Capítulo IV

Otra visita de Oppiano Licario

A las dos de la madrugada Oppiano Licario sintió como si despertase en tierra desconocida. Eran las horas pertenecientes a lo que los Evangelios llaman los hijos de la promesa, el primer aposento en la tierra desconocida. Era insomne de nacimiento, diríamos sin exagerar, siguió sin dormir, cada noche eran cuatro noches y seis tabacos. La noche tenía para él una resistencia como imposibilidad, no obstante sentía su piel como una red en la noche, como la refracción lunar en el cuarzo, oleajes, espaldas, gritos antes de llegar al bastión. Por el otro lado, el día se le abría como una flor nocturna. Sentía que frente al desligarse en el día, había un trabajo en la nocturna, desconocido, húmedo. Su no trabajar nocturno se abría, y su faena diaria se ocultapaba (de ocultar y de tapar), bien tropezando, bien destemplando. En las dos bisagras, la que unía por la noche y la que separaba por el día, dejaba más huellas la resta multiplicadora, una mezcla de quitar y poner con una diagonal resultante desconocida, que la suma raspada, como si con el meñique raspáramos un caracol, aunque también la marea alta donde estaba la luna.

—Engañar —decía Licario— sin tomar precauciones, es como el mal gusto, en el momento en que todavía no hemos pasado, por astucia, del buen al mal gusto —aunque él sabia que tampoco le interesaba el mal gusto provocado, sino el gusto en la tierra desconocida. A veces se complacía en mostrarse como un engañador, como un mago de feria, cuando era un verídico, un tentador y un hechicero tribal. Un verídico por la gravitación de lo desconocido arribado. Comprendía por qué, después de haber visto a unos juglares alcanzar prodigios, aislarse en torres para descifrar escrituras lejanas, declamar con un cinismo dialéctico de topo: todo tiene su picardía, todo es un juego. Ante tanta gente dispuesta a creerles de entrada, Licario los hizo enrojecer al anunciarles: Digan la verdad, ustedes están en estado de gracia, no hay juego ninguno. Los juglares se atemorizaron y cambiaron de mercado. En el mundo actual los juglares prefieren declararse farsantes, antes que entrever su estado de gracia. Prefieren manifestar el engaño imposible, antes que la posibilidad de la gracia. Un griego hubiera hecho todo lo contrario, hubiera escogido el protón seudos, la mentira primera, a un daimón que dejase de ser una buena compañia, para ser un enemigo en presencia y un amigo en esencia.

Licario no se había alejado del cenobio, ejercicio y humildad, trabajaba en la vía iluminativa y en la purgativa, no sabía si también en la unitiva, pero persiguiendo un desarrollo goethiano se hacía pasar por un sarabaita giróvago. Los sarabaitas, sed in plumbi natura molleti, ablandados a la manera del plomo, juran fidelidad al mundo y a Dios. Pasean de dos en dos, sine pastore, según sus humores y sus fastidios, consideran su fuerza incorporativa como santidad y maldicen la lejanía que no los reconcilia. Para estar más cerca de la maldición se hacía llamar también de la Orden de los Gyrovagum, giróvagos, semper vagi et nunquam stabiles, et propiis voluntatibus et gulae inlecebris servientes, et per omnia, deteriores sarabaitas, vagos, inestables, caprichosos, glotones, en todo peor que los sarabaitas. Era un cenobiarca que se hacía pasar por un sarabaita giróvago, por inteligencia astuta de poeta, para no tener que llevar su testa decapitada en una mano. Un relojero hegeliano creyó en su locura que había sido decapitado. El juez burlón dijo que se le devolviera la cabeza, pero la cabeza que le habían regalado no se podía comparar con la suya. Un día supo la leyenda de San Dionisio, que besaba su cabeza decapitada. Otro loco le dijo ¿la iba acaso a besar con el talón? Al oírlo, se curó de repente.

Era uno de los momentos iniciales de la noche, después que el tiempo silencioso se hacía metálico y corría en puntillas hasta pegar en el gong. Eran una sonoridad y un eco para ser particularizado, no para que lo sintieran los ejércitos en marcha, desembarcados o acampados. Después de las doce de la noche el tiempo marchaba a horcajadas, su cara se agrandaba entre dos puertas, punto fijo y saltante en el glóbulo del lince. Era una campanada en las doce y media, era otra campanada a la una y otra campanada más interrogante y comenzando a sumergirse como una sirena, a la una y media. Era una hoja de la puerta que se abría con lentitud inaudible, pequeño chorro que asciende, punto de confluencia de siete ríos, ante la puerta cerrada de la noche. Cada una de esas campanadas distintas, en peculiarísima longitud de onda, mostraba tan sólo el brujón de oscuridad, el abullonamiento o espesura nocturna, pero no era esa canoa que, como una flecha muy lenta, inaugura todas las mañanas su recorrido entre el árbol de resinas y el lavadero.

