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Festejé mis cuarenta y tres años durante el montaje. Aquel día, el 9 de diciembre de 2000, mi madre me dijo: ¿sabes?, se me hace raro, has llegado a la edad de mi padre… Igual que se dice la edad de Cristo, sobrentendiendo la de su muerte. Al principio no reaccioné. Después miré las notas que desde hacía algún tiempo reunía sobre mi abuelo. Nació en Tiflis, hoy día Tbilisi, el 3 de octubre de 1898, nadie sabe ni sabrá nunca cuándo murió, pero desapareció en Burdeos el 10 de septiembre de 1944, poco antes de cumplir cuarenta y seis años. Pensé que el error de cálculo cometido por mi madre me fijaba un plazo: yo disponía de tres años, hasta el otoño de 2003, para dar sepultura a aquel fantasma, y para ello era necesario reanudar el ruso.

En pocas palabras: mi abuelo materno, Georges Zurabishvili, era un emigrado georgiano que llegó a Francia a principios de los años veinte, después de realizar estudios en Alemania. Allí tuvo una vida difícil, agravada por un carácter igualmente difícil. Era un hombre brillante, pero sombrío y amargo. Casado con una joven aristócrata rusa, tan pobre como él, ejerció diversos oficios sin llegar a integrarse nunca en ninguna parte. Los dos últimos años de la ocupación, en Burdeos, trabajó de intérprete para los alemanes. En la liberación, unos desconocidos fueron a detenerle a su casa y se lo llevaron. Mi madre tenía quince años, mi tío ocho. No volvieron a verle. Nunca encontraron su cuerpo. No le declararon muerto. Ninguna tumba lleva su nombre.

Ya está dicho. Una vez dicho no es gran cosa. Una tragedia, sí, pero una tragedia banal, que no me cuesta rememorar en privado. El problema es que no es mi secreto, sino el de mi madre.

Adulta, la joven pobre de nombre impronunciable se convirtió, con el de su marido —Hélène Carrère d’Encausse—, en universitaria y luego en autora de bestsellers sobre la Rusia comunista, poscomunista e imperial. Fue elegida miembro de la Academia Francesa y en la actualidad es su secretaria perpetua. Esta integración excepcional en una sociedad en que su padre vivió y desapareció como un paria se construyó en el silencio y la negación, cuando no la mentira.

Este silencio y esta negación son literalmente vitales para ella. Romperlos es matarla, o por lo menos ella lo cree firmemente, y yo, por mi parte, me he convencido de que es, para los dos, indispensable hacerlo. Antes de que ella muera y antes de que yo haya alcanzado la edad del desaparecido…; de lo contrario, me temo que tendré que desaparecer como él.

Mi abuelo tendría hoy más de cien años, y es muy probable que lo abatieran algunas horas, algunos días o algunas semanas después de su desaparición. Pero durante años, decenas de años, mi madre se esforzó —o se prohibió, pero viene a ser lo mismo— en imaginar lo inimaginable: que él vivía en alguna parte, que quizá estuviese prisionero, que un día volvería. Todavía hoy, lo sé porque me lo ha dicho, sueña con el regreso de su padre.

Comprendí que la historia del húngaro me había trastornado porque daba cuerpo a un sueño. Él también desapareció en el otoño de 1944, él también se pasó al bando de los alemanes. Pero él volvió, cincuenta y seis años más tarde. Volvió de un lugar que se llama Kotelnich, adonde yo fui y adonde adivino que tendré que volver. Porque Kotelnich, para mí, es donde uno reside cuando ha desaparecido.

Decir que hablaba ruso de niño sería excesivo, pero lo oí, me sumergí en esa lengua y me quedó un acento que mis interlocutores concuerdan en calificar de excelente. A la primera frase, creen que hablo ruso de corrido. Esa primera frase es a menudo: Ya ochen ploja gavariú pa ruski —hablo ruso muy mal—, y como la pronuncio muy bien lo toman por falsa modestia. A la segunda no tienen más remedio que darme la razón. Estudié ruso en el instituto, y era un alumno pésimo, y durante veinte años no quise volver a pensar en ello. El ruso y Rusia eran el territorio de mi madre y yo prefería no frecuentarlo. Pero al cabo de unos años me convencí de que aprender o reaprender ruso sería la clave de un cambio decisivo. Que, hablando o volviendo a hablar ruso, me liberaría de la vergüenza que me estrangula la voz y podría por fin hablar en primera persona. Para decir que se habla un idioma con fluidez, se dice svabodna, libremente, y es justo lo que me figuro: que hablar ruso me liberará.

Hice una tentativa, hace cinco años. Había empezado un relato sobre un niño cuyo padre es un criminal, y tardé un año en escribirlo y pasé la mayor parte de tiempo de esta gestación penosa estudiando ruso, sin saber muy bien qué me empujaba a hacerlo. En realidad no intentaba hablar, o no me atrevía, pero leía. Con bastante rapidez, fui capaz de descifrar textos no demasiado difíciles. Relatos de Chéjov, al principio, como El pabellón número 6, y después Un héroe de nuestro tiempo, de Lérmontov, que me llevé a las montañas del Karakoram, en el norte de Pakistán. Había ido allí a hacer senderismo con mi amigo Hervé. Dormíamos en pequeños albergues para senderistas, no había electricidad, leía por la noche a la luz de una vela y esto concordaba perfectamente con la narración de un viaje al Cáucaso a principios del siglo XIX. Me acuerdo de una frase en especial, a mi entender una obra maestra de economía descriptiva: las montañas, dice el narrador, son tan altas que por mucho que levantes los ojos nunca ves a los pájaros recortándose en el fondo del cielo.

No sólo estaba la célebre novela en el volumen que yo acarreaba, sino también una selección de versos entre los cuales, hojeando al azar, me topé extasiado con los siguientes:

Spi mladiénets, moi prikrasny,

Báiushki baiú…

Duerme, pequeñito, maravilla mía,

arrorró, mi niño…

Los reconocí al instante. Y la melodía también la recordé, porque no es solamente un poema, sino una nana. Una nana cosaca que conocen todos los niños rusos y que alguien me cantaba cuando yo era pequeño. ¿Mi madre? ¿Mi niania? No lo sé, lo único que sé es que todavía hoy siento ganas de llorar cuando la oigo; de hecho, no cuando la oigo, puesto que nadie me la canta ya, sino cuando me la canto en voz baja, para mí mismo. Y sé que lo que intento hacer aquí es dar forma a la emoción que me embarga cuando tarareo esta nana, es decir, cuando vuelvo a ver en mí la infancia de la que no recuerdo nada.

Quise aprenderla de memoria. Me la repetí, día tras día, acompasé con ella mis pasos cuando caminaba por el Himalaya, y no lo conseguí. Sin embargo, no es larga: seis estrofas de seis versos cada una, un total de treinta y seis versos cuyo sentido comprendo y que, con la ayuda de la melodía, deberían estar al alcance de una memoria media. La mía es excelente, pero, por lo visto, no para el ruso, y no lo conseguí. Algo, alguien, dentro de mí, rechazaba aquel regalo.

Y aquí estoy, cinco años más tarde, saliendo de otra biblioteca, en otro apartamento, con otra mujer, con el Chéjov, el Lérmontov y los ejercicios de gramática que no he vuelto a tocar desde que terminé Una semana en la nieve. Aquellos ejercicios los hacía por entonces a lápiz, del primero al último, y para volver a utilizar el libro tengo que borrar con una goma mis respuestas. Lo hago en la cama, página tras página, a veces se arrugan, las partículas de goma llueven sobre las sábanas. Sophie me mira, divertida. Me siento vivo bajo su mirada.

Sophie vino a vivir a rue Blanche cuando volví de Hungría. Ella habría preferido que escogiéramos juntos un piso nuevo, pero yo alegué que el mío estaba muy bien, era muy grande, no lejos de la casa de mis hijos, sin pasado ni fantasma porque lo ocupaba yo solo desde que dejé a mi mujer, y «mi casa» se convirtió muy fácilmente en «nuestra casa». A Sophie le gusta decir «nuestra casa», «en casa». En la agenda de su móvil, donde mi número ha pasado a ser el nuestro, ha cambiado «Emmanuel» por «casa». Yo temía que al cabo de trece años de matrimonio me costase reemprender una vida en común, pero con ella me encanta. Me gusta hacer el amor con ella y también dormirme con ella, despertar con ella, leer con ella en la cama, prepararle el desayuno, hablarle cuando se baña al volver del trabajo, sentarme a una mesa con ella en la terraza de la rue Lepic, ir al mercado. Esta actividad conjunta sigue siendo una de las experiencias eróticas más fuertes de mi vida. Estamos juntos delante del frutero, cada uno ocupado en lo suyo, yo en elegir la fruta y ella una lechuga, y cuando levanto la cabeza, cuando nuestras miradas se cruzan, comprendo que ella me observaba, nos sonreímos y me dice que es como si entrase en ella, allí, delante de todo el mundo. Me gusta la mirada que comerciantes, clientes del café posan en ella, en su belleza. Sophie es alta, rubia, tiene el cuello largo, un pelo que se le esponja en la nuca, un porte magnífico y al mismo tiempo algo tan abierto, tan familiar, que todo el mundo tiene ganas de ofrecerle flores o de dedicarle piropos de opereta. El adjetivo «radiante» le va como anillo al dedo. Hasta ahora yo nunca había alcanzado esta plenitud amorosa, pero esta vez tengo la sensación de que ya sí.

Sin embargo, no es así. Nunca es así conmigo, nunca es duradero. Basta que un amor sea posible, sea feliz, para que al cabo de tres meses descubra su imposibilidad. Empiezo a pensar que no me conviene la mujer que amo, que me he equivocado, que habrá otra mejor en alguna parte, que al vivir con ella renuncio a todas las demás. Y Sophie, a su vez, se siente inmediatamente humillada. Para ella la humillación es una vieja historia. Ella es regia, pero a la vez plebeya. Su padre no se casó con su madre hasta mucho después de su nacimiento. Su madre estaba sola en la clínica y lloraba porque no tenía a nadie a quien enseñar el bebé. Sophie se siente bastarda, rechazada. He tardado en comprenderlo y también que a sus ojos pertenezco al círculo a la vez encantado y odioso de los herederos. Al nacer me lo dieron todo, me dice: la cultura, la buena posición social, el dominio de los códigos, gracias a lo cual pude elegir libremente mi vida y vivir haciendo lo que se me antoja, al ritmo que me apetece. Nuestras vidas son diferentes, nuestros amigos también. La mayoría de los míos se dedican a actividades artísticas, y si no escriben libros o filman películas, si, por ejemplo, trabajan en la edición, eso quiere decir que dirigen una editorial. Allí donde yo soy amigo del jefe, ella lo es de la recepcionista. Ella forma parte, al igual que sus amigos, de la población que toma el metro cada mañana para ir al trabajo, que tiene un abono mensual, vales de restaurante, que envía currículos y solicita vacaciones. Yo la quiero, pero no me gustan sus amigos, no me siento cómodo en su mundo, que es el de los asalariados modestos, gente que dice «pa’ París» y que va a Marrakech con el comité de empresa. Soy consciente de que estos juicios me juzgan, y que dibujan de mí un retrato desagradable. No soy solamente ese hombrecillo seco, poco generoso. Puedo ser abierto con los demás pero cada vez más a menudo me rebelo, y ella me guarda rencor.

Vamos a cenar a casa de unos amigos míos, en el Marais. Todo el mundo se conoce, todos son más o menos gente del cine y están más o menos al mismo nivel de éxito y notoriedad. Cuando llego con mi nueva novia, ocurre algo que ocurre cada vez y que me regocija intensamente. Como si hubieran abierto de par en par las ventanas, como si antes de que ella entrara la habitación fuese más pequeña, más sombría, más cerrada. De golpe ella ocupa el centro. A su lado, todas las chicas, incluso las más bonitas, adoptan aire de acorraladas. Noto que los hombres me envidian, se preguntan de dónde la habré sacado, y el hecho de que Sophie no encaje del todo en las pautas de nuestro pequeño círculo, que se ría un poco demasiado fuerte, que remueva una cantidad excesiva de aire, muestra lo libre que soy, lo liberado que estoy de la endogamia que reina entre nosotros.

Pero llega el momento en la mesa en que alguien pregunta a Sophie lo que hace en la vida y ella debe responder que trabaja en una editorial que publica textos escolares, en fin, educativos. Noto que le cuesta decirlo, y a mí también me gustaría que pudiera decir: soy fotógrafa, o fabricante de laúdes o arquitecta; no necesariamente un oficio elegante o de prestigio, sino uno elegido, uno que ejerces porque te gusta. Decir que haces textos educativos o que atiendes la ventanilla de la Seguridad Social es decir: no lo he elegido, trabajo para ganarme la vida, estoy sometida a la ley de la necesidad. Esto es así para la inmensa mayoría de la gente, pero alrededor de esta mesa todos escapan a esta condición y cuanto más avanza la conversación tanto más excluida se siente Sophie. Se vuelve agresiva. Y para mí, que dependo tan cruelmente de la mirada de los demás, es como si ella se devaluase a ojos vistas.

