7

Digo: es ésta, la historia, pero no estoy seguro. Ni de que sea la historia ni de que esto represente una. He querido contar dos años de mi vida, hablar de Kotelnich, mi abuelo, la lengua rusa y Sophie, con la esperanza de capturar algo que se me escapa y me mina. Pero se me sigue escapando y minando.

Al regreso de nuestro viaje de diciembre, Camille y yo reanudamos el montaje de la película. Ya era una película y no un caos de instantes dispersos. En gran parte yo no había asimilado lo ocurrido durante aquella semana —porque estaba borrachísimo, porque todo iba muy deprisa—, pero de esta experiencia breve e intensa quedaban las imágenes que había filmado Philippe y que se organizaron de forma natural en un relato. La película se convirtió en el relato del duelo de Ania, de nuestras estancias sucesivas en Kotelnich y de todo lo que nos sucedió allí sin que pudiéramos preverlo. Sólo faltaba lo que yo había querido poner en ello antes de partir.

Una mañana, cuando estábamos en el comienzo del trabajo, Camille, a quien yo nunca le había hablado de mi nana, llegó a la sala de montaje y me dijo: he tenido un sueño. ¿Sabes lo que he soñado? Que terminabas la película cantando una canción en ruso.

Me reí, aquello me pareció absurdo. Pero tres meses después estaba grabando en un estudio una docena de frases que evocaban con brevedad y precisión el destino de mi abuelo, y a continuación canté la nana. Para él, para Ania y su hijo, para mi madre y para mí. Era el final de la película y en aquel momento fue como una victoria. Se había dicho algo que nunca se había dicho en público. Se había nombrado a aquel hombre, se le había llorado y, si no enterrado, al menos se le había declarado muerto. Una vez cumplido el exorcismo, yo podía empezar a vivir.

Invité a mis padres a la primera proyección. Me senté justo detrás de ellos. Mi madre no es una mujer que muestre sus emociones pero, mientras desfilaba la ficha técnica del fin, se dio media vuelta, me incliné hacia ella, me agarró del brazo y me murmuró: he entendido, he entendido que lo habías hecho para mí. Cuando las luces volvieron a encenderse, no había ya rastro de las lágrimas que yo había visto brillar en la penumbra. Ella se había repuesto y se marchó muy deprisa con mi padre.

Después, nada más.

Desde la época de mi cuento y de nuestro fracaso, había vuelto a ver a Sophie, a veces como amante ferviente, a veces como comentador inquieto de nuestras relaciones. Yo daba largas, como de costumbre. Ella vivía sola desde nuestra separación, pero yo sabía que Arnaud la seguía esperando, es decir, aguardaba a que ella hubiese roto de verdad conmigo. Yo sabía también que ella me seguía queriendo, que yo la quería también, pero no me decidía a proponerle que reanudásemos nuestra vida en común.

Desconfiaba de mí mismo, temía asumir compromisos que no cumpliría y hacerla infeliz, al obligarla a sacrificar un amor más seguro y más directo que el mío. Sophie sufría cruelmente de aquella vacilación que se prolongaba desde hacía meses entre dos hombres, el que esperaba con paciencia incansable y el que la forzaba a tener paciencia repitiendo sin tampoco cansarse que más valía que no se fiase de él.

Sin embargo, yo quería ser otro hombre. Distinto del anterior. Había terminado la película con un gesto que juzgué decisivo, liberador, y me creí capaz de un gesto de similar alcance en el terreno del amor. Compré un anillo, un anillo antiguo y muy hermoso que, durante una cita anunciada por mí con un poco de misterio, deslicé en el dedo de Sophie después de que ella hubiera cerrado los ojos. Fue enfático, y el énfasis me gustó. Ya no me escabullía, le pedí que fuera mi mujer. Esperaba que ella se deshiciera en lágrimas, y fue lo que hizo. Pero no se abandonó del todo. Yo le intuía una reticencia, y no sabía si el anillo sólo le gustaba a medias o si sólo a medias creía en mi proposición súbita. Le había dicho suficientes veces que la sinceridad y la verdad son dos cosas distintas, en especial en mi caso: difícilmente podía yo reprocharle que no depusiera de golpe todas sus defensas.

