6

Es Sasha Kamorkin el que informa a Sasha, nuestro intérprete, y Sasha, a su vez, se lo comunica a Philippe, que me ha llamado. Ania había muerto, asesinada con el pequeño Lev. Philippe no sabía por quién, por qué, cómo. Sabía solamente que había ocurrido una semana antes, el 23 de octubre de 2002, y que al día siguiente tuvo lugar la celebración, muy importante para los rusos, del noveno día de duelo. Desde Moscú, donde vivía, podía tomar nuestro tren nocturno habitual y llegar a tiempo. Le he dicho que sí, que estaría bien asistir.

Aquel otoño yo había comenzado el montaje de la película. Me había decidido a hacerlo, a falta de otro proyecto, para combatir la angustia que no me abandonaba desde la partida de Sophie. No esperaba gran cosa de aquel trabajo, pero a fin de cuentas era un trabajo, un motivo para levantarme, ir a alguna parte, encontrarme con alguien. Llegaba por la mañana, ocupaba mi sitio al lado de Camille, la montadora, delante de la pantalla del ordenador, y veíamos, una cinta tras otra, todo lo que Philippe había filmado el mes de junio en Kotelnich. Yo había llevado los cuadernos donde escribía mi diario mientras él rodaba. Lo leía en voz alta, de tal modo que a las imágenes se superponían mis impresiones de entonces, y luego a estas impresiones y estas imágenes los comentarios que yo hacía en la sala, porque había que explicar a Camille quién era quién, lo que había ocurrido antes y después de cada secuencia, todo lo que era evidente para nosotros allí y que ni los rushes ni mi diario bastaban para aclarar. Me complacía hacer el comentario porque a Camille le apasionaba y día tras día yo veía que Kotelnich le resultaba cada vez más conocido, como si ella también hubiera estado. Se orientaba en las calles, prefería el Troika al Zodiac, esperaba ver a tal personaje que en la fiesta de la ciudad le había agradado. Sin anticipar su forma ni su contenido, ella no dudaba de que al final habría una película. Yo apenas lo creía. No alcanzaba a ver cómo, de aquellas imágenes quizá suficientes para montar un documental sobre la vida cotidiana en una pequeña ciudad rusa, podría salir algo que diese forma a lo que me obsesionaba: algo que sirviera de lápida sepulcral a mi abuelo, para que al llegar yo a la edad de su muerte me haya liberado de su fantasma y pueda vivir por fin.

Si Ania hubiera muerto en un accidente de coche, me habría entristecido, por supuesto: la apreciaba. De todas las personas que tratamos en Kotelnich, fue a ella y a Sasha a las que más aprecié, al principio porque me parecían misteriosos e, incluso cuando el misterio quedó desvelado, porque seguían siendo más complicados, más solitarios y más patéticos que los demás. Su muerte violenta, que adivino atroz, me llena no de tristeza sino de horror. Y el meollo de este horror es la manera en que, por segunda vez, la realidad responde a mis expectativas. Imaginé aquella primavera una trama amorosa que debía cobrar cuerpo en la realidad y esta la desbarató, me ofreció otra que devasto mi amor. En Kotelnich me pasé el tiempo formulando votos para que al final ocurriese algo y he aquí que ocurrió, y lo ocurrido fue esto: este horror.

También es horrible que la muerte de Ania y de su hijo haga posible la película. Ahora ya narra algo. Vamos a volver a Kotelnich para el día cuarenta, que es la etapa más importante del duelo, el momento en que el alma de los difuntos abandona para siempre la tierra y sube al cielo. Me figuro que entonces no podremos filmar a Sasha y a la familia: no querrán, no osaremos. Pero filmaremos la ciudad en invierno, la nieve, los árboles pelados, el jardín cerca de la estación donde Ania y yo le cantamos nuestras nanas al pequeño Lev. Estas imágenes, sobre las cuales contaré lo ocurrido, rubricarán la película.

