Capítulo III

Un curvo chorro de agua lanzado sobre la espalda de Margaret se refracta en innumerables gotas sobre el rostro de Champollion. Cidi Galeb hunde otra vez su boca en el agua salada. Fronesis lentamente va entrando en el agua sin que la diversidad de temperatura lo haga temblar. Va caminando en el agua, hasta que de pronto se lanza a nadar. La quilla del pelo aparece y se sumerge con tal rapidez, que el cuerpo parece que no sigue al punto negro. Cidi Galeb sigue la marcha hasta que de pronto aparece el cuerpo de Fronesis equilibrado sobre las ondas. Galeb finge una distracción delatora. Lenta la distracción fingida, pero el acecho hiende como una flecha.

Champollion, Margaret, Galeb y Fronesis han hecho su excursión a Ukra, el balneario de que tanto les había hablado Mahomed. Era el único Fronesis, al que oímos hacerle el relato de los familiares de Mahomed, que sentía aquellos parajes con una emoción sagrada. Veía por todas partes "el doctor árabe" acercarse a los parroquianos del balneario y decirle en voz baja frases de salvación. Era en extremo sensible a la gravitación de las imágenes, al itinerario invisible, pero densísimo, de éstas buscando un cuerpo donde refractarse. Aquel balneario era para él la historia de una familia con la que había intercambiado imágenes. Veía a toda esa familia fluir en el tiempo, resistente como un arca y sus entrelazamientos como árboles nocturnos en un bosque sagrado. Al alejarse de su familia sacralizaba todos los enlaces de la sangre como dinastías con las que tenía que fraguar en secreto pactos de alianza, innumerables y proliferantes, como si en cada esquina coincidiesen la familia de los Hapsburgo con la de los Borbones, heráldica donde las imágenes proliferaban como abejas en un cuerpo donde la densidad oscura de la miel ofrece un ángulo de refracción tan denso como provocativo. Cada abeja en una hoja fluyendo hasta ser tocada por una mano que obraba como raicillas innumerables.

El sumergimiento en el mar, marcaba en los cuatro bañistas maneras muy desemejantes. Champollion, orillero como un garzón, se mojaba las manos y sonaba unas palmadas húmedas, después se pasaba las manos por el rostro como queriendo secárselas. Margaret nadaba con alegría canina. Se proponía ingenuas metas, una pelota con los colores del arco iris. Vacilaba al acercarse a las redes que separaban del mar peligroso, le daba un empujón a Champollion para que cayese de bruces sobre la cresta de una ola. Galeb nadaba un rato largo por debajo del mar, movía acompasadamente los pies, coletazo alegre de un delfín malicioso. Se le veía como si quisiera elaborar, para la única visión de Fronesis, una seriedad respetuosa frente al mar. Frente a Fronesis, diríamos mejor, pues todos sus esfuerzos los destinaba a ganarse la confianza de aquél, que creía que había perdido después de su aparición en su departamento, grotescamente histérico e inflamado, pletórico de bofetadas clownescas.

La ausencia de Mahomed, se debía a que su más trágico frenesí en la lucha por la liberación de Tupek del Oeste, había pasado de una fase conspirativa y enmascarada al señalamiento de los puntos donde se volcaría la acción. Mahomed les había dicho que estaría por toda aquella región en secreto, quizá disfrazado, cerca o lejos de ellos, pero siempre rondándolos. Fronesis había cobrado por Mahomed una confianza serena y fuerte. Galeb, por el contrario, una desconfianza maligna, se sabía enteramente descubierto por Mahomed, lo mismo si avanzaba con seguridad, que si retrocedía, tapándose la cara con vergüenza. Galeb se sentía frente a Mahomed, sin caparazón y sin misterio.

Vivían en una casa extremo de la concha playera, típica vivienda tunecina, con su sala y sus espacios internos indivisos, con parabanes de madera calada. Un descolorido tapiz llenaba una de las paredes de la sala, un sufí ermitaño, entre ríos paradisiacos recibe la visita de los ángeles. Los hilos deslustrados del tapiz tornaban a los ángeles mahometanos en una especie de corte de los milagros, los regalos que mostraban en sus manos parecían caracoles sin terminar, pura piedra retorcida con hilachas de color. La desnudez del ermitaño había pasado de un amarillo ceroso a desgarrones deshilados.

—El ermitaño debe de haber disfrazado a los ángeles, para librarlos de que, por el contrario, sea Cidi Galeb el que le haga regalos —dijo Champollion, sin atender a la reacción que podía despertar su frase.

—Me hice el propósito, al hacer esta excursión contigo, de no contestar ninguna de tus insensateces —le respondía en seco Galeb—. Le ruego al mar que me asorde los oídos todos los días, para no oír tus majaderías, desde la voz hasta la raya del peinado. Que te oiga Margaret, que es su obligación, peor obligación que remar en una galera turquesa.

—Te quieres convertir en la abadesa de las tapiñas, para que Fronesis cambie de opinión sobre ti —le contestó Margaret, que de veras quería arañar a Galeb, más que por deliberación, por nervios rotos que mezclaban alfileres y flechas.

El asco se cerraba en Fronesis, indescifrable indiferencia. Muy pocas veces caía en indiferencia, sólo cuando observaba delectación en la ingravidez. Las tres cuartas partes de agua de aquellos cuerpos, como las de todos los cuerpos humanos, se habían convertido en humo. Era un humo que brotaba por las grietas de la tierra, seguía por la columna de hueso de sus cuerpos, y se solidificaba en un vapor sombrío, que llovía después durante días y noches sobre las ciudades malditas. Era la lluvia de cenizas, el último envío de la tierra podrida, peor que el desierto, pues ni siquiera crujía ante la permanencia solar. Era el esqueleto ablandado del toro germinativo, era la tiara de Mitra metamorfoseada en un cucurucho de cartón babeado.

Fronesis observó en una esquina de la sala un narghilé. Pensó que si cada uno de ellos se apoderaba de los cordones terminados en una embocadura, se convertirían en los tentáculos de un pulpo. Pensó que si aquella carnosidad central empezase a girar como una rueda de tentáculo en tentáculo, mancharían las paredes con una sangre podrida de puerperio, embadurnarían a los ángeles que le llevaban sus ofrendas al sufí ermitaño. Aquellos tres seres chuparían de las embocaduras de la ubre maldita, quedándose los dientes calcinados como si saborearan la lava ensalivada, ya en el helor de la saliva, de otra boca, el pozo negro del trasero de un demonio androginal.

Llegó la hora del almuerzo, la comida se la traían de un hotelito cercano, avisado por la mezcla de la leche agraz, canela y la violencia perfumada de algunos platos donde las especies producían una ruidosa evaporación.

—Parece que uno come —dijo Champollion— como si le rociaran un perfumador de barbería por la cara. Aquí sí que añoro un pedazo de carne, con cebolla y perejil, con una yuca o un ñame. La naranja agria, quemando la carne, y después nuestras viandas, suaves, resbalantes, ablandando cada bocado. ¿Qué crees tú de todo esto, Fronesis? —terminó trazando un ademán que cubría todos los platos puestos en la mesa.