Eran las dos de la mañana. Cemí y Licario volvían a encontrarse, lo mismo en la cabeza de fósforo del sueño que en la fundamentación sin bordes de las aguas centrales. Con pantalón citrón y camisa de mangas de campana, con pequeños puntos rojos, se mecía en un trapecio. Era una noche sin representación, se hacía pues ejercicio de trapecio. El cuerpo de Licario mostraba el secreto de sus proporciones, a su alrededor todos los artistas del circo, desde la rubia pintada que a cada vuelta circular del caballo abría su túnica y mostraba la costurilla, su Ceylán en pomo, hasta el enano cuzqueño que hacía bailar a las vicuñas con su flautín. Murmuraciones, islotes y apartes conversables, jamonadas al desgaire, pero el reojo postrero, el papirotazo más que el afincamiento, se descargaba sobre el ritmo aéreo de Licario. Se agrandaba el techo del teatro, era el rocío y era el sudor, empezaban los guiños y los animales estelares. Los ojos del pavo recurrente, la muerte, que habían brillado y saltado en las espaldas de una tapia, cobraban una lentitud vertiginosa, iban coincidiendo en sus cabañas polares y comenzaban a aserrar la madera.

Cemí en parte repetía como un microcosmo las visitas nocturnas de Licario. Percibía la impulsión misteriosa de Licario, de la que ya tan sólo quedaba como una nebulosa sin principio ni fin, pues cada día precisaba más el secreto de esa vida, que había vivido en la muerte, y que ya muerto era dueño de fabulosos recursos para tocar la aldaba y seguir conversando. Esta vida se había impulsado tan sólo para llegar hasta él y tenía que ser él, dos destinos complementarios, el que sintiera la imposibilidad de su finitud. La fe de Licario le daba al destino de Cemí una inmensa posibilidad transfigurativa. Licario se había acercado al tío Alberto y al Coronel, pero la muerte había sido más poderosa en su impedimento.

Después, habiendo coincidido ya en el puente con Cemí, sería la muerte la que tocaría a Licario. pero sus relaciones con la vida serían inextinguibles a través de Cemí. Había hecho un cuaternario, en cada uno de cuyos ángulos se veían los rostros del Coronel y de Alberto, de Licario y de Cemí. En el centro del cuaternario su madre Rialta mostraba su sonrisa en el reino de la imagen. La obstinada, monstruosa y enloquecedora fe de Licario en Cemí, sería para siempre el sello de su supervivencia. Volcar nuestra fe en el otro, esa fe que sólo tenemos despedazada, errante o conjuntiva en nosotros mismos, es una participación en el Verbo, pues sólo podemos tocar una palabra en su centro por una fe hipertélica, monstruosa, en las metamorfosis del leyente a través de la secularidad. Licario con su camisa de seda en el trapecio, en el otro extremo subía por corredores y sombras góticas, el hermano se despedía y se cerraba su celda. Se levantaban los maitines, comenzaba la vigilia. La noche se hacía como un vuelo, en punta de mosca y comenzaba a pesar sobre las espaldas. La noche, como una piel, cubría toda la extensión. El oído percibe como un murmullo que se va a llenar de agua. Estamos inmovilizados, pero percibimos que alguien desde muy lejos avanza hacia nosotros. Salía Licario de su celdilla, un poco tembloroso, miraba y murmuraba como un hombre lobo. La frescura de la hoja de plátano comenzaba a luchar con el murciélago. Licario en puntilla por los corredores, con el temor de oír de pronto como una campanada. La posibilidad de una sombra lo crotiza como si fuese un lamento. Es un anfiteatro y es un abismo. Las alabanzas eran dichas con sílabas romanas por los ascetas y las vírgenes. Había que lavarse los ojos y alejarse del cementerio romano. Cada noche apestaba como una carroña, pero las alabanzas tenían que ser dichas y buscado un nuevo camino.

Licario llegó a la Plaza de la Catedral, se había pasado el día paseando por librerías y bibliotecas y al llegar la noche comenzó a dar volteretas sin finalidad hasta llegar al cuadrado mágico de la fundamentación. Alegrémonos que sea un cuadrado, no la concha de una fuente o el rabo de un círculo quemándose en el aire. La casa mayor y enfrente tres casas cerrando el cuadrado. Pero su alegría fue aún mayor, dentro del cuadrado había como un coro en la medianoche. En uno de esos palacios, cementado por la grosería de sus dueños, que ya no eran sus moradores, las barretinas comenzaban a darle paso a sus antiguas preciosas arcadas, alegres de nuevo al recibir la frialdad del menguante lunar. Los albañiles, como en las fiestas medievales, eran más conscientes de ese jubileo que la pusilanimidad de la masa coral, enardecida, sin saber prorrumpir en un entono fiestero, mientras los monjes de la Catedral extendían hasta los confines, sin sentido de lo que allí estaba sucediendo, su hipnosis banal. No se tañían las campanas ni se repartían entre el coro, añadiendo al silencio la escasez sin sentido, el vino que no embriaga y el pan perfumado. La esbeltez de las columnas como la gloria del cuerpo en el mar, volvía a proclamar la nobleza de su espacio primigenio.

