5

Hice una última corrección en las galeradas. En lugar de «la mujer de la que estoy enamorado», puse «la mujer que amo».

Parto para la isla de Ré, donde me esperan mis hijos. Tú te quedas en París a trabajar una semana más y debes tomar el tren para reunirte conmigo el sábado siguiente, el sábado del cuento del que no sabes nada. Te noto inquieta, tensa, cuando nos despedimos. Al besarte en el umbral de la puerta te digo: confía en mí.

Nunca te he dicho esto, nunca se lo digo a nadie. Tengo miedo de que no confíen en mí, porque temo ser indigno y traicionar. Pero acuérdate de que te lo dije aquella mañana.

Me resulta difícil ser padre e hijo al mismo tiempo y prefiero evitar las estancias prolongadas con mis padres y mis hijos. Pero esta semana todo va bien. Preparo barbacoas, acompaño a mi madre al mercado, llevo a bandadas de niños a la playa. Estoy desconocido. Una tarde, con la ayuda de mi sobrino Thibaud, ordeno el cobertizo, inflo las ruedas de las bicis, les aplico el antioxidante, reúno los antirrobos todavía utilizables y tiro aquellos cuya llave he perdido. Thibaud, ya puestos, propone tirar también un triciclo que ya nadie usará: en esta generación, no habrá más nacimientos en la familia.

Digo: te olvidas de Sophie y de mí.

¿Pensáis tenerlos?

¿Y por qué no?

Corro y nado horas en la playa de las Ballenas. Mientras corro y nado me cuento lo que sucederá dentro de cinco, cuatro, tres días. La ligera embriaguez de la cuenta atrás, mezcla de exaltación y de aprensión, en la que ésta prevalece claramente sobre la primera. Pienso en el periodista que vino a entrevistarme y que me juzgó tan despreocupado, después de arrancar la anilla de mi granada… Una granada… Pobre chico… Me pregunto qué contratiempo pudiera aún estropear mi triunfo. ¿Una disputa entre nosotros? ¿Mi familia? Sé que mis padres son pudibundos, pero me he ocupado de avisarles empleando una palabra de su vocabulario: he escrito en Le Monde un relato un poco «verde». Para no escandalizarse, optarán por considerarlo una broma. Por otra parte, mis libros anteriores, sobre todo el último, eran bastante más escandalosos que este texto crudo pero alegre. Mi primer texto alegre, no podrán no advertirlo. Se acabaron las historias de locura, de pérdida, de mentiras, por fin he pasado a otra cosa, digo a una mujer que la amo, es una declaración de amor. Después de una noche en La Rochelle, donde he reservado la habitación más bonita de un hotel maravilloso, llegaremos los dos a la comida del domingo y todo el mundo romperá a reír, se reirá feliz. La semana siguiente daremos una fiesta en la casa. Este verano hay muchos amigos nuestros en la isla de Ré: bromearán, nos felicitarán, seremos la pareja radiante y ligeramente escandalosa que se disputa la sociedad. No sólo estoy seguro de que el cuento tendrá un éxito inmenso, que en cuanto el rumor circule incluso los que no leen Le Monde se pelearán por conseguir uno en todos los quioscos de Francia, sino también de que sólo es un comienzo, de que habrá una continuación. Ignoro cuál será: quizá un montaje de los miles de e-mails que voy a recibir, quizá algo totalmente distinto, me encanta no saberlo, dejar que la vida me lo depare sin intentar adivinarlo, pero aun así no puedo evitar preverlo. Me imagino un libro corto, sexy, lúdico, que también tendrá un éxito inmenso y que podría titularse: La historia pomo del Monde y su continuación. Prefiero incluso este título en su versión inglesa: The Porn Story of the World and What Carne After, que le va como anillo al dedo porque será, no tengo la menor duda, un bestseller internacional. Me río yo solo al pensarlo en la playa.

El jueves, es decir, dos días antes de la aparición del cuento, me telefoneas muy angustiada. Acabas de recibir un mensaje de Denis que, con una voz de ultratumba, te pide que le llames. Denis y Véro, tu mejor amiga, están a punto de separarse y lo llevan muy mal: hace algún tiempo que me hablas de ello sin que yo me interese mucho porque no me caen muy bien. No te atreves a llamarle porque tienes un presentimiento: Véro ha muerto, se ha matado en un accidente de coche o se ha suicidado. Procuro calmarte: que la relación de pareja se vaya a pique es una cosa, pero de ahí a pensar que ella esté muerta… Llama a Denis.

Voy a hacerlo, sé que tengo que hacerlo pero no me atrevo, estoy segura de que está muerta y, además, ¿sabes?, es horrible decirlo, pero si la entierran este fin de semana no podré ir a la isla de Ré y me gustaría muchísimo ir, estar contigo, creo que preferiría no saberlo.

Sollozas y estoy muy enfadado: no a causa de la muerte de Véro, en la que no creo ni por un segundo, sino por tu estado de nervios, por el desasosiego que revela, que yo había notado un poco en tus llamadas anteriores de la semana y que atribuía al ajetreo profesional. Quiero que el sábado subas al tren feliz y relajada, y es evidente que no vas por ese camino. Duermo mal.

El viernes alquilo un barco y llevo a mi padre, mis hijos y mi sobrino a la isla de Aix. Cielo azul, mar en calma, un poco agitado, el casco choca con las olas, dejo que los niños piloten por turnos y cuando me toca a mí lo hago con audacia y precisión. La víspera, mi padre ya me había señalado que en coche me comporto con más rapidez y firmeza: has cambiado mucho en estos últimos tiempos, dice.

Al desembarcar te llamo. No sé cómo era la voz de Denis ayer, pero la tuya es lo que realmente se llama una voz de ultratumba. Véro no ha muerto, no, pero está mal, muy mal, corre el riesgo de cometer una idiotez, es absolutamente necesario que te quedes con ella el fin de semana.

Aquí se hunde el mundo. En el muelle, al sol, mientras los niños riegan con la manguera el puente del barco y el empleado comprueba el estado de la hélice, te explico que desde hace dos meses te preparo una sorpresa, una sorpresa como nunca te ha dado nadie y no te dará en tu vida, como pocos hombres han dado a una mujer, y que la sorpresa es mañana y no puede ser ningún otro día.

Pero ¿qué es esa sorpresa?

No puedo decirte más. Lo único que te puedo decir es que tienes que venir.

Emmanuel, tampoco puedo dejar a Véro en la estacada.

Ven con ella.

No tal como está.

Entonces yo voy a volver. Quiero pasar contigo la noche de mañana.

No, no, no hagas eso, tengo que quedarme con ella, ¿qué harías tú durante ese tiempo?

Llegada la noche, me autoinvito a cenar en casa de mis amigos Valérie y Olivier, que tienen una casa alquilada en un pueblo vecino. En el jardín bellamente invadido de malas hierbas, bebo en exceso y aunque tú y yo hayamos dejado de fumar hace un año, quemo cigarrillos que enciendo uno tras otro y me olvido de comer. Estoy muy contrariado y explico por qué con un tono que oscila entre el del niño que patalea porque le han roto su juguete y el del adulto irónicamente indiferente. Yo me preguntaba qué castigo reservan los dioses a quienes les desafían: pues ahí lo tengo. Podría ser peor, la amiga en apuros pronto estará mejor, tú llegarás mañana o pasado mañana, beberemos todos juntos a la ironía de la suerte. Lo poco que digo de mi cuento despierta la curiosidad de mis anfitriones, que están impacientes por leerlo. A las once me llamas, después de haberte dejado dos mensajes en el móvil. Me alejo para hablar contigo en el fondo del jardín. Tienes la voz sofocada: algo no va nada bien. Parece que va tan mal que te pregunto si lo más razonable no sería llevar a Véro a urgencias de psiquiatría.

No, no, no ha llegado a ese punto, tiene sobre todo necesidad de hablar. Lo que piensan hacer mañana es coger el coche y echarse a la carretera, pasar el fin de semana en el campo…

Escucha, por lo que dices Véro está al borde de tirarse por la ventana y tú no pareces mucho mejor que ella, y por eso creo que es una idea muy mala.

No te preocupes, lo tengo todo controlado.

Pero ¿cuándo llegas?

No lo sé, quizá dentro de dos días…

¿Dos días?

Emmanuel, por favor, tienes que comprender.

Comprendo, digo, fríamente, no me queda otra que comprender, pero estoy tristísimo.

Por favor, no me culpabilices, las cosas ya son bastante difíciles.

No te culpabilizo, sólo te digo que mañana estarás tan triste como yo hoy. Algo ha fallado entre nosotros, algo que no es recuperable, ya está, no tiene remedio, hablemos de otra cosa. ¿Qué hacéis esta noche, dónde estáis?

Hemos cenado juntas, ahora estamos en casa, seguramente vamos a dormir a casa de Véro en Montreuil y mañana nos pondremos en camino.

Es absurdo, estáis reventadas, con los nervios en punta, por lo menos quedaos a dormir en casa.

Escucha, ya veremos, te llamaré.

A la mañana siguiente encontré la réplica. Voy a ser flexible, adaptarme, sacar partido de los contratiempos. Estudio los horarios. Es demasiado tarde para hacer la ida y la vuelta completas, pero hay un La Rochelle-París, 14.45-17.45 horas, que se cruza con el París-La Rochelle de las 14.45-17.45 horas, con diez minutos de margen a mi favor en Poitiers. Como tú no tomarás ese tren lo haré yo en tu lugar. Ocuparé a partir de Poitiers el asiento que había reservado para ti. Relataré el viaje desde ese punto de vista. Observaré con atención a los vecinos que habrías tenido, imaginaré cómo les habrías mirado, cómo te habrían mirado cuando hubieses murmurado «me apetece tu polla en mi coño». Iré a ver lo que pasa en el bar.

Te llamo al móvil. Estáis en Montreuil, donde Véro ha insistido en dormir. Te pido perdón por mi frialdad de la víspera: estaba decepcionado, por supuesto, pero lo comprendo, es un caso de fuerza mayor, no tienes que sentirte culpable por mi causa. No lo digo, pero no quiero que ningún resentimiento empañe el momento en que leas mi cuento. Lo único que te pido es que compres Le Monde cuando tengas un rato tranquilo y puedas pensar en mí.

No comprendes bien por qué es tan importante que compres Le Monde hoy, pero me prometes que lo harás.

¿Cuándo os marcháis?

Por la tarde, seguramente hacia la bahía de Somme.

No seáis imprudentes, me preocupo, ya sabes. ¿Me llamas durante el viaje? ¿Me llamas cuando lleguéis?

Sí, sí, mi amor… Espera, el móvil pierde cobertura.

Se corta.

Poitiers, 16.19 horas. Para esperarte a la llegada del París-La Rochelle, yo había anotado el número de tu asiento. Nadie lo ocupa y me instalo. Recorrer el vagón es suficiente para comprender que he elegido mal el tren: casi no hay mujeres solas, ninguna bonita, familias, jubilados, toda esa gente absorta en historietas cómicas o crucigramas. Difícil, con esta fauna, imaginar el intercambio cruzado de miradas cómplices y réplicas de doble sentido que yo te prometía.

En Niort voy al bar. No hay nadie al acecho, nadie tiene Le Monde debajo del brazo. Fracaso estrepitoso. Mientras bebo agua mineral acodado cerca de la ventanilla, pensando que ni siquiera será divertido contar este fiasco, se me acerca una mujer joven, regordeta, agradable. Se presenta: Émilie Grangeray, de Le Monde, y al sentarse añade: enviada especial en el tren París-La Rochelle de las 14.45 horas. Me quedo atónito. Le Monde ha enviado a una periodista para que sea testigo de mi derrota. Sin reflexionar, farfullo que estoy muy decepcionado porque mi novia no ha podido tomar el tren: caso de fuerza mayor. Émilie Grangeray sonríe, anota lo que digo en una libreta, la veo escribir las palabras «decepcionado», «contrariado», quisiera corregirla, mostrarme indiferente, espiritual, pero en vez de esto me hundo en una vergüenza que creía olvidada desde hacía mucho tiempo, la que me invadía cuando siendo un adolescente tímido me inventaba amiguitas y me daba cuenta de que no me creían.

De hecho, Émilie Grangeray no tiene pinta de creerse lo del caso de fuerza mayor que ha impedido tomar el tren a mi novia. Me dice que en el periódico, aparte de la cuestión de publicar el texto o no, que suscitó un debate encrespado, se formaron dos bandos: los que creían que todo era verdad y los que se inclinaban por la ficción, y ella era más bien de estos últimos. Es curioso, yo ni siquiera había imaginado que se pudiera pensar esto, y aún más curioso resulta que visto desde fuera la realidad parece dar la razón a Emilie. Se lo digo, ella mueve la cabeza, me percato de que agravo aún más mi situación.

Poco antes de llegar, consulto el buzón de voz. Ya hay tres mensajes de amigos: maravillosa carta de amor, qué felices estaréis, es superfluo desearos una buena noche. Luego un mensaje tuyo: nos ponemos en camino pero hemos decidido apagar los móviles por culpa de Denis, que llama sin parar y enloquece a Véro. Espera, te la paso.

Véro: sí, Emmanuel, te robo a tu Soso que es también mi Soso, tienes que comprenderlo cuando tienes una amiga que está en apuros. Besos.

Esta manera de terminar sus mensajes con «besos» o, mejor, «besos y besos» es un rasgo de Véro que siempre me ha crispado y hoy soy aún menos indulgente que de costumbre. Además, no tiene un aire tan consternado, la amiga en apuros. ¿Va todo bien?, se inquieta Émilie Grangeray. Todo bien, sí. Damos un trago de agua mineral. Sol triste y crudo sobre la llanura de la Vendée, pequeñas moscas muertas en el cristal.

