Capítulo I

De noche la puerta quedaba casi abierta. El padre se había ido a la guerra, estaba alzado. Bisagra entre el espacio abierto y el cerrado, la puerta cobra un fácil animismo, organiza su lenguaje durante el día y la noche y hace que los espectadores o visitadores acaten sus designios, interpretando en forma correcta sus señales, o declarándose en rebeldía con un toque insensato, semejante al alazán con el jinete muerto entre la hierba, golpeando con la herrada la cabeza de la encrucijada. En aquella casa había que vigilar el lenguaje de la puerta.

Clara, con el esposo alzado, cuidaba sus dos hijos: José Ramiro y Palmiro. Eran dos cuidados muy diferentes. Clara vigilaba las horas de llegada y despedida de José Ramiro, ya con sus dieciocho años por la piel matinal y esa manera de lavarse la cara al despertar, única en el adolescente. Iba al sitierío, se ejercitaba en el bailongo, raspaba letras bachilleras. Lo venían a buscar los amigos, salía a buscar, ojos y boca, su complementario en una mujer.

Los cuidados a Palmiro, con sus doce años de indecisiones, eran menos extensos y sutiles. Clara los hacía con más segura inmovilidad, sentada en un sillón de la sala, bastaba una voz, más dulce y añorante que conminativa, para que la docilidad de Palmiro se rindiese en un arabesco de su pequeña testa. Se sentaba al lado de su madre, obligándola, sin que él lo quisiera, a que le dijese que fuera otra vez a su retozo o a su quicio de vía contemplativa. Si el retozo llegaba a excederse, bastaba que Clara mostrara un poco de fingida melancolía, la mayoría de las veces no tenía que fingirla, para que el infante se aterrorizara pensando en la muerte de su madre. Clara, que adivinaba esos terrores, volvía a sentarlo un rato a su lado. Le hablaba, entonces, del próximo regreso de su padre. De su aparición una noche cualquiera, con el cantío de su gallo preferido, despertándolos a todos. A Palmiro le parecía que oía ya a su padre hacer los relatos, dormir su primera siesta, ir todos juntos a la mesa. Pero, ay, los días pasaban y su padre no empujaba la puerta. No oía a su padre reírse y hablar. No veía a su madre Clara reírse y beberse lo conversado con su dueño visitador.

Clara dejaba la puerta aparentemente cerrada, bastaba darle un ligero empujón para estar ya dentro de la sala. Pero no, no era fácil llegar hasta la puerta a otro que no fuera el esperado. Tenía que ser recorrida de inmediato por la forma en que la noche se posaba en los aledaños de aquella casa. Tenía que conocer la empalizada saltadiza, la talanquera que se abría sin ruido. Evitar la hipersensibilidad nocturna de los bueyes y los caballos. Los mugidos y los relinchos en la noche claveteada por los diablos son los mejores centinelas. El casco del caballo pisa la capa del diablo, el mugido del buey sopla en el sombrero de la mala visita. Lenguaje el suyo de profundidad, saca de la cama, rompe macizo el sueño en la medianoche asediada por la cuadrilla de encapuchados.

Fue silbido de un instante cuando toda esa naturaleza defensora rastrilló su ballesta y los dos hombres que estaban ya frente a Clara, empujando de un manotón la puerta cerrada a medio ojo, buscaban la sala como primer misterio de la casa. Brutalidad de una fuerza que no era la esperada por la puerta entornada. Tornillos del gozne rebotaron en el suelo, primera palabra del pisotón del maligno.

La casa se rodeó de luces de farol. Los mugidos y los relinchos fundamentaron la luz. Clara, de pronto, vio delante de sí a un mestizo, cruce de viruelas con lo peor de la emigración asiática, anchuroso, abotagado, con los ojos cruzados de fibrinas sanguinosas. A su lado, un blanconazo inconcluso, indeciso, remache de enano con ausencia dentaria, camisa de mangas cortas, insultante y colorinesca, con un reloj pulsera del tamaño de una cebolleta. En el portal, un grupillo alzado de voces atorrantes, sin respetar ni la noche ni sus moradores. José Ramiro se apresuró de la sala al primer cuarto, Palmiro, adivinando la invasión de los dos murciélagos de malignidad, saltó por la ventana en busca de las guaridas del bosque. Los que habían traspuesto la puerta se abalanzaron sobre José Ramiro, el achinado de la viruela dio un grito avisando del salto de Palmiro. Atravesó como una candela el fogonazo disparado para detenerlo, pero la hierba menudita avisó que lo protegía. Clara se lanzó sobre los dos malvados que abrazaban a su hijo, pero el enano blanconazo, con su más sucia melosina, le decía: pierda cuidado, señora, que no le pasará nada, está bajo nuestra protección. Lo llevamos al cuartel para interrogarlo, enseguida se lo devolvemos.

Arrastrado, lo sacaron de la casa, cuando llegaron a la linde de la granja, vaciaron sus revólveres sobre el adolescente que abría los ojos desmesuradamente y que aún después de muerto los abría más y que todavía en el recuerdo los abre más y más, como si el paisaje entero se hubiera detenido para ir entrando por sus ojos, en la eternidad de la mirada que rompió la cárcel de sus párpados.

El ruido de las fumbinas se extinguió hasta morder su vaciedad, ese ruido atolondró de tal manera a Clara, que se congeló en el terror de la pérdida de sus dos hijos. El abatido había sido José Ramiro, pero Palmiro fue salvado en la magia de su huida. Lo dificultoso lo vencía su niñez, rompiendo cadenas causales y empates de razón. Así el primer salto por la ventana, estaba dictado por su cuerpo todo que se acogía a la primera caja de su oscuro protector. El segundo salto siempre creyó que no había salido tan sólo de su cuerpo. Más bien era de otro el cuerpo, que lo había querido abrazar.

Palmiro vio toda la cerrazón del bosque en un súbito y como un fanal o centella que venía sobre su frente. Saltó, trepó y resbaló dejándose caer. Su segundo salto, nunca supo cómo se le había abierto aquella salvación, fue dentro de la oquedad donde las abejas elaboraron la llamada miel de palma. Era ya sitio dejado pollas elaboradoras. Las linternas que habían rodeado la casa, se pusieron en marcha. El buey no alzaba su mugido ni el caballo pateaba su relincho, ambos se habían derrumbado en su perplejo. Comenzaron a ver cómo partían la tierra, el ojo de la linterna que se lanzaba a fondo para comprobar la altura alcanzada. José Ramiro al lado de la tierra cuarteada y dividida por el guardián de Proserpina. El mestizo virueloso le dio un puntapié al yacente, que rodó a su nueva morada, la tierra llorosa de la medianoche.

Los seguidores de los dos malignos centrales, caídas las manos, ya habían matado a uno y el otro se fugaba, meneaban la cabeza ociosa. Habían visto como modelo al enano blanconazo, que al retirarse había dado un salto para pegarle con el codo al retrato del abuelo de Clara, que así sumó otro ruido a la eternidad de aquella noche. Uno de la tropilla, para justificar su inutilidad en aquel trabajito, le iba tirando machetazos a los troncos de palma. En ese macheteo adquirió gozo cuando se hundió su golpe en la carne más blanda de la palma, llegó también hasta la carne de Palmiro, felizmente el espanto le secuestró el grito, pero tuvo que caerse aún más en la oquedad dejada por las abejas.

La madrugada iba rompiendo, aunque le quedaba todavía un buen fragmento sometido al hieratismo nocturno. El padre de José Ramiro apostó algunos de sus guerrilleros en los alrededores de la finca. Abrazado a Clara, tuvo la pavorosa noticia: se habían llevado a sus dos hijos. Lo habían venido a buscar a él, pero su ananké le quiso cobrar por su ausencia el precio de sus dos hijos.

Se habían escuchado tiros. La noticia lo llevó a pasear de nuevo en la madrugada los alrededores de su finca. Quería palpar alguna huella, oler algún rastro. La palma, en el trecho de la casa a la puerta, parecía que sudaba sangre. La sangre, en la madrugada rociada, brillaba como un esmalte. Trepó la primera porción de la palma, hundió sus manos en la oquedad y fue extrayendo a Palmiro, durmiendo el sueño de la pérdida de sangre. Otra vez sobre la tierra, la respiración ahuyentaba las hormigas. En la pierna, semejante a improvisados labios, la sangre coagulada parecía una quemadura, una mordida de fuego.

Al lado de la casa del alzado, se encontraba la finca de recreo del doctor Fronesis, padre de nuestro Ricardo Fronesis. Se mezclaban ladrillos a la madera, la cocina no era de piedra como la que utilizaba Clara, sino mucho más moderna, con su balón de gas y todos los recursos de la fumigación para que esa pieza no oliese a cebolla. El efecto que se alcanzaba era a veces deleznable, pues al olor de la cebolla se mezclaba el de los perfumes que nauseaban. Pero si seguimos en el recuento de los dos detalles, toda la casa de Clara era inferior a la del doctor Fronesis, pero la de éste era inferior desde el punto de vista de la profundidad y del aliento que sus moradores le transfundían a todo lo rodeante. ¿Por qué? La casa del doctor era tan solo habitada algunos meses del año, pero la de Clara tenía el sudor de todos los días, ese reconocimiento que el animismo de las cosas inertes necesita para lograr su emanación permanente.

Por los negocios de guineos y frutales, el esposo de Clara era un subordinado del doctor Fronesis, pero la distinción de éste y el cumplimiento de José Ramiro, padre, le comunicaban a esa relación un trato fuerte y equilibrado. Al no excederse ninguno de los dos, el centro de esa relación era cosa hecha para toda la vida. Pero la razón profunda de esa amistad no era atraída por Charmides o por el gran amistoso, sino por la relación, por el cumplimiento. El doctor se excedía en el cuidado de todos los detalles de ese trato, procurando borrar la subordinación por una acogida siempre halagadora desde la raíz de la hombría. Por un agradecimiento en las entretelas de José Ramiro, padre, cuando el doctor conspiraba, él tenía que alzarse. Cuando el abogado en su bufete calorizaba los disgustillos de los que no estaban de acuerdo con la marcha de las cosas, el otro tenía que recorrer las sabanas, pegándose de tiros, ausentándose de su casa, recibiendo por el temblor de la voz de Clara la noticia de que ya le faltaba un hijo, doblándole las piernas a su destino.

Entre ambas fincas existía la del cartulario del doctor Fronesis. Untuoso, intermedio, pero en el fondo disfrutador tenaz de lo cotidiano. Cuando José Ramiro se alzaba y el doctor conspiraba, era cuando el cartulario tenía que hacerse más visible, inclusive se pasaba días en su finca, para cuidar la casa del alzado y vigilar la casa del conspirador, ensillaba el cartulario en aquellos parajes, se le veían ligas anchas en la manga para recoger los puños, y el trotico, que desconociéndole las espuelas se sonreía y lo miraba con llorón relincho.

Pero no vamos a galonearlo, excediéndonos en su descripción. Lo hemos traído por las orejas a la finca intermedia, para demorarnos en la piel quinceabrileña de su hija Delfina. Criada día por día entre José Ramiro, el hijo, Palmiro y Ricardo Fronesis. Correteando con ellos, haciendo una pausa para los exámenes, pero cuando los cuatro entraban en el sueño, cada uno colocaba a los tres restantes en la forma que los acomodaba para hacerle su retrato. Eran retratos ingenuos en una cámara oscura, por la mañana al llegar la luz no tenía que barrer, se contentaba con soplar y el día quedaba despejado para el juego y las sorpresas menores.

Delfina disimulaba su insistencia en la ventana donde su vigilancia nocturna se hacía muy tenaz. Seguía desde su apostadero la llegada de Ricardo Fronesis a su cuarto, su descanso no prolongado, su cigarro encendido, la colocación de su saco en el escaparate, el lento inclinarse del sillón ante la zapatera, la cortina intraspasable que descendía con rapidez. Pero ella no lograba disimular la importancia total que había tenido para ella durante las horas nocturnas. Así durante muchas noches en muchas estaciones. Aquella noche la cortina descendió, pero la luz estuvo encendida más tiempo del que Delfina calculaba para que Fronesis penetrase en el sueño.

Delfina seguía absorta en la contemplación del cuadrado donde se había bajado la cortina. Durante noches sucesivas su mirada ascendía desde la ventana a la claridad estelar de la nueva Venus fría. Estaba fija frente a una banda de la noche, cuando vio que la otra se llenaba de silencios forzados que de pronto fueron rotos por los escombros que levantaban los mugidos de las reses y que caían para ser escarbados por las pisadas de los trotones.

Vio los peces de luz. La casa de José Ramiro se llenó de luces que no eran de la casa y esos hombres ajenos a la casa aún con la luz en la mano, sentían extraño el espacio poblado de la casa. Al recibir la luz que salía de la mano de aquellos hombres, los muebles se erizaban como gatos por los tejados músicos. El toro Marfisa, el preñador, miraba con desdén aquellos garabatos que saltaban las ventanas, prolongando sus ganchos con la linterna.

