El tren rueda, es de noche, hago el amor con Sophie en la litera y ella es ella. Los compañeros de mis sueños eróticos suelen ser difíciles de identificar, son varias personas a la vez sin tener la cara de ninguna, pero aquella vez no, reconocí la voz de Sophie, sus palabras, sus piernas abiertas. En el compartimento del coche cama donde hasta entonces estábamos solos entra otra pareja: el señor y la señora Fujimori. Ésta se nos une, sin remilgos. El entendimiento es inmediato y muy risueño. Sostenido por Sophie en una postura acrobática, penetro a la Fujimori, que pronto experimenta un rapto de placer. En ese momento, el señor Fujimori nos comenta que el tren ya no avanza. Está detenido en una estación, quizá desde hace un rato. Inmóvil en el andén iluminado con lámparas de sodio, un miliciano nos observa. Corremos las cortinas a toda prisa y, convencidos de que el miliciano va a subir al vagón para pedirnos cuentas de nuestra conducta, nos apresuramos a ponerlo todo en orden y a vestirnos para estar dispuestos, cuando él abra la puerta del compartimento, a asegurarle con el mayor aplomo que no ha visto nada, que lo ha soñado. Todo sucede en una mezcla excitante de aturdimiento y de risa tonta. Sin embargo, explico que no hay motivo de risa: corremos el riesgo de que nos detengan, nos lleven al puesto mientras el tren parte y Dios sabe lo que sucederá después, se perderá nuestro rastro, palmaremos sin que nadie nos oiga gritar en un calabozo subterráneo en el fondo de este pueblecito fangoso de la Rusia profunda. Sophie y la Fujimori se desternillan aún más al oír mis inquietudes, y al fin yo también río con ellas.
El tren se ha detenido, como en el sueño, a lo largo de un andén desierto pero vivamente iluminado. Son las tres de la madrugada, en alguna parte entre Moscú y Kotelnich. Tengo la garganta seca, dolor de cabeza, he bebido demasiado en el restaurante antes de partir a la estación. Con cuidado de no despertar a Jean-Marie, tendido en la otra litera, me infiltro entre las cajas de material que atestan el compartimento y salgo al pasillo, en busca de una botella de agua. En el vagón restaurante donde, unas horas antes, nos hemos ventilado los últimos vodkas, ya no sirven. La luz se reduce a una lamparita por mesa. Cuatro militares, que han tomado sus precauciones, siguen no obstante la juerga. Cuando paso junto a ellos me ofrecen un vaso que declino y, al seguir avanzando, reconozco a Sasha, nuestro intérprete, desplomado sobre su asiento y roncando fuertemente. Me siento un poco más lejos, calculo el desfase horario, medianoche en París, no es demasiado tarde, intento llamar a Sophie para contarle este sueño que me parece extraordinariamente prometedor pero el móvil no tiene cobertura y entonces abro mi libreta y lo anoto.
¿De dónde salen los Fujimori? No me lo pregunto mucho tiempo. Es el nombre del presidente peruano, de origen japonés, sobre el cual había un artículo en Libération esta mañana. Lo he leído en el avión, en diagonal: los asuntos de corrupción que acaban de costarle el cargo no me apasionan. En la página de enfrente, en cambio, otro artículo me ha intrigado. Hablaba de unos japoneses desaparecidos cuyas familias estaban convencidas de que los habían secuestrado y retenido en Corea del Norte, algunos desde hacía treinta años. Ningún hecho reciente explicaba este artículo, del que cabía preguntarse por qué aparecía aquel día y no algún otro, e incluso aquel año en vez de otro: no había habido una manifestación organizada por las familias ni un aniversario ni un elemento nuevo en el expediente, archivado desde hacía mucho tiempo, si es que alguna vez había estado abierto. Daba la impresión de que el periodista había entablado por azar, en el metro, en un bar, relación con gente cuyo hijo o hermano había desaparecido sin dejar rastro en los años setenta. Para afrontar el horror de la incertidumbre, esas personas se habían contado esta historia y luego, mucho después, se la habían contado a un desconocido que a su vez la contaba. ¿Era una historia verosímil? ¿Había tal vez, a falta de pruebas, presunciones que la sostuvieran, una argumentación, al menos? Me parece que de haber sido yo el redactor jefe del periodista le habría pedido que llevara más lejos su investigación. Pero no, él informaba solamente de que unas personas, unas familias, creían que sus parientes desaparecidos estaban presos en campos de Corea del Norte. Muertos o vivos, ¿cómo saberlo? Lo más probable era que muertos, de hambre o a causa de los golpes de los carceleros. Y si aún vivían, no debían de tener ya nada en común con los jóvenes a los que se había visto por última vez treinta años antes. Si les encontraban, ¿qué podrían decirles? Y ellos, ¿qué dirían? ¿Era deseable encontrarlos?