Como el tren se compone de dos filas de vagones que no se comunican, Le Monde, para asegurarse de no perderse nada, ha enviado no a uno, sino a dos periodistas, y encontramos al otro a la llegada. Su sector del tren, nos dice, no estaba mucho más animado que el nuestro. No parece demasiado asombrado de verme. Él tampoco creía mucho en la existencia de la chica, o quizá sí, pero se imaginaba algo como la última tentativa de un hombre abandonado. Me río: pues no, la verdad es que no era eso. En vez de darles esquinazo a los dos, opto por ser amable con la esperanza de que su artículo sea menos cruel. Tomando un trago con ellos en el puerto, interpreto al tío que se repone bien de una decepción, teoriza sobre el principio del placer que se ha roto la crisma contra el principio de la realidad y para acabar anuncio que como no he anulado la reserva de mi maravilloso hotel, prefiero dormir en él que volver a la isla de Ré. Si queréis, podemos cenar juntos.

Mariscos, lubina a la plancha, vino blanco. Bromeo: sinceramente, no era con vosotros con los que me apetecía pasar esta noche, pero así y todo me caéis bien. Es cierto. Fralon, que trabaja en la sección de Internacional, rememora con humor sus reportajes y Émilie los diversos oficios que ha ejercido antes de entrar en Le Monde: trapecista, amable organizadora en el Club Méditerranée. Cuenta la invasión de los rusos en algunos pueblos y el cristo que montan; total, que la cena es alegre, pero mi móvil no suena. No hablan ya de mi cuento, a mi entender para no afligirme, y soy yo el que reanudo la conversación al respecto. Émilie pensaba llamar a uno de nuestros amigos comunes para saber si existías y correspondías a la descripción; Fralon, contratar a una chica que sí correspondiese para subirla en el tren y aumentar la confusión. Una rubia grande con el cuello largo, cintura fina y caderas anchas: le gustan mucho las caderas opulentas, pero me da la impresión de que para él es una forma delicada de decir un culo grande. Como confieso que estoy realmente triste, hacen lo posible para consolarme: voy a recibir centenares de e-mails, quizá miles, van a fundar un club de personas que no viajaban en el tren y a las que les hubiera gustado hacerlo. Fralon dice afablemente que está seguro de que la historia no ha terminado, que escribiré una segunda parte. Yo también estoy seguro, pero es casi medianoche y el móvil no ha sonado.

En el hotel me tiendo en la cama sin desvestirme y te envío un mensaje bastante seco: me habría gustado y me gustaría todavía que me llamaras, deberías hacerlo en cuanto llegues, ¿qué ha sido eso de que te has quedado sin cobertura? Vuelvo a pensar en mi cuento. ¿Es posible que lo hayas leído y que te haya impresionado hasta el punto de que no quieres hablarme de él? No, no lo creo. Si te lo he escrito es porque sabía que lo leerías como una declaración de amor, que su lado exhibicionista te excitaría. La inquietud suplanta al cabreo, temo un accidente, tendría que haber ido a París, no dejaros viajar en ese estado.

Acabo adormilándome, me despierta el teléfono. Pero no eres tú, es mi amigo Philippe que me dice: verás, al leerlo he pensado que Jean-Claude Romand[2] estaba realmente muerto. Tengo ganas de responderle que no estoy tan seguro, pero me limito a decirle que ahora mismo tengo un gran problema. Parece dejarle estupefacto la idea de que yo pueda tener un gran problema.

Habrá otras llamadas de felicitación durante el día que paso encerrado en la habitación del hotel fumando sin parar, mandándote mensajes cada vez más enloquecidos y sobre todo llamando a los hospitales, la comisaría, los servicios de ayuda en carretera, a tus amigos de los que tengo el teléfono… La gente que me telefonea espera encontrar un tío de lo más engreído, ahíto de amor y muy pagado de sí mismo, pero es un zombi el que descuelga y con una voz agónica repite lo que le ha dicho a Philippe: que tiene un problema grave, que volverá a llamar.

Es imposible, incluso para los más íntimos, decir en qué consiste ese problema. Tampoco lo sé yo, lo único que sé es que hay dos alternativas: o estás en el hospital, entre la vida y la muerte, o bien, por una razón que no logro imaginar, te complaces en torturarme. Llevas en el bolso una libreta con mi número de teléfono para llamar en caso de urgencia: si estuvieses en el hospital me habrían llamado sin falta. Y es imposible, aunque hayas apagado el móvil, que en las últimas veinticuatro horas no hayas escuchado tus mensajes, más bien eres de esas personas que los consultan cada hora, y también de las que me llaman tres veces al día para decirme que me quieres y que piensas en mí.

¿Y entonces?

Me he negado a que hagan la habitación, la conservo y la lleno de humo hasta que te encuentre. Me prohíbo llamarte más de una vez cada hora. No lejos del hotel hay una iglesia donde suenan las campanas. Cuatro campanadas, son ya las cuatro de la tarde. Marco tu número por décima vez en el día, exasperado de antemano al oír por décima vez el mensaje del contestador.

Pero esta vez, milagro, descuelgas.

Emmanuel, amor mío, acabo de escuchar tus mensajes, ¿qué pasa? ¿Qué te ocurre?

Aúllo: así, sin más, ¿qué te ocurre? ¿Qué gilipollez es esa del móvil apagado? ¿Dónde estás, por qué no me has llamado?

Iba a llamarte. Y luego te he mandado un mensaje diciendo que apagaba el móvil, Véro está muy mal, la estoy cuidando, es una locura que te pongas así, mi amor, ¿qué te pasa?

¿Dónde estás?

Estamos en Saint-Valéry-en-Caux, estábamos hablando, Véro está muy mal, ¿comprendes?

¿Está ahí contigo?

Una pausa, y después: sí, está conmigo.

Pásamela.

No está a mi lado.

O sea que está tan mal que no puedes perderla de vista y ni siquiera te deja tiempo para tranquilizarme con una llamada: no debe de estar muy lejos, ve a buscarla.

Otra pausa, y después: vale, voy a buscarla.

La oigo gritar: ¡Véro! ¡Véro! Emmanuel quiere hablar contigo.

Silencio, ninguna voz, ni siquiera lejana, responde.

Continúas: no quiere hablar contigo.

No quiere hablar conmigo, ¿y por qué no quiere hablar conmigo?

No lo sé, no quiere hablar contigo, está molesta porque te enfadaste por haberme ido con ella.

Primero: no me enfadé, sólo te dije que estaba triste, y, segundo, que esté molesta no es un impedimento para hablar conmigo.

Gritas a tu vez, sollozas: te digo que no quiere… Véro, por favor, habla con él… No quiere. Emmanuel, no puedo hacer nada, no quiere ponerse.

Sophie, no estás con Véro, no sé con quién estás, pero no estás con Véro.

Pero ¿con quién quieres que esté? Oye, es horrible lo que me estás haciendo. Estoy estresadísima, hace dos días que cargo con ella y tú me haces una escena totalmente demencial, tienes que calmarte.

Es muy fácil calmarme: basta con que Véro se acerque al teléfono y diga: hola, estoy aquí, o puede decir hola, estoy aquí, gilipollas, pero que lo diga, sólo quiero oír su voz, puede hablarte a ti y no a mí, lo único que quiero es saber que está ahí.

Te digo que no quiere, ¿no puedes entenderlo?

No, no puedo entenderlo, y si Véro no me dice algo por teléfono, sólo puedo deducir una cosa y entonces hemos terminado.

Tú estás loco.

Quizá esté loco, pero ¿por qué Véro no puede hablar conmigo?

Yo no he dicho que no pueda: no quiere. Te odia.

No comprendo por qué, pero aunque me odie a mí, no te odia a ti. Entonces explícale que nuestra relación depende de que quiera acercarse al teléfono para que yo oiga su voz. No puede negarte esto, dices que es tu mejor amiga, si no lo hace es que es tu peor enemiga.

Escucha, Emmanuel, deliras totalmente. En la situación en que estamos, en el estado de Véro, es realmente asqueroso lo que estás haciendo, más vale que reflexiones un poco sobre lo que dices y volvamos a hablar cuando te hayas calmado.

Corta.

Vuelvo a llamar al instante. Buzón de voz.

Sophie, son las cuatro y diez. Si estás con Véro, lo que me cuesta creer, tienes veinte minutos para convencerla de que nuestra vida juntos está en sus manos. Si estás con un hombre, mejor que me lo digas, todo es mejor que esas mentiras delirantes. Así que si a las cuatro y media no me has llamado, con Véro o sin ella, tienes una semana para recoger tus cosas y marcharte de casa. Es todo, dejo el móvil encendido hasta las cuatro y media.

Por supuesto, lo dejé encendido más tiempo. No hubo llamada a las cuatro y media, tampoco la hubo a las cinco. No aguanto más, no me veo regresando a la isla de Ré y enfrentándome, huraño, a mi familia consternada; decido volver a París.

Espero en el restaurante de la estación, una terraza instalada debajo de la vidriera del andén. Tengo un paquete de tabaco pero no fuego, y cada cinco minutos se lo pido a mi vecino, que me alarga su mechero con una cortesía silenciosa. Dos señoras bastante mayores, con un perrito, se acercan y al ver todas las mesas ocupadas se dirigen a mí: ¿Podemos sentarnos, está solo? Respondo que sí, pero que quisiera seguir estando solo. Retirada indignada, risas en una mesa de gente muy joven. Durante las dos horas de espera, trato de contarme todo lo que acaba de ocurrir con la idea de que quizá la frustración, la falta de sueño, la inquietud de no reunirme contigo han podido hacerme desvariar e interpretar mal cosas que resultarán absolutamente banales. Pero no surte efecto. Punto por punto sigue siendo insensato. Pienso en mi novela El bigote, en la infernal oscilación del héroe entre hipótesis que no se tienen en pie, y en la frase de Michel Simón en Drôle de drame: «A fuerza de escribir cosas horribles, acaban sucediendo.» Lo peor es que suceden en el momento preciso en que yo creía haberlas eludido.

Me llamas un minuto antes de la salida del tren y casi tres horas después de mi ultimátum.

Emmanuel, ¿dónde estás?

En la estación.

Te paso a Véro.

No, es demasiado tarde.

Corto la comunicación. Me río con sarcasmo. Has necesitado tres horas para echarle el guante a Véro: no sólo eres una mentirosa, sino también una idiota. Llama otra vez. Pulso la tecla de silencio y subo al tren. Los mensajes se suceden, acabo por escucharlos.

Hola, soy Véro. Escucha, no te comprendo y hasta me pareces repugnante. Joder, hay gente que pasa una mala racha, deberías comprender que es algo que les ocurre a los demás y que no sólo estás tú y tus cambios de humor. Pues mira, estoy con Soso, todo va bien, no te preocupes, estaba un poco de los nervios hace un rato, lo entiendes, ¿no?

Faltan los besos. Su jerga lumpen-enrollada siempre me ha crispado pero hacía un esfuerzo por ti, me decía que era una chica que ha tenido una vida difícil, una chica generosa en el fondo y llena de vida. Ahora la aborrezco, pero menos que a ti: al fin y al cabo, lo único que hace ella es servirte de coartada.

Mensaje siguiente: Véro otra vez, presentándose, con lo que ella debe de creer que es humor, como la enemiga pública número uno: para ser una chica que tres horas antes estaba al borde del suicidio y era incapaz de decirme una palabra, se ha vuelto extrañamente charlatana. Y tú suplicándome que te llame, que te diga a qué hora llega mi tren, que vendrás a buscarme, amor mío, no comprendo, es horrible todo esto. Se vuelve tan repetitivo como mis llamadas desde hace veinticuatro horas.

Dejo mi asiento para fumar unos cigarrillos. La luz del atardecer, fuera, es desgarradora. Muchos lectores de Le Monde, algunos enfrascados en mi cuento, y entre ellos tres mujeres solas y bonitas. Todas esas personas deben de decirse: qué pena, no he tomado el tren que era, y la mayoría de los e-mails que recibiré comienzan con esta lamentación. Hay una multitud en el bar, hago una cola de veinte minutos para un agua mineral. La única camarera, desbordada, muestra una amabilidad y una alegría increíbles, tiene una broma para cada cliente, nadie se pone nervioso a pesar de la espera, todas esas mujeres bonitas podrían ir a masturbarse a los servicios y salir sonriendo a la usuaria siguiente, es en verdad un tren embrujado. Al volver a mi vagón, me cruzo con una mujer bastante madura, elegante, con un bello rostro abierto, que me pregunta si no soy Emmanuel Carrère. Le digo que no, ella sonríe y dice: ¡bravo, de todos modos!

Lo primero que hago al entrar en casa es cambiar el mensaje del contestador. Tú lo habías grabado justo después de haberte instalado, me acuerdo de cómo te gustaba decir «estás llamando a casa de Sophie y Emmanuel» y cómo a mí me gustaba oírlo. Un amigo mío al que abandonó su mujer, conservó durante más de un año la grabación con su voz y los nombres de ambos. No es mi estilo, y en este instante me precio de ello. Me precio del odio frío, inapelable, que ha reemplazado a la atroz incertidumbre. Ya no existes para mí, ya no significas nada. Pero por poco que signifiques, aguardo tu llamada para disfrutar de tu desazón y de mi firmeza. Como tardas en llamar, estoy tentado de llamarte yo y, para evitarlo, empiezo a leer los e-mails. Ochenta y cinco. Un buen comienzo. Quitando algunos cascarrabias, todos son entusiásticos: ¡qué carta de amor! Me habría gustado tanto viajar en ese tren, me habría encantado saber cómo ha ido, espero que pronto podamos leer la continuación. Debe de estar feliz, su novia, todas las mujeres sueñan que su hombre les envía esto, deben de estar felices los dos…

Pobrecillos, si supierais…

Llamas hacia medianoche, al móvil.

