Antes de subir al tren, has comprado Le Monde en el quiosco de la estación. Hoy sale el cuento, te he dicho esta mañana por teléfono, añadiendo que sería una excelente lectura de viaje. Has respondido que tres horas era un poco excesivo para un relato corto, y que también llevarías un libro. Para no despertar sospechas, he admitido que sí, sin duda, sería más juicioso, pero ahora te apuesto que sea cual sea ese libro no lo abrirás.
Has ocupado tu asiento, observado cómo se instalan los pasajeros, es probable que haya bastante gente. Debe de haber alguien sentado a tu lado: hombre o mujer, joven o viejo, agradable o no, no tengo ni idea. Has esperado a que el tren se pusiera en marcha para abrir el periódico, como se hace cuando se dispone de tiempo por delante. Muros con graffitis a lo largo de la vía, que se abre paso hacia el sur, salida de París. Has recorrido la primera página, la última, donde hay un artículo sobre mí, y después has cogido el cuadernillo central, lo has desdoblado, recortado, replegado, espero que no hayas pillado palabras al vuelo. Ahora empiezas a leer.
Qué curiosa impresión, ¿no?
Lo curioso, en principio, es que no sabes nada de esta historia. Estábamos juntos cuando la escribí, pero no quise enseñártela. Te dije, evasivamente, que era más o menos de ciencia ficción. A primera vista, hace pensar más bien en aquella novela de Michel Butor, La modificación, que sucedía en un tren y que estaba escrita en segunda persona. Supongo que entre los lectores que han llegado hasta aquí algunos lo habrán pensado. Pero tú estás demasiado asombrada para pensar en Michel Butor. Caes en la cuenta de que, en lugar de un cuento, te he escrito una carta que seiscientas mil personas —es la tirada de Le Monde— están invitadas a leer por encima de tu hombro. Estás conmovida, tal vez quizá un poco incómoda. Te preguntas cuál es mi propósito.
Te propongo una cosa. A partir de ahora vas a hacer lo que te diga. Al pie de la letra. Paso a paso. Si te digo: deja de leer al final de esta frase y sigue leyendo sólo al cabo de diez minutos, tú dejas de leer al final de esta frase y sigues leyendo sólo al cabo de diez minutos. Era un ejemplo, no vale. Pero ¿estamos de acuerdo en cuanto al principio? ¿Confías en mí?
Pues bien, ahora te lo digo: al final de esta frase deja de leer, cierra el cuadernillo y dedica diez minutos, reloj en mano, a preguntarte qué me propongo.
Lectores, lectoras sobre todo a las que no conozco, no tengo derecho a daros órdenes, pero os aconsejo que hagáis lo mismo.
Ya está. Ya han pasado los diez minutos.
Los demás no sé, pero tú, por fuerza, has comprendido.
Ahora me gustaría que hicieras un esfuerzo de concentración. Un esfuerzo sin esfuerzo, por decirlo así, porque te voy a pedir muchos otros, hay que hacerlo gradualmente. Sólo vas a intentar visualizarte. Primero tu entorno inmediato, del que muchas variables se me escapan: sentido de la marcha o no, ventana o pasillo, asiento normal o cuadrado y, en consecuencia, frente a frente o no, es desde luego un detalle importante. Y luego tú, sentada, con ese periódico abierto entre las manos. ¿Quieres que te describa, para ayudarte? En realidad no creo que sea necesario, primero porque no soy muy bueno describiendo y segundo porque la idea no es sólo conseguir que te humedezcas, sino humedecer también a cualquier otra mujer que lea esto y a la que una descripción demasiado precisa entorpecería la identificación. Sólo decir una rubia grande con el cuello largo, el talle fino y las caderas opulentas sería ya demasiado, y por tanto no digo nada de esto. Igual de impreciso en cuanto a la ropa. Evidentemente, yo sería partidario de un vestido de verano que deje al descubierto los brazos y las piernas, pero no me he permitido darte instrucciones sobre el particular y es muy posible que lleves pantalón, es práctico para viajar, nos apañaremos con él. Sea cual sea el número de capas que hayas superpuesto, y aunque en esta estación sea razonable esperar que haya una sola, lo único seguro es que estás desnuda por debajo. Recuerdo una novela en la que el narrador se percataba maravillado de que en todas las circunstancias las mujeres están siempre desnudas debajo de la ropa. Compartí y aún comparto este estupor. Me gustaría que lo pensases un poco.
