Capítulo II

Cemí estaba sentado en el patio de Upsalón, que está enfrente de la escuela de los abogados, esperando al bedel que repartía las notas de una concretera conocida con el nombre de Legislación Hipotecaria. El curso había terminado y, sin la presencia de Fronesis y de Foción, toda imantación mágica de aquellos lugares se había borrado para Cemí. Las yerbillas de la jardinería, con franjas amarillentas por las quemadas de un junio que extendía sus exigencias sin tregua, no ocultaban el dolor de las tijeras de la poda por imponer un verde sin doblez. Lo lograba apenas, como un caimán muy viejo que enseñase en su lengua un ramito verde. La misma ferocidad del cenital hacía que los amapolones sintiesen algunos pétalos chamuscados y lánguidos, otros parecían marcados con una uña por el negror de la hoguera triunfadora. Por todas partes el agotador desparpajo de la herida de junio.

Cuando el hastío que se ovilla en nosotros está frente a una caja de espacio demasiado grande, las figuras que se deslizan entre ambos se hacen insignificantes e indetenibles. Si la figura logra imponerse al espacio agrandado, vemos cómo nuestro hastío con una lentitud elástica logra atrapar la figura, como si la levantase con el abrir de los párpados más que con el fijarse de la mirada. Como un punto que saliese de su hastío y del arco espacial, logró establecerse, romper su errancia, en una muchacha que se acercaba. Era Lucía, la enamorada amante de Fronesis.

No era la Lucía de otras mañanas. Su rostro se mostraba con mas nobleza, como abrumada por una preocupación que se disimula. El verdor de sus ojos se empañaba por una mirada demasiado fija en un espacio vacío, aquel verde picante disminuido por el riego salobre de las lágrimas. Cemí observó de inmediato que Lucía no quería mostrar la verdadera índole de su visita.

Hacía tanto tiempo que no lo veía, que tengo verdaderos deseos de hablar de nuevo con usted —le dijo—. He venido varias veces, he preguntado si sabían por donde andaba, pero nadie me ha sabido informar. Hoy era el día que menos pensaba encontrarlo, pues es un día sin clases, y ya ve, está sentado en el banco de la espera, pero sin Fronesis y sin Foción —hablaba apresuradamente, como quien dice algo que se trae preparado, pero que al mismo tiempo teme un brusco traspiés en la ilación.

—Hoy hay un baile y lo he venido a buscar para que me lleve, después nos podemos ir de paseo —continuó Lucía. Se desencajaba, hablaba como una ménade y Cemí observó que poco le faltaba para que se echase a llorar. Ya estaba seguro de que Lucía lo había venido a buscar para algo de veras grave. Cemí la tomó de la mano para llevarla a un sitio menos acudido y donde pudiesen hablar con más resguardo. La llevó al parquecito de Alfaro, donde ella acostumbraba a sentarse con Fronesis. Se sentaron los dos, pero antes de que ninguno volviera a hablar, la crisis detenida de Lucía se desbordó, sus sollozos y su llanto rompieron toda inhibición, hasta que la aparición del pañuelo entre sus dedos finos fue la señal de que comenzaba a remansarse.

—Lucía, quiero que tú me digas la verdad de tu visita, el porqué has venido a buscarme. Yo soy amigo de Fronesis, él no está entre nosotros y creo que todo lo que tú le podías decir, me lo puedes decir a mí también. Bien sé yo que a ti no te interesa bailar conmigo, ni mucho menos pasear después del baile. Estabas disimulando, ahora ya no tienes que disimular nada. Dime lo que de verdad quieres decirme.

—Fronesis y yo nos queríamos —le respondió Lucía—, mejor dicho, yo lo quería, si me quería lo debe de responder él. Yo sé que él es muy superior a mí, pero su superioridad nunca me hacía sentir distante, sino por el contrario, atraía con esa superioridad, haciendo que una se sintiera capaz de todo. Cuando yo los oía hablar a los tres, me parecía que yo también hablaba, después llegaba a mi casa y tenía que reírme, no sabía ni de qué habían hablado, pero al día siguiente tenía más deseos de volver a oírlos hablar. Fronesis y yo salíamos, y un día, bueno, un día usted sabe… —Lucía no lograba la expresión para decirlo, entonces se echó a llorar de nuevo—. Pero como esas cosas usted sabe que no paran ahí, un día empecé a sentirme mal y fui al médico. Entonces supe que era un hijo de Fronesis lo que tenía dentro de mí. Yo no sabía qué hacer, ya Fronesis se había marchado. Algunas amigas me aconsejaron la solución que se adopta en tales casos. Pero yo he respetado mucho a Fronesis para tomar esa decisión. Lo que yo quiero y ya se lo voy a decir todo de una vez, es conseguir un pasaje, para marcharme a ver a Fronesis. Además tengo el presentimiento —aquí su voz se ahogó casi— de que si yo no voy a verlo, no lo veré nunca más. No creo que él vuelva y sabe Dios lo que le podrá pasar.

Cemí y Foción, tenían también ese presentimiento. Ahora Lucía decía desde el puente de la cópula y desde el embrión que le crecía a criatura, que ella olfateaba también eso, que la vida de Fronesis había pasado de una seguridad inconmovible a una situación rara, indescifrable y cargada de acechanzas.

Cemí sintió que lo recorría un temblor como un hechizo. Sentía la nobleza enloquecida de Lucía al acercarse a él, cómo se le había querido entregar antes que decirle nada, pero cómo su misma ingenuidad la había descubierto. Sintió la fuerza de transfiguración que hay en cada persona como un potencial desconocido que actúa con una lucidez inmediata, casi transparentándose.

—Mañana te llevaré el dinero a tu casa para que te embarques—. Cemí pensó de inmediato en el padre de Foción, el médico enloquecido. Sabía que entre los dos resolverían el viaje de Lucía. (Al día siguiente, Foción casi temblando, le entregó el dinero.) Lucía lo miró con una inapreciable rapidez a la cara y le contestó: Ojalá que Dios haga que te lo agradezca siempre.

Con la misma rapidez que le miró la cara, le apretó la mano para despedirse. Lucía había alcanzado una gracia, la de transportarse a grandes distancias para dar el testimonio de la semilla.

En ese momento surgió el bedel con el papelucho que traía la calificación de su examen. La cara del viejo era alegre y socarrona. A Cemí le pareció que los botones de la chaqueta del bedel relucían como clavos de oro. Abrió el papel, decía: Sobresaliente.

Cemí se sintió recorrido por una alegría que crecía incesantemente en su interior, muy pocas veces volvería a sentir esa creciente levadura. Le pareció que un dios desconocido le entregaba la nota de su conducta con Lucía. Cuando miró el papel que como propina deslizaba en la mano del bedel, asomó un risueño escarabajo de esmeralda.