Emmanuel, ¿dónde estás?

En mi casa.

¿En tu casa?

Sí, y sólo tengo una cosa que decirte, en adelante no contestaré. Puedes venir mañana a partir de mediodía para empezar a empacar tus cosas. Buenas noches.

Llega al contestador de casa una serie de llamadas a las que no respondo; sólo escucho los mensajes. Súplicas, lloros, cólera. Te sienta especialmente mal el cambio de mensaje. Entonces, ¿ya no existo? ¿De verdad que nuestro amor ya no es nada para ti? ¿Quieres destruirlo todo porque he apagado el móvil, porque Véro estaba mal? Emmanuel, contesta, háblame, te lo suplico, sé que estás ahí…

Sonrío, malévolo: cada cual su turno.

Llegas a las once, mientras reviso el centenar de e-mails recibidos durante la noche. No abres con tu llave. Sin levantar la nariz del ordenador, sin mirarte, digo secamente: te dije a mediodía, me gustaría que durante esta semana lo respetaras y llamases al timbre, ya no estás en tu casa.

Emmanuel, hasta nueva orden yo vivo aquí.

Ya no, y te recuerdo que soy yo quien paga el alquiler.

Emmanuel, tenemos que hablar.

¿De qué? ¿Tienes una explicación que darme? Quiero decir una explicación que se sostenga, no las chorradas de tu amiga.

Pero, bueno, ¡ella te llamó! ¡Querías que hablase contigo, ella no quería, me peleé con ella durante todo el viaje de vuelta y te llamó!

Mi risa es burlona. Imposible describir tu aire de candor doloroso, nadie ha adoptado nunca una expresión más leal y recta. Llevas un vestido negro con un amplio escote entre los pechos sin sujetador, miro tus hombros, tus brazos, intento convencerme de que nunca sentiré nostalgia de esos miembros. Te sientas en el sofá del salón, enciendes una cerilla, tú también has vuelto a fumar.

Emmanuel, no sé lo que hay en tu cuento, todavía no lo he leído, pero no había comprendido lo importante que era para ti.

Era importante para ti también. Para nosotros.

De acuerdo, era importante, pero tienes que comprender que no sólo estás tú, que no sólo existe lo que tú quieres, que la gente no toma el tren forzosamente cuando tú lo has decidido. Me reservaste el billete, me dijiste que me habías preparado una sorpresa y por supuesto que me agradaba, me apetecía ir, pero estaba Véro, que andaba muy mal y que es como mi hermana, cuando yo estaba mal ella estuvo siempre a mi lado y yo no podía aceptar tu chantaje.

Yo no te he chantajeado, no te pedí que dejaras a Véro, sólo te dije que me entristecía y que también a ti te entristecería. Aparte de eso te pedí que me llamaras para darme noticias, lo cual era lo mínimo que se podía pedir.

Pero yo te dije que lo tenía todo controlado, que todo iría bien…

Sophie, esta conversación no conduce a nada y tú lo sabes. Tendría sentido si pudieras probarme que estabas con Véro este fin de semana. Era muy sencillo ayer a las cuatro de la tarde, y ahora es mucho más complicado. Pues sí, yo estaba mal, estaba decepcionado, no razonaba con calma, Véro que a las cuatro no quiere dirigirme la palabra y a las siete y media me bombardea con mensajes conciliadores, perdona pero hay una sola conclusión posible.

¿Y cuál es esa conclusión? Dilo. ¿Yo estaba con un hombre?

No creo que estuvieses con tu madre.

¿Oyes lo que estás diciendo? ¿Me imaginas con un hombre cuando Véro se encontraba tan mal?

Me levanto, desalentado, a sabiendas de que no tendré la firmeza de cortar en seco. Me miras como se mira a un loco. Me apetecería tomarte en mis brazos. Me siento en la butaca gris, enfrente de ti, y empiezo, más suavemente: Sophie, lo único que quiero es creerte y pedirte perdón. Admitir que soy celoso y paranoide, pero no lo he sido hasta ahora, has podido engañarme durante cuatro meses sin que yo haya tenido la menor sospecha y hasta me lo has reprochado. Hoy, cualquiera en mi lugar tendría dudas y como yo no puedo vivir con esta duda tendremos que arreglárnoslas para disiparla. Tenemos que encontrar una prueba.

Tú levantas la cabeza, con un destello de esperanza: ¿qué prueba haría falta?

No lo sé… ¿Dónde dormisteis?

Ya te lo dije: en Saint-Valéry-en-Caux…

¿En el hotel? ¿Cómo se llamaba?

El Edén… Era un cuchitril, no había sitio en ninguna parte…

¿Quién pagó?

Vacilas, después dices: Véro. Lo cual me extraña, porque una de las razones de su depresión, aparte del hostigamiento de Denis, es que está sin blanca.

Yo insisto: ¿cómo pagó?

Espero que me digas que en efectivo, pero no tienes esta presencia de ánimo: creo que con tarjeta, o con un talón…

Entonces estamos salvados. Hay una pista. Ella guardó el recibo y aunque no lo guardase, basta con que consulte su cuenta y que me dé una copia de la factura del cobro. Hotel Edén, 19 de julio, es facilísimo.

Lo es, pero al parecer no para ti. Reflexionas un instante, con la cabeza entre las manos, y después dices: no lo hará. No te dará una copia.

¿Por qué?

Porque no soporta a un tío que pide pruebas.

En ese momento suena tu móvil. Sí, Véro, respondes con una voz suave… No puedo hablar ahora mismo, estoy con Emmanuel, está en pleno delirio, tengo la impresión de estar viviendo una pesadilla… Te llamo luego.

Cuelgas. Yo estoy estupefacto.

Sophie, si no me mientes, Véro está destruyendo adrede nuestra pareja. Deberías rogarle que pare este numerito, que consulte ya mismo a su banco o le arrancas los ojos, y no, le hablas con dulzura, sin aludir siquiera a esto, es una locura.

Es una locura porque nunca has sido capaz de ver más allá de tu propio punto de vista. No conoces a Véro.

¡Me importa un bledo conocer a Véro! Sólo quiero que te dé ese papel.

Suspiras. Luego, mirándome directamente a los ojos: ¿sabes lo que va a pasar? Te lo voy a decir. Voy a hacer lo que has dicho, recoger mis cosas, mudarme, el viernes te dejo la llave en un sobre y dentro de ese sobre estará la prueba de lo que me pides. En ese momento lo verás.

Guardo silencio, conmovido de repente.

De acuerdo, digo por fin, y en ese momento seré atrozmente infeliz. Pero hace un minuto estábamos sumidos en el delirio de Véro y ahora me dices que tienes la prueba. Entonces, ¿por qué infligirnos eso? Me la das ahora, yo me postro a tus pies, tú me perdonas o no me perdonas pero nos libramos de esta pesadilla. ¿Qué prueba es?

Te quedas callada un momento. Me miras, con lágrimas en los ojos. Después, con una voz a la vez muy baja y muy clara, dices: un test de embarazo.

Un mazazo.

¿Estás embarazada?

Mueves la cabeza. Las lágrimas ruedan por tus mejillas.

Estás en el sofá, con los ojos cerrados, la cabeza echada hacia atrás, veo una vena palpitar a lo largo de tu cuello. Me quedo desplomado en la butaca gris frente a ti. Desde hace una hora fumamos un cigarrillo tras otro. Conservas continuamente el mechero en tu mano crispada y cada vez que yo te lo pido, con la voz o un gesto, me esfuerzo en cogerlo sin tocarte. No tocarte nunca más, como un alcohólico arrepentido que aparta la mirada de un bombón de licor. Ahora me levanto y con toda delicadeza retiro el cigarro que se consume entre tus dedos, lo aplasto en el cenicero y digo: ahora, esto se acabó. Tomo el paquete y el cenicero para ir a vaciarlos en la cocina. Allí me quedo un momento solo. Pienso que hará falta un tiempo para que me perdones, pero que acabarás perdonándome. Leerás el cuento, verás en él mi amor, comprenderás mi rapto de locura. Así pues, había una explicación. La más simple, en la que yo no había pensado. Por más que te dijera que confiases en mí, temías que yo no quisiera realmente este niño, que lo aceptase, si lo aceptaba, más por coacción que por deseo. Quisiste marcharte sola para reflexionar, apagaste el móvil porque no debías hablarme, porque si lo hacías no podrías evitar decírmelo y aún no te atrevías a hacerlo. Quedan algunas zonas de sombra, qué es ese rollo de Véro, a la que tú crees muerta, que está muy mal, que no quiere hablar conmigo, pero no pienso en todo esto. Pienso que estás embarazada, que vamos a tener un hijo. Hace unas semanas aún te habría dicho que era muy pronto, que había que pensarlo, esperar, pero me equivocaba: lo que yo creía que no quería aún, inconscientemente lo quería ya, me parece extraordinario que suceda en el momento en que se publica el cuento, hay una lógica perturbadora en ello y no puedo dejar de pensar que, por añadidura, es un final perfecto para el libro que voy a escribir.

Vuelvo a la sala. Al rodear la mesa baja, franqueo el metro cincuenta que me separa del sofá y me siento a tu lado, sin tocarte. Estás hecha un ovillo, casi me das la espalda, con las manos te abrazas los codos. Te rozo una mano, no sé si vas a dármela pero me la das. La tomo. Se queda inerte. Con mis dedos alrededor de los tuyos, cuento hasta nueve. Será en marzo. Has debido de entenderlo. Me aprietas la mano, me la guías. La posas en tu vientre. Dices: es increíble, los pechos ya están el doble de grandes.

Descansas la cabeza en mi hombro. Dices: Emmanuel, mi amor, ¿qué es esa obsesión con la mentira? ¿Quién te ha mentido?

Vamos a la habitación. Nos tumbamos en la cama. No obstante, no vamos a desvestirnos, no tan deprisa, pero nos quedamos abrazados y te acaricio los pechos diciendo amor mío, amor mío, y tú lloras suavemente.

Te duermes. Yo no. Doy vueltas en la cabeza a todo lo que ha ocurrido en los dos últimos días. Lo mire como lo mire, algo se me escapa. Pero atribuyo a Véro la culpa de todo. Cualquier amiga sensata a quien hubieras explicado la situación te habría dicho que vinieras a mi encuentro con el corazón alegre. Habrías tomado el tren y leído mi cuento, y por la noche, en el restaurante, me habrías dicho, con los ojos brillantes, que tú también tenías una sorpresa para mí. La fiesta que podríamos habernos ofrecido el uno al otro no se celebró porque esta loca malvada te metió en la cabeza no sé qué aberraciones, que quizá yo reaccionase mal, que había que hablarlo entre mujeres, ¿qué chorradas te habría dicho y por qué? Por odio a los hombres, sin duda por odio hacia ti. Está celosa, más o menos conscientemente sueña con destruir nuestra pareja porque yo no soy el tipo de intermitente del espectáculo con barbita y coleta atada con una cinta que según ella te convendría, es decir, que te rebajaría a su nivel ínfimo. Pobre chica, pobre loca, la verdad es que tienes que dejar de verla, esa clase de amigas mal folladas y ariscas que organizan pequeñas cenas para decir pestes de sus hombres son como el tabaco: una mala costumbre. Desde hace tres días, a mi vez, encadeno un cigarro tras otro, pero voy a parar mañana, mañana dejamos los dos el hábito.

Entretanto, bajo a comprar un paquete y también Le Monde, que examino en la terraza de un café. El reportaje de Grangeray y Fralon está en la última página: no es muy malévolo, aunque forzosamente me pintan con los trazos de un niño frustrado que tiene una pataleta. Me da igual, yo conozco el final de la historia.

Sigues durmiendo cuando vuelvo a casa. Me acurruco un momento contra ti, pero tu sueño no me apacigua. No parece apacible. Tienes la cara crispada, dolorosa, te remueves como si tuvieras un mal sueño. Me levanto, enciendo el ordenador. Ya he recibido doscientos veinte e-mails, la mayoría efusivos. Varias propuestas sexuales, encantadoras algunas. Unos cuantos insultos que yo, parcial, encuentro idiotas. Ya hay reacciones al artículo aparecido hoy. Conmovidos por mi frustración, muchos quieren consolarme: lo esencial es el texto, importa poco que la mujer exista o no. ¡Pero tengo ganas de gritar que sí existe! Y entre los últimos mensajes que han llegado, el siguiente:

«¿Puedo empezar a leer?

Aún no. Espera a que el tren salga. Hay que respetar estrictamente las consignas del texto. Cuando el tren se ponga en movimiento, empiezas. No antes. Faltan diez minutos.

Dime la primera frase.

No, hemos dicho que no haremos trampas.

Por favor, sólo la primera frase.

De acuerdo, pero después paramos. Empieza así: “Antes de subir al tren, has comprado Le Monde en el quiosco de la estación.”