Sólo Licario, estremecido, tuvo que ir a tomar vino en un cafetín cercano. Ya después de la cuarta copa, lo conocido y el inconnu se entrelazaron. Las caras se rodeaban de estrellitas, como burbujas que saliesen de los ojos y las figuras se iban como esquinando en un camarote donde se oía un radio. El camarote oscilaba en lo alto de una escalera de naipes. La alegría indiferente de un café nocturno depende de que el solitario o el grupo logren mantenerse dentro de su noche, soplando centellitas, lechucitas y al caracol sobre la lechuza sorbiendo leche. El primer caso es el de un pintor que se quiere frustrar y recibe una beca. En el segundo, una adolescente siente que un pequeño susto nocturno refuerza su libido (escena del botellazo, alguien se orina, una ex-monja comienza a bailar con el negro del drum). En el tercero, el ladronzuelo del cepillo chino de Licario, conversa con un ingeniero de Liverpool, que un día a la semana en un café de la catedral se somete al bairán, al carnaval sexual, y el resto de la semana se lava la cara con agua de tierra en una mina de cobre.

El ladronzuelo, desafiador por la compañía del inglés, se acercó a la mesa de Licario. Las estrellitas que picaban y saltaban en su rostro, se concentraron en una pequeña cauda rumbo al zodiaco y allí fosforó con cuernos de cabra.

El inglés hablaba, con ese indiferentismo magistral dictado por el cuarto scotch en la roca, de que los agentes de la compañía de seguros de Liverpool donde él trabaja, eran incesantemente secuestrados por los bandoleros de la Mongolia. Pedían luego ahondados rescates para devolverlos con vida. La compañía se olía que sus irreprochables delegados y los feroces merodeadores de la frontera formaban sus irregulares compañías colectivas, con desigual dossier en los dividendos. Y la compañía de seguros de Liverpool sospechaba que todos sus delegados podían estar en el juego. Para garantizar su irreprochable el delegado ingeniero exigió que si él era el escogido, aunque la compañía recibiera carta con su firma pidiendo el rescate, aun en riesgo de muerte no se las contestara. Ya está en la frontera, ya está en poder de los bandoleros chinos.

Licario pensaba en el Varón de Dios, en San Benito, patriarca de los monjes de Occidente, el que se adhería a la madera cada vez que veía un relámpago. En tiempos de escasez, con una botella de cristal con un poco de aceite, para toda la comunidad, llegó un subdiácono pidiendo un poco de aceite. El Varón de Dios ordenó entregar el poco de aceite. Pero el mayordomo en secreto se negó a cumplir la orden. Fue preguntado si había entregado el aceite y dijo que no, que si lo hubiera dado, toda la comunidad hubiera pasado hambre.

Ante la insistencia de firmar las cartas de rescate, ante la negativa del inglés, “yo les he dicho que no contesten ninguna carta con mi firma”, le dijo con elegante engallo, todo muy inglés, el jefe de los bandoleros se enfureció y le dijo que empezara a cavar su sepultura. “Yo cavaba” siguió diciendo el ingeniero de Liverpool, “con un furor como para llegar al centro de la tierra. El jefe de los bandoleros comenzó a darme latigazos y a pedirme con gritos y escupitajos que acabara de firmar la carta de rescate, que si no lo hacía sería enterrado hasta el cuello, con la cabeza de fuera para ser picoteada por los buitres”. Lo miré de frente y le dije: “Cuanto más hondo es el hueco mayor es el placer.”

En el sueño, Licario seguía leyendo la vida del Varón de Dios. Mandó tirar por la ventana la botella con el poco de aceite. La botellita se profundizó en los abismos, el diedro rocoso la cuidó con amor. Pero aun en el abismo, el frasco conservó su medida. Ordenó que lo fueran a buscar y lo mostró en el refectorio penumbroso para el descanso del cuello de la botella.

El jefe de los bandoleros comenzó a reírse. Era una tradición que si el jefe se reía, remediando su melancolía de bandolero discípulo de Buda, la víctima que despertaba esa risa tenía que ser perdonada. Benito comenzó a orar, seguía pensando Licario. Sus recuerdos se ordenaban entre sueños. Las burbujas del alcohol ingurgitaban en sus cabezazos. La botella de cristal se metamorfoseaba en una tinaja con su vacío y su tapa. La tapa de la aceitera, como si fuera el Espíritu Santo, comenzó a elevarse. El aceite como en una secreta ebullición, iba aumentando sus medidas y su peso. Saltó los límites de la aceitera y el aceite comenzó a ser absorbido con dignidad terrenal por la madera del piso.

—Hacía tiempo que mi risa no estaba con tal abertura mandibular, es lo que ustedes llaman el triunfo del Verbo, jamás me habían hecho reír las palabras, así es que estás perdonado —dijo el jefe de los bandoleros—. Y mientras oía la orden de libertad, extenuado me derrumbaba en el hueco —dijo el inglés. Al silabear enfáticamente me derrumbaba, como un pasaje del Parsifal interpretado ceremoniosamente por Sir Thomas Beecham, su mano caía sobre la presuntuosa vitalidad del ladronzuelo. Éste, tal vez influido por la estricta elegancia del inglés, saludó con una inclinación sin torpeza y se fue tarareando a colocarse frente a la aparición de una nueva arcada de la sala de un palacio de la Plaza de la Catedral.