Aquella noche soñó con Fronesis, que caminaba en la medianoche por una calleja que parecía del Cairo. Su andar era sereno, venía de una conversación con amigos y se dirigía a dormir en su casa. Su serenidad era como si caminara ya dentro del sueño. Empezó a perseguirlo un demonio siniestro. Y delante iba otro diablejo, pasándose el cuchillo de la punta del rabo a las manos, después hacía como que clavaba el cuchillo en las paredes. El que iba delante se acercaba a Fronesis, pero éste ni se ocupaba de su presencia. Entraba y salía el cuchillo del cuerpo de Fronesis, pero éste seguía como caminando dentro de su sueño, sin alterar el rostro ni el ritmo de la marcha. Hablaban después aparte los dos diablejos y se veían entrelazando los rabos. Los dos grotescos comenzaron a bisbisearse en el oído. Fronesis había llegado a su casa, introducía la llave en la cerradura. Uno de los demonios llevaba en su mano el escarabajo de esmeralda que Cemí había puesto en la mano del bedel. Pero el escarabajo se retorcía como un kris malayo. El diablejo tocó la llave con el escarabajo cuchillo ondulado y la llave saltó así hasta la esquina, comenzando a irradiar. Después hundió el escarabajo en el cuello de Fronesis. La risueña cabeza del cuchillo ondulado se veía en su vaivén sobre la herida. Fronesis, recostado en la pared, iba descendiendo con la lentitud de la sangre en el agua. Al final, el escarabajo montaba sobre la llave irradiante como si fuese un palo de escoba.

Durante varios días, el café de la esquina de la casa de Fronesis en París estaba apagado. Sus parroquianos miedosos ni se asomaban por las vidrieras, ni preguntaban a los dueños por la suerte del cafetín. En una barriada parisina, el cierre de un café se extiende como un duelo silencioso. La gente allí teje el tiempo a su manera, ganso atolondrado, y transporta la tarde y la noche como una columna arrastrada con un jadeo que no se logra disimular. El que todas las noches va a uno de esos cafés, si tiene que quedarse en su casa, mece su balance en el balcón rompiendo el mimbre y el baldosado, cae en el vacío sin fin como un elefante de papel. Desde que se cerró el café donde Fronesis hacía su única comida del día, llevaba a su casa algunos fiambres, de paseo adquiría empanadas, algunos pastelillos, quesos y así pasaba esos primeros días sin café de barrio, oyendo música de radio y leyendo. Antes de irse a comer a otro restaurante, quería esperar algunos días para ver si lo abrían de nuevo. Fronesis causaba siempre la impresión de cierta noble despreocupación, era en extremo meticuloso para iniciar aventuras que sabía terminaban por anclarse en la costumbre. Necesitaba de muchos informes y cuidados para cambiar de restaurante como los hubiera necesitado para cambiar la hora del baño o la extensión de su siesta o de sitio, vecinería, parroquianos fijos, transeúntes, dueños, historial, años de servicio. Sabía la fuerza del escudo de la costumbre para mantener avivados los diablejos necesarios. Por eso permanecía inmutable en su casa, en espera de esos memoriales, mantenidos en las líneas irregulares de la memoria, patas de insectos, que necesitaba para romper una de sus costumbres, ya por una decisión no esperada de su temperamento o por una violenta llegada irrecusable del azar.

Era nerviosa la mano cuyo dedo índice presionaba el timbre, pues hizo tres llamados intermitentes. Al abrir la puerta, Fronesis creció alegre, se encontró frente al rostro de Mahomed Len Baid.

—He venido yo primero, para no hacernos sospechosos. El otro día nos registraron con mucho cuidado cuando estábamos en el café y tomaron nuestras direcciones. De aquí a un rato, vendrá Cidi Galeb, tiene algo importante que decirle. Es una invitación que yo prefiero que él le haga, para que la oiga por primera vez dicha por su propia boca.

Cuando el otro día en el café, lo oíamos hablar de su país, después que nos dispersamos le hice con insistencia esta observación a Cidi Galeb, que ahora le voy a repetir. Casi siempre que conocemos alguna región, derivamos cómo han de ser sus moradores, pero oyéndolo hablar, surge un procedimiento inverso, conocemos a su país con más precisión que si lo hubiéramos visitado, o mejor dicho. parece que alguna vez hemos estado en ese paisaje, sin saber la fecha ni la ocasión. Aunque nos hable de los chichimecas, de la flor egipcia o de los mitos del delfinado en el Mediterráneo, siempre su palabra nos lleva a la isla, y al final sentimos cómo evapora y cómo irradia la promesa de la isla que nos ofrece, como si descubriésemos algo inadvertido que de pronto nos tironea y nos regala una sorpresa que comienza a escarbarnos.

Sonó de nuevo el timbre, pero ahora con fingida firmeza. Llegaba Cidi Galeb, pero la alegre sorpresa de la visita en Fronesis, había recaído sobre Mahomed. No se le escapó ese detalle a Galeb, maestro en la intuición de la aceptación o rechazo a su persona al encajarse en cualquier nueva situación.

—¿Me están preparando ya la limonada con mucho hielo? —comenzó diciendo. La frase resultó inconsecuente para Fronesis, pero dio vuelta en Mahomed, quien recorrió a Galeb a lo largo de su cuerpo con una mirada cuya frialdad sí podía compararse al inicial pedido de Galeb: limonada muy batida con hielo.

—Usted nos habla de su isla y yo le digo que le ha llegado el momento de conocer a Tupek del Oeste —comenzó a decir Galeb, con el intento secreto de ir evaporando el hielo de la limonada—. Como en toda esa costa norteafricana, el color de la materia lucha con la luz como un enemigo que persigue dejar una huella sin reconciliarse. Vendrán también con nosotros Champollion y Margaret, que quieren alejarse del plateado parisino, para encontrar ese rojo quemado, que desde Delacroix a Matisse, se encontró entre el desierto y el acantilado africano. Es casi una ley de la sabiduría de nuestra época, que cuando se adquiere una precisión, y usted nos la dio al hablar de su país, y esa precisión es legítima, nos lleva a una playa desconocida, donde bate un oleaje que todavía no es símbolo ni resistencia, ni definición ni forma, sobrepasa nuestros sentidos y nos regala un nuevo cuerpo integral, surcado por cangrejos estupefactos y por líquenes que perseveran remplazando a los capiteles corintios. Perdón, me entusiasmo con facilidad, pensando en esa excursión donde nuestra única obligación será estrenar un nuevo amanecer. Claro, será un amanecer metafísico, pues supongo que nos levantaremos tarde, después de oír hasta la medianoche los albogones y los platillos de cobre. Y todas las otras sorpresas que podrán pesar sobre la mañana, haciéndola un poco torpe, pero toda verdadera novedad se recibe siempre un poco en duermevela, tropezando con la mesa de noche y dándole un papirotazo al buitre de las pesadillas.

Lo que había dicho Galeb revelaba por entero su manera conversacional. Después de oírlo Fronesis creyó que podía diseñar el carácter del morabito. Sus exaltaciones eran fingidas, pero su velada socarronería sensual que expresaba, inevitablemente sus apetitos clandestinos, era su naturaleza. Su alusión a la medianoche entregado a una fiesta mora, encubría el fervor anticipado del disfrute de los cuerpos. ¿Lo hacía como una sutil espuma venenosa que ascendía a sus palabras? ¿Como una muestra de cinismo saludable? ¿O como un anzuelo lanzado a la aguas de la conversación para ver a quién pescaba? Las zonas viciosas de su carácter ocupaban de tal modo la esencia de su ser, que si lo suponemos en un coro de peregrinos visitando al venerable archimandrita de Jerusalén, se fijaría tan solo en la ambigüedad de sus ojeras o en las ondulaciones de su índice al acompañar los párrafos de un nuevo doctrinal para sus fieles, cargado de citas de la patrística griega del periodo de Clemente de Alejandría. Cuando lanzaba uno de esos venablos, suponía siempre que entre los que escuchaban había uno que “comprendía” desconociendo, precisamente porque su zona viciosa lo enceguecía, que ese presunto “comprensivo” era el que se veía obligado, al sentir su ataque secreto, a rehusarlo, a dar muestras de su desprecio, al que en su sonrisita y su ironía le hacía más daño que si en una campiña feriada apartase a un pastorcito para enseñarle cómo Teócrito interpretaba el amor.