Él compró el periódico una hora antes. No tenía previsto coger el tren aquel día. Acompañarla hasta La Rochelle. Le ha decidido el texto del marido. Ese relato extraño publicado este viernes. Por supuesto, ella le había dicho lo del cuento para Le Monde, pero no había precisado nada del contenido del texto. Cuando él ha terminado la última línea, ha posado el periódico, pagado el café y se ha metido en un taxi para la estación. Se reunirá con ella discretamente en el compartimento. Ella no se ha mostrado sorprendida al verle. Él se ha sentado enfrente y le ha dado instrucciones. Las del amante. De hecho, nada más que seguir escrupulosamente las instrucciones del texto. Pero con la diferencia notable de que él estará allí. Que volverá a leer el cuento al mismo tiempo que ella lo descubre. Y que se burlarán juntos del marido. Él la observará a lo largo del trayecto, espiará el menor estremecimiento de su piel, la adivinará desnuda debajo de la ropa, verá cómo se desliza el dedo por debajo de la axila, leerá en sus labios las palabras: “Me apetece tu polla en mi coño.” Sí, pero la polla de él. Su polla enorme que la hace aullar. Porque el amante no es un delicado, un gozador despacioso, un esteta del polvo. El amante la toma como a una perra y a grandes golpes de ariete, con la espalda pegada a una pared o en un rincón de un parking. La penetra hasta sofocarla, la excava, y cuando ella se sume en la pequeña muerte, agotada, presa de temblores nerviosos e inundada de placer, en oleadas brutales que le cortan la respiración, él sabe que ella es mucho más que su cosa, mucho más que un animal domesticado. Que es una parte de él. Porque su polla enorme le ha deformado la vagina y moldeado con su huella el interior del vientre; su sudor acre, fuerte, su sudor de hombre sureño ha depositado en ella una capa invisible pero viva, llena de surcos subterráneos y secretos en el fondo de la piel, que la irrigan tanto como la alimentan. Y cuando esos pozos de sudor acaban de secarse, el vientre se le relaja y el placer se desvanece, de nuevo la invade el deseo del amante.

Hoy, sin embargo, nada. Sólo mirarla. De hecho, él mira a distancia cómo hace el amor con su marido en un tren. Ante todo, no hay que modificar el plan inicial. Porque a medida que ella va descubriendo el texto, el deseo de ambos crece. Porque excitarse con las palabras del marido ante la mirada del amante va a proporcionarle un placer nuevo e intenso. Al final irán a masturbarse juntos, los dos en los servicios. Ella delante del espejo, él detrás. Él tendrá cuidado de no eyacular sobre ella, de hacerlo lentamente en el suelo, sin salpicarla. Tendrán que ser fuertes para no tocarse. Que ella consiga no meterse en la boca la polla enorme de la que ama todo. El olor, la forma, ese glande redondo y rechoncho, la vena hinchada que se enrosca en la verga como hiedra y que ella adora acariciar y comprimir con la punta de la uña, y su esperma, marfil tan abundante con el que ella se unta la cara. Cuando tienen tiempo, ella le pide a veces que descargue sobre su cabello rubio. A continuación, él le masajea un largo rato el cráneo diciendo que le introduce en la cabeza cantidad de simiente y minúsculos seres vivos.

Pero esta vez nada físico. Será únicamente como está escrito. Y, para acabar, el e-mail enviado a la llegada. Él lleva encima su libreta. En cuanto baje del tren, buscará un cybercafé para enviar el mensaje. Sin duda es esto lo que más les excita. Que el marido sepa sin dejar de dudar. Que sea el cazador cazado. Le Monde, seiscientos mil lectores y muchísimos e-mails. Y es muy difícil distinguir lo verdadero de lo falso. Las reacciones convenidas y habituales de los lectores, las continuaciones torpes de los aspirantes a escritores, las propuestas de todo género, y este texto. Al principio se reirá. Se dirá: no está mal. Está correctamente escrito, es divertido. Y después acabará aflorando la duda. Han acordado que, siga el camino que siga después esta historia, ella lo negará todo. Ni una palabra, ni un indicio, nada. Nunca volverán a hablar de este viaje.

Ya ves, Emmanuel. Mi relato ha terminado. Soy el amante. Es un enunciado performativo. Te declaro la guerra. Con mi polla enorme. Antes de depositar este texto y olvidarlo al instante, unas pocas palabras para sembrar la duda definitiva y turbarte un poco: Philippe, de Niza. Y de noche ella prefiere dormir acurrucada, de costado, con la espalda curvada y tú (o yo) pegado contra ella.

La Rochelle, 20 de julio de 2002, 18 horas.»

Ni erratas ni faltas de ortografía. La crueldad pura. No hay suficiente para que yo crea que ese tío es o ha sido realmente tu amante, habría detalles físicos más concretos, pero es suficiente para hacerme daño. Tú y yo durmiendo acurrucados. Tú durmiendo acurrucada contra otro, haciendo el amor con otro. Me digo que el Philippe de Niza es un auténtico depravado. ¿Acaso no lo era también mi cuento? No, no, no creo. Ingenuo quizá, adolescente, pero no depravado. Apago el ordenador, me quedo sentado delante, me pongo a pensar otra vez y cuanto más pienso más evidente es que toda esta historia no se sostiene. Rebobino la película otra vez. Viajé a Rusia a finales de mayo y volví con un acceso de herpes que nos obligó a hacer el amor con condones hasta la víspera de mi partida a la isla de Ré, donde te gocé por primera vez en un mes y medio. Era un viernes y una semana más tarde descubres que estás embarazada y tienes los pechos hinchados. ¿No es un plazo muy corto, una semana? Tengo ganas de despertarte, interrogarte. Vuelvo a la habitación, te miro mientras duermes. ¡Qué aire de sufrimiento tienes! Me encierro en mi despacho con la guía telefónica, hablo en voz baja con varios ginecólogos del barrio. El doctor Weitzmann, rue de Maubeuge, puede recibirme a las 18 horas. Me prometo no interrogarte hasta después de haberle visto.

Te levantas hacia las cinco, extenuada. Te preparas un baño. Tienes muy mal aspecto. Hago un té, te lo llevo al cuarto de baño. Me siento en el borde de la bañera y, olvidando mi promesa, te digo que me gustaría hacerte otra pregunta más, la última.

No, Emmanuel, basta, ahora mismo no estoy en condiciones de responder a tus preguntas, ya me haces bastante daño así.

Escucha, mi pregunta es sólo: ¿cuánto te lo has hecho, el test de embarazo?

No lo sé, este fin de semana…

¿Cómo que no lo sabes? No es algo que se olvide.

Sí, estoy totalmente confusa, lo olvido todo, las fechas, los lugares, no tengo tu memoria, deja de torturarme, ¿qué quieres? ¿Que muera en mi vientre, el niño?

Sophie, cuando una está embarazada el test no es lo único, hay que ir al ginecólogo…

Voy mañana por la mañana.

Yo te acompaño.

No, no, prefiero que no, es un asunto mío.

¿Y mío, no es asunto mío?

Cuanto más hablamos más seguro estoy, y gozo cruelmente al ver cómo te embrollas, pero no quiero asestar el golpe de gracia antes de la confirmación oficial. Me dices entonces que sería mejor que nos separásemos unos días: necesito estar sola y tú, además, tienes a los niños, estarán inquietos, deberías volver a la isla de Ré…

¿Qué quieres que haga en la isla de Ré? Nadie comprende tu ausencia, mi marcha, y como yo tampoco las comprendo no veo la forma de tranquilizarles.

Te digo que necesito estar sola, es un asunto de mujer, ¿puedes entenderlo?

No, no puedo entenderlo. A no ser, claro está, que el hijo no sea mío.

Ya está, ya lo he soltado. Me miras horrorizada.

¿Has oído lo que has dicho? ¿Dices que me quieres y le dices eso a la mujer que quieres?

Digo que no aguanto más, que salgo a dar una vuelta.

El doctor Weitzmann está sujeto al secreto profesional, pero yo no, y puedo decir que me ha caído muy bien. Cincuenta años, amistoso, directo. El plazo entre la concepción y un test positivo es de catorce días en principio, puede ser un poco menos, por supuesto, sobre todo en mujeres que no son regulares como relojes…, pero tú sí lo eres. Viernes 12, domingo 21, lo siento muchísimo pero sinceramente hay muy pocas posibilidades de que sea suyo. Podemos hacer ya mismo una ecografía, de todos modos habrá que hacer una pronto si ella quiere tener el niño, y si hay una confesión que hacer no sirve de nada aplazarla. También a mí me extraña: que te obceques en mentir cuando no tienes ninguna posibilidad de que te crean.

Al acompañarme a la puerta, el doctor Weitzmann, que me ha reconocido y ha leído mi cuento, pregunta: ¿es ella?

Sí.

Es muy triste.

Me siento en la butaca gris, aguardo a que vengas a sentarte en el sofá, frente a mí. Es como si tuviéramos asignados los asientos, los gestos y los trayectos posibles en el piso se han enrarecido monstruosamente desde hace veinticuatro horas. Ir del cuarto de baño al dormitorio, del dormitorio a la sala era sencillo en otra época, pero hoy es una trampa.

Pausadamente, te cuento mi visita al doctor Weitzmann. Tengo que repetirlo todo, las fechas, los plazos, y tú me escuchas como si no comprendieras. Yo exhibo esa sonrisa horrible que más adelante me reprocharás tanto. Como la de un ajedrecista seguro de dar mate y que se toma su tiempo.

Resumiendo: ¿lo que quieres decir es que el niño no es tuyo?

Lo dirá la ecografía. ¿Quieres que la hagamos mañana? En todo caso, habrá que hacerla algún día.

Me odias, ¿es eso?

Sí, es eso, sí.

Te levantas, coges tu bolso, sales sin decirme adónde vas.

No das un portazo, tampoco la cierras con suavidad. Si hay una manera neutra de cerrar una puerta es la tuya.

Las cuatro de la madrugada. Acabo de escribir todo lo que ha ocurrido en los dos últimos días. Mucho tiempo después hice algunas correcciones, suprimí algunas cosas, pero en líneas generales todo lo que antecede lo escribí aquella noche. Anotar lo más textualmente posible las palabras que pronunciamos era para mí el único modo de atravesar lo que nos ocurría y habría de ocurrimos los días que siguieron.

No hay que tentar al diablo: mi madre lo dice siempre. ¿He tentado al diablo? ¿Es mi destino tentarlo, haga lo que haga?

Quisiera no pensarlo. Quisiera pensar que aquel cuento era un acto de amor, a la par del cual se consumó una traición, y que ella no la provocó. Quisiera creer que no soy culpable de nada.

Pero no lo consigo.

Es raro que me preocupe tan poco saber quién es el otro. Saber si ella quiere tener el niño, si él quiere vivir contigo. Y tú, ¿qué quieres tú?

A ratos me digo que eres un monstruo, una mentirosa patológica, y a ratos que soy yo el que delira. Una pequeña aventura y a raíz de ella un embarazo no deseado es un accidente, un motivo de crisis, pero no una monstruosidad. Si no hubiera coincidido con la publicación de mi cuento, yo afrontaría esta crisis sin volverme loco. Pero está la decepción, y más que ella la herida en el amor propio, la humillación, el triunfo previsto que desemboca en el ridículo: es eso lo que no soporto, lo que me empuja a hostigarte y a ti te obliga a hundirte en mentiras cada vez más incoherentes.

Al amanecer no aguanto más y te llamo al móvil. Tienes la voz apagada, nos hablamos bajo, como si hubiera gente cerca a la que temiésemos despertar.

Digo: temo por ti.

Sí.

¿Dónde estás?

No tengo que responder a tus preguntas. Te he querido como no he querido nunca a nadie.

Lo sé. Yo también te he querido como a nadie. Pero no puedo evitar hacerte estas preguntas. Es demasiado grave.

¿Qué es tan grave? ¿Que yo no haya cogido un tren? ¿Que no haya hecho lo que querías como un personaje de novela?

No. Que estés embarazada de otro hombre y que hayas querido hacerme creer que el niño era mío.

Yo no he querido hacerte creer que era tuyo.

Entonces, ¿no es mío?

No quiero responderte.

Bien.

No sabes la verdad. No sabes nada.

Pero te pido la verdad. Quisiera que me hablases.

Dame un poco de tiempo. Ahora necesito dormir. Está bien que hayas llamado.

Cuando dices que nunca has querido a nadie más que a mí, que nunca has deseado a alguien como a mí, sé que es cierto, aunque no le guste a Philippe de Niza y a su polla enorme que me declaran la guerra.

Y cuando te digo lo mismo, sabes que también es cierto.

Tengo ganas de volver a decírtelo: amor mío. Desde hace un año, como mínimo, lo repetía a menudo, solo, a media voz: amor mío.

Te he querido tanto.

Trescientos treinta y nueve e-mails. Empiezan a parecerme un poco repetitivos. Siempre los mismos elogios, siempre las mismas preguntas. Pero en el montón hay este mensaje, que me emociona tanto como daño me hizo el de Philippe de Niza:

«Es para decirle: gracias.

Le Monde del sábado 20 de julio me llegó por casualidad, unos amigos de paso lo olvidaron en mi casa. Lo he dejado pendiente hasta esta tarde.

La casa está tranquila. Hace un día magnífico, muy caluroso.

Echamos la siesta, ¿comprende?

Entonces he leído y he utilizado Le Monde.

Y he gozado.

El que me procuraba placer de esta manera se encuentra hoy muy incapacitado, al menos por el método simple y directo. Pero él sabe que conmigo las palabras son eficaces. Entonces se ha servido de usted, creo, se ha servido de sus palabras, y es justo que le agradezca que me haya transmitido su mensaje.

El que me daba placer murió hará pronto cinco años.

Desde entonces yo no echaba la siesta.

Tengo setenta años.

Gracias de nuevo.»

¿Has vuelto para hablar conmigo?

Sí, he vuelto para hablarte.