Sobre esta cuestión social que nos envenena, me digo y le digo algo un poco hipócrita. Digo que no es problema mío, sino suyo. Que yo la quiero tal cual es, que no me molesta que después de una cena en la que alguien ha hablado con una pasión contagiosa de las novelas de Saul Bellow ella apunte en su libreta, con su letra un poco infantil: «Leer a Solbelo.» Lo fastidioso es su resentimiento, que se sienta constantemente ofendida. A la larga se vuelve penoso. Ya estoy harto de que me atribuya el papel de niño mimado que no ha tenido que luchar por nada y de que ella se reserve el de proletaria eternamente rechazada. De entrada, no es verdad. Yo también he tenido que luchar, y mucho, aunque no fuera en el terreno social. Sophie no es una proletaria, viene de una familia burguesa un poco singular, su padre es una especie de anarquista de derechas que vive como un guardabosques en una finca de trescientas hectáreas en Sarthe. Y añado: aunque fuera verdad, la libertad existe, no estamos totalmente determinados, ¿qué son esas chorradas a lo Bourdieu?

En lo que le miento y me miento, para empezar, es en que en el fondo no creo en la libertad. Me siento tan determinado por el malestar psíquico como ella por el social, y por mucho que me digan que es un malestar puramente imaginario, no por ello me pesa menos en la vida. Y también miento cuando digo que ella es la única que se avergüenza. Por supuesto que no.

Un día me dice esta frase, que me trastorna: no soy una mujer con la que alguien se casaría. Y yo me dije: yo sí me casaría con ella.

Me lo dije, sí, pero no se lo dije a ella. Le dije otra cosa, en cambio, de la que no me enorgullezco. Fue en casa, en una cena improvisada a la salida de un cóctel. Habíamos invitado a una docena de personas que iban y venían entre el salón y la cocina, mientras yo preparaba pasta. Alguien, a mi espalda, descorchando una botella, dijo que realmente hacíamos buena pareja, que se estaba bien en nuestra casa, y un imbécil fue aún más allá: entonces, ¿por qué no tenéis un hijo? Yo habría podido no prestar atención, pero sin dudar, sin volverme, respondí: ah, no, ni hablar. Comprendería muy bien que Sophie tuviera ganas de tener un hijo, pero tendrá que tenerlo con otro. Ah, bueno, por lo menos está claro, dijo, un poco cortado, el imbécil, que por otra parte no era un imbécil sino un bicho raro, turbio, que de cara se parecía a Guy Georges, el asesino del este parisino, y al que era fácil imaginar como un asesino en serie. Deduciendo de mi respuesta que yo no amaba a Sophie como se merecía, a partir del día siguiente el tipo se lanzó a cortejarla con tanta asiduidad que al cabo de unas semanas se convirtió en acoso. La telefoneaba todos los días, la esperaba horas en el café enfrente de su oficina. Ella se me quejaba a mí, pero lo hacía sobre todo de que yo le hubiese señalado tan claramente al pretendiente que la vía estaba libre.

Digo a mi madre que reanudo el estudio del ruso, que tengo un vago proyecto relacionado con mis raíces rusas. Ella dice que muy bien, pero noto que la inquieta. En efecto, estaría muy bien que hablara de mis raíces rusas, de mis antepasados rusos, que, por parte de mi madre, son todos príncipes, condes, grandes chambelanes, damas de honor de la emperatriz. Siempre he visto sus retratos constelados de condecoraciones en las paredes del piso donde crecí, en la rue Raynouard, y ahora que mis padres se han mudado al quai Conti, esos retratos casan muy bien con los de los académicos pretéritos. Los escándalos y las calaveradas atribuidos a sus modelos son pintorescos. La princesa Pánina causaba sensación en los salones de San Petersburgo paseando por ellos a unos lobos. El conde Komarovski, el que fue vicegobernador de Viatka, tenía por costumbre, cuando se enfurecía, defenestrar a sus interlocutores, sobre todo a los musulmanes. Otro conde Komarovski, un camorrista que estuvo en todas las guerras, en Transvaal, en Manchuria, en los Balcanes, y cuyas fotos, por lo general ecuestres, siempre me inspiraron mucha simpatía, acabó siendo arrojado a un pozo por los revolucionarios. Su destino es trágico, pero glorioso. Con estos personajes tan vistosos, que figuran todos en el almanaque Gotha, se podría escribir una novela histórica estupenda, pero mi madre sabe muy bien que no quiero escribir esa novela, que lo que me interesa es eso de lo que no se debe hablar.

Voy a ver a Nicolas, mi tío. Quizá no sea verdad, pero me parece que todo lo que sé de mi abuelo lo sé gracias a él. Lo que me transmitió mi madre es lo que no sé, lo que produce vergüenza y miedo y me petrifica cuando encuentro su mirada. De toda mi familia, de quien más próximo me siento es del tío Nicolas. También hay que contar que él tenía catorce años cuando murió su madre, que su hermana y él se encontraron solos en el mundo y que ella le crió. Le hizo de madre y de hermana, y esto hace que él sea para mí hermano y tío a la vez. Los dos hemos hablado bastante a menudo del abuelo, del secreto, de lo que rezuma de él en los libros que he escrito, para que le extrañe que hoy yo quiera volver sobre el tema. Deposita delante de mí la caja de zapatos donde ha reunido y clasificado todo lo que posee de los archivos de la familia y, principalmente, la perepiska radíteliei, la correspondencia de los padres. Comienzo a examinar los documentos. Tomo notas.

Georges Zurabishvili nace en Tiflis, en una familia de la burguesía cultivada. Su padre, Iván, es jurisconsulto y su madre, Ninó, tradujo a George Sand al georgiano. Las fotos de familia muestran bigotes y chales, se adivinan rosarios de ámbar entre los dedos. Huelen a Oriente, pero también a la seriedad propia de los intelectuales de los países colonizados. Georgia, largo tiempo objeto de disputa entre turcos y persas, formaba parte del imperio ruso desde hacía un siglo. Controlada por los mencheviques durante la revolución de 1917, en 1920 proclama su independencia, que las democracias occidentales reconocen de iure. Los Zurabishvili exultan. Patriotas fervientes, tienen una aguda conciencia de las responsabilidades que entraña la independencia. La primera de ellas es el dominio de su lengua nacional. «Hablar un idioma extranjero en un país independiente sería deshonroso», escribe Ninó en una carta al primogénito de sus tres hijos, Artchil, que estudia ingeniería en Grenoble. Y en la misma carta menciona la humillación de Georges, el hermano menor, cuando haciendo de intérprete en una conferencia anglo-georgiana se ve obligado a continuar la interpretación en ruso, debido a que no conoce bien el georgiano. De hecho, parece que la humillada por este episodio es ella, no él. Él consideraba provincianos la lengua, la cultura, el patriotismo georgianos. Toda su familia escribe en georgiano y él en ruso. Hay una carta suya de esta época, dirigida también a su hermano Artchil. En ella habla de todo con una ironía afectada, incluido el reconocimiento de iure que tanto valor tiene para los suyos. A los veintitrés años, hace de diplomático cínico, de dandy frívolo, enemigo de toda forma de pathos y sentimentalismo, y se considera a sí mismo «complicado, poco sincero, superficial». Evidentemente, esta actitud escandalizaba a sus padres. Ninó, cuando escribe a su hijo en Grenoble, repite sin cesar la gran confianza que tiene en su predilecto, su adorable Artchiliko (padre y madre se dirigen a su hijo con una ternura conmovedora y una sobreabundancia de diminutivos): es un chico serio y seguro de sí mismo. Ella se preocupa, en cambio, por Georges, a causa de su carácter egoísta, perezoso y guasón. El joven de quien se habla y que habla de sí mismo en estos términos se enorgullece aún de su reputación y ve en ella el signo de una personalidad extraordinaria: se adivina que se siente superior a sus hermanos, superior a todo el mundo. Menos de diez años después, se cumplirán los presentimientos de sus padres y el más brillante de los tres arrastrará el papel del fracasado de la familia.

Cuando Georgia proclama su independencia, los soviéticos creen en la revolución mundial y la emancipación de las naciones. El fracaso estrepitoso de los espartaquistas en Alemania hará cambiar a Lenin de doctrina: la revolución se hará en un solo país, y más vale que sea uno grande. Georgia es recobrada en 1921. Las democracias protestan blandamente. Los Zurabishvili toman el camino del exilio. Pasan tres años en Constantinopla, y Georges parte solo a estudiar en Berlín. Estudios de economía política, de comercio, de filosofía, no está muy claro, y la correspondencia con su madre no aclara nada. No se sabe nada de lo que hace, si aprueba o no los exámenes, ella se lo reprocha y él se vuelve aún más evasivo. Nabokov también estaba en Berlín en aquella época y, al leer las cartas de mi abuelo, pienso que sin haberle conocido, ni a él ni sus obras, era la clase de personaje que Nabokov intentaba ser: un tipo que lo mira todo desde arriba, un dandy burlón. Pero Nabokov estaba seguro de sí mismo y de su genio; fueran cuales fuesen las pruebas que atravesó, vemos bien que se despertaba cada mañana dando gracias a Dios por el privilegio único de haber nacido en la piel de Vladimir Nabokov, mientras que en mi abuelo, incluso de joven, entrevemos una inquietud y una desconfianza de sí mismo que yo reconozco: son las mías.

Se reúne con su familia en París, en 1925. El padre ha encontrado un empleo de jefe de sección en Bon Marché, la familia de cinco vive en dos cuartitos una vida de emigrantes pobres, pero los otros dos hermanos terminan sus estudios de ingeniero y pronto emprenderán auténticas carreras: uno construirá embalses, el otro trabajará en Ford. Aunque mantienen la fidelidad a la comunidad georgiana, de la que hasta su muerte constituirán pilares, se integran perfectamente en la sociedad francesa. Georges no. Sigo sin saber muy bien qué diplomas obtuvo en Alemania, pero en todo caso no son válidos en Francia, de modo que se ve limitado a ejercer oficios artesanales. Sus hermanos intentan ayudarle, pero él no se deja: demasiado orgulloso, demasiado receloso y susceptible.

Durante un tiempo fue taxista, y es una de las pocas cosas que a mi madre le gusta contar de Georges, una de las pocas que de niño supe de mi abuelo. Ser taxista en París en los años veinte es bastante chic, parece de príncipe ruso. Mi madre dice que en el taxi él se pasaba casi todo el tiempo leyendo obras de filosofía, y cuando le preguntaban si estaba libre respondía que no, con un tono irritado, porque quería terminar el capítulo. Amaba las ideas, los ensayos más que las novelas, y leer un libro equivalía para él a conversar con su autor. Le aprobaba o le insultaba, acribillaba los márgenes de anotaciones febriles («¿Lo has descubierto tú, imbécil siniestro?»), y cuando encontraba un interlocutor de carne y hueso a su altura, nada le gustaba tanto como pasarse toda la noche en ásperas discusiones políticas o filosóficas, bebiendo entretanto litros de té y fumando un cigarrillo tras otro: un auténtico intelectual ruso, planeando con soberbia por encima de las realidades cotidianas.

En el antiguo régimen, mis abuelos maternos no se habrían casado ni tampoco se habrían conocido. Él era un plebeyo georgiano, ella pertenecía a la gran aristocracia europea. Su padre era prusiano, su madre rusa, y lo que más le gusta del mundo a mi padre es trazar y comentar sus árboles genealógicos, llenos de títulos, de dominios inmensos y nombres refulgentes. El barón Victor von Pelken y su mujer, de soltera condesa Komarovski, no vivían ni en Prusia ni en Rusia, sino en la Toscana, en una mansión muy bella que yo visité un día. Parece que fue un matrimonio desdichado, y cuando mi bisabuela dio a luz a un segundo hijo que no era de su marido, sino del jardinero jefe, se divorciaron, lo cual apenas se hacía en su época ni en su medio. El barón Von Pelken volvió a Berlín, dejando a su hija sumida en una infancia bastante triste entre una madre sin dulzura, un medio hermano preferido a ella y un ejército de criados. Aquel pequeño mundo vivía de las rentas de vastos dominios en Rusia, y cuando la revolución confiscó aquellas tierras y cortó aquella fuente de ingresos, mi bisabuela primero despidió a los criados, después vendió la casa, invirtió mal el producto de la venta y en pocos años se vio totalmente arruinada. Como los tres miembros de la familia no se querían, se dispersaron y Nathalie de Pelken, que, no siendo una muchacha feliz, en su defecto habría sido una rica heredera, llegó a París en 1925 a la vez sin un céntimo y sola en el mundo. Su principal baza para componérselas era que hablaba cinco lenguas: ruso, italiano, inglés, alemán y francés. Por lo demás, había estudiado sobre todo acuarela. Con el óvalo perfecto de su cara, sus cintas en el pelo peinado con raya en medio, es fácil imaginar a aquella muchacha rusa, noble pero pobre y de salud frágil, en una pensión para heroínas de Katherine Mansfield: «Nuestra Natalia Víktorievna…»

Él le escribía cartas de veinticinco y treinta páginas. En ellas compara su amor con un jardín donde halla refugio contra las vicisitudes de una vida pasada corriendo como un animal descerebrado en busca de su condumio en una ciudad polvorienta, ensordecedora, hostil. En este jardín maravilloso, al lado de su Natasha, su alma disfruta del descanso durante breves instantes, pero esos impulsos de lirismo y confianza no le impiden presentarse ante su prometida como «una cosa irremediablemente podrida», condenada a una apatía mortal, sujeta a terribles oleadas de tristeza que suben por él, ascienden, oscurecen el cielo, anulan los sonidos y los colores, gangrenan la vida. Nicolas me tradujo y yo copié páginas enteras de esas cartas, de las que es difícil citar extractos porque lo que importa es su movimiento, febril y machacón. He aquí, de todos modos, una muestra:

«Mi corazón», escribe, «se ha vuelto duro y frío como el acero y, si no tuviese el contacto de tu manita, la única cosa que aún es capaz de sentir, habría olvidado por completo hasta la idea de la lucha. Si este corazón estuviese vivo, caliente y lleno de sangre como el de los demás hombres, y no frío y duro como el acero, hace mucho tiempo que se habría roto, vaciado de esa sangre que se habría esparcido por este horrible desierto que lo ha estrangulado con su torno gris y frío. ¿En qué se convertiría, Nátochka, un corazón de hombre normal, vivo y caliente, si estuviera apresado en este torno gris y frío de donde sólo surgen cohortes de espectros espantosos —feos y silenciosos, pero que por medio de su silencio, sus burlas sofocadas, sus guiños, la burlona insolencia de su modo de andar, hablan tan clara e inteligiblemente—, los espectros de todas las esperanzas asesinadas o mutiladas, los espectros de creencias forjadas por el alma pura de mi adolescencia, los espectros de todas las bajezas mentirosas de la vida, esos espectros que me dicen con tanta claridad a través de sus labios mudos: Y bien, ¿qué has conseguido? ¿Has obtenido siquiera algo de lo que deseabas? No lo obtendrás jamás. Jamás, ¿me oyes?, jamás. ¿Comprendes esta palabra: jamás? ¿De qué te sirve gritar: ¡salid, salid todos, no temo a nadie, quiero veros uno a uno, cara tras cara! Nadie saldrá, ¿por qué íbamos a hacerlo? Somos los pequeños, los insignificantes, no somos orgullosos, no buscamos pelea, no la necesitamos para devorarte vivo, mi pequeño halcón. Nos hemos ventilado a no pocos más forzudos que tú. ¿Uno a uno? ¿Y por qué quieres que lo aceptemos? ¿Por qué? Nuestra fuerza no está en eso, avanzamos poco a poco, a pasitos pequeños. Somos la multitud, somos legiones de legiones, somos el mundo entero y tú, ¿tú quién eres? Estás solo; somos el mundo entero y tú estás solo, ¿entiendes? Gesticula, gesticula cuanto quieras…; nosotros esperamos, no tenemos prisa, somos personitas. Grita, pues, mi pequeño halcón, grita y gesticula…; nosotros esperamos, no somos orgullosos, no somos como tú, tú, que te figurabas que el mundo había sido creado para que tú cumplieses en él tus sueños. ¡Mira qué listillo! Nuestra fuerza, amigo mío, no está ahí, avanzamos despacio, tranquilos…; primero te mandamos uno, después otro y un tercero y un décimo, y de pronto ves que hay una multitud. Pues así nos vamos a posar encima, todos juntos, en masa, para aplastarte. Y todo el mundo estará con nosotros, incluso los más próximos a ti, ellos también estarán con nosotros. ¿Y contigo, mi pequeño, quién estará contigo? Nadie. Porque no se sacia a nadie con bellos sueños grandiosos, ¿y aunque tú creyeras en ellos, en tus sueños? ¿Crees, al menos? ¿Crees de verdad que puedes hacer que un río fluya del mar hacia la montaña, hacer que el sol se desplace del poniente al levante? ¿Lo crees? Y tu tristeza, entonces, ¿de dónde sale? ¿Y el agotamiento mortal de tu alma? ¿Y ese pliegue de desesperación en la comisura de tu boca? ¿No sabes acaso que todo lo que has tocado con la mano se ha transformado en destrucción y desdicha? ¿Todavía no lo has comprendido, pequeño halcón? Estás solo, completamente solo, nadie te acompaña ni te sigue. ¿Sigues gesticulando? Sin embargo ya lo sabes, que cuando ya no puedas gesticular será el momento en que todos acudiremos a la cita, bien frescos y dispuestos, para aplastarte con nuestro peso y nuestra multitud. ¿Y quién te defenderá? Nadie te defenderá, porque realmente no has parado de pisarles con tu arrogancia diabólica. Estás totalmente solo con tus sueños grandiosos. Nosotros, en cambio, quizá seamos pequeños pero somos la multitud…, ¡oh, qué multitud! Y tú, pequeño halcón, gesticulas…»

El hombre que escribe esto en una carta de amor a su novia tiene treinta años. Se ve ya como un desecho, un hombre perdido, y no sólo por culpa de la mala suerte que le impide encontrar en la sociedad un lugar digno de él, sino también porque lleva dentro algo enfermo, podrido, lo que él llama «mi defecto constitucional» o, más familiarmente, «mi araña en el techo». El mal fario le perseguía, todo el mundo era su enemigo, pero él era sobre todo enemigo de sí mismo, dice una y otra vez con un tono y un ritmo que advierto, al copiar estas líneas, que son exactamente los del hombre del subterráneo cuya inquietud, locura razonadora y odio atroz a sí mismo transcribió Dostoievski.

Es bastante extraño que esta correspondencia entre mis abuelos prosiga más allá del tiempo de su noviazgo. Se casan en octubre de 1928, su hija Hélène, mi madre, nace el 6 de julio de 1929, y menos de un año después las cartas se reanudan. Se debe a que se separaron muy pronto. La separación se explica en parte por motivos materiales.

Eran demasiado pobres para alquilar un apartamento, incluso pequeño, y a menudo ocurría que amigos caritativos acogían a Nathalie y a su hija en un cuartucho donde no había sitio para Georges. Él encontraba un refugio en otra parte, en el hotel o en el sofá de otros amigos, y sus empleos calamitosos le forzaban a hacer grandes giras por provincias, que él cuenta detalladamente con una ironía amarga. El fondo de la cuestión, sin embargo, es que no soportaba la vida familiar, y sobre todo la de una familia pobre. Lo cotidiano le hería, le hacía sentirse maniatado. Cargado de responsabilidades, tenía que renunciar a sus aspiraciones y para ganar unas perras llevar una vida mezquina y agotadora.

Pero ¿cuáles eran sus aspiraciones? ¿Los sueños grandiosos que la hostilidad del mundo y su propio temperamento le prohíben cumplir? ¿Qué habría querido hacer en el absoluto? ¿Literatura, política, periodismo? No está claro, y no tengo la impresión de que la vida le haya impedido seguir una vocación concreta. Su pobreza le humillaba, pero no soñaba con hacer fortuna. Escribía febriles cartas interminables, pero nunca, que yo sepa, propuso un texto a un editor ni a un periódico. Creo que sobre todo habría querido que le respetasen. Ser importante. Visible. Existir ante los demás. Que no le vieran como un fracasado, un pobre de solemnidad toda su vida.

No sólo escribía a su mujer ni sólo escribía en ruso. La caja de cartón de la perepiska radíteliei contiene un fajo de cartas en francés, pacientemente recogidas por Nicolas de corresponsales que eran en su mayor parte femeninas: dos o tres señoras de la buena burguesía francesa a las que se dirige a veces con un tono de enamorado transido, a veces de mentor despótico y a menudo de las dos cosas juntas. Mi madre reconoce con indulgencia que era mujeriego, pero al parecer buscaba no tanto amantes como confidentes y lazos de amistad con mujeres que tenían en común ser menos sumisas que él al yugo degradante de la necesidad. Amaba sus maneras delicadas y sus casas, que sin ser forzosamente fastuosas tampoco eran chabolas. Su vida de desclasado le pesaba muchísimo y descargaba ese peso en las cartas que enseguida se volvieron en francés tan laberínticas y afectadas como en ruso. Frases largas, tortuosas, machaconas, que persiguen el pensamiento, multiplican guiones y paréntesis, dan la impresión de que cojean hasta que las hace salir por piernas en un estallido de autoescarnio cruel.

Garabateadas a lápiz en mesas de café, las cartas, después de la época del taxi, están franqueadas un poco en todas partes de Francia y Bélgica. ¿Qué oficio ejercía exactamente? ¿Representante? ¿Vendedor ambulante? Habla de puestos que carga y descarga en mercados, de patronos que lo explotan. Al principio ha decidido tomarse estas experiencias penosas y mal pagadas como experiencias, precisamente, como un deporte que templa el carácter. Quiere ser enérgico, nietzscheano, pero el desaliento no tarda en aparecer. Todo es complicado. Cuando está en París se aloja en una zahúrda de la rue de Malte; a Nathalie y a la pequeña Hélène las hospedan en Meudon unos conocidos, pero estos conocidos dicen que eso no puede durar eternamente y él teme tener que reanudar la convivencia, lo cual sería, confiesa a una de sus corresponsales, «la solución más desagradable para todo el mundo».

¿Qué sé yo de la pequeña Hélène, mi madre, en aquella época? La llaman Poussy, se maravillan de su vivacidad. Las fotos no abundan, entonces eran un lujo, pero en las que existen está encantadora. Hasta los cuatro años —me lo cuenta ella misma— no habla francés. En la sociedad de emigrantes en la que crece se habla ruso y sólo ruso. Ella cree incluso que vive en Rusia. Meudon se pronuncia Miedonsk y Clamart Kliemar. Ella se acuerda de un día en que su padre la lleva al Bois de Boulogne, donde pasean en barca acompañados de una mujer francesa. La mujer no habla ruso, la niña no habla francés, sólo pueden intercambiar sonrisas. Al volver a casa, el padre le explica a la hija que pronto ella se irá de vacaciones con aquella agradable mujer francesa. Hélène ya está acostumbrada a pasar vacaciones con personas que no conoce o apenas, puesto que sus padres no tienen medios de llevarla a ninguna parte, pero suelen ser rusas. No protesta, pasa el verano en Bretaña, rodeada de gente que habla una lengua de la que ella, al principio, no entiende nada. La aprende enseguida y bien, hasta el punto de que al volver en septiembre prácticamente ha olvidado el ruso: lo recuperó en pocos días.

De niño me encantaba que mi madre me contase esta historia y ella nunca se hacía de rogar. Me gustaba cada detalle. Hoy, sin embargo, me cuesta creer que no hablase francés en absoluto antes de su estancia en Bretaña, y que de verdad creyera que vivía en Rusia. ¿Cómo una niña inteligente y curiosa no habría advertido que en la calle, en el jardín público, entre los comerciantes, en todas partes, se hablaba un idioma distinto que en casa?

Mientras que en oscuras ciudades de provincias Georges embala y desembala tenderetes por un sueldo de miseria, Nathalie está triste, le preocupa el porvenir. Sus únicas alegrías son su hija y el coro de la iglesia donde canta. «En lo más alto de mi torre», escribe, «no veo a nadie, nadie viene a verme, no voy a casa de nadie. Me vuelvo cada vez más salvaje y también, entre nosotros, cada vez más fatigada.» En 1936, sin embargo, espera un segundo hijo, y cuando Nicolas nace, Georges reanuda la vida en común. Encuentra un trabajo en París, como vendedor en Vilmorin, quai de la Mégisserie. La familia ocupa un pisito de dos habitaciones en Vanves. Como una amiga suya se va unos días de vacaciones a Niza, Nathalie le pide que aproveche para visitar a su madre, que vive allí, en un hotel mísero que ostenta el extraño nombre de Hotel Ric et Rac.[1] Han perdido el contacto desde hace años: «Acuérdate de que ella, por supuesto, no sabe nada de mi vida y de Nicolas, no lo comprendería y se apenaría inútilmente. Así que, versión oficial, un hogar muy feliz.»

Versión oficial, un hogar muy feliz…

El 18 de julio de 1936, las tropas franquistas se sublevan contra el Frente Popular español. Se forman las Brigadas Internacionales para acudir en su ayuda. Pero él, Georges, si no tuviera, como dice, «a Natasha y a la pequeña to take care of», se habría afiliado bien gustoso a otra brigada: a la Bandera, que apoya a los franquistas y congrega, según Nicolas, «a los últimos amantes de lo decente y lo caballeroso, la jerarquía y el orden, la abnegación desinteresada». Hace ya varios años que admira a Mussolini y a Hitler, que anima a sus corresponsales a leer a Béraud, Kérillis, Bonnard, compañeros de viaje del fascismo francés. Copia para ellas citas donde abundan palabras como chusma, podredumbre, decadencia, y cuando emplea, textualmente, la expresión «la bestia inmunda» es para designar a las democracias que en 1921 no movieron un dedo cuando los bolcheviques invadieron su pequeño país. Todos los temas del fascismo figuran en su epistolario: aversión al parlamentarismo, a Norteamérica, al materialismo, al trabajo, a la pequeña burguesía; admiración por la autoridad, la fuerza, la voluntad. Observo, sin embargo, que, con independencia de los destinatarios, no hay en las cartas huella alguna de antisemitismo. A priori, habría sido el exutorio ideal para su modo de pensar obsesivo, amargo y reiterativo. Pero parece ser —lo cual, en suma, es bastante curioso— que nunca hizo a los judíos responsables de sus desgracias. Quizá, en su condición de georgiano apátrida, se sintiese solidario con aquellos perseguidos. Pero también pudo haber sido al revés: alguien que se halla en lo más bajo de la escala, humillado por todos, suele consolarse cuando encuentra a otro aún más bajo que él, y lo humilla a su vez. No fue lo que ocurrió.