—De acuerdo con lo que Cidi Galeb dice, de la conversación de Fronesis sobre su isla, que nos ha impulsado a las costas norteafricanas, a mí me gustaría, intervino Mahomed, que continuase hablando para ver si podemos llegar a las selvas ecuatoriales africanas y más aún, al seguir hablándonos, ya que seguro tendrá muchas cosas que enseñarnos sobre su país, sorprendernos llegando a la región de los diamantes. Fronesis realiza la proeza de hablarnos de lo zoomorfo y lo fitomorfo, de monstruos y mitos que nosotros descubrimos como novedosos, pero que después resultan, yo creo que engrandeciendo su novedad creadora, el periplo de Ulises de Itaca a Troya y su regreso, solamente que en su relato los lestrigones tienen más importancia que la ciudad sitiada y la ciudad que espera el regreso. La magia de lo que le oímos consiste en que nos presenta el perderse como un regresar y el regresar como un perderse, en eso consiste la enorme importancia que para nosotros tiene el verlo y el oírlo. Más importante que cualquier viaje es para nosotros oírlo, sin que eso quiera decir que yo intente disuadirlo de la invitación de Cidi Galeb. Después de todo, viajar es lo único que hacemos mientras vivimos, aunque sea en un barco encallado o en un ferrocarril inmovilizado, entonces las cosas se nos presentan en aspas de molino.

Comenzaron a oírse en la calle ruidos de gendarmería que persigue, que sigue buscando. Luces que se apagan y linternas errantes buscando garabatos por las paredes. Se asomaron los tres a las persianas, pasaron máquinas llenas de polizontes apretujados que sacaban de sus piernas la ametralladora como un pico de gallo. Miraban hacia los pisos y la azotea como en el temor de una posible rociada plomiza.

—Yo me voy a ir primero —dijo Galeb— pues si los dos nos hacemos sospechosos, nos pudriremos seis meses a la sombra mientras se enteran nuestros familiares. ¿Qué será más valiente? Al decir esto le salgo al paso a cualquier ocurrencia que se pueda tener en contra mía, salir sin saber qué es lo que pasa en la calle o quedarme resguardado con la posibilidad remotísima de que me saquen de la casa y me lleven a la comisaría.

—Lo más temerario de todo es salir el primero —le contestó Mahomed—, por eso todos comprendemos que tú asumas ese riesgo, ya que tú tienes la técnica de la caballería árabe contra Kleiber, apareces y desapareces describiendo una media luna.

Los tres hundieron sus risas en un crescendo tonal y humoresco. La risa de Galeb entró en la unidad tonal caracoleando, patas de cabra y salto de ojo de tigre. ¿Por qué se había unido a la risa de los otros dos amigos? Al buscar la retirada ¿Galeb había puesto sus instintos defensivos por encima de la valoración moral? Él había estado muchas veces en situación de peligro y eso favorecía el disimulo de cualquiera de sus actitudes. Es decir, se podía haber quedado, con mucho miedo, y se podía ir, sin ningún miedo, que era lo que le había pasado. Los hombres que han tenido que pagar un precio muy elevado por todos los dones que tuvieron que adquirir y artizar el amor, el regusto, las imágenes, adquieren aun en edad que no ha tocado la madurez, una indolencia o un impedimento que es la trágica expresión que en ellos adquiere el aviso que le dan las cosas y las situaciones de su llamada y de su rechazo, del tiempo que nos cuestan y de la extraña y desconocida moneda en que nos van a cobrar. La risa de Galeb se debía a que no quería hacer evidente que la posible burla de sus amigos lo encolerizaba. Se unía a la risa, aunque la risa fuera a su costa, para demostrar que no se quedaba fuera de sus amigos, les venía a decir: Ustedes se burlan de mí, pues no me importa la valoración con que me arañen, no la siento, me río con ustedes para demostrarles que no me importa qué raíz pueda tener esa risa, pues yo no me he quedado fuera del trío de las carcajadas, luego no le doy la menor importancia a mi retirada.

La puerta vibró al cerrarse, Galeb la había impulsado con un exceso que no era necesario para quedar separado de sus dos amigos. La vibración de la puerta revelaba que había sido cerrada por una mano casi crispada.

—Creo que ya yo he hablado lo suficiente. Ahora, Mahomed, me gustaría oírle algo de su circunstancia y de sus adivinaciones, pues para mí, alguien que pertenece al mundo árabe, vive adivinando, es decir, adivina la realidad que se le entrega. Ensueña la circunstancia y la capota dejada por la realidad, esté agujereada o sea suntuosa, la adivina como un cono de luz que viene para aclarar un mundo muy diverso, pero que si no fuese por ese ensueño previo, por esa adivinación posterior, permanecería inerte como la materia que ya no puede arder.

—Mi padre —comenzó diciendo Mahomed—, era médico en Ukra, un balneario cerca de la capital de Tupek del Oeste. Ese balneario era una concha donde cabía toda el agua del Mediterráneo. Ingleses que querían hacer una pausa en su clásico refinamiento florentino, franceses cansados de escarbar la tierra en Siria, quemados por los trabajos arqueológicos; teutones de la escuela de Mommsen, príncipes griegos que regresaban de sus estudios en Oxford, suecos que soñaban con curarse las fiebres en algún amanecer en Bagdad o en Esmirna, en fin, toda esa fama que fue el brillo, a veces oro, muchas veces oropel de la Europa que va del simbolismo al surrealismo, de Mallarmé a Chaplin, del flujo verbal de Joyce al collage de Braque. Ukra, el pequeño balneario, como un speculum, pasaba del reflejo al misterio. Por su piel pasaban los más entrecruzados humos, su diversidad era un encantamiento, no un atolondramiento ni una suma, como tantas veces sucede en el mundo contemporáneo. Todos esos tipos y arquetipos, humanos y antihumanos, se enfrentaban con mi padre el doctor árabe, como decían ellos, desde la distracción silenciosa del ajedrez hasta la locuacidad energuménica de que daban muestras cuando se contorsionaban por el histerismo o la avalancha de los recuerdos, o la sobresaltada campanada que le daban sus frustraciones. Mi padre evitaba en todo tratarlos como seres de frivolidad errante o de profundidad distorsionada. Procuraba establecer con todos ellos relaciones perdurables, aunque sólo los tratara en los días excepcionales en que caían caprichosamente en el balneario de Ukra. A través de más de veinte años de vivir en ese ejercicio, llegó a tener en sus manos los laberintos, las redes, los secretos de casi todos los hombres más valiosos de aquellos años, quienes con la seguridad de que el doctor árabe no usaría —no eran sus deseos ni sus intenciones— aquellas confidencias en contra de ellos, lo trataban y cuando dejaban de tratarlo lo recordaban como una compañía que, cuando se alejaban del balneario, precisaban cada día con más nitidez: en qué forma su palabra y su sabiduría los había estructurado y apuntalado en la región más dañada de su cuerpo o de su espíritu.