Fronesis se sonrió. Sintió el agrado de la alusión. —Nuestra comida forma parte de nuestra imagen —le contestó—. No sé si lo que voy a decir es un exceso de generalización, pero discúlpenos como una majadería de desterrado. La mayoría de los pueblos al comer, sobre todo los europeos, parece que fuerzan o exageran una división entre el hombre y la naturaleza, pero el cubano parece que al comer incorpora la naturaleza. Parece que incorpora las frutas y las viandas, los peces y los mariscos, dentro del bosque. Cuando saborea un cangrejo parece que pone las manos en una de esas fuentes de agua dulce que brotan en nuestros mares. Está comiendo o se está bañando, son fórmulas que el cubano emplea como una tregua de Dios. Está comiendo o se está bañando, son de las pocas fórmulas de civilidad o de cortesanía, que entre nosotros mantienen una perenne vigencia. Tienen un universal respeto, nadie osa quebrantarlas. Me sacó de la mesa, me vino a interrumpir el baño, son formas de execración, de maldición bíblica casi, que el cubano no tolera como descortesía. Quizá eso sea debido a la significación secreta del nombre de nuestras viandas. En algunos dialectos americanos yuca significa bosque. Otros etimologistas afirman que yuca significa jugo de Baco. Ñame quiere decir en taíno raíz comestible. Al comer esas viandas es como el apoderamiento del bosque por medio de sus raíces comestibles. Otras viandas parece que inclusive ejercen influencias en el mundo moral. Etimologistas más atrevidos creen que boniato deriva de bonus. Su primer uso fue como adjetivo, así en Venezuela existió el Cacique Boniato, es decir, el cacique bueno. He observado en el campo nuestro, que existen los guajiros que abusan del boniato y los que abusan del buchito de café. Los dos son muy distintos. El abusador del boniato es fácil, dicharachero, familioso y guitarrero. El abusador del café es discordante, raptor, gallero y fantasmal. Una observación, que se la envío como un regalo a Champollion, que es un malicioso sempiterno, en nuestro argot, se la comió, en relación con una doncella, quiere decir que se llevó su virginidad a caballo, de la misma manera que decimos templar al cumplimiento del acto sexual, que es una palabra en extremo delicada, pues alude también a la preparación de las vibraciones adecuadas de un instrumento musical. Se la comió, alude a hacer suya, con la violencia del acto y con la totalidad del signo a la mujer. Pero templar es la coincidencia adecuada de los acordes, es, como dice Cervantes, música de entre sueños. Así el acto sexual para el cubano es como comer en sueños; el bosque, la raíz y la bondad de lo que comemos y el acto posesivo están unívocos en su imagen, templados los humores en el sueño. Precisemos que se la comió es palabra con la que se hace referencia a algo hazañoso, triunfal. Si alguien impertérrito, fumándose un tabaco, redondea sin vacilaciones un cálculo integral o vectoral, el coro como aplauso exclama: se la comió. De tal manera que entre nosotros lo posesivo, lo hazañoso, la templada vibración del sonido están tan entrelazados como lo que los metafísicos llaman el tiempo cónico, una anchurosa base horizontal de lo incorporativo y lo posesivo que se transmuta en las vibraciones que van como en el ciclón del ojo rotativo de la base ascendiendo hasta un punto que es el que los penetra.

Qué ajeno estaba Zequeira, cuando dice de la pifia que está de esplendor vestida, que a su vez la pifia iba a servir para vestir otros esplendores. Nuestras criollas se pasean a mitad del siglo XIX, luciendo sus trajes de seda de pifia, que compiten con los tafetanes y los linos de las Indias Orientales. No es tan sólo en la incorporación de las viandas, donde el cubano ronda el bosque y sus raíces muy de cerca, sino que la más elaborada de nuestras brisas riza como túnicas de igual delicadeza, el ondeante ápice de la seda de piña.

Champollion y Margaret le oían como si la expresión bosque comestible, les hubiera producido algo semejante al éxtasis. Galeb le oía como perplejo, como asustado de la claridad de las palabras que le llegaban. Sentía miedo al acercarse a Fronesis, sin poder ocultar sus impurezas, sentía que esa claridad aumentaba sus deseos. Entonces Margaret, como quien siente la llegada de alguien inesperado, o penetra de pronto en un caos que va hacia su amanecer, dijo:

—Fronesis, tienes tanta oscuridad creadora por dentro, que cada vez que hablas nos enseñas una claridad que se nos incorpora como ese ñame bosque que nos regalaste hoy. Ay de aquél que te quiera hacer daño, lo maldigo por anticipado —los ojos de Margaret amarillentos por el exceso de vino árabe, se cerraron como para perseguir una visión indescifrable.

—Cállate, borracha venenosa, grotesca como el sueño de Baco —le salió al paso Galeb, comprendiendo que la salida de Margaret iba directa contra él.

—De la única manera que no le hago un disparo a Galeb, es si te sigo oyendo hablar, Fronesis, de cosas cubanas —le contestó Margaret, apoyando el brazo derecho en el espaldar de la silla, como para evitar caerse.

Galeb en broma cogió un cuchillo de la mesa y lo levantó. Margaret hizo un esfuerzo final; el sorbo de vino con el que se enjuagaba la boca, la embriaguez le impedía casi pasarlo por la garganta, lo lanzó sobre el cuchillo y la mano alzada de Galeb. Se tiñó el cuchillo y la manga de la camisa de Galeb del vino mezclado con la saliva. Hizo éste el ademán de abalanzarse sobre Margaret.

—¿No ves que está borracha? —le dijo para detenerlo Champollion—, si la tocas te rompo la silla en la cabeza—. Margaret se dirigió tambaleándose hacia la esquina de la sala, donde estaban unos cojines con signos aljamiados, sobre ellos se extendió, parecía que se iba quedando dormida.

—Ahora es cuando necesito que me oigas —dijo Fronesis, dirigiéndose a Margaret.

—Sigue hablando de cosas cubanas —le contestó casi inaudible Margaret—, ahora te oigo mejor que nunca. Cuidado con el cuchillo de Galeb. Tiene rencor de hidrofilia, tiene el rencor que se hereda de la madre.

—Duerme en los infiernos, hijo del perro de los muertos —dijo Galeb— con el registro más bajo de su voz.

Se vio que el cuerpo de Margaret se convulsionaba. El rostro se le endurecía, adquiriendo una rigidez pétrea. Alejada de su madre, parecía una niña que acariciase el Cerbero.