Segundo ejercicio, entonces: tomar conciencia de que estás desnuda debajo de la ropa. Distinguir: pequeño a las zonas de la piel que no están en contacto con ninguna tela, sino directamente con el aire libre —cara, cuello y manos, más una parte variable de los miembros superiores e inferiores—; pequeño b las zonas recubiertas de tela, y aquí se abre todo un abanico de matices, según que el tejido se adhiera —ropa interior, vaquero ceñido— o flote a más o menos distancia: blusa amplia, falda que choca con las pantorrillas. Queda un pequeño c que yo guardaba para el final y que atañe a las zonas de piel en contacto con otras zonas de piel, como, por ejemplo, siempre debajo de una falda, los muslos cruzados, la parte inferior de uno contra la superior del otro, la parte alta de la pantorrilla contra el costado de la rodilla. Vas a cerrar los ojos y a repasar todo esto, todos esos puntos de contacto de tu piel con el aire, la tela, la piel u otra materia: tus antebrazos sobre los brazos del asiento, tu tobillo contra el plástico del asiento de delante. Vas a pasar revista a todo lo que te toca la piel, a todo lo que te toca la piel. Detallar todo lo que ocurre en tu superficie.
Un cuarto de hora.
Hay un momento que es siempre delicado, agradable pero delicado, cuando ligas por teléfono, que es al pasar del diálogo normal al meollo del asunto. Casi invariablemente, se hace pidiéndole al otro que describa su posición en el espacio —«Mmm, estoy encima de la cama…»—, después la ropa que lleva —«Sólo una camiseta, ¿por qué?»—, y después se le pide que deslice un dedo por alguna parte entre esa ropa y la piel. Aquí vacilo. Es como en el ajedrez o en un análisis, donde parece que todo está contenido en el primer movimiento. La apertura más clásica sería un pecho, que se abordaría de una manera distinta según estuviese o no cubierto con un sujetador. Normalmente llevas uno. Conozco la mayoría, te he regalado varios, es algo que me gusta mucho, escoger lencería sexy. Me gusta hablar con la dependienta, describirle a la destinataria, la mezcla legítima de trato puramente profesional y de sobrentendido sexual crea una pequeña complicidad tal que enseguida llegas a preguntar: y si fuera para usted, ¿cuál elegiría?
Podría pedirte que te acariciaras un pecho, que rozaras la punta con la yema de los dedos a través del vestido y del sujetador, lo más discretamente posible. Otra cosa que me gusta, que nos gusta a los dos: mirar juntos a las mujeres e imaginar sus pezones. Sus conejos también, por lo demás, pero calma, por ahora estamos en sus pezones. Como ya he explicado varias veces a dependientas de lencería, para que puedan aconsejarme mejor, los tuyos son bastante especiales en el sentido de que parece que los han montado al revés, la punta hacia el interior, y de que salen como un animalillo de su madriguera por el efecto de la excitación. Supongo que es lo que hacen en este momento y que ni siquiera necesitas tocarlos. No los toques. Interrumpe el movimiento que quizá habías iniciado, deja tu mano suspendida en el aire y limítate a pensar en tus pechos. Y ahora visualízalos. Ya te he explicado que es una técnica de yoga extremadamente eficaz —aunque su eficacia sirva, por lo general, para otros fines— visualizar una parte del cuerpo con la mayor precisión y transportarse a él en el pensamiento y la sensación. Peso, calor, textura de la piel, textura distinta de la areola, frontera entre la piel y la areola, estás toda entera en tus pechos. Normalmente, en el instante en que lees esto, alguien que tienes delante —¿tienes a alguien delante?— debe ver tus pezones erizarse debajo de la doble capa de tela tan claramente como debajo de una camiseta mojada.
Alto, una vez más. Cierras el periódico. Sólo piensas en tus pechos y en mí pensando en ellos, durante un cuarto de hora. Cierra los ojos o no, como prefieras.
¿Ha estado bien?
¿Has pensado en mis manos sobre tus pechos? Es en lo que he pensado yo. De hecho, no en mis manos sobre tus pechos, sino en mis manos cerca de tus pechos. Mira, un cuarto de milímetro más y las palmas que los envuelven y abarcan la curva los rozarían, pero justamente no los rozan. Rozar quiere decir «tocar ligeramente», ahora bien, yo no te toco, yo me acerco todo lo que puedo sin que haya contacto, todo el juego consiste en evitarlo y al mismo tiempo guardar una distancia constante, lo que implica ínfimas retractaciones de la palma en respuesta al pecho que avanza bajo el efecto de la excitación o simplemente de la respiración. Cuando digo en respuesta: es más sutil que eso, no se trata de responder, sería demasiado tarde, como en las artes marciales, en los que el objetivo no es asestar un golpe sino no encajarlo. Se trata de anticipar y para eso hay que dejarse guiar por el calor corporal, la intuición, el aliento, con un poco de entrenamiento se logra que la punta del pecho y el hueco de la palma funcionen como dos contadores Geiger, tú y yo estamos muy adiestrados. Si tocas pierdes. Por otra parte, esto se puede practicar con cualquier parte del cuerpo, y si bien es cierto que palma y dedos, labios y lenguas, pechos, clítoris, glande y ano permiten las combinaciones más exploradas, las que en cuestión de minutos hacen lanzar gritos como para enloquecer a los vecinos —aunque tampoco está mal contener los gritos—, sería un error limitarse a las zonas mucosas y eréctiles clásicamente erógenas y desdeñar variaciones como el cuero cabelludo, concavidad poplítea, mentón, planta del pie, hueso de la cadera, hueco de la axila, yo soy personalmente un apasionado de la axila y en especial de las tuyas, de las que precisamente pensaba hablarte.