Mi padre era hijo de otro doctor árabe, que a su vez formaba parte de una extensísima dinastía de curadores y alquimistas de la gran época del califato de Córdoba. Eran del pueblo de Utramanil, donde descansaban los mercaderes que se dirigían a Tupek del Este. Mi madre Aischa era la hija de un lapidario que también formaba parte de una dinastía de conocedores de piedras preciosas durante varias generaciones. Se conocieron desde niños y cuando los dos comenzaron a estudiar en la Universidad del Cairo, decidieron casarse, con el jubiloso consentimiento de mis abuelos, el curador del cuerpo y el conocedor de las piedras preciosas. Mi padre dijo: Estaba escrito. Mi madre le respondió: Los dos supimos leer muy bien lo que estaba escrito. La perfección de ese matrimonio y la manera como se acoplaron a través de veinte años casi, fue y seguirá siendo el hecho decisivo de mi vida. Mi madre había puesto su pensamiento, su mundo sensible, su sueño y su espera en tan estrecha correlación con los de mi padre, que aquellos dos seres parecía que trabajaban en un taller de artesanos donde ellos solos rindiesen la labor de un coro. Todo lo que estaba más allá del cuerpo, en ellos había coincidido en la llama unitiva que esclarece.

Esa coincidencia, de raíz casi sagrada, era en extremo necesaria a esa perfección de su matrimonio. La llama soplada por sus opuestos crecía esbelta y progresaba como la luz. Mi madre, desde niña, se había acostumbrado a ver a los hombres que la adoraban en el taller de su padre, trabajar con el mayor silencio en el pulimento y facetación de las piedras preciosas. Había visto en infinitas horas trabajar con la atención concentrada, hasta la alucinación invisible, en un objeto pequeño. La mano y la mirada coincidían como en la impulsión de la marcha del pez, en la destreza artesana. Cada mirada era una orden para las manos que distribuían el toque de los dedos sobre la piedra, como una caricia. La mirada ceñía, las manos fijaban, los dedos eran esponjas inaudibles que preguntaban. Al final de su labor se encontraba con la sorpresa de que cada piedra pequeña era como el ojo de un lince. El silencio se extendía del taller a la casa. Cada morador era un ente silencioso que disfrutaba la sorpresa de haber tenido un punto errante, lento y pequeño, era un Moloch que devoraba, que exigía, que acorralaba como un carrete vertiginoso al Tiempo, monstruo de lo temporal; cada una de las hormigas que elabora esas piedras preciosas, el calambre de sus patas o el salto de sus destellos, le cuesta al hombre la secularidad acumulada del caracol.

Así mi madre, nacida en la observación prolongada hasta sus confines, encontraba el relieve, los puntos a trabajar, en un desierto, en la superficie de un lago o en la mas monótona de las conversaciones. Las vidas más insignificantes o el aspecto más insignificante de una vida, aquella hilacha desprendida como un papelillo cobraba para ella el relieve de una miniatura persa acariciada por un anticuario amigo de Goethe. A veces pensaba yo, al ver la fineza y el resultado de sus observaciones, si había adquirido un supersentido para ese relieve o si por el contrario, facilitaba en cualquier superficie dañada, el surgimiento de ese relieve significativo de una desventura o de un instante maltrecho.

Lo que había en mi padre de naturaleza tenía otro sentido. Ya hemos dicho que su prodigioso punto coincidente se verificaba en lo que en ellos había de no cuerpo. La manera de mi padre consistía en que se adelantaba para conocer a alguien, como si ese alguien hiciera tiempo que caminaba dentro de él. Borraba el límite de la llegada a otra persona. Entraba en el devenir de otra persona sin que ésta percibiera el nuevo jinete que había entrado en su propio río. Era familia, era amigo, era consejero de personas que nunca había conocido. Cuando las conocía era el reconocimiento de ese familiar, de ese amigo, que nos había aconsejado sin que lo viéramos y ahora nos soplaba en el oído la sentencia que parecía que los reintegraba a una ciudad de escasos moradores donde se conocían la vacilación que estaba muy cerca de la plenitud, la arrogancia que llora en la soledad de la medianoche.

Mi padre era un egiptólogo de mucha nombradía en toda la cuenca del Mediterráneo y en todo el mundo mahometano. Tenía un arte excepcional, según los que le habían oído en los cursos de verano de la Universidad de El Cairo, para mostrar por qué se había verificado la gran plenitud egipcia en la decimonovena dinastía. De ese laberinto que había hecho que la tierra roja del desierto y los montes rocosos tibetanos alcanzara los prodigios de su resistencia incomparable en el arte, mi padre lograba un camino que demostraba que la luz dórica jamás podrá destruir el lleno egipcio y que en el valle donde Osiris es creador con el sexo arrancado, poco tiene que hacer la luz progresiva ante el lleno inmutable.

Mientras mi padre daba sus clases en los cursos de verano de la Universidad de El Cairo, mi madre y yo nos trasladábamos al taller de su padre. Así también me acostumbré desde niño a ese trabajo sutil y extraño, que nos toma por la visión y afina extraordinariamente todo lo que de nosotros se desprende para penetrar en la circunstancia más resistente. Mi madre parecía que retomaba esa línea infinita, esa línea del horizonte que se mostraba tan cerca de su mano, yo la seguía, la observación que ella había adquirido en esa artesanía yo la obtenía por una especie de alucinación de la que no derivaba ningún producto visible, pero que estaba en mi omphalos como una araña, en seguida a ella en su recorrido por esa estepa de progresión infinita.

Cuando llegaba a la concha y el doctor árabe entraba en relación con uno de aquellos seres siniestros o errantes, hedonistas o estentóreos, si se constituían en un caso, el curso del tratamiento era casi siempre invariable. Después que se adelantaban los tentáculos moluscoidales de mi padre, el caso, muy bien forrado para que no se diera cuenta de que era una etapa del tratamiento, era invitado a visitar la casa de mis padres. Mi madre representaba muy bien su indiferencia derivada, disimulando irreprochablemente su participación en el tratamiento. Mi padre creía en extremo necesario que todas aquellas personas desfilaran por delante de mi madre. La forma en que estas personas quedaban en ella era semejante a una superficie líquida que reflejaba el vuelo del ave más lejana. La más ligera sombra parecía que manchaba aquella superficie. Ese manchón, reflejado aunque fuese un instante, era el que mi padre necesitaba para sus conclusiones. Recuerdo que una vez le oí decir a mi padre, una de las pocas veces que se refirió a esas cosas delante de mí, que él captaba en sus pacientes el tránsito del cuerpo a la imagen, pero que Aischa, su esposa, captaba la imagen como corporis misterium, es decir, la imagen que entraba en su espejo, salía después con peso, número y medida. Mi padre lograba volatilizar el fragmento dañado del cuerpo, porque mi madre había logrado el contorno de la sombra, la mancha había logrado relieve en la identidad del hacia dentro y del seguirlo con la mirada.