Vio el salto de Palmiro por la ventana, apenas pudo seguirlo, luego vio a su lado un árbol y lo vio saltar sobre él y caer en su interior. La resistencia de la corteza se allanó, el árbol se convirtió en la cabeza de un manantial, así ella, en la medianoche, vio a Palmiro desnudo, cantar desnudo en los remolinos del manantial sumergido.

Estaba ahora muy pegada la frente en el cristal de la ventana. Cuando vio el grupo tironeando a José Ramiro, dándole golpes, empujones y propinándole con grandes fustones por todo el cuerpo que vacilaba ante ese aluvión abusivo. De pronto, empezaron a salir los carbunclos que caían sobre el cuerpo maltratado, desplomándose de inmediato. Delfina, atemorizada, corrió hacia el cuarto donde estaban sus padres. Se olvidaba de las palabras, aquellos carbunclos tenían una oscuridad que los rodeaba para penetrar de nuevo por sus ojos. Casi a tientas pudo llegar al sitio donde estaban sus padres para abrazarlos. Lloraba, y los tres comenzaron a temblar.

El padre de Delfina corrió hacia la casa de sus vecinos. Clara estaba todavía enredada en su absorto al desprenderse de sus dos hijos. Su caos interior la mareaba, los muebles la huían, se sentó en el extremo de la cama, le parecía que las colchas como espuma la rebasaban, la cubrían con un oleaje oscuro. Veía como un sitio, un círculo, donde le tironeaban sus dos hijos y las aguas que corrían a ocupar el zumbido de la oquedad.

No pudo entrar en la casa de José Ramiro. La primera vez le impidieron el paso los polizontes que habían asaltado la casa. Después insistió, pero ahora, sin que él lo supiera, los insurrectos rodeaban la casa, y sin llegar a preguntas decidió retirarse a la prudencia de su vivienda campestre.

Habían pasado unos meses y Delfina entraba al coro donde estaban José Ramiro, Clarita y Palmiro. Hablaban del hijo distanciado por los malvados. De su ausencia de muerto sin tierra; no se sabía dónde la tierra lo quemaba y lo incorporaba. De su afán de ver aquellas cenizas, de alguna huella para que la ausencia no fuera el vacío infinito. Delfina sintió como una llamada para participar en la búsqueda de aquellas cenizas. El ruido de aquellos carbunclos todavía estaba en su escalofrío. Veía una iluminación, una distancia y el sueño que la llevaba a colocar precisiones a tientas. Sentía que corría aquellas distancias y que se detenía de pronto y que allí ella alzaba el cuerpo despedazado, organizaba la ceniza con agua y niebla hasta lograr el nuevo bulto viviente.

Delfina comenzó a respirar en el tiempo una nadada espacial, salió al sembradío de José Ramiro en un éxtasis de brazos abiertos. Como si quisiera ver con ojos nacidos en las manos, adivinaba que tenía que llegar a una ínsula espacial, nacida entre la temporalidad de una cortina que desciende y el sueño que asciende para recogerla y transportarla. A veces olía esa distancia, el perfume casi aceitoso de la guayaba la interrumpía, como una roca de coral que desvía los saltos de la corriente.

Los innumerables sentidos que tienen que nacer, Argos que surge con mil ojos cuando no hay un pie de apoyo, cuando la extensión no adopta la máscara de la medida. Recorría los canteros de rábanos y lechugas oscurecidos por la carpa de entrada de la primera parte de la nocturna, los brazos abiertos como una cuerda floja tendida entre el punto cerrado de la cortina descendida de súbito y el punto abierto del sueño trocado en un papayo oscurecido por la maleza rapidísima entre el verde y el negro.

Jadeaba por la reiteración del recorrido en éxtasis de los canteros de rábanos y lechugas. Se aproximaba tal vez el despertar y con él la extinción de la eficacia creadora de la distancia. Se aventuró aún más en su penetración de las noches que la obligaban al retroceso. Al triunfar la flecha de su éxtasis sobre la refracción de la niebla densa, tuvo que abandonar el recorrido de los canteros y decidirse hasta la talanquera de la entrada de la granja. La madera verde del portón le dio una veta de fulguración a su éxtasis. Con ademanes violentos tuvo que ahuyentar a una cabra vieja, la cual a poca distancia la siguió mirando, parecía que se masticaba el final de su barba azafranada. Su rumia continúa cuando el éxtasis se despide, agua que pasa de una bolsa a otra para colar la secularidad.

Al lado de la puerta, con furiosa rapidez, comenzó a escarbar. Dentro de su éxtasis hundía las manos en la tierra como las podía haber hundido en una fuente de agua. Al fin aparecieron los huesos y el regreso de las cenizas. Delfina se encontraba todavía en esa edad en que toda reducción fraguaba un escondite. Detrás de esos huesos del cráneo aún abrillantados por la humedad de la tierra reciente, le parecía ver surgir del sitio donde estaba alguien escondido, el cuerpo entero de José Ramiro. Iban surgiendo de los ademanes y de las evaporaciones que desprende el cuerpo como abstracciones que después se ponen a andar, como la sonrisa; el desplazamiento del cuerpo en el espacio que después nos obliga a reconstruirlo, la forma de cerrar una despedida, cuando alguien que estaba ya no puede mirar hacia atrás, la inclinación para tomar agua, la persistencia de la vibración en la persona a quien espiamos en su respiración, el fijar o desprender la atención en nosotros para llenarnos o suprimirnos. Todos esos corpúsculos de emanación fueron surgiendo de su escondite. Así pudo por un momento ver de nuevo a un José Ramiro que le sonreía, que apoyaba su mano en la tibiedad de la suya, que la interrogaba y esperaba su respuesta, que caminaba a su lado, adelantándose un tanto y después haciendo una pausa en su marcha como si la fuera a cargar para saltar una zanja. Todas esas emanaciones que se desprenden del curso de una vida, que son percibidas por las personas que están dentro del mismo sympathos, y que los muertos apoyados tan sólo en la fragilidad sinuosa pero persistente de los recuerdos, conservan y elaboran para llegar a los vivientes en una forma que no sabemos llamar despiadada o placentera. Delfina se apoyó en un punto errante, le pareció recordar que si su madre se muriera, la visita tan sólo de su sonrisa sería capaz de entregarle de nuevo la compañía de su persona en la totalidad de su ámbito.

Cuando regresó para apoyarse de nuevo en el sentido, estaban a su lado el padre de José Ramiro y Clara abrazados por las lágrimas y la contemplación de la tierra mezclada con la ceniza. Palmiro, tirando de la mano de Delfina, la iba levantando y despertando muy suavemente para evitar la brusquedad de la salida de un sueno donde la franja de la ceniza se había colocado entre los rábanos y las lechugas, el gris entre el verde y el rojo vinoso. Palmiro la seguía tironeando muy suavemente.

Las cenizas fueron llevadas a la sala de la casa del padre de José Ramiro. Iban llegando los caballitos achispando la piedra lechada por la luna. Las cenizas fueron rodeadas de candelas, la casa con todas las puertas abiertas rendía sus rodillas en homenaje tierno. Es buena la casa con todas las puertas abiertas.

Durante el velatorio, Palmiro guardaba con frecuencia en sus manos las de Delfina. Los que no eran maliciosos derivaban tan sólo la ternura de un trato de niños, aumentada por la gratitud de Palmiro a la que había cumplimentado el reencuentro de las cenizas. Pero en el campesinado siempre sobrenadan malicias indetenibles, mientras con la mano derecha sostenían la taza de café, guiñaban el ojo izquierdo, como para regalarle a la ternura de la amistad agradecida unas gotas picantes de enamoramiento y de deseos que no saben cómo manifestarse, oscilando con timidez y sin sosiego.

Llegaron a la vela de las cenizas, Ricardo y su padre. Inmediatamente se formaron los cuchicheos y acudimientos que son de ritual cuando alguien, cuya importancia se reconoce, llega a un sitio de animación o de muerte. En este último caso con un poco más de silencio, disimulándose más las indiscreciones y acercándose con más medida lentitud al momentáneo remolino. Se formaron dos círculos de salutaciones, uno tan convencional como el otro patético. En uno, el doctor y el insurrecto cerraron abrazos y palmatorias. En el otro, los adolescentes reunidos no sabían qué hacer, la tristeza les desarmaba las actitudes, hasta que al fin, por mimesis de los mayores más que por una expresión convencional que su ingenuidad no permitía, se acercaron con abrazos y besos, pero con esa profunda dificultad de palabras que da el estrago de la amargura.

Pero Palmiro sintió cómo la noche, aquella noche con polvos de ceniza, los apretaba a los tres, como si pudieran ir penetrando por sus ojos hasta llegar al fondo de la laguna. Sintió que caminaba por dentro de Delfina y de Ricardo Fronesis. Tal vez eso era el reverso de la ausencia de su hermano. Era un oro, una regalía que caminaba por su cuerpo: la ausencia de lo real producía una presencia de lo irreal ofuscadora. La que había encontrado las cenizas no era la que había buscado el fuego de aquel cuerpo, del cuerpo del que quedaban tan solo unas cenizas. Palmiro sentía la necesidad de que su cuerpo hubiera remplazado el de su hermano en la contemplación nocturna, pero adivinaba que Delfina había encontrado aquellas cenizas al irse adormeciendo en la contemplación de otra estrella fija.

Palmiro la ceñía de la mano, pero notaba la fuga de la mirada de Delfina, parecía que sus ojos buscaban un sonido, la penetración de las palabras de Fronesis en un espacio que tenía la virtud de transparentarla, de borrar los impedimentos de su cuerpo para ofrecerle otro cuerpo sólo sensible a la vibración, a las interrupciones de la araña en su jaula espacial. Sentía la presión de la mano de Palmiro, pero sentía aún más la transparencia que le comunicaba Fronesis al borrar la escisión de su yo y lo estelar, al inundarla de una claridad que Delfina sentía como si Fronesis la mirase desde infinitos puntos lejanos que fuesen pasando como arenas entre sus dedos, y entonces sentía sus dedos temblorosos y comenzaba a oírse respirar. Sentía entonces otra vez como un miedo, como un miedo que le gustaba prolongar, mientras su piel se humedecía y sus ojos se agrandaban. Le parecía que una voz baritonal crecía dentro de ella, agrandándose basta hacer crujir su piel. Lloraba.

La mano ceñida tenía fuerza para despertar una imagen en Delfina, la imagen de su ley de gravitación. Por la mañana, los espectadores frente a las cenizas, fueron aumentando sus voces. Sin llegar al griterío, más bien al vulgar comentario en voz alta, sonaron las sillas y volvieron a replegarse para responder a la nueva ordenación de la muerte. Se prolongó el ruido de las sillas arrastradas y se fingió solemnidad. La reducción de las cenizas en una hinchada carroza dorada, hacía que pareciesen llevadas por colibríes, tomeguines y azulejos. Había quedado en la visión de Palmiro el gesto imperativo del doctor Fronesis ordenando, mientras José Ramiro se tapaba el rostro para llorar, que ya era llegada la hora de conducir las cenizas a la carroza dorada; la transparencia matinal hacía creer que las cenizas eran transportadas en las del viento, más denso que el respirar del colibrí. Los cristales curvados que guarnecían las cenizas permitieron en sus reflejos, que se mezclasen con las alas de los pájaros.

La humedad de la noche se aliaba con el palor de la luna completa, sin añicos estañados. Así, Palmiro pudo ver como una estela dejada por la carroza, en su doradilla entrelazada con una luz espesa, de rebanada de pan en una loza blanca, dura, de todos los días, pudo ver su entrada en el templo. Hizo una asociación de imágenes entre la carroza, la luz y el templo; le parecía que contemplaba un retablo con un anteojo. Lo lejano acariciado por su mano desprendiendo un sonido, y después ver el ardimiento de la onda acústica y la visual alzarse con una hoguera que cubría con su claridad la estela abierta por la carroza en el bosque.

Veía otra vez el gesto imperativo del doctor Fronesis cuando hizo una señal y las sillas se arrastraron y se produjo el silencio más solemne que había llegado hasta él. Ahora el mismo gesto con el índice y los testigos comenzaron a firmar el pliego matrimonial. Cómo habían coincidido el padre de Palmiro y el de Delfina para llamar al doctor para que dejase caer su firma con el asentimiento que más le interesaba. Vio también Palmiro cómo ahora la luz no era ambulante, no peregrinaba con tristeza, como el día en que la luz había envuelto a la carroza. El órgano dejaba en el aire islotes de luz, racimos donde los ángeles, como si fueran nomos, se colgaban frotando los cangilones, para traspasar el poliedro con sus agujas, sus nidos pintados eran seguidos por sus cuerpos, perdiéndose en una blancura tumultuosa por el áspero frotarse de sus alas.