Sonríes porque sabes que yo adoro esto, mientras que tú no tienes nada en contra pero, en fin, no es lo que te hace dar cabriolas por el suelo. Mi entusiasmo te enternece más que te excita. Así que sonríes. Al escribir esto, dos meses antes de que tú lo leas —si todo sale bien y lo lees—, intento imaginar esa sonrisa, la de una mujer leyendo sola en un tren una carta pornográfica dirigida a ella pero que leen al mismo tiempo miles de otras mujeres diciéndose, supongo, que tienes mucha suerte. Hay que reconocer que es una situación bastante especial, que también debe de provocar una sonrisa particular, y me parece que suscitar esa sonrisa es un objetivo literario exultante. Me gusta que la literatura sea eficaz, me gustaría idealmente que fuese performativa, el ejemplo clásico de lo cual es la frase «Declaro la guerra»: desde el instante en que la pronuncio, la guerra está declarada. Cabe sostener que, de todos los géneros literarios, la pornografía es el que más se acerca a este ideal, leer «te humedeces» te hace humedecer. Era sólo un ejemplo, no he dicho «te humedeces» y por tanto no te humedeces todavía, o si lo haces no le prestas atención, pones toda tu energía mental en desviar la atención de tus bragas. Hay una historia así que me gusta mucho, la del tipo a quien un mago le promete la realización de todos sus deseos, pero con una condición: que durante cinco minutos no piense en un elefante rosa. Es evidente que si no se lo hubiesen dicho no se le habría pasado por la cabeza, pero ahora que se lo han dicho, y se lo han prohibido, ¿cómo pensar en otra cosa? De todos modos voy a intentar ayudarte, vamos a pensar en otra cosa, a ocuparnos de tus axilas, vamos incluso a hacer otra cosa.
Ahora tienes derecho a un poco de contacto. Sin soltar el cuaderno de la mano izquierda, vas a colocar la mano derecha en la cadera izquierda. Tu antebrazo, entonces, que supongo desnudo, descansa en tu vientre, a la altura del ombligo. A partir de tu cadera vas a subir la mano hasta el pequeño abultamiento que se forma en todas las mujeres por encima de la falda o del pantalón, acariciando a través de la tela con la palma y los dedos la carne especialmente tierna y elástica de este punto. Es tibio, dulce, relajante, nos demoraremos mucho en este campamento base. Demórate un momento antes de reanudar la ascensión hacia los flancos y la parte baja del sujetador. La situación en este estadio varía un poco si una segunda capa de ropa —blusa sobre camiseta, chaqueta ligera— te permite actuar relativamente al abrigo de las miradas o si avanzas al descubierto. En cualquier caso, siempre puedes acercar la mano que sostiene el periódico y ocultar más o menos la que ahora envuelve resueltamente tu pecho izquierdo. Ahí tienes vía libre. Tómate el tiempo necesario para hacer, en la medida en que lo permita la decencia, todo lo que te apetecía hacer hace un rato, cuando el contacto estaba prohibido. Sin embargo, no pierdas de vista que nuestro objetivo actual no es el pezón sino el hueco de la axila, hacia el cual apuntan tus dedos. Ahí hay sin duda un acceso a la piel desnuda, abertura de la ropa o de la camiseta, y si por casualidad llevas una blusa de manga larga no tienes más que pasar por el cuello, que me figuro ampliamente escotado. Sea la que sea la vía elegida, por encima o por debajo, por primera vez desde el comienzo de esta carta tocas directamente tu piel. Separa ligeramente el brazo izquierdo, basta con apoyar el codo en el brazo del asiento para hacerlo con naturalidad. Con la punta de los dedos alisa el ligamento del brazo y luego comienza a explorar el hueco de tu axila. Una tarde de julio, en un tren que supongo bastante cargado, me extrañaría mucho que no recogieras algunas gotas de sudor. Me gustaría que dentro de unos minutos —sobre todo, no te apresures— te las llevaras a la nariz, para olerías, y luego a los labios, para probarlas. Eso me encanta: sin llegar a los extremos que gestaron la gloria de Enrique IV, no me vuelve loco la piel recién enjuagada, y a ti también te gusta que huela a polla, a chocho y a sobaco. Tú no lo tienes depilado y eso también me encanta. No necesariamente como norma general, no es una religión, más bien caso por caso, pero en éste, sin la menor duda, podría pasar horas, de hecho las paso, en ese musgo ligero de vello rubio. Tienes razón