Ahora Licario daba unas palmadas clownescas, se desprendía del trapecio y se rodeaba de un polvillo harinoso. Adquiría la horizontalidad de un pájaro y volaba rompiendo en lluvia los cristales del aire. El color azul de su camisa abrillantada parecía el azul del ojo de vidrio de la gallina. Sus pantalones, de un siena horneado, cerámica al fuego, se humedecían, como si en el aire el hombre se abandonase a la función natural de hacerse agua en los pantalones. Así no se quemaba su piel, se protegían sus anfractuosidades testiculares, pues cuando el hombre vuela, sus pelotas son de oro.

Licario seguía la regla 77 de la Orden de mezclar el ocio con el trabajo, rehusando excesos de trabajo o de vuelo. Cuando entre nubes un rostro le habló ¿quién es el hombre que quiere la vida y desea gozar días felices? Licario respondió en el sueño: Yo. De tal manera que antes que sea dicha la palabra, antes de que se me invoque, yo diré en la nube que se va deshaciendo sobre las hojas: aquí me tenéis. Los signos de la vida verdadera son los signos de la vida perdurable. Licario sentía su ingravidez penetrando en el sueño de los demás, entonces salía a pasear por la catedral y por los alrededores de la bahía. Una como balanza egipcia, la de Osiris, demostraba que su verdad terrenal le regalaba la perdurabilidad onírica. Saltaba de la boca de un durmiente y penetraba con su mechón argelino por las dos cejas y ahí escarbaba. Después de esa ópera se iba a tomar un helado a la Plaza de San Marcos o a la de la Catedral. Su vida había tenido la misma fuerza germinativa que la muerte, ahora, en la muerte, tenía la misma fuerza germinativa que en la vida. Antes evaporaba en el sueño, ahora era la misma evaporación. El sol lo había sumergido en el agua, pero cuando el sol llegaba a la línea del horizonte, Licario volvía a habitar la extensión, se adormecía contemplando el encono sedoso de una cactácea.

Entre maitines y laudes, en el humeo del invierno, los oficios se interrumpen. La extensión del sueño elimina todo espíritu de mortificación, la vigilia abandona su torre de vigilancia, pero el combate entre la vigilia y los maitines se hace feroz y sólo se remansa cuando levantamos el entono. Los monjes siguen atravesando los corredores y van cantando el salterio, como si el canto los fuera preparando para sus trabajos manuales. Un aviso a la precisión temporal del cuerpo. El relleno, un relleno de piedras, comienza a sentir la brisa que irradia, el aire en la luz. Separación del tiempo de laudes del tiempo de tercia, para tener dos mañanas, la hora de prima entre el alba y la aurora, la noche que rueda y se separa del caos y los primeros vestigios de la luz. Surge un amigo, blanco como un cordero, seguido de un novicio y de un diácono que va diciendo palabras ancestrales, pero aún no descifradas. En las semitinieblas las imágenes no se liberan de las aguas, las imágenes no organizan un lenguaje, se bifurcan en color y luz pero todavía no tienen las dos mañanas, el río centra el espejo que desprende las oscilaciones de la llama.

Licario gustaba de una de las delicias de La Habana, darse un paseo en la medianoche por la Avenida del Puerto, cuando había pasado el cuarto copetín. Delicia centifolia si la caminata es en nuestro inviernito. El parque está por entero vacío, los árboles chispean casi en danza el vapor líquido. El paseo comanda cierto pecho jupiterino, pues la soledad brincada si se excepciona es para la centella o la muerte. Los bancos, burilados por la soledad, ofrecen otra piel para la rana, su verde provinciano crece desde la yerba. La noche como un bulto inapresable se sienta en los bancos, tenaz como la medusa de una nalga, blandura de la aurora boreal. Se oyen las bocas de los peces en los arrecifes, ingurgitando, tragando y devolviendo. Licario sólo hacía ese paseo, esa prueba, dos o tres veces al año. Necesitaba un aire de invierno, la impulsión báquica, desatada llamada sexual, indiferencia para la muerte, para su verificación, pero el año en que le era imposible su cumplimiento lo notaba tergiversado, simplón, vacilante. Tanto se acordaba con ese ritmo que cuando estaba en el extranjero jamás hacía esa prueba, la sentía como inútil. Pero en nuestras noches de invierno, le daba como la vivencia “del rey del país lluvioso”. De una tierra única donde él era el único rey. Donde oía el llamado, donde todo le estaba regalado. Le parecía que llegaba a una isla deshabitada, con las metamorfosis de las grandes hojas de plátano, donde iban desembarcando ejércitos con el cuerpo desnudo, con el sexo sostenido por dos de sus dedos. Licario en su juventud, después en su madurez, atravesaba ese parque como si estuviera muerto, la muerte hecha dos porciones desiguales por el ruido de una lancha, pero ese ruido como en la muerte, aumenta el grosor de la noche. Se oían canciones del grifo del agua en la lancha, cada uno de sus pitazos le regalaba un humo negro al bajo vientre de la noche.