El tren se ha puesto en marcha, atraviesa bosques. No hay nieve. Los cuatro militares se han ido a dormir por fin. En el vagón restaurante donde tiemblan las lamparillas sólo quedamos Sasha y yo. En un momento de la noche, Sasha se agita y se incorpora a medias. Su cabezota con el pelo revuelto surge de detrás del respaldo del asiento. Me ve escribiendo sentado a una mesa y frunce el entrecejo. Le dirijo una pequeña señal aplacadora, como diciendo: vuelve a dormir, todavía hay tiempo, y él se queda dormido, sin duda seguro de que ha soñado.
Cuando fui cooperante en Indonesia, hace veinticinco años, circulaban entre los viajeros historias horripilantes y en su mayoría ciertas sobre las cárceles donde encierran a la gente a la que han detenido con droga. En los bares de Bali siempre había un barbudo con una camiseta sin mangas contando que él se había librado por los pelos y que un amigo suyo, menos afortunado, purgaba en Bangkok o Kuala Lumpur ciento cincuenta años de muerte lenta. Una noche en que hablábamos de esto desde hacía horas, con una indiferencia feroz, un tipo al que yo no conocía contó otra historia, quizá inventada, quizá no. Era la época en que existía aún la Unión Soviética. El tipo explicaba que cuando tomas el transiberiano está estrictamente prohibido bajarse en el itinerario, apearse por ejemplo en una estación para hacer turismo mientras esperas el siguiente tren. Ahora bien, parece ser que a lo largo de la vía férrea hay ciudades perdidas donde se encuentran unos hongos alucinógenos excepcionales: la historia, según el público, puede contarse modificando el reclamo: alfombras muy raras y muy baratas, joyas, metales preciosos… Así que algunos audaces se arriesgan a desoír la prohibición. El tren para tres minutos en una pequeña estación de Siberia.
Hace un frío que pela, no hay ciudad, sólo cabañas: una zona siniestra, fangosa, que parece despoblada. Sin hacerse notar, el aventurero se apea. El tren parte, él se queda solo. Con su mochila a la espalda, abandona la estación, es decir, el andén de tablones podridos, chapotea en los charcos, entre empalizadas y alambradas, y se pregunta si en realidad ha sido una buena idea. El primer ser humano con el que topa es una especie de gamberro degenerado que le sopla a la cara un aliento espantoso y le suelta un parlamento cuyos matices se pierden (el viajero sólo habla unas palabras de ruso, y lo que habla el vándalo quizá no sea ruso), pero el sentido general es claro: no puede pasearse así, va a detenerle la policía. ¡Milicia!… ¡Milicia! Sigue un torrente de palabras incomprensibles, pero, con ayuda de la mímica, el viajero comprende que el vagabundo le ofrece hospedarle hasta el próximo tren. No es una propuesta muy atrayente, pero no tiene alternativa y quizá, en definitiva, se presente la ocasión de hablar de hongos o de joyas. Sigue a su anfitrión y entra en un cuchitril infecto, calentado por una estufa humeante, donde están reunidos otros tipos aún más patibularios. Sacan una botella de matarratas, beben, hablan mirando al forastero, repiten a menudo la palabra milicia, es la única que él reconoce y, con razón o sin ella, se imagina que hablan de lo que sucederá si cae en manos de la milicia. No se librará de una buena multa, ¡oh, no!, todos se ríen a mandíbula batiente. No, no volverán a verle nunca. Aunque le esperen en la terminal, en Vladivostok, se percatarán de su ausencia y punto. Por más escandalera que armen su familia, sus amigos, nunca lo sabrán, nunca intentarán averiguar dónde desapareció. El viajero trata de razonar consigo mismo: quizá no es en absoluto lo que dicen, quizá hablan de las mermeladas que hacen sus abuelas. Pero no, sabe muy bien que no es así. Sabe muy bien que hablan de la suerte que le espera, ya ha comprendido que más le habría valido caer en manos de esos milicianos corruptos con que le amenazan tan jovialmente, que de hecho todo habría sido mejor que esta choza de planchas mal juntadas, que estos alegres compinches desdentados cuyo círculo se cierra ahora a su alrededor, que siempre con aire de broma empiezan a pellizcarle la mejilla, a darle papirotazos, empellones, a enseñarle cómo hacen los milicianos hasta el instante de dejarle inconsciente y de