en considerar que esto forma parte de un conjunto de preferencias eróticas que me situaría, digamos, más del lado de las fotos del difunto Jean-François Jonvelle que de las de Helmut Newton: más la chica en braguita que se masajea los pechos con crema hidratante, al tiempo que te sonríe en el espejo del cuarto de baño, que la de tacones de aguja, mohín desdeñoso y collar de perro. Pero no sólo hay eso en el gusto por el vello del sobaco, sino también, ¿cómo decirlo?, una especie de efecto metonímico, como cuando se dice vela para decir barco, la impresión de que paseas con dos coñitos adicionales, dos coñitos que la decencia autoriza a exhibir en público aunque hagan pensar irresistiblemente, o al menos a mí me hacen pensar, en el que tienes entre las piernas. En principio, repruebo este tipo de razonamiento. Soy partidario de pensar en un conejito delante de un conejito, de pensar en una axila delante de una axila, y no de hacer asociaciones preconizando que todo responde a todo en un sistema de ecos y de correspondencias inefables que conduce pronto al romanticismo, de éste al bovarysmo y de aquí a la negación generalizada de la realidad. Estoy a favor de la realidad, nada más que la realidad, y de ocuparse de una sola cosa a la vez, como el gurú indio que, en otro de mis cuentos favoritos, repite infatigable a sus discípulos: «When you eat, eat. When you read, read. When you walk, walk. When you make love, make love», y así sucesivamente. Pero un día, durante una sesión de meditación, sus discípulos le encuentran desayunando y leyendo el periódico. Se asombran y él les responde: «Where is the problem? When you eat and read, eat and read» Me baso en este ejemplo para, en contra de mis posiciones filosóficas, pensar en tu coño mientras acaricio y hago que te acaricies las axilas, tú también, además, piensas en él y no digo nada de tu vecino, que desde hace cinco minutos te mira por el rabillo del ojo a punto de lamerte los dedos.
Por el momento no digo nada.
Esto también es una maravilla inagotable: las mujeres no sólo están desnudas debajo de la ropa, sino que todas tienen esa cosa milagrosa entre las piernas, y lo más turbador es que la tienen siempre, incluso cuando no piensan en ella. Durante mucho tiempo me pregunté cómo lo hacían, me parecía que en su lugar yo no habría parado de sobármela, o al menos de pensar en ella. Una de las cosas que me gustaron de inmediato en ti es la impresión de que pensabas en ella más de lo normal. Un día alguien te dijo que llevabas el chocho en la cara, tú titubeaste sobre cómo tomártelo, como una grosería extraordinaria o un piropo, y al final ganó este último. Estoy de acuerdo. Me gusta que al mirar la cara de una mujer puedas imaginarla gozando. Las hay en que es casi imposible, no se siente ningún abandono, pero a ti se te ve moverte, sonreír, hablar de cualquier otra cosa, se adivina enseguida que te gusta gozar, al instante dan ganas de conocerte cuando gozas y al conocerte, pues bueno, no decepcionas. La verdad es que no es el tono de este texto pero qué más da, me permito una observación sentimental: nunca me ha gustado tanto ver gozar a alguien, y cuando digo ver, por supuesto, no es sólo ver. Te imagino leyendo esto, tu sonrisa, tu orgullo, orgullo de mujer bien follada que sólo iguala el del hombre que folla a una mujer bien follada. Ahora puedes hundir tu pensamiento en la braga. Pero espera, no te precipites. Haz como con el elefante rosa. No pienses todavía en mi polla, ni en mi lengua, ni en mis dedos ni en los tuyos, piensa sólo en tu coño, tal como está ahora entre tus piernas. Lo que te pido aquí es dificilísimo, pero la idea sería que pienses en el conejito como si no pensaras en él. La gente que hace mucha meditación dice que el objetivo, y la iluminación que sobreviene por añadidura, consiste en observar la respiración propia sin modificarla. En estar ahí como si no estuvieras. Intenta imaginar tu coño desde el interior, como si lo tuvieses simplemente entre las piernas y pensaras en otra cosa, como si estuvieses trabajando o leyendo un artículo sobre la ampliación de la Comunidad Europea. Procura mantenerte neutral y a la vez detallar cada sensación. La manera como la tela de las bragas comprime el vello. Los labios mayores. Los labios menores. El contacto de las paredes entre sí. Cierra los ojos.