Pues adelante, escúchame. Te quiero a rabiar, hay quizá una posibilidad de resolverlo, pero hoy tienes que decírmelo todo. Es preciso que no me mientas. Si lo haces lo sabré, no porque vaya a contratar a unos detectives, sino por ese extraño fenómeno que se da entre nosotros y que hace que te llame al amanecer, desde Kotelnich, la noche en que no has dormido en casa, y que tú sepas que estás embarazada de otro el día en que yo declaro al mundo entero que te quiero. Si me entero, y me enteraré, de que hoy me has mentido estamos muertos.

No te mentiré. Pero no sólo quiero contarte lo que ha pasado estos últimos días, sino contarte nuestra historia desde el principio.

¿Te acuerdas de nuestra primera cena, en el restaurante tailandés, cerca de Maubert?

Por supuesto que me acuerdo.

Llegaste tarde. Yo había extendido encima de la mesa papeles relacionados con un empleo que me proponían en mi oficina. Me preguntaba si debía aceptarlo. Era importante para mí, quise hablarte de ello y tú me escuchaste unos minutos poniendo cara de interesarte, pero enseguida cambiaste de tema y te pusiste a hablar del reportaje que ibas a hacer en Rusia, a contarme la historia del húngaro. Y yo no puse cara de que me interesara: me interesé de verdad. Quedó implantado así desde aquella noche. Tus historias nos interesan a los dos, las mías sólo a mí. Te parecen desdeñables. Pero eso me lo dije a mí misma más tarde. De momento me había enamorado. Y sé que tú también, no me cabe duda a este respecto. Yo había ido a la cena pensando que quizá acabaríamos acostándonos, y cuando me desperté, a la mañana siguiente, supe que volveríamos a vernos aquella misma noche y las siguientes, y que tú también querías que nos viéramos, y así fue. Era evidente, un poco milagroso.

Cuando me propusiste que fuera a vivir a la rue Blanche yo estaba feliz y al mismo tiempo tenía miedo porque intuía que a ti te asustaba. No lo dijiste claramente, pero yo me daba cuenta de que lo que habría convenido era que yo llevase dos maletas de ropa y que conservara mi apartamento para el caso de que aquello no funcionase. Me acuerdo de que todo el mundo se rió cuando llegaste con la camioneta, porque habías elegido el modelo más pequeño y tenías pinta de estar consternado por la cantidad de cosas que había que transportar. No había tantas, sin embargo, pero aun así para ti eran demasiadas. Me sentí incómoda cuando te presenté a los amigos que habían venido a ayudarme para la mudanza. Hiciste lo posible por ser amable, pero yo veía que no te gustaban. Eras mayor y más rico que ellos, y tenías una profesión de más prestigio, y tuviste al verles un reflejo de clase que me hizo daño. Aprecio a mis amigos, los quiero, y no tenía ganas de sacrificarlos por ti.

Te interrumpo: Pero, Sophie, nunca te pedí que los sacrificaras por mí. Hemos visto a tus amigos tanto como a los míos, hemos hecho fiestas donde se mezclaron muy bien. Y lo que me apena cuando te oigo es que hablas como si nunca hubieras sido feliz conmigo.

Sí, fui feliz. Profundamente feliz. Más de lo que había sido nunca con nadie. Me gustaba vivir contigo, hacer el amor contigo, desayunar contigo. Pero nunca me sentí segura. Estabas orgulloso de mí y al mismo tiempo un poco avergonzado. Como si yo no fuese digna de ti, como si yo sólo fuera en tu vida una etapa agradable mientras esperabas encontrar a la mujer que te convendría de verdad. De un momento a otro, porque yo había dicho algo que tú considerabas vulgar o porque yo había llamado a alguien con uno de esos apodos que te ponen muy nervioso, tu cara de enamorado podía transformarse en otra dura y lejana, la cara de un enemigo. Yo te amaba, sabía que tú me amabas, pero todo el tiempo tenía miedo de que me dejases. Todos sabemos, por supuesto, que las cosas no son eternas, que las parejas pueden deshacerse, pero en general es sólo una posibilidad, mientras que contigo era una amenaza perpetua. No parabas de repetirme que no debía confiar en ti, que aquello era una prueba entre nosotros, que siempre lo sería, que estábamos enamorados pero no construiríamos nada juntos. ¿Te acuerdas de la noche en que dijiste delante de todo el mundo en la cocina que si yo quería un hijo lo sentías mucho pero que no lo tendría contigo? ¿Te acuerdas del tío que empezó a bombardearme de e-mails, a mandarme flores y libros a la oficina? Cuando te lo conté te lo tomaste a la ligera, como si ningún rival pudiese amenazarte. Pensé que estabas demasiado seguro de mi amor por ti, demasiado seguro de que si uno de los dos dejaba al otro serias tú el que me dejarías. Me hizo mucho daño esto, muchísimo daño.

Después vinieron tus viajes a Rusia. Al principio soñé que me propondrías que te acompañara, al menos que me reuniera allí contigo una semana, que compartiéramos lo que me decías que era importantísimo para ti. Estoy segura de que ni siquiera se te pasó por la cabeza. No sólo querías vivirlo solo, sino que cada vez que te ibas me dabas a entender que quizá allá lejos ocurrieran muchas cosas, que tu vida podría tomar allí un rumbo nuevo. Yo pensaba en las mujeres rusas, por supuesto, y estaba celosa. Tenía la impresión de que allí estabas buscando algo que yo nunca podría darte. Me sentía marginada, sin otra cosa que hacer que esperarte, y eso sin la seguridad de que volverías.

¿Te acuerdas de la cena con Valentine, justo antes de que te fueras a Moscú, el verano pasado? ¿Te acuerdas de las historias graciosísimas que nos contaste sobre los excursionistas que iban a ligar con nosotras en el refugio del monte Agnel mientras a ti se te ligaban unas modelos rusas? Entonces me reí con tus historias, pero en realidad no me hacían tanta gracia. Pensaba que si hubieras querido decirme: siéntete libre, porque yo no voy a molestarte, no lo habrías dicho de otra manera. ¿Y sabes lo que pasó? No te lo dije aquel invierno porque en el fondo me daba la impresión de que te importaba un bledo, pero allí, en el refugio del Agnel, conocí a Arnaud. La noche en que llamaste de Moscú. Él también hacía senderismo con unos amigos. Hablamos, noté que a él le impresionaba que mi hombre me llamase desde Moscú, y que también se preguntaba qué hacía mi hombre en Moscú mientras yo estaba en el Queyras, incluso llegó a decirme que en tu lugar me habría llevado a Moscú o él habría venido al Queyras, pero que en todo caso se habría quedado conmigo, que no se habría despegado de mi lado. No se atrevía a tirarme los tejos, pero me di cuenta de que yo le gustaba y que esto era agradable. Habría preferido no estarlo, pero me sentía disponible. Tenía la sensación de que eras tú, con tus historias, el que me empujaba a los brazos de aquel chico, que lo habías previsto, que en el fondo era eso lo que querías. Así que sí, fui hacia él. Ya te conté lo que ocurrió después. Nos vimos en París, nos enviamos e-mails…

Os acostasteis.

Sí, pero acostarnos juntos no era lo más importante para mí. Él quería que nos casáramos y tuviéramos hijos. Que pasáramos el resto de nuestras vidas juntos. Él creía realmente en ello y yo quería creer. Me sentaba bien que me quisieran de aquella forma. Simple, directa, con un futuro. Él sabía que yo te quería, por supuesto, pero me decía que yo no te hacía feliz y que él sí podía hacerme feliz. Estaba seguro, y estaba dispuesto a esperar que yo también lo estuviese. Esperó. Sufría, y yo también sufría, tú eras el único que no sufría porque no veías nada. Ni siquiera viste el anillo. Al final hablé contigo. Me pediste que me quedara y me quedé. Se lo dije el día mismo. Rompí con él.

¿Definitivamente?

Definitivamente, y lo que me pareció terrible es que no volveríamos a hablar nunca del asunto. Para ti estaba arreglado, lo habías olvidado al cabo de dos días. Un hombre me quería de verdad, me proponía que nos casáramos y tuviéramos hijos, yo estaba desgarrada y tú ni por un segundo lo tomaste en serio.

Sí, lo tomé en serio. Comprendí que si quería seguir viviendo contigo tendríamos que tener un hijo. Sólo te pedí que esperásemos un año, para estar seguros de nosotros.

Sí, me pediste que esperásemos un año. Una vez más, eras tú el que decidías, el que establecías el calendario y yo no tenía nada que decir al respecto.

De todas formas, acuérdate de que brindamos por el niño, en una cena en casa de Jean-Philippe, y sorprendí a todo el mundo proponiendo aquel brindis.

Es cierto, y me dijiste que la idea de verme embarazada era muy erótica para ti. Me gustó que me dijeses eso, pensé que era un auténtico regalo para mí y para el niño.

Sollozas y repites suavemente: es cierto…

Cuando volviste a marcharte para rodar la película en Kotelnich, no comprendí muy bien lo que pasaba, pero me hundí. Me sentía sola, abandonada, tenía miedo, sentía que mi vida se desparramaba por todas partes. Pasé una noche con un hombre.

¿Una sola?

Una sola, la noche en que intentaste llamarme para decirme que volvías antes.

Lo sabía. Sabía que me mentías.

Te mentí porque no tenía importancia.

¿Quién es ese hombre?

Te digo que no tiene importancia.

¿Le conozco?

No.

¿Y follasteis sin condón?

Silencio.

¿Cuándo te diste cuenta de que estabas embarazada?

El jueves pasado. Unos días antes me dijiste: confía en mí. Era la primera vez que me lo decías. Es la primera vez que estoy embarazada. Es la primera vez que aborto.

Bajas la cabeza. Lloras.

No me atrevo a tocarte. Pregunto suavemente: ¿has decidido abortar?

Levantas la cabeza.

Quería un hijo tuyo, Emmanuel, no de otro. Habría querido hacerlo lo antes posible, para reunirme contigo el sábado con el vientre vacío, pero hay un plazo obligatorio y no era posible antes del lunes. Por eso no podía ir a verte el fin de semana. No quería verte hasta que hubiese abortado. Y después todo se mezcló con lo de tu cuento. No sé lo que contiene, no tengo la cabeza ahora para leerlo, lo único que entendí fue que tú querías que fuese a toda costa, que estabas dispuesto a venir a París a recogerme y que eso no era posible. Cada llamada de teléfono entre nosotros se convirtió en una pesadilla, y por eso acabé apagando el móvil. Me dije que te lo explicaría más tarde, que lo entenderías o no lo entenderías, pero lo urgente para mí era cortar toda comunicación entre nosotros.

Estabas con el otro, ¿no es eso? ¿El que te dejó embarazada?

No podía acarrear aquel peso sola, Emmanuel.

¿Y él qué decía? ¿Qué quería?

Que tuviera el niño.

Sophie, no comprendo. ¿Te acuestas con un hombre una sola vez, me dices que no tiene importancia y él quiere tener el niño?

Murmuras: me quiere.

Una pausa y luego pregunto: ¿es Arnaud?

Bajas los ojos. Y después, tras un largo silencio, me dices que tomaste el lunes la primera píldora abortiva, que debes tomar la segunda esta noche y que la ginecóloga te ha anunciado una noche de dolor y hemorragias. Querrías que te dejase el piso algunos días, necesitas estar sola.

De acuerdo, me voy mañana a la isla de Ré.

Vendré mañana, entonces.

¿Y esta noche?

Esta noche dormiré en otro sitio. Esto es asunto mío, no quiero vivirlo contigo.

¿Con él, entonces? ¿Vas a dormir en su casa?

No tengo por qué decírtelo.

Hacemos una tregua. Voy junto a ti en el sofá, te estiras en mis brazos. Con los labios en tu pelo, murmuro: amor mío, amor mío, y te acaricio la cara. Pero la sombra gana. Pienso en Arnaud, el joven a quien no conozco y que te ama, te espera, aguarda a que comprendas que conmigo no vas a ninguna parte y a que le escojas. Pienso en su sufrimiento si te ama como dices, y creo que sí te ama como dices, cuando tuviste que comunicarle que esperabas un hijo de él y que habías decidido no tenerlo. Pienso en el momento en que me hiciste tocarte los pechos hinchados. Como habrías hecho si hubieras estado embarazada de mí.

Te has ido, me quedo solo. Miro los e-mails. Un anglófono que me figuro, a juzgar por su estilo florido en mayúsculas, que se dedica a la meditación trascendental y a la recitación de mantras, me escribe: «You say in your story that you love the Real but it exalts the Unreal and the Evil. I hope that woman slapped you when you met her for degrading her in that way. I hope she left you. You deserve it. You deserve to have your heart broken.»

¿Merezco que se me rompa el corazón? ¿Merezco que me abandones? ¿Que me abofetees? En lugar de darme una bofetada hiciste algo peor, pero fue peor porque te hice sufrir. No he sabido quererte, no he sabido verte. Tú me mentiste, me traicionaste, pero cuando descubres que estás embarazada de otro hombre no dudas un solo instante en abortar. Porque quieres un hijo mío.

¿Algún día tendremos uno?