Cuando lo pienso, me digo que fue una idea extraña la de llevarla aquella noche, la noche de nuestro compromiso, a ver el estreno de una adaptación teatral de mi relato El adversario. Esto debía halagarme, pero para proclamar la autenticidad de mis sentimientos habría podido elegir algo mejor. Durante todo el espectáculo tuve la mano de Sophie en la mía. Sentía el contacto del anillo contra mis dedos. Nos acercábamos al final en que Jean-Claude Romand hacía un regalo a su amante, unos días antes de tratar de asesinarla. El regalo era un anillo que yo había descrito en el libro y que el actor describió en escena: un anillo de oro blanco con una esmeralda engastada de pequeños diamantes.

Sophie se miró la mano.

Yo también la miré.

El anillo que tenía en el dedo era exactamente igual.

Le había regalado el anillo de Jean-Claude Romand.

Siempre me preguntaré qué me impulsó a escogerlo. Por supuesto, no pensé en ello, no tenía en la cabeza aquel detalle del libro, pero, como me dijo Sophie después del espectáculo que los dos aguantamos hasta el final, helados: el inconsciente existe. ¿Cómo sostener lo contrario? ¿Cómo decir más claramente, al regalarle el anillo: te pido que me creas, pero no me creas, miento?

Me lo devolvió. Y aquella noche, aunque más adelante hubo otros titubeos, otros aplazamientos que no referiré, supe que había perdido a Sophie y que la había perdido sin querer, pero era aún peor que obrando adrede, era lo más rotundo y quirúrgico que podía hacer.

Poco después se fue a vivir con Arnaud.

Al año siguiente tuvieron un hijo.

Sophie nunca pudo leer mi cuento, que hasta el final habrá sido papel mojado.

En otoño volví a Viatka para mostrar la película a los que, desaparecida Ania, constituían los únicos protagonistas. El proyecto anterior de organizar una gran proyección festiva para todos los habitantes de Kotelnich no era ya oportuno: ya no aparecían en la película, lo que contaba no les concernía. Sólo les concernía ahora a Galina Serguéievna y Sasha Kamorkin. Yo temía sus reacciones. La de Galina no me sorprendió: lloró cuando su hija aparecía en la pantalla de televisión, gritó a voz en cuello cuando se vio a sí misma en su turbación, su furia, su embriaguez. Me insultó y me bendijo, y finalmente primó la bendición. Con Sasha fue distinto. Estaba sobrio, sumamente atento. Yo le traducía como podía, según iban saliendo, las partes de diálogo y los comentarios en francés, y en varias ocasiones interrumpió el visionado para que le repitiera algo, para cerciorarse de que había comprendido. Al final me dijo: está bien. Y lo que sobre todo me parece bien es que hablas de tu abuelo, de tu historia personal. No sólo viniste a contar nuestra desdicha, sino que has aportado la tuya. Eso me gusta.

Desde entonces he hablado con él algunas veces por teléfono. Casi siempre estaba borracho, de un humor sentimental y desesperado. Lleva una vida miserable en Kotelnich. Su hija y su ex mujer se marcharon a vivir en San Petersburgo. Él está solo con su pesadumbre, sus cintas de canciones francesas y sus preguntas sin respuesta sobre el pasado de Ania, que no ha renunciado a creer misterioso. Ahora trabaja de auxiliar de juzgado, un puesto subalterno, y aunque no lo diga adivino que la gente con la que trata conserva de la época de su poder recuerdos lo bastante aciagos para no desaprovechar nunca la ocasión, ahora que está caído, de darle un puntapié. Aún no ha cumplido cuarenta años pero, cada vez que bebe, habla de las cosas que le gustaría hacer antes de morir: ver París, abrazarnos una última vez a Philippe y a mí.