¿Ah? ¿Está húmedo? Ya decía yo. ¿Muy húmedo? Reconozco que el ejercicio era difícil, pero, bueno, aunque esté muy húmedo no está abierto: no puede estarlo, sentada en un tren con una braga y sin meter dentro el dedo. Mira, veamos ahora si se pueden separar un poco los labios del interior, sin ayuda. No lo sé. No creo. Tienes una excelente musculatura vaginal, pero no es ella la que gobierna la abertura de los labios; lo que puedes hacer, en cambio, es apretar y relajar, apretar y relajar, lo más fuerte que puedas, como si yo estuviera dentro. Aquí he resbalado un poco, he ido más deprisa de lo que pensaba, pero sería desleal retroceder. Tienes, pues, derecho a pensar en mi polla. Pero sin abalanzarte sobre ella. Sin apresurarte. Estoy seguro de que inmediatamente sólo piensas en metértela hasta el fondo y masturbarte al mismo tiempo, pero no, habrá que tener paciencia, seguir mi ritmo, que en síntesis consiste en reducir siempre, retrasar, retener. En mi juventud fui un eyaculador precoz, es una experiencia horrible y de ella me viene la convicción de que el mayor placer consiste en estar en todo instante al borde del placer. Es exactamente lo que me gusta: al borde, y alargar siempre ese borde, deshilachar aún más esa punta. Al principio esto te parecía un poco perturbador, ahora ya no. Ahora te gusta que antes de chuparte te acaricie un largo rato el clítoris únicamente respirando muy cerca, jugando con el calor del aliento, alargando la espera de la primera lamida. Te gusta que antes de metértela hasta el fondo deje el glande un largo rato en la entrada de tus labios, te gusta entonces decirme, mirándome a los ojos, que te gusta mi polla en tu coño, te gusta repetirlo y es lo que vas a hacer ahora. Vas a decir «me apetece tu polla en mi coño», en voz muy baja, naturalmente, pero vas a decirlo de todos modos, no sólo mentalmente, sino formando los sonidos con los labios. Vas a pronunciar estas palabras lo más fuerte que puedas sin que te oigan los vecinos. Vas a buscar ese umbral sonoro y acercarte todo lo posible sin franquearlo. ¿Alguna vez has visto a alguien rezar el rosario? Imítalo. El mantra básico es «me apetece tu polla en mi coño», todas las variaciones son aceptables y cuento con que des libre curso a tu imaginación. Adelante. Hasta Poitiers, que no debe de estar muy lejos, si mis cálculos son correctos.
Durante este tiempo yo pienso en tus vecinos. Debo confesar que no estoy muy a gusto con estos personajes que es tentador utilizar, pero que escapan a mi control peligrosamente. Soy muy consciente, por lo demás, de que esta carta presenta a la vez el aspecto delicioso de un objeto de puro placer y el aire un poco angustiante de un rollo de control freak caracterizado. Si todo ha ido bien, si has respetado los plazos indicados, lees esta página el sábado 20 de julio hacia las 16.15, cuando el tren acaba de partir después de la parada en Poitiers. Yo la escribí a finales de mayo, antes de ir a Rusia a rodar mi película. Pedí muy pronto a los de Le Monde que fijaran la fecha de aparición, no comprendían por qué yo le atribuía tanta importancia a este hecho y les dije, como a ti, que era una cuestión de anticiparme y que para hacerlo necesitaba una fecha concreta. Era cierto. No sabía aún lo que haríamos en el mes de agosto, pero estaba acordado que yo estaría con mis hijos en la isla de Ré a partir de mediados de julio y que tú te reunirías con nosotros a partir de la segunda semana. Como los relatos salían los sábados tenías que tomar el tren aquel sábado, y sobre todo no antes de las 14 horas, para que Le Monde estuviera ya en los quioscos. Con la esperanza de que sería difícil cambiar aquel período de vacaciones, me cuidé de reservar tu billete de antemano. Cabe decir, por tanto, que como obsesivo que soy puse de mi parte el máximo de posibilidades. Lo cual no me impide saber, como todo buen obsesivo, que del otro lado está el azar, lo imprevisto, todo lo que puede dar al traste con los planes mejor preparados. Y ahí está el horror.
Escribir esto me ha producido un placer inmenso, pero también severas angustias, las cuales debo reconocer que sin duda lo han agudizado. Veía un segmento de tiempo, en un extremo el pequeño punto a: he entregado el texto a Le Monde, ya no puedo tocarlo, volver atrás, el tren está en marcha, y en el otro extremo el pequeño punto b: es la terminal, lo has leído, vas a mi encuentro por el andén de la estación, estás loca de deseo y de gratitud, todo ha ocurrido exactamente como lo había soñado. Entre pequeño a, a fines de mayo, y pequeño b, el 20 de julio de 2002 a las 17.45, todo puede suceder y das por supuesto que yo lo había imaginado todo, desde el contratiempo leve hasta la catástrofe irreparable. Que el ferrocarril hiciera huelga, o los distribuidores de prensa. Que perdieras el tren o que el tren descarrilase. Que ya no me quisieras, que yo ya no te amase, que ya no estuviéramos juntos, de forma que este juego alegre y ligero se transformase en algo triste o, peor aún, engorroso.