despertar más tarde, en la oscuridad. Está desnudo en el suelo de tierra batida, tiembla de frío y de miedo. Al extender el brazo comprende que le han encerrado en una especie de cobertizo, y que está perdido. La puerta se abrirá en cualquier momento, los campesinos que se reían tanto vendrán a golpearle, a pisotearle, a sodomizarle, a divertirse un poco, en suma, no hay tantas ocasiones para hacerlo en Siberia. Nadie sabe dónde está, nadie acudirá en su auxilio, está a su merced. Cuando se espera la llegada de un tren deben de merodear por la estación con la esperanza de que algún imbécil viole la prohibición: ése es para ellos. Lo usarán de mil maneras hasta que reviente, y luego esperarán al próximo. Por supuesto, el viajero no se dice todo esto de una forma tan razonable, sino a la manera de un hombre que recobra el conocimiento en una caja estrecha donde no ve nada, no oye nada, no puede moverse y tarda algún tiempo en comprender que le han enterrado vivo y que todo el sueño de su vida conducía a esto, y que es la realidad, la última, la verdadera, de la que no despertará nunca.
Está ahí.
Yo también, en cierto modo, estoy ahí. Lo he estado toda mi vida. Para imaginarme mi condición, siempre he recurrido a historias de este género. Me las he contado de niño y después las he contado. Las he leído en libros y después he escrito libros. Me gustó durante mucho tiempo. Gozaba sufriendo de una manera particular mía y me convertía en un escritor. Hoy día ya me he cansado. Ya no soporto ser prisionero de este guión triste e inmutable, sea cual sea el punto de partida en que me encuentre para tejer una historia de locura, de hielo, de encierro, para dibujar el plano de la trampa que debe destruirme. Hace unos meses publiqué un libro, El adversario, que me tuvo preso siete años y me dejó exangüe. Pensé: ahora se acabó, haré otra cosa. Voy hacia el exterior, hacia los demás, hacia la vida. Para eso estaría bien hacer reportajes.
Lo divulgué a mi alrededor y no tardaron en proponerme uno. No era cualquier cosa: la historia de un húngaro desventurado que, capturado al final de la Segunda Guerra Mundial, pasó más de cincuenta años encerrado en un hospital psiquiátrico en lo más recóndito de Rusia. Todos nos dijimos que era un tema para ti, repetía con entusiasmo mi amigo el periodista, lo cual, por supuesto, me exasperó. Que piensen en mí cada vez que se trata de un tío encerrado toda su vida entre las paredes de un manicomio es precisamente algo de lo que ya no quiero saber nada. No quiero ser el que se interesa por esta historia. Que, sin embargo, evidentemente me interesa. Y además la historia sucede en Rusia, que no es el país de mi madre porque no nació allí, sino el país donde se habla la lengua de mi madre, la lengua que hablé un poco de niño y después olvidé totalmente.
Dije que sí. Y unos días después de haber dicho que sí conocí a Sophie, lo que de otra manera me dio la impresión de que empezaba algo nuevo. Durante toda la cena en el restaurante tailandés cerca de Maubert, le conté la historia del húngaro, y esta noche, en el tren que me lleva a Kotelnich, vuelvo a pensar en mi sueño y me digo que contiene todo lo que me paraliza: la mirada de un miliciano cuando hago el amor, la amenaza o más bien la certeza del encarcelamiento, de la trampa que se cierra, y de que todo esto, no obstante, es ligero, activo, alegre, como los retozos improvisados con Sophie y la misteriosa Fujimori. Me digo que sí, voy a contar la historia de un encierro, y que será también la historia de mi liberación.
Lo que sé de mi húngaro cabe en algunos despachos de la Agence France-Presse que datan de agosto y septiembre de 2000. Aquel pequeño campesino de diecinueve años fue arrastrado por la Wehrmacht en su retirada y después capturado por el Ejército Rojo en 1944. Internado primero en un campo de prisioneros, fue trasladado en 1947 al hospital psiquiátrico de Kotelnich, una pequeña ciudad a ochocientos kilómetros al noreste de Moscú. Allí pasó cincuenta y tres años, olvidado de todos, sin hablar casi porque nadie a su alrededor comprendía el húngaro y, por extraño que parezca, nunca aprendió ruso. Le encontraron este año, por puro azar, y el gobierno húngaro organizó su repatriación.