Pudo Palmiro ver también la tranquila desenvoltura del hijo del doctor, cómo él y Delfina seguían siendo niños, viendo las cosas a gatas, ocultos debajo de la mesa, mientras Ricardo iba de grupo en grupo, más buscado y escuchado que la aislada timidez de la pareja, que tenía la sensación de su prescindencia, de que las oleadas del órgano los envolvían con sus orejas de elefante, tapándose los ojos, al despertar uno al lado del otro, en playas muy lejanas. Al final de la galería, entrando en su cuarto, las puertas que se iban cerrando y los dos ya desnudos. Palmiro desnudo, distendido, relaxo, con fingido cinismo, ella todavía tímida, apretando las piernas, no atreviéndose a caminar para no mostrar los rincones oscuros, pero Palmiro desnudo en el cuarto donde ella dormía todas las noches, sentado en un balancín viejo, extraído de la sala por sus muchos años de servicio, veía el sillón frente a la ventana v a la ventana frente a la ventana de Ricardo, y la cortina que tironeada con brusquedad avanzaba sus pliegues, después descendía como si pusiera un sello sobre la ventana. Y los relámpagos de la balacera, su hermano muerto y Delfina corriendo como una euménide bajo el terror. El ritmo de sus pies siguiendo los canteros de sembradío, que era el ritmo con que entornados sus ojos, seguía el ritmo de la cortina al descender en el desierto nocturno. En el sueño de Delfina, la cortina temblaba con el ascenso y descenso de las alas de un murciélago.

Fronesis había encontrado un apartamento en el centro de la Isla de Francia. Le gustaba, cuando salía de su casa, ir recorriendo las distintas capas concéntricas del crecimiento de la ciudad. Mientras caminaba a la caída de la tarde, volvía siempre a su recuerdo, la frase de Gerardo de Nerval: el blasón es la clave de la historia de Francia. La suma pizarrosa de los techos, los clavos en las puertas, el olor de un asado desprendido por alguna ventana entreabierta, lo llevaban a través de sus sentidos, a la comprobación de los fundamentos de la frase de Nerval. Mientras atravesaba aquel laberinto, parecía que al repetir mentalmente el blasón es… el blasón es… volviera a la luz sucesiva. Calle tras calle iba comprobando cómo el blasón estaba en la raíz de las órdenes de caballería, cómo de esas órdenes había surgido la diversidad de los gremios. Cómo de esas corporaciones había nacido el rico simbolismo del arte heráldico. De esos emblemas había cobrado esplendor casi todo el arte medieval francés, estatuaria, sepulcros, tapicería, sillerías de coro. Pensaba después en Nicolás Flamel, en la calle donde había vivido, calle de los Notarios, cerca de la Capilla de Santiago de la Boucherie, y cuyas mezclas de piedra roja y mercurio le habían dado un oro para levantar hospitales y casas para pobres, al mismo tiempo que con sus jeroglíficos en el cuarto arco del Cementerio de los Inocentes, intentaba preparar las ánimas para la resurrección. Al final de aquel laberinto, Fronesis tenía la seguridad de que no estaba en un mundo minoano, de hilos sutiles y toros genitores, sino veía cómo se alzaba de aquella casa el santo cáliz, la copa volante con una inscripción: multa signa facit. El laberinto remontaba hasta el signo en aquella ciudad, cada calle ofrecía las metamorfosis del blasón, el madrugador panadero salía de la noche del sueño para cantar en el banco del coro de su iglesia, con los de su mismo oficio, divididos por el agudo y el grave de la voz. Pero también, como en una piedra aislada donde de pronto alguien se sienta y silba para conocer lo invisible, irrumpe el secreto silencioso de los hombres que se quieren convertir en dioses. Cómo ese mismo panadero que acaba de salir de la cantoría, se convierte en una figura de folletín, y con las mismas manos que en la madrugada acaban de trabajar la harina, se acuesta con su amante todos los sábados y acaricia su cuello y tanto lo adelgaza con lo prolongado de sus caricias que un día termina cortando ese hilo con los dientes. Allí el hombre, bajo su apariencia de bonne compagnie, tiene la misma presencia cuando sale de una cantoría o se acaba de fugar de las Guayanas.

Fronesis se dirigía a casa del pintor Luis Champollion, a quien había conocido por Cemí alguna tarde habanera. Vivía en un cuarto piso de la Rué du Dragon. Cuando tocó la puerta del apartamento de Champollion, ya se vislumbraba sentada dentro, pintando también, a Margaret Mc Learn, que se pasaba todo el día acompañando al otro pintor, mayor en unos quince años. Champollion era lento, asimilador, con algo del andrógino primordial. Cada cambio de su rostro parecía que conjugaba lo cóncavo y lo convexo, algo que poseía y algo que lo poseía. Era un poseso, pero tan uniformemente, que las descargas demoniacas se repartían proporcionalmente por todo su cuerpo. En él la descarga energética de lo demoniaco se presentaba al tacto de los demás reducida al mínimo, pero la energía se repartía a él por una inmensa alfombra que volaba, por la carnosidad de un pulpo que se arañaba al restregarse por las cavernas submarinas.

A medida que Champollion sumaba vaso tras vaso de escocés con soda, su cuerpo de osezno cobraba retozo, como si bailara al sonar su pandereta, mientras comenzaban sus pequeñas fulguraciones los incisivos de zorra irónica. Margaret se arracimaba con los extractos del lúpulo, así su cuerpo cobraba una especie de grave pesadumbroso, como si una niñez en extremo sombría se hubiera trocado en su madurez en una ensimismada profesora de violoncello. La alegría de Champollion por la llegada de Fronesis, se hizo bien visible, ya lo báquico comenzaba a espiritarlo y necesitaba de alguien sobre quien avanzar, para trocar su abierto engarabitado en lo que él creía diálogo sutil. Sin embargo, no era conversador, pues su poder asociativo verbal era más calmoso que el que soporta el imán de las palabras. Acostumbraba a decir, acompañando la frase con una poderosa carcajada, que a veces, se le ocurrían cosas, pero que cuando las iba a decir ya había pasado su oportunidad. No era conversador, pero su ingenio y su malicia mantenían siempre despierto el zumbido de su avispa, pero ese trait d’esprit necesitaba que dos conversasen, entonces, mientras descansaba de alguna pincelada, saltaba su ironía. Su ojo seguía la flechita en el aire, brincando por entre los visitadores. Cuando veía los ojos ajenos irisados por su golpe de ingenio, era para él como si hubiese adquirido un nuevo matiz el azul de su empaste. Empezaba entonces a reírse, aumentando su risa en graciosas progresiones, hasta que se iba apagando al colocar un nuevo color sobre la tela.

—En los últimos meses, Margaret está entregada al estudio de los símbolos gnósticos alejandrinos —dijo Champollion, mostrando la habitual participación de sus incisivos en la conversación—, quiere encontrar relaciones entre el sonido masculino y el femenino y las líneas que se continúan y se fragmentan también masculinas y femeninas, en los trigramas chinos.

—Cadmo —le contestó Margaret fingiendo en la broma una serenidad de exposición profesoral— de donde se deriva alfabeto cadmeo, era para los griegos un dios del mismo linaje que Prometeo, alusión a los escritores que desdeñan la letra y a los pintores que rechazan lo emblemático. Estos escritores y pintores ignoran el fondo de profundidad de la letra y el emblema, que hay también en la letra y el emblema un fuego robado a los dioses. En la letra hay un fondo de rebeldía contra la maldición, pero también es ella una maldición, un dios dispuesto a traicionar a los dioses en favor de los mortales.

—¿No habrá en todo eso un orgullo de mistagogo alejandrino, de letrado chino, demorado en la ayuda de los ideogramas para unir el signo con la pintura? —interrumpió Champollion.

—Para que yo aceptase que la búsqueda del signo es tan sólo un orgullo tendrías tú que aceptarme que el orgullo en el hombre tiene una raíz sagrada, como la envidia, la virginidad o la pobreza —le replicó Margaret—. En el vivir de todos los días a veces, se declara con orgullo la pobreza, sin embargo, el que asiste en el teatro a las localidades superiores o más baratas, lo disimula con cautela. Eso forma parte de la extraña profundidad del hombre.

—Para aclarar un poco más lo dicho. A veces aceptamos en la realidad lo que en el teatro nos molesta aceptar. Me parece que un mendigo se negaría a aceptar en el teatro el papel de mendigo. Huiría de la piedra que se le ha asignado, a la entrada del templo, para ejercer la mendicidad en un auto sacramental. Sin embargo, un rey aceptaría golosamente ese puesto en la fugacidad entre dos escenas.

—No vayas a despeñarte desde el gnomon alejandrino a la moraleja esópica. La cerveza te engorda el pensamiento, la moraleja es la grasa —le salió al paso de nuevo Champollion.

—Porco —le respondió Margaret—, hablo de lo que me gusta y rechazo tu batuta. No merecía la pena tomarse cuatro cervezas, para seguir tu solfeo en la conversación.

—Todo ese chamusco es para hacerse la interesantilla, —dijo Champollion mirando a Fronesis—. Cree que porque tú llegas de Villaclara, te puede encandilar con cuatro tonterías regadas con cerveza.

—Champollion se nos está volviendo un vejete imperativo, lo que él pretende es que los jóvenes no nos pongamos de acuerdo —contestó Margaret mirando también fijamente a Fronesis.

—Cuando los jóvenes se ponen de acuerdo, es que ya hay uno entre ellos que se está fingiendo joven para engañar a los demás. Además cuando tú naciste, yo tan sólo había saboreado el turrón de tres navidades —al decir esto, Champollion mostró de nuevo su triunfante sonrisa de zorro.

—Pues ahora —dijo Margaret con sorna—, abriré mi tagebuch y lanzaré todo lo que se me ocurra—. La censura, liberada por el exceso de lúpulo, había dejado de funcionar sobre sus ocurrencias, que saltaban como potricos bajo la lluvia. Sin embargo, se podía notar en el sudor y en la rigidez que iban tomando su rostro, cómo se iba ensombreciendo.

—La delicadeza de la madre no tiene mejor símbolo que su afán por evitarle las pesadillas a su hijo, después de su muerte. Siempre veo a mi madre, después de su muerte, saliéndole al paso a las pesadillas que pudiera tener con ella. Me parece como si siempre estuviese en oración, para que yo pueda llegar a ella en su muerte, por medio del sueño para domesticar mi caos y guardar un hilo en la imagen de su reencuentro.

—La vida del padre —continuó Margaret, con un tono más alto en la voz, pues ya empezaba la recurva sentimental de lo báquico— se llora aunque esté muerto, cuando llegamos a la madurez; la muerte de la madre se llora, aunque esté viva, en nuestra niñez—. Margaret había tenido con su madre una relación en extremo apasionada, había vivido desde su adolescencia, separada de su familia, pero en sus días más vacilantes y fláccidos, se dirigía a su casa para conversar con su madre. Continuaba entonces una conversación que en su sencillez lograba disipar el daño ocasionado por los excesos en que transcurría su vida de todos los días. Después de la muerte de su madre ya no tenía a dónde ir, fue entonces cuando volvió a la pintura que la había atraído desde su niñez. Su amistad con Champollion decidió su vocación, en La Habana y después en París se veían todos los días. Al principio de su trato, Margaret se limitaba a ver trabajar al pintor mayor, después sintió como una caótica invasión de los colores. En la primera capa de lo estelar, en la extensión, rota por la germinación de la humedad de las paredes, o cuando se sentaba en el muro del malecón, veía los peces que se alzaban para dejar caer una cascada con la más violenta gama tropical, suavizada por la penetración de un azul carnoso, como si el mar continuase elaborando y distribuyendo los colores sobre el metal sensible de las escamas.

—Se dice que en el Japón el beso es desconocido. Eso se debe a que el excesivo culto por las flores en ese pueblo, le convierte todo el cuerpo en labios—. Al darle ese cambio súbito a lo que estaba diciendo, Margaret mostraba que al írsele nublando la visión, su poder asociativo había unido el recuerdo de su madre con el de las flores que estaba pintando. En el recuerdo del tokonoma, donde se coloca una flor para avivar el vacío, se había cumplido la justicia de esa asociación, en su apariencia traída por las rotas desemejanzas de la embriaguez.

Margaret iba cobrando en su rostro una rojez apoplética, se le iba haciendo más visible la paralización de la parte izquierda de la cara. Todo su cuerpo también cada vez más rígido. Se veía el esfuerzo que hacía para hablar, pero aún pudo decir: Las hemorroides son las cicatrices que quedan en el cuerpo después de una pesadilla, motivada por la ingestión de un pulpo salteado, es decir, dividido en trocitos y con mucho vinagre. Esto lo había dicho Margaret sin procacidad y sin querer sorprender, por el contrario, parecía dicha por una agonizante, con una gravedad oracular. Se vio que lentamente iba inclinando la cabeza, cayendo al suelo con la dureza de un desplomado cerca de las cavernas humeantes de Delfos. Su rigidez parecía la de un participante en una cópula con un monstruo que nos es desconocido, ya con un dragón o con el dios del Huracán mostrado en un momento de extenuación amorosa.