Habría que estar plenamente liberado de todo pensamiento mágico para planificar hasta tal punto el placer sin temer desafiar a los dioses. Imagina que eres Dios y un mortal te dice, a través de Le Monde que recibes con una eternidad de adelanto: verás, he decidido que el sábado 20 de julio, en el tren de las 14.45 a La Rochelle, la mujer que amo se masturbará siguiendo mis instrucciones y gozará entre Niort y Surgères, ¿cómo te lo tomarías? Creo que te parecería una insolencia. Simpática, pero insolencia. Te dirías que el tipo merece una pequeña lección. No el rayo que fulmina al imprudente, no el buitre que le devora el hígado, pero sí un pequeño escarmiento. Yo creo que en tu lugar —siempre si tú fueras Dios— intentaría arreglarlo como en una película de Lubitsch, donde el espectador recibe siempre lo que quería, pero nunca de la manera que quería. Y creo que para dar a este guión programado demasiado bien el twist inesperado que a la vez desbarata y colma la espera, Lubitsch se serviría precisamente de tu vecino o vecina. Podría, por ejemplo, ser sordomudo. ¿Te imaginas a una bonita sordomuda que mira a hurtadillas desde hace diez minutos los labios de la mujer sentada a su lado que salmodian en éxtasis, con los ojos cerrados: «Me apetece tu polla en mi coño»? Para desarrollar la escena hay mucho donde elegir, desde el momento ligero y grácil de turbación entre chicas hasta el registro más abiertamente porno. Dicho esto, si la idea de darme una lección consistiera en hacer que tu placer escapara a mi control y lo desviara hacia un beneficiario imprevisto, la bonita sordomuda debería ceder su puesto a un sordomudo bonito y esto, como sin duda imaginas, me entusiasma muchísimo menos. Dejémoslo, puesto que pienso en otra situación.
Encontrarse en un lugar público a un desconocido enfrascado en la lectura de tu libro es algo que ocurre, aunque no muy a menudo, en la vida de un escritor. No hay que contar con ello. En cambio, es cierto que no pocos viajeros de este tren leen Le Monde. Intentemos calcular. Francia tiene sesenta millones de habitantes, Le Monde tiene una tirada de 600.000 ejemplares y sus lectores, por consiguiente, representan el 1% de la población. La proporción de entre ellos en el TGV París-La Rochelle un sábado de julio por la tarde debe de ser mucho más elevada, estaría tentado de multiplicar directamente por diez. A ojo, el 10%, del cual la mayoría, porque hoy tiene tiempo, echará al menos un vistazo al cuento que ofrece el suplemento. Aquí no quisiera parecer pretencioso, pero las posibilidades de que quienes echen un vistazo lo lean hasta el final se aproximan, a mi entender, al 100%, por la sencilla razón de que cuando hay sexo se lee hasta el final, así de simple. Esto significa que alrededor del 10% de tus compañeros de viaje leen, han leído o van a leer estas instrucciones en el curso de las tres horas que vais a pasar juntos en el tren. Es otro orden de probabilidades totalmente distinto que el de tener a tu lado a una bonita sordomuda. Hay una posibilidad de diez, sin duda exagero pero no tanto, de que la persona sentada a tu vera lea en este momento lo mismo que tú. Y si no la persona a tu vera, otras que están más lejos.
¿No te parece que ha llegado el momento de ir al bar? Coge el cuadernillo, enróllalo dentro del bolso, levántate y emprende la travesía del tren. Te espero allí. No saques el cuadernillo hasta llegar al bar.
Ya está. Has hecho la cola, has pedido un café o un agua mineral. Hay mucha gente en el bar. No obstante, has encontrado un taburete libre, has sacado del bolso el periódico que tienes abierto delante, en la mesita de plástico gris, y ahora reanudas la lectura. Al recorrer los vagones, ¿se te ha ocurrido la misma idea que a mí? Alguien en este tren lee esta historia. Lee y quizá sonríe al leer, quizá se dice vaya, qué gracioso, ¿qué mosca le habrá picado a Le Monde? Y después, en un momento dado, lee que transcurre en el TGV París-La Rochelle de las 14.45, el sábado 20 de julio. Arquea las cejas, levanta los ojos por encima del periódico, sufre un mínimo instante de turbación —de vértigo sería demasiado decir—, relee la frase y se dice: ¡caramba, si es mi tren! Y al instante siguiente: pero entonces la chica del relato, la destinataria, ¡también viaja en este tren! Hombre o mujer, ponte en su lugar. ¿No te resultaría excitante? ¿No intentarías localizar a la chica? No tienes una descripción física, me he cuidado de no darla, pero dispones de un indicio, y uno sumamente preciso: sabes que entre Poitiers y Niort, es decir, entre las 16.15 y las 16.45, la puedes encontrar en el bar. ¿Qué haces entonces? Vas al bar. Yo, en todo caso, iría. Lectores, lectoras, os invito, no os quedéis sentados mirando a los que bailan: tomad vuestro ejemplar de Le Monde para reconoceros y dirigíos al bar.
No sé si tú has entrado, tú, tras haber tomado conciencia de lo que ello implica, o si sólo acabas de descubrirlo, no sé lo que opinas, pero debo decir que a mí me encanta esta situación. Lo que me gusta es que, contrariamente a la escena con la bonita sordomuda, no descansa en nada aleatorio, sino que se desprende de una manera cierta del mecanismo instalado. Si el cuento ha aparecido el día previsto, si el tren circula bien ese día, si el bar no está en huelga, es absolutamente cierto —o si no, es desesperante— que algunos pasajeros y espero que algunas pasajeras se presentarán allí a la hora prevista, es decir, ahora, con la esperanza de identificarte. Ahí están, a tu alrededor. No los conozco pero yo les convoqué hace dos meses y ahí están. Esto es literatura performativa, ¿no?