Recuerdo algunos casos de esa forma de trabajo que pudiéramos llamar un tratamiento recurrente. Una vez llegó a aquellos rincones playeros, un joven pintor cubista y asmático. Estaba siempre sobresaltado, como quien ha perdido las consejas del tiempo, cómo se mide y cómo se nos escapa y qué es lo que nos deja en su huida invisible. Un día en que su subjetividad se sintió muy sofocada, como si la divinidad tónica que lo habitaba se hubiera extendido por su cuerpo hasta querer romperle la piel, llamó a mi padre, que lo llevó por la conversación más cuidadosa a que expresase los motivos de su orgullo, poniéndolo a pintar en su presencia. Mi padre observó como observación que pudo derivar de sus años en Montmartre, donde había visto pintar a casi todos los grandes pintores finiseculares y a los más terribles fauves, que sus avances y retrocesos no guardaban relación con las pastas que depositaba sobre la tela. Ofrecía unas ausencias, había que precisar qué divinidad infernal sudaba sus pesadillas a lo largo de aquellas ausencias. Una suspensión, un abismo pascaliano, se abría a sus pies, haciéndolo llegar a la tela nublado y vacilante. Tenía miedo, las pastas más azulosas, los bermellones vitalmente cuarteados ponían frente a sus ojos la carroña de la muerte.

El pintor fue invitado a comer en mi casa. El comedor era la pieza donde se mostraba en todo su fervor la luz derramada. Mi madre, como una provocación para los ojos del pintor, había preparado sobre el fondo azul de la fuente, la plata de unas sardinas gordezuelas que astillaban reflejos y chisporroteos. Un pintor siempre reacciona ante ese incentivo, pero la reacción fue desfavorable y sombría. Cuando se retiró el pintor, mi madre indicó que todos sus males estaban conducidos por un cortejo de sardinas. Al observar que su indiferencia ante las sardinas no era un mal pasajero, sino el lanzazo que llevaba en el costado, mi padre obtuvo la fulguración que le era necesaria para llegar a la raíz del caso. Casi de madrugada el doctor árabe fue llamado de nuevo por el pintor cubista y asmático. Pero el visitador llevaba ya la solución acariciada con destreza.

Ya mi padre lo iba a visitar sabiendo que estaba acomplejado por la obra de Juan Gris, que lo comprimía, pero además su vida de asmático, su muerte temprana, lo atemorizaban a cada pincelada. Recordó mi padre que Juan Gris decía que moriría de una intoxicación de sardinas, que le producía su disnea de alérgico. Al pintor de visita en la concha, se le agravó su mal al contemplar el triunfo mediterráneo de las sardinas, plata sobre una lasca grande de azul. Mi padre captó de inmediato que era un problema de dieta, lo que alejaría el remolino de sus aguas negras. Hasta un día que lo volvió a invitar a comer en su casa, pero esta vez el pintor con sus dos manos cogió la más excesiva de todas las sardinas, dijo que iba a sustituir el azul de la fuente por el azul estelar y alzó la sardina hasta darle como fondo una gran franja de cielo que se fijaba por uno de los ventanales del comedor. Cuando cayó el esqueleto de la sardina, lucía traspasado por una volandera alegría doméstica. Mi padre lo fue llevando de Juan Gris a Vermeer de Delft y tapó definitivamente la sardina pestilente con el inmenso sombrero de los Arnolfini.

Otro caso que recuerdo es el de la mujer que asistía con su esposo, comerciante en pasas de Corinto, y sus tres hijos de edad escalonada de diez, ocho y cinco años, a sumergirse en un agua tibia, que a veces la acechaba con exceso. Entonces quería huir con el menor de sus hijos cargado.

Esa vez, mi padre quiso que mi madre la fuera a ver, antes de invitarla. Estaba en el extremo de la concha, recostada en una silla playera, con su hijo menor apoyado a su lado. Silenciosa, rondada por la noche que entraba a la playa para descansar, su silencio batía como el mar. Era un silencio que corría como un fuego fatuo dentro de la carpa de la noche. Mi madre se esforzó en llegar hasta ella, saludarla, empezar la conversación sin rechazar el menor fragmento de la noche que la ceñía y la cuidaba en su oficio de madre primigenia.

Hablaba la esposa del comerciante con desenvuelta naturalidad. Sobre su piel todavía la trusa espejeaba, envuelta en una bata de baño sin ceñirse los cordones, de tal manera que sobre la trusa podía verse un escarabajo de esmeralda. La conversación sin languidecer, tomó sus cauces más insistidos, horas de baño, temperatura más favorable, trajín que le daban los muchachos, empleo de las horas, exceso de sazón en las comidas del hotel veraniego. Ni el doctor árabe, ni su esposa hicieron el menor esfuerzo porque la conversación menos habitual, se hiciera más significativa. Transcurrido un tiempo sin pesadumbre ni estiramiento provocado, las despedidas. La misma situación se mordía la cola, al final se veía a la mujer en el extremo de la concha, con su pequeño hijo a su lado, mientras la bata de baño, batida ligeramente por el viento mostraba, con contadas interrupciones, la movilidad inquietante del escarabajo de esmeralda.

Pocos días después el matrimonio fue invitado a comer en casa. La esposa lucía acicalada como para una comida de diplomáticos. Eldoctor árabe cobró para esos banqueros el respeto excesivo y grotesco del comerciante frente al científico, lo que ellos consideraban en su manera ingenua, como “una persona importante”. Había que lucirle las mejores telas de la guardarropía. Y de nuevo pudo observar mi madre, como única joya sobre el seno inquieto por la respiración apresurada, el escarabajo de esmeralda.

La conversación transcurrió como el día de la presentación, llena, pero sin altibajos de curiosidad aprovechable. Vagos temores políticos, incertidumbre del vivir, hastío, inquietud por lo que pudiera pasar, hastío porque no pasaba nada, uñas enterradas, fantasmas, no separarse de la orilla. La esposa del comerciante había comido con más delectación que exceso. El comerciante de pasas de Corinto, con tanto regusto como exceso, volcado sobre todo en el Borgoña espumoso, cuyas burbujas ascendentes le recordaban el horizontal extenderse de la espuma playera.

Mi madre después de la retirada del matrimonio, le dijo a mi padre que los males de la esposa había que buscarlos en los juegos de su escarabajo, que lo mismo exornaba sus trusas, que sus vestidos de gala. Estaba segura de que lo volvería a ver reaparecer sobre su pijama de dormir. Los dos, sumando fragmentos, pudieron reconstruir la historieta. Entre sirvientas, amigos comunes, mozos de hotel, murmuraciones, inconexos furtivos, picos de frases aisladas, que después se hacían evidentes como un buzo de mar, fue surgiendo la ceniza sobre la que se posaba el escarabajo. La madre, después de tener sus hijos en el matrimonio, tuvo un amantillo, que fue el padre incógnito de la esposa del comerciante. El amante le había regalado a la infiel el escarabajo de esmeralda. Fue creciendo entre cuchufletas de malvados que conocían el sucedido. El padre la marginaba en la familia y el amante había dicho que secuestraría a su hija, aunque fuese quemando el palacio del rey de Tebas. La madre guardaba a su hija, no se separaba de ella un instante, avergonzada por los desprecios del padre y temblorosa por las amenazas del amante. Por eso la pobre esposa del comerciante arrastraba todas esas cadenas. Se apartaba con su hijo menor, como su madre se alejaba con ella para cuidarla del padre verdadero y del legal. Entre tantos desprecios, surgía el orgullo amoroso de la madre, la galantería de los buenos tiempos del padre, simbolizada en el escarabajo que la hija llevaba, como un tatuaje sobre el pecho.