Fronesis mostró un asombro, que comenzó a inquietarlo cuando Champollion le hizo una seña para que levantase por las piernas a Margaret, al mismo tiempo que él le levantaba la cabeza; así la llevaron hasta la cama. Champollion le abrió la blusa, le secó el sudor. —Ahora a dormir, la embriaguez la lleva hasta el sueño, donde suponemos que sus asociaciones de ideas adquieren un contrapunto de más continuidad. Sin embargo, es un momento solemne, un recuento de lo que realmente es sagrado en su vida —Fronesis pudo observar la cariñosa ternura con que Champollion fue a abrir la ventana para que la brisa peinase el sueño espeso de Margaret.

—Fíjate, Fronesis, las cosas que invariablemente va reiterando Margaret hasta que se desploma en el sueño. Comienza siempre haciendo combinaciones entre figuras geométricas y el color, es como la búsqueda de una correlación infinita, pero antes de que el hombre pueda alcanzar esa libertad entre las formas, su finitud, su libertad de la no libertad, lo destruirán. Margaret lo sabe y esa es su primera desesperación, cree y sabe que frente al mundo exterior el artista es como un deux absconditus que sale de su guarida, de sus plumerazos y vueve a esconderse. Cree que es en la forma artística donde se puede lograr la piedra filosofal, que cuando el artista logra la infinitud en la correlación habrá adquirido la materia primordial.

Pero lo que no acaba de comprender es que los griegos hacían sustituciones y remplazos sobre un fondo de identidad; los chinos pintan siguiendo el curso de las metamorfosis, como si fuese el curso de un río, pero en realidad lo que buscan es el embrión celeste de los taoístas. El mismo Kandinsky parte de la homologación para encontrar la correlación; para encontrar la correlación entre el ángulo agudo y el amarillo, tiene que hacerlo sobre la totalidad de un homólogo que iguala a la identidad de los griegos y al embrión celeste buscado por los pintores chinos. Se pasa la vida con los gnósticos alejandrinos, pero en cuanto se incorpora dos cervezas, el ancestro se le echa encima. Cuando está sensato cree que puede remplazar un capitel corintio por una columna diseñada por Juan de la Herrera, por el dedo índice apuntando hacia el cielo. Pero Baco irrita en él lo que tiene de diosecillo con pezuñas de cabra y la uva apisonada lo vuelve sentimental y comienza por acariciar su ancestro. Aquí está ya la imagen, cuando con frecuencia falta algo.

La imantación de la ventana del cuarto donde dormía Palmiro con su esposa Delfina, desde donde se contemplaba la otra ventana, cuya cortina descendía con lentitud siguiendo las órdenes manuales de Ricardo Fronesis, llegó a obsesionarlo hasta las inmediaciones del éxtasis. Descendida la cortina, la imagen de Fronesis se paseaba a su lado, no lo miraba, después le daba una palmada. Palmiro sonreía. Otras veces la imagen era como el humo, golpeaba y seguía toda su piel. Cuando la cortina descendía, Fronesis era una imagen icárica, caminaba sobre el río, dormía en la copa de los árboles, estaba al lado de Palmiro sin hablarle. Cuando Palmiro veía la sombra del cuerpo oculto detrás de la cortina, entonces tenía tregua. El cuerpo de Fronesis, como el reflejo de un espejo que penetrase en su éxtasis, no lo dañaba, le prestaba como una sombra húmeda. Cuando el cuerpo no estaba detrás de la cortina, tironeándola con delicadeza, entonces era una imagen guerrera, incesante tridente con su diablejo oculto.

Ocupaba el mismo sillón donde Delfina espiaba a Fronesis el día de la balacera que había matado a su hermano. Los primeros días de su boda, el cuerpo de Delfina lo buscaba con el rocío de su pulpa. Una pulpa que abría para él todos sus poros, una pulpa que abría en cada uno de sus poros el paladar de una boca. La boca dentro de la que se duerme los días de lluvia. El cuerpo de Delfina se ablandaba en los extremos de cada uno de sus dedos, como la pulpa ablandada a la penetración de los dientes. A pesar de la suavidad, del total rendimiento del cuerpo de Delfina, le parecía a Palmiro que la penetraba con los dientes. Como cuando la sal marina empieza a quemar la piel, sal con hormigas por los cuatro muslos entrelazados.

Para Delfina la ventana se había convertido en la fuente del olvido en el infierno. La ventana era para ella un espejo maldito. La esquivaba, su gusto hubiera sido poner allí un paño opaco. Era un laberinto para Palmiro, lo que era muy evidente para Delfina. Cierto que su camino la llevaba a Ricardo Fronesis y después, seguramente, ese camino recurvaría a José Ramiro, el que había muerto en la balacera. Pero salimos por un camino y es en el atajo de esa recurva donde nos suceden las cosas fundamentales. Sabía que su camino con invariable hondura estaba en Palmiro. Había encontrado el camino de su vida, el laberinto de las imágenes no la importunaba.

A medida que los días pasaban. Palmiro sentado en aquel sillón, frente a la ventana, se fue sintiendo alejado de Delfina. El recuerdo de lo que aquélla espiaba, cuando lo encontró a él, se había ido obturando en su sensibilidad para aquel cuerpo que lo acompañaba todas las noches.

Al comienzo de una de aquellas noches de estío, se sintió más sobresaltado aún. Se levantó y hundió la cara en los cristales. La lámina tenue que lo separaba del otro cuerpo detrás de la otra ventana, parecía esta vez que lo unía al cuerpo trocado en imagen. Detrás de la cortina descendida, se esbozaba el cuerpo silueteado de Fronesis. Palmiro tuvo la sensación de que respiraba al lado de aquel cuerpo. Cuando se recuperó no pudo escindir la imagen de aquel cuerpo de su aliento que había manchado los cristales de la ventana. Al espionaje anterior de Delfina, que él creyó al principio que era lo que lentamente había hecho que la apartase, se unió la evidencia que se clareó de su inclinación por Fronesis. Delfina vio la raíz que llevaba a Palmiro a ocupar el sillón de espera. Cuando Palmiro precisó que Delfina había penetrado su secreto, sintió deseos de marcharse de la casa. Algo más grave ocurrió.

Aquella noche al descender la cortina, Palmiro vio el cuerpo de Fronesis ceñido por la camiseta y el calzoncillo. El erotismo que desde hacía semanas no sentía al tacto de la pulpa corporal de Delfina, lo despertó la sombra del cuerpo de Fronesis que se movía detrás de la cortina. Era como un grabado lo que lo erotizaba, más opaca la zona ceñida por la camiseta y el calzoncillo, aclarándose las manos y las piernas. El no sentirse observado por Fronesis, le prestaba más abandono a sus ademanes, cortados de pronto por una brusca decisión en la caminata dentro de su cuarto. Palmiro contempló hasta el final, Fronesis tiró la camiseta y el calzoncillo sobre una silla, se lanzó sobre la cama, al apagarse la luz, el erotismo se mezcló al odio de la imagen ausente. Sintió por primera vez la atracción de Fronesis, pero cuando la luz desapareció, el odio ocupaba el sitio de la imagen desaparecida. Vio el rostro grave de Fronesis, pero se aprovechó del oscurecimiento y la desaparición del cuerpo de Fronesis para sustituirlo por un odio lívido. Ya no sentía que Delfina había observado como él, los paseos de aquel cuerpo detrás de la cortina, ahora lo que sentía era que Fronesis nunca lo había mirado, no recordaba la mirada de Fronesis cayendo sobre su cuerpo. Al pasar del erotismo al odio, interpretaba la indiferencia de Fronesis como desdén. Un desdén que hizo levantarse a Palmiro y ocultándose de Delfina, fue a la cocina a buscar un cuchillo.

Palmiro conocía muy bien la casa de campo del doctor Fronesis. Sabía que los padres de Ricardo ocupaban el primer cuarto y en el otro extremo del corredor, Ricardo tenía su cuarto de estudio y al lado el dormitorio. Sabía además que muchas noches, el doctor con su esposa llegaban tarde, a pasar el fin de semana. Palmiro se dirigió a la entrada de la cocina, levantó la esterilla de la ventana y saltó dentro. El gato, con su gris muy abullonado y sus ojos de un verde de mariposa, saltó del mortero a esconderse de nuevo detrás del basurero. Toda la calma del gato parece estar hecha para preludiar el día en que un hombre, para penetrar en una casa, levanta la cortinilla de la ventana de la cocina. La casa se le rendía a Palmiro, los corredores se abrían como pinares sucesivos donde al fin el hombre se encuentra con el oso tibetano, con el oso diablo.

La ascensión por la escalera, al flexibilizarlo, le comunicó ese ritmo tan veloz como silencioso que la sangre necesita en un día de grave excepción. La prisa con que sumó los peldaños, revela una nadada en lo oscuro, oscura dimensión para adensar y arremolinar la sangre, cerrando la visión y clareando el mal que hay que sobrepasar. Saltar el mal, clavando el cuchillo en la arena. La inmensa espalda del hombre, el expandido pecho en la noche, la arena. Y el oscuro, mientras crujen los peldaños, que desemboca de un súbito en la caricia o en el cuchillo.

La puerta del cuarto donde dormía Fronesis estaba entornada. No se preocupó de que sus pasos fueran silenciosos, al acercarse a la cama, pudo ver todo el cuerpo de Fronesis cubierto por la sábana. El cuchillo se agrandó tanto como el cuerpo de Palmiro, era la sombra de su cuerpo que se hundía y retrocedía en el cuerpo de Fronesis. El cuchillo le parecía en sus manos como un fanal, con el que podía penetrar y reconocer el cuerpo enemigo.

La cautela que lo había acompañado al entrar en la casa del doctor, lo abandonó en su retirada. Se fue de la casa corriendo, siguió corriendo al pasar por la casa del cartulario, donde estaba su hija Delfina desnuda, esperando el regreso de Palmiro. Al pasar frente a su casa, Palmiro sintió que ya el pavor le impedía correr, tomar una decisión cualquiera, dirigirse a su casa para hablar con su padre o seguir corriendo por el bosque. Pero en ese momento lo salvó la misma fulguración que lo había llevado a hundirse en la oquedad de las abejas que elaboran la miel de palma. Una presión en los talones lo llevó más que a saltar, a volar hasta aquel hueco vegetal. Allí se fue ovillando hasta encontrar el punto fijo del sueño. Durmió protegido por la absorción nocturna del vegetal, sus piernas se extendían con las raíces hasta alcanzar la fluencia del río más cercano.

Por la madrugada, Palmiro se fue despertando por la ocupación de la luz. La transparencia del amanecer cristalizaba casi el tronco de la palma. Las fibras de la oquedad, todavía embarradas de miel, abrían sus estalactitas en escamas poliédricas, abrillantadas por el rocío filtrado. Hundiendo la puntera de los zapatos en las paredes de la oquedad, logró ascender hasta el boquete por donde había entrado, la extensión de la luz penetró por sus ojos con un frenesí de cuchillo que penetra. La luz escarbó en sus ojos, como una gallina blanca que inaugura la mañana mirando un grano de maíz como si fuese un espejo.

Lo que vio lo hizo caer hasta la fundamentación de la palma. Fronesis cantando pasaba frente al boquete donde se había asomado. Dentro de su escondite, Palmiro se tapaba los ojos con las manos para ahuyentar la visión. Las fibras del interior de la palma se abrían en su caída sin fin, Palmiro tuvo la sensación de que amarrado rodaban las piedras que le servían de soporte. Golpeaba la pared interior de la palma, sus manos quedaban pegajosas, sintiendo entre sus dedos una membrana que sólo permitía separar los dedos muy despaciosamente y como un cristal que se estira.

Fronesis, con su pantalón de dril y su camisa de hilo blanco, avanzaba, corría, agrandado por la brisa del despertar campestre. Sacó su pañuelo y se secó la cara y las manos, el blanco del pañuelo y el movimiento que describió con él, desde el bolsillo posterior del pantalón a la cara, llenó la brisa del escarchado de la luz, logrando ocultarlo. La impulsión de la luz le daba un aspecto de corredor de relevo, punto que vuela desde la potencia a la extinción que se renueva. La brisa y la luz acortaban la distancia entre el sitio de donde partió y el sitio a donde esperaba llegar. Se borraban su cuarto de dormir y el mercado con los cangrejos rojos.

Cuando Palmiro salió de su escondite, casi tambaleándose por la presencia de la persona que él creía haber matado, tuvo que extenderse en la hierba, el temblor de las piernas no lo dejaba caminar. El frescor de la hierba hizo que se fuera recuperando, el incentivo de la figura que desaparecía, la imposibilidad de su presencia que comprobaba no obstante su vista, le dieron fuerza a su sangre para levantarlo y ponerlo en presencia del aparecido. Enloquecido, ya no le interesaba comprobar una realidad, sino asir un fantasma.

Fronesis, o lo que creía Palmiro que era su fantasma, se dirigió al parque que ocupaba el centro de la ciudad. En las calles que rodeaban el parque, se había establecido un mercado, formando una sinestesia olorosa de frutos, pescados y aves. El rojo de un mamey calado se paralelizaba con el rojo del caparazón de un cangrejo, distingo que merecía la voluptuosidad de un lapidario. El amarillo de un canistel entreabierto trababa una inmediata amistad con el amarillo de un canario. Aquella extraordinaria diversidad encontraba muy pronto su pareja por el color, el perfume o lo regalado de las sustancias incorporativas.