—Entre nosotros —dijo de nuevo Fronesis como si remontase un canto—, la noche y el día tienen escandalosas diferencias, dormir es como un letargo, se duerme como el pájaro mosca o como el majá de Santa María, el metabolismo desciende como el mercurio en el hielo. Poca transmutación nocturna, la naturaleza rompe el límite de la piel y el hombre se hace indistinto, tiene raíces hasta el límite del río. Por la mañana esa no diferenciación toma su cuerpo y comienza a reconocerse lentamente, va de sorpresa en pregunta, de reconocimiento lento a súbita penetración, entre los dos cielos propiciados por el relámpago. Se podría decir que desnudo frente al espejo, su cuerpo es aclarado, como la partogenesis de las nubes por una fulguración. Por eso, los aparecidos cubanos siempre arengan desde una terraza, están como empinando un papalote con los pies puestos en una botella de Leyden. "Las aves se preparaban para el sueño, dice un naturalista de la escuela de Buffon, posándose tranquilamente en el rincón de la redoma. Veinte minutos más tarde su proporción metabólica había descendido a ocho centímetros cúbicos por gramo y hora. A media noche el pájaro mosca tiene un nivel de metabolismo que, comparado con la proporción diurna, sólo ascendía a un quinceavo de rapidez, nivel al cual invernan muchos mamíferos. Esto, unido a los numerosos signos de invernación que presentan, tales como aletargarse completamente, quedarse casi insensible e incapaces de moverse.” Así el pájaro mosca se convierte en una fruta, abre sus alas en la pulpa de un caimito. La noche lo profundiza, lo lleva a la indistinción total, es mosca coloreada, fruta viva en la redoma o en la cueva. En la noche recupera, por la humedad, lo que por el día desgasta en su metabolismo, la semilla nocturna se iguala con el día del insecto, la fruta vuela por el paladar, cada poro se comvierte en una pirámide egipcia para los élitros de un insecto.

La cara de Margaret volvió a congestionarse, con mayor rigidez ahora. Fronesis, mientras hablaba, la observaba con frecuencia.

—¿Me oyes, Margaret? —le preguntó él.

—Mejor que nunca —le contestó—, sigue hablando de las cosas cubanas, hasta que me pueda quitar esta cabeza de halcón, que me ha regalado el Intendente.

Fronesis comprendió la alusión de Margaret al viaje subterráneo por el reino de Horus. Esa expresión de Margaret, dicha en el sueño báquico, le hizo visible a Fronesis la profundidad de la crisis que la agitaba. Se aprovechó de la anécdota del humo. Desde que era muchacho le había oído a su padre relatar la anécdota deliciosa, él la contaba siempre en francés, reproduciendo con toda exactitud el relato de la condesa de Merlín, el día que coincidió, en el barco que se acercaba a La Habana, con la famosa bailarina Fanny Elsster. Un inglés viene requebrando a la Elsster, al final le dice a la condesa de Merlín:

—Vous eté adorable, Madame, en verité.

—Puis-je été ontil de quelque manière? —me dit ñ'anglais.

—Oui, monsieur —lui repondis-je—; en fumant sous le vent.

—Avec plusure.

Et il s’éloigna d’un pas.

En esos momentos se levantó Margaret, comenzó a hablar con lentitud como si silabease una sentencia délfica:

—Veo la boca abierta de una serpiente recién muerta. Ahora comprendo el Ouroboros, el morderse la cola de la serpiente, pues su boca y su ano son la misma cosa. El Ouroboros es la boca que muerde el ano, la identidad griega, la A es igual a A, en la serpiente egipcia es la igualdad de lo que crea y lo que descrea. El falo in integrum restitutum y el reverso está en las migajas carnosas de la boca de la serpiente. Si vemos la pulpa del plátano, con la cáscara en su extremo, es la misma sensación si en imagen colocamos el falo en la boca de la serpiente. Qué flor la boca de la serpiente evaporando, muestra un olor a puré de plátano. Dos superficies vegetales por las que respira la serpiente, la flor del puré del plátano y la pulpa platabanda. Intestino visible, en acecho de un planeta negro placentario, que la haga dormir. Duerme y comienza a respirar, sueños sin cuerpo, coágulo que pasa por el desfiladero de los anillos. Pli selon pli, pliegue tras pliegue, dice Mallarmé. Al fin el coágulo hace una boca.

Se verticalizan, con la boca en la boca del hombre, rodean, montadas unas sobre otras, los brazos, salen por el trasero como rabos oscilantes. La gruta de Trofonio se va achicando, busca el punto negro, alas de murciélago, pedazos de estalactitas, excremento petrificado, res extensa de cobre machacado, entierro de sandalias muscíneas, narices tostón, cartón prensado con hilos de araña, deshilachada y aguada maleta de escuela. ¡Todo adentro! Los apretujones del cilindro de la multitud ondulante, queriendo entrar, pulgada por pulgada, y el punto negro, abullonado Trofonio cediendo los elásticos relajados, penetrando un anillo más, las dos flores respirantes, volviendo al piscis, colgándose como una coronilla de la sub risio phalus, la sonrisa con lágrimas espermáticas, mandala de la mandanga, Trofonio con voz rajada. ¡Todo adentro! Y luego el pavorreal nutrido de arañas y serpientes, y la cola del pavorreal situada frente por frente al nacimiento del mundo, y la cola de Juno donde se inscriben las constelaciones. ¿Por qué el pavorreal detiene la serpiente? ¿Por qué el gallo blanco inmoviliza al león que quiere leer en el libro de la vida? El triunfo de lo estelar sobre la sangre, que cubre la boca de la serpiente, donde están todos los colores de la cauda, como si lo estelar cayese sobre la sangre con la rojez que repta y el azul del coágulo, la sangre sobre la hoguera, la brusca totalidad de la cola del pavorreal, paseando por el cielo de estío, la laxitud de la boca de la serpiente para lo fálico, la boca que muerde el ano en el frío esperado del Eterno Retorno. ¡Todo adentro! El centro en la boca, quicunce que recibió el viento que pasó por la hoguera, sofocado por la sangre de la serpiente, fruto de un sacrificio, el de la boca del fruto. El dragón cuando come en las Hespérides parece un ciervo, pero un ciervo dormido. En la columna que remplazó la hoguera, se ven las colas de cinco serpientes enterradas, imposibilitados para circulizarse, para jugar sus fuegos. Cuando logra sacar la cabeza de la columna, es una serpiente muerta, ya la columna no puede estar en su boca, la columna del dios Término, como un falo que sonríe. La boca de la serpiente ya no muerde la vela, ya no es el refugio de la columna. El círculo se abre en espiral, la esfera confundida entreabre la cola del pavorreal. Sacudirle la cabeza a la serpiente es un torbellino en el caos, la serpiente muere y se le otorga un verdadero recibimiento persa, en su boca el phalus, con la semilla de la cola del pavorreal. El agua y la sangre, la laguna espermática son para la matriz, pero el azufre es la esencia del hombre, del hombre que ha remplazado la esperma por el mercurio bailón, y en la boca de la serpiente el azufre llamea para producir el sueño, parálisis del tiempo al lado de la higuera, y la cópula, que desprende a la imagen de su azufre interior, como un árbol.

Margaret había hecho un esfuerzo superior al que su embriaguez podía consentir y volvió a caer sobre la torrecilla de cojines esquinados.

—Sigue hablando, Fronesis —volvió a decir Margaret, haciendo un esfuerzo sobrehumano casi para articular esas palabras—. Mientras tú hablas, le concedo la vida a Cidi Galeb, después, como Piritó, se paseará con las nalgas descubiertas por los infiernos.

—Como los cuerpos que siguen al porquerizo Eumeo, te haré comer el veneno de tu propio excremento —le contestó con sílabas sombrías, mirando a Margaret con odio que avinagraba sus ojos.