Antes de subir al coche, recorro Le Monde en el café. El «defensor», que una vez a la semana comenta el correo de los lectores, consagra su crónica a mi relato y, en nombre del periódico, hace un acto de contrición. Sólo cita cartas indignadas, acompañadas de amenazas de cancelar suscripciones, y de ahí concluye que Le Monde se equivocó al publicar un texto a la vez escandaloso y mediocre. Si tuviese el valor, yo mismo escribiría al defensor para recordarle esta regla elemental del periodismo: cuando a un lector le gusta un artículo escribe al autor, cuando no le gusta escribe a la redacción. Desde hace cinco días he recibido más de ochocientos mensajes de los que las nueve décimas partes son entusiastas; el defensor sabía que yo había dado mi dirección de correo electrónico, no le habría costado mucho pedirme algunas muestras de ese correo. Lo más hiriente de su crónica no es, obviamente, la indignación, sino la ironía. Mi cuento aparece en ella como una provocación de crío que ha fracasado en redondo, algo vagamente ridículo y molesto. En mi pequeña carrera, hasta ahora sin pasos en falso, es la primera vez que me despellejan con un tono semejante, y una de las primeras cosas que descubriría al llegar a la isla de Ré fue que Philippe Sollers imitó el ejemplo del defensor y en Le Journal du dimanche se burlaba con arrogancia de mi texto y se asombraba también de que Le Monde hubiese publicado aquel fragmento de pornografía impúber, y concluía con una broma sobre lo que debe de pensar de todo esto la secretaria perpetua de la Academia Francesa.

Lo que piensa está bastante claro, pero se dejaría hacer picadillo antes que decirlo y se limita a hablar de otra cosa, de los vecinos, del tiempo, de Raffarin, de las compras por hacer, sin la menor alusión al cuento, a tu ausencia, a mis idas y venidas erráticas. A mi padre, por su parte, parece haberle picado una flecha de radjaijah, el veneno que produce locura en los libros de Tintín, es decir, que cuando me acerco se pone a deambular de un lado a otro mirando hacia otra parte, y si en la sala, delante del televisor, le pregunto dónde está Jean-Baptiste, mi hijo menor, responde, azorado: pues no sé, seguramente en su habitación, o viendo la televisión.

Papá, digo con suavidad, ves que no está viendo la televisión.

Bueno, he dicho que debía de estar en su cuarto o viendo la televisión, y si no la está viendo estará en su cuarto.

(Este diálogo tiene lugar a un metro del televisor.)

En este ambiente de desastre y de cháchara petrificada, Jean-Baptiste sólo pregunta una cosa: ¿qué tal? Le respondo que mal, que las cosas no van bien, que sin duda irán mejor pero que de momento no van muy bien, y al cabo de un minuto vuelve a preguntar: ¿qué tal? A la larga acabamos contando las veces, se convierte en un juego infantil, y nos reímos.

Gabriel, su hermano, se ha ido a un campamento de escalada. Jean-Baptiste se queda solo con mis padres, he venido a verle, pensaba quedarme dos o tres días, pero comprendo muy pronto que veinticuatro horas ya será demasiado.

Vamos a bañarnos juntos, el mar está agitado y lleno de algas, cuando volvemos empieza a llover, estalla la tormenta, mi padre ordena las tumbonas como quien asea a un muerto, mi madre en la cocina fija la mirada en la olla a presión con cara de esperar estoicamente a que le explote en la cara. Me digo que aunque todo hubiese ocurrido como había previsto, era una pura locura imaginar que mis padres se tomarían bien el cuento. ¿Y a mí qué mosca me ha picado? ¿Por qué he escogido su casa como pista de aterrizaje y a ellos como testigos? Cena silenciosa, incómoda, después de la cual, decidido a plantar cara y a no esconderme, voy a reunirme con Ars Olivier, Valérie y un grupo de amigos más o menos comunes: pequeña sociedad muy chismosa, es decir, muy parisina, y que a mi llegada bulle de curiosidad. Tu desaparición, mis respuestas evasivas por teléfono, nadie comprende nada, todo el mundo quisiera saber. Corto en seco diciendo que ha ocurrido entre nosotros algo un poco complicado, pero que no tiene nada que ver y que no tengo ganas de contar. El público está frustrado. Ya no diré más, hay que contentarse con el relato. A Olivier, que no es sospechoso de gazmoñería, le ha parecido…, ¿cómo decirlo?, bien hecho, pero, en fin, cuando conoces a los protagonistas produce de todos modos una impresión extraña… Valérie dice que no corresponde en absoluto a sus fantasías sexuales y que, a su entender, sacar la polla así delante de los padres e hijos era un tanto inmaduro. Y por mucho que Nicole exclame: ¡a mí me gustaría que un hombre me escribiese eso! ¿No serás tú el que me lo escriba, François? (François se encoge de hombros y se sirve más vino blanco), prevalece la sensación de una mezcla de ingenio, fanfarronada sexual y pérdida de control que, sin dejar indiferente, más bien incomoda.

Bebo y fumo mucho. Cuando la conversación cambia de tema, defiendo como puedo mi criterio, prefiriendo esto, despreciando aquello, y me digo para mis adentros que aunque yo puedo, llegado el caso, ocupar un sitio en este tipo de grupitos, tú no, tú desentonarás siempre, estarás siempre celosa de una chica como Valérie, que es ¿qué?, periodista en Elle, pero opina de todo con aplomo, no con ese temblor de indignación y humillación que se mezclan en tu voz; pero es a ti a quien amo, por tu alegría que a veces he entrevisto y que ensombrece tu bastardía original, el hecho de que al nacer, un bebé al parecer feo, negro y peludo, tu madre llorase porque sólo ella estaba allí para mirarte, amor mío.

Amor mío.

Replegados en el interior del piso, mi madre, Jean-Baptiste y yo jugamos al Monopoly. Durante la partida, en la que ella queda enseguida eliminada, mi madre respira muy fuerte, como cuando se encuentra mal. El equilibrio entre Jean-Baptiste y yo se rompe y conduce a mi derrota total —ni un inmueble, ni un céntimo, nada—, comentada con frases de doble sentido que creo semiconscientes en Jean-Baptiste y muy conscientes en mi madre: ahora no tienes ningún sitio adonde ir… Ahí estás realmente perdido.

Estás realmente perdido.

Aún más perdido me siento leyendo las quince líneas de Sollers en Le Journal du dimanche. Sollers es más duro de tragar que el defensor del lector de Le Monde, porque es el jefe de la banda de burlones, el que indica a la jauría de quién puede reírse sin correr ningún riesgo. Si hubiera podido, es lo que me habría gustado ser a mí, que siempre he tenido tanto miedo del ridículo: alguien que se burla de todo quisqui, en especial de quienes se bandean peor que él, alguien que lo mira todo con una fina sonrisa de ironía superior, y me digo que también al desdichado de mi abuelo, tan aplastado por la vida, le habría gustado ser esta clase de hombre.

Me llamas hacia medianoche. Conversación a la vez apagada y tormentosa. Dices que soy el único hombre en el que habrías creído. Te pregunto si aún crees. Me respondes que necesitas tiempo. Al final te digo que lo grave no es la mentira, no es el accidente, no las consecuencias, sino el hecho de haberte acostado con otro hombre. Eso no lo soporto. No quiero que nunca más el sexo de otro hombre entre en ti. Nunca más.

¿Lo dices porque sabes que me hace bien oírlo?

Lo digo porque es cierto. Y esta frase, de pronto, me parece violentamente erótica: nunca más otra polla que la mía en tu cuerpo.

A la mañana siguiente, me siento con mi madre en la terraza para un último café antes de emprender viaje. Silencio, tintineo de cucharas, malestar. Después, de golpe, sin mirarme: Emmanuel, sé que tienes intención de escribir sobre Rusia, sobre tu familia rusa, pero te pido una cosa: que no toques a mi padre. No antes de mi muerte.

Es extraño, pero lo esperaba. Esperaba que me lo dijese un día, e incluso lo esperaba en este preciso momento, cuando ha habido un silencio prolongado. Guardo silencio a mi vez un instante y luego digo que sí, que la he oído, pero que es una petición terrible por su parte, que equivale a mi muerte como escritor.

Estás completamente loco si te interesas por tus orígenes rusos, hay otras mil historias interesantes que contar, no comprendo lo que te impulsa a querer desenterrar esta historia.

Pero, mamá, si soy escritor es para poder contarla un día, para acabar un día con ella. Si hay algo que está prohibido contar, comprenderás que fatalmente sólo se puede y se debe contar esa cosa.

No es tu historia, es la mía. Además no sabes nada, Nicolas no sabe nada, soy yo la única depositaria de esas cosas y quiero que mueran conmigo.

Te equivocas: puede que no sepa nada, pero también es mi historia. Ha obsesionado tu vida y de paso ha obsesionado la mía y si seguimos así obsesionará y destruirá a mis hijos, tus nietos, es lo que ocurre con los secretos, que pueden envenenar a varias generaciones.

Espera a que me haya muerto.

En este momento me percato de que Jean-Baptiste, desplomado en una cama del cuarto de los niños que da a la terraza, ha debido de oír toda la conversación, esta historia de un secreto que envenena a todo el mundo y habrá de envenenarle a él también. No encuentro nada mejor que balbucir un lastimoso: ¿qué tal?, exactamente como él, y después meto mi bolsa en el maletero del coche y pido que nos sentemos, según la costumbre rusa cuando alguien se va de viaje. La sentada dura menos de diez segundos, mi madre se levanta de inmediato para hacerse cargo de Jean-Baptiste, sentado en mis rodillas —rápido, separarle de su padre loco— y parto sin que nadie me pregunte adónde voy ni cuándo volveré. Lo urgente, para ellos y para mí, es que yo desaparezca.

En el coche, en dirección a París, pienso en mi primera estancia en Rusia con mi madre. Invitada a un congreso de historiadores en Moscú, había decidido llevarme. Yo tendría unos diez años. Quería a mamá —entonces era mamá, no mi madre— con un amor absoluto y confiado, y un viaje solo con ella a un país lejano, el país de donde ella procedía, era sin duda lo que más me podía entusiasmar en el mundo.

Teníamos una habitación de dos camas en el inmenso Hotel Rossía, donde se celebraba el congreso. Mi madre me llevaba a todas partes, yo escuchaba muy formal las ponencias. Ella lo era todo para mí y yo lo era todo para ella. Era una intimidad de cada instante, un viaje de enamorados. Por la mañana, recorriendo los pasillos interminables del hotel, íbamos hacia uno de los numerosos stolóvye donde servían el desayuno y oficiaban unos diezhúmye bruscos a más no poder, de quienes nos burlábamos a hurtadillas. A mamá le gustaba reírse, sobre todo conmigo, pero necesitaba reírse de alguien. Era preciso que la gente fuera un poco ridicula para que resaltase lo inteligentes, cultivados, irónicos, lo superiores, en suma, que éramos ella y yo. En cuanto había un descanso en las actividades del congreso, nos íbamos de paseo. Visitamos el Kremlin y Novodiévichi y Zagorsk, y hasta Vladímir y Súzdal. Me gustó mucho el monumento a Minin y a Pozharski en la Plaza Roja. No recuerdo bien quiénes eran exactamente estos héroes, pero sus nombres me hacían gracia, les llamaba Mimin y Pirozhki, y me llamaba a mí mismo señor Mimin, y estaba en la gloria cuando mi madre empleaba este apodo. Yo era ya Manuchok para ella, existía en la familia una especie de canción infantil que había improvisado Nana y que mi padre no paraba de tararear en su versión francesa: «Manu, ven a casa…», pero lo que más me gustaba, sin duda porque era algo exclusivo entre los dos, era ser el señor Mimin para mamá.

En aquel congreso mamá conoció a un hombre del que no recuerdo nada, salvo que era moreno y chaparro, y que la invitó a su habitación para degustar un coñac del Daguestán. No estaba claro si la invitación se extendía a mí, aunque fuera evidente que el hombre habría preferido beber el coñac a solas con ella; en cualquier caso, mamá declinó cortésmente la propuesta. Sin embargo, le encontrábamos en la stolóvaia, tomábamos té y café con él y, en resumen, estábamos a menudo los tres juntos. Se veía claramente que le gustaba aquella bonita francesa morena, pero no debió de tardar en darse cuenta de que el hijo constituía una dificultad insuperable. En su lugar, yo habría aborrecido a aquel niño pedante y pegajoso. Me parece que por mi parte, a mí, Manuchok, señor Mimin, no me molestaba nada. Aquella mujer joven y guapa que atraía a los hombres era mi mamá y yo era su preferido, no dudaba de que ella prefería venir a dormir conmigo en nuestra habitación a entrar en la de otro para beber con él coñac daguestanés. Yo no me representaba entonces a los demás hombres como una amenaza. Estaba seguro del amor exclusivo de mamá y en consecuencia no estaba celoso. Sigue siendo así hoy día: estoy seguro de que la mujer que me ama me ama exclusivamente, haga yo lo que haga no dejará de amarme, pero si esto resulta ser falso, me vuelvo loco.

Cuando llego a casa estás dándote un baño. Me desvisto y me deslizo frente a ti en la bañera. Encajamos bien, el agua está caliente, te acaricio las piernas, los pies que descansan encima de mis hombros, cierro los ojos y me siento arropado. Debí de adormilarme un momento, recuerdo al despertar una conversación tranquila, con largos intervalos entre frase y frase, una charla que el cansancio torna muy dulce. Pero después salimos a cenar a la rue des Abbesses, trasiego una copa de vino blanco tras otra sin probar mi plato y me vuelvo odioso. Digo que tú, que eres tan celosa, te las has apañado para encontrar un modo de engañarme continuamente durante un año. Que no eres una chica que se ha tirado a todo el mundo, sino una chica a la que se ha tirado todo el mundo, de esas que te follas borracho al final de una fiesta y de la que después no te acuerdas. Que tus amigos son lamentables y tus amantes también. Ironizo sobre Arnaud, tan recto y tan fiable que da asco. Te imagino dentro de diez años viviendo en un bloque de una barriada con tu simpático marido que limpia el coche el domingo y al que engañas todo lo que puedes, pero no, ya no le engañas, porque ya no eres tan joven ni tan bonita. Digo: el amor que siento por ti es una droga, voy a tardar más de lo que pensaba en desintoxicarme pero lo conseguiré, no te preocupes, además tampoco me preocupas, encontrarás siempre hombres más débiles que tú, hombres como Arnaud a quienes destrozar, pobrecito Arnaud, le compadezco.

