirse por la sucesión en la sangre o en el espíritu. Al no actuar la reminiscencia espermática en la naturaleza, no podían resurgir por la imagen en la sobrenaturaleza. La casa fue destruida alegándose la polémica necesidad de un parque infantil en aquella zona casi rural, que desde luego nunca fue construido. Este es el relato, más bien un silencioso y secreto cantar de gesta, de cómo Ynaca Eco Licario sobrevivió a la destrucción de la casa.
La sucesión posible, nonatos coros de niños danzando en parques que no se han construido, han venido a remplazar lo que eran ruinas en otras edificaciones palacianas. Una casa como un caracol en un fondo rocoso y batido por las corrientes submarinas. Una casa que no dependía de su círculo o cuadrado en el espacio, sino del tiempo de sus moradores, por el estilo de su marcha, de su mirada, por el eco o la desaparición de la voz. Un tiempo creando en la extensión inexorable y desértica. Una partogénesis de la extensión que cruje y se fragmenta y se enlaza de nuevo. Al romperse las murallas, al deshacerse la casa en el polvo, la voz se expandía, la marcha hacía visible su destino, los gestos volvían a ser acompañados por las órdenes o las súplicas. El continuo que había fluido en el tiempo, al perder su envoltura, su casa alcanzaba su atropía como si el espacio hubiera sido tan sólo un paréntesis, una imantación del tiempo entre dos polaridades. En ese campo la aguja había sido tan sólo remplazada por el continuo temporal. La casa, como el cuerpo, tenía también su imantación temporal donde se alojaba la semilla de la imagen. En el espacio vacío pone sus huevos la imagen, cuyo líquido amniótico viene siendo el fragmento del continuo temporal, que se totaliza por el aglutinante de los poros de imantación. El aquí y el ahora se han transformado en la plomada del nuevo muro, después que al muro se lo tragó la invasión de las aguas o la desazón temblorosa de la tierra.
Ynaca Eco y Cemí se adelantaron hacia el patio. El cuadrado del patio enmarcaba lo estelar sin lo que hubiese sido la presencia ofensiva de las nubes. Así como los visitadores penetraban por el espejo de la sala, la casa parecía mirarse en el espejo estelar ¿sería tal vez el círculo de encina sobre el cuadrado de metal? Las sillas y mesas de hierro de un azul muy oscuro anegaban la luz incisiva, buscando como un can del mediodía. —Hace demasiado sol y nos cansaremos al hablar —dijo Ynaca Eco—, recuerde lo que decía el Greco: el sol me rompe la idea. Aquí es mejor sentarse por la tarde, cuando va entrando la noche y el patio es como un acuario, pensamos como si nadáramos, cada idea es un pececillo.
Ynaca dibujó en sus labios la graciosa ingenuidad de esa frase.
Por una escalerilla subieron a la biblioteca, donde la luz parecía favorecer la destreza y los secretos de la conversación. La diosa Hera sostenía una urna para las cenizas de los placeres de la inteligencia. Los finales de frase cobraban la aparente dignidad de la ceniza de los cigarros cayendo en la urna, pero esa ceniza parecía reanimarse con la llegada de la luz. Nos hacía recordar que los Placeres de la inteligencia era una expresión de Le Notre y el Arte de la tierra un libro de Palissy. Las paredes con grabados coloreados de los diversos cuadrados florales de Versalles, nos hacían pensar, lo mismo que si viéramos un Kandinsky, una bahía japonesa o una vega de tabaco pinareña, como el vómito de un niño que ha saboreado una pulpa de mango nos hace descubrir la hecatombe de un avión o la cólera de un samurai. Toda la hybris se había unificado en la luz, en la luz pensada, tragada o vomitada por el pensamiento. Toda la cultura fluía como una comparsa en un Día de Reyes, dirigida por un farol y un perro. Allí estaban las excepciones morfológicas de Licario, lo infuso revelado por Ynaca Eco y Cemí con sus imágenes.