He visto algunas imágenes de su llegada, una crónica de treinta segundos en la televisión. Las puertas de cristal del aeropuerto de Budapest se abren delante de la silla de ruedas en que se acurruca un pobre anciano asustado. La gente que le rodea está en camiseta, pero él lleva un gorro grueso de lana y tirita bajo una capa escocesa. Una pernera del pantalón está vacía y recogida con un imperdible. Los flashes de los fotógrafos crepitan y le deslumbran. Alrededor del coche en que lo meten, mujeres de edad se apretujan haciendo grandes gestos y gritando nombres de pila distintos: «¡Sándor! ¡Ferenc! ¡András!» Más de ochenta mil soldados húngaros fueron declarados desaparecidos después de la guerra, hace muchos años que han dejado de esperarles y de pronto vuelve uno, cincuenta y seis años más tarde. Está más o menos amnésico, hasta su nombre es un enigma. Los registros del hospital ruso, que constituyen sus únicos documentos de identidad, le llaman indistintamente András Tamas, András Tomas, Tomas András, pero él mueve la cabeza cuando pronuncian estos nombres en su presencia. No quiere o no puede decir el suyo. Esto explica que en el momento de su repatriación, cubierta por la prensa húngara como un acontecimiento nacional, decenas de familias creen reconocer en él al tío o al hermano desaparecido. Las semanas que siguen a su regreso, la prensa da prácticamente cada día noticias de él y de la investigación. Por un lado reciben e interrogan a las familias que le reclaman y por el otro le interrogan a él, intentan despertar sus recuerdos. Le repiten nombres de pueblos y de personas. Un despacho informa de que por el Instituto Psiquiátrico de Budapest, donde le tienen en observación, desfilan anticuarios y coleccionistas convocados por los médicos para mostrarle gorras de uniformes, galones, monedas antiguas, objetos que se supone que evocan la Hungría de la época que él conoció. Reacciona poco, masculla más que habla. Lo que ocupa el lugar de su lengua no es realmente el húngaro sino una especie de dialecto privado, el del monólogo interior que ha machacado durante su medio siglo de soledad. Subsisten fragmentos de frases que hablan de la travesía del Dniéper, de zapatos que le han robado o que él teme que le roben, y sobre todo de la pierna que le han cortado, allá en Rusia. Quisiera que se la devolviesen o que le diesen otra. Título del despacho: «El último prisionero de la Segunda Guerra Mundial reclama una pierna de madera.»
Un día le leen Caperucita roja y llora.
Al cabo de un mes concluye la investigación, confirmada por tests de ADN. El reaparecido se llama András Toma, pero en Hungría dicen Toma András, Bartók Béla, el apellido antes del nombre, como en Japón. Tiene un hermano y una hermana, más jóvenes que él, que viven en un pueblo en el extremo oriental del país, el mismo que abandonó hace cincuenta y seis años para ir a la guerra. Están preparados para acogerle en su casa.
Al ir en busca de información, me entero, por una parte, de que el traslado de András de Budapest a su pueblo natal no tendrá lugar hasta dentro de unas semanas, y, por otra, que el 27 de octubre el hospital psiquiátrico de Kotelnich festejará su noventa cumpleaños. Por ahí hay que empezar.