Palmiro pudo observar que el fantasma de Fronesis se acercaba a la carretilla donde vendían los cangrejos. Uno de los cangrejos había logrado saltar de la carretilla y se había acercado al fanguillo de la cloaca de la esquina de la calle. Fronesis ya tenía ensartados unos diez cangrejos en la soga que le había brindado el viejo carretillero, que hacía sus ventas rodeado de sus hijos. Fronesis con ligera decisión fue en busca del cangrejo que corría hacia el desagüe. Cogió el cangrejo por donde él sabía que las muelas no le podían hacer daño, lo sacudió para quitarle el fango y lo ensartó en la soguilla. Se acercó de nuevo a la carretilla para comprar un cangrejo más y así completaran la cantidad zodiacal. El carretillero se sonreía, le daba recuerdos para su padre, se mostraba con la excesiva cordialidad de nuestros campesinos en las primeras horas de la mañana. Fronesis, empuñando su collar de cangrejos, dio una laberíntica vuelta por todo el mercado, se acercó a uno de los camareros que servía en el café donde iba algunas noches, le hizo varias preguntas y de nuevo cogió el camino que lo llevaba a la finca.

La noche anterior, al salir Fronesis de su casa, había puesto las almohadas en forma que remedaran un cuerpo. Había utilizado esa manera simplista de todos los escolares cuando se escapan de sus casas por la noche, más bien con propósitos irónicos, para que si su padre o su madre lo fueran a buscar, tuviesen que reírse por el procedimiento que había empleado para burlarlos. No lo hacía con propósito de engañarlos, pues de sobra sabía que cuando se le ocurría salir de noche, sus padres no lo vigilaban ni se preocupaban por su regreso. Ellos sabían que muy pocas veces salía de noche. Más que para burlar a sus padres, había recurrido al procedimiento de las almohadas sustituyendo al cuerpo, para reírse de sí mismo, como cuando frente al espejo nos tiznamos la frente o la nariz, después nos reímos de nosotros mismos, pero si alguien nos contempla sigilosamente piensa que vamos a un baile de máscaras o que vamos a hacer alguna maldad. La relación entre sus padres y él era demasiado segura para tener que recurrir a ese tosco procedimiento. Por eso cuando regresó alrededor de las doce, se sorprendió al ver las cuchilladas en la sábana y en las dos almohadas unidas. Se sonrió al pensar que alguien había querido matarlo, se sonreía pues de inmediato rechazó esa idea. ¿Alguien había querido responder a su broma con otra broma igualmente inocente, aunque de distinto signo? No le parecía que su padre fuera capaz de ese juego macabro, además de que esa noche no estaba en la finca. Luego llevó su pensamiento a Foción, por eso le preguntó al mozo del café por la presencia de un amigo cuyas señas dio. Extremando las posibilidades pensó en Foción, también como una broma, quizá como una manera jocosa de dejar constancia de su visita. Esos pensamientos nacían en él sin una fundamentación, tan sólo por pensar que si era una broma sólo podían dársela sus padres o Foción. Pero muy pronto eliminó estas creencias en una broma sombría. Cuando se convenció de la imposibilidad de esos supuestos, tuvo que aceptar que alguien había querido matarlo. Pensó entonces en Lucía. Después él mismo se sonreía al distribuir familiares y amigos, en bromistas y asesinos. Se sonreía al ver el desdén que acompañaba sus relaciones con Lucía, como de pronto adquirió ese relieve, reaparecer como la frenética enamorada de Jasón, clamando por la destrucción de un linaje.

Cambió la funda de las almohadas para que sus padres no se inquietaran, con ese suceso enigmático. Volvía el recuerdo de Lucía, aunque era el que menos posibilidades tenía de haber realizado ese hecho. Cuando vio las cuchilladas sobre la almohada, afloró a su recuerdo como una marea invasora la camiseta que había tenido que abrirle un círculo para poseer a Lucía. Las rayas largas de las cuchilladas le recordaban los labios extendidos de la vulva de Lucía. La cercanía de la muerte le producía un soterrado éxtasis copulativo. Por la mañana, Fronesis se dirigió al mercado para comprar los cangrejos para la cena de despedida. Al día siguiente se iba para París. Entonces fue cuando lo vio Palmiro al asomarse al boquete de la palma. Traía Fronesis en su marcha la sensación distendida de una cópula reciente, al liberarse de las cuchilladas, toda su piel se abrillantaba por el reverso caricioso de la muerte frustrada. Palmiro se sentó cerca del desagüe, de donde había extraído el cangrejo fangoso Fronesis, mientras éste se perdía por el camino de regreso. Con la cara tapada con las dos manos, comenzó a llorar con tal exceso de amargura que el llanto se le filtraba por los dedos. Los compradores del mercado comenzaron a rodearlo, atraídos por la especial situación de un vecino conocido. Algunos apretaban por el brazo a Palmiro haciéndole incesantes preguntas. No contestaba, pero miraba con un odio que le enrojecía la cloaca de donde había salido el cangrejo. Entonces comenzó a gritar: “El cangrejo, el cangrejo viene del infierno con una cruz, el diablo es el que lleva los cangrejos, el cangrejo arde, es un carbón encendido, es el final de la cruz”.

Los vecinos que más conocían a sus padres, se acercaron para llevarlo a su casa. Desde ese día Palmiro hablaba muy poco, trabajaba como si lo animara una insaciable pasión destructiva y no volvió a tocar a Delfina. El cuerpo de su mujer se le había convertido en una piedra, piedra que era la negación de la petra genitrix. la piedra expelida por la oscuridad y la blandura de la vulva subterránea.

—Todo lo que pinta —continuó Champollion, con el fruncido oleaje de su bigote un tanto ensalivado— es la búsqueda del rostro de su padre. De niña, su padre la maltrató y huyó de ella, así ahora cuando pinta, lo que quiere es aclarar a su enemigo en su interior. Mientras frente a un espejo conversa con sus padres muertos, sus imágenes son de delicadeza, entonces habla de la espiral interior del caracol, de los estambres atravesando el desierto soplados por un viento tibio, de los injertos en la cola de los peces entuertados en las profundidades. Entonces cita, y la justifica, aquella anécdota de La Bruyére, de un señor que le pagaba a un maestro de órgano para que le enseñase a cantar a sus canarios, mientras se preocupaba muy poco por la educación de sus hijos. Toda esa delicadeza, con la que intenta conjurar la puerta abierta por la que llega su madre muerta, y la marejada que le devuelve a su padre ahogado, entonces da un salto hacia lo infuso de los comienzos, el viento del espíritu quemando la onda, aclarándose esas evocaciones sexuales a medida que avanza con el paso tardo de la cerveza. Así lo que antes era la delicadeza de un picaflor picoteando una rama de almendros, se trueca en el amarillo de un halcón atraído por lo anal, por el ojo del cual chorrea una clara de huevo. Es lo que yo llamo la retorta en pelícano, el pico vuelve sobre la panza del recipiente. Recordemos la estrofa del Dante: tanto ch’i’vide de le cose belle / Che porta ’l ciel per un pertugio tondo. Hasta que pude ver las bellezas del cielo por un agujero redondo. Hierve el mercurio con el azufre, el remanente del azufre sale por el pico para entrar por la panza. La imagen exhala un azufre, que después vuelve a entrar en el cuerpo, cuando el azufre retorna es cuando Margaret evoca esas rocas sucias de musgo, piernas abiertas como para extraer pulgas del trasero.

—Dejémosla que duerma y volvamos a lo nuestro, a nuestros corderitos, blancos de espuma. Me han dicho que has estudiado al Aduanero Rousseau.

Champollion extrajo de un estante un cuaderno del Aduanero. Y prosiguió, recuperando la alegría al señalarle el cuadro El poeta y la musa: idiomas, instrumentos musicales, viajes, lo que le habían enseñado y la pintura que a su vez enseñaba, amistades creadoras y conversables, en fin, todo lo que sabía se le había convertido en naturaleza alegre, en fiesta de la navidad con el gato sobre el tejado. Ni la tristeza, ni el cansancio del conocer aparecen nunca en su pintura ni en su persona, conoce a la sombra del árbol de la vida. El cuenco de la mano y la copa le dan a beber la misma agua de vida, ¿qué crees tú, Fronesis, de esa manera de conocimiento en el Aduanero?

—El arte del Aduanero Rousseau —le respondió Fronesis— brota del surtidor inmóvil de un encantamiento. Su afición por la flauta parecía convertirlo en el encantador de la familia, de las hojas, de la amistad, de las casas de su pueblo, que al alejarlas parecen castillos de libros de horas, de iglesias que al acercarlas a un primer plano quisieran dejarse acariciar por la mano. Es el encantador del coyote mexicano y del león de San Jerónimo. Sabe lo que tiene que saber, sabe lo necesario para su salvación, no con el soplo de Marsyas o de Pan bicorne, cuya zampoña lleva el aire agudizado hacia los infiernos descencionales, sino la flauta de prolongaciones horizontales, del dios de la justicia alegre y de la suprema justicia poética. Como en los crecimientos mágicos de ciertos pequeños árboles que se regalan, en la Persia o en Bagdad, en un tiempo gozoso para la mirada, la raíz crece trasparentada como el cristal, el diminuto tronco obedece las órdenes acumuladas como una aguja, después las hojas se van transformando en la sucesión de los instantes en el ramaje, donde una cochinilla se sumerge en la indistinción de la escarcha, luego la hoja que se abre como una mano y rueda un dátil. Prodigio del instante el crecimiento mágico y prodigio de un instante que se hace secularidad. Pues sus casitas en el tierno invierno de la amistad francesa perduran como la pequeña iglesia de domingo, con sus ágiles novios y sus importancias de entintados bigotazos.

Este bretón vive un saludable hedonismo de burgués provinciano en el barrio de Plaisance. Cuando se burlan de él, no hace esfuerzos por parecer grave y agresivo, sino por el contrario, cree ver en esos guiños la apreciación de su fuerza y el anticipo ingenuo de la corona y el panteón de la inmortalidad, en los cuales cree, como también cree en los viajes, el vino de la amistad, los recuerdos del colegio y la fiesta de bodas. Tiene que soportar que aún después de muerto, Apollinaire, que ha sido el que más lo ha querido, lo llame, cierto que con mucho cariño, “Herodías sentimental”, “anciano suntuoso y pueril que el amor arrastró hacia los confines del intelectualismo”, “los ángeles le impidieron penetrar en el hombre vivo cuyo aduanero hubiera llegado a ser”, “anciano con grandes alas”, “pobre ángel viejo”. Frases de un joven estallante como el Apollinaire de 1910, cuando se encuentra con un viejo burlado burlón como el Aduanero, que antes que él se ha abrazado con las cuatro o cinco cosas esenciales para un artista. Ha estado en México, en su adolescencia, no en el cansancio de la madurez rebuscadora, a despecho de las burlas se ha impuesto con todo su instinto alegre y, antes de morir, vuelve a sacar de su baúl su vieja flauta con la que ha domesticado a coyotes y serpientes.

Este viejo socarrón, que soporta las burlas de la vecinería, tiene también los supremos engallamientos. Así, un día se encuentra con Picasso y le dice: “Nosotros somos los dos grandes pintores vivientes, usted en la manera egipcia y yo en la manera moderna”. ¿Qué entendía el Aduanero por la manera egipcia? La técnica llamada completiva de los egipcios dependía de distintos fragmentos que forman unidad conceptual o de imagen, antes que unidad plástica. La técnica completiva marcha acompañada de una simbólica hierática, es decir, surgida de un cosmos mitológico. En el sepulcro de un rey de la cuarta dinastía, se contempla la separación de diversas partes del cuerpo, sin formar una integración en los fragmentos sucesivos, sino que la unidad es completiva, la separación de los fragmentos corporales forman la unidad de imagen, concepto y símbolo hierático.

El Aduanero, dentro de lo que él consideraba la tenacidad de su manera, presumía frente a Picasso de representar la manera moderna tal vez porque sus recuerdos de infancia le sirvieron para lodo ulterior desenvolvimiento, por su fabuloso viaje a México, tan servicial a su imaginación como el de Baudelaire por las Indias americanas, por su alucinado culto del detalle y su místico y alegre sentido de la totalidad, por su originalidad en el sentido de poderosa raíz germinativa y no a través de síntesis de fragmentos aportados por las culturas. Su misticismo libre y su júbilo dentro de la buena canción. Con todas esas lecciones alegres y con todos esos laberintos resueltos, el Aduanero podía considerarse con justeza un excelente representante de la manera moderna, candorosa, alucinada, fuerte, frente a las potencias infernales. Picasso no debió asombrarse ante esa frase del Aduanero, sino mostrar su aquiescencia por esa solemne penetración en su destino.

—Si fue o no un primitivo, es lo cierto que lo que conoce golpea en lo que desconoce, pero también lo que desconoce reacciona sobre lo que conoce, signo de todo artista poderoso —dijo Champollion.