Tomamos en Moscú nuestro tren de costumbre, pero en vez de apearnos en Kotelnich continuamos hasta Viatka, donde reside la madre de Ania. Como no tiene teléfono es imposible anunciarle nuestra visita. Desde el centro, donde está nuestro hotel, hacemos un largo trayecto en taxi hasta una lejana periferia donde las hileras de inmuebles breznevianos alternan con casuchas de madera medio sepultadas por la nieve. Tardamos todavía un poco en encontrar la entrada exterior, el rellano, la puerta acolchada con falso cuero desgarrado. Llamamos una y otra vez en vano. Optamos por esperar. El termómetro señala veinticinco grados bajo cero fuera y apenas hace más calor en el rellano de pintura verdosa, iluminado por una bombilla desnuda, chisporroteante, de voltaje muy bajo. Nuestra cara también es verdosa bajo nuestras capuchas, de la boca nos salen nubes de vaho. En el edificio se oyen flujos repentinos de las canalizaciones, palabras lejanas. Sasha tuerce el gesto. Está resentido de antemano con Philippe y conmigo. Ha aceptado acompañarnos en este tercer viaje, pero a regañadientes: preferiría que todo transcurriese entre rusos, sin observadores extranjeros. Incluso antes del drama, durante nuestra estancia anterior, a menudo me dio a entender que me entrometía en lo que no era asunto mío. Cuando le pedía que me tradujese una reticencia, se encogía de hombros: al fin y al cabo, yo no podía comprenderla. Suspira repetidas veces, dice que la anciana no vendrá, que más vale regresar al hotel, pero al cabo de dos horas de pisotear el suelo para calentarnos los pies las puertas del ascensor se abren con un silbido y la madre aparece. Es una mujer muy pequeña, de cara arrugada y envuelta en una pesada pelliza. Se asusta al vernos a los tres en el rellano: tres extraños delante de su puerta, tres posibles enemigos. Luego reconoce a Philippe y su rostro se ilumina, le besa, extasiada. El nos presenta y ella me besa a mí también: Ania le habló mucho de nosotros. Le dijo que yo era el nieto del último gobernador de Viatka y ella está emocionada, pero también avergonzada, de acoger a un personaje tan notable en su sórdido alojamiento. Discúlpeme, repite, discúlpeme, por favor, por mi pobreza. Soy una mujer mísera, me avergüenzo de mí, de mi casa. Al apartarse para que pasemos, nos hace una señal de que no hagamos ruido: los vecinos no deben enterarse de que estamos aquí. Tiene miedo de ellos, miedo de todo el mundo, y los vecinos, además, no saben nada: nada de la muerte de su hija y de su nieto, nada de sus relaciones con franceses. Ella no ha dicho nada, sólo los parientes próximos están al corriente, prefiere no decir nada a nadie, como si esta tragedia fuera humillante, como si su hija hubiera matado a alguien en vez de haber sido asesinada, o como si fuese demasiado pobre para permitirse tener una hija asesinada. Nos hace sentarnos alrededor de la mesa en la habitación única de la vivienda, pero sin ruido, como clandestinamente. Dice que va a preparar té, pero trae de la cocina una botella de vodka con un salchichón y nos llena hasta el borde unos vasos grandes. Al ver que poso el mío después de un sorbo, frunce el ceño y con un gesto imperioso me ordena que me lo beba de un trago. No tengo más remedio que obedecer, ella vuelve a servirme y comprendo que ya está borracha y que habrá que imitarla. No entiendo la mitad de lo que dice, de tan rápido que habla, con una brusquedad extrema, y Sasha, que se ha puesto cómodo en una butaca y parece decidido a emborracharse, sólo me traduce lo que juzga oportuno, y lo hace con suma negligencia. Philippe, por su parte, ha sacado la cámara de la bolsa y empieza a filmar nuestra conversación sin que la mujer proteste, salvo de una forma simbólica, y como si fuera un juego entre ellos dos. ¡Philippe! ¡No me filmes! Soy fea, soy vieja, mi casa es espantosa… Pone en regañarle una ternura que me conmueve. No olvida que él la visitó el noveno día, que estuvo a su lado delante de la tumba, que aquel día nos representó a nosotros, los franceses a los que quería su hija. Hablaba todo el rato de vosotros, nos dice, todo el rato. Decía que vuestra llegada a Kotelnich fue como un cuento de hadas, un cuento de Navidad. Os quería tanto, y le disgustó tanto decepcionaros…

¿Decepcionarnos? Nunca nos decepcionó, ¿de qué habla usted?

Que sí, que tú ya lo sabes, haces como que lo has olvidado porque eres amable, Emmanuel, porque eres un santo, porque eres el nieto del antiguo gobernador, pero os decepcionó. Me lo dijo ella, cuando fuisteis a la cárcel para niños, no comprendió lo que pasó pero no debió de traducir bien, mi hijita, porque después tú estabas descontento, notó claramente que lo estabas y ella se sentía tan disgustada por no haber trabajado bien…

Me siento consternado al escucharla. Recuerdo perfectamente aquella visita a la colonia penitenciaria en la que Ania pagó el pato de mi malhumor. Yo me decía que no era nada grave y, de creer a su madre, aquel momentito de fricción y malentendido ensombreció su vida, hasta su muerte no dejó de machacarla y preguntarse qué habría hecho para caer en desgracia.

Y además estaba avergonzada, insiste Galina Serguéievna. Vivía gracias a vuestra presencia, respiraba por vuestra presencia, ¿comprendes, Emmanuel?, y tenía vergüenza por los doscientos dólares que le pagasteis, porque para ella era como si los hubiese robado. Ya teníais un intérprete, y entonces, ¿para qué contratarla a ella? ¿Para qué?

No, eso no es así, le corrige Sasha, a quien agradezco que esgrima la versión oficial. Yo estaba ocupado con otras cosas, con unas gestiones en la ciudad, y Ania resultaba imprescindible. Nadie robó nada, que no te apene eso…

¿Y cómo quieres que no me apene? Ella le daba vueltas continuamente. Pensaba que tú la aborrecías, Sashulia, porque intentaba robarte el empleo. Pensaba que la tomabais por una intrigante, por una chica que se cuela y que trata de robar los empleos ajenos y que se hace pagar dinero por nada… ¿Sabéis lo que compró con los doscientos dólares? Se compró unos vaqueros y productos de belleza. Y también mascarillas, mascarillas de papel…

¿Mascarillas de papel? ¿Para qué?

Para mí, para que yo me las pusiera cuando me traía a Lióvochka para que se lo cuidara… Porque trabajo en correos y veo a mucha gente desde la ventanilla, y Aniútochka tenía miedo de los microbios y quería que me pusiera una mascarilla para cuidar a Lióvochka…