Unos días antes de cumplir cuarenta y seis años, conocí a otra mujer. Si escribiese una novela, me las habría apañado, a fin de rizar el rizo, para que esta mujer nueva fuese un avatar verosímil de la señora Fujimori, el pecio intrigante rescatado del sueño con el que todo empezó, tres años antes. Pero no escribo una novela y en la realidad esta mujer se llama Hélène.

También nosotros acabamos de tener un hijo. Una niña. Se llama Jeanne.

El miércoles 19 de abril de 2006, François, el hijo mayor de mi tío Nicolas, se suicidó. Yo le conocía poco, no nos habíamos visto desde hacía por lo menos quince años, y el sentimiento que experimenté entonces, muy profundo y violento, no fue tanto empatia por el sufrimiento intolerable que le impulsó a arrojarse por la ventana de su apartamento, en el piso decimotercero, como piedad por el dolor intolerable que Nicolas afronta y va a afrontar hasta el final de su vida. Le llamé por teléfono al día siguiente. En su voz temblorosa, entrecortada por sollozos, había algo muy distinto de la pena: pavor. Me acuerdo de sus palabras: es la maldición de la familia. Hélène y yo no deberíamos haber tenido hijos. Ella ha tenido tres infelices, y yo he tenido dos. Desde hace años, temía que uno de vosotros cinco se suicidase. Pensé que serías tú, y ha sido François…

Dijo lo mismo a mi madre, casi textualmente, y ella se moviliza con todas sus fuerzas contra la visión trágica, fatídica, a la que la empuja el dolor excesivo. Dice que su padre no se suicidó, no era un suicida. El suicidio de François es una gran desgracia pero no tiene nada que ver con su abuelo, para aclarar su sentido no es necesario remontarse a él. Sin duda mi madre tiene razón, y al repetir esto parece que ella, tan supersticiosa, se defiende del pensamiento mágico. No creo, sin embargo, que se trate tanto de un pensamiento mágico como de una historia y una trayectoria oscura en el inconsciente de dos generaciones. Somos infelices los cinco, actualmente los cuatro, y estamos llenos de miedo y vergüenza, torturados por un fantasma. La sombra de nuestro abuelo pesa sobre nosotros y no puedo por menos de pensar, como Nicolas, al contrario de mi madre, o más bien al contrario de lo que ella quisiera pensar, que cuando mi primo se suicidó se desplegó aquella sombra.

Mamá:

Te escribo esta carta desde Kotelnich, adonde he vuelto para encontrar el punto final de este libro. Pasé el día de ayer bebiendo con Sasha, bebiendo de mediodía a medianoche. Sasha está cada vez peor, pero ha encontrado otra mujer, bonita, dulce, fina, un ángel que le acuesta todas las noches mortalmente borracho, con una ebriedad malévola. La llama puta mientras ella le desata con ternura los zapatos antes de meterle en la cama. Me figuro que no te interesa mucho lo que ha sido de Sasha, pero él, imagínate, se interesa mucho por ti. Te ha visto en la televisión rusa, te admira, le gustaría conversar contigo sobre la suerte de su país. Quiere que le dé tu número de teléfono, como en otro tiempo el de Juliette Binoche o el de Sophie Marceau, y he prometido dárselo, pero tranquilízate, la promesa fue rápidamente olvidada en los remolinos de la melopea.

Me he despertado hacia las dos de la tarde, en mi habitación del Hotel Viatka. Nieva. Estoy sentado a la mesa delante de la ventana. Esta noche tomaré el tren a Moscú. Sé que es la última vez, que nunca volveré a Kotelnich.