San Buenaventura estudia las relaciones entre el paraíso terrestre y el celeste. Lo que se oye en el paraíso celeste no se puede repetir en el terrestre, “oyó palabras inefables que no es lícito a un hombre el proferirlas”. Lo que se oye en el paraíso terrestre se puede repetir en el celeste, “Enoc agradó a Dios y fue transportado al paraíso para predicar a la gente la sabiduría”. A Licario le parecía maravilloso la adquisición de esa sabiduría terrestre, analógica, por la que están esperando en el Paraíso. El huerto cerrado, la fuente sellada, necesitan de esa sabiduría. Y a Licario le parecía que en esos paseos estaba la sabiduría por la que se esperaba en el Paraíso. En la visión postrera, en el Apocalipsis, la luna es menospreciada, “vestida de sol, y la luna debajo de sus pies, y en su cabeza una corona de doce estrellas”. Le corresponde a la luna la mutabilidad y las tinieblas, pero esas humillaciones son las del Apocalipsis, la descripción final, cuando ya la luna no pueda estar entre el sol y la tierra. A Licario la referencia a la “luna debajo” lograba erotizarlo. Era lo blando, la glútea, las mejillas, la boca, los espongiarios, la absorción audicional de la noche.

Al caminar en la noche, Licario parecía ganar la afirmación: éste que ahora se llama Licario antaño se llamó Enoc. Desaparecía, era traspuesto, pero antes tuvo testimonio de haber agradado. Licario no causó nunca la sensación a los que lo habían conocido de la muerte, sino de la desaparición, por eso en la noche parecía que volvía, que estaba con nosotros. Una ley de equivalencia cronológica afirma que lo que desaparece en el día aparece en la noche y Cemí sentía siempre la presencia nocturna de Licario. Llegaba en una anchurosa soledad de la nocturna, en el espejo dejado por la lluvia, en el asfalto, en la niebla arañando el esmalte de la tetera, en la solemne absorción terrenal de una orina. A veces, en una desusada obstinación de nosotros mismos, sentimos que nos arañamos, un peso desconocido sobre la nuca, percibimos, de pronto, los trazos de Licario, su mechón de pelo por la frente. “Por la fe Enoc fue traspuesto para no ver muerte y no fue hallado, porque lo traspuso Dios. Y antes que fuese traspuesto tuvo testimonio de haber agradado a Dios”, San Pablo, epístola a los hebreos, Cap. 11, vers. 5.

Una vez estábamos sentados en un parque, alguien pasó por el frente de nuestro banco tres o cuatro veces, se precipitó de pronto, tomó una máquina. Era Licario, que con un rasguño se apoderaba de la tarde. A medida que fue pasando el tiempo, Cemí se hizo hipersensible a esas llegadas de Licario. Aunque no fuese cierta la presencia de ese otro plano, de esa doble existencia, de esa desaparición, era una muestra de la complicadísima huella terrenal de Licario, pues muy pocos tienen fuerza reminiscente para poder crear en otra nueva perspectiva después de su muerte. Generalmente es un recuerdo muy atado, totalmente trágico, pero no como en el caso de Licario, infinitamente particularizado, universalmente mágico y abierto a las decisiones más inesperadas. Era una metáfora que en cualquier momento podía surgir, el infinito posible análogo de la metáfora, pues parecía que la muerte aumentaba más su posibilidad al actuar sobre una imagen extremadamente vigorosa e inesperada en el reino de lo incondicionado. Licario vio que el ladronzuelo sacudía la caparazón de periódicos que lo cubrían para el sueño. Sobre un pétreo jarrón con cactáceas, un gato enarcaba fósforo de medianoche y maullidos del plenilunio de estío. El ladronzuelo arañaba los periódicos e interjeccionaba los puños. El gato despaciosamente maúlla sus orines en el párpado lunar. La luna orinada sonríe con sabiduría senil. Es la estupidez sabia de los embajadores de Holbein. Es el viejo que sonríe cuando la joven lo orina en el pecho. En el jarrón pétreo, ¿qué actitud esboza el lagarto al adormecerse en el relieve orinado? Al llegar a este momento de su relato, Licario recordaba el aprovechamiento en sus ochenta años de la energía matinal de Goethe al orinar, que le recordaba el encandilamiento fálico del adolescente al despertar, para escribir un verso más del Segundo Fausto. Después descorchaba otra botella de vino del Rhin para prolongar la mañana. Eran sutiles trampas occidentales para apoderarse de la energía solar.