Todos los objetos de la casa parecían imantados y digeridos por el continuo temporal que la recorría. Guardaban como una heredada amistad con sus moradores, aun los más recientes objetos pendían como frutos de un árbol genealógico. Nada parecía reclamar su arrogancia de fragmento, todo se sucedía y apoyaba como las láminas de una botella de Leyden. Los platos de cerámica árabe, los cupidillos vieneses del rococó, las genesiacas divinidades eritreas, los aparatos para proyectar microfilms, los abaniquillos de las criollas de los grabadores habaneros, el paraguas puesto a secar en el patio, el joven mestizo uniformado que con pasos de danza traía la bandejilla con el café, no se retardaban en el tiempo ni se agazapaban en el espacio, formaban la cabalgata visible del continuo temporal. Un zumbido, un río, la instantaneidad de los movimientos de los brazos. El tiempo indivisible recorrido por el movimiento de los cuerpos, con la fatalidad de una paradojal caída horizontal… Secreta gravitación, no del Ícaro que cae, sino del peregrino inmóvil en el espacio eleático.
Pero ese espacio incesantemente subdividido era recorrido en su totalidad por la parábola viajera de sus moradores. Licario e Ynaca habían sido incesantes viajeros con incesantes regresos a la insularidad. Viajaban y abrían sus maletas como una lluvia fecundante sobre la casa. Tenían que regresar para vencer la dispersión, cuando en sus viajes sentían que un brazo les pesaba con exceso como queriendo seguir una individual aventura, sentían la necesidad de regresar para umbilicarse de nuevo, para encontrar la totalidad de la salud. Licario. le susurró un día Ynaca, decía que viajaba para enfermarse, pero que regresaba para salvarse, para aumentar la posibilidad de conocerlo a usted, para poder vivir en la imagen. Cemí pensó que Ynaca le había dicho esa frase pare, halagarlo, pero era en realidad una de las pocas veces que un halago es el esclarecimiento de un destino.
—Me gustaría que tironeásemos la primera expresión que le oí cuando nos encontramos en el puente del Castillo de la Fuerza —comenzó diciendo Cemí—: yo lo hubiera encontrado si no se interpusieran las piedras. Podía quedar en su simple potencia oracular, como dicha por un babalao reglano o por una pitia délfica, pero yo preferiría para excepcionar la mañana que me regalase un secreto más que ocultase un misterio, pues hablar es después de todo un misterio que se convierte en un secreto que se comparte, aunque es innegable que cuando un secreto está, yo diría, bien conversado, vuelve a ser un misterio. Ahora en la cuerda de la conversación es necesario que los dos nos pasemos el paraguas que se está secando en el patio —Cemí prefirió ese final socarrón para no darle a su invitación una solemnidad excesiva, mediúmnica o profética.
De inmediato Ynaca recogió el guante, agitando como una vestal de Cagliostro la lámina de agua magnetizada. —Usted hablaba de un secreto, pero yo también desearía que nos paralelizáramos, sin miedo a disfrutarlo, pues coincidiríamos en el espacio curvo, es decir, que debemos dedicar la mañana a los secretos paralelos. Usted me dirá el suyo, yo sé por Licario que lo tiene—. La expresión espacio curvo aminoró su pesantez al entreabrirse sus hoyuelos como las mejillas de una muchacha japonesa que hubiera pasado en tren por Yoshiwara. La expresión paraguas abierto usada por Cemí se paralelizó con la expresión espacio curvo, como una reverencia, un gracioso gesto de aceptar la invitación de un rigodón. Al rebajar Cemí la solemnidad, Ynaca añadió la gracia. El continuo temporal comenzaba por hacer indistintos el paraguas bailando en la cuerda floja y media mejilla japonesa asomando en el espejo central de la sala.