Por muy exhibicionista que seas, me figuro que hundes la nariz en el periódico y ya no te atreves a levantar los ojos. Vas a levantarlos un poco. Estás frente a la ventana. Si anocheciese, o si el tren entrara en un túnel, el interior del vagón se reflejaría en el cristal y los podrías ver sin volverte, pero no hay túnel, no hay reflejo, sólo el paisaje sombrío de la Vendée, depósitos de agua, casas bajas, caminos de sirga, bajo el sol aún alto en el cielo.
Y ellos, detrás de ti.
Anda. De nada sirve hacer el avestruz.
Vas a respirar hondo y te darás media vuelta.
Como si no pasara nada, con toda normalidad.
Venga.
Están todos ahí.
Hombres, mujeres. También como si no pasara nada, pero varios tienen Le Monde en la mano.
¿Te miran?
Estoy seguro de que te miran. De que te miran desde hace varios minutos, ¿no has sentido sus miradas en la espalda? Esperaban que te dieras media vuelta y ahora ya está, estás frente a ellos, es como si estuvieras desnuda en su presencia.
¿Te parece que esto es excesivo? ¿Que empieza a parecerse a una escena de película de terror? La heroína cree haberse refugiado en un lugar seguro, en un bar lleno de gente, cuando un detalle en apariencia anodino le revela de golpe que todas las personas que la rodean, ellas también de apariencia anodina, forman parte de la conspiración. Espías, zombis, invasores extraterrestres, da igual, pero todos leen Le Monde, por eso se les reconoce y la rodean, y el círculo se estrecha…
¿Te sientes atrapada?
Pues no, era broma. La historia no es así. Reflexiona. Primero, no eres la única sospechosa, estoy seguro de que hay otras mujeres que exhiben Le Monde en el bar. ¿Cuántas? ¿Una, cuatro, once? Digamos que a partir de tres juzgaré que es un gran éxito. A esas mujeres no sólo les he pedido que vengan, de preferencia solas y cuantas más mejor, para no dejar todo el terreno a una horda de hombres, sino que también les he pedido otra cosa. Es decir, se lo pido ahora, pero sé muy bien que al contrario que tú no han respetado estrictamente las consignas de lectura y han descubierto antes que tú este párrafo. Les pido lo siguiente: si habéis leído esta carta y os ha excitado un poco, aunque sólo sea un poco, entonces jugad el juego y durante la última hora de viaje, entre Niort y La Rochelle, haced como si fuerais la destinataria. El papel es fácil de interpretar, basta con leer Le Monde bebiendo un café o tomando un agua mineral en el bar del tren y prestar atención a lo que ocurre a vuestro alrededor. Es simple, pero puede resultar sumamente erótico. Cuento con vuestra ayuda.
Bueno, ya está todo, recuerdo la regla del juego: hay en el vagón cierto número de hombres y de mujeres que han leído este relato y que, con reservas mentales diferentes, pero esencialmente sexuales, tratan de identificar a la heroína. La heroína eres tú, pero eres la única que lo sabe y las demás mujeres fingen que son tú. La heroína se humedece como una loca desde hace dos horas y las demás también se ponen a humedecerse como locas. En suma, al contrario que la heroína, han leído el relato de principio a fin y saben, por tanto, lo que ocurre en las páginas que quedan.
Me encanta esta situación, me encanta que gracias a Le Monde exista realmente, pero ya no veo cómo controlarla. Demasiados personajes, demasiados parámetros. Así que ya no controlo. Desisto. Sigo imaginando cosas, por supuesto: un baile de miradas, de sonrisas discretas, un guiño entre chicas; una risa sofocada, quizá una risa tonta, tal vez un acting out intenso o incluso un escándalo, ¿por qué no? Alguien que dice en voz alta que es asqueroso y que él no compra el periódico de Hubert Beuve-Méry para leer semejantes cochinadas; quizá un diálogo crudo y alambicado al estilo de yo-sé-que-usted-sabe-que-yo-sé, y quizá dos personas que llegan juntas al bar sin conocerse y lo abandonan juntas. Me pregunto qué perciben las personas que se encuentran en el lugar sin haber leído Le Monde: ¿no captan nada? ¿Notan que sucede algo que no saben qué es? Me pregunto, imagino, pero ya no decido, dejo que cada cual improvise su papel y aguardo a que tú llegues enseguida, dentro de una hora, para contármelo todo, en la cama y luego delante de una gran bandeja de mariscos, veremos en qué orden, ya ves que no soy tan autoritario.