Te abrumo de desprecio y de odio, me escuchas sin responder. Sólo una vez, en un momento dado, me hablas de la sonrisa horrible que viste en mi cara cuando volví de ver al doctor Weitzmann.

Pero esa sonrisa horrible me la pusiste tú en la cara, mintiendo como mentiste.

En todo caso, qué contento parecías de hacernos daño…

Vuelvo borracho repitiendo que ya no quiero tocarte, que me das asco, voy a acostarme a la cama de Jean-Baptiste con la sensación de que monto, por principio, una escena pueril, y de que espero el momento de escaquearme salvando la cara. Al amanecer vienes a buscarme y me llevas a nuestra cama, me duermo apretujado contra ti, acurrucado, con tus pechos en mis manos, y tengo un sueño atroz en el que un niño descubre que se está convirtiendo en mongólico. Llora, se rebela en mi presencia, yo le miro desolado, impotente, y lo único que se me ocurre decirle es: no serás desgraciado porque no te darás cuenta.

Te vas a trabajar, me quedo solo. Tengo resaca, fumo como una chimenea. Para entretenerme, repaso los e-mails recién llegados. Casi mil. Una literata que se dice conocida pero no da su nombre desea entablar conmigo una correspondencia encubierta sobre el tema: ¿hasta qué punto puede un escritor ofrecer de pasto al público a sus seres próximos, sacrificarlos a su propio placer? Está convencida de que mi cuento ha tenido consecuencias terribles en mi vida y en nuestra relación, si la heroína es mi compañera y no una amante intermitente. No me gustan los misterios ni el tono del mensaje, pero da en el blanco. Me pregunto si para mí escribir significa necesariamente matar a alguien.

Dentro de tres días tenemos que viajar a Córcega, donde hemos alquilado una casa con mis amigos Paul y Emmie. ¿Iremos? Y aunque vayamos, ¿qué hacer hasta entonces? Ya no tengo nada que anotar en este archivo, he contestado a algunos e-mails que me ha apetecido responder y cualquier otro trabajo es imposible. Es demasiado pronto para escribir nuestra historia, suponiendo que la escriba algún día. Mi madre me ha prohibido escribir sobre Rusia, sobre mi abuelo, y por más seguro que esté seguro, absolutamente seguro de que un día u otro, de una forma u otra, para vivir tendré que transgredir su voluntad, no puedo hacerlo, sigo paralizado. Me he repetido muchas veces que el otoño de 2003, fecha en que alcanzaré la edad de mi abuelo, será el momento de mi liberación, pero que también existe el riesgo de que yo cumpla a mi vez su destino, que el muerto sin sepultura se vengue de mí y yo desaparezca.

Tengo miedo.

Encuentro en la guía el número de teléfono de Arnaud, que marco a sabiendas de que a esta hora no estará en su casa. Escucho la voz grabada en su contestador. Tiene la voz de un hombre muy joven, una voz insegura pero sin pose, la voz de quien no intenta hacerse pasar por otro. No hay en ella la menor ironía, ninguna distancia con respecto a sí mismo ni a su papel, ninguna sospecha de que en sociedad se pueda desempeñar un papel, sino una especie de inmediatez ingenua y entusiasta. Es la voz de un chico que no se mira sin fin en los espejos, que abriga proyectos realizables, que confía en los demás y les inspira confianza: lo contrario de lo que yo era a su edad y de lo que sigo siendo hoy.

Husmeo en tus cosas, extraigo de un cajón de tu escritorio una libreta en la que de vez en cuando has escrito listas de cosas pendientes, de libros que leer, y en la que también, brevemente, has anotado lo que te atormentaba. El pasado otoño te preguntabas, en dos columnas, lo que perderías y lo que ganarías dejándome por Arnaud. Por un lado, entendimiento sexual único, momentos de felicidad intensa, un ambiente más brillante, pero yo soy retorcido, egocéntrico, no doy seguridad; por otro lado, ternura, confianza, lealtad, hijos…, ¿nombres de nuestros hijos? Más adelante, ya en junio, yo estoy en Kotelnich, es el cumpleaños de Arnaud y, tras muchas vacilaciones, le telefoneas para felicitarle. No habías hablado con él desde vuestra ruptura. Volvéis a veros. Sigue enamorado de ti pero trata de olvidarte, puesto que no le has dado ninguna esperanza. Ha encontrado una amiga y esto, lo apuntas francamente, se te hace insoportable.

Te ataco por este flanco cuando vuelves agotada del trabajo. Yo también estoy agotado de haber estado dando vueltas en redondo, de haber registrado y revisado, pero he tenido tiempo de preparar mis frases, que quiero que sean lo más hirientes posibles, y mi caballo de batalla esta noche es Arnaud. Pobre Arnaud. Un chico ingenuo, vulnerable, que te quiere locamente y de quien te sirves sin escrúpulos para afrontar tus problemas conmigo. Un seguro por si te abandono. Cuando yo no estoy o cuando las cosas no marchan entre nosotros, recurres a él pero no le das nada, nada más que falsas esperanzas. Si tiene una novia te angustias y vuelves a acostarte con él para cerciorarte de su influencia. Ya conmigo, a quien quieres, lo menos que se puede decir es que no te comportas bien, pero con él tu comportamiento es totalmente abominable.

Me escuchas. Callas. Te cambias, preparas la cena, yo te sigo, insultándote, de una habitación a otra. Al final me dices: Lo que es verdad en todo esto es que he matado al niño que llevaba en el vientre porque no era tuyo.

Lloras.

Más tarde hacemos el amor. Te digo que te quiero, que te quiero por encima de todo. Me pides perdón por haberme hecho daño. Quieres que vayamos juntos a Córcega, como estaba previsto. El sueño, el mar, una cama, tiempo: podremos descansar, hablarnos. Digo que sí, es lo que quiero yo también, prometo calmarme. Nos dormimos el uno contra el otro y me despierto soñando que te mato.

Recorremos en moto una pista del desierto. Anochece. Conduzco muy rápido, tú vas detrás de mí y me ciñes la cintura con los brazos. Vuelvo hacia ti la cabeza para hablarte y me veo forzado a gritar debido al viento y la velocidad. Te digo que estaría bien que volviésemos de Córcega el sábado en vez del domingo, para tener un momento de tranquilidad en casa antes de que vuelvas al trabajo. Me respondes gritando tú también que si volvemos el sábado por la noche me prepararás la cena, me dejarás la cena preparada. Me quedo asombrado. ¿Cómo? ¿Tú no estarás? ¿Saldrás esa noche? Dices que sí, que tendrás que salir. Tengo la impresión de que te burlas de mí. Furioso, te digo que entonces sólo te pido una cosa, que es irnos ahora mismo, no volver a verte nunca, que no quede ninguna huella de ti en casa. Riendo, me dices que cambio de opinión continuamente. Añades: bésame, amor mío. Me vuelvo completamente hacia ti, ya no veo la carretera y al mismo tiempo acelero. Te beso y te muerdo, te muerdo la comisura de la boca como si quisiera lacerarte la cara. Te ríes cada vez más fuerte. La moto cae de costado y levanta un haz de arena, es de noche, te has caído, sigues riéndote, con la mitad de la cara arrancada, y empiezo a darte patadas. Quiero aplastarte, matarte a patadas. Tú te ríes, te burlas de mí y yo te mato.

Me levanto temblando, voy a fumar un cigarrillo en el despacho. Todavía es de noche. Escribo este sueño en el archivo donde anoto todo lo que nos ocurre. Un poco solemnemente, me digo que señala el comienzo del duelo. No quiero que te mueras, pero quiero matar mi amor por ti, que me hace sufrir demasiado. Mentirás siempre, traicionarás siempre. Cuando te oigo decir: amor mío, oigo también: Véro no quiere hablar contigo. Empiezo a preparar frases malvadas, pero me repongo: no hace falta ser malo, sólo triste y firme. Lo siento por las vacaciones, pero es mejor que vaya solo a Córcega, te pido que te hayas ido cuando vuelva. Espero que tu talento para mentirte tanto como mientes a otros te permita inventar rápidamente una película según la cual eres tú la que me has abandonado porque soy un tío horrible, egocéntrico, malévolo, todo lo que quieras. No te apures, que no te contradiré. Tú piensa en lo que pueda ayudarte a mirarte en el espejo por la mañana, yo lo único que te pido es que te vayas. Si a Arnaud todavía le interesas, aprovecha la ocasión. Llámale para decirle: mi amor, he elegido, dejo a Emmanuel, te quiero a ti. Empieza de nuevo con una mentira, en el punto en que estás sólo te queda hacer eso.

No. No ser malo.

Esta pendiente me inquieta, somos malos cuando amamos todavía, y evidentemente temo los retornos del deseo, pero esta noche estoy seguro de que tomo la decisión correcta. Te la comunicaré mañana. No volveremos a vernos. Me quedaré solo en el piso libre de tu presencia, de tus pertenencias, de tu olor, será doloroso pero trabajaré. Contaré lo sucedido desde hace dos años: el húngaro, mi abuelo, la lengua rusa, Kotelnich y tú, todo junto. Imposible publicarlo, sobre todo a causa de mi madre y también a causa de ti, a quien no quiero hacer daño, pero no es imposible escribirlo. Un tiempo de retiro, sin pedir nada a nadie, sin buscar por todas partes una mujer nueva. No ser malo, sólo decir que se acabó. Limitarme a eso.

No ocurre así, por supuesto. Apenas he empezado a hablarte, con el tono grave y firme que he ensayado, sé ya que mi resolución va a flaquear y que por más que me haga el inquebrantable sólo será un juego y al final me dejaré hacer como un niño que lleva los morros lo más lejos posible hasta que su madre le coge en brazos. Me escuchas soltar mi pequeño discurso y aunque no te ríes como en el sueño, veo que no te lo tomas en serio. Me dices que en primer lugar, si debes irte, te irás cuando y como te convenga, estás en tu casa, y en segundo lugar que cambio de idea constantemente, que hemos planeado ir juntos a Córcega y que haremos lo que estaba previsto. Digo que si tú vas yo no iré, así de simple: llamo a Paul para informarle. Me dirijo hacia el teléfono pero me dices serenamente que no lo haga y yo no llevo el ridículo hasta el extremo de marcar el número para luego colgar. He perdido y en el fondo prefiero haber perdido. Digo que de todas formas el amor ha muerto entre nosotros, tú me contestas que no, que no es cierto, y yo sé que tienes razón.

Hace ocho días que se publicó y tú debes de ser la única persona que conozco que no ha leído el cuento escrito para ti. Me has dicho que lo leerás en Córcega. Nos levantamos muy temprano para hacer el equipaje y vigilo el folleto que he puesto a la vista encima de tu escritorio, esperando que lo veas. Me digo que si lo coges, si no olvidas ese regalo convertido en mísero pero que a pesar de todo quiero hacerte, todo es posible aún, de lo contrario todo se ha jodido. No parece que veas el folleto. Voy al balcón a fumar mi primer cigarro, vuelvo a la habitación y te pregunto dos veces si no olvidas nada. Intuyes la importancia de la pregunta pero no, no lo ves.

¿Qué olvido, Emmanuel? Dímelo.

No, no, no tiene importancia.

Te lo digo en el taxi, con una risa de satisfacción amarga: no dejas pasar una, la verdad.

Pero ¿por qué no me lo has dicho?

Tú tenías que haberlo pensado. Yo ya lo he leído, mira por dónde.

Llego al aeropuerto rezumando odio y, justo después del despegue, te digo algo espantoso que hoy todavía me avergüenza. ¿Sabes lo que va a pasar? ¿Quieres que te lo diga? Vamos a hacer lo que hemos dicho. Nadar, vaguear al sol, fumar canutos. Estará bien. Yo estaré encantador, tierno, atento, te haré el amor, te diré que te quiero, pero te lo advierto: será mentira. Voy a pasar dos semanas mintiéndote, mientras que la verdad son las cosas horribles que te he dicho. Es lo que pienso de ti y por eso a la vuelta te echaré de casa. ¿Me has oído bien? Dentro de cinco minutos diré lo contrario, te suplicaré que no creas lo que acabo de decir, pero tienes que saber que entonces te estaré mintiendo. ¿Entendido?

Cierras los ojos, no puedes respirar por un momento, veo tu vientre sacudido de espasmos. Al cabo de media hora de silencio, te cojo la mano y te pido perdón.