—Cuando yo era muy niña —comenzó a decir Ynaca sin la menor vacilación—, veía a una persona caminar, después precisaba que ya no la veía con los ojos, pero la seguía viendo en su marcha, aunque fuera excesiva la extensión que recorría. Pude observar que mi visión se detenía si esa persona abandonaba lo que yo llamaría el espacio abierto, para penetrar en su casa, o un objeto cualquiera, un árbol, una pared, una densidad mayor que refractase la potencia de penetración de mi pensamiento, se interponía. Si Licario, por ejemplo, iba o regresaba del trabajo lo podía seguir mirando en cada uno de los puntos que recorría, pero la visión se me hacía más difícil si tripulaba un ómnibus muy lleno, sobre todo cuando lo rodeaban pasajeros de mayor estatura, o cuando comenzaba a trabajar en la oficina, rodeado de paredes, pero cuando para descansar se paseaba por el balcón lo volvía a ver, para borrárseme de nuevo al regresar a su mesa de trabajo. Un día en su oficina conmemorándose un año más de su nacimiento, permaneció con algunos amigos que querían agasajarlo más allá de las horas de faena, embriagándose con discreción. Como me encontraba paseando cerca de la oficina, sentí deseos de irlo a buscar para comer juntos en su cumpleaños. Estaba indecisa, cuando salió al balcón y pude precisarlo sudoroso, vacilante, como en inconexo silabeo con su sombra, me apresuré en llegar hasta el balcón y sentir la alegría de verlo, fue la única vez que lo vi así en su vida, con una embriaguez que lo sorprendía. Lo vi alegrarse cuando me vio llegar tan apresurada, me elogió la oportunidad de esa visita y me dijo, con no disimulada sorpresa de mi parte, que estaba tan alegre que había sentido el deseo de lanzarse por el balcón y que mi llegada desviaba esa alegría a un cauce menos asombroso y pintoresco.
Entonces me vi obligada a explicarme, pues sabía que no le gustaba que nadie de la familia lo fuera a buscar a su trabajo. El día de su muerte yo sentía como una misión que me obsesionaba, el deseo de entregarle el soneto que había escrito para usted. Él pensaba que era necesario e imprescindible, como una fatalidad a la que hay que ofrecerle con astucia nuestro mejor costado, que nos conociéramos. El soneto, al ser entregado, era como una respuesta que él nos daba después de muerto, ponía mi mano en la suya. Estando a mi lado muerto, como él me hablaba con reiterada frecuencia de usted, con obsesión mientras duró su enfermedad, aunque me dijo que no le avisara, pues prefería que lo que tenía que suceder se verificase después de su muerte, pude precisarlo cuando se acercaba, sin saber la muerte de Licario, a la funeraria. Lo vi mientras venía caminando, me atemoricé al verlo doblar por la calle del tiovivo, lo perdí de nuevo cuando entró por el túnel, reapareció por la terraza, se me borró, lo veo caminando por la calle de nuevo, desaparece cuando sube por el elevador. De pronto, está delante de mí recibiendo el soneto. Como esta mañana, otra ves de pronto, nos encontramos en el puente levadizo del Castillo de la Fuerza. Si llega a atravesar el puente, si penetra de nuevo en el Castillo, se me pierde de la visión y tengo que seguir esperando y cada espera, aunque sea de un día para otro, puede ser un bostezo en la eternidad.
Licario me ayudaba a salir de la confusión de ese extraño regalo, de esa visión hecha como de miradas que se sumaban, crecían y desaparecían al surgir una interposición, una resistencia a la penetración de la mirada. Observaba también que me era agradable mirar el sol, aunque me producía escozor, irritaciones conjuntivas, lágrimas. Yo había leído que algunos fakires de la India se quedan ciegos por la prolongada contemplación solar. Me atemorizaba y me alegraba, la posibilidad de la ceguera era compensada por la irritada desazón de las lágrimas. Se lo dije a Licario y él me fue aclarando, alejándome de la ceguera y del impremeditado don de las lágrimas. —Estamos adelantándonos al ajedrez del futuro, yo tengo que dar una respuesta inmediata a la jugada que todavía no has hecho. Es lo único que vale la pena en la relación de las personas, pero esa partida tiene que tener un espectador que participa, José Cemí nos trae el doble de la imago, fue una de las últimas cosas que me dijo. —Ahora —continuó Ynaca—, con la muerte de Licario, su labor, Cemí, es mucho más difícil, pues tiene que jugar con las blancas y con las negras' un juego que no se pudo empezar, pero que usted tiene que llevar a su término.
Ynaca hizo una pausa como si quisiera favorecer la entrada conversable de Cemí, que, por el contrario, espesó su silencio.