La parada en Kotelnich sólo dura dos minutos, es poco para desembarcar nuestras cajas de material. Estoy acostumbrado a los reportajes escritos y, por tanto, a trabajar solo, a veces con un fotógrafo: un equipo de televisión es, de entrada, más pesado. Aunque somos los únicos pasajeros que nos apeamos y nadie sube, hay bastante gente en el andén, sobre todo ancianas con mantilla y botines de fieltro que quieren vendernos cubos llenos de arándanos y nos abroncan cuando les señalamos nuestro cargamento para que comprendan que ya vamos bastante cargados. Alrededor, esto se parece mucho a la estación del transiberiano de mi historia: tierra batida, charcos fangosos, empalizadas de madera escamadas, detrás de las cuales unos tipos rapados te miran con una curiosidad nada agradable. Me digo que es mejor estar aquí cuatro que uno solo. Jean-Marie empuña la cámara, Alain fija el micrófono en la jirafa, las viejas duplican su malhumor. Sasha va hacia la estación a buscar un coche y vuelve enseguida acompañado de un tal Vitali que en su Jiguli sin edad nos lleva al único hotel de la ciudad, el Viatka. Viatka es a la vez el antiguo y el nuevo nombre de Kírov, que es la capital de la región y la estación siguiente en la línea de ferrocarril. Comiendo con mis padres unos días antes de mi partida y tratando de localizar con ellos los lugares de mi reportaje, me enteré por mi madre de que Kírov fue llamado así en la época soviética en homenaje al gran bolchevique cuyo asesinato fue el comienzo y sin duda el pretexto de las purgas de 1936, y por mi padre —que se apasiona por la familia de mi madre—, de que en 1905, en el tiempo en que se llamaba Viatka, mi tío bisabuelo, el conde Víktor Komarovski, fue vicegobernador de la ciudad. El Viatka, en todo caso, es uno de esos hoteles que conocen bien los viajeros en Rusia y donde no solamente no funciona nada, ni la calefacción ni el teléfono ni el ascensor, sino que se adivina que nunca ha funcionado nada, ni siquiera el día de su inauguración. Dos bombillas de cada tres están fundidas. Empalmes de cables eléctricos mal forrados corren en todos los sentidos a lo largo de paredes leprosas. Los radiadores apagados, en vez de estar adosados a las paredes, como en todas partes, se orientan hacia su perpendicular, hacia el centro de las habitaciones, al final de largos tubos que nunca están derechos, sino extrañamente acodados. Sábanas raídas y grisáceas, tan pequeñas que se las distingue mal de las toallas, cubren a medias las camas individuales hundidas, y una capa de polvo grasiento recubre lo que pasa por ser el mobiliario. No hay agua caliente. Sasha, al que la víspera le he preguntado si se podía pagar el hotel con tarjeta de crédito, me mira sacudiendo la cabeza, guasón. Con tarjeta de crédito… Ufff… Y como hablo un poco de ruso, chut chut, un poquitín, comenta: Tut, my vo dnié, esto es un agujero.
La peregrinación a los lugares donde vivió András Toma comienza en el despacho del doctor Petujov, médico jefe del hospital, y sería perfecto, juzga él manifiestamente, si también terminara allí. No es que Yuri Leonídovich, como nos invita a llamarle, sea hostil a los periodistas: por el contrario, hojea con orgullo el paquete de tarjetas de visita que han dejado los representantes de diversos medios de comunicación rusos y extranjeros, Izvestia, CNN, Reuter…, pero ha preparado su pequeño relato de la historia y no entiende qué más podemos querer. Así pues, el 11 de enero de 1947, el paciente fue trasladado del campo de prisioneros de Bistriag, a unos cuarenta kilómetros de distancia y desaparecido desde los años cincuenta, al hospital psiquiátrico de Kotelnich. Aquí mismo, en esta casita de madera bien caldeada, bien encerada, pintada de bonitos colores pastel, le recibió la doctora Kozlova, que le abrió un historial. Con un gesto ligeramente teatral, Yuri Leonídovich lo abre a su vez e invita a Jean-Marie a filmar con un zoom, como sin duda lo han hecho sus antecesores, las primeras anotaciones de la doctora. Papel amarillento, tinta descolorida, letra pequeña e irregular. El paciente fue registrado con el nombre de Tomas, Andreas, nacido en 1925, de nacionalidad magiar. Esa s y esa e de más crearon mucha confusión a su regreso a Hungría, pero difícilmente se puede culpar a la doctora Kozlova, porque el paciente no responde a ninguna de sus preguntas, parece que ni siquiera las oye, y es de suponer, por tanto, que las respuestas las dieron los soldados que le acompañaban. Viste ropa sucia, desgarrada, que le queda pequeña y es sobre todo muy ligera para la estación. Calla tercamente, a veces se ríe sin motivo. En el hospital