Registra en un cajón y saca de él mascarillas como las que se usan en los quirófanos. Torpemente encaja la tira elástica detrás de la cabeza, se la calza en el pelo al rape y gris como el hierro, se baja la mascarilla sobre la cara y, de repente, con la ayuda del alcohol que no ha dejado de circular, surge una visión de pesadilla, esta mujercita borracha y desesperada, que se agita en medio de su cuchitril siniestro con una mascarilla blanca de hospital y que grita y que rompe a llorar: Así veía a su abuela, Lióvochka, siempre así, con una mascarilla, no estaba autorizada a sonreírle, a besarle, porque siempre tenía que esconder la boca por culpa de los microbios que podía pillar en correos… La reñí por aquellas compras estúpidas. La reprendí una y otra vez, la reñía a todas horas, a mi pobre hijita. Le dije lo que debería haber comprado con doscientos dólares. ¿Sabes lo que debería haber comprado? Una puerta. Una puerta nueva. Es lo que debería haber hecho, comprar una puerta nueva para su apartamento. Porque la puerta de su casa es como de cartón. ¡En la planta baja, en Kotelnich, esa ciudad de enfermos! Se lo repetía sin parar: Sasha, hay que cambiar esa puerta, es peligroso, es de cartón, y él decía que iba a hacerlo, ¡qué va! Nunca tenía tiempo. Siempre estaba en el trabajo, según él, pero yo sé la verdad, sé que estaba de galanteo con sus amantes… Yo se lo había dicho a mi hijita, no vayas con él, no mira a la cara, tiene la mirada esquiva, le da lo mismo todo, y era cierto, le daba igual que su chica y su hijo vivieran en un piso con una puerta de cartón en una ciudad que está llena de locos… ¡El asesino sólo tuvo que dar una patada para entrar en el piso y coger un hacha, y los despedazó a los dos con el hacha!

Despedazar con un hacha se dice en ruso toporom stukat’ Yo no lo sabía, Sasha me lo tradujo bajando la cabeza con aire abrumado. Lo que decía Galina Serguéievna de las circunstancias del asesinato era confuso, punteado de gemidos de rabia y de impotencia, pero con ayuda de lo que me contó Sasha Kamorkin tres días después, pude reconstruir lo siguiente: la tarde del 23 de octubre, Sasha, en su despacho, recibió una llamada telefónica de Ania, aterrorizada. Estaba sola en casa con el pequeño Lev cuando un desconocido llamó a la puerta. Ella se negó a abrirle y él empezó a dar patadas contra la puerta para romperla. Sasha, sin perder la sangre fría, le dijo a su mujer que se ocupara del intruso, que le hablara: él llegaría al instante. Recorrió el trayecto en cinco minutos, pero cuando cruzó el umbral, acompañado por dos colegas, era demasiado tarde: Ania había sido estrangulada con el cable del teléfono y después ella y el bebé habían sido despedazados con el hacha que dejaban en la entrada para las partidas de leña. La sangre, los sesos, las entrañas habían salpicado toda la habitación. Mientras Sasha se derrumbaba aullando delante de los cadáveres, sus colegas se lanzaron en persecución del homicida. Había chapoteado en la sangre, dejado huellas por todas partes, tampoco hicieron falta más de cinco minutos para hacerle salir del sótano donde se había refugiado.

Era un individuo conocido en la ciudad, padre de dos niños, que trabajaba de calefactor en la panadería industrial y no tenía antecedentes penales. No le unía ningún vínculo con Sasha ni con Ania. Durante su primer interrogatorio, inmediatamente después de los hechos, dijo que había oído voces que le ordenaban ir a matar a una mujer y a un niño, y cuando entró en el piso les vio brillar a los dos. Brillaban, repetía, ani svietilis’. Dijo también que había bebido, pero el análisis efectuado al instante reveló que no había alcohol en la sangre. Y cuando, a la mañana siguiente, le sometieron a un examen psiquiátrico dirigido por nuestro viejo conocido el doctor Petujov, desaparecieron las voces y el brillo: no se acordaba de nada.

Capté fragmentos de todo esto la primera noche en casa de Galina Serguéievna. Entre las palabras que volvían sin cesar entre sus gritos y lloros, y de las que yo no comprendía todas, estaba toporom stukat’, pero también palach, y cuando pregunté a Sasha qué quería decir palach, no bajó la cabeza, sino que la meneó con aquel aire de exasperación que yo conocía bien y que indicaba que a su entender no era asunto mío, y me costó mucho conseguir que revelara que era un asesino a sueldo. ¿Asesino a sueldo? Galina, a pesar de su embriaguez, seguía con una atención curiosa lo que él me traducía, giraba la cabeza desde Sasha hacia mí y a la inversa, luego la movía en señal de aprobación, y yo tenía la sensación absurda de que comprendía lo que hablábamos. Por último me miró de arriba abajo, con una risita burlona de triunfo demente, como si hubiera logrado con tremendo esfuerzo que Sasha confirmara sus palabras y repitiese palach, palach.

Pero ¿cómo palach? Según lo que ella contaba parecía cualquier cosa menos la obra de un asesino a sueldo. Dije que sólo un loco, un iluminado o un sádico podía toporom stukat’a una mujer joven y a su bebé.

Nueva risita burlona de Galina: ¿quieres hacerme creer que es un loco? Da un golpe sobre la mesa, acerca a la mía, tocando casi con su nariz la mía, su carita seca, devastada de dolor. ¡No! ¡Emmanuel, no, no es un loco! Mi hijo me dice: mamá, cállate. No digas nada porque es muy peligroso, pero yo sé lo que sé, yo sé que se hace el loco. Él es el palach, pero ¿quién le ha dado la orden? Podría decirte su nombre, Emmanuel, te asombraría oírlo.

Me mira, sus ojos escrutan los míos, luego de pronto se endereza, se levanta, hace el gesto solemne de cerrarse la boca como quien cierra una cremallera. Susurra: ahora empieza el silencio.

Se hace de nuevo el silencio, los tres nos quedamos azorados alrededor de esta mujer borracha y enloquecida de pena que, de pie, con los puños sobre las caderas, arqueada en toda su corta estatura, nos desafía. Por fin, Sasha se encoge de hombros, se escancia un vaso de vodka y, con su voz, la más fuerte, suelta: bueno, Galia, nos estás diciendo que fue un crimen por encargo. La cuestión es saber quién lo encargó y por qué.