—Prefiero oírla, seguir viendo cómo su tijera corta la tela —dijo al fin—. Me hace recordar que hace mucho tiempo, mi madre me relataba que, en una ocasión, cuando tenía doce años, su padre le había preguntado cómo se hacía el tejido llamado alfajor. Eran los días de la emigración y su escarchado. Mi madre le respondió: A little tuck (una alforcita) and a little embroidery (y un bordadito). Acompañaba la frase con un gesto como si bordara en el aire. Era una pausa que no interrumpía la prolongación de la tela. Procuraré, sin interrumpirla, añadir como un eco, con la avidez expectante de la oreja tensa del gamo.
—Pues volvamos al ricorsi —siguió Ynaca Eco—. Entonces me fue haciendo leer a Santa Teresa y a San Juan de la Cruz, pero recuerdo que me dijo que la Guía en lo espiritual, de Molinos, debía ser mi manual de cocina. Yo le llamaba a esa contemplación solar, la turbación provocada, expresión que, desde luego, es molinismo puro. “Si la tentación no le refrenara, sin remedio se perdería”, pues el Señor, el Magnánimo, el Dador, permite por momentos la perversión, pensamientos contra la fe, horribles tentaciones, gula, lujuria, maldición y rabia, “para que nos conozcamos y humillemos”. (Guía en lo espiritual, Miguel de Molinos, cap. IX). Después que esa turbación me hacía llorar, Licario me llevaba a un cuarto en sombras, donde la turbación se iba trocando en la visión, pues me iban quedando delante de los ojos unas manos, o un botón luminoso, el rebrillo de una lanza, ojos remedando la ignición solar. Al paso del tiempo, ejercitándome bajo la dirección de Licario en la turbación y en el punto luminoso, con dejar una luz encendida en el cuarto mientras dormía, podía en el sueño seguir la marcha de las personas, la irregularidad de las poblaciones como móviles en la extensión.
Cemí hizo un gesto en el aire que recordaba el relato del tejido de su madre. Ynaca lo interpretó como la pausa que sin estar en la partitura se deja al arbitrio de los músicos. —En el momento en que usted habla de la reducción de la turbación a punto luminoso, creo que podemos empezar con el paralelismo que me pedía en esta primera conversación, pero ese paralelismo tiene que ser un poco irregular, asimétrico, como se ha descubierto en los últimos tiempos en las estatuas griegas, por los helenistas que reaccionaban furiosamente contra el sopor del metrón griego.
—Entramos, pudiéramos decir —continuó Cemí—, con el mismo paso de danza, pues lo que usted llama la turbación, para mí es lo increado creador, Dios que nos da las dos dimensiones, lo increado, la futuridad, y lo creado que es el pasado, la instantaneidad coincidente de lo increado y de lo creado es lo que llamamos presente. Lo increado creador actúa como turbación, cerramos los ojos y ya están volando los puntos de la imago. La suma de esos puntos forma el espacio imago y lo convierte en un continuo temporal. Observe que ese proceso no es más que lo increado futuridad buscando la instantaneidad presente.
Después aparecerá el movimiento actuando en el continuo temporal. El movimiento suma los puntos imagos, los circuliza y rota y los somete a la polaridad. Ésta a su vez engendra la linealidad y la fuerza de atracción. Esa linealidad y fuerza de atracción, unidos a la polaridad, es el paso previo para lograr el continuo temporal.
Al lograrse ese continuo temporal, las dos dimensiones del tiempo, pasado y futuro, desaparecen. La linealidad y la fuerza de atracción buscan la línea divisoria entre lo increado y lo configurado, o lo que es lo mismo, los puntos de la imago al actuar en el continuo temporal borran las diferencias del aquí y ahora, del antes creado y del después increado.
Lo que ahora le voy a decir tiene algún contacto con sus experiencias, pues usted ve caminar y la imago cabalga también en el continuo temporal. La infinita posibilidad cohesiva de la metáfora que usted la ve como res, como cosa, yo la observo como posibilidad cohesiva que al actuar en el continuo temporal se trueca en la posibilidad de la imago como cuerpo en el espacio. La imagen dura en el tiempo y resiste en el espacio.
El hombre participa por la imagen, al igual que por la caridad, de la futuridad increada del demiurgo, pero la imagen es concupiscible, pues tiene que fundamentarse en lo creado para llegar a lo increado creador. Nuestro cuerpo es como una metáfora, con una posible polarización en la infinitud, que penetra en lo estelar como imago. Caminar en el espacio imago es el continuo temporal. Seguir ese continuo temporal engendrado por la marcha, es convertir lo increado en el después, la extensión progresiva fijando una cantidad novelable.