Faltan tres cuartos de hora de trayecto y a mí me quedan cinco mil caracteres, el máximo son treinta y cinco mil. Las demás lectoras de Le Monde saben ya lo que puede ocurrir aún, al margen de todo lo que escapa a mi control, y tú, evidentemente, te lo imaginas. Has visto levantarse a una mujer hace unos minutos, la has seguido con la mirada y has visto que otras también la seguían. Saben lo que quiere decir y ella sabe que lo saben. Quiere decir: voy a masturbarme.
Así pues, la mujer sale del bar y se dirige hacia los aseos más próximos. Están ocupados. Aguarda un poco. Cree oír, amortiguado, claro está, por el ruido del tren, un ruido de respiración entrecortada al otro lado de la puerta. Pega el oído, sonríe, un tipo de pie cerca de la puerta la mira un poco sorprendido, tiene otro periódico en la mano y ella se dice el pobre no sabe lo que se pierde. Por fin la puerta se abre y otra mujer sale del aseo, con Le Monde asomando por el bolso. Cruzan una mirada, se ve en la cara de la mujer que ha salido del aseo que se ha corrido mucho y esto excita tanto a la que se dispone a entrar, que se atreve a preguntar: «¿Ha estado bien?» y la otra le responde: «Sí, ha estado bien», con una voz sumamente convincente, y el tipo que no leía Le Monde, el pobre, se dice que, la verdad, suceden cosas extrañas en este tren. La mujer cierra la puerta y pasa el cerrojo. Se mira en el espejo que llega hasta el lavabo, lo que le permite, al levantarse el vestido —o bajarse el pantalón—, ver bien lo que se dispone a hacer. Se quita la braga empapada, levanta una pierna para posar un pie en el reborde del lavabo, se sostiene con una mano en la especie de picaporte para mantener el equilibrio y con la otra empieza a acariciarse la vulva. Se mete directamente los dedos dentro, el tiempo de los refinamientos ya ha pasado, tiene demasiadas ganas, hace como mínimo una hora que le apetece. Se mete al instante dos dedos, los hunde, está completamente inundada y la inunda aún más mirar en el espejo la mano que aferra el chocho y los dedos que lo hurgan. Quizás actúa de una forma distinta y va derecha al clítoris, cada mujer tiene su técnica propia para masturbarse, me encanta que me la enseñe y ahí proyecto la tuya sobre ella, no tiene importancia. Es quizá la primera vez que se masturba de pie en los lavabos de un tren, seguro que es la primera que lo hace sabiendo que la gente al otro lado de la puerta sabe lo que está haciendo. Es como si lo hiciera delante de todo el mundo, se mira el coño en el espejo como si todo el mundo lo mirase, como si todos vieran cómo desliza los dedos por los labios empapados, es increíblemente excitante. Piensa en ti, aunque con seguridad no te ha localizado, pero aun así se hace una idea: la rubia grande de cuello largo, cintura estrecha y caderas anchas de la que se hablaba al principio, puede que fuera una pista falsa pero puede que no, había una chica que correspondía a la descripción. Se dice que sin duda, en estos momentos, tú también estás en los lavabos, en otro vagón, y haces lo mismo, se imagina tus dedos hundiéndose entre tu vello rubio y por mucho que no sienta una atracción especial por las chicas, le apetecerá, tendrá muchas ganas. Ve sus propios dedos en el chocho y los tuyos en el tuyo y los dedos de otras mujeres en sus coños, todas masturbándose al mismo tiempo en el mismo tren, todas empapadas, todas acercándose al clítoris ahora, y todo porque un tío, hace dos meses, decidió aprovechar un encargo de Le Monde para montarse un guión erótico con su chica. Ahora ya está, tiene los dedos encima del clítoris, tira de los labios para que se vea bien, para verlo expuesto en el cristal que hay encima del lavabo, digamos que hace como tú en este momento, que frota cada vez más fuerte con la yema de los dedos índice y corazón, le gustaría acariciarse el pezón con la otra mano pero tiene que sujetarse para no caer, se mira la cara, no es frecuente mirarse uno mismo cuando va a correrse, tiene ganas de gritar, llega deprisa, sabe que hay alguien detrás de la puerta, sabe que respira fuerte, que hace ruido y que la oyen, está muy cerca ahora, tiene ganas de gritar, ganas de decir que sí, ganas de gritar sí, se contiene en el momento en que se corre pero aun así tú la oyes, tú estás al otro lado de la puerta, tú también dices sí, sí, llegamos a Surgères, ahora te tocará a ti.
Al volver a tu asiento, justo antes de llegar a la estación, lees el último párrafo. En él invito a los que y a las que han hecho este viaje, en el tren o en otro sitio, a que me cuenten su versión. Habrá quizá una continuación, que no sólo será performativa sino interactiva, ¿quién da más? Hasta les doy mi correo electrónico: emmanuelcarrere@yahoo.fr. Te parezco un jeta. Tienes razón, soy un caradura. Te espero en el andén.