Ella se ríe, burlona. Eres muy inteligente, Sashulia, sabes reconocer una cuestión cuando la ves. ¿Por qué despedazar con un hacha a mi hija y a Lióvochka? ¡Reflexiona, Sashulia, pon en marcha el caletre!

Vale, reflexiono. ¿A quién beneficia?

¿Eres gilipollas, Sasha, o qué?

No, no soy gilipollas. Espero que no.

¿A quién, joder? ¿A quién beneficia hacer despedazar a mi hija y a mi nieto con un hacha? ¿A quién le interesa?

No nos atrevemos a comprender, ella insiste: ¿todavía no veis a quién beneficia?

No, miente Sasha, para que ella lo diga.

Entonces Galina da un paso atrás y, muy claramente, articula: a Sáchenka.

Y en cuanto lo ha largado, se encoge en su silla, se pone la mano encima de la boca, con los ojos agrandados por el pavor, y murmura: me van a matar.

No recuerdo muy bien qué se dijo después de esto. Nos echó a la calle, pero mientras nos poníamos los abrigos, totalmente decididos a marcharnos sin pedir explicaciones, olvidó por completo que nos había echado y quiso seguir bebiendo, hablar, enseñarme las cortinas. Adornadas con círculos rojos y verdes sobre un fondo blanco, eran las cortinas que había recuperado del piso de Sasha y de su hija, manchadas por regueros de sangre y sesos que las habían salpicado. Las hirvió varias veces y había eliminado las manchas más gruesas, pero no del todo, y dibuja con el dedo el contorno de las manchas parduscas, que se ven mejor a la luz de la lámpara, y la acerca para que yo las vea bien. Mira, Emmanuel, mira, se enternece Galina. Es la sangre de mi hija y de mi nieto. Cada vez que corro las cortinas, lo que protege mis ojos de la luna y las farolas de fuera es la sangre de mi hija y de mi nieto.

Digo que sí, Galina Serguéievna, sí, lo veo.

Me acuerdo de esto, de las cortinas, y también de nuestra conversación, al regresar al hotel. En el punto en que estábamos, pedimos vodka y comenzamos a debatir las acusaciones de Galina. Un delirio, dijo Sasha, encogiendo pesadamente los hombros, y asqueado incluso de que el asunto nos pareciera debatible, no tardó en dejarnos y apalancarse en el bar en mejor compañía. Un delirio, sin duda, consideró Philippe, pero se preguntaba si no habría en él un fondo de verdad.

Objeté que la matanza tenía todas las trazas del crimen de un loco. Un asesinato por encargo se ejecuta a balazos y, suponiendo que hubiera motivos para matar a la pobre Ania, ¿por qué también al bebé, por qué aquella barbarie?

Quizá precisamente para descartar la idea de un asesinato por encargo. Para hacer creer en el crimen de un loco. No hay duda alguna sobre la identidad del asesino, pero Galina no dice que no sea él, dice que finge estar loco.

¿Por qué, sin embargo, quiere hacerse pasar por loco? Le han detenido, si no pasa en la cárcel el resto de su vida lo pasará en un hospital psiquiátrico, y para un asesino a sueldo es, de todos modos, un mal negocio. Un asesino a sueldo dispara y se larga, no se deja atrapar ensangrentado en el lugar del crimen.

Escucha, continuó Philippe, a lo mejor es un disparate, pero imagina: Sasha quiere abandonar a Ania. Sabemos que esto es verdad, que tenía ese proyecto y que a ella la hacía sufrir horriblemente. Entonces ella le amenaza. Le amenaza con revelar las malversaciones en las que está implicado. Es el jefe del FSB en Kotelnich y francamente no creo que sea un tío honrado. Ania no se chupa el dedo: se da cuenta de que sabe mucho más de lo que debiera. Entonces él decide eliminarla. No te digo que sea cierto, sólo intento ver cómo podría sostenerse lo que dice Galina. Supongamos que él quiere eliminar a su mujer. Estamos en Kotelnich, no en Moscú, de acuerdo, pero al cabo de los diez años que he vivido en Rusia puedo garantizarte que no es algo irrealizable. En cualquier parte encuentras a un tío dispuesto a meter una bala en la cabeza de otro. Sólo que Sasha no quiere que tenga la pinta de un contrato. Sospecharían de él. Entonces piensa en el crimen de un loco y se dice que si el bebé también muere él será aún menos sospechoso. Encuentra al tío, un calefactor, pongamos que ha hecho algún que otro chanchullo y que lo tiene cogido por los cojones, yo no sé cómo pero lo bastante fuerte para proponerle dos alternativas: o te mando al trullo y me las arreglo para que no salgas nunca, o te haces pasar por un loco asesino y te meterán en el hospital, primero donde Petujov y después en el quinto infierno, donde se olvidarán de ti y de donde me las compondré para sacarte al cabo de unos meses. No te digo que sea cierto, ni siquiera verosímil, sino sólo que en Rusia estas cosas suceden.