El ladronzuelo lanzó una piedra sobre el curvo lomo del gato, al rebotar la piedra adquirió el grave del agua al devolver una inopinada tangencia, deslizamiento, no manotazo, es la mejor manera de acercarse al mar. El gato se apretó todo hacia un punto, como si una bola de fuego lo hubiera magullado, lanzó una fulmínea chorretada de orines, y como rompiendo sus bigotes dijo, con sílabas evidentes y remordidas: —el coño de tu madre—. El ladronzuelo lo oyó con inmutabilidad sin sorpresa, como quien nunca se pudiera asombrar de oír hablar a los animales y con nonchalancia de nadador de río, enseñaba como Adonai un muslo sonrosado bajo el pantalón roto, donde parecían cloquear los acomodados testículos, y como si la furia de un gato no fuera capaz de perturbarlo, le gritó: —el recoño de la tuya—. Se agazapó de nuevo bajo los periódicos, luego se extendió para sentir en los pies y en el pelo la humedad de la yerba que se filtraba a través de las sábanas de periódico. La humedad avanzando y el sueño deteniéndose, hacían que el semidurmiente diese vueltas, buscando a veces el rocío y otras el calor del periódico. Su fósforo comenzó a enarcar como el gato, sensualizado en un lentísimo frenesí que se volcaba con diptongos de escalofrío. Entonces vio sentado cerca de él en un banco, con la cara y las manos abrillantadas por el aluvión báquico, a Oppiano Licario, parecía triste, un poco más rígido que las veces que había paseado con él. Parecía que lo esperaba, pero con indiferencia, como si se fuera a caer de un lado del banco, como un cuerpo de arena con la cara abrillantada por el alcohol. La sorpresa de la aparición impedía que el ladronzuelo hubiera recuperado la flaccidez del fósforo enarcado. Licario continuando en su indiferencia parecía mirar con un ojo la fruta cuyo color detonaba en el menguante lunar. Parecía sentir el rocío que cubría la piel de la luna y de la fruta. —Ay, ay, mi padre —le dijo el ladronzuelo, y palmeaba las espaldas y el mechón argelino de Licario—. Ay mi padre, qué bueno que te vuelva a ver—. No obtuvo respuesta, pero le pareció percibir una señal que le decía que se sentara a su lado en el banco.

Entonces fue cuando la hidromancia empezó a funcionar. La indiferencia en la muerte de Licario y el fósforo nocturno del adolescente, favorecían el destello de la potencia germinativa. Lirario había sido traído por la tortuga hasta el acantilado de la bahía y el ladronzuelo desnudo sobre un pequeño caballo escita era llevado desde los árboles al límite rocoso. La piel del muchacho brillaba también como una consteación, tenía la belleza definida del pavorreal y la belleza sin definición de la muerte. La lancha pitando en la bahía, con los tripulantes ebrios y dentados como caballos, desembarcaban la noche en la muerte. Licario como Parsifal había atravesado la floresta y tenía que reaparecer en la bahía, como esperando la barca con los silenciosos remeros. La barca al deslizarse, al oírse el chapoteo de los remos, anticipaba la boga matinal, alejándose con estrépito de la muerte y de los cisnes, como la cópula necesita estar envuelta en todas las tenebrosas presiones de la noche.

El ladronzuelo miraba hacia el cielo y veía cómo se le aclaraba la figura de Licario. Veía un pestañeo celeste, como un encogimiento de lo estelar y entonces aseguraba el perfil de la figura sentada en la fulguración del verde del banco. Cada engurruñamiento del cielo traía una comprobación de la presencia del extraño visitador. Para asegurar que Licario no se iba, miraba los huecos celestes abiertos por los árboles eléctricos. Sentía como la cercanía del parimiento, del abrirse para expulsar el nuevo cuerpo. Gea engendrando a Urano y la Uronia celeste engendrando el Océano y los Titanes. Gea abriendo un hueco cuyo revés es el cielo y el cielo movedizo engendrando la líquida fluencia. Cuando el ladronzuelo palmeó a Licario, le pareció oír que su cuerpo de arena rebotaba contra el suelo, ay, mi padre, qué ganas tenía de volver a verte, volvió a repetir. Pero ya Licario ocupaba de nuevo su sitio en el banco húmedo y el otro se sentaba a su lado como un caracol segregando arena coloreada. El otro tenía la sensación de que Licario iba deshaciéndose como un trozo de hielo convirtiéndose en agua muy densa, prolongada en el quicio de una puerta sin timbre de aviso.

Aquella noche Licario pasaba rápido por la fluencia líquida de la bahía como animus, como una llama que se rescataba del fluido vital. Su animus estaba muy alejado del meus, o situarse entre el bien y el mal. Su animus se amigaba con el spiritus, logrando un cuerpo en el que intervenía el vaho lunar o la energía solar. De las setenta y dos variaciones astrales que ofrece el Talmud, Licario había escogido el fuego de San Telmo del animus y al Hebel Garmin, soplo o irradiación que los huesos trasudan después de la muerte. Así, el ladronzuelo veía un bulto de arena que rebotaba, una piel abrillantada que trasudaba como las horas de los árboles. El alcohol y el fósforo lograban poner en marcha al cuerpo arenoso, al menos lograban sentarlo y hacerlo rebotar contra el suelo. Contrastarlo con el verde de un banco de parque en la medianoche.