Políticamente, hacia el final de los años treinta está cada vez más furioso y deposita todas sus esperanzas de renacimiento para Europa —si no para él, cuya perdición ya está consumada— en las dictaduras española, italiana y sobre todo alemana. Pero al mismo tiempo gira alrededor de la fe cristiana como último recurso para un alma como la suya. Esta fe en la que aspira a abismarse no es la de su mujer, heredada, apacible, resignada, la fe que se expresa cantando en el coro de la iglesia ortodoxa y que es el único sostén de Nathalie en las vicisitudes de la vida. La fe de Georges, al menos la fe con la que sueña, es un impulso místico, una quemadura más que un bálsamo, y cuando un alma buena cita una frase de Claudel sobre «la elección al revés» del réprobo, sobre «el enfermo y el santo, a los que Dios no deja tranquilos», prorrumpe en sarcasmos contra el escritor y le reprocha que hable de ello «desde fuera».

«¿Qué sabe él de la desesperación auténtica, que es como un ácido que te vierten en el alma gota a gota y que te penetra hasta la médula de los huesos? Habla de esto bien, muy bien, porque es un gran artista y como tal es capaz de imaginar con una veracidad y una credibilidad inauditas la “cosa”, exactamente como sabría imaginar y describir el estado de ánimo de un hombre encerrado para el resto de su vida en una mazmorra. Pero ¿qué sabe él realmente? Que me enseñe la punta de los dedos. Si veo en ellos, en lugar de uñas bien cuidadas, muñones sanguinolentos a fuerza de excavar la piedra viva y los huesos de las muñecas puestos al descubierto por sus propios dientes, le creeré, pero no antes.»

Se considera autorizado para hablar de la desesperación, y se esfuerza en enraizar su fe en ella. Estas frases, y otras que contienen a la vez una apologética y una autopersuasión insistente, me resultan familiares. Me recuerdan una época en que yo era horriblemente infeliz y traté de hacerme cristiano. Ahí reencuentro lo que conocí: el mismo deseo de creer para enganchar tu angustia a una certeza; el mismo argumento paradójico según el cual la sumisión a un dogma contra el que se rebelan la inteligencia y la experiencia es un acto de libertad suprema; la misma forma de dar sentido a una vida insoportable, que se convierte en una sucesión de pruebas impuestas por Dios: una pedagogía superior, que esclarece a través del sufrimiento.

Nathalie, su mujer, resumía así su historia: «Un hombre en cuya vida Dios se instaló por la fuerza y el embrollo resultante.»

¿De dónde saco esta escena? Mi madre, de niña, está en el metro con su padre. A su lado, en el banco, o bien cada uno en un traspuntín. Él lleva ropa a la vez pobre y correcta: una chaqueta oscura, una corbata, una camisa limpia y raída, un jersey de lana gruesa, quizá con dibujos multicolores, que le dan el aspecto exacto de lo que es: un emigrado pobre, al que aún no llaman trabajador inmigrante, pero cuya cara estrecha y hundida por las preocupaciones, cuya tez mate y cuyo pelo, ojos y bigote negros fácilmente habrían hecho que veinte o treinta años más tarde le confundieran con un árabe. Su rostro es también sombrío, y su voz, sorda. Habla de su vida a su hijita, con cólera y con vergüenza. Ha fracasado en todo, es un perdedor. Sin embargo, es inteligente, culto, estudió filosofía en universidades alemanas, lee libros sesudos, habla con fluidez cinco idiomas y todo esto no le sirve de nada, sino que le hunde aún más. Sus hermanos, por el contrario, se las arreglaron. Los dos son ingenieros, tienen títulos que valen algo, empleos en empresas sólidas, no tienen problemas para mantener a sus familias. Son hombres de fiar y razonables. No son genios, desde luego. Él era distinto: el más dotado, el más brillante, todo el mundo estaba de acuerdo en este punto, y a pesar de ello, o más probablemente a causa de ello, no ha llegado a nada. Es un don nadie en la sociedad francesa. Nadie. Literalmente, no existe. Un ticket de metro gastado, un escupitajo en el suelo, entre los destellos de mica. Forma parte irremediablemente de esta turba de gente que se ve en el metro, pobre y gris, con los ojos apagados, los hombros caídos bajo el peso de una vida de la que nada han elegido, una multitud desdeñable, pobre ganado humano uncido al yugo… Lo más triste es que a pesar de todo esa gente tiene hijos. Es horrible. Al menos para esos hijos, un hombre tendría que ser fuerte, inteligente, respetado. Un niño o una niña que pronuncia la palabra «papá» debería estar seguro de que papá es un héroe, un valiente, y un padre que no es capaz de presentarse así ante la mirada de sus hijos no es digno de que le llamen papá.

Imagino estas palabras y quizá esta escena. Me parece, no obstante, que mi madre me contó un día algo parecido. La veo sentada en el metro al lado de su padre, escuchando este monólogo amargo y sordo y conteniéndose para no llorar. La veo mal vestida, con zapatos pésimos de suelas perforadas, como en las novelas miserabilistas, y me imagino la vergüenza de su padre por no poder comprarle unos nuevos, tener que contar sin fin, ahorrar para comprarle a su hija un par de zapatos que, de todos modos, serán feos y de mala calidad, porque las personas como él sólo pueden comprarles a sus hijos cosas feas y baratas. Esta escena es muy nítida en mi conciencia, pero no logro recordar cuándo me la contó mi madre, si fue ella. Lo que es seguro es que no puedo ver a un pobre hombre con su hijo en el metro sin imaginarme su vergüenza y su humillación, la conciencia que de ambas tiene el niño, y sentir, a mi vez, ganas de llorar.

A principios de la primavera me invitan a Amsterdam para hablar de mis libros. Suelo desconfiar de estas invitaciones, pero era la ocasión de pasar tres días con Sophie como enamorados. Acepté. La víspera de la partida tuvimos una riña violenta, como sucede cada vez con más frecuencia, y viajo solo. Lo lamento nada más llegar a mi hotel chic y encontrarme sentado en la cama king size donde habría sido tan placentero hacer el amor juntos. ¡Idiota, pobre idiota, biedny durak!

Me trago la vergüenza, llamo a Sophie, le digo que soy infeliz sin ella, que aún podemos reunimos y que voy a telefonear para reservarle un billete. Ella me escucha en silencio y después dice, con calma, que me quiere pero que no acepta estar a merced de mis cambios de humor. No sé lo que quiero, oscilo continuamente entre el deseo más ardoroso y el rechazo más hiriente. Ella es como es, con su risa ruidosa y sus amigos de los arrabales, y yo no voy a cambiarla, y lo que a ella no le gusta es ver cómo el hombre divertido, encantador y animoso del que se ha enamorado se transforma en un tipejo seco, agrio y cruel, que al juzgarla sin benevolencia se juzga a sí mismo y se condena. Y punto.

Son las siete, no tengo ningún plan, los organizadores de la conferencia no han previsto nada para mí hasta el día siguiente, y se perfila la perspectiva inquietante de una noche solitaria, tumbado en la cama, mientras la gente pasea por la calle, se reúne en bares, charla, sonríe, se besa, hace, en suma, lo que hace la gente el sábado por la noche en una gran ciudad, siempre que sea gente normal. Toda mi vida me he considerado no normal, excepcional, a la vez maravilloso y monstruoso, lo cual no es inquietante cuando eres adolescente pero sí lo es a mi edad, y por mucho que vaya tres veces por semana al psicoanalista cada vez veo menos razones para que esto cambie.

Al salir del hotel, situado, como es debido, al borde de un canal perfectamente romántico, veo en la planta baja del inmueble vecino un salón de masaje y al acercarme veo que ese salón no sólo ofrece masajes, sino también sesiones de floating, que consiste en flotar dentro de un tanque de agua salada sin tener que hacer ningún movimiento para mantenerse en la superficie. El tanque, del que se ven fotos en el escaparate, es del tamaño de una bañera grande, pero está provisto de una tapadera y herméticamente cerrado, de tal manera que ningún estímulo exterior, visual ni auditivo, perturba la relajación. No hay que ser muy malicioso para observar que ese tank se parece mucho a una tumba y adivinar que la perspectiva de pasar un rato en una sepultura semejante me ha revitalizado al instante: ya sé cómo voy a pasar la velada.

Como de momento no hay tank libre, reservo uno para más tarde y me voy a pasear. Ceno ligero en un restaurante donde soy el único que está solo y lo sobrellevo mal. Vuelvo a llamar a Sophie, a quien no le entusiasma mi proyecto para las horas siguientes. ¿Cuál es la idea?, pregunta. ¿Volver al útero materno? ¿No crees que más bien deberías salir del vientre de tu madre?

La habitación donde se encuentra el tank es en parte jacuzzi, cabina de rayos UVA y cámara mortuoria. Tomo una ducha y entro en el tanque. Cierro la tapa.

Floto desnudo en la superficie de agua templada, ligeramente pegajosa. Oscuridad total, silencio total, aparte del latido de la sangre en las arterias. Si uno quiere puede pulsar unos botones que proporcionan música new age y luz tamizada, pero prefiero abstenerme. ¿Me gusta o no? Es difícil decirlo. El mundo exterior ya no existe. Supongo que es una experiencia enriquecedora para personas que se pasan el día en la trepidación incesante de una vida profesional estresante, hombres de negocios que sueñan —desde lejos— con la calma y una vida interior. Mi problema es exactamente el contrario. No frecuento mucho el mundo exterior, la vida real, y paso la mayor parte del tiempo en mi propio universo interior, del que estoy cansado, precisamente, o del que me siento prisionero. Sólo sueño con huir de esta cárcel, pero no lo consigo, ¿y por qué? Porque tengo miedo de huir de ella y también, y es lo más desagradable de admitir, porque en el fondo me gusta.

Sophie tiene razón. Soy un adulto, tengo cuarenta y tres años y, sin embargo, vivo todavía como si no hubiera salido del vientre materno. Me hago un ovillo, me acurruco, me refugio en el sueño, la postración, el calor, la inmovilidad. Bienaventurado y horrorizado. Es eso mi vida. Y de repente ya no la aguanto. Definitivamente, ya no puedo más. Pienso: ha llegado el momento de salir. Como el paralítico del Evangelio que se ha pasado la vida acostado, lamentándose en vano, y he aquí que le dicen: levántate y anda, y él se levanta y anda.

Me levanto. Levanto la tapa del tanque y salgo. Me ducho otra vez, me visto y como la chica de la recepción me ve salir tan deprisa le digo que no, que en realidad no me ha gustado, no debía de tener un buen día para esto, quizá en otra ocasión.

Quizá, dice ella, a su disposición.

Llueve fuera, pero me siento lleno de energía. Me repito que en fin, ya está, soy libre. Me he levantado, he abierto la puerta de la cárcel —descubriendo de pasada que nunca estuvo cerrada— y ahora deambulo por las calles. Caminando así, con paso vivo y ligero, me digo que tengo que resarcirme después de toda una vida postrado como un paralítico. Andar, andar derecho hacia delante, sin parar, sin descansar y sobre todo sin volver atrás. Ésa será la regla de mi nueva vida: andar derecho hacia donde me lleven los pies, sin retorno ni pesar.

Andar derecho, sí, pero ¿hasta dónde? ¿Hasta los confines de la ciudad? ¿Hasta el mar? ¿Hasta el puerto? La idea del puerto me agrada, porque se le asocian otras ideas, un incierto peligro. Todos sabemos que en los puertos es más fácil tener malos encuentros, con marineros ebrios que enseguida sacan el cuchillo, y caigo en la cuenta, asombrado, de que no disto mucho de esperar esa clase de sorpresas.

Cuidado, yo no soy camorrista. Tengo mucho miedo de los enfrentamientos físicos y cuando, hace diez años, decidí practicar un arte marcial, elegí, como por casualidad, el tai-chi-chuan, en el que te entrenas solo, sin adversario: es una forma de onanismo marcial. Esta noche, sin embargo, tengo ganas de pelea, y en el fondo da igual que golpee o que me golpeen. Por supuesto, preferiría que no me matasen, e incluso que no me causaran heridas graves, pero estoy totalmente dispuesto a que me rompan la cara, sin masoquismo alguno, lo creo sinceramente, me limito a esperar excitado que ocurra aquello que he evitado toda mi vida: un combate. Por primera vez, deseo ir al encuentro del peligro y no detenerme hasta haberlo afrontado.

Tranquilícense…, o moderen su decepción: aquella noche no pasó nada. Me conformé con pasear por determinados barrios de Amsterdam sin topar con ninguna aventura ni tener más percances que la dificultad de caminar todo derecho en una ciudad cuyas calles y canales describen circunvoluciones de concha de caracol. Hice lo que pude para perderme, pero debo confesar que por eso no me fui muy lejos. Mi periplo nocturno sólo duró unas horas, atravesó afueras apacibles y cuando, al despuntar el alba, encontré un taxi, le dije que me llevara al hotel. Allí volví a pensar en Kotelnich.

Pensé que Kotelnich era un lugar para pelear. Rusia, en general, que tiene fama de país peligroso, pero especialmente Kotelnich. Después de nuestro reportaje, a mí y a todos, Jean-Marie, Alain y Sasha, nos exaltó la idea de volver para quedarnos más tiempo filmando un documental sin un tema muy concreto. Es de esas ideas que acaricias en determinados momentos, como cuando, antes de separarte, intercambias direcciones y promesas de reencuentro: había pocas posibilidades de que el proyecto sobreviviera a nuestra curda en el tren de regreso, y de golpe, seis meses más tarde, tras una caminata nocturna por las calles de Amsterdam, se me impone con la claridad de una evidencia. Por supuesto, voy a volver a Kotelnich. Filmar una película, quizá, escribir tal vez un libro, y acaso nada de esto. Quizá sólo estar allí, también estaría bien.