A la mañana siguiente, aliviando la resaca a fuerza de salchichón demasiado graso y de té demasiado fuerte, Philippe y yo no nos atrevemos a mirarnos a la cara ni a cruzar la mirada con nuestro Sasha, que siguió la juerga por su lado hasta más tarde que nosotros y, con la jeta adusta, trata su resaca con cerveza negra. Nos da un poco de vergüenza haber elaborado una hipótesis tan monstruosa, pero las seis horas pasadas en casa de la vieja Galina Serguéievna nos impresionaron hasta tal punto que persiste el recelo hacia Sasha Kamorkin. Sin creer ya realmente en nuestras elucubraciones, nos queda la vaga sensación de que no hay humo sin fuego, y las acusaciones teatrales de la anciana, la manera en que resonaron en el espacio cerrado de su estudio, siguen dando vueltas en nuestro cerebro nublado. No sabemos a qué atenernos cuando volvemos a su casa a primera hora de la tarde, quizá ella experimenta un malestar parejo al nuestro, pero parece haber olvidado totalmente si no nuestra visita, al menos el contenido de nuestra conversación. Está en ayunas, tan serena como puede estarlo, no salta ya, como la víspera, de la desconfianza a la gratitud desmedida, y cuando empieza a hablar de Sasha, cosa que hace enseguida, es para contarnos casi con afecto las circunstancias de su encuentro con Ania. Ella acababa de abandonar Viatka para instalarse en Kotelnich. Había encontrado trabajo en la panadería industrial, no está claro qué clase de trabajo, porque en un momento consiste en el control sanitario y técnico y al siguiente es un empleo de intérprete, sin que se comprenda para qué podría necesitar los servicios de una intérprete de francés una panadería, incluso industrial, de Kotelnich. Dicho esto, tengo el vago recuerdo de que durante nuestro primer encuentro, en el Troika, el director de la panadería, Anatoli, había propuesto unos brindis pastosos no sólo a la amistad franco-rusa, sino también a su propio éxito en la penetración del mercado africano, y que había acariciado la idea de que en Senegal o en Zambia se pudiesen comer panecillos fabricados en Kotelnich. En cualquier caso, fueron esas presuntas relaciones con el extranjero las que empujaron a Sasha, cuando Anatoli les hubo presentado, a preguntar severamente a Ania si estaba autorizada a ocuparse de comercio internacional. Galina Serguéievna cuenta que Sasha llegó a amenazarla con detenerla, pero era para bromear, y también para ligársela. Él jugó a asustarla y ella a asustarse, y desde el día siguiente fueron a pasear juntos a la orilla del río. Hollaron el pequeño cerro que Ania, durante la excursión que hicimos en barco, nos presentó con orgullo como «el pico del amor», el paraje donde los novios de Kotelnich intercambian juramentos tiernos, y allí se besaron por primera vez.

El asunto se complicó cuando Ania, durante aquel paseo, explicó a Sasha que era francesa a medias por el lado de su madre, que había muerto de parto, y que incluso era propietaria de una casa cerca de París, adonde iba con frecuencia. Ya impresionado por su conocimiento del francés, Sasha lo estuvo aún más al oír estas revelaciones. Como a mí cuando la conocimos, Ania le pareció novelesca a Sasha, distinta de todas las chicas que podía encontrar en Kotelnich, y a partir de aquel momento, según Galina, se enamoró de ella. Pocos días después dejó a su mujer y a su hija para irse a vivir con la chica a la que desde entonces llamaba frantsúzhenka, la francesita. Ania se confió a su madre, que le aconsejó que lo confesara todo. Aparte de ocultar a su familia y de embarcarse en una mentira de largo alcance, no le quedaba otra opción, y se resignó a llevar a su nuevo enamorado a Viatka para presentarle a Galina Serguéievna. La resurrección de la madre fallecida en el parto perturbó mucho a Sasha, y Galina, con su franqueza habitual, tomó el partido de mofarse de él: a ver, don gran jefe, ¿has estado jugando a asustar a mi hijita, a decirle que van a ponerle las esposas? Sólo te has llevado lo que merecías, ella también te ha tomado el pelo. ¿Francia, la casa cerca de París, es lo que te ha seducido de ella? ¡Pero piensa un segundo, Sasha! Si tuviera una casa cerca de París, ¿tú crees que se quedaría en Kotelnich?

Para ser un hombre de los servicios secretos, un profesional de la desconfianza y la sospecha, se había mostrado muy ingenuo y le estaba bien empleado que se burlaran de él. Sin embargo, como se desprende tanto del relato de Galina como de la versión que Sasha me daría dos días después, a pesar de la confesión y de las risas había subsistido una sensación de misterio. Volvió a la carga en varias ocasiones: Galina Serguéievna, dígame la verdad, ¿es usted su madre? Por más que ella se lo confirmase, le quedó una duda que paradójicamente beneficiaba a Ania, que había tenido mucho miedo de perder su amor al confesarle la mistificación. Si sólo era ella misma, una chica ni rica ni muy guapa, sin otro prestigio que su dominio del francés, tenía todos los motivos para creer que un hombre como Sasha se cansaría pronto de ella. Pero él, sin creer la mentira, siguió creyéndola un poco, creyendo no obstante que ellas no le decían todo, que detrás de aquella historia del francés y los viajes a Francia había algo que le ocultaban; en suma, que Ania no le había engañado totalmente al hacerse pasar por una chica fuera de lo ordinario. Hablaba francés, en efecto, aunque él no tuviera medios de evaluar su grado de maestría. Era cierto que ella había hecho un viaje a Francia, como atestiguaba el visado en su pasaporte, y Sasha lo sacaba a menudo del cajón para mirarlo y soñar al respecto. Era verdad que recibía cartas de una amiga francesa y cintas de canciones francesas. Creo que Sasha estaba orgulloso de todo esto y que no renunciaba completamente a todo lo que imaginaba que había detrás de ello.