—Un momento —le dijo Champollion—, voy a aprovechar que Margaret parece que va a despertar, para llevarla a la cama —con mucho cuidado, llevando a Margaret recostada en su hombro izquierdo logró desaparecer con ella, camino de su cuarto.

—Ya es hora de que también nosotros vayamos a dormir —dijo Fronesis, mirando a Cidi Galeb, como pidiéndole excusas por una conversación tan dilatada, pero Galeb se sonrió como dando muestras de su aquiescencia a lo conversado.

Es muy difícil que Fronesis se abandone a la sombría voluptuosidad de prefigurar los hechos, como todos los fuertes su reacción ante lo inmediato se ganaba en un súbito. El estímulo no podía ser nunca para él un péndulo moviente en la noche como un fantasma. Aunque previera una situación, nunca le daba un tajo o le salía al paso con un ademán presuntuoso, dejaba que reconociese sus meandros hasta llegar a él, entonces vería cómo le podía echar mano al cuello. Por eso cuando precisó que había sólo una cama en el otro cuarto, aquél en que dormirían Champollion y Margaret, pareció no darle importancia a la especial situación en que forzosamente tendría que situarse frente a Galeb. No era malicioso, y como frente al caso de Foción, le parecía incomprensible despertar apetencia sexual en alguien que no fuese una mujer. Sabía que Galeb era homosexual, pero le parecía imposible que ese desvío lo fuera a poner en ejercicio en relación con su persona.

Fronesis encendió la lámpara de la mesa de noche, porque el conmutador de la luz del cuarto estaba al lado del escaparate y tendría que levantarse para apagarla. Galeb dudó en su ingenuidad de malicia cansada si Fronesis buscaría una luz intermedia. En realidad, todos los signos habituales que Galeb interpretaba, en el caso de Fronesis lo desconcertaban, pues se empeñaba en colocar interpretaciones allí donde sólo había hechos de total simplicidad, que rehusaban dejarse conducir a fáciles antítesis interpretativas o a valoraciones simbólicas.

El primer contraste se hacía visible en la forma en que loa dos cuerpos iban logrando su desnudez. Fronesis se quitó la camisa, la puso sobre una silla, cuidando la caída de las mangaa. Se sentó después en la cama, para quitarse las medias, después se quitó los calzoncillos, por último la camiseta. Mientras se dirigía a la cama para acostarse, se alzó el esplendor de su cuerpo. Era en su plenitud un adolescente criollo, al andar parecía como si su cuerpo fuese suavemente halado hacia delante y hacia arriba, con la voluptuosidad de un antílope. La primera impresión de él que se nos acercaba, no era su boca, ni sus ojos, ni la superficie increíblemente pulimentada de la piel, era su andar, la destreza nada gimnástica ni artificial con que caminaba, sino su gracia de animal fino. Al andar creaba su paisaje, como si se dirigiese a un árbol o extendiese en la madrugada su cuerpo desnudo para beber agua en un río. Su marcha era un extenderse en el aire, no parecía que vencía ninguna resistencia, sino que estaba amigado con todas las variantes de su circunstancia. En ese momento lució toda la estatua de su andar, rápidamente dos o tres pasos tan sólo, caminó hacia la cama, y ya en ella se extendió gozoso, pasando la mano lentamente por la longura de la flaccidez fálica, entornó los ojos y pasó varias veces la mejilla por la almohada, fría en el hilo que la cubría y abullonada en su entraña.

Pero en ningún momento había tomado conciencia de su cuerpo, sus sentidos no lo reconocían, ni veían ni oían, ni levantaban para ofrecérselo en una delectación espejeante. Al recorrer con su mano la vellosilla que rodea al falo, lo había hecho con total indiferencia, lo mismo podía haber recorrido su mano la gracia y la extensión de su garganta, la cola de un gato o una fría repisa. Causaba la impresión de que tenía el cuerpo en la mano, de que lo hacía y lo deshacía, como si a una orden suya se le tornase visible o invisible, se retirase o alcanzase un primer plano. Era difícil para alguien que no fuese un criollo cubano, poseer un esplendor corporal tan logrado y al mismo tiempo una indiferencia radical hacia esos dones. A veces parecía como si desconociese su propia belleza, pero su confianza frente a lo deforme e inacabado, nos daban a comprender que no se sentía instalado en ese bando. Más que desconocer su belleza, su castidad y su puritanismo hacían que, sin necesitarla, la disfrutara como alguien, que sin ejecutar su voz no ignora la plenitud de sus registros.

Por el contrario, Galeb espiaba a Fronesis y se observaba a sí mismo desde el subconsciente. Fingía distracción, sin que se hiciera visible su disimulo porque Fronesis no le prestaba atención. No era que se desvistiera con más lentitud que Fronesis, sino que miraba, disimulaba que miraba, volvía a mirar, cobraba más seguridad al sentir que no se le observaba, y por último, observaba sin ser mirado. Pero al final, cuando contempló en todo su esplendor el cuerpo de Fronesis, los dientes le castañearon, lo recorrió un temblor y sintió como una aglomeración, como una oscuridad en los ojos. Allí estaba el cuerpo que se le negaba, ascendiendo purificado, ya en su agilidad, ya en la forma que la oscuridad natural y la luz artificial llegaban a su cuerpo, rebotaban y comenzaban a tornearlo de nuevo, como si surgiese de las aguas y de las sombras. Al verlo en una cercanía lejana, aquel cuerpo tomaba para Galeb el absorto de una aparición. Le pareció que conocía por primera vez el cuerpo que había penetrado por sus ojos, pero que no estaría, que nunca reposaría en su alma. Las miradas furtivas de Galeb tropezaban con la simetría del rostro, con la extensión del costado de Fronesis, entre la garganta bien visible y los flancos enérgicos y decididos a órdenes incesantes que sólo él oía, entre la región viril y los glúteos que respondían a la movilidad de los flancos y a la fijeza del costillar, que a veces parecía como si la voz, el aliento universal, la simple brisa, lo trasladaban al sueño, al delta de un río o a los comienzos de la dicha solar en una playa.

La forma en que Galeb adquirió su desnudo fue muy distinta de la de Fronesis. Galeb cobraba de inmediato conciencia de su cuerpo, eso retardaba en él toda espontaneidad sexual. Si comparamos con Fronesis la forma en que se fue quitando las piezas que cubrían su cuerpo observamos que lo último que se quitó fueron los calzoncillos. Se miró a sí mismo desnudo, como quien descifra en su cuerpo, como si temiese una traición o que su cuerpo se le escapara a su voluntad. Miraba su cuerpo, como si hiciera por Fronesis lo que éste estaba muy distante de hacer. Fingía que huía del cuerpo de Fronesis o que al menos le preocupaba más su propio cuerpo. Quería mostrar indiferencia ante el esplendor del ajeno cuerpo, y para ello, como las densas espirales de una mosca estercolaría, se posaba, con la astucia que distrae la mirada, en la mediocre indecisión de su propio cuerpo.