Mi padre le aconsejó al comerciante que exagerase su cariño sobre el más pequeño de sus hijos, le hacía historias sobre la toma de Bizerta y Túnez, del bastardo don Juan de Austria, cómo pudo considerarse más hijo de Carlos V, que la misma descendencia reconocida y legal. Le fue provocando el orgullo de su bastardía, al mismo tiempo que le iba cediendo el pequeño cada día más al padre, aumentando su confianza en el cariño del padre y destruyendo el laberinto que había formado entre la historia real de su madre y la historia imaginativa de ella, derivada del ambiente vergonzante e inferior donde había transcurrido su niñez. Así un día guardó el escarabajo de esmeralda en un cofre gótico alemán y le mostraba a todos la alegría del más pequeño de sus hijos, repitiendo sus aciertos en la escuela y la especial ternura que le mostraba su padre.

Una temporada dejó de asistir al balneario, fue entonces cuando mi madre recibió desde Corinto el escarabajo que le enviaba de regalo. Recuerdo que un día hablando con mi padre de esa simpatía universal de mi madre, que parecía que rompía el contorno del otro, haciendo de la no comunicación una transparencia, como si del mundo hubiera sido borrada la especie humana, mostrándose tan sólo el aire o el fuego, es decir, el elemento donde están recostadas las cosas y la claridad que el hombre puede elaborar frente a la luz, le hablé a mi padre de su observación, de los dones que había adquirido en el taller de las piedras preciosas, no pareció ser de mi opinión. Reconocía que tal vez esos ejercicios infantiles podían llevar la proyección de todos sus adherentes a un punto que volaba por la superficie de la materia. Pero, en realidad, él pensaba que todos esos dones no brotaban de un ejercicio, sino de la raíz más naciente de su ser. Era lo que en ella había de madre nocturna, de gran benévola, de sumergidora terrenal, de oidora de la muerte, del tiempo que podía guardar al otro dentro de sí, de ocupar su placenta con el ser que necesita un alimento durante un tiempo en que va a salir de lo envolvente para adquirir lo intraspasable de la estación madura, en el umbral de la muerte, lo que le hacía recorrer el puente en la isla menguante, como si llevase los ojos vendados y sin fijarse en el culto donde las piedras preciosas destellan. Es como una ciega, que es la madre universal; es la mujer Edipo, que es el reverso del Edipo masculino. Dice como en sueños: tú eres mi padre, y tú mi hijo. Vé y ocupa tu trono, reina en paz, vaya la sucesión desde el principio hasta el fin.

Cuando le oí decir a mi padre esas cosas, fui también vencido por la transparencia familiar. Mi padre, mi madre y mi yo, empezaron a ser vistos por mí como cuarzo, como agua que pasa entre las manos, como vidrio para la imagen. Mi madre estaba a mi lado en la mesa, por ejemplo, y la sentía como llamando a las garzas en un lago muy lejano. O tenía la sensación de que con la uña le arrancaba un pedacito a la luna. Mi padre, cuando yo lo acompañaba hasta la playa se me transparentaba en tal forma que cuando volvía a precisar su imagen, salía de una cabaña polar, calándose la gorra, frente a un bosque de abeto escarchado, contemplando con unos prismáticos la fuga de los renos.

Sabía que mi madre, mi padre y mi yo éramos ya la nada, y que sólo las imágenes dejaban sus sombras al pasar de la finitud mortal a la infinitud de la muerte. Lo que yo había llamado observación, punto de las piedras preciosas en su destello, transparencia, eran la nada y la imagen, la muerte y la no interrupción. O eran tal vez la misma cosa, la nada era el reverso de la totalidad, cada destello era un sumando, cada observación era una potencia cuya velocidad inicial se hacía uniforme e infinitamente acelerada. La transparencia era una suma total en una pizarra de aguanieve temblorosa, y de pronto un relámpago que destruía todos esos sumandos, se había pasado del caos al bostezo, de la misma manera que el reverso del falo serpiente es el entrante sin fin, el ano como cero absoluto. La concha playera era el telón de la nada. El silencio del oleaje trayendo a los bañistas, era la nada devorándose el silencio.

Un día yo me bañaba en Ukra, acompañado de otros garzones de mi misma edad; pude observar esa nada extendiéndose y tocándome. La nada siempre es indirecta, indecisa, neblinosa, llega coma caminando hacia atrás y mirándonos fijamente. Alguien, con el rostro casi cubierto por una toalla, se acercó y le habló a uno de los nadadores y ya entonces no quisieron ir más al agua y comenzaron a mirarme, en realidad no sé cómo decirlo, pero era algo, así como una repulsión amorosa. Me dijeron que era hora de irnos, a nuestra casa y mientras cada uno de ellos se quedaba en la suya, noté ese algo frío que se nos retira, ese pez aéreo que se nos escapa, la nada, en fin, como si acariciáramos un recuerdo que se desvanece y vuelve como una piedra que tapa al mismo recuerdo.

Cuando llegué a mi casa, ofrecía un aspecto desusado. Los familiares de mi madre lloraban. Mi padre me apretó el cuello con cariño, sus manos estaban muy frías. Me llevó con mucha lentitud a la cama, donde me señaló a mi madre sin vida. Digo sin vida, por no poder usar la palabra muerte. Ese mismo día fue cuando, más se agudizó en mí esa sensación de transparencia que me causaban mi padre y mi madre, me pareció que la región que ahora ella ocupaba era la misma de siempre. Su ausencia en días posteriores sólo lograba oírla más, verla más a mi lado, sentir que sus cuidados para mí se hacían de una delicadeza que me la hacían más visible.

A mi padre lo seguía siempre viendo al lado de mi madre. No podía decir siquiera que a mi madre no la veía, pues mis sentidos parecían que sólo existían para darme testimonio de ella, después de su muerte. No me hablaba, pero si me hubiera hablado entonces sí me parecería que no existía. Su presencia sólo lograría preguntarle a mi madre por ella. Inclusive mi padre no había cambiado cierta etapa de su tratamiento, las invitaciones a la comida familiar continuaban como si el mismo hilo hubiera continuado extendiéndose desde su temblor inicial hasta el final de la tela.