La mañana del día cuarenta, llegó de Kotelnich al volante de una camioneta cargada de pertenencias de Ania que le llevaba a su madre. Había cajas de cartón llenas de ropa, pero también su guitarra, envuelta en un plástico que le daba un aspecto siniestro de cuerpo del delito, y un mueble de cocina que costó Dios y ayuda introducir en el estudio minúsculo. Galina Serguéievna daba vueltas alrededor de Sasha, protestando por aquella invasión, pero él hacía caso omiso y lo amontonaba todo, en equilibrio precario, en el único rincón del cuarto donde todavía quedaba un poco de espacio. Vestido de negro debajo de su pelliza, tenía la cara muy pálida y abotargada: me explicó que le atiborraban de medicamentos. En los días que siguieron a la muerte de Ania había desvariado gravemente, circulaba por la ciudad armado con un revólver y amenazaba con irrumpir en la celda aislada donde estaba recluido el asesino para ajustarle las cuentas, y le habían enviado tres semanas a una clínica donde le sometieron a una cura de sueño. Acababa de abandonar el FSB y preferí no preguntarle si había dimitido por iniciativa propia o si le habían empujado a dimitir, a causa de su conducta irregular y quizá de sospechas más concretas. Él también se emocionó al vernos, nos abrazó efusivamente y Philippe aprovechó la ocasión para preguntarle si aquel día solemne aceptaría que le filmásemos. Sasha levantó sus ojos de un azul descolorido, miró al objetivo que Philippe manoseaba, como esperando la señal para terminar de desenroscar la tapa, y luego se rió, con una de las risas más tristes que he oído nunca, y contestó: ¡qué coño me importa ahora! Filma lo que quieras. Pensé en las acusaciones vesánicas que había formulado su suegra y me dije que si hacía teatro lo hacía muy bien, pero no creo que fingiese. Me acordaba del chequista arrogante y amigo de tapujos que habíamos conocido, que nos había intrigado y al que habíamos intentado tender una trampa; recordaba lo contentos que estábamos la noche en que por pura astucia conseguimos a escondidas unas imágenes de él, de medio perfil, y ahora teníamos delante a aquel hombre espantado y destruido que nos abrazaba como a viejos amigos, y comprendí que a pesar de nuestras sospechas de la antevíspera, a pesar de la excitación pueril y morbosa que nos causaban aquellas sospechas, habíamos llegado a ser exactamente aquello, unos viejos amigos que le estrechaban en los brazos sin pensar ya en otra cosa que en el horror de sus noches y la enorme magnitud de su congoja.

En el cementerio conocemos al hermano de Galina, Serguéi Serguéievich —un hombre de unos cincuenta años del que ella nos cuenta que no ha vuelto a ser el mismo desde que en plena ciudad, dos años antes, unos desconocidos lo sacaron por la fuerza de su coche, lo molieron a golpes y lo dejaron por muerto en un foso, sin siquiera intentar robarle un kopec, tan sólo por el placer de apalearlo—, y a su hijo Seriozha, que es suboficial y está destinado en Chechenia. Con el cráneo rasurado y un traje de faena militar, Seriozha lanza carcajadas atronadoras sin venir a cuento, da grandes empellones a todo el mundo y muestra una cordialidad casi alarmante que en estas circunstancias me parece ligeramente intempestiva. Como estamos a treinta grados bajo cero, el rito se reduce al estricto mínimo: encienden dos velas que plantan en la nieve, sacan de un cesto una botella de vodka y algunas lonchas de salchichón que engullimos deprisa y después vamos a resguardarnos de la intemperie en los coches, y habríamos partido de inmediato si Galina Serguéievna, sola, no se demorase junto a la tumba. Da vueltas alrededor, gime, toma en las manos enguantadas nieve que apila maquinalmente. La miro por la ventanilla de la camioneta de Sasha, donde me he guarecido con él y Serguéi Serguéievich, que con un tono fatalista empieza a desgranar la letanía de los duelos sufridos por la familia. Él mismo, a Dios gracias, tiene aún dos hijos vivos, pero de los seis hijos de sus tres hermanas el único superviviente hoy es el militar Seriozha. Los otros cinco, toda la nueva generación, han conocido una muerte violenta: Afganistán, la caída de una estalactita encima de la cabeza, una pelea de borrachos, Chechenia y el hacha para Ania.

Sasha, que parece dormitar al volante, se vuelve entonces hacia mí y, sin más, me pregunta: Emmanuel, responde sinceramente. ¿Cómo hablaba francés?

Bien, muy bien, contesto, pero como una extranjera que habla bien.

¿Cómo una extranjera? ¿No como una francesa? ¿No habrían podido tomarla por una francesa?

Lamento mucho decirle que no, noto que mi respuesta le desilusiona.

Pero, insiste, ¿no crees que podía hacer como si no lo hablara del todo bien?

¿Como si no lo hablara? Pero ¿por qué?

Para que no sospecharan de ella.

¿Que no sospecharan qué?

Pues que era francesa…

Le miro, un poco pasmado. Digo que quizá, tal vez, ¿qué podía decir?