—Ya estamos en la novela, pour la mère de Dieu, no andemos tan de prisa —interrumpió Ynaca—. Volvamos al cuarto oscuro y a los errantes puntos luminosos que lo recorren. Recuerdo ahora que Della Porta, el creador de la cámara oscura, tiene un precioso tratadito sobre la destilación —Cemí observó la recta interpretación de las pausas y el adecuado y natural traspaso de la conversación, al principio pensó que sería imposible evitar cierta disimulada violencia al pasar la conversación del uno al otro. No se interrumpían, ambos se proseguían. Las turbaciones coincidían, los puntos imagos concurrían, furiosa imantación de la línea del horizonte—. Durante años seguí acariciando el libro que me regaló Licario. Molinos hablaba del silencio como en nuestra época se habla del vacío o de la nada. Hablaba del silencio verbal, el de deseos y el de pensar, para lograr lo que los alumbrados españoles de la época de la monja Encarnación de la Cruz, llamaban el dejamiento. Por el silencio de palabras se obtiene la virtud, es decir, la fortaleza. En el silencio de los deseos se nos regala la quietud. En el silencio de pensamiento alcanzamos el total recogimiento. Comenzamos a ver, marchamos y vemos las huellas y la progresión de la marcha. Es el silencio del homenaje y parece que alguien, digamos Dios, nos comienza a hablar. Es el silencio que rodea los cuerpos cuando comienza el amor. La Magdalena no habla, “y el mismo Señor, enamorado de su amor perfecto, se hizo su cronista” (Guía en lo espiritual, Molinos, Cap. XVII). Para la obediencia a ese silencio, Molinos requiere a San Buenaventura que le aconseja que sea voluntaria, sin contradicción; simple, sin examen; perseverante, sin pausa; ordenada, sin desvío; gustosa, sin turbación, y universal, sin excepción. Para conseguir ese silencio previo, esa dejación, sin tiempo ni espacio, aconsejaban los padres fundadores los más inopinados tejidos de hora. A unos les dicen que planten lechugas por las hojas, que dispersen el agua sobre troncos secos o que cosan y descosan el propio hábito. Así van surgiendo las que llama centellitas del espíritu, “las cuales abonen como la muerte las formas y especies”. En esa distancia entre el silencio y la centellita comienzo a ver a un hombre que camina, que se me pierde, lo retomo. Pero nunca puedo saber si dentro del silencio el que marcha me habla, o se interrumpe mi silencio y cesa el desfile. Puedo seguir esa marcha, pero a veces lo que yo percibo como abismo, y Pascal creía que todo hombre lo llevaba a su lado, se lo traga. Puedo decir que esa visión, pues el abismo acompañante lo que hace es reproducir la primera turbación de la contemplación solar, consiste tanto en ver como en no ver. Nunca podré saber si tengo el don de la visión, pues sólo veo lo que se prosigue y me obnubila lo que me interrumpe.
—Me voy a aprovechar de su última afirmación para interrumpirla —le dijo Cemí—. En esa dimensión la imago viene para completar esa media visión, pues si no existiese lo posible de la visibilidad de lo increado, no podría existir la cantidad novelable y este diálogo entre usted y yo sería imposible. El simple existir se nutre de la cantidad novelable, cuando ésta se circuliza, es decir, cuando se equilibra en la bipolaridad del círculo, desaparecemos. Es la única justificación de la muerte, cuando los agrupamientos cohesivos de la metáfora no funcionan como incipit en el espacio imaginario, regido por el cuerpo en marcha de la cantidad novelable, se engendra la putrefactio de la muerte, la bipolaridad impide el movimiento, lo que se prosigue no irrumpe en lo que interrumpe. El continuo temporal de la imago es lo único que puede prevalecer sobre lo que nos interrumpe.