Por eso, atenta, con una fascinación que se me hacía inquietante, su alusión al genitor por la imagen, que Fronesis le había oído a Cemí en largas caminatas, cuando recorría La Habana vieja alucinado por la imagen que hace de la vida y de la muerte una sola esfera, al hombre que la muerte sólo logra afirmarlo en su vivir de lodos los días, a ese Hernando de Soto, enterrado en un río que visita a su esposa en la torre del castillo, que recibe correspondencia con el peregrino después de su muerte. Sólo que esa frase, el genitor por la imagen, se igualaba con lo que llamaría la muerte genitora por la transparencia. Hay la transparencia de la luz, pero existe también una forma de transparencia mediante la cual la muerte, lo sumergido, lo que se oculta en la noche, llega hasta nosotros, y con la aspereza de la claridad en los dominios de la muerte, se vuelve suscitante y creadora. La luz descendida, la transparencia creadora desde la muerte, va perfeccionando esa sorpresa, que es el motivo de su aspereza, hasta volverla silenciosa, envolvente, viajera que siempre llega, esperador que siempre espera.

Como al año de la muerte de mi madre, mi padre fue al pueblo de donde era mi madre, y vino ya casado con la que había sido la amiga más cercana de mi madre desde la niñez. Llegó a mi casa y pareció situarse dentro del mismo cono de transparencia. Se sentó a la mesa en el mismo sitio de mi madre, su relación conmigo era igual a la que yo siempre había tenido con mi madre. Los clientes de mi padre seguían siendo traídos a la prueba de la comida. Parecía que cuando mi padre se casó con Aischa, su amiga se lo había cedido, y luego, cuando mi madre murió, Aischa le entregó de nuevo a mi padre en una especie de sucesión sin fin, de familia que se reconocía sin signos, de una tribu de iniciados que recorriesen el desierto con serena alegría, porque la luz ya no los quemaba, ni necesitaban el agua ni la sombra para el sosiego.

Dos años después nacía mi media hermana que le pusieron Aischa, así que seguí oyendo el nombre de mi madre, quizás con más frecuencia, pues cuando somos niños nuestro nombre suena constantemente como una campanilla, y oímos que al paso de los años nuestro nombre se va apagando, y yo supongo que los que lleguen a viejos lo oirán cómo cada día se va amortiguando, de tal manera que la tierra se traga el nombre antes que el cuerpo. A veces me parecía que veía crecer a mi madre, viendo a mi hermana, como una menina de pintura española, que entraba en el mismo espejo, donde un instante antes había salido mi madre.

Pero, querido Fronesis, me parece que estoy volcando sobre usted carretas homéricas de recuerdos y de días familiares, demasiado pasado para aprisionarlo en este instante, quizá algo debería quedar para otro día.

—Cada vez tengo más interés en oírlo —le respondió Fronesis—, además creo que su relato debe ir todo en una pieza, si lo interrumpe hoy, otro día parecerá desarticulado y trunco, permita, pues, que esta noche alcance su final.

—Al paso del tiempo, el triángulo en la transparencia se convirtió en un cuaternario, para usar el término pitagórico. Mi hermana era mi madre muerta y la que había ocupado su lugar, o mejor dicho, la identidad en el mismo continuo de transparencia. Cuando yo llevaba a mi hermana, niña aún, a la playa, me parecía que mi madre surgía del mar desde su niñez, para cuidarme en una forma que sin ser enigmática ni mostrar comienzo, comprendía el tiempo acumulado y el que iban derramando las tejedoras.

En uno de esos cursos de verano que explicaba en la universidad del Cairo, mi padre llevó a su esposa, a mi hermana y a mí, para que curioseásemos aquella civilización, al mismo tiempo que nos fuéramos preparando para una temporada en París. “Ya es hora” recuerdo que nos dijo sonriéndose, “que vayamos preparando el salto de Amenofis a Luis XIV, de Keops a Versalles”. Mi hermana y yo nos habíamos quedado en el hotel, mientras que mi madre y mi padre se dirigieron a conocer la universidad y su museo. Muy cerca de la universidad, estalló un motín contra la dominación inglesa. Estallaron bombas, en el momento en que salían del auto que los había conducido. Los dos cayeron heridos de muerte. Cuando supimos la noticia, mi hermana y yo nos miramos fijamente, sin quedarnos perplejos. Regresamos a nuestra casa de Ukra, los familiares de mi madre y de mi padre decidieron cumplir los deseos de mi padre y nos mandaron a los dos a estudiar a París. Era como si siguiéramos en el balneario, era un cambio de espacio, pero el tiempo que seguía fluyendo para nosotros era el del oleaje, el que se deslizaba como un río en un ámbito transparente donde la muerte y la vida se habían hecho tan indistintas, estábamos los dos convencidos de que nuestros padres nos seguían acompañando, al extremo que vivo en un apartamento solo con mi hermana, pues cualquier otra presencia nos hubiera destruido nuestro transparente cuaternario.

Ahora usted me preguntará cómo pude saltar de ese sosiego transparente al tumulto de la revolución, y de esa totalidad que habíamos logrado tres muertos y dos vivientes, al deseo de liberar a Tupek del Oeste de las plagas y del cautiverio. Así como hubo una época en que los príncipes y la nobleza se convirtieron en los defensores de los derechos obreros, nosotros, que nos habían sido otorgados los dones de esa transparencia, sentimos el deseo de que las legiones del pueblo llegaran a adquirir esos inmensos dominios donde la muerte no se diferenciaba de la vida y donde toda interrupción, todo fracaso, toda vacilación quedará suprimida, pues la luz y lo sumergido, los envíos de lo estelar y la devolución de lo sumergido, deberían haber alcanzado en nuestra época, habiéndole dejado vergonzantemente esos dominios a los físicos, una identidad prodigiosa. Si nuestra época ha alcanzado una indeterminable fuerza de destrucción, hay que hacer la revolución que cree una indeterminable fuerza de creación, que fortalezca los recuerdos, que precise los sueños, que corporice las imágenes, que le dé el mejor trato a los muertos, que le dé a los efímeros una suntuosa lectura de su transparencia, permitiéndole a los vivientes una navegación segura y corriente por ese tenebrario, una destrucción de esa acumulación, no por la energía volatilizada por el diablo, sino por un cometa que los penetre por la totalidad de una médula, oblongada, de un transmisor que vaya de lo táctil a lo invisible, y que allí después de siete días sumergido, ingurgite portando una espiga de trigo, chupando la estalactita estelar como un caramelo, lo que se llamaba en el ceremonial de los antiguos chinos, mamar el cielo.

Mahomed lucía ya sofocado en su exaltación. Fronesis no se decidió a interrumpirle. Lentamente se fue remansando, después prosiguió sin dejar de hacer visible su temblor. Causaba la impresión de que era la primera vez que alguien oía sus confidencias, que Fronesis era el primero que le había despertado confianza para mostrar lo que en su vida había sido un secreto.

—Yo veía como un túnel —continuó—, de una cierta anchura, que penetrase hasta el centro de la tierra, y después se abría una extensión, alumbrada como por una lámpara de minero. Siempre al final del túnel, en una de las piezas de nuestra casa de Ukra, aparecían mi padre y mi madre, casi siempre en el comedor con invitados. La presencia de la amiga infantil, que había ocupado su lugar, se hacía visible como por una aumento de la alegría en la presencia de mi padre. No había nada de su cuerpo, pero estaba porque su neuma aumentaba el de mi madre, como Géminis de dos lóbulos invisibles.