La comida que sigue dura tres, cuatro horas, en el curso de las cuales Galina Serguéievna se emborracha a conciencia. No obstante, se ha impuesto buenos propósitos, al principio sólo bebe agua, sabe que su hermano y su hijo la vigilan. Quiere portarse bien, interpretar a la señora que recibe a sus invitados y, la primera media hora, interpreta este papel con esmero, pero empieza a flaquear en cuanto Sasha considera oportuno proponer un brindis. Por lo que a ella respecta, sin embargo, le han leído especialmente la cartilla: ella ha debido de pregonar a todo el mundo las acusaciones que oímos dos días antes y le han ordenado que cierre el pico, no sólo por decoro, sino también por el temor a que cause problemas. Aunque le hayan despedido, Sasha sigue siendo para la familia el hombre del FSB, y en cuanto tal le temen. Así que desde el principio del día Galina le besa, le engatusa, le llama Sashulia, Sashúlienka, pero cuando él se levanta, levanta el vaso y, con una voz átona, ralentizada por las medicinas, comienza un largo discurso que habla de su amor por Ania, de su amor mutuo, Galina no puede por menos de puntearlo con sarcasmos amargos. Sasha, sin embargo, no se describe como un marido modélico ni presenta la pareja que formaba con Ania como un ejemplo de armonía. Al contrario, confiesa su remordimiento, dice que la quería de verdad pero que no supo amarla como ella se merecía. Dice que descuidamos lo que creemos poseer, que esperamos a haberlo perdido para llorarlo, y él lo llora con acentos que a mí me parecen sinceros y conmovedores. A mí, pero no a Galina Serguéievna, que a cada dos frases se burla abiertamente de él y le tacha de farsante. Ella no ha llegado todavía a acusarle de haber matado a su hija, sino sólo de haberla desatendido, de haberla hecho infeliz, y sobre todo de haberla obligado a vivir en Kotelnich, esa ciudad de locos. La historia del húngaro desdichado es invocada como un buen ejemplo de la clase de cosas que suceden en Kotelnich y pronto, en el recoveco de una frase, reconozco la palabra palach. Ya está, la palabra vuelve: fue un palach el que mató a Aniútochka y a Lióvochka. Los dos Sashas mueven la cabeza, agobiados, como quien oye una vieja cantinela que ya no tiene el valor de corregir. Serguéi Serguéievich, que también ha debido de oírla más a menudo de lo que debería, suspira y, por su parte, protesta: qué cosas dices, Galia. Si tu hija fuera millonaria o una personalidad de las altas esferas, no diría que no, pero era una madre de familia en Kotelnich, ¿por qué la habrían mandado matar? A lo cual ella explota y replica: Serguéi Serguéievich, ¿al lado de quién estás sentado? Como Serguéi Serguéievich está sentado al lado de Sasha Kamorkin, me digo con inquietud que va a empezar una nueva versión de las acusaciones de la antevíspera, y que en presencia del principal interesado la cosa amenaza con despedir chispas. Pero Galina prosigue: ¿tú crees que no tiene enemigos? ¿Crees que nadie le guarda rencor?

Esta vez ella dice otra cosa: no que Sasha ordenó matar a Ania y a Lev, sino que al matarles apuntaban hacia él, y Sasha encaja esto sin abrir la boca. Baja la cabeza, se sirve con una mano temblorosa un vaso grande de vodka, deja pasar la tormenta con un aire tan corrido, tan culpable, que me digo de golpe: esto, por lo menos, es cierto. Sus enemigos se vengaron de él, le atacaban a él destruyendo a los suyos, y lo peor es que él lo sabe y no tiene nada que decir en su descargo. Se limita a volverse hacia mí y me pregunta: Emmanuel, ¿nos vamos? ¿Volvemos a Kotelnich?

Yo me iría con gusto, a gusto dejaría de beber pero la comida no ha terminado, Galina ha preparado otros platos, no podemos escabullimos por las buenas. Más tarde le toca a Seriozha proponer un brindis. Se levanta, con el torso abombado por debajo del traje, pero no bien ha comenzado a saludar la memoria de los difuntos, su madre estalla en maldiciones. Ya no se trata de comentarios sarcásticos, lo que dice no tiene ya nada que ver con las palabras de su hijo, es toda su desesperación, su cólera y su vergüenza las que salen de su boca y adoptan cualquier forma. Aúlla que cogería platos de la mesa para estrellarlos contra la pared. Aúlla que ya nadie le hace caso, que la arrinconan, que ya sólo sirve para reventar en su rincón y que nadie asistirá a su entierro porque es una vieja pobre, fea y dañina. Aúlla que es culpa suya que hayan matado a su hija y a su nieto porque habría tenido que impedirles que se fueran a vivir a Kotelnich. Aúlla que Seriozha es una basura porque la abandona a ella, pero también porque abandona a su mujer y a sus hijos, porque va a hacerse el interesante en su cuartel de Chechenia en lugar de cortar leña para el invierno. El argumento de que Seriozha se larga a Chechenia para escaquearse y eludir la faena de la leña es tan absurdo que todo el mundo, empezando por Seriozha, se echa a reír, y ella, al notar que entretiene a su público, que le divierte y capta su atención, ya no puede parar, añade cosas, no haría falta mucho más para que se subiese a la mesa y se pusiera a bailar. Y luego, bruscamente, se calla, se encoge en su silla, rompe a llorar y con una voz muy débil, murmura para sí misma: ¿por qué?

Bueno, dice entonces Serguéi Serguéievich, na pasachok. La espuela. Levantamos los vasos, bebemos. Galina Serguéievna, que se ha perdido esta iniciativa, no comprende lo que ocurre ni por qué, después de haber bebido, nos ponemos los abrigos y empezamos a abrazarnos. Es como si, al hacer los gestos que todo el mundo hace en el momento de partir, ejecutásemos una figura absolutamente inédita, imposible de interpretar, y que más que consternarla la deja perpleja y totalmente desamparada. Por fin lo entiende todo y cuando lo ha entendido se lo toma mal, muy mal. Suplica que nos quedemos un ratito más, nos tira de la manga a unos y a otros para retenernos, dice que hay todavía cantidad de cosas de comer y a mí me disgusta marcharme de este modo, dejándola sola con platos preparados para tres veces más de los que somos, y con su borrachera, su vergüenza y su duelo. Es evidente que lo amable sería quedarse con ella hasta la noche, seguir comiendo, ayudarla a ordenar todo, aceptar los paquetes de provisiones que nos preparase. Pero Sasha no quiere, quiere volver ya mismo a Kotelnich.