—Buena señal para que me interponga, una vez más el nombre creando la realidad, aunque yo no intento prevalecer, por lo menos por ahora —siguió Ynaca la conversación—… No es una amenaza, pero detesto toda hipocresía preliminar, pues aunque Licario quiso siempre que mi sentido de la visión no pasase de un juego de salón, ahora comprendo por la cercanía de usted, que nosotros dos aliados en el reino de la imagen seríamos la nitroglicerina de las transmutaciones, algo así como el descubrimiento de las cadenas nucleares del mundo eidético, haciendo de nuestros pensamientos homúnculos jugadores. Voy a seguir aclarándome, para que sus jugadores sean más sutiles, para que no sean sorprendidos por lo que son simples variaciones. Observe que los dos últimos ritmos de progresión verbal son interrupciones. Lo que interrumpe las ideas, como una fuga per canon, marcha acompañado por la voz que refuerza, pero como una desdicha que no soporta la tregua, mi visión no está pautada sobre nuestro diálogo, mundo mi visión sé interrumpe no oigo que nadie me habla, no lo tengo a usted a mi lado, la imago no viene en mi ayuda. Muerto Licario, el dueño de las excepciones morfológicas, no puedo yo, una inconsciente infusa. aprovecharme de su herencia, si usted no me insufla el aliento de la imagen. Somos la otra trinidad que surge en el ocaso de las religiones.
Licario acostumbraba decir que había siempre quien ve en una puerta una entrada y quien ve en una entrada una puerta. Es decir, quien ve todo lo estelar como salida y quien ve lo estelar como pisapapeles. Con esa graciosa precisión que tenía para reforzar sus afirmaciones más cosmológicas, ejemplificaba que el romano era muy exigente para situar las cosas en su casa, en la ciudad o en el cosmos, así decía porta, puerta de la ciudad o de la muralla; fues, puerta de la casa, e iamia, en general entrada. Inferni iamia, puerta del infierno. Él situaba siempre en lo estelar la entrada y la salida. Hablaba de la normalidad de mi visión, pues según él todo caminaba por lo estelar y la tierra lo reproducía. Definía las ideas como el paso de las nubes por el cerebro, decía que la contemplación del relámpago era lo que había enseñado a caminar al hombre. Una de las últimas cosas que le oí fue que el día que se extinguiera el sol o dejase de alumbrar, el hombre sería ciego durante el día y estaría toda la noche soñando, es decir, viendo.
Yo percibía la verdad de lo que él me decía a medida que mi visión se perfeccionaba, pues el móvil, el caminante, se hacía como de puntos luminosos, mientras yo caía como en el sueño. El coágulo evocante que se formaba en mi sueño reproducía el coágulo de requerimiento o llamada, como si oyese una voz que ordenaba que se acudiese a la reunión y todos los puntos se integraban en un cuerpo que yo podía seguir hasta que surgía el infierno, el subterráneo. A veces tenía que golpearme para producir un estado de suspensión y el resplandor del móvil pudiese penetrar en el sueño. Observé que cuando ese estado intercambiable entre mi sueño y el móvil luminoso se verificaba en el crepúsculo, la visión se hacía diabólica, surgían íncubos, suplicaba.
—Nuestra primera conversación ha sido una constante evocación de Licario. No podía ser de otro modo, pues si su vida fue conocer, su muerte no puede ser otra cosa que hacernos conocer —dijo Cemí, creyéndose obligado a intervenir para evitar el suplicio crepuscular de Ynaca, pues su visita entraba ya en el mediodía y había que ir preparando la despedida.
—Por eso la muerte —continuó Cemí—, no puede existir inasimilada por el hombre, que la incorpora de nuevo como visible increado, como resurrección. En el budismo donde se enfatiza la infinitud del no ser, la visibilidad de lo increado engendra la infinitud de las transmigraciones, al contrario, en el catolicismo donde sólo hay una muerte, sólo puede existir una resurrección.
Al participar el tiempo en la eternidad —Cemí se fijó aun más en Ynaca al hacer esa afirmación y sintió como un temblor rapidísimo— es decir, el continuo temporal y lo que viene en su busca, lo creado metáfora, concupiscible, se unifica con lo increado, imagen, estelaridad. Al ingurgitarse el continuo temporal en la instantaneidad del presente, se convierte en espacio, metáfora, creado, pero sólo cuando el cuerpo se integra en ese espacio es cuando surge la imagen. Requiere pues la imagen, continuo temporal, instantaneidad, cuerpo espacio y cuerpo en marcha tiempo.