Al volver se lo cuento todo a Sophie. El tanque, la salida del líquido amniótico, la caminata recta, las ganas de pelearme y la conclusión lógica: Kotelnich. A otros les parecería rebuscada: a ella le parece tan natural como a mí. Dice que está bien, que es correcto. Al mismo tiempo le inquieta. Quiere decir que volveré a irme, quizá para largo tiempo, sin ella. Que me va a atraer no sólo una lengua, sino un país, un mundo al que ella no podrá seguirme. Sin contar con que las rusas son rivales serias. Está celosa, bromea sobre sus celos. Yo también. Entre nosotros, sin embargo, las cosas van mucho mejor después del tanque que antes.

Intentaba escribir algo a partir de las notas tomadas respecto al asunto de mi abuelo, no me salía y me vino bien desistir. Dado que por lo general no soy tan belicoso como al salir de un tanque amniótico, también desisto de la idea de partir solo a Kotelnich. Llamo a Alain y a Jean-Marie, como d’Artagnan, al principio de Veinte años después, convoca a los mosqueteros dispersados. En principio, los dos están dispuestos, pero nos hace falta un marco, un encargo, y enseguida me doy cuenta de que no es fácil hacer que te encarguen un documental cuando no conoces el asunto. Veo a gente de la televisión, del cine. Les muestro nuestro reportaje, les explico que quisiera volver a un villorrio llamado Kotelnich y pasar allí un mes para filmar lo que ocurre, si ocurre algo, que no está garantizado. Me dicen que tendría que afinar mi enfoque, encontrar una visión. De hecho, que habría que hacer una sinopsis, es decir, resumir lo que habrá en la película. Respondo que no sé lo que habrá, que no quiero saberlo, que si quiero filmarla es para descubrirlo. Mis interlocutores suspiran: es un proyecto muy técnico.

Me llevará más tiempo del que había pensado. No importa: voy a aprovechar ese tiempo para avanzar en ruso y, al igual que quienes proyectan una ascensión ardua se entrenan en una montaña de vacas, decido pasar el mes de agosto en Moscú, donde un amigo me presta su apartamento. Sophie, como ella dice y como no me gusta que diga, ha «solicitado» tres semanas de «vacaciones» a partir del 14 de julio, y entonces yo decreto que pasaremos quince días juntos en Formentera, tras lo cual yo volaré a Rusia y a ella, como me ha dicho que le gustaría hacer senderismo, le aconsejo una excursión que yo ya he hecho, en el Queyras. Podría ir con su amiga Valentine. ¿No crees que eres un poco dirigista?, me dice. La miro, asombrado: me parece que lo organizo todo de la mejor manera.

Una noche de finales de junio viene a cenar Valentine. En el Vieux Campeur he comprado los mapas del Instituto Geográfico Nacional y la guía de los senderos de grandes excursiones. En el circuito que hice en el mes de junio no había nadie, fue fantástico. La primera semana de agosto, obviamente, no estará tan bien, pero no lo digo, no quiero incitar a Sophie al tema de los privilegiados libres como yo de marcharse cuando les apetece y de los condenados de la tierra obligados como ella a hacerlo al mismo tiempo que todos sus semejantes. Lo que digo, en cambio, es que hay que reservar en los refugios. Les preparo un itinerario cuyo punto culminante es el monte Agnel. Allí hay un refugio del que guardo un buen recuerdo. Al trasegar la segunda botella de Saint-Véran, improviso al respecto: las aventuras de Sophie y Valentine en los senderos del Queyras. Me imagino a estas dos chicas tan bonitas, la morena y la rubia, con la mochila, la camiseta empapada de sudor y las hermosas piernas doradas y expuestas entre los bajos deshilachados de los pantalones cortos y los calcetines de rizo: insisto en el rizo, es la mejor prevención contra las ampollas. Llegan a la cima de una larga cuesta, bajo el sol que da de lleno, hay una fuente o un abrevadero, estiran el cuello bajo el hilillo de agua, beben glotonamente, se asperjan, ríen de placer bajo el sol, brilla la nieve de las cumbres, los cencerros de las vacas tintinean, lo único que apetece es tumbarse en la hierba del pasto y al cerrar los ojos estás en el paraíso. Las chicas con las que te cruzas en estos recorridos suelen ser más bien feas: dos bellezas como ellas son un sueño para el excursionista. Mientras Valentine lía porros, yo adorno mi relato, hago que lleguen dos pastores musculosos, el refugio del monte Agnel se carga de una electricidad erótica digna del tren de noche Moscú-Kotelnich que es en mis sueños, como es sabido, el teatro de orgías violentas. La historia que invento, y de la que ya no recuerdo los detalles, hace llorar de risa a Sophie y a Valentine. Y tú, durante ese tiempo, dice Sophie, ligarás con modelos rusas. Lo dice sin acritud, todo es divertido y suave esa noche. Termina diciendo que le gusta que me ocupe de ella.

Encabezando la libreta negra que llevé a Moscú con la intención de escribir en ella mi diario pegué dos fotos. En la página de la izquierda, mi abuelo, la cara inclinada, la frente preocupada, la mirada negra; en la de la derecha, Sophie, desnuda en la terraza de la casa de Formentera. Es una de mis fotos preferidas de Sophie. Está alegre, entregada. Me sonríe. Mirándose una a otra, las dos fotos oponen la sombra y la luz de mi vida.

En la página siguiente, anoté el número del refugio del monte Agnel y la fecha de paso de mis dos excursionistas. Telefoneo esa noche, calculando la hora de la cena. Cuando digo, para explicar las interferencias, que llamo desde Moscú, el guardián del refugio se queda impresionado y me divierte oírle decir a otras personas, en voz muy alta, que hay una llamada de Moscú para la señorita Sophie L. Me imagino la mesa colectiva, la ojeada que intercambian Sophie y Valentine, la mirada de los otros senderistas a Sophie, que se levanta, atraviesa la sala y, cuando coge el teléfono, noto que está orgullosa de ser la chica a la que el hombre de su vida telefonea desde Moscú a un refugio de montaña del Queyras. Le pregunto si todo es como le había descrito, si Valentine y ella hacen estragos. Se ríe, dice que es magnífico, que le duelen muchísimo las rodillas en los descensos, que le gusta que la llame y que me quiere.

Con la libreta en la mano, miro su foto al hablar y de repente me parece que mi abuelo, desde la página de enfrente, la mira también con su mirada tan sombría, a la vez sardónica y acorralada. Me envidia, me desea algo malo, pero en este instante pienso que no puede nada contra nosotros. Amo a una mujer, esta mujer me ama. Ya no estoy solo.

Releo el diario de este mes de agosto. Estoy contento, en conjunto. La gente cuya dirección me dieron no son rusos nuevos ni soviéticos viejos, sino representantes, más bien intelectuales o artistas, de esta clase media cuya emergencia es lo que mejor podría ocurrirle a este país: treintañeros que leen la edición rusa de Elle y compran los muebles en Ikea. Evidentemente, estamos muy lejos de las reyertas con vándalos en barriadas sórdidas, pero va bien así. Me reúno con mis nuevos amigos en cafés que son a la vez librería y galería de arte, me llevan el domingo a la dacha y, como soy escritor, a Yásnaia Poliana, la finca de Tolstói. Con este régimen hago progresos en ruso y es lo que más me importa. Los varios episodios depresivos que registra el diario están directamente relacionados con las pérdidas de seguridad lingüística. La mayoría del tiempo comprendo lo que me dicen, consigo expresarme, propongo brindis muy calurosos. Todo el mundo, y yo el primero, me considera un compañero encantador. Me represento mi vida futura como una sucesión de dichas y de victorias. Pero ocurre que con ciertos interlocutores estoy menos a gusto. Me quedo callado, sonrío para disimular, repito de cuando en cuando kanieshna, por supuesto, para demostrar que sigo la conversación, y empiezo a decirme que me estanco o, peor, que retrocedo, que mi entusiasmo de la víspera era sólo una ilusión, que mi vida se encamina derecha a la catástrofe. De hecho, es tan simple como esto. Hablar ruso me sienta bien y no poder hablarlo me hace daño.

Cuenta la guía durante la visita a Yásnaia Poliana que Tolstói aprendió griego antiguo en dos meses, al cabo de los cuales no sólo leía y traducía a Esopo, sino que lo hablaba con fluidez. Esta hazaña fastidiaba al poeta Fet, que llevaba diez años obcecado en la misma tarea. Me siento más bien del lado de Fet.

Sin embargo, hablo ruso todo lo que puedo, incluso cuando estoy solo. Camino por Moscú repitiendo palabras rusas. Me duermo leyendo no sólo relatos en ruso, sino el diccionario. A partir de una raíz común, trato de buscar todas las variantes que se pueden formar por medio de prefijos. A menudo es desalentador, debido a la dificultad de establecer un vínculo lógico entre, por ejemplo, nakázyvat, castigar; otkázyvat, rechazar; pokázyvat, mostrar; prikázyvat, ordenar. Me empecino, no obstante, y sobre todo me solazo estudiando. Las palabras rusas se instalan en mi boca, donde les doy vueltas voluptuosamente. No me parece que haya tenido nunca esta relación sensual con la lengua francesa.

Galia tiene veintitrés años. Es periodista y campeona de baloncesto aficionada. Paseamos juntos con frecuencia, me lleva a Mélijovo a ver la dacha de Chéjov. Cuando la beso en ambas mejillas le aprieto ligeramente el brazo o el hombro, y cada vez me sorprende el contacto de su carne tan dura, tan compacta. Un domingo por la tarde me llama. Me pregunta qué hago. Le digo que trabajo en casa, pero que será un placer si le apetece venir. Dice que también tiene trabajo, un artículo que debe entregar a la mañana siguiente, pero que podría escribirlo en mi casa. Al llegar, declara que ha traído sus cosas para la noche. La instalo en el salón, donde ella enchufa su ordenador portátil, y vuelvo a mi habitación, donde estaba leyendo en la cama. Por la puerta entornada la oigo teclear a intervalos regulares. Más tarde voy a hacer té a la cocina, le llevo una taza y le poso la mano en el hombro tan duro, sin insistir. Ella posa unos instantes su mano en la mía, sin insistir tampoco, y sigue trabajando. Reina en el apartamento una quietud conyugal que hace la situación mucho más erótica para mí que si nos hubiésemos precipitado el uno sobre el otro cuando le he abierto la puerta. Los dos sabemos lo que va a suceder. Cuando termine el artículo, dará a una tecla para cerrar el archivo, el portátil emitirá un pequeño tintineo de despedida y ella vendrá tranquilamente a reunirse conmigo en la cama. La espero sin impaciencia. Abro mi libreta, reanudo mi diario. Pero al cabo de unas líneas un pensamiento me incomoda. Me imagino a Sophie leyendo este diario y tropezando con este pasaje: me arriesgo a oírla hablar mucho tiempo de la pequeña Galia. Entonces hago algo cuya importancia no sospecho todavía: me pongo a escribir en ruso lo que acabo de contar aquí. Escribo: I vot, Galia pishet statiyu v salonie, a ya v kómnatie yeyó zhdú, i my skoro budiem zanimatsia liuboviu: y ya está, Galia escribe su artículo en el salón y yo la espero en la habitación y enseguida vamos a hacer el amor.

Al tenerla en mis brazos, experimento lo que debe de sentir un nadador que se baña por primera vez en el mar Muerto: un cambio de densidad. Su cuerpo de baloncestista es tan increíblemente firme que tengo la impresión de abrazar a una estatua. Sólo que al mismo tiempo es cálida, muy tierna y está viva. Todo lo que sigue es delicioso, pero lo más delicioso para mí son las palabras. Es la primera vez que hago el amor en ruso, que oigo gozar a una chica en ruso. Los sonidos que salen de su boca me trastornan. Le expreso mi gratitud y la complace.

Sin embargo, estoy hecho de tal manera que al cabo de unos días me siento culpable. Galia y yo nos paseamos besándonos con suavidad al borde del estanque del patriarca, donde transcurre el primer capítulo de El maestro y Margarita, cuando la hago sentar en un banco y de sopetón le lanzo un pequeño discurso virtuoso sobre el hecho de que yo vivo en Francia con una mujer y que por este motivo nuestra aventura tan encantadora y agradable no tiene porvenir… Ella me mira como si me hubiese vuelto loco. Yo también, dice ella, tengo un novio, pero está en Estados Unidos y tu mujer está en Francia, no tienen por qué saberlo, esto no les hace ningún daño y para nosotros es algo placentero, ¿dónde está el problema? Admiro su salud moral, pero repito que para mí es más complicado y, como un imbécil, rompo. Por muy atrayentes que sean su cuerpo demasiado firme y sus dulces obscenidades en ruso, prefiero mirar la foto de Sophie.

Ya he cogido el tranquillo: sigo escribiendo en ruso. Mal, pero en ruso. Al principio, lo que escribo sigue siendo un diario, pero pronto mezclo relatos de sueños, recuerdos de la infancia, notas sobre mi abuelo: cosas que afloran desde muy lejos y que creo que no habría podido escribir en francés.