En lo más profundo de la depresión en que este libro me ha sumido, había pensado terminarlo con el suicidio de François y decir que el fantasma de tu padre había ganado. Que también había podido conmigo. No oía su voz, que no he conocido, sino la voz escrita que brota de sus cartas, y esta voz me decía: lo creíste. Creíste que el amor de Sophie, la lengua rusa, la investigación sobre mi vida y mi muerte iban a liberarte, a permitirte saldar un pasado que no es el tuyo y que se repite en ti tanto más implacablemente cuanto que no te pertenece. Pero el amor te mintió, sigues sin hablar ruso y lo que había en mí de destruido continúa destruyendo, matando a mis nietos uno tras otro. No hace falta tirarse por la ventana para morir, otros como tú mueren bien vivos. No hay liberación para ti. Vayas donde vayas, hagas lo que hagas, el horror y la locura te esperan. Gesticula cuanto quieras, mi pequeño halcón, porque no escaparás. Ve a filmar trenes en Kotelnich, cree que escribes este libro para acabar con todo esto y dedicarte a otra cosa, para vivir por fin. Créelo, gesticula. Tu madre y yo siempre estaremos aquí para aplastarte con nuestra desgracia.

Escribí algo así antes de regresar a Kotelnich, y sabía ya que no podía ser la última palabra del libro. Que no es la verdad, o al menos no toda la verdad. Que hay algo más. Ese algo más son Hélène y Jeanne, por supuesto, son Gabriel y Jean-Baptiste, pero no soy capaz de escribir sobre ellos. No tengo palabras para expresar la alegría de pasar horas jugando con un bebé de cinco meses, de acercar mi cara a la suya, una, dos, diez veces, de hacerla reír. Puede que esta pauta cambie algún día, no lo sé, pero las palabras de que dispongo sólo sirven para expresar la desdicha.

Han servido una vez más. No me lancé por la ventana. Escribí este libro. Aunque te haga daño, admitirás que es mejor.

Ya ves, hay una cosa que me pregunto a menudo. Tus jornadas son interminables, de las siete de la mañana a medianoche: citas, conferencias, viajes, libros que escribir y leer, nietos para los que no sé cómo encuentras el tiempo de ocuparte con amor, la Academia, recepciones, estrenos, cenas mundanas, y en esta agenda sobrecargada ni un solo intersticio, ni un momento de soledad y retiro. Tienes la cabeza ocupada sin cesar y yo me digo que si hiciera la cuarta parte de lo que haces tú caería derrengado al cabo de una semana. Pero por la noche, cuando vuelves a casa y te acuestas, entre el momento en que apagas la luz y el instante en que te duermes, ¿en qué piensas? Un poco en el torbellino del día, sin duda, en la jornada del día siguiente, en lo que tienes que hacer, decir y escribir, pero no creo que sólo pienses en esto. ¿En qué, entonces? ¿En tu padre, cuyas cartas relees a veces, y con el que a veces sueñas que vuelve? ¿En tu hijo, al que tanto quisiste, que tanto te quiso, y del que hoy estás tan alejada? ¿En la niña que fuiste, la pequeña Poussy, en el recorrido triunfal y tan difícil de tu vida? ¿En lo que has logrado, en lo que no has conseguido?

Quizá me equivoco, pero creo, mamá, que sufres en esos raros momentos en que estás a solas contigo misma. Y en cierto modo, ¿sabes?, eso me tranquiliza.