militar que dependía del campo, se negaba a comer, no dormía, lloraba y en ocasiones se mostraba violento. En esta conducta se basa el diagnóstico de «psiconeurosis» que justifica su traslado a un hospital civil. Sin confiar mucho en una respuesta afirmativa, pregunto si la doctora Kozlova vive todavía. Yuri Leonídovich niega con la cabeza: no quedan testigos de la llegada de András Toma ni de los primeros tiempos de su estancia. Yuri dice que cuando él asumió su puesto, hace una decena de años, el paciente no ofrecía ningún interés para un psiquiatra. Apacible, silencioso, retraído. En 1997 tuvieron que amputarle una pierna. Y después, el 26 de octubre de 1999, hace un año justo, un pez gordo de los servicios de sanidad vino a visitar el hospital. Yuri Leonídovich, al pasear a su huésped, pasó por delante del hombre con una sola pierna y le presentó como el decano de sus pacientes. Sonríe, enternecido, al evocar esta escena. Le imagino dándole un pellizco en la oreja, como Napoleón a sus soldados: un buen viejo, muy tranquilo, que está aquí desde la guerra y sólo habla húngaro, ¡ja, ja, ja! Coincidió que una periodista local cubría el suceso y, como no debía de ser muy apasionante de contar, hizo su artículo sobre el tema siguiente: el último prisionero de la Segunda Guerra Mundial está entre nosotros. Lanzado el lema, una agencia lo reprodujo, después otra, y pronto recorrió todas las redacciones. Alertado, el cónsul de Hungría llegó de Moscú, seguido de los psiquiatras de Budapest que terminaron llevándoselo este verano. Desde entonces, Yuri Leonídovich sólo ha recibido noticias excelentes de András y se congratula de los progresos de que le informan periódicamente sus colegas húngaros. La placidez con que habla de esos progresos me asombra un poco. Que un hombre pueda resucitar a la vida y a la palabra en dos meses, después de haber pasado cincuenta y tres años reducido al estado de tarugo, no le perturba en modo alguno y no se le pasa por la cabeza cuando recibe a periodistas que ellos podrían sacar conclusiones crueles sobre la psiquiatría en su país en general o en su hospital en particular. No hay nada de defensivo en su manera de resumirnos el historial, y aunque se niega a dejarnos consultarlo directamente, tengo la impresión de que no es tanto por desconfianza como por conservar su monopolio sobre el único objeto de curiosidad mediática que ha habido nunca en Kotelnich.
Médico jefe y administrador del hospital, diputado de la Duma local, como sabremos más tarde, Yuri Leonídovich no sale apenas de su casa confortable de madera y sólo en raras ocasiones ve a los enfermos. Vladímir Alexándrovich Malkov, a quien nos confía tras haberle insistido mucho en ver un poco más, es el médico responsable del pabellón en que Toma pasó los últimos decenios. Muy grande, muy rubio, muy pálido, con una bata blanca y gafas ligeramente ahumadas, tiene ese físico frío que, en una novela rusa del siglo XIX, habría hecho decir que tenía aire de alemán. Al principio menos jovial y solícito que su jefe, parece haber guardado un recuerdo mitigado de los diversos equipos de periodistas cuyas tarjetas de visita colecciona. ¿Cómo pueden vivir sin agua caliente?, le ha preguntado un cámara. Y él se ha encogido de hombros: Ustedes viven. Nosotros aquí sobrevivimos.
Sala número 2. Nueve camas. La de András era la primera a la izquierda de la puerta, contra la pared, en un ángulo. No ha habido cambios en los últimos tiempos, los otros no se han movido desde su partida, eran sus vecinos de sala. Chándal, zapatillas, rostros vaciados de hombres a los que han despojado de todo. Algunos recorren el pasillo entre las camas, de la ventana a la puerta, arrastrando los pies y agitando las manos. Otros se quedan horas sentados en el borde de la cama y otros están acostados: uno debajo de la manta, al que no llegamos a verle la cara, y el otro derecho, como un yacente, con los brazos cruzados sobre el pecho, la cara cerrada en un rictus que en adelante será su única expresión. Han venido a parar aquí porque la vida era demasiado dura fuera, el alcohol demasiado fuerte, su cabeza demasiado llena de voces amenazadoras, pero no son peligrosos, ni siquiera se agitan. «Estabilizados», nos explica Vladímir Alexándrovich. En los diez últimos años se ha ido reduciendo el presupuesto del hospital y ha habido que reducir también la plantilla, despedir a los que podían, a todos los que habían mejorado o que tenían familia para acogerlos, pero éstos no tienen nada ni a nadie, ¿qué quieren ustedes, pues? Nos los quedamos. En realidad, no se les cura, se quedan aquí. Es poco. Es mejor que nada.