La casa, en un pueblo de montaña, domina el mar. Es antigua, de puertas abovedadas y muros gruesos, hace fresco dentro y calor fuera. Paul y Emmie nos reciben allí con una amistad risueña, pero con pies de plomo. Como todos nuestros amigos, han adivinado que la aparición de mi relato ha tenido entre nosotros consecuencias catastróficas de las que no saben nada ni sobre las que no se atreven a hacer preguntas. Basta con vernos, en todo caso, para comprender que la cosa no ha acabado. Pensaban ir a la playa, digo que quizá vayamos más tarde y nos encerramos en nuestra habitación para hacer el amor. Estar dentro de ti es la única tierra firme, alrededor hay arenas movedizas, y durante cuatro días casi no paramos. Estoy dos, tres horas en erección, no puedo hacer otra cosa, no tengo ganas de levantarme de la cama, de ir a la playa, de comer, lo único posible es el sexo contigo, el deseo de ti loco y doloroso. Te repito que no quiero que nunca más te acuestes con otro, te digo hasta qué punto la fidelidad no sólo es esencial sino sexualmente excitante, tú dices sí, mi amor, sí. Tengo tu cara entre mis manos, te miro gozar, te pido que mantengas los ojos abiertos, los abres de par en par y veo en ellos tanto espanto como amor. Dormimos a ratos, acoplados, oliendo el sudor y la angustia. Hasta el sueño es violento. En cuanto nos desenlazamos vuelvo a ponerme odioso, te digo que tu rostro inocente es para mí la faz de la mentira, vuelvo incansable sobre el horror de lo que has hecho, el horror de estas coincidencias, esta declaración de amor que queda en el sufrimiento. Paul y Emmie nos ven huraños, no lo comprenden, oscilan entre el esfuerzo de fingir normalidad y la tentación de hablarnos —cuando pueden— como a supervivientes de un avión que se ha estrellado. Tú tienes un poco mejor aspecto que yo, que incluso durante las comidas no digo ni palabra. Hay, sin embargo, momentos de tregua: un baño en las rocas, un trago en una terraza donde podemos hablar con calma. Cuando dos personas que han atravesado una crisis semejante, en la que cada uno ha sido la imagen de la felicidad pero también la del miedo, entonces todo se vuelve posible, la confianza debe por fin explayarse. Así lo creemos en este instante, te digo que te quiero y lo creo. Una noche preparo un pisto. Te conmueve, y me lo dices, verme hundir la larga cuchara de madera en la cazuela, probar las legumbres que se cuecen a fuego lento, te gusta la vida cotidiana conmigo y que pueda ser tranquila, que no sólo sea este furor sexual. Pero llega un momento, durante los preparativos de la cena, en que te alejas sin avisarme para telefonear desde más arriba del pueblo: los móviles no tienen cobertura alrededor de la casa. Enloquezco en cuanto me percato de tu ausencia. Corro a buscarte en las dos calles y las tres escaleras que suben hacia la iglesia, y te encuentro sentada en sus escalones. Te arranco el móvil de las manos, te insulto, te acuso de torturarme, de espolear mis celos, de querer volverme loco. Tú estás trastornada pero en lugar de insultarme también me haces sentarme en el pequeño muro de piedra en lo alto del pueblo y me explicas con el mayor sosiego posible que no, que no llamabas a Arnaud, que llamabas al amigo corso en cuya casa de Ajaccio quisieras que pasáramos dos noches. Mi furia te asusta pero dices que la comprendes, admites que ha sido un error marcharte sin decirme nada, me pides perdón. Digo que no se trata de que te perdone o que me perdones, sino de que no es posible vivir así. No soporto ser un tipo receloso, cruel, a quien asaltan tales ráfagas de odio y de pánico que enloquece si te alejas un instante. No aguanto ser ese niño que está de morros y espera a que le consuelen, que juega a odiar porque le quieren, abandonar para que no le abandonen. No aguanto serlo, te reprocho haberme convertido en esto. Me compadezco, sollozo, me acaricias el pelo. Sufro, me odio, disfruto odiándome.

Vamos a ver a tus amigos de Ajaccio. Durante todo el trayecto, conduzco sin mirarte y sin despegar los labios. Tú querrías que admirase el paisaje y yo te respondo que paso totalmente. La pareja de amigos corsos es muy corsa, muy cordial. Han previsto llevarnos por la noche a un concierto que se compone a la vez de cantos nacionalistas corsos y cantos revolucionarios chilenos. Sin hacer el menor esfuerzo por fingir, digo que no me siento bien, que prefiero quedarme solo. Tú me propones quedarte conmigo y yo me niego. Me dejan una llave, voy a tomar unas cervezas en un café del cours Napoléon y después regreso para fumar un porro en el balcón que da sobre el puerto y trato de dormir. Hace mucho calor, el ruido y la música de los cafés suben por la ventana abierta. De pronto suena mi móvil, veo tu nombre que aparece en la pantalla pero no contesto. Pienso que estaría bien volver a salir y regresar muy tarde, más tarde que tú, para que te inquietes, o bien coger el coche y viajar toda la noche, sin dejarte una palabra de explicación, pero estoy exhausto, un poco bebido, dormito a intervalos hasta que vuelves, hacia la una de la madrugada. Os oigo, a tus amigos y a ti, hablar un momento en la cocina. Os reís y me molesta que te rías. Me molesta que no vengas de inmediato a buscarme. Cuando por fin entras en la habitación, estoy vuelto hacia la pared, hecho un ovillo bajo la sábana húmeda. Te oigo desvestirte, noto que te acuestas contra mí, me abrazas y te rechazo con asco, rechazo a la mujer que me convierte en este hombre horrible. Te guardaría rencor si, desistiendo, te dieras media vuelta, pero no lo haces, sino que pacientemente me aproximas a ti. Un poco más tarde me arrastras a la cocina para tomar una taza de té y una tostada. No he comido nada, insistes en que coma. Tus amigos duermen, los del café de abajo ya han cerrado. Los dos estamos desnudos. La cocina es bonita, alegre, pintada de amarillo a brochazos, con unos como azulejos. Observo cómo preparas el té, desnuda, y te veo moverte desnuda, bronceada, tan hermosa que sueño con la vida que sería posible contigo. Hemos hablado ya de irnos a vivir a algún lugar en el sur. Encontrarías un trabajo que te gustase, yo escribiría, tendríamos nuevas amistades, mis hijos vendrían en vacaciones, nuestra vida cotidiana sería agradable, yo te miraría ir y venir desnuda, quizá desnuda y encinta, en una casa que podría parecerse a ésta. ¡Qué bien estaría! ¡Y qué fácil, si lo decidiéramos! Pero me conozco, no tardaría en verme en el pellejo del tipo a la que una chica que no es de su medio social, celosa y posesiva, ha apartado de todo y convertido en un abuelete provinciano, secretamente amargado. Me parecería horrible. Todo me parece horrible. Tomamos el té, me sonríes, eres hermosa y te digo que me encuentro muy mal, que no voy a quedarme. En cuanto hayamos dormido un poco, cogeré el coche y volveré a Novella. Suspiras, no discutes. Añado: oye, si seguimos juntos, no puedes guardar tu puerta de escape. O la cierras o la usas. O no ves nunca más a Arnaud, no le das ninguna esperanza, o te vas con él, pero dejas de jugar a dos bandas. Es importante, me gustaría que te lo pienses.

Sacudes la cabeza.

Volvemos a la cama. No hacemos el amor. La última vez fue la víspera, antes de partir, y se me ocurre la idea de que quizá era en verdad la última.

En Novella, Paul y Emmie están un poco atónitos de verme regresar solo. Bebo mucho en la cena y les cuento toda la historia. Aunque aún no se la haya contado a nadie, sé que hay dos maneras de contarla. En la primera, el interlocutor reacciona diciendo: tienes razón, esa chica es mentirosa, infiel y celosa, lo mejor que puedes hacer es dejarla. Y en la segunda: acabáis de vivir una crisis muy violenta, pero lo que veo en lo que dices es que la quieres y ella te quiere, así que superadlo, relajaos, sed felices. Esta noche cuento la segunda versión, pero los días siguientes pasaré de una a otra, al capricho de esta oscilación pendular que es mi síntoma más insufrible.

Me llamas tarde. Tus amigos corsos te han llevado a pasar el fin de semana en su pueblo de montaña y allí te sientes muy mal. La casa es opresiva, los amigos de una jovialidad penosa, como no conduces dependes de su coche, el móvil no tiene cobertura y el único teléfono está en medio del comedor donde los vecinos se reúnen para una cháchara sin fin. Afortunadamente acaban de irse a la fiesta del pueblo y por fin te quedas sola un momento. Tiemblas, lloras, tienes miedo. Piensas sin cesar en lo que te pedí antes de partir de Ajaccio: nada de puerta de escape, o bien la usas. Dices que no puedes prometerme eso. Si no tienes confianza en mí recurrirás a Arnaud, es inevitable.

Pues hazlo ahora. Vete con él.

Pero, Emmanuel, te quiero.

Me quieres, pero es Arnaud el que te quiere como pides que te quieran y como yo no puedo prometerte. Si me dejas por él, tienes que arriesgarte, no mirar atrás, con esta condición quizá seas feliz.

Detesto que hables así. Es una maldad. Puedes permitirte el lujo de empujarme hacia Arnaud porque sabes que te quiero y que si te dejo es para volver contigo un día. Si lo hago será para eso, para estar por fin contigo sin tener continuamente miedo de que me dejes, porque te habré demostrado que podía dejarte.

Si te vas con Arnaud pensando eso, no vale la pena. Pero es lo que piensas ahora mismo conmigo. Si estuvieras con él sería distinto. Quizá lo que ocurre ahora es que ya no es nuestra historia sino la vuestra, la de vosotros dos.

No digas eso, te lo suplico, no digas eso.

Sophie, no lo digo irónicamente, te lo juro. Quiero tu bien y tu bien no soy yo. Estoy demasiado herido, te guardo mucho rencor e incluso antes de esta pesadilla de verano no supe inspirarte confianza. Quisiera que fueras feliz y si puedes serlo con Arnaud entonces lo deseo de verdad, y hay una cosa que puedo prometerte, una sola, y es que a partir del momento en que hayas decidido dejarme yo ya no estaré, en serio, nunca engañarás a Arnaud conmigo, lo harás con otros si quieres, no es cosa mía, pero no conmigo. No me inmiscuiré en tu historia, no seré nunca tu puerta de escape.

Pero yo no quiero que lo seas, quiero vivir contigo, quiero tener un hijo tuyo y comprendo ahora mismo que para que esto sea posible un día tengo que dejarte. Tengo la sensación de que me vuelvo loca. Sufro. Sufro muchísimo.

Yo también, yo voy a sufrir seguramente más que tú. Tú te vas con un hombre que te espera, vas a empezar una nueva vida, yo voy a quedarme solo, hacer el amor quiere decir para mí hacer el amor contigo, el piso de la rue Blanche no tenía fantasma y ahora tiene uno, así que te aseguro que necesito valor para no hacerte promesas que no estoy seguro de cumplir. Te he hecho sufrir pero nunca te he mentido y no voy a empezar ahora.

Te quiero. Sé que eres el hombre de mi vida.

No lo sabes, quizá sea Arnaud. Arriésgate.

Me duermo borracho, anestesiado por el alcohol. Abro los ojos hacia las nueve, me quedo postrado en la cama hasta el mediodía. No me muevo en absoluto, como si el sufrimiento fuese un animal dentro de mí al que el menor movimiento despertaría. Emmie, a través de la puerta, me anuncia que Paul y ella se van a pasar el día fuera, yo le contesto por medio de un gruñido indicando, a falta de otra cosa, que sigo vivo.

Me llamas a primera hora de la tarde. Me dices que vuelves a París. Te habrás mudado al final de la semana.

Bien.

Tendremos que llamarnos, de todos modos, para que sepas lo que me llevo.

Llévate lo que quieras, me gustaría que sólo me dejases dos o tres fotos tuyas y de los dos. Y creo que es mejor que no hablemos.

De acuerdo. Pero ¿sabes?, tengo la sensación de hacer una gilipollez enorme y de que no puedo hacer otra cosa.

Los días que siguen son atroces. Yo también tengo la sensación de hacer una gilipollez enorme. Imagino mi regreso a París, el piso vacío de tu presencia, los meses de abstinencia en que me preguntaré dónde estás, qué sientes, lo que le dices a Arnaud cuando te hace el amor. Quisiera llamarte, decirte que no es posible, te quiero, vuelve, pero sé que bastaría que volvieses para que se reanudara en mi cabeza el carrusel infernal: te rechazaré, te alejarás de nuevo, te suplicaré otra vez, esto tiene que acabar.

Pienso en tu espalda frente a mí, cuando dormimos acurrucados. Pienso en el horrible Philippe de Niza. Tengo ganas de acariciarte la espalda, de rozar con los labios la pelusa rubia entre tus omoplatos, de separarte con suavidad las nalgas mientras duermes y penetrarte, siempre humedecida para mí.

Que tú ya no me mires es la fealdad, la muerte. Me gusta parecerte guapo, yo era guapo contigo, me gustaba mi cuerpo, mi sexo, tú decías mi rabo, yo decía mi polla, tú empezaste también a decir mi polla. Me mirabas levantarme por la mañana de la cama para ir a preparar el desayuno, en general yo estaba empalmado, lo estaba continuamente para ti, y tú decías mi polla, es mi polla, sonriendo. Son las palabras de amor que más me han gustado en mi vida.

Tu cara cuando gozabas. Tus palabras cuando gozabas. Emmanuel, ya sube, ¿notas cómo me sube? Aquellos días pensé que decías las mismas palabras a todos los hombres, que tu imperio sobre los hombres era hacerles sentir que te hacían gozar como nadie. No creo que sea cierto. Creo, por ejemplo, que nadie te ha lamido como yo, que nunca te has abandonado en eso como conmigo. Me lo dijiste, y sé que habrías podido abandonarte aún más si hubieras tenido una confianza plena, y habría sido el paraíso, creo que por obtenerlo me habría casado contigo, te habría hecho un hijo, tantas ganas tenía de hacerte el amor embarazada, y otro lo hará, con amor, pero no como yo.

Cuando pienso en Arnaud ahora me digo que de nosotros dos es él quien ocupa el lugar más envidiable. Él sabe lo que quiere. Sabe amar. Te merece.

Yo quisiera merecerte, aunque sepa que es demasiado tarde. Quisiera en la ausencia y la nostalgia escribir un libro que cuente nuestra historia, nuestro amor, la locura que se ha apoderado de nosotros este verano, y que este libro te hiciese volver.

Quisiera que hubiese una segunda primera vez.