Es de lo que quería hablarte en esta carta, de nuestro sufrimiento. Anochece, los transeúntes empiezan a escasear debajo de mi ventana, la tienda de comestibles de enfrente va a cerrar y apagar las luces, pero yo tengo todavía una hora por delante. Lo que creo es que debiste de enfrentarte muy temprano a un sufrimiento espantoso y cuyo origen no era sólo la trágica desaparición de tu padre, sino todo lo que él era: su tormento, su negrura, su horror a la vida, de la que te hizo su confidente. El hombre al que más amabas en el mundo se consideraba algo podrido sin remedio: algo que yo también pienso por mi cuenta. Tuviste que cargar con ello. Y, también muy temprano, optaste por negar el sufrimiento. No sólo por ocultarlo y aplicar lo que tú misma dices que es la máxima de tu vida, never complain, never explain: no, por negarlo. Por decidir que no debía existir. Fue una elección heroica. Creo que fuiste heroica. Desde la chica pobre y radiante de la que tanto me gusta contemplar las fotos hasta la apoteosis social de estos últimos años, has seguido tu camino sin desviarte nunca, con una determinación y una valentía que me dejan atónito, pero en este camino por fuerza has sufrido muchos daños. Te prohibiste sufrir pero también prohibiste que se sufriera a tu alrededor. Ahora bien, tu padre sufrió, como condenado que era, y el silencio sobre este dolor, más aún que su desaparición, lo convirtió en un fantasma que atormenta la vida de todos nosotros. Tu hermano, Nicolas, sufre. Mi padre, tu marido, sufre. Yo sufro y también mis hermanas, aunque no me arrogue aquí el derecho de hablar en su nombre. Tú no nos negaste, no, tú nos amaste, hiciste todo lo que estuvo en tu mano para protegernos, pero nos negaste el derecho de sufrir y nuestro sufrimiento te rodea hasta el punto de que era necesario que alguien lo asumiese un día y le diera voz.

Estabas orgullosa de que yo fuera escritor. A tu juicio, no hay nada mejor. Fuiste tú la que me enseñó a leer y me inculcó el amor a los libros. Pero no te gustó la clase de escritor en que me he convertido, el tipo de libros que he escrito. Habrías querido que fuera un escritor como, no sé, Erik Orsenna: un hombre feliz o que, en todo caso, lo parece. A mí también me habría gustado. No he podido elegir. Recibí como legado el horror, la locura y la prohibición de expresarlos. Pero los he expresado. Es una victoria.

Escribo estas últimas páginas y te imagino leyéndolas dentro de unos meses, cuando salga este libro. Sé que lo que antecede te ha hecho sufrir, pero creo que sufriste aún más durante todos aquellos años en que sabías, aunque yo nunca te lo hubiera dicho, que yo estaba escribiéndolo. No nos hablábamos, o muy poco. Tenías miedo y yo también. Ahora ya está hecho.

Quisiera contarte un recuerdo de infancia. Era en la piscina, al sol, en vacaciones. Tendría unos cinco o seis años y aprendía a nadar. El monitor me sostenía a flote mientras me hacía atravesar la piscina. Tú estabas sentada en el otro extremo, en los escalones, con los pies en el agua, y no me perdías de vista mientras yo recibía la clase. Llevabas un bañador de una pieza, de rayas blancas y negras. Eras joven, eras hermosa, me sonreías y yo te amaba como desde entonces no he podido amar a ninguna mujer, ninguna ha reunido los requisitos necesarios, excepto, ahora, mi hija. Atravesar la piscina quería decir ir hacia ti. Me mirabas acercarme y yo, con la barbilla fuera del agua, la mano del monitor debajo de mi vientre, te miraba mirarme y estaba increíblemente orgulloso de aproximarme a ti nadando, de que tú me mirases mientras nadaba.

Es extraño, pero algunas veces, al escribir este libro, recobré aquella sensación inolvidable: la de nadar hacia ti, atravesar la piscina para ir a tu encuentro.

Es hora de partir. Voy a cerrar este cuaderno, apagar la luz, devolver la llave de la habitación. La recepcionista, que ayer, cuando llegué, me recibió como a un viejo conocido, seguramente me dirá, riéndose: da skórava, hasta pronto, y yo responderé da skórava, pero será mentira. Recorreré por última vez hasta la estación las calles nevadas de Kotelnich. Aguardaré en el frío la llegada del tren. Mañana por la mañana estaré en Moscú, pasado mañana llegaré a París y me reuniré con Hélène, Jeanne, mis hijos. Seguiré viviendo y luchando. El libro ya está terminado. Acéptalo. Es para ti.

Fin