Galeb tenía su cuerpo en los ojos como Fronesis lo tenía en las manos. Frente al cuerpo ningún supersentido lo acompañaba, por eso su erotismo era lento, difícil y fragmentario. Jamás lograba perderse en el otro, el cuerpo que tenía enfrente y que lo retaba era recorrido como si fuese su propio cuerpo, por eso al final estaba tan extendido como insatisfecho. Nunca perdía su cuerpo, y así no podía sentir que su alma navegase hasta el otro cuerpo donde expandirte y ocupar el palacio de la otra piel. Sus ojos se prendían al otro cuerpo, pero no lograba que su cuerpo evaporara los sentidos para llegar a la playa del otro cuerpo. Así no podía nunca poseer ni ser poseído, eran sus ojos como la luciérnaga despedidla por un coyote, los que empezaban a rondar el otro cuerpo, y éste ante aquella luz inoportuna, aquel toque alevoso, no podía desprender su alma para el recibimiento del adorador. Desde la profundidad de un abismo, donde un cuerpo, sin evaporación para aquella luciérnaga serpentina, se replegaba en su indescifrable que rechaza, el cuerpo de Fronesis se le hacía intangible, estaba allí, pero como estaban las nubes detrás de las persianas. Deseaba aquel cuerpo, pero se sentía aterrorizado. La luciérnaga desprendida por los ojos del coyote iba elaborando un ídolo de diorita y el ídolo lo destruía. Lo destruía con sus carcajadas inaudibles. Era demasiado débil para sentir el épico crescendo de cualquier deseo, sólo sentía las lombrices, los desprecios que iban cayendo sobre su cuerpo.

Físicamente Galeb estaba muy distante de rondar la fealdad. Pero la parte bella de su cuerpo se desprendía de su zona vegetativa, la palidez de su piel, por ejemplo, presentaba reflejos de imantación, pero con reiterados brotes moteados de serpientes. Sus ojos tenían grácil movilidad y se afincaban en un solo punto amarillento verdoso, pero inmediatamente las ojeras expresivas, en una gama fría y abultada, le prestaban un velo disociado de indecisión, que hacía que se abandonase la contemplación de aquella energía como falsa. Además sus hombros y su cintura no tenían una función de soporte corporal sino neutralizaban la prolongación de sus espaldas en el hundimiento de los glúteos. Pero había un detalle, que era lo que más le suprimía atracción a su cuerpo, al hablar enseñaba con exceso los dientes, surcados de hilachas amarillas, causando la impresión de un Antinoo que fumara unos grandes habanos en sus momentos de hastío. Tenía lo que en lenguaje habanero se llaman “los dientes muy presentados”. Eso hacía que sus palabras a veces silbasen o que una rápida indecisión de su perfil mostrase el tono viejo y amarillento de su marfil dentario, causando en el peor de los casos, la impresión de un disfrazado de calavera, con la clásica sábana blanca. Eso era exagerando un tanto la impresión sombría que podía causar, pero era innegable que si su sexualidad no ofreciese ningún desvío, podía haber ejercido fascinación con las mujeres. Como muchos homosexuales que no ofrecen caracteres feminoides, ni melíferas traiciones de la voz, tienen mucho más éxito con las mujeres a las que desdeñan, que con los hombres que apetecen, viéndose obligados a copular con verdaderos truhanes, que los poseen como si le levantasen el rabo a una vaca y los rastrillasen con un pisajo fulmíneo. Aunque Fronesis se hubiese mostrado inclinado a una aventura de esa naturaleza, lo cual era improbable, Galeb era el menos indicado para abrirle los sentidos en esa dirección, pues era débil sin reclamar protección, sin despertar en el varón ese deseo que está en la raíz de la imploración y de lo suplicante.

Fronesis reposó en la extensión de su cuerpo. Apagó la luz de la lámpara de mesa. Galeb aprovechó esa oscuridad para acostarse. Ahora estaban los dos cuerpos desnudos, uno al lado del otro, pero sin entenderse ni hablarse. Galeb comenzaba a desconcertarse, pero sabia que esa era la noche en que tenía que jugarse su carta. La jugó heroicamente, intuyendo de antemano que tenía perdida la partida. Había algo que lo impulsaba a decidirse, era la nobleza de Fronesis. En realidad, Fronesis había llevado esa dignidad al grado máximo de su esplendor, había llegado a desnudarse, a compartir el mismo lecho, con alguien de quien tenía que desconfiar. Era un lenguaje que Galeb no podía descifrar. Ese fue su fracaso y una de sus más grandes humillaciones. La nobleza de ese cuerpo, a su lado, dormido, lo hacía retroceder al límite mismo de la muerte.

Estaban ahí, el uno al lado del otro, y Galeb inmóvil parecía que reptaba hasta el cuerpo de Fronesis. Como los animales de sueño prolongado, su energía manaba de su propia inmovilidad, y Galeb extendido silencioso en el umbral del sueño, se oía todo su cuerpo machacando en el tiempo, para aislar el instante insensato de la eternidad placentera; sin el más leve crujido de su piel, se replegaba para dar el salto al otro cuerpo, abandonado a su indiferencia, mecido en los contornos resistentes de su propia música, pues a medida que dos cuerpos se acercan, para lograr su expresión, es necesario que evaporen, que se tornen invisibles, como si reducidos a un punto, fueran creciendo hasta rescatar sus cuerpos, hasta irse reuniendo lentamente en una voluptuosidad que los lleva a despertar en sus propias orillas, en un territorio que van recorriendo como suyo, como si todos los juegos de la infancia se aclarasen en una fulguración y los gnomos trepados en la copa de un árbol sonriesen unos trompos escarchados que descienden bailando por la corteza del tronco rugoso.

Galeb se decidió a romper sus vacilaciones desesperadas. Sin tocar con su cuerpo el de Fronesis, se acercó cuanto pudo, evitando toda brusquedad y al fin recostó su cabeza en el pecho de Fronesis. Comenzó a oír los latidos, que se iban dilatando en círculos concéntricos cuyos últimos ecos percibía Galeb, cuando ya empezaba otro latido, hasta que la noche, el cuerpo mismo de Fronesis, la cabeza de Galeb hundiéndose en las variaciones de la sucesión irrompible, otro latido y la serie infinita de latidos, comenzó a flotar como un ritmo que va formando una masa de inercia, de muerte con ojos de lince, una potencia que se retira para que las dignidades del sueño puedan danzar silenciosamente en un primer término.

Hubieran prolongado sus pasos danzarios, si el rostro de Galeb se hubiera limitado a seguir en la persecución infinita de los círculos concéntricos formados por las expansiones y contracciones de la sangre de Fronesis. Se había formado entre los dos como un puente de infinito reposo pero un extremo del puente, el ocupado por Galeb, era de humo quebradizo errante y muy pronto se derrumbaría terminando con las posibilidades agazapadas en la noche.

Fronesis interpretó con nobleza el gesto de Galeb, creyó que era una muestra de reconciliación, con la cual se trataba de borrar anteriores referencias groseras, palabras altisonantes, maldiciones, ambigüedades, todos aquellos juegos sombríos establecidos entre Galeb, Champollion y Margaret, donde más de una vez había sorprendido flechas de enconados sentidos que rebotaban en su delicadeza. Pero Fronesis era siempre proclive a derivar un sentido noble y digno de los hechos, y poner el rostro sobre el pecho de un amigo era imposible que él dejara de concebirlo como una acción noble que quería expresar la más recóndita dignidad de Galeb. Pero muy pronto se convencería de que no había ninguna nobleza en el reposo de aquel rostro, guiado por las lombricillas más sombrías de sus instintos.