No es lo mismo el flujo que el continuo temporal. Así, se puede hablar del flujo poético de Shakespeare y del continuo temporal de un hombre en marcha. El flujo poético es una cabalgata cuya finalidad ondula y desaparece. El continuo temporal se fija en el tiempo espacio. En el flujo en un instante se suman todos los fragmentos y se describe una parábola cuyo final se desconoce. En el flujo la violencia acumulativa de la instantaneidad se apodera de todo el desarrollo y las metamorfosis de la instantaneidad forman un nuevo cuerpo.
De la misma manera que el flujo no es el continuo temporal, la imago no es la imaginación, ésta es, pudiéramos decir, la intención arribada, la imago. es un potencial, una fuerza actuante, una superación del espacio y del tiempo. La vieja pregunta aristotélica, que jamás aminorará su enorme enigma interrogante ¿cómo puede ser algo que se compone de lo que no es? La única respuesta posible no está en el tiempo ni en el espacio, sino en La imago. La expresión de Heidegger salir al encuentro, sólo puede tener sentido acompañada de otra, nos vienen a buscar, la instantaneidad coincidente de ambas expresiones es la imago.
Cemí observó que ya ambos se continuaban sin posibilidad de interrumpirse, de tal manera que cuando Ynaca comenzó de nuevo a hablar, la pausa de Cemí era una concha recipiendaria. La volupta voluptatis iba llenando la concha, su rumor era nuestro temblor. Comenzábamos a repasar la piel, la mirada se hacía muy lenta sobre aquella superficie en extremo pulimentada, la mirada parecía reinventar por anticipado la lentitud cariciosa. El bastón de jade de Fou Hi casi indiferenciado con el agua, engendrando la familia del Emperador, se hundía, reaparecía. Grititos, dientes de ratón blanco, se salpicaban de espumas.
—Esa dejación va a cegar, va a reaparecer como contemplación, cuando llega ese momento, dice Santa Teresa, “ha de estar ya despierto el amor”. Un santo, muy querido por Teresa, viene también a esclarecer la contemplación, lo que empezamos a ver después del dejamiento, nos dice Pedro de Alcántara: “… debe por entonces cesar aquella piadosa y trabajosa inquisición, y contenta con una simple vista y memoria de Dios (como si lo tuviese presente) gozar de aquel afecto que se le da, ora sea de amor, ora de admiración o de alegría, o cosa semejante". Se nos ha dado —continuó Ynaca—, un imán de la evocación, todos los fragmentos hacia un posible cuerpo nuevo, vemos al homúnculo en su marcha, y como una prueba de su existencia recurva sobre nosotros, nos inflama y al final nos abraza. El imán de la evocación ha remplazado al bastón de Ágata de los Emperadores chinos, desprende la nueva criatura, se subdivide en la eternidad. Por ahora, termino en una cita de Santa Teresa y con la evocación de los reyes sagrados de la cultura china.
—No terminaremos nunca, pues si terminamos invocando a Eros es tan sólo una fiesta de iniciación —intervino de nuevo Cemí—. Su recorrido está ya cumplido, pues ha ido desde la contemplación solar hasta la cópula de los reyes con las semillas y las hojas, cuando el ser interrumpió la muerte y el tiempo interrumpió la eternidad. Hasta llegar a la instantaneidad el tiempo que viene del futuro avanza retrocediendo. El presente que avanza hacia el futuro no tiene sentido, pues ya es pasado, pero el futuro que viene hacia el presente es el continuo temporal que la instantaneidad del presente no interrumpe, pues el tiempo ni aun críticamente puede fraccionarse, ya que la imagen actúa en la eternidad. La creación, la poesía, no tienen que ver ni con el pasado ni con el futuro, creación es eternidad. Por la imago se sustantiviza el mundo óntico, pensado del tiempo. Por la imago el tiempo se convierte en extensión. Presente y pasado son una extensión recorrida por la cantidad novelable. Como la extensión crea el árbol, por la imago el árbol se convierte en casa, en hombre como expresión de la cantidad novelable.