El gato lapidado dio un salto con la boca abierta, tan abierta que de su oquedad se desprendió un pájaro negro. Sus dientes crecidos desmesuradamente en el helor de la noche, se hundieron en el brazo del ladronzuelo. Como antes el fósforo había irradiado en su lomo por el ardor del plenilunio, ahora el fósforo encolerizado, como el hacha de sílex de un sioux, agrandaba las dimensiones del salto y lo fijaba como una giba de tinta que crecía con la respiración. El ladronzuelo ondeaba, giraba, tiraba de la cola, rebotaba al animal contra un banco, pero los dientes del gato iban taladrando la carne y la osteína, como si sus mandíbulas al cerrarse serruchasen al brazo por su mayor anchura. A cada rebote contra una jarra pétrica, contra un troncón de ceiba, el gato hundía más los dientes y su cuerpo se agrandaba en una sagrada hidropesía, como si tratase de impedir su sacrificio en una misa negra, dilatándose su placenta por la humedad estelar hasta hacer estallar el templo.

Las noches de riesgo y caminata, Licario llevaba un cuchillo en el bolsillo del saco que nervaba la billetera. Hasta ahora solamente lo había relumbrado o esperado con él en la mano cualquier tropelía. Estaba virgen de hendir, de cortar. Licario se acercó a la entintada giba, le tiró del rabo que se densificó como una jalea y cerca del culito donde comenzaba el rabo, Licario inició el corte. La furia mordiente movía las uñas como buscando la improbable cara del defensor, pero no despegaba los dientes del brazo amoratado como un lingote al fuego martillado. Licario limpió la hoja del cuchillo en una hoja de álamo. En la noche sintió la correspondencia de las dos hojas, cómo el negro de la sangre del cuchillo granulaba sobre el rocío de la hoja. El cuchillo quedó nítido para un próximo jarrete.

Licario decidió cortarle la cabeza al gato, para aflojarle los dientes. Fresco por la caricia de la hoja, el cuchillo se adelantaba a vértebras, venas y tendones. La cabeza del gato volcada sobre su furia, no parecía adivinar la caída del cuerpo. Prendida al brazo, la cabeza del gato como una gorgona etrusca. recobraba una salvaje autonomía. Sin rabo, sin cuerpo, sus dientes se hundían más en la carne rígida, sin fluencia sanguinosa. Al principio el ladronzuelo movía los brazos como aspas que luchasen con enemigo que no se dejan ceñir. El cuerpo gatuno en el suelo era como una capa que se deshacía en un líquido negro, después en un plasma amniótico, como si el cuerpo aún cuidase de sus ojos, después evaporaba como el estiércol al arder. La lancha dio un pitazo de nuevo al acercarse a las cañas podridas. Era un anticipo de la mañana, los cuernos del caracol hundiéndose en la boñiga. Un amarillo de metal bajo el fuelle, el betún que arruga y el bermellón que retrocede en el plasma sanguíneo. Licario se iba metamorfoseando en un centauro, en la reminiscencia de un rejoneador goyesco, pues la aparición de las entrañas —el cuerpo del gato, metalizado por la humedad de la noche, sin rabo y sin cabeza— trae aparejado el incienso germinativo del taurobolio, la sangre del negro ritón. El odio entre el gato y el toro es superior al odio cosmológico entre el gato y el ratón, sólo que ese odio cuando desfila en la noche ni el gato pierde su elástica voluptuosidad ni el toro el ritmo de sus mugidos.

Licario reojó y pudo precisar una palaciana mansión colonial y a su lado una pequeña casa de arquitectura indiferente y banal. Pudo ver una plancha metálica y supuso que allí podía alojarse un medicastro, bueno para el desespero del momento. La casa iluminada por una luz intermedia, sin la menor ofuscación de luces ante la noche, parecía que esperaba la llegada de los visitadores. Surgió un hombrecillo con una risita reiterada y tintineante que hablaba con las sílabas partidas por las risitas, muy meloso, que por un momento logró afincar sus palabras por encima de las risitas. —Ya yo esperaba, dijo, que el día de la conjunción de Júpiter con Leo, esto sucedería—. Prescindió de Licario y llevó al ladronzuelo a lo que antes había sido la cocina y ahora era una cámara al parecer de alquimia. Lo habitual en tales menesteres: probetas, tubos de ensayos, fuelles, vasos comunicantes, con manchas ámbar, violeta, crema arenosa. Y la chamusquina, el sulfito oval, triturada pancreatina. Saltando, impulsadas por las brisas nocturnas irregularmente repartidas por la casa, plumas de guineo. El habitual médico enloquecido que prueba con la alquimia, la brujería y la provocación del semen artificial.