Pero la culminación de la sorpresa de Fronesis ya se acercaba. Crecían los latidos, los círculos que irradiaban iban a romper sus contornos. Galeb sentía el rostro batido por una marejada. El cuerpo de Fronesis se le perdía y sólo quedaba el batiente de aquellos latidos. El aislamiento de aquellos latidos que empezaban a sonar en sus oídos como una inmensa convocatoria de muerte, se hacía un instrumento de percusión que reducía todo su cuerpo al tamaño de un puño y después lo dilataba en un inmenso árbol que apuntala el cielo que se derrumba sin quebrantar el peso imperturbable de la noche.

La mano de Galeb temblaba, se liberaba del resto del cuerpo ansiosa de articular su expresión. Su rostro impulsado por el ritmo de la sucesión de aquellos latidos se escapaba, la mano, por el contrario, quería evitar aquella dispersión, levantar el rostro de la fuga de la marejada. La mano sacudió su temblor, como un pequeño ánade remueve sus muñones antes de alegrarse en el chapuzón. Era innegable que una alegría recorría el cuerpo de Galeb, se encontraba en la última posibilidad que podía otorgar la proximidad de aquellos dos cuerpos.

Todo el temblor secreto de la noche, todo el temblor que fruncía la superficie de su cuerpo, dudaban en aquella mano, que sabía que tenía que decidirse a nominar una trayectoria, sin tener aún fuerza para despegar, para lograr el vacío aéreo de su potencia, como el hueso de las aves. Era su mano la que tenía que tocar su destino, tenía que recorrer en la extensión pulimentada del cuerpo que lo acompañaba, letras que aún no estaban escritas, apoderarse de un relieve con el tacto de un ciego.

Un gesto de Fronesis vino en su ayuda. En su ayuda para esclarecer su destino sombrío. Galeb confundió a una devanadora, a las parcas de rostros sombreados, con una hamadriada, ninfa del río que penetra por la corteza de árbol y surge de nuevo convertida en un cervatillo, símbolo androginal, pues lo tripula con gracilidad suma Ganimedes, en sus ocios de copero. La devanadora había trasladado su manto brumoso al rostro de Galeb, cuando éste, como sucede con frecuencia, creía entreabrir una dicha.

La mano de Fronesis, sin la menor vacilación —creía devolver el gesto de reconciliación de Galeb— se posó en el rostro de éste, palmeándolo con cariño de hombre. Fronesis creyó que estaba en un paso de armas, en que un caballero se adelanta para recoger del suelo la espada del enemigo, que ha saltado de su mano y la devuelve con un saludo. Creía que el sentir en su pecho el rostro de Galeb, la única conducta esperada en devolución de ese gesto que él estimaba tan desinteresado como noble, era poner su mano sobre una de las mejillas del árabe. Galeb no tenía reacción ante ese gesto, se enredó en su perdición, una secreta luz le llevaba a hundirse en la confusión y la ceniza.

La mano del árabe ya tripulaba la flecha de sus instintos confundidos. Su mano se metamorfoseaba en un gorrión tibio, en esa tibiedad del pulgar recorriendo la yema de los dedos. Su mano se posó en la bolsa testicular de Fronesis y ascendió por la longura fálica, iba ya a descender… Pero aquella tibiedad manual produciría los efectos de una espinada cactácea. La mano de Fronesis que estaba sobre el otro rostro, se movilizó con una rapidez halconera, pegándole un rebote a la mano invasora, que tuvo que soltar su presa, aturdiéndose al ver el salto dado por Fronesis al salir de la cama y recoger toda su ropa, para comenzar de nuevo a vestirse en la sala. Galeb sintió una momentánea vergüenza, pero después su cínica sonrisa defensiva quería hacerse visible en la profundidad de la noche.

La decisión de Galeb iba a producir en Fronesis una gran vaciedad. Se le había engendrado un perplejo, no un atolondrarse, pero en aquel vacío se iban a levantar para Fronesis las más opuestas claridades. Le pareció entonces que veía por primera vez a Foción. Lo vio a una nueva claridad, despedía una luz que iba surgiendo de los profundos de ese vacío en que momentáneamente se anegaba. Ese vacío rechazaba a Galeb, como si un oleaje lo llevase a una oscurísima lejanía, y de la misma lejanía, como por el lado opuesto, iba surgiendo, primero la sonrisa, después una risa, inocente y blanca al sentirse no observado, y por último una carcajada, mantenida y creciente, era Foción que se acercaba a él, decidido, alegre, con el convencimiento gozoso de su encuentro. La decisión de Galeb era inservible en relación con la visión despertada en Fronesis. Todo servía para despertar otra visión, otra imagen, ocupada totalmente por Foción.

Se le aclaró entonces su relación con Foción. En realidad, la había tratado siempre en una dimensión exterior, ya por espíritu de mortificación, ya por una fuerza desafiante propia de su adolescencia, ya por un noble reposo en el centro de sus facultades de aceptación y rechazo. Una delicadeza secreta regía también ese acercamiento, Fronesis adivinaba en el fervor que siempre le había demostrado Foción, algo muy semejante a esa delicadeza esencial de su espíritu. La grosería de Galeb sólo le produjo un efecto, que se hiciera evidente a su espíritu la extrema delicadeza de Foción. Reconocía que ese sentimiento manifestado por Foción, era mucho más difícil que en él. Foción lo rondaba, lo perseguía, lo acechaba. ¿Qué hacer frente a esa conducta de un amigo? Rechazarlo hubiera sido cruel y brutal. ¿Acceder? Le era imposible, ni su cuerpo ni su espíritu sentían el erotismo amistoso. Pero ahora se le aclaraba la tenacidad, el acercamiento, ciertas majaderías de Foción. Ahora podía ver, sin verlo, que la sonrisa de Foción al acercársele, le iba despertando, le hacía nacer a él una nueva sonrisa.

Ahora le divertía el candor de la dialéctica de Foción, hablaba, hablaba siempre de los griegos, creyendo tal vez en que algún día Fronesis participase de su júbilo verbal. Había en él como una fe ingenua en el verbo, como simple signo, no como invitación, a la danza y al frenesí. Nunca había intentado sorprenderlo, acorralarlo, ni inmovilizar su bondad. Sólo se hería a sí mismo, se ponía en evidencia por sus himnarios a los gimnastas y a los aurigas. Pero mantenía siempre en secreto las alabanzas que podía haberle despertado Fronesis. El día que su padre lo había agredido groseramente en una escaramuza muy difícil, había sido también el día en que Foción había demostrado su orgullo y el linaje de su rebelión.

Casi siempre la lección final que recibía Galeb era su humillación, la que recibía Foción era la del fracaso, pero arrostrado con cierto elemental titanismo, le quería robar a los dioses la chispa de una nueva fuente de placer. Lo que no eran sus sentidos habituales, lo que no era la reestructuración por la memoria de un contorno dichoso, lo que se le escapaba como la maligna evaporación de una nebulosa, era lo que quería trágicamente asir y continuar. El cumplimiento del placer era para él el llamado de un dios, que le esclarecía su ananké, el placer de ser destruido, para quedar como ser sobreviviente del delirio de la madre universal.