Sin duda por el alivio de haber podido escapar, dentro del coche está especialmente alegre. Se relaja al cabo de cuatro horas de asumir, de aguantar reproches, insultos y muestras de ternura de las que creo que de buena gana habría prescindido. Ha birlado para el camino un salchichón y una botella de vodka de la que toma unos buenos pelotazos y, al tiempo que conduce, se pone a berrear Comme d’habitude, en francés. Lástima, se lamenta, que yo no haya traído las cintas francesas de Ania. ¿Te acuerdas, Emmanuel, de la noche en que nos conocimos en el Troika? Ella las había llevado especialmente para vosotros. Bailamos con canciones de Claude François, de Adamo… Tombe la neige… Permettez, monsieur… Se acuerda de fragmentos, trata de cantarlos, nos exhorta a corearlos. Recuerdo que durante aquel viaje nocturno intenté dormir, previendo con lucidez una noche tan ruda como la tarde, pero Sasha no quería que durmiera, quería cantar y hablar, contaba con nosotros para conocer mujeres nuevas, francesas del tipo de Juliette Binoche o Sophie Marceau, ¿y por qué no a Juliette Binoche y Sophie Marceau en persona? Le frustré confesando que no conocía ni a una ni a otra y que por tanto no podía presentárselas. Me pareció que mi cotización bajaba, y quizá también la de mi antepasado, el vicegobernador. Más tarde abordó de nuevo la cuestión que le obsesionaba: ¿era realmente imposible que Ania hubiera sido francesa? No se detuvo en esta pregunta ni en mis respuestas, que no habían variado desde la mañana: en realidad tenía otra cosa que decirnos. Una revelación que hacernos. No debíamos burlarnos de él, sabía que era inverosímil, que había un noventa y nueve por ciento de posibilidades de que fuera falso, pero el uno por ciento restante de incertidumbre no le dejaba respiro. Era algo que le había dicho Ania poco después de conocerse, algo que habría sucedido en Alemania del Este, donde los padres de ella estuvieron destinados a finales de los años setenta. Una historia de sustitución de niños. Si intento reconstruirla, Galina Serguéievna y su marido habrían confiado a su hija de corta edad a una familia francesa y recibido a cambio a una niña francesa. Y esta francesita, criada con el nombre de Ania, estaba programada para ser espía: era la única razón del trueque, organizado por los servicios secretos franceses. Había crecido en el hogar deun suboficial del Ejército Rojo, más tarde había estudiado en la escuela de intérpretes militares y a lo largo de toda esta trayectoria habría proporcionado información a su país de origen. Por supuesto, el encuentro con Sasha formaba parte de su misión. Para una espía occidental, ¿qué mejor presa que un dirigente medio del FSB? Yo estaba borracho, Sasha también y yo escuchaba todo esto dentro de una bruma, pero con una estupefacción creciente. Sabía por experiencia personal y por los relatos de su madre que Ania era un poco mitómana, pero de ahí a imaginarla contando sobre la almohada una historia semejante a Sasha y, sobre todo, que lograra convencerle… En efecto, por mucho que lo negase, una parte de él, y no solamente un uno por ciento, seguía creyéndolo porque Ania le había dicho que era una espía francesa, que había simulado que se dejaba cortejar para atraerle a sus redes porque el jefe del FSB en Kotelnich era un objetivo de la mayor importancia para los servicios secretos franceses. Ella había acabado confesándolo porque se había enamorado de él y aquel amor loco prevalecía sobre la duplicidad. Al revelarle la verdad traicionaba a sus patronos y corría un riesgo enorme. Él también, al enamorarse de una espía, se ponía en peligro con respecto a sus jefes. Desde luego, no me había equivocado al considerarles novelescos desde el primer día, y al llamarla bromeando la Mata Hari de Kotelnich. Juntos se habían contado una novela dentro de la cual vivían y de la que ella era la instigadora, y él la seguía en sus fantasías porque en el fondo, como yo había adivinado enseguida, le gustaban. Y, ahora, ¿lo seguía creyendo hasta el extremo de pensar que el doble asesinato de su mujer y su hijo tenía alguna relación con aquella historia? No me atreví a preguntárselo.

Me queda poco que decir de los tres días que pasamos todavía con Sasha en Kotelnich. Le ayudamos a embalar sus cajas de cartón y a transportarlas desde su despacho del FSB al pequeño estudio siniestro donde había encontrado cobijo después de la tragedia. Por la noche bebíamos escuchando las cintas de canciones francesas. Nos hablaba de Chechenia. Recuerdo que hubo un momento en que nos peleamos al comparar la eficacia del tai-chi —que yo practico— y del karate —que practica él—. No llegamos a una conclusión porque los dos estábamos demasiado borrachos. Le enseñé que existe una técnica marcial china denominada «kung fu del borracho», que consiste en imitar, antes de asestar un golpe seco y muy eficaz, los gestos desordenados de un borrachín. Jugamos un poco a este kung-fu, nos reímos, bebimos más, lloramos. Salíamos de vez en cuando a comprar más bebida. Estábamos a treinta cinco grados bajo cero y era de noche a las tres de la tarde. Hacia medianoche volvíamos al Hotel Viatka. Como casi no había calefacción, nos enrollábamos en las mantas, completamente vestidos, sin quitarnos las botas ni las parkas. Por la mañana me arrastraba hasta la ventana cubierta de escarcha, y desde allí, a través de los árboles pelados, miraba pasar los trenes. Miraba los trenes, miraba la habitación miserable donde había dormido y rememoraba sin comprenderlo bien el trayecto que me había conducido hasta allí. Me preguntaba qué había ido a buscar en Kotelnich y qué había encontrado.

Pensé: vine a poner una sepultura a un hombre cuya muerte ha pesado sobre mi vida y me encuentro delante de otra tumba, la de una mujer y de un niño que no eran nada mío y ahora yo también llevo luto.

Quizá la historia sea ésta.