En ruso no escribo lo que quiero, sino lo que puedo: mi pobreza acude en mi auxilio. Ya no me pregunto qué escribir, sino cómo. Construir una frase que se sostenga ya me parece hermoso. Y me gusta escribir en la primera persona del singular: V piervom litsé edínstvenovo chislá, en el primer rostro de la cifra única. Adoro esta expresión. Gracias al ruso, me parece que se me revela mi primer rostro.

Mi amigo Pável me cuenta una historia judía. Abraham suplica a Yavé: ¡Yavé, Yavé, me gustaría tanto ganar un día la lotería! Te lo suplico, Yavé, te lo imploro, te lo pido desde hace tanto tiempo, concédemelo, una sola vez, y no volveré a pedirte nada. Yavé, haz que gane la lotería. Llora, se arrodilla, se retuerce las manos. Al final Yavé sale de la nube y dice: Abraham, te he oído y quiero complacerte. Pero te ruego que me des una oportunidad. Por una vez en la vida, una sola vez, ¡cómprate un décimo!

Yo que pido sin cesar que me liberen, me digo que escribir en ruso es comprar mi décimo, dar a Dios una oportunidad de que me salve.

A mi regreso a París, desde la primera noche, mostré con orgullo a Sophie mis libretas llenas de caracteres cirílicos. Mi pequeña aventura con Galia estaba allí bien escondida y dos semanas más tarde ya no tenía gran importancia: lo que yo quería era que Sophie admirase mi proeza. Pasaba las páginas, le señalaba cuánto cambiaba mi letra del francés al ruso, se hacía más grande y aireada. Un año después era yo el que recorría febrilmente la libreta donde, de ciento en viento, ella llevaba su diario, y encontré su relato de este reencuentro. Yo no hice más que hablar de mí, dice, de lo que representaba la lengua rusa en mi vida, de mi proyecto de escribir en ruso sobre mi infancia, y era como si ella no existiera. Me daba igual lo que le había sucedido a ella aquel verano. Yo no la veía.

Pero esto viene más adelante.

Hoy, 10 de octubre de 2001, entierran a Martine B., de la que estuve muy enamorado en mi adolescencia. Era una amiga de mis padres, para ser más exacto la mujer, más joven que él, de un amigo de mis padres. Era rubia, radiante, y casualmente Sophie me recuerda a ella. Mucho más tarde, mucho después de su divorcio, tuve una breve relación con ella y cuando la corté, como de costumbre, me sentí culpable. La última vez que la vi sufría ya el cáncer de mandíbula que habría de matarla y, antes de matarla, destruir su maravillosa belleza («He pasado cuarenta y cinco años en el pellejo de una chica bonita, no está nada mal, ¿eh?», le dijo a mi madre antes de una de las numerosas e inútiles operaciones que una tras otra devastaron su cara). Yo estaba incómodo, ella en absoluto: siempre simple, buena, presente, asombrada de mi malestar y perdonándolo, sin duda. Parece que la idealizo pero estoy convencido de que esa mujer no guardaba rencor a nadie en el mundo. Me miraba con afecto, interés, indulgencia, y yo, en vez de responder con simplicidad a su mirada, me repetía que era mi destino decepcionar a todos los que me aman, que era real y definitivamente un tío poco fiable, un traidor, un hipócrita, en fin, la vieja cantinela. ¿Definitivamente? Si fuese capaz de rezar, rezaría a Martine muerta para que me diese un poco de su ternura, de su alegría, del amor que emanaba de ella y sin el cual, como bien dice San Pablo, puedes ser todo lo demás, pero no eres nada. Me acuerdo de la primera vez que la besé, en los bosques cerca de Pontoise, era en otoño, y la recuerdo desnuda en mi cama, rue de l’Ancienne-Comédie. Pero prefiero recordarla mucho tiempo antes, en Grasse, donde ella tenía una casa. Mi madre, mis hermanas y yo pasamos allí una semana. Ella tendría… ¿menos de treinta años? ¿Y yo catorce, quince? Escuchábamos juntos discos de Billie Holiday y yo acechaba todas las ocasiones de estar a solas con ella. Una noche fuimos todos a cenar a un pueblecito y no sé cómo nos alejamos de los demás y paseamos juntos, los dos solos, por las calles tortuosas y empinadas. Nos detuvimos bajo el pórtico de una casa. La miré: su cara, su sonrisa, su alegría. El corazón me latía y quiero pensar que también el suyo. Por supuesto, no me atreví a tomarla en mis brazos, pero pasé los días siguientes y, en cierto modo, el resto de mi vida soñando que lo había hecho, soñando con su cuerpo, que han enterrado hoy.

Mientras aguardábamos el comienzo del oficio funerario, mi madre me dijo: qué bien, al menos, que Philippe estuviera con ella toda la última noche.

Philippe es el hijo mayor de Martine. Tengo ganas de llorar durante todo el entierro, no tanto porque ella estuviera tendida en el ataúd, a pocos metros de mí, como por pensar en la muerte de mi madre y en lo que implícitamente acababa de pedirme. No es que yo no hubiese pensado nunca en ello: sospecho desde hace mucho que a pesar de nuestro distanciamiento ella cuenta conmigo para el momento de su muerte, y solo espero estar preparado cuando llegue. Escribo esto para prepararme, para aprender a mirar a mi madre a los ojos, para tener menos miedo al amor entre nosotros.

Hablé de Martine a Sophie, la noche del entierro, y le dije la frase de mi madre. Le pareció terrible: una especie de chantaje. Yo no estaba de acuerdo. La frase no me chocaba. No sé si yo estaría a la altura, pero me parecía bien pasar con mi madre su última noche. Estaría en mi lugar.

Al día siguiente me llamó para charlar un rato, no fue muy natural, y en un momento dado, de golpe y porrazo, me dijo que quería que yo leyera una carta de su padre. Estará bien, para empezar, añadió. Respondí que sí, que estaría bien.

Escribió aquella carta a mi madre en 1941. En francés y no en ruso, como solía escribirle: sin duda a causa de la censura. Ella estaba en París, él en Burdeos. Es una carta muy larga, como casi todas las suyas, totalmente consagrada a explicar por qué ya no espera nada de la vida. Desarrolla el tema en su estilo repetitivo, hasta la saciedad. Por su carácter y su formación, no encontró nunca ni encontrará un sitio en la sociedad contemporánea. Está irrevocablemente condenado a una vida penosa, mezquina y sin esperanza, una vida reducida a la supervivencia material. Al decirle esto, no quiere quejarse ni apenar a mi madre, sino sólo describirle, para que la conozca, la realidad clara y cruda de su existencia. No, no es una queja, repite, incansable, sino sólo una constatación, la de una realidad a la que no tiene posibilidades de escapar y que nada podrá modificar.

Estoy sentado en un canapé enfrente de mi madre, en su despacho fastuoso del quai Conti. Leo la carta. Me mira mientras la leo. Ya he leído cartas parecidas, pero ella cree que es la primera a la que tengo acceso y no me atrevo a desengañarla. No le he dicho nada de la caja de zapatos que Nicolas abrió para mí. Ella también guarda sus tesoros en una caja de zapatos. Dice que la encontró cuando hizo la mudanza de la rue Raynouard a la Academia. ¿Que la encontró? ¿De verdad no sabía dónde estaba? Ella asegura que no y, después de todo, es muy posible. Ahora, algunas veces, tarde por la noche, al volver de las grandes cenas mundanas que son habituales en la vida de mis padres, abre la caja de cartón y lee una o dos cartas. Entonces llora, y al confesármelo le asoman lágrimas a los ojos.

Tiene treinta años más que su padre cuando desapareció. Y cuando piensa en él, piensa: pobre pequeño…

Cuantos más años pasan, me dice, más me parezco a él. Es cierto. La cara se me ha hundido, como la suya. Y tengo miedo de que mi destino se asemeje al suyo.

Le propuse continuar, ir a verla una vez a la semana y dedicar unas horas a leer estas cartas juntos. No hemos precisado lo que haré con ellas luego, pero ella no puede no saber que un día u otro escribiré un libro sobre su padre. Pensé durante mucho tiempo que no lo haría mientras ella viviera, y al salir de la Academia aquel día pensé lo contrario: que debo escribirlo y publicarlo antes de que ella muera. Que lo escribo para ella. Para liberarla, y no sólo para liberarme yo.

Me acuerdo de lo siguiente: hace unos años, mi madre estuvo seriamente tentada de dedicarse a la política. Aceptó ser cabeza de lista del RPR en las elecciones europeas, y pensaban en ella como ministra de Asuntos Exteriores. Y luego apareció en un pequeño periódico de extrema derecha, Présent, un artículo que aludía a su padre. Decía algo así: con un padre colaboracionista, víctima de la depuración, ella debería ser de los nuestros, no estar en el bando de la derecha hipócrita. Nadie lee Présent, la cosa quedó aquí, pero vi a mi madre llorar como una niña cuando tuvo el artículo entre las manos. Pensó en llevarlo a los tribunales, comprendió que así atraería la atención sobre lo que ella precisamente quiere sepultar. Renunció a la política y creo que fue por esto. Por más que le expliques que aunque su padre hubiera sido el más comprometido de los colaboracionistas ella no tiene absolutamente nada que ver, sigue creyendo que aquel pasado que no es el suyo puede aniquilarla.

Pienso: pobre pequeña…

Ella tenía once años y Nicolas cuatro cuando la familia llegó a Burdeos, en el otoño de 1940. Allí, al principio, mi abuelo trabajó de «intérprete en un gran taller mecánico». La primera vez que topé con esta fórmula, en una carta a Nathalie, me pareció que sonaba como una frase absurda, oída en sueños. ¿Qué significa eso de ser intérprete en un gran taller mecánico? De hecho era muy sencillo: el taller, el taller Malleville et Pigeon, trabajaba sobre todo para el ocupante —como, a decir verdad, la mayoría de los talleres—, y le habían contratado para redactar la correspondencia en alemán. Por primera vez le servía su conocimiento de idiomas. Sin embargo, a comienzos de 1942, perdió el empleo y fue entonces cuando el señor Mariaud le propuso presentarle a amigos que trabajaban para los servicios económicos alemanes.

Mariaud se había casado con una amiga rusa de Nathalie. Era un hombre de negocios deshonesto, cordial, que sin escrúpulo alguno aprovechaba la ocupación para enriquecerse en el mercado negro. Mi madre y Nicolas se acuerdan de que cuando iban a casa de los Mariaud se deleitaban tomando pan con mantequilla, chocolate y otras exquisiteces raras. Sus padres se alegraban por los niños, que normalmente comían muy mal, pero ellos mismos desaprobaban el mercado negro y se negaban a aprovecharlo. Oficiales alemanes visitaban la casa de los Mariaud, toda aquella camarilla se recreaba alegremente y el negociante, por supuesto, tuvo algunos problemas tras la Liberación; pero no lo mataron, sólo lo encarcelaron.

¿Dudó mi abuelo? Es posible. Parece que sus hermanos y su mujer quisieron disuadirle. No se trabajaba para el ocupante del país de adopción, era contrario a las leyes de la hospitalidad. Pero esos principios eran los de la gente que había sabido integrarse en el país. A él sólo le había deparado sinsabores. Además, respetaba a los alemanes. Despreciaba las democracias occidentales que no habían hecho nada cuando los bolcheviques invadieron su patria. Pensaba sinceramente que Hitler mostraba a Europa, entre corrupción parlamentaria y terror comunista, la vía de un renacimiento. Al colaborar, lo hacía por convicción, no por oportunismo, y lo que más debía de desagradarle era militar en el mismo bando que agiotistas como Mariaud padre, que encarnaba a su juicio toda la vulgaridad contemporánea y al que, como era de esperar, todo le salía bien.

Al contrario que todos sus patronos franceses, los alemanes le mostraron consideración. No sólo hablaba bien alemán, sino que conocía a los grandes escritores y pensadores alemanes. Su condición de hombre culto, que se había habituado a considerar un obstáculo en la sociedad francesa, despertaba el respeto germánico. ¿Trabó amistad con algunos de ellos? Existe una foto de una comida de Navidad con un oficial alemán, de aire bonachón y de uniforme, en la mesa familiar. Debían de cuchichear en el inmueble. En la planta baja vivía una familia que profesaba una oscura hostilidad hacia la familia del tercero. El tipo de la planta baja habría pedido a mi abuelo que hiciera lo necesario para que los inquilinos del tercero fueran expulsados; si hacía falta, que los detuvieran. Mi abuelo se negó, indignado, y amenazó al vecino con hacerle detener a él si insistía. Fue este vecino el que, al llegar la Liberación, debió de denunciarle. Nada de esto está demostrado pero tampoco es inverosímil. Esta hipótesis debió de consolar un poco en su desgracia a mi abuela y a mi madre. Su marido y padre habría sido denunciado no por haber obrado mal, sino al contrario, porque se había negado a denunciar a un inocente: ignoro si se trataba de un judío.

¿Qué hacía, exactamente? Era intérprete, y trabajaba para los servicios económicos, no para la policía. Creo que esto excluye toda participación en interrogatorios enérgicos. Pero incluso en una oficina donde no se ensuciaban las manos, no pudo no saber lo que les ocurría a los judíos a los que confiscaban los bienes los servicios para los que trabajaba. No pudo no haber comprendido lo que hacían sus queridos alemanes, defensores de la civilización contra el comunismo. Y a partir de entonces, según mi madre, se transformó en un fantasma. Ella recuerda que los dos últimos años era un hombre roto, un hombre que se sabía condenado y para quien esa condena era la consecuencia lógica de su vida descarriada, la clave de su destino.