—En realidad —prosiguió Fronesis —¿fue Rousseau un pintor primitivo o un pintor popular, es decir, había en su arte un impedimento o una insuficiencia? ¿Tenía como los primitivos un mundo plástico que al intentar reproducirlo se quedaba en sus impedimentos? ¿Expresaba como el pueblo con lo que tenía y contaba, con sus recursos intuitivos, sin agazaparse el reto de las formas? O una ulterior posición ante sus obras, ¿había en él una malicia de los estilos detrás de sus órficos encantamientos? Sus Jugadores de balón representan ese momento en que el recuerdo aún lo arrastra, no le puede dar paso a una tristeza diabólica, como en esas estampas donde el demonio niño, con fingidas indecisiones, coge su rabo y lo verticaliza al sentarse, manteniendo por falta de experiencia, el rabo erecto con el sostén de la mano.

En esa expresión de lo popular, colocaría también El poeta y su musa. Es cierto que las medidas de las caras están tomadas a compás, pero parece que el Aduanero ha querido pintar un arquetipo burlón, visto por un provinciano que con todo el aluvión sanguíneo de su alegría, quiere dejar a sus amigos en una aceptación interrogante. Por candorosa que pueda haber sido la imaginación representativa del Aduanero, es indudable que al mostrar a Apollinaire con una pluma de ganso en una mano y un rollo de papeles en la otra, al mostrar a Marie Laurencin como un espectro ceñido de verticales listones lilas, señalando con el índice alzado la gloria del Empíreo, dejaba bien impresa la marca de que era un amigo malicioso que quería satisfacer la ingenuidad que aquellos dos artistas esperaban de él. Las orquídeas rojas, blancas y rosadas, símbolo ya desde los egipcios de la absorción sexual, colocaban, según su manera, la rama brotando directamente de la tierra, señalan la cercanía de la conversación apasionada. Aquí la vegetación indica la proximidad de los enlaces y lo germinativo, mientras las figuras esbozan sus risueños arquetipos. La vegetación se orquesta en una sangre verdeante, los tonos de lo estelar son un azul rodado, gritando casi su movilidad, pero una secuencia de tonos bermejos, que tiene algo de arborescencia coralina, se fija como el remolino dentro del caos para comenzar el confiado origen de los mundos.

En sus cuadros como primitivo no podernos dejar de contemplar los castillos, la escarcha y los árboles esquematizados en tronco y hojas, sin aparente relación de proporcionalidad, que desfilan por El libro de horas, del Duque de Berry. Sus casas solitarias, sus mismas iglesias de provincia, recuerdan aquellos castillos regados de escarcha o de campesinos placenteros, según el castigo de las estaciones.

Aquellos Fouquet, aquellos Limbourg, tengamos presente el Febrero de este último, parecían como si de súbito penetrasen en el tiempo, golpe de hacha sobre lo sucesivo, deteniendo el espacio para un tiempo eterno. Cada figura, cada elemento de composición cobra un relieve de hieratismo al aislarse, al asumir una relación fragmento y totalidad. Sigamos observando el Febrero de Limbourg: una torrecilla, pequeñas cúpulas deliciosas para ser habitadas por las abejas, el hombre con su cayado y a su lado un burrito trepando la colina nevada que conduce a la ciudad en la lejanía entrevista; cerca, un hombre curvado por el rebote del hacha astilla un árbol a punto de doblegarse. Parece que lo va a tocar. El hombre está conducido por una hostilidad y una amistad, por una exigencia y una rendición, por algo que se esfuerza dentro de una oposición y algo que se regala en la gracia.

En esa fase primitiva de su obra, podemos situar El verano, para compararlo con Brueghel el viejo. Algunos de sus comentaristas han incurrido en falsas aproximaciones a su obra, al considerarla como un redescubrimiento ingenuo de la bonhomía franco-flamenca. Pero si continuamos fijándonos en el cuadro El verano de El Aduanero y en La cosecha, el memorable espejo de Brueghel el viejo, nos damos cuenta que en éste asombra la inmensa extensión de un espacio poblado que se rinde ante las redes del pintor. Plano tras plano, como en una batalla donde alternase el trabajo de vencimiento de la naturaleza, después de mostrar la serena abundancia de sus dones, con el reposo de los campesinos cuyo sueño parece acompañar al cumplido trabajo de la naturaleza, Brueghel no ha temido enfrentarse con la improvisada pero tenaz ciudad, que surge de pronto para apoderarse de la naturaleza pulsada y obligada por el hombre a contribuir a sus fines de gloria, como una yesca que ardiese dentro de la costumbre.

Fronesis se volvió hacia Champollion, queriendo observar alguna muestra de cansancio, pero sólo vislumbró en él cierto sobresalto no engendrado por el sueño báquico de Margaret, sino por la espera de alguien que no acaba de llegar. Fronesis temió la espera de una de esas visitas que recibía Champollion —aficionados, marchands, adolescentes errantes, sutil y lentamente enmascarados de una arrogancia luciferina. —Veo, le dijo Champollion, que tienes tus ideas sobre El Aduanero puestas en fila, que lo has estado estudiando últimamente. Esa relación con El libro de horas, del Duque de Berry y con Brueghel el viejo que tú le señalas, me parece que penetra esclareciendo. Me interesa que sigas hablando sobre El Aduanero, si me notas que me inquieto, es que espero a un amigo que te quiero presentar.

Fronesis sintió la alusión irónica de lo que le había dicho Champollion; poner las ideas en fila, estudiando últimamente, tenían el peculiar soplo de la cerbatana venenosa del pintor. Fronesis, para subrayar la escasa importancia que le daba al habitual punteado irónico de Champollion, se apresuró a continuar hablando de El Aduanero. Más, cuando percibió con entera nitidez que ya Champollion apenas lo escuchaba, inquieto por la visita que se esperaba, que se hacía esperar más de lo previsto por las condiciones de la cita. —El cuadro El verano, de El Aduanero —prosiguió Fronesis—, encuadrado dentro de un noble reposo sin cansancio, ofrece los troncos anchurosos con sus copas cerradas, es uno de los pocos cuadros de El Aduanero, donde el tratamiento minucioso de las hojas ha sido reemplazado por los grandes conjuntos de la masa hojosa, los campesinos y los caballos deslumbrados por el blanco de una luz recreada, no parecen tener el destino de marchar hacia una finalidad de rendimiento ante las redes formales del hombre, sino que permanecen en su mundo interpretado. Es el mundo del primitivo, no hay planos de superficie ni planos de profundidad, las cosas situadas en el lienzo tienen todas una importancia sagrada, son una caligrafía descifrada desde la pequeña hoja con sus líneas de secretos laberintos, hasta el sol que apoya la selva para su penetración. Una mano tiene un destino, una hoja tiene un secreto, un árbol su ámbito. El Aduanero estudia, distribuye, reordena una mano, una hoja, un árbol y en pago de esa humildad, se le hechiza un destino, un secreto, un ámbito.

Fronesis se interrumpió, veía un hombre joven, debía tener veinte o veintidós años, que se acercaba por el comedor. Champollion, con excesiva amabilidad, dijo: —Ya llega el esperado difícil. Fronesis te quiere conocer, mira, Cidi Galeb, un tunecino especializado en la cultura eritrea, éste sí es de los que se pueden presentar, pues ya verás que Ricardo Fronesis es de los que saben de todo un poco, pero ese poco es una esencia —se adivinaba en esa presentación todo el hociquillo de garduña que tenía Champollion.

Fronesis enrojeció al sentir la malicia de la presentación, pero de inmediato Cidi Galeb adoptó una postura que evitaba que Fronesis se sintiera disgustado por la presentación de Champollion, encargándose con suma destreza de poner de nuevo a flote a Fronesis, si es que éste se sentía molesto por la presentación, pues había percibido tanto el enrojecimiento de las mejillas de Fronesis, como la indiferencia exterior con que había tomado las palabras de Champollion.

Cidi Galeb era alto y flexible, la piel pálida parecía culminar esperadamente en los ojos de un verde mate, que miraban las personas y los objetos con excesiva lentitud, despegándose con dificultad de las figuras que aprehendía, de tal manera que al observarlo Fronesis por primera vez, tuvo que hacerlo como si lo cortase en varios planos por la mirada, pues los ojos de Cidi Galeb, si disimulaban su insistencia, no podían evitar la sensación de que se posaban sobre nuestro hombro con la seguridad de un halcón amaestrado. El tabique de la nariz ligeramente pronunciado, con sus aletas inmóviles, pero a veces acompañaba el pestañeo cuando se hacía demasiado rápido, con un movimiento horizontal en que se movían conjuntadas la punta de la nariz y las dos aletas. Su pelo muy negro, tenía irregularidades en sus ondulaciones que revelaban las hebrillas etiópicas. Sus manos dejaban vislumbrar el azul de las venas, señal de refinamiento tormentoso, como si al acariciar a un gato no pudiese ocultar que pensaba en acariciar al platónico Charmides. Cuando la luz se posaba en su rostro con excesiva evidencia, la palidez subrayaba aun más la azulina teoría.

Hablaba con corrección vigilada, sin natural facilidad, como quien maneja un idioma prestado. Subrayaba un tanto las palabras, para lograr una pausa que le rindiese la progresión oracional. —En primer lugar —dijo— no creo tener ninguna condición excepcional, para que tu amigo en París, donde siempre se encuentran una docena de las personalidades más significativas, desee conocerme a mí, que soy una nadería. Es correcto pensar que nadie va a venir de La Habana a conocer a esa lástima que es Cidi Galeb. Además, si por el hecho de ser del norte africano, participo en lo que antaño fue la cultura eritrea, no puedo llamarme en manera alguno especialista de una cultura que ha sido estudiada por Frobenius en una forma deslumbradora. Por último, y muy brevemente, pues sé que te has querido burlar de mí al presentarme, si tu amigo sabe un poco de todo y ese poco es una esencia, puede decirse que ha alcanzado la mayor perfección que se puede en la cultura contemporánea. Si has querido burlarte, dijo en tono de visible broma, cojo tu espátula y disparo un siena sobre la tela en que hayas trabajado más en este día.

Fronesis se sonrió, había captado de inmediato la fina habilidad de Cidi Galeb, para desvirtuar la vulgaridad de Champollion con Fronesis al presentarlo, fingiéndose él el burlado. Cualquiera se hubiera sentido molesto por la falsa y mal intencionada presentación de Champollion. Fronesis captó no tan sólo la sutil habilidad de Cidi Galeb, sino también que Galeb desde el principio de la presentación quería ganárselo. Todavía sentía sobre su hombro el halcón amaestrado de la mirada del visitante que lo había sorprendido con su llegada no esperada.

—Hablábamos de El Aduanero —dijo Champollion— Fronesis nos daba una de sus lecciones de maliciosa sabiduría sobre un ingenuo. Creo que a ti también te gustan algunas de sus cosas, El desierto y la gitana, por ejemplo. Todo consistirá en que le repitas a Fronesis lo que tantas veces nos has dicho a nosotros—. Con el matiz molesto de esta frase, Champollion intentaba desquitarse del partido que había tomado Cidi Galeb por Fronesis.

—Si quieres decir que me repito en la conversación —respondió Cidi Galeb con un fingido engallamiento—, no todos podemos ser como tú, el manadero del eterno renacer. Con mucho gusto le diré a tu amigo lo que yo pienso de alguno de los cuadros que me interesan de El Aduanero. Si me repito y te aburres, te puedes ir a dormir con Margaret.

Champollion guiñó el ojo izquierdo y movió nuevamente la cabeza en señal de negatividad.

—Con mucha frecuencia —comenzó diciendo Cidi Galeb—, los ordenamientos que logra El Aduanero Rousseau coinciden con los que siento crecer en mí, dictados por mi raza y por las tierras del norte africano. En esas regiones, pudiéramos decir, la muerte está mucho más pegada a la tierra y a nosotros, que entre vosotros los europeos o si se quiere ser más preciso, entre los americanos que tienen necesidad de aclarar su pensamiento entre los europeos. Sentimos el aliento de la muerte, eso nos viene, desde luego, de la inmensa zona de la influencia egipcia. Para los europeos la muerte es una cosa que algún día sucede, unos sienten ese suceso más en la lejanía, y eso les permite dormir con un sueño más acabado, así como en los últimos tiempos se ha puesto de moda sentir la virulencia de la muerte, es lo que algunos llaman la conciencia de la finitud. El hombre del norte africano siente constantemente que la vida va a morir y que la muerte va a vivir, tiene un sentido vegetativo de la muerte, el sumergimiento dentro de la tierra significa la reaparición heliotrópica, los cambios ordenados por la energía solar. Eso lo siento vivazmente en el cuadro de El Aduanero La gitana dormida. Sabemos que tiene que existir una extraña relación entre dos incomprensibles cercanías, pero sabemos también que es inagotable su indescifrable liaison. Pero ahí no encontramos un problematismo a puñetazos, sabemos que eso sucede con todas las relaciones que la vida nos presenta, sabemos que sobrepasamos, pero no comprendemos. En el desierto, uno al lado del otro, el león y la gitana. El león, rastreando, la gitana durmiendo. Al lado de la gitana y de su sueño, el bastón, la mandolina y el porrón de agua. El león aunque está a su lado, no parece tener ningún interés en acercársele, olfatea como con cierta sospecha. La gitana está escondida en su sueño, parece que mientras no despierte no tendrá que temer nada del león. Lo que menos enlaza a la gitana durmiente con la cercanía del león es la inminencia mortal. El hecho es que uno está al lado de la otra, lo indescifrable es la lejanía de la muerte. Lo único que los une es paradojalmente la diversidad de esos dos mundos, rastrear y dormir. Él busca un punto, se obstina en perseguirlo, no es la mujer dormida, pues está a su lado y él continúa rastreando. Nadie puede decir lo que busca y lo que desdeña. La inmensa defensa del sueño, en la mujer extendida en el desierto, es su protección. En su sueño son tan necesarios el instrumento de tañer, el agua y el cayado, como si durmiese en algún portalón mojado, lista para la marcha. La pureza de El Aduanero está en haber acercado la gitana al león, sin que quepa la menor posibilidad de que sea destruida en el sueño. Su hechizo en esa situación es superior a la distancia, a la causalidad y al hábito esperado. Es una eternidad inocente y alegre, el león seguirá rastreando y la gitana durmiendo. Es una solución de El Aduanero que recuerda la de los pintores chinos de la época clásica, cada figura se defiende de la otra por infinitas mutaciones. Cuando la cara de los roquedales que rodean el lago es un tigre, el pescador que duerme en su barca es un champiñón o un topo y nunca se pueden alcanzar.