Ya la mañana está ganada. Me he mostrado como siempre, enredado en mis palabras. Sólo puedo mostrar fragmentos, resúmenes. Usted, por el contrario, nos ha enseñado sus dones, la fiesta de la heliopatía. Vive en la imagen, para que alcance la dimensión sagrada de la cantidad novelable. Que así sea —Cemí fue alcanzando sus palabras finales con una lenta proclividad irónica—. Casi siempre que hablamos mirando fijamente en una sola dirección, las palabras se ironizan o se alegran en su infancia.
—Sólo me queda cumplir el legado de Licario —dijo Ynaca—. Voy a buscar el cofre donde guardo su obra. No tengo que subrayar que es para usted una responsabilidad trágica la custodia de estos papeles. Si desaparecieran, Licario se convertiría en esas yuxtaposiciones fabulosas que son el fundamento de la tradición oral, pero se moriría de verdad tan pronto nosotros nos fuéramos a oír los diálogos de Proserpina con Ascálafo, el chismoso. Es la única obra que dejó: Súmula, nunca infusa, de excepciones morfológicas. Me la dio a leer cuando yo era niña y ahora cuando sueño la voy leyendo de nuevo, memorizándola página tras página.
Fue a la pieza vecina, trajo el cofre, lo besó y se lo entregó a Cemí. Las lágrimas en sus ojos cobraron la transparencia del agua que bebe la gallina al despertar.
Ynaca que hasta ese momento se había mostrado muy despaciosa, comenzó a inquietarse, mostrando su audición provocada en una sola dirección. Dijo que su esposo tendría que embarcarse después del almuerzo para un congreso de arquitectos, que debía estar buscándola para despedirse. Era la mejor oportunidad para que lo conociera. Ynaca descendió como bailando por la escalerilla, atravesó de nuevo el cuadrado del patio. El esposo salió por un cuarto lateral. Todos fueron entrando al espejo central de la sala. Ynaca hizo una reverencia y formuló el ritual de la presentación: —Mi esposo, el arquitecto Abatón Awalobit —dijo.
El arquitecto se sonrió: —Tenía muchos deseos de conocer al gran amigo de Licario.
Cemí mostró su alegría final: —En París procure conocer a Ricardo Fronesis. Vale la pena —respondió. Tuvo la sensación de que abrazaba a Fronesis, de pronto, como si los dos hubieran tropezado.
En el estallido final del nombre de Fronesis, decidió la irrupción del nombre de Adalberto Küller. El pestañeo reacción presentante se impuso sobre su contrastante acústico. La presencia tuvo de inmediato derivaciones, las sílabas patronímicas cerrazones de tapia. Cemí volvió a pasearse con la tiza deslizándose por las paredes, las maldiciones corales en el centro de la casa de la hondonada, el precoz pintor de cafetines, sus cópulas con apoyos ancestrales (Paradiso, cap. III). Los seguimos en el ómnibus con la cabeza rodante de Taurus, en la mercurial solución de las obstinadas negativas de Roxana, después entrelazando espirales frente a la vulva de lona crujida por el centro, risotando la humareda del caricato, haciendo bailar con su flautín el cangrejo de llamas (Paradiso, cap. XIII).
Cemí sin conocer a Adalberto Küller sintió que en tres momentos esenciales de su vida, sus ojos lo habían chupado sin posibilidad de olvido. Küller jamás se había fijado en Cemí, como las veces anteriores, la imapen de Cemí había tomado el camino de la higuera en el desierto, lo mismo que cuando era el precoz caricaturista vienés, ahora metamorfoseado en el insignificante esposo de Ynaca Eco, sin penetrar su imagen por su cuerpo, ni con la rapidez del pájaro en el estío, ni con la lentitud de la caída de la hoja en semicírculo en el otoño. La impresión de Cemí por Küller, crecida para derivaciones, pero sin relaciones con la motivación, y la opacidad dejada en Küller por Cemí se igualaban en el vacío de su reconocimiento, pero a través de él Cemí logró un puente en la imago donde se encontraría con Fronesis. Al movilizarse Küller en la extensión, se convirtió en un homúnculo dirigido desde el centro de la urdimbre por Cemí con desconocimiento de ambos. Cuando en los meses siguientes, Küller paseaba en París de noche con Fronesis, Cemí salía a pasear la mañana por los estanquillos de libros viejos.