Podría haber partido, haber cambiado de bando, haberse unido a la Resistencia. No lo hizo. No siendo un canalla, de lo que estoy convencido, se quedó petrificado, como si fuera culpable desde siempre, al fin y al cabo, y sólo tuviera que esperar el momento en que el castigo se abatiera sobre él.

El 15 de junio de 1944, dirige a una amiga una carta que empieza así: «Como tengo mis razones para creer que el otoño ya no me verá vivo…»

Son las últimas palabras que he leído escritas de su puño y letra.

La última imagen que mi madre tiene de él es en la cuenca de Arcachon, donde Nathalie y sus hijos habían alquilado una cabaña para las últimas semanas de vacaciones. Mi abuelo se había quedado en Burdeos, ciudad recién liberada y por tanto peligrosa para él, e hizo aquel día el trayecto de ida y vuelta para besarles. Nadie puede decir si él sabía que era la última vez, pero mi madre me ha dicho que cuando se acercó a ella al principio no le reconoció. Después le miró con un malestar profundo, como si se hubiera convertido en un extraño.

Se había afeitado el bigote que llevaba desde los veinte años y sin el cual ella no le había visto nunca.

No sé cuánto hay de cierto en esto, pero estoy seguro de no haber oído antes la historia del bigote. De todos modos, yo no poseía un conocimiento consciente de este hecho cuando hace veinte años escribí un relato cuyo protagonista pierde gradualmente todo contacto con la realidad, y al final se pierde él mismo después de haberse afeitado el bigote. Me han preguntado muchas veces cómo se me ocurrió este argumento y nunca he sabido responder.

Miro a mi madre ahora y le digo: pero, bueno, ¿no te recuerda nada?

Ella dice que no.

Insisto: mamá, ¡El bigote! ¡Mi novela!

Parece asombrada, mueve la cabeza.

La verdad, el psicoanálisis te ha deformado, concluye.

Al regresar a Burdeos el mismo día, mi abuelo se habría dirigido al 2.° Bureau, donde un oficial le habría interrogado sobre sus actividades y finalmente facilitado una firma en blanco, no sin prevenirle del riesgo que corría paseando por la ciudad en aquellos días turbulentos. Le habría aconsejado que se ocultase durante algún tiempo en un lugar tranquilo, y el más tranquilo que podía ofrecerle era la cárcel, donde se brindaba a ingresarle. Mi abuelo habría aceptado, pero antes quiso pasar por su casa para recoger algunas cosas. Un amigo que le acompañaba y por medio de quien la familia conoce este episodio intentó disuadirle, temiendo que los vecinos le hubiesen denunciado, pero él fue, pese a todo. Le aguardaban hombres armados con metralletas; o bien los llamaron los vecinos denunciantes cuando le vieron en la casa. Le detuvieron, le subieron en su coche de tracción delantera y a partir de aquel momento, la tarde del 10 de septiembre de 1944, nadie volvió a verle.

Nicolas, que entonces tenía ocho años, recuerda confusamente los días siguientes. Su madre lloraba y cuchicheaba con su hermana. Todas las mañanas la madre hacía antesala en diversos despachos y administraciones, con la esperanza de recabar información sobre su marido, y muchas veces llevaba con ella al niño. Los dos pasaban horas en pasillos, en salas de espera. Ella acechaba las puertas por las que entraban y salían, como un vendaval, funcionarios ocupados cuya atención trataba de atraer en vano. Como no se atrevía a abordarles directamente, confiaba en que alguno se fijase en aquella mujer modesta, triste y, sin embargo, distinguida que se pasaba allí el día entero con su hijo, sentada en una silla, y que espontáneamente le ofreciera ayuda. Cuando tu marido desaparece, lo normal es acudir a la policía. Pero en su situación era más complicado. Sabía bien que quejarse podía ser peligroso y que en todo caso la expondría a la vergüenza. Su marido no era un buen francés; de hecho, ni siquiera era francés. ¿El señor qué? ¿Zurabishvili? ¿Qué es eso? ¿Georgiano? ¿Le han secuestrado? ¿Y quién? ¿Hombres armados? ¿Resistentes?… Un colaboracionista, entonces.

¿Y el niño? ¿Qué le decían? No debieron de explicarle nada, porque al principio, al menos, no podían explicar nada. No sabían nada y habría sido cruel hacerle compartir aquella terrible incertidumbre. Aún no habían elaborado la versión según la cual papá había emprendido un largo viaje, porque aún existía la esperanza de que le encontraran pronto. Los primeros días, las primeras semanas la espera fue atroz, pero no desesperada, y por este motivo la madre y la hija no habían trazado todavía un plan coherente para proteger al niño. Lo peor llegó después, cuando hubo que admitir que la vida iba a reanudarse y seguir su curso sin que supieran nada.

A su alrededor, por todas partes en Burdeos y en Francia, había una verdad sobre la que todo el mundo estaba de acuerdo: los resistentes eran héroes, los colaboracionistas unos canallas. Pero en su casa reinaba otra verdad: los resistentes habían secuestrado y probablemente matado al cabeza de familia, que había sido colaborador y del que sabían que no era un canalla. Tenía un carácter difícil, se enfurecía a menudo, pero era un hombre recto, honrado y generoso. No podían decir fuera de casa lo que pensaban. Tenían que callarse, sentir vergüenza.

Después de la guerra, cuando Nicolas iba de vacaciones a casa de amigos de la familia o a un campamento de scouts, escribía todas las semanas una postal a su madre, y al final de cada una repetía la misma pequeña historia.

«Cuando papá vuelva, oiremos toc, toc.

¿Quién es?

¡Es papá, que está muy contento de volver a ver a mamá, a Hélène y a mí!»

Toc, toc. Toc, toc. ¿Hasta cuándo se lo creyó?

Nuestras sesiones de lectura se interrumpieron enseguida, mi madre se encerró en sí misma y me pregunto si mi comentario sobre el bigote influyó en su cambio de actitud. Decido entonces regresar a Moscú y pasar allí el mes de diciembre hablando y escribiendo en ruso.

Justo antes de mi partida, Sophie se opera de una rodilla que se le había roto durante sus excursiones por el Queyras. Es una operación bastante pesada, dolorosa, seguida de un mes de rehabilitación en un centro especializado de Bretaña. Como de todas formas yo no me iba a quedar allí con ella, me dije que era un buen momento para irme yo también por mi cuenta: volveríamos al mismo tiempo, yo podría cuidarla en casa durante la convalecencia. Dicho así parece muy razonable, pero cuando dos días después de la operación la llevo en coche a un lugar siniestro, poblado de lisiados más o menos graves, comprendí que ella se sentía mal y que, sin reprochármelo abiertamente, pensaba que un hombre enamorado de verdad no la habría dejado plantada de aquella manera: aunque se quedara todo el tiempo, habría ido a verla dos o tres veces por semana, lo que al contrario de la mayoría de la gente yo podía hacer perfectamente. Durante las veinticuatro horas que pasé a su lado, y que no podía prolongar porque ya había comprado mi billete de avión y obtenido mi visado, no dejé de preguntarle si se encontraba bien, si estaría bien, porque si no, por supuesto, podía cambiar mis planes, y ella respondía que sí, que estaría bien, seguro, con un tono muy poco convincente.

He traído a Moscú mi colección de notas sobre el abuelo y me propongo escribir una especie de informe sobre lo que sé de su vida, ordenar hechos, fechas, conjeturas, copiar extractos de correspondencia y, paralelamente, contar la historia del húngaro: todo ello en ruso. Pensaba que era un programa factible, un trabajo de recopilación para amansar al monstruo. Pero no es factible en absoluto, no es literalmente posible. Sigo petrificado frente al monstruo.

Además, mi ruso empeora. Por la noche veo a amigos franceses, o a rusos que hablan francés mejor que yo el ruso, y compruebo lo que ya había advertido en agosto: que mi humor depende directamente de mis progresos lingüísticos. Leo y escribo en ruso, pero no consigo hablarlo. En cuanto tengo que dirigirlas a alguien, las palabras no me vienen.

Llamo a Sophie todos los días. Nuestras conversaciones son penosas. El centro de rehabilitación la angustia, tiene miedo de que la operación no haya salido bien y que en vez de caminar mejor lo haga peor que antes. Está distante, evasiva, noto que me guarda rencor. Me digo que soy un cretino, yo también me siento mal aquí, sin ella, mejor haría adelantando el regreso y corriendo a su encuentro para llevarla a comer ostras a Douarnenez. Pero no lo hago.

Me quedo en la cama hasta la mitad de la tarde, inmóvil, enroscado en la angustia. Tarareo para mí, muy bajo, mi nana rusa.

Esta nana se la canta una madre a su hijo. Le dirige las palabras más tiernas, las más dulces: Spi, maliutka, bud' spakoien… Duerme, mi bebé, duerme tranquilo… Spi, moi ánguel, tijo, sladko… Duerme ángel mío, tranquila, dulcemente… Y las que más me emocionan: Spi, ditia moie radnoie… Duerme, niño de mis entrañas. Una madre que canta esto a su bebé le tiene apretado contra el pecho, como si le perteneciera. Él, sin embargo, no le pertenece y ella lo sabe. Le protege, en la medida de lo necesario, como los animales protegen a sus crías, pero ella no le posee, no le retiene en el vientre. Lo que ella desea es que crezca y se vuelva valiente como su padre. Sabe que cuando llegue vremia brannoie zhitio, el tiempo de la vida guerrera, irá valientemente al combate y que ella verterá lágrimas amargas, que la inquietud ya no la dejará dormir, pero no por ello desea que se la ahorren. Si hubiera un medio de que él se quedara con ella en casa, bien caliente y tranquilo, en lugar de arriesgar su vida en el campo de batalla, ella lo rechazaría sin un titubeo y hasta con indignación. El niño al que aprieta tan fuerte en sus brazos no debe convertirse en una gallina mojada sino, al contrario, en un valiente, kazak dushói, un auténtico cosaco, que sigue el ejemplo de su padre.

Lo que expresan las palabras de esta nana, y que me atenazan el corazón cuando la reconozco, es una ley, una ley arcaica y universal que atañe a las relaciones dentro de una familia: el padre debe ser un guerrero y la madre desear que el hijo lo sea también; de lo contrario todo está falseado. En mi caso, lo tergiversaron todo. Muy pronto tuve conciencia de que mi padre no era un guerrero y mi madre prefería que me quedase a su lado antes que ir al combate.

Sin embargo, hubo en mi infancia otra mujer aparte de mi madre, que me cantaba las palabras de la vieja ley y gracias a la cual poseen alguna existencia en mí, enterradas como están en la lengua rusa.

Esta mujer era vieja, fea, y me quería.

Llegó a nuestra casa cuando yo nací. Su nombre de pila era Pélagie, mis padres la llamaban Polia y yo Nana, versión francesa de la niania rusa, que designa a un aya, pero es mucho más que esto: es un miembro de la familia al que se le reconoce una autoridad considerable. Mis padres contaban con gusto su vida, al menos lo que sabían de ella, y que era digna de una novela de aventuras. Procedía de una familia de zíngaros muy célebres, que actuaban en un cabaré frecuentado antes de la revolución por la mejor sociedad de San Petersburgo. Dicen que el propio Tolstói fue a verles actuar y aplaudió sus cantos y sus bailes. De joven, Polia era ya fea, lo cual no le impedía tener un éxito enorme con los hombres. Incluso en la vejez, se veía que estaba habituada a los hombres, que los amaba, y yo fui el último de su vida.

Tenía dieciocho años cuando un príncipe de Daguestán, llamado Nakachidzé, se la arrebató a su familia y al cabaré. Llevaron juntos una vida sumamente romántica, en pleno torbellino revolucionario, hasta que el príncipe fue asesinado por los bolcheviques en presencia de Polia. Después ella se las ingenió para emigrar, siguiendo más o menos el mismo itinerario que los Zurabishvili: Constantinopla y luego París. Allí, mientras mi abuelo alimentaba a duras penas a su familia trabajando de taxista, Pélagie se ganaba la vida mucho más fácilmente, de la única forma que sabía, cantando y bailando en los cabarés. Se hacía llamar Pélagie Nakachidzé, quizá hasta princesa Nakachidzé, aunque sigue siendo un punto oscuro si el príncipe se casó o no con ella antes de morir. En todo caso, todos los papeles se habían perdido y nadie podía ni quería saber cómo se llamaba de verdad, qué edad tenía y si era la viuda o sólo la ex amante de un príncipe del Daguestán: uno cree o no esta clase de relatos, pero no los verifica. Llevó en París una vida más bien agitada, que en su vejez contaba de buena gana, con incoherencias y contradicciones que no eran forzosamente mentiras. De la bruma de aquellos años subsiste una amistad con Coco Chanel, que vivía aún cuando la vieja Pélagie trabajaba en nuestra casa. Iba a visitarla algunas veces y volvía de las visitas con neceseres lujosos y frascos de perfume que regalaba a mi madre. Vivió en ese mundo —el cabaré y la alta costura, los emigrados rusos y los juerguistas franceses— hasta el fin de la guerra, supongo, quizá un poco más, pero no mucho: una carrera en el baile y la galantería no puede continuar más allá de los cincuenta años. No sabía hacer otra cosa, hablaba mal francés, no había ahorrado dinero. Por otra parte era muy piadosa e incluso durante sus años de juergas parisinas nunca dejó de frecuentar la catedral ortodoxa de la riu Dariú, donde había hecho amigos fieles, entre ellos el doctor Serge Tolstói, uno de los numerosos nietos del escritor. Del cabaré pasó directamente a la Iglesia, donde encontró un puesto de ama de llaves en casa de un cura. Éste, por desgracia, estaba viejo y enfermo, y a su muerte, en 1957, ella se prometió no volver a trabajar con ancianos, sino siempre que fuera posible en una casa donde hubiera niños. Ya no quería ser ama de llaves, sino niania, lo que es muy distinto. De este modo, recomendada por los Tolstói, se dirigió a riu Reinuar, adonde mis padres acababan de mudarse y donde yo acababa de nacer.