Otro de sus cuadros que siempre vuelve sobre mí, es El sueño de Yadewigha, está también en las preocupaciones de mi estirpe que forman las evaporaciones de los sentidos, qué extraños cuerpos llega a formar el deseo solitario, sin la posibilidad de que nuestros sentidos comprueben esa aparición, ese ente evaporado por nuestros sentidos, pero que después esos mismos sentidos enloquecen por no poder asir o penetrar. Hemos creado algo que nos destruye, pero ahí es donde siento ese cuadro de El Aduanero, necesario en mi imaginación. Yadewigha con su flauta puede crear, y la prueba de esa creación en la imago está en que puede destruirnos.

—Eso es algo —interrumpió Champollion—, de lo que más me atemoriza en la pintura, tener que crear con tubos de color, con proporciones, con llenos o con vacíos, con delimitaciones, una expresión en la que la nuestra no debe cohibir la que cada cual va a desprender, a evaporar frente al cuadrado de la tela. Sentirse un poco caracol, un poco coral, un molusco segregador, es decir que la conciencia de nuestro arte tiene que desprender una universal inconsciencia, que después cada cual intenta reducir, descifrar o incorporar. Estar muy vigilantes, muy despiertos, para favorecer tan sólo la corriente universal, un tipo de energía sin ojos, a la cual cada persona presta sus dos ojos. Pues después de todo, ¿qué ha hecho Cidi Galeb con su interpretación? Detener esa corriente universal, dar un tajo en la infinita fluencia evaporada. En fin, que cada cuadro es el sacrificio a un dios indeterminado y la pintura comienza por luchar contra la indeterminación. En resumidas cuentas, que me enredo y para desenredarme lo único que encuentro es seguir pintando.

—Me parece —volvió sobre la conversación Cidi Galeb sin querer participar en los enredos de Champollion— que debemos oír de nuevo a tu amigo, que seguro ha pensado más sobre El Aduanero que tus miedos y mis caprichos raciales.

Fronesis tuvo una vacilación que sólo fue sentida por él mismo. Si no continuaba, Cidi Galeb podía pensar que era un retroceso estratégico, abandonar un tema que el otro conocía. Si seguía hablando podía precisar una insistencia pedantesca, una crueldad en el desarrollo de lo que se quería causar la impresión de un conocimiento por encima de todo. Pero esa vacilación fue vencida de inmediato, su ninfa Egeria le ordenó que siguiese hasta el final.

—A la salida de las fábricas un hombrecito, dotado de una fascinante risa gala, comienza a sonar su violín, entonando las canciones aportadas por una gran tradición y por la moda afanosa de penetrar en ese río de una suntuosidad y de una sencillez irrebatibles. Da un paso hacia las obreras a quienes el cansancio no les secuestra la alegría y con una buena gracia popular suelta un chorro de melodías. Forman un coro los trabajadores, que avanza hacia el hombrecito, devolviéndole canción por canción, paso por paso de danza. Avanzan y retroceden los trabajadores y el hombrecito con su violín, hasta formar un inmenso coro donde el juglar canoso y canoro, pero transportado por el éxtasis de la fusión coral, se muestra incesante en su danza y en su melodía. En su cuarto, donde duerme con los inquietos consejos del viudo, pinta alucinado el sistema nervioso de las hojas y cocina platos milenarios, convoca a toda la vecinería, que desfila por sus escenarios improvisados para bailar, recitar sus poemas y servir de actores a lo largo de cinco actos… Recordarían aquella frase de Diderot, de que sólo había visto una representación perfecta; era, no obstante, una obra mala y los actores eran mediocres. Es la medianoche y El Aduanero está de guardia al lado de la puerta de hierro que separa los alrededores del centro parisino. De pronto, en el blanco lunar un espectro armado en burla de sábana y zapato, que salta por las lanzas de la puerta de Plaisance, para reírse otra vez de El Aduanero. Éste sigue la broma cuando tal vez meditaba en El Octroi de Plaisance, esa obra ejemplar de la pintura contemporánea, hasta que el fantasma está cerca de su mesa de guardián, entonces le brinda un buen vaso de Burdeos. Quiere conversar con el espectro, pero ese espectro es idiota, no es digno de conversar con El Aduanero, y desaparece con un silencio humillado, miserablemente corrido.

Pero ese hombrecito que empuña su flauta o su violín, es el único que realmente está hechizado en su época. Vive, sin que ésos sean sus deseos, dentro de un huevo de cristal, solamente para sentir la diferencia de las dos densidades. Llega a su casa en la medianoche, tiene frío y está casi adormecido, cuelga la ropa, pero el perchero por la penumbra se ha desclavado y ha caído. Inmediatamente florece ahí un clavo de oro. Forma parte, en su extraña excursión mexicana, de la compañía de los pífanos, al lado del inmenso ejército de flautistas que sigue al rey David. Está hechizado, en la medianoche, el vaso que le brinda el irreverente visitador, cree que le ha sido puesto en sus manos por el mismísimo fantasma lunar. No sabe cuándo toca ni cuándo es tocado, si representa durante el día o actúa en la noche del bosque órfico. Está hechizado, pero alegremente, con una inmensa profundidad placentera.

—La profundidad placentera —interrumpió Champollion—, eso es lo que no logramos; superficiales descargas de inquietud anticipada, ése es el pan de todos los días —se ensimismó, como dejándose invadir por esa frase: profundidad placentera.

—Tenernos dos fotografías —siguió diciendo Fronesis—, dos exactitudes, que al pasarlas a dos de sus cuadros, revelan la poderosa fuerza de transformación de los hechizamientos de El Aduanero. Veamos la fotografía de papá Juniot. Se observa la pesadumbre de una familia que se decide a mostrar su paseo fiesta dominical. Detalle a detalle El Aduanero ha sacado todos los elementos de su cuadro de la fotografía, donde aparece la familia elaborada para una excepción. Los dos perros que en la fotografía están echados en el suelo somnolientos, en el cuadro están alertados, pintiparados. El caballo, un penquillo blanco en la fotografía, en el cuadro un alazán con un mechón del crinaje sobre la frente, patas nerviosas, agilísimas. La calle pobre y limitada, se transforma en una prolongada llanura que se pierde en el bosque, donde riza su flora paradisiaca. Hasta la calva de papá Juniot, total y franca, en el cuadro, abundosa cabellera, raya al centro, con dos conchas en tinta y perfume. Sobre lo inexpresivo, El Aduanero ha avivado todos los elementos de la composición de su cuadro, con gracia, con un sencillo esfuerzo, con la dignidad del artista que espera la transformación de la oscuridad primera en espiral, de la espiral en círculo, del círculo, al romperse, en luna infinita o en bosque total. La rueda de las formas, girando con lentitud alucinada, en el hechizo del tiempo paradisiaco.

—El Aduanero transforma o aquieta la visión. Que no dependía de técnicas ni aprendizajes lo revela el hecho de que su Noche de Carnaval, uno de sus primeros cuadros, pintado en 1886, puede compararse con lo mejor de Watteau. Los miserables que se reían de él en presencia de ese cuadro ya maestro, y de los dieciséis años que mandó al Salón de los Independientes obras ejemplares, estarán por siempre en las cazuelas del infierno, rodeados de carcajadas y entre carcajadas estarán en el desfile secular. Pues si alguna gloria fue evidente, serena, incontrastable, alegre, fue la de El Aduanero. Todas esas cualidades de su gloria se encuentran en su cuadro El paseo, donde su esposa avanza como una gran dama, un poco extrañada por haberse quedado abandonada en el bosque. Sin estar él en el lienzo, parece que sigue y cuida aquella extremada soledad, acompañada por la delicadeza de los árboles. Parece que en aquel silencio la dama oyese una voz: la del nocturno guardián de los barrios parisinos. Guardián invisible de su dama perdida en el bosque.

Apareció entonces Margaret, con la cara rosada y fresca, acababa de salir de la bañera, con la camisa rasgando su almidón. —Mi aparición no debe ser el punto final para El Aduanero, el baño reciente me da fuerza para oír a los dos disertos y al mismo Rousseau bailando y cantando —dijo mientras se le veía cómo la sangre adquiría en ella su velocidad acostumbrada, ya vencido el coma alcohólico, pálida y contraída como una soga vieja y muy apretada.

—Ustedes pueden seguir la conversación sobre El Aduanero, pero para mí llegó la hora de la retirada —y se marchó por el corredor, dejando un tanto perpleja a Margaret pues casi había coincidido su aparición con la despedida de Fronesis. Cerca de la puerta, cuando Champollion lo despedía, le dijo: —Ten mucho cuidado con Cidi Galeb. Foción es un niño gateando en su estera comparado con él. Este árabe es peligrosísimo conque mucho cuidado.

—Puede llegar a ser un gato molesto, por exceso de ronroneo —contestó Fronesis—, pero su índice de peligrosidad no creo que salga de la casa de ustedes. En cuanto al paralelo que esbozas con Foción, me parece muy injusto. En Foción hay heráldica, hay autodestrucción y un respeto religioso por la persona y el furor que le despierta el simpathos, en éste no sé lo que hay, hay tal vez un vacío ocupado por la vanidad de justificarse a sí mismo.

—Te repito que tengas mucho cuidado con el árabe. Vas a luchar con alguien cuya táctica te es absolutamente desconocida—. Se sonrió con una sonrisa raspada con lentitud. La puerta se cerró sin sobresalto, como soplada por la lenta potencia de la lluvia acumulada.

Al día siguiente Fronesis, por la mañana, continuando sus estudios de filología, había encontrado en un diccionario la referencia que hacía de la letra ñ. En España (Hispania o Spania) hay un paño (panno), que cuando ciñe (cingit) con ñudos (nudos de nodos), daña (dagnat) porque araña (arana suat) y quita el sueño (somnos). Cuando Fronesis levantó los ojos para anotar esa frase, no pudo evitar el recuerdo de Cidi Galeb. La impresión que le había causado era indecisa sin relieve. Esa referencia filológica lo corporizó, pero volvió a desvanecerse al pasar la página del diccionario. Lo que no le causó ninguna impresión, dejando escapar la malignidad con que las había lanzado Champollion, fueron las tonterías que había dicho al despedirse.

¿Quién era Cidi Galeb? Antes de ocupar el trono de Tupek del Este, el hijo del sultán de la familia de los Galeb, descendiente de aquel Cidi Galeb, del séquito de Boabdil, que cuando la derrota de Granada corrió en duras galopadas a dar la noticia a la familia del último de los gobernadores árabes en España. Hizo sus habituales estudios en la Sorbonne y fuera de este recinto hizo otros estudios, en los que durante una estación demostró una vocación esencial, con su querida francesa, peinando deseos y príncipes. Esa queridita no llegaba a los veinte años, rubia excesiva que causaba siempre la impresión de un rubio en tinta veneciana de la madurez y un pelirrojo en el indiferentismo sexual de la adolescencia. Así, Cidi Galeb, ahora el viejo, tenían la sensación en sus años de destino formativo, de que poseía un pequeño serrallo encarnado en su queridita parisina: algo de recatada doncella y de efebo gimnasta.

Duró una estación ese amorío que fue suficiente para engendrar un bastardo, un Cidi Galeb, que a título de perpetuidad recibían su madre y él una pensión más que suficiente para poder vivir con laberinto, estilo e inteligente voluptuosidad en París. Su condición de bastardo real, le permitía toda clase de juegos de la sensación y de la inteligencia, prolongando el disfrute y disminuyendo el riesgo. Eso le daba lo que pudiéramos llamar los derechos de la acometida. Era estudiante, deportista, aventurero, conspirador, coleccionista, un noble cuando iniciaba el principio de la fiesta y levemente intrigante cuando intuía que la sala de baile se iba quedando vacía, ya le otorgamos los derechos de la acometida, pero él aceptaba también los deberes de replegarse, como si la fineza animal de sus instintos se mantuviese a igual distancia de la presa que de la madriguera.