El presunto mediquillo brujo cogió un cuchillo y empezó a cortar, para separar las mandíbulas. La carne ya estaba endurecida y tuvo que esforzarse. Su risita desapareció por el enrojecimiento esforzado del rostro. El loquito reído se metamorfoseó en el diablito serióte y apuntalando con el índice. Cayó la cabeza con brevísimo rebote y la boca lució como un orificio fláccido como si oyese una historia que no puede tener término, la boca abierta ante la eternidad que se cierra. Cayó la cabeza, pero los dientes quedaron dentro de la carne como los huesos injertados en un bastón tribal. Con unas pinzas, más parecían tenazas, comenzó el mediquillo la extracción de los clavos de hueso. Se retorcía el ladronzuelo como en una posesión diabólica y el extractor de huesos comenzó una lenta erotización. Oyó las sílabas lentas que le decían: desnúdese. Lo hizo de inmediato y su cuerpo ingurgitó de la noche con el esplendor de una visión beatífica. El cuerpo al lado del brazo inflado y cianótico, lució su plenitud como rodeado de nubes, con incrustaciones de conchas y delfines, con las espaldas recorridas por arcos de violas del Giorgione. El brujillo enloquecido y errante quería llavear todas las tubas del concierto, como todo falso aprendiz de alquimia era un poseso sexual. En algunas sectas cubanas de brujería se verifica un bautizo por inmersión, el neófito tiene que descender al río o al lagunato desnudo, quedando unido de por vida el padrino o protector y la persona puesta en el camino de la gracia. El bautizado es un adolescente, no puede escoger a su protector o padrino, éste es el que escoge, casi siempre con muy buenas agallas. El protegido está en la obligación de dibujarse un tatuaje que debe decir invariablemente: Mi padre es… y aquí el nombre del padrino, del protector y del amante.

—Míreme a los ojos —volvió a decir el brujillo, y por sus ojos le salieron metálicas culebrinas que buscaban el abrazo. El ladronzuelo comenzó a temblar y a oscilar, hasta que con las manos quiso tocar el cortinón del vacío. Se oyó otra voz: acuéstate en el sofá, esta vez había en la voz un júbilo de desembarco victorioso. Fue también obedecido de inmediato y el cuerpo lució el esplendor de su extensión. Extensión y pensamiento, tal como reconocía Cartesio, sólo que el pensamiento estaba remplazado por una respiración que más producía ondulación que sobresalto. La respiración en un cuerpo joven que luce su esplendor, parece librarse y adquirir en el ritmo otra sorpresa mágica. Parece como dos animales, uno que se extensiona, como la nieve, otro que se contrae, como una hoja que alcanzara vida animal y su ritmo de respiración fuese la locomoción, la señal de la marcha.

Extendió el brazo del mozalbete, ponía la palma de la mano a descansar en la suya y después recorría con lentitud las venas. Abrió el armario de cristal, que más parecía una urna de barbería, rellena de pinzas y tijeras, y extrajo un serrucho del tamaño de un brazo, acero que relumbraba como una lámina líquida, con unas crestas que hacían retroceder. Levantó el serrúchete inapelable sobre el hombro, los ojos se clavaban como los de unos vultúridos sobre la carne. Pero entonces llegó Oppiano Licario, lucía una serenidad concluyente, la que aparece en los muertos cuando penetran por nuestros sueños y hacen largos desfiles y nos dicen muy pocas palabras.

Se dirigió al mediquillo y le hizo con el índice de la mano un gesto fácilmente descifrable, le decía que esa amputación no podría ser. El brujillo que parece había comprendido la situación de privilegio que tenía Licario, serenamente asintió, pero sin pasmo protestarlo. Una alegría melodiosa invadió al ladronzuelo, al bañarse de nuevo en la longitud de onda de Licario. El brujillo comprendió de inmediato que no le podía hacer frente a un aparecido que tenía organizadas todas sus compuertas para llegar y desaparecer, para dar un salto en la barra y llegar a la otra ribera del gemido invisible.

Licario tiró al ladronzuelo y le dijo: despiértate y vístete. Ahora el brujillo se sonreía, asentía, se apretaba las manos con júbilo cortesano. Ahora todo era en él ceremonia, reverencia, aquiescencia. Genuflexo, cada vez que pasaba frente a Licario, se inclinaba. Quería ayudar a vestir al ladronzuelo, pero la mirada infinitamente benévola de Licario, le impidió la profanación de la retirada.

El brujillo se retiró momentáneamente a una cámara cerrada y reapareció portando como una rama de almendro dorada. Hizo la última de sus más prolongadas reverencias y le hizo a Licario la entrega con la mayor solemnidad. La hoja en la mano de Licario brilló como el oro con franjas cúpricas. El secreto brillo fosfórico de Licario se sumó a la luz dorada y verde, pero sus manos, portaban la rama con inevitable desgano.

Licario y el ladronzuelo salieron de la casa, que ahora lucía como embadurnada la plancha metálica. Caminaba uno al lado del otro, el ladronzuelo se sacudía la cabeza como para provocar que el sueño se retirara. Licario parecía muy cansado, fugadas ya las estrellitas báquicas, se sentó en un banco empapado por el rocío. El ladronzuelo con el mismo brazo que había mordido el gato, adelantó la mano y empuñó la rama que él creía era de oro. Se echó a correr, asombrado de que nadie lo persiguiese. Se detuvo cuando la rama, deshaciéndose, comenzó a gotear.