Mi madre dice que Nana le dio miedo la primera vez que entró en el piso. Tenía un poco aire de bruja, con sus ojos negros y penetrantes, y emanaba de ella una autoridad que sin duda forma parte de la función de una niania, pero en fin, hasta cierto punto. De entrada, se comportó como si estuviera en su casa y mostró su desagrado cuando mi madre le comunicó que pensaba quedarse en casa con su bebé, como mínimo el primer mes. Supongo que al hablar con la vieja zíngara me apretaba contra ella, quizá me amamantaba. En el fondo debía de temer que le robaran a su maravilloso bebé, su hijito tan hermoso, tan tierno, su Emmanuel al que amaba como no había amado a nadie en el mundo, salvo quizá a su padre cuando era pequeña. Le habían arrebatado a su padre, pero a su niño nadie se lo quitaría, nadie le separaría nunca de ella.

A pesar de que llevaba treinta años viviendo en Francia, Nana hablaba mal francés. Mezclaba palabras francesas con rusas en una jerigonza muy pintoresca que hacía reír a la gente en el Trocadero, adonde nos llevaba todos los días a mis hermanas y a mí. Pero según mi madre también hablaba mal el ruso. O más bien no hablaba un «ruso bonito». Mi madre está orgullosa de su «ruso bonito», que recibió en herencia y que es el rasero por el que juzga a la gente. Era la única riqueza que habían podido conservar y transmitirle sus padres y nadie se la podía arrebatar, era lo que demostraba que habían vivido en palacios. Aún hoy, el elogio más grande que mi madre puede hacerle a alguien es reconocerle un «ruso bonito», es decir, ni pequeño burgués ni soviético: un ruso de antiguo régimen. Yo mismo, que no hablo ruso, hablo uno «bonito». Lo heredé y también me enorgullezco de esta herencia. Me felicitan por mi acento y sé que tienen razón, por lo demás distingo bien el ruso bonito o feo de los demás: mi tío Nicolas, por ejemplo, habla un ruso bonito, los dos Sasha hablan un ruso feo, así como todos los habitantes de Kotelnich. Pocas cosas me cautivan tanto como un ruso bonito, y mis esfuerzos hasta ahora vanos por aprender el idioma persiguen enriquecerme realmente con ese encanto que sé que existe en mí en un estado virtual y sin embargo inalienable.

Cuando digo que era mi legado quiero decir que me viene de mi madre y no de Nana. Mi madre insiste al respecto con mucha firmeza: ella y yo hablamos un ruso bonito, Nana hablaba un ruso espantoso.

Pero era Nana la que me hablaba en ruso, no mi madre.

Fue ella la que me cantó la nana cosaca. Es su voz la que revive en mí cuando la canto yo solo, en voz baja.

Yo maté a Nana.

Tengo once años. Esta noche hay invitados. Mientras mis padres les reciben en el salón, mis hermanas y yo jugamos al fondo del piso. Nana, como de costumbre, refunfuña porque no queremos acostarnos. Nos persigue, se pone nerviosa y cuanto más nerviosa se pone tanto más nos excitamos, con esa excitación que puede empujar a los niños a hacer cosas que normalmente no harían, como si ya no fueran ellos mismos, sino diablillos que hubieran ocupado su lugar. Y recuerdo aquel instante: Nana está en el umbral de mi cuarto, de espaldas al pasillo, y nos riñe. Corro por el pasillo, de golpe me encuentro detrás de ella y la empujo por la espalda. Ella cae de bruces. No me acuerdo muy bien de lo que pasó después. Debí de asustarme, llamar a mis padres. Todo el mundo llegó corriendo al cuarto, incluso los invitados, pronto llegó una ambulancia que llevó a Nana a la clínica donde murió unos días más tarde. Durante esos días, los niños fuimos a visitarla varias veces. Hablamos con ella. Nos dijeron que había sufrido un infarto y no se habló nunca de las circunstancias en que se produjo. Me parece que Nana era conmigo especialmente tierna y amable, como si yo no fuera en absoluto responsable de su estado. Yo no la había empujado, ella no se había caído, sólo había enfermado, como les sucede un día u otro a las personas de su edad. ¿Había olvidado Nana, o decidido olvidar, con la esperanza de que lo olvidase yo también y no me pasara la vida pensando que era un niño asesino? ¿Y qué sabían mis padres? ¿Qué adivinaban? ¿Conocían la verdad pero decidieron ocultarla lo mejor posible, y sobre todo a mí? ¿Habría en la familia un segundo secreto, ya no referente al padre asesinado, sino al hijo asesino?

Poco antes de mi partida a Moscú, invité a cenar a mis padres y saqué a colación el tema de Nana. Evocaron su recuerdo con ternura y emoción, contaron anécdotas. Nada en su tono hacía pensar en un cadáver en el armario. En cuanto a las circunstancias de su muerte, he aquí su versión: Nana estaba muy cansada desde la mañana y mi madre le había exigido que se quedara en su cuarto a descansar tranquila. Por la noche llegaron los invitados y, al mismo tiempo que cumplía con sus funciones de anfitriona, mi madre iba cada cierto rato al cuartito de Nana, al fondo de la casa, para ver cómo estaba. Cada vez peor. Dolor agudo en el pecho. Llamaron a un médico que diagnosticó un infarto y organizó el traslado de Nana a la clínica. Estuvo ingresada una semana y mi madre fue a verla todos los días. No permitían entrar a los niños, pero nos llevaron de todos modos para que, desde el jardín, hiciéramos señas y mandáramos besos a Nana por la ventana: su habitación estaba en la planta baja. Después murió apaciblemente.

Conozco lo bastante la expresión de mi madre cuando abordamos un tema penoso para tener la certeza de que mis padres no mienten. Si su versión es verídica, de lo cual estoy ahora convencido, la mía es falsa. Mi recuerdo, sin embargo, sigue siendo nítido, vivaz, remite a algo real, y el sentimiento de culpabilidad que despierta me ha acompañado toda la vida. Quizá yo no maté a Nana, pero ¿a quién he matado entonces? ¿Qué crimen he cometido?

Al volver de Moscú, voy a buscar a Sophie a la Bretaña y pasamos las vacaciones navideñas en la cama, en París. Como todavía le duele la pierna, apenas sale, sólo yo me aventuro fuera para comprar algo de comer y vuelvo enseguida a deslizarme a su lado. Hacemos el amor, escuchamos música, hablamos horas y horas. ¿Hacía mucho frío, aquel año? ¿Dijimos que nos íbamos fuera de París para las fiestas? Ya no me acuerdo, pero no tengo citas, el teléfono casi no suena, nadie viene a vernos y los días transcurren en una clandestinidad cálida, compenetrada, como me figuro que transcurre el invierno en el Gran Norte. La cama se convierte en un barco, una tienda de campaña, un iglú, y el trayecto hasta la cocina o el cuarto de baño es una pequeña expedición, aunque el apartamento tenga una calefacción impecable.

Un día, al final de esta hibernación, para variar estamos sentados en la cocina, ella me mira con los ojos llenos de lágrimas y me dice: hay otro hombre.

Esto no me lo esperaba. Me callo. Aguardo.

Ella dice: hace semanas, meses, que quería decírtelo y no podía. Quiero que lo comprendas.

Y habla, y llora al hablar, las palabras salen atropelladamente. Dice que me quiere, que sabe que la quiero a mi manera, pero que es terrible para ella sentirse como en un asiento eyectable, todo el tiempo a merced de mis cambios de humor. Que siempre tiene miedo de dejar de gustarme, miedo de la mirada sin indulgencia que le dirijo, miedo de sentirse indigna de mí. De modo que conoció a alguien durante mi primera estancia en Moscú, el verano anterior. Se llama Arnaud. Es un chico más joven que yo y también más joven que ella. Se enamoró de ella. Nunca ha conocido a una mujer parecida. Cuando Sophie estaba en rehabilitación, iba a verla a la Bretaña todos los fines de semana. Sabe que yo existo y que se enfrenta a un rival temible, pero lo que él propone es algo distinto. No un asiento eyectable, una relación sin futuro. Quiere casarse con ella, tener hijos con ella. Sabe que es la mujer de su vida. La quiere de verdad.

Pregunto: y tú, ¿le quieres?

No lo sé. Sé que te quiero a ti. Pero tengo miedo de que tú no me quieras.

¿Qué quieres, entonces? ¿Irte con él, que estás segura de que te quiere, y al que no estás segura de querer? ¿O quedarte conmigo, a quien sabes seguro que quieres sin estar segura de que te quiera?

No lo sé… Es horrible tu manera de plantear las cosas.

Eres tú la que las planteas así. Si prefieres, podemos exponerlas de otra forma. ¿Qué esperas que te diga al contarme esto? ¿Qué querrías que te dijera? ¿Quédate o vete?

Ella reflexiona, con los ojos llenos de lágrimas, y después responde: quisiera que me dijeras «quédate».

Digo: quédate.

A continuación, ya no hablamos más del asunto.

No obstante, vuelve a abordarlo, y para decirme esto: ¿no te has fijado en que llevo en el pulgar un anillo grande de hombre? Sin embargo, un anillo de hombre en un pulgar de mujer es muy visible. Me lo dio él. Lo llevo desde hace tres meses. Y en tres meses ni siquiera te has fijado.

Bajo la cabeza. Un poco más tarde, con suavidad, le pido que se lo quite y se lo devuelva. Le pido que sólo sea mía.

Ella dice: es lo que yo quisiera, ya sabes. Es lo que quisiera de verdad.

Tiene miedo de mis viajes, mis ausencias, su desasosiego durante mis ausencias, y me dispongo a partir para más de un mes. He encontrado una productora, Anne-Dominique, que se interesa por mi proyecto de película. Juntos lo sometemos a la comisión de adelanto de fondos, que pide una sinopsis. Escribo tres páginas que concluyen así:

«Tal como la imagino hoy, la película debería ser el diario de nuestra estancia en Kotelnich, el retrato de la gente que encontraremos allí, la crónica de las relaciones que mantendremos con ella, todo lo cual duplicado por la historia más íntima de mi inmersión en la lengua rusa.

Pero quizá no sea en absoluto lo que yo imagino hoy.

Pienso que saldremos en la pantalla, pero quizá al final no aparezcamos. Pienso que habrá un comentario en off, pero quizá al final no lo haya. Quizá al final sea el retrato de un solo habitante de la ciudad: o de una ciudad vecina.

No lo sé y por encima de todo prefiero no saberlo.

No sé si es posible, pero me gustaría conservar esta ignorancia hasta que empiece la filmación. Descubrir lo que cuenta la película sólo en el montaje: cuando lo que nos suceda se convierta en lo que nos ha sucedido.»

Algunos de los miembros de la comisión consideran descarada esta exposición, pero aun así obtenemos el adelanto y la producción se pone en marcha. Aparte de Sasha, siempre disponible, no es posible reunir al primer equipo. Jean-Marie no puede tomarse un mes libre y me dicen que Alain está gravemente enfermo: un tumor cerebral, remisión breve, metástasis. Le telefoneo para tener noticias y digo, en el apuro, algo de lo que me avergüenzo hoy: parece que has tenido un mal rollo de salud… Una risita y me corrige: pues no, no lo he tenido. Lo tengo. Bromea, lucha, pero sabe muy bien que está jodido. Le cuento el proyecto Retorno a Kotelnich. Lamenta no poder participar. Tres semanas más tarde muere.

Recluto para la imagen a Philippe, un cámara francés que vive desde hace diez años en Rusia y me propone, para el sonido, a una tal Liudmila, con quien suele trabajar. El único problema es que ella sólo habla ruso. Digo que no es problema, al contrario.

Me llama un periodista de Le Monde a fin de proponerme que escriba un cuento para su serie de verano. Son suplementos que aparecen los fines de semana y que, al parecer, se leen mucho. Treinta y cinco mil caracteres sobre el tema del viaje. Mi primer impulso es rechazar la oferta porque no tengo ninguna idea; después me acuerdo de que Sophie me pidió un día: ¿por qué no escribes un relato erótico? Para mí. Dije: lo pensaré. Y lo pensé, en efecto. Vuelvo a llamar al periodista para decirle que, de hecho, sí tengo una idea, pero hay una condición para llevarla a cabo y es que pueda elegir la fecha de publicación. Parece que no hay inconveniente. Entonces de acuerdo. Despacho el relato en tres días, justo antes de partir a Kotelnich. No le digo nada a Sophie. No sé aún que este cuento causará terribles estragos en mi vida, y creo que nunca he escrito nada con tanta facilidad y alborozo. Ya no pienso en mi abuelo. Me divierto, me río solo, estoy muy satisfecho.