Ahora comprendía el sacrificio de Foción. Paseaban, hablaban interminablemente, su amigo siempre con los griegos a cuestas, pero nunca lo había mortificado con una alusión sexualizada hacia su persona. Por ese sacrificio, a medida que en esa ocasión Fronesis iba hacia el sueño, la imagen de Foción se hundía, como si las arenas de una playa desierta se lo tragasen. Pero cuando Fronesis se quedó de nuevo dormido, la imagen de Foción fue reapareciendo, sonreía, se mostraba en una inocencia alegre, comenzaba a silbar. Después, su sonrisa se iba tomando triste, como si tuviese el acarreo de la pesadumbre de todos los días, como si eso fuera el símbolo equivalente del sacrificio cotidiano a la amistad y a la carne, como si hubiese recibido la condenación de tener que demostrar por lo que más interés tenía en el mundo, una acerada indiferencia, una gemidora despreocupación. ¿Esa actitud de renunciamiento sería placentera? La imposibilidad que se puede tornar posible, por el simple hecho de que en alguna región existe el cuerpo donde se puede encarnar, tenía que engendrar en Foción una espera tan fija como un placer errante, pero en realidad la voluptuosidad que se desprende de la fijeza de la espera y el deseo errante, es tan enloquecedora como infinita. Ahora podía comprender Fronesis que Foción estaba habitado por la infinitud de una esencia errante y paradojalmente encarnada en un solo cuerpo.

Fronesis penetró de nuevo en el sueño. El sueño al romper sus barreras, lo puso en relación con la infinitud de esa esencia. Volvió su sueño para apoderarse de la realidad que había vivido momentos antes, pero ahora la infinitud del sueño remplazaba a Galeb por Foción. La realidad de esa escena había sido lamentable para Fronesis, pero ahora la realidad del sueño le iba a mostrar la cercanía y la voluptuosidad secretas de su amistad con Foción. El sueño le daba una nueva extensión, era la nueva tierra que necesitaba pisar su amigo, para que él lo viera de una manera distinta, ya sin la finitud del cuerpo, ya con la infinitud de la imagen. La imagen y la extensión del sueño se volvía dichosa como la escarcha que se funde en el árbol de una hoguera.

El sueño volvió a repetirse, pero partiendo del momento en que el brazo de Fronesis le daba un empujón a la mano de Galeb, que ascendía con fingida confianza por la oscuridad germinal de Fronesis. En la infinitud de la extensión del sueño parecía que Galeb, como reptil, era remplazado por Foción como perro de aguas con las orejas muy caídas. Era el rostro de Foción, ahora reclinado sobre el pecho de su amigo, sin enojo carnal, poseído por una voluptuosidad milenaria al apoyarse y al respirar, sin que la carne sintiese deseo de avanzar hacia un final o de alojarse en lo placentero intermedio. Entre la mano y el monte oscuro se había borrado toda conciencia concupiscible, toda valoración vergonzante, era un placer semejante al que puede sentir una paloma al ver a un caballo tomando agua o a un tejado escurriendo de una luna húmeda. Era el placer de las cosas que se desconocen, por un retiramiento de todo lo conocido, por el peso de la noche sobre la extensión con dos móviles que la noche siente como enemigos, pues presiente que van a horadar su matriz, que se van a tocar los dos cuerpos al romperse las murallas de la noche. Cuando la mano de Foción, en la superficie del sueño, luego de ascender con la energía de Fronesis, comenzó su abandono en el descenso, el cuerpo de Fronesis comenzó a temblar, a convulsionarse casi, equidistante aún de la aceptación o del rechazo. Aquel cuerpo, aún bajo las ondas somníferas, estaba poseído por el violento rechazo de la excursión manual de Galeb. El cuerpo de Fronesis, en las exteriores extensiones que mostraba, descendió un peldaño más, su sueño empezó a recorrer regiones más oscuras, pero ese nuevo descenso le era necesario a las ondas que recorrían su cuerpo. Su cuerpo se extendía muy lentamente, como buscando una frescura vegetal, el amanecer en los junquillos. Su cuerpo en el sueño comenzó a incorporar los ascensos y descensos de la mano de Foción. En una placidez nerviosa, todo su cuerpo parecía que marchaba hacia la incandescencia de una punta de alfiler corroído por la humedad del agujero en la piedra.

Descendió otro peldaño más, era un círculo más oscuro. Dentro de aquella oscuridad, la mano de Foción se tornaba más clara y resplandeciente, era un resplandor como si la luz crujiera, como si una membrana lo ciñese agitada por continuas vibraciones. Apartó la mano de Foción, extraño disfrute de una suspensión, como si el recuerdo de la mano y la ajena energía que empuñaba, se oyesen y supiesen que era muy breve la separación. Observó un círculo con numerosas tiras de papel blanco, como los que se usan para marcar los libros. Resplandecía el olor de una granada defendida por verjas de papel. En una esquina, alzado sobre una tarima, fijos los ojos en un facistol, empuñando una larga pluma de ganso, típico humanista del Renacimiento, con un gorro semejante al de Erasmo, iba recogiendo, inclinándose aun con riesgo de caer, las tiras de papel que como escarcha coloreaban el monte oscuro. En esas tiras escribía de un solo ímpetu sentencias destinadas a ser leídas por Pico de la Mirándola. Fronesis con reidora astucia le indicaba a Foción aquel descuidado espionaje, pues dado el tamaño de la habitación tenían que ser vistos por el escriturario.

—Es un homúnculo de cera, le dijo Foción, alguien le da cuerda cuando lo piensa, pero nosotros poseemos el instante que lo hará caer.

Se veía cómo su cuerpo iba ascendiendo por el dolor que se concentra para ganar el éxtasis. Llegó un momento en que se trocó en un San Sebastián, con la cara ladeada por la paradojal ternura comunicada por la oscilación de la flecha en su carne. Llegaba ya el momento en que su energía iba a expandirse en la cascatina de circulillos blanqueados. Ese era también el momento en que el muñecón erasmita caería de su tarima, volándose las tiras de papel, manchadas por la sangre de la escribanía. La cascatina al refractarse en innumerables meandros por el brazo de Foción, dejaba unos surcos calcificados como la tierra cuando se acerca a la humedad orillera. El brazo se iba endureciendo, petrificándose casi, ante la invasión de aquella agua espesa, espejeante como un congrio hervido. Fronesis comenzó a recorrer con sus manos las grietas y los endurecimientos de los brazos de Foción. El brazo recobrándose de su flujo ganaba de nuevo la piel repulida. Era como una forma de borrar la maldición, la nitidez de la otra mano iba suprimiendo las huellas de la caída. Fronesis prolongaba así el asalto de su energía sobre las dos líneas cruzadas que forman el punto, la cabeza de hormiga del éxtasis. Fronesis despertó. Era la placidez, el descubrimiento. Era la médula de saúco transportada como un cuernecillo por la cabezuela de la hormiga. Fronesis saltó de los cojines esquinados donde había tenido el sueño en que se lucha con el ángel. Fue al cuarto donde habían dormido Champollion y Margaret. Se habían marchado. Le habían dado muchas vueltas a la idea de abandonarlo, las sábanas estaban extendidas y las almohadas sacudidas y frescas revelaban una ausencia muy premeditada. El cuarto donde había dormido Galeb, estaba también abandonado, pero la cama estaba desarreglada, la habitual sutileza de las sábanas descorridas, mostraba la anchurosa risotada del colchón.