Estaban siempre allí, en ese espacio transparentado, se dejaban ver, pero no podían marchar hacia nosotros. Era necesario provocar una conmoción, algo que estallase para llegar a esas moradas. Un incendio, una revolución. Algo que rompiese el movimiento elíptico de los astros, para borrar esa zona que no era nuestra. Gnomos enloquecidos con sus sopletes, favoreciendo una nueva plutonía. Tenía que ser el fuego, un gran aviso, algo que rompiese y algo que estableciese la unidad de los muertos y los vivientes. El reencuentro con nuestros padres, pues nuestro desprendimiento origina una nueva sucesión infinita, pues el solo desprendimiento sin fin le regalaría la victoria a la muerte, pero ese regalo sería la desaparición de la muerte y de la vida. Una nada sin reverso de totalidad, una nada sin esa sucesión para la transparencia.

Había que destruir plutónicamente esa línea, había que prender fuego a ese bosque para llegar a esa ciudad, como se oyen los chillidos de los gnomos mientras arden los pinares y los vecinos agrandan los sentidos como ojos de pulpo. Una espesura carbonizada y los gnomos chillando y avanzando con un farol en la mano. En ese asalto los gnomos tripulan toros y sólo reciben órdenes de una espada lucífuga que les habla. En sus oraciones antes del combate invocan al Rey invisible que ha tomado la tierra como apoyo. Le llaman a ese Rey invisible, el remunerador de las obras subterráneas, buscan el clavo de imán que atraviesa el centro del mundo. Su Rey invisible lleva el cielo y es el dueño de la simiente de las estrellas. Llegan a la choza, donde una pareja juega al ajedrez, donde un rey conspirador jura ante el pueblo, donde la cabra de Amaltea deposita sus cuernos entre el aire y el fuego, entre los muertos invisibles y los vivientes que hacen visibles a los muertos. Son las llamas de la revolución, para hacer visibles a los muertos. Es una lucha de los titanes de Karnak, de nuevo entre cielo y tierra, para adelantar la resurrección. Nuestros recuerdos vuelven a ser puntos estelares. Golcia y Parusía, ciencias de invocación de los muertos y de la resurrección, he ahí donde deben dirigirse las llamas de una nueva revolución.

Se oyeron, con pausas enfáticas, tres toques de timbre. Fronesis se mostró un tanto sobresaltado, pensó que podía ser algún policía que buscaba a Mahomed. Éste, sin vacilaciones, se dirigió a la puerta y la abrió.

—Por favor, señores ¿es aquí donde vive Fredesvindo Heterónomo?

Era una voz baritonal de homosexual de sílabas espesas, pero rajadas. Vestía todo de azul oscuro, con un sombrero de castor negro, parecía ese director que aparece en los circos de Seurat.

—No, aquí no vive ese señor, ni en todo este barrio le está permitido vivir a una persona que se llame de esa manera.

A Fronesis le extrañó la respuesta de Mahomed, de una desenvoltura tan desdeñosa como sarcástica.

Mahomed cerró la puerta y se sentó en un butacón para reírse con un estrépito que Fronesis no podía interpretar.

—Pero este diablo fiambre ha sido enviado por Cidi Galeb, para ver qué estábamos haciendo —le dijo Mahomed sin poder contener aún la risa—, le debe haber pagado algunas copas de ajenjo y rogado hasta el ridículo, para que este avechucho se decidiera a dar ese paso. Galeb me hace siempre recordar aquellos dos versos de Baudelaire:

—Ah! que n’ai-je mis bas tout un noeud de vipères,

Plutôt que de nourrir cette dérision!

No es ni siquiera una víbora, es una irrisión. Es un pequeño demonio cursilón, que juega canasta y habla con sus amigos queriendo definir lo que es la ternura.

La puerta ahora era golpeada por los nudos de los dedos, vibraba al recibir después furiosos puntapiés. —Ahora vamos a tener escena —dijo Mahomed. Abrió la puerta, era Cidi Galeb, convulsionado, tambaleándose como un poseso.

—Si no llegan a abrir la puerta la echo abajo a patadas. Cuando me fui se rieron de mí, considerándome un cobarde. Pero ahora vengo a buscarlos para que se rían delante de mí. Cochinos, haciéndose zalemas durante horas y ya coaligados contra mí, que fui el tonto que los presenté. Si no es por mí, jamás se hubieran conocido, un ridículo señorito criollo y un conspirador de pacotilla, no coinciden, nada más que cuando hay un tonto como yo, que los pone en camino para que se conozcan. Deben de haber estado toda la noche diciendo sandeces de mí, y preparando toda clase de hipocresías para después acostarse juntos. Ya yo conozco esa treta, de esos que dicen que no son homosexuales y se pasan la vida en la piscina juntos, secándose después el culo con gran indiferencia. Cada uno habrá encontrado muy interesante lo que el otro dijo, pujando hasta desbravarse las ternillas. Dos coprolitos, mierda endurecida del terciario, que se huelan uno a otro para calentarse las almorranas.

Mahomed, muy despacio, se le acercó y le dio dos bofetadas en el centro mismo del muelle de los dos cachetes. Galeb se tapó la cara con las dos manos y lloró un buen rato. Cuando sacó el pañuelo, Mahomed lo empujó hasta la escalera y comenzaron a descenderlas. No habían llegado aún a la calle, cuando se oían las histéricas risotadas de Galeb. Mahomed caminaba a su lado sin mirar el ridículo bulto que a su lado se movía, mezcla de esputo y papagayo.

Así siguieron caminando hasta la casa donde vivía Galeb. Mahomed lo quiso acompañar, porque Galeb estaba en un estado de embriaguez que en cualquier momento podía caerse o comenzar a gritar. Caminaban uno al lado del otro sin hablarse. Cuando llegaron frente a la puerta donde vivía Galeb, sin que Mahomed pudiera prever el ataque, le devolvió las bofetadas. Mahomed, enceguecido por la truhanería de la sorpresa, comenzó a pegarle en la cara y el costillar, tirándolo contra la puerta. Galeb empalideció y cayó por el frío final del alcohol. Mahomed siguió su camino en la madrugada de estrellas bajas y frías, pero ya se oía de nuevo la carcajada de Cidi Galeb, último descendiente del árabe que le llevó la noticia de la rendición granadina a los familiares de Boabdil.

Al llegar a su casa, Mahomed sintió como la evaporación de un bochorno. Tenía como la sensación de haber ofendido a sus familiares muertos. En la transparencia subterránea, donde su padre y su madre muertos reían con nobleza, llegaba la carcajada maldita de Cidi Galeb, anunciando una rendición, un final sin honor. A impulsos de la carcajada, volaba por la cámara transparente un plumón negro de cuervo.

Mientras tanto, Fronesis se dirigió a su cuarto de dormir. Apagó la lámpara, retiró la sobrecama, descansó la mejilla sobre el frío de la almohada, cuando se fue tibiando la volteó de nuevo para sentir un poco más de frío. La tibiedad alcanzada le fue alzando el sueño, así comenzó a deslizarse por las nubes que la almohada iba evaporando. Cuando se despertó, los techos de la Isla de Francia, comenzaban a humear las rodajas de pan preparadas por Chardin, por Matisse con sus tazas blancas moteadas de azules o rojos y por Léger con sus chimeneas como pantalones de tipógrafo puestos a secar.