Se quedaron con András Toma. Sin embargo, había una familia, un país donde habrían podido enviarle, no era teóricamente imposible informar de su existencia al consulado de Hungría en Moscú, pero la idea no se le ocurrió a nadie, Moscú está lejísimos, y no digamos Hungría. Había recalado allí y allí se había quedado, como un bulto que sufre, y poco a poco hasta el sufrimiento acabó desgastándose.
No estaba postrado, no se pasaba los días en la cama, sino en la carpintería, en la cerrajería, en el garaje y, en los tiempos en que el hospital tenía una granja en el exterior, él siempre estaba allí metido. Muy habilidoso con las manos, muy atareado siempre, iba y venía libremente, y por eso Vladímir Alexándrovich juzga un poco excesivo el lema que le presenta como el último prisionero de la guerra. No estaba en absoluto preso, ni siquiera enfermo: vivía aquí, esto era su casa y punto. ¿Ni siquiera enfermo, de verdad?, insiste Sasha. Ya no. Al ingresar le habían diagnosticado esquizofrenia, pero era un hombre en estado de shock, que había conocido los horrores de la guerra y pasado tres años en campos de prisioneros. El episodio psicótico que sufrió era una reacción a estos traumatismos y nunca se reprodujo. Debió de decirse, más o menos conscientemente, que para evitar que se reprodujera más valía someterse, pasar inadvertido, no hablar, no comprender lo que le decían, fundirse con el paisaje.
Ya en el despacho de Yuri Leonídovich, cada vez que pillaba tres palabras yo interrumpía la traducción diciendo da, da, ia ponimaiu, sí, sí, comprendo, y al salir Sasha, exasperado, me dice: oye, o comprendes y no me necesitas, o bien me dejas hacer mi trabajo, ¿vale? Le digo que sí, pero no puedo evitar hacer lo mismo con Vladímir Alexándrovich, y le explico como puedo que mi madre es de origen ruso, que yo hablaba ruso de niño, que he leído en ruso El pabellón número 6, el cuento de Chéjov cuya acción transcurre en un manicomio de provincias. Sasha se pone de morros, mis progresos le irritan, Alain y Jean-Marie están admirados, y Vladímir Alexándrovich, por su parte, se ha animado por completo. ¡Hablo ruso, he leído El pabellón número 6! Somos amigos ya y, llevado por mi impulso, me atrevo a preguntarle si no habría forma de consultar el historial del húngaro y, de ser posible, hacer una copia. Sí, sin duda, hay que pedírselo a Yuri Leonídovich. El problema es que Yuri Leonídovich no quiere. Entonces Vladímir Alexándrovich hace una mueca: si Yuri Leonídovich no quiere, hay un problema, en efecto.
Pronunciar unas palabras en ruso me ha exaltado, literalmente, y cuando por la noche volvemos a reunimos los cuatro, en el único restaurante que hemos encontrado abierto en la ciudad, quiero continuar a toda costa. El restaurante, el Troika, es una especie de bar infecto, en un sótano donde se congrega una juventud que bebe mucho y de la que sospechamos, al menos por lo que respecta al lado masculino, que es potencialmente peligrosa. Nos sirven unos pelmenis, los raviolis rusos, que me empeño en acompañar con vodka. A pesar de la curda de la víspera, no me cuesta nada convencer a Alain, que tiene un embudo en el gaznate, ni a Sasha, que se vuelve en el acto más indulgente conmigo. Sólo Jean-Marie declina con una sonrisa, como la noche anterior: no bebe nunca. En cuanto a mí, ya estaba borracho de excitación antes del primer vaso y me dedico a poner a prueba mis progresos con dos chicas bastante feúchas que, en la mesa de al lado, parecen muy interesadas en conocer gente. En mi ruso de andar por casa, las interrogo sobre nuestro héroe, convertido en la celebridad de la ciudad. No garantizo que haya comprendido todo lo que han respondido, pero según una de ellas —he anotado en mi libreta— András no quería irse, tuvieron que llevarle a Hungría por la fuerza, y según la otra no estaba loco en absoluto, había simulado estarlo para que no le enviaran a Siberia. Tengo el recuerdo indistinto, un poco más tarde, de los sarcasmos de Sasha cuando le he preguntado si en su opinión se podría telefonear a Francia desde el hotel —Y pagar con tu tarjeta de crédito, ¿no es eso?