Abrió la puerta de la sala y recorrió la cuadra varias veces. La madrugada no había abandonado aún su silencio en favor del gallo y de los can toa lecheros. Volvió a entrar en la casa, pero en ese intervalo la casa se había vuelto sobre sí misma, la cal, el agua aprisionada, el odio estelar de los techos, los glúteos grotescos de los lavabos habían endurecido sus contornos para fortalecer la casa de cualquier acechanza. La blancura de la cal, como la cáscara de un huevo, encerraba una nueva vida. La casa, ya sin los moradores que se habían marchado como íncubos a la madrugada, lucía como un reflector sobre el mar, su blancura se refractaba, se partía, tenía algo de oficina recaudadora vacía, de gruta submarina. Fronesis tuvo la sensación de algo que le había estado reservado durante mucho tiempo y que ahora se le entregaba. Al irse Galeb, Champollion y Margaret, la casa parecía que se había estirado, pues así como antes le había permanecido indiferente, ahora cuando se paseaba solo por ella tenía la sensación de algo que lo había esperado, que había permanecido oculto, que necesitaba verlo en su soledad para darse a conocer por los destellos de una cal, antes fría, que ahora lucía todas sus lámparas como una mina de diamantes.

Volvió a hundirse de nuevo en el agujero abierto en la camiseta, en la grotesca persecución de Diaghilev, en el relato de la muerte de su padre que le había hecho Cemí, en la mano real de Galeb y en la mano somnolienta de Foción, en el subterráneo donde un rayo de sol atravesaba la mesa donde comía la familia de Mahomed después de muerta. Le parecía que ese era el mundo atesorado por todas aquellas paredes de cal. El oleaje de aquella playa de Ukra donde se paseaba el médico egiptólogo antes y después de su muerte. Cada instante la casa abría y cerraba sus puertas, de tal manera que no se sabía si estaba abierta o cerrada. La fortaleza que no puede destruir el tiempo en la sobrenaturaleza. Una fortaleza derruida o un bosque salvaje, la sobrenaturaleza donde parecía que se había perdido la esposa del aduanero Rousseau. Es la casa o el bosque donde la punta del paraguas tiene el imán de la brújula. Es la sobrenaturaleza del ozono, del viento magnético en el desierto, del gamo que llega hasta el acantilado. Su cuerpo, al rechazar la mano de Galeb, al aceptar la mano de Foción en el sueño, al quedarse solo frente al espejo velado de las paredes de cal, se había convertido también en sobrenaturaleza.

Se dirigió al fregadero. Abrió la pila de agua caliente. El humillo del agua se desvanecía, pregonaba tal vez la muerte de la criatura, pero a su vez el sonido del agua al ser interrumpido, mostraba el nacimiento de las espirales, el manto moluscoidal asumido por el sol sobre las colinas. La pila de agua tenía el humo y el sonido, bastaban esos personajes para el origen de los mundos. La casa se iba transparentando, creyó que el agua subiendo por las arenas, llegaba hasta las paredes de cal, dándole brochazos irregulares, manchas, nubes. Las nubes, desprendidas dentro de la casa, lograban hacerla flotar, favoreciendo su levitación. Sentía ya la casa sin peso, el agua penetraba en su fundación y la removía como un arca. La casa ahora estaba sobre el oleaje y la potencia lunar dictaba las leyes de sus movimientos. Todas las casas eran una sola casa, celdillas de cristal. Fronesis corrió de nuevo a lavarse las manos en el agua caliente que salía del fregadero. Sus manos, como si fuesen tuberías, transportaban el agua a su interior, así su peso lograba evitar el vaivén de la casa, que las paredes se fueran arenando y que la casa como un huevo de tortuga fuera devorada por las aves de mar.

Estaba en el mismo cuarto donde había rechazado la mano de Galeb, donde había soñado con la mano sustitutiva de Foción. ¿Qué hacer entre una realidad, la mano rechazada, y lo inexistente, la mano aceptada en el sueño? No le interesaba la flecha en el camino medio de la ciudad y el bosque. Sentía la necesidad de abatir su cuerpo en un oscuro naciente, en un alimento desconocido. Quiso luchar contra la transparencia alcanzada por la casa, como se lucha contra las tinieblas, aseguró el cierre de todas las puertas y ventanas. Atravesó rápidamente el patio, miró hacia arriba; temía alguna indiscreción de lo estelar. Cerró también la llave del agua caliente del fregadero. Desaparecieron el humo y el sonido, la casa planeaba entre dos nubes, resbalaba por una temporalidad inaudible.

Fronesis volvía a estar desnudo. Su cuerpo descendía como los golpes dados en la tierra por el bastón poliédrico de una purificación. Se sentía desamparado en los confines, entre la mano que se rechaza y la mano que se acepta. Se sentó en el suelo, en una de las esquinas de la sala. Su pensamiento se anegaba, pero su energía comenzó a dilatarse hasta alcanzar su plenitud, pero era ahora su propia mano la que empuñaba su realidad y su sueño; ya no había que rechazar ni que aceptar. Era, por el contrario, una aceptación cósmica. Retardaba la expresión de su energía, se burlaba, avanzaba hasta el éxtasis, pero allí retrocedía, hasta que se logró el salto final de su energía en la momentánea claridad del éxtasis. Pero por cerrada que esté una casa, la cola de una lagartija tintinea una cacerola. Fronesis se vistió y fue a lavarse en la pila de agua caliente. De nuevo el humo y el sonido, la evaporación y el silbo de las espirales; volvían los personajes no novelables del comienzo de los mundos.

Se asomaba a la puerta cuando rompía la mañana, creyó que la transparencia de la casa invadía un ámbito que se agrandaba cada vez que iba a tocar sus contornos. En la esquina, muy cerca de la azotea, se esbozaba un menguante disimulado en la transparencia. El menguante servía de basamento a una concha sudorosa. Sus contornos estaban formados por rayas negras y verdes. En el interior de la concha listones de los mismos colores, mezclados con amarillo, con clavos dorados en las franjas negras y clavos negros en los brochazos verdes. Pudo observar que la concha, húmeda de colores, estaba vacía. Le cegaban a Fronesis los reflejos de la concha, brotaban de un centro que por permanecer oscuro se percibía como vaciedad. Miraba de nuevo hacia la esquina y le parecía que desde muy lejos alguien venía a buscarlo. Alguien marchaba hacia el centro de la concha, pero su punto luminoso desaparecía tragado por la iridiscencia que despedían los colores mezclados. Miraba ahora con más fijeza, pero a medida que el punto luminoso se trocaba en figura, la concha sobre el menguante iba desapareciendo, hasta desvanecerse en su totalidad, como una llama soplada por un irascible jabalí cerdoso que hubiera contemplado la aparición escondido detrás de un árbol.