Cidi Galeb era ese amigo de los que no tenían amigos o se encontraban en una situación excepcional que hacía muy difícil que tuviesen amigos. Tenía la adivinación viciosa de lo excepcional. Pertenecía a esa posible tribu de aquellos que podían, por ejemplo, haber tratado en Bruselas a Rimbaud, o tenido la misma querida que Beckford en Constantinopla, o haber tomado ocasionalmente con Antero de Quental un Pernod, el mismo día que éste se suicidó, o tener una tía solterona, gran amiga de la primera esposa de El Aduanero. Entraba en la historia como una ardilla pintada de verde, ligerísima, cínica y jubilosa. Su mérito principal consistía en que casi nunca se le escapaba la coincidencia calmosa o el fulminante de un súbito que entreveía el litoral de un naufragio.

Champollion, que conocía muchos de los hilos que utilizaba la imaginación de Cidi Galeb, había excedido la dosis al mostrarle lo que él sabía de Fronesis. La madre vienesa, con el padre rico abogado criollo, la finca, la amistad de su padre con Diaghilev, la alegre disciplina estudiosa, sus amigos Foción y Cemí. En fin, Cidi Galeb que había comprendido que muy pocas personas a la edad de Fronesis podían decir las cosas que él decía, se decidió como un lobo a acorralar aquel castillo, tratar de penetrarlo después aunque fuese disfrazado de juglar y quedarse algunas noches en las piezas más cercanas.

Cidi Galeb empezó a rondar la casa y el barrio de Fronesis, con la obstinación de Raskólnikov, dándole vueltas a la jefatura. Muy pronto supo que en la esquina, en un cafecito, todas las noches Fronesis iba a comer. Rehusó al principio un sitio tan seguro para atraparlo, pero intuyó que un encuentro con Fronesis en lugar no señalado, facilitaría sus relaciones, como intuía que tendría que pasar algún tiempo para que éste volviese a la casa de Champollion. Pensó también que quizá le sería conveniente que Fronesis comprendiese de inmediato los deseos que tenía de provocar su amistad, pues de sobra sabía que un adolescente de la calidad de Fronesis no adopta la solución de una retirada vulgar, a la que su orgullo vería como una huida vergonzosa.

Pero necesitaba una disculpa de estilo más que de raíz, por eso se apareció en el café de la esquina de la casa de Fronesis, acompañado de su amigo Mahomed Len Baid, el jefe estudiantil que representaba la rebeldía de Tupek del Oeste frente al Sultán de Tupek del Este. Sabía que Fronesis no vacilaría en colocar en su verdadero lugar su aparición por aquellas latitudes, pero Mahomed le serviría de disculpa aparente para no mostrar en esencia su persecución de Fronesis.

El hecho de que Cidi Galeb fuera hijo bastardo del sultán de Tupek del Este, lo mantenía en un potencial de discrepancia con la familia instalada en el trono. Eso le abría la puerta de los subterráneos, aunque siempre algunos maliciosos, por motivos diversos, dormían con un ojo abierto en su cercanía. Frente a esa desconfianza Cidi Galeb mostraba un desdén altisonante, como quien sabe que toda afrenta infligida forma parte de su religiosidad.

Mahomed guardaba cierta desconfianza en relación con Galeb, pero sabía que se podía aprovechar de una relación amistosa con él. Se sabía que vivía de la pensión que le enviaba su padre, el Sultán de Tupek del Este, pero esto era tan sólo una relación familiar, pues el odio de Galeb a la familia real era proverbial en el mundo árabe. Además, Galeb sabía muy en lo hondo que mientras su padre ocupase el trono, estaría alejado, de su madre y de él. Destronado, volvería a llevar vida de desterrado en París, volvería a su madre, estaría más cerca, para salvaguardarlo, del amigo de todos sus días. Su situación paradojal, propia de un bastardo, consistía en que anhelaba que su padre perdiese el trono, lo cual para él era tan sólo que se alejase de una familia que no era la suya, para ir a reunirse en el otoño del destierro, con su madre y con el deseo de Galeb de sentirse más protegido.

Mahomed sabía que en la lucha por adquirir el poder, tenía que movilizar a muchos inasibles y entre esos inasibles había preferido sumarse a Cidi Galeb. Sabía que Galeb no se mostraba en la acción, que su conducta apenas ofrecía relieve, que casi nunca se decidía, que apenas ofrecía gestos. Su acción era tan sólo los entrecruzamientos de los hilos de su pensamiento al ponerse en contacto con la acción o el pensamiento de los demás. Su pensamiento en relación con otro pensamiento, se sentía como descansado, producto de una espera ancestral y de un laberinto que aunque no llegase a su final, podía avanzar dentro de él vertiginosamente. Se había hecho o era un regalo de la gracia, de un tiempo especial para perseguir las ideas que envolvían a los demás seres como si fuesen conchas irrompibles. Galeb mantenía su peligrosidad trocando a veces su trampa en el misterio de su retiramiento o de su cósmica indiferencia. La amistad entre Cidi Galeb y Len Bad, ejemplificaba el fundamento del imán laberíntico de Galeb en relación con las demás personas. Así, en una noche de confusa persecución, Mahomed había corrido al cafetín Los Patinadores Viejos, donde se hundía con frecuencia a lo largo de una estación Cidi Galeb. La carencia de una guarida más estable había llevado a Mahomed a ese sitio, rodeado casi siempre por los reojos de una vigilancia que fingía sus descuidos. A pesar de su desconfianza de Galeb, acudió a él como una prueba que en un plano de profundidad sin exigirse se esboza. Mejor dicho, Galeb se hizo dueño del momento, comprendió la dificultad de Mahomed, lo escondió en su casa, lo sacó al campo, lo rodó por algunos departamentos, hasta que Mahomed pudo salir unos días a Florencia y remansarse con la nitidez de cristales y nubes.

Pero ahí era donde Galeb echaba a andar los cordones de su laberinto. Mahomed pensaba que esa acción de salvamento lo uniría enojosamente a Galeb, que éste estaría más desenvuelto cuando lo tratase de nuevo. Más confianza, más frecuencia en el trato y cierto airecillo de protectorado. Se sentía inquieto al pensar a su manera en el curso que tomaría su relación con Galeb. Pero Mahomed era demasiado elemental para tropezar regido por el acaso con la complicación de Galeb. Este lo desconcertó por entero, después del exquisito cuidado con que lo había tratado, se ausentó sin tregua, como queriéndole demostrar la gratuidad de su conducta, que aquella acción no tendría consecuencias en su trato para el futuro.

La enigmática ausencia de Galeb preocupó de tal manera a Mahomed, que, desconcertado, se lanzó a buscarlo. Pensó que Galeb lo rehusaba, dada su situación peligrosa, aunque ese pensamiento le costaba trabajo mantenerlo dado el recuerdo de la fineza con que lo había tratado Galeb. En realidad lo que salvaba a Galeb era la pequeñez del móvil que siempre se le señala a los demás en su conducta. Por un complejo de inferioridad, que debe remontar a la caída, en nuestro trato con los demás suponemos siempre pequeñeces, miserias, traiciones, y ante la constancia de esas suposiciones, Galeb mostraba una indiferencia que desconcertaba o una ausencia indescifrable. Eso le rendía la partida. Días más tarde, Mahomed había caído en sus trampas, la oscura indiferencia de Galeb había engendrado una búsqueda desatada, de una valoración de las miserias de Galeb había pasado, casi sin advertirlo, a considerarlo un amigo noble, despreocupado y generoso. Pero la situación de peligro existía siempre entre los dos, pues Mahomed era tan fuerte y elemental, como Cidi Galeb podía ser astuto e indiferentemente laberíntico.

Al fin, Galeb vio la llegada del esperado, Fronesis entró al café de la esquina de su casa. Se dirigió a la pareja sin ninguna sorpresa, mostraba más bien la alegría de quién los esperaba. Galeb hizo la presentación de Mahomed, subrayando su diferencia de lo que era frecuente asistencia a la casa de Champollion. Por ese saber por mirazón, de que hablaba Berceo, Fronesis sintió de inmediato que Mahomed era sano y fuerte, tenaz y amistoso, con muy pocos puntos relacionables con Galeb ¿por qué eran los dos amigos? Era también una amistad laberíntica que alguien laboriosamente había encordelado, pero también pudo precisar que todos los cordeles estaban en las manos de Galeb. Más valiosa fue su intuición de que Mahomed podía zafarse elásticamente de esos cordeles.

—Sin embargo, a usted lo conocí en casa de Champollion —le contestó a la presentación—. No creo que desde ahora en adelante tenga que dividir a mis amigos en dos clases: los conocidos en la casa y los conocidos fuera de la casa de Champollion —Fronesis se aventuró un poco más al decir—: No creo que tenga que distinguir entre ustedes dos, cualquiera que sea el sitio donde los conocí.

Mahomed comprendió la alusión irónica de Fronesis, lo miró con sus ojos grandes donde habían caído las palabras oídas como dos gotas de tinta. Se sonrió al mismo tiempo que los ojos se le ennegrecieron. Con esa oscuridad de sus ojos, pareció decir: distinga, distinga, es mejor para los tres.

—Es un error mío el aludir al sitio, hay una pequeña diferencia en las personas que presenta Champollion y en las que yo presento. Champollion tiene un apartamento de pintor, presenta artistas. Yo presento en la calle, regido por la casualidad y no sé si tendrá algún destino, alguna finalidad, el haberlos presentado, ni sé si luirán buenas migas.

—Pues entonces —terció Mahomed—, déjanos eso a nosotros, ya nos encargaremos de las migas y de los migajones. La única diferencia tal vez es que en casa de Champollion, usted hablaba de El Aduanero, conmigo tendrá que hablar de Cuba, pues más que de pintura, me gusta hablar de lo que se puede pintar: monstruos, hojas grandes como hamacas, unicornios, el color de la tierra.

De pronto se oyó un estampido que estremeció el barrio de Fronesis. Había estallado una bomba muy cerca del café donde estaban reunidos. Se volcaron las mesas, rodaron las botellas, enseñando su cuello sangrando por el improvisado tajo. Abollado el disco, mezclaba fragmentos del boogi con la carraspera de la peladura en la pasta mordisqueada. El café se hundió en la oscuridad que sigue a una gran fulguración. Llegaron unos centuriones rollizos, de baja estatura, armados de ametralladora. Apostados en la puerta de salida, iban identificando a los parroquianos, separaban a los sospechosos para registrarlos con más detenimiento. Paseaban sus linternas por las paredes y por las mesas vacías. Fronesis precisó la desaparición de Cidi Galeb y de Mahomed. Siguió la proyección de una de aquellas linternas. Las flores del pequeño búcaro de las mesas crecían en el vuelco de las aguas. Las hojas se agrandaban hasta tomar el tamaño de la bandeja con la ensalada. La claridad del estallido llegaba hasta los pescados, con un ramo de perejil en su hociquillo como queriendo regarle una luz momentánea a su ceguera subterránea. En el suelo se veía a una obesa cuarentona, con el color de una mujer tejana, enfundada en un uniforme caqui.

Lloraba como un manatí y enseñaba unas tetas grandes como jarras de cerveza.

—Yo quiero detenerme —se oía de nuevo la conversación de Fronesis sobre El Aduanero, mirado fijamente por Champollion— en lo que algunos consideran, y yo entre ellos, su obra total. El Octroi de Plaisance, por una especial ventura podemos partir de una fotografía del octroi, de la puerta de entrada de aquel barrio en los alrededores parisinos. En el cuadro de El Aduanero sólo han pasado de la realidad de la fotografía los faroles de las dos verjas de hierro. Lo primero que ha hecho es suprimir todos los elementos de la realidad, para dejar el símbolo divisorio, las dos puertas de hierro, los faroles que vencen un fragmento de la noche. El Aduanero ha comenzado a poblar aquel barrio, que era el barrio de su vida en la costumbre y en el misterio. Los árboles muestran una total minucia, no una curiosidad que se detiene en el relato de cada hoja. Hay un hombrecito en la puerta, que debe ser el propio Rousseau, que vigila con ordenancista serenidad graciosa el reposo del barrio. Pero otro hombrecito, incomprensiblemente en la esquina de la azotea en la caseta de los vigilantes, se enfrenta con todo el pecho de la noche. Dos chimeneas, como dos grandes dólmenes, a las cuales se acerca el sabio juglar del violín, para levantar el inmenso coro de la alegría del trabajo compartido. Pero más lejos aún, la casa de piedras blancas que va trepando la colina, acorralada por el bosque, que ha crecido inmensamente en una masa nivelada de hierbas y de troncos en marea. Allí, suponemos, en esa casa de piedras blancas, debe estar ahora el hombrecito, el hombrecito hechizado, tocando su violín.