—, y después de haber vagado con él por las calles desiertas, hasta la estafeta que está abierta hasta muy tarde y que admite a los borrachos que ni siquiera un local tan poco remilgado como el Troika quiere. Allí se puede encontrar un poco de calor humano, ocasiones de pelea, para la cual Sasha parece bien dispuesto, y de pasada se puede telefonear. Sin interrumpir una conversación que desde la primera frase amenaza con degenerar, Sasha me ayuda de mala gana a pedir la conferencia, que espero en una cabina de madera donde alguien ha meado hace poco, así que tengo que elegir entre las náuseas si cierro la puerta y, si la abro, el rumor de la sala que tapa el cascabel lejano de la señal de llamada. Cuando por fin Sophie descuelga, no me queda otra elección que cerrar para oírla, y empiezo de inmediato a describirle la cabina-urinario, el bar, la ciudad, el hospital. Esto sólo puede recordarle la historia del transiberiano que le conté en el restaurante tailandés de Maubert donde cenamos juntos la primera noche. Sin embargo, estoy eufórico, le digo que hoy me he puesto a hablar ruso, que voy a seguir, a ponerme a hablar en serio, que para mí es tan importante como haberla conocido, y que además la sucesión cercana en el tiempo de estos dos acontecimientos no es un azar. Le cuento mi sueño del tren, insistiendo de una forma algo pastosa en la promesa de liberación que contiene y sorteando, en cambio, a la señora Fujimori, porque aunque conozco a Sophie desde hace menos de dos semanas ya me he dado cuenta de lo celosa que es. Al llamar pensaba que sería tarde para ella, que estaría acostada, desnuda, preparada para acariciarse a instancia mía, pero me he liado con el desfase horario y de hecho son las siete de la tarde en París y ella está todavía en el despacho. Al principio de la conferencia ella se preguntaba si yo no estaría en peligro, pero ahora comprende que simplemente me he emborrachado, estoy agitado, hasta se puede decir que feliz y que el fondo de la cuestión es que la quiero. Ella empieza entonces a hablarme de mi polla, a decirme que le gustan de verdad las pollas, pero que de las muchas que ha conocido la mía es la que prefiere de todas y que le gustaría mucho que se la metiera y, que, en su defecto, que me la menee. Ella, a su vez, ha cerrado la puerta del despacho y deslizado la mano debajo de la falda, de las medias y encima de la braga. Roza la tela con la punta de los dedos. Pienso en los maravillosos pelos rubios que la braga comprime, pero me veo obligado a decir que por lo que a mí respecta no puedo cascármela ahora mismo: mi descripción del ambiente era estrictamente realista, veo por el cristal a Sasha y al tipo que se buscan pacientemente las cosquillas, ellos también pueden verme, tendré que esperar a llegar al hotel. No hay calefacción y las sábanas parecen tan sucias que dudaría en meterme dentro, por lo cual me apresto a dormir vestido, amontonando todo lo que encuentre para servirme de mantas, pero prometo meneármela, de todos modos, y al volver eso es lo que hago.
Kotelnich es un agujero, pero un centro ferroviario importante, nunca pasan más de diez minutos sin que el rumor de un convoy, a menudo bastante largo, haga vibrar los cristales de nuestras habitaciones. Ese ruido no me ha impedido dormir. A Alain sí, y esta mañana, en el café restaurante del hotel, donde dos tíos trasiegan en silencio la que sin duda no es su primera cerveza y donde conseguimos a duras penas que nos den una taza de té, está todavía más deshecho que de costumbre, y pese a ello de un excelente humor. Para combatir el insomnio se ha pasado la noche registrando el paso de los trenes, y me ofrece algunas muestras. No veo bien la diferencia entre uno y otro y él intenta educarme el oído, enseñarme a distinguir entre el chuc-chuc del vagón de mercancías y el chic-chic del expreso: yo muevo la cabeza, digo que sí, sí, y él se ríe: ya verás lo contento que estarás en el montaje por tener todo esto.
Sasha es el último en bajar y viene hacia nosotros prácticamente a reculones, mirando a otra parte, volviéndose todo el tiempo, y cuando por fin se decide a mirarnos de frente, vemos que le han partido la crisma. Ojo a la virulé, pómulo tumefacto, labio partido. Avergonzado, suelta una explicación embarullada, según la cual después de haberme traído desde la estafeta se fue a dar una vuelta, a ligar un trago, como dice él mismo, en un café que resultó ser un antro de bandidos, donde le calentaron unos tipos que según su relato no se entiende bien si eran bandidos o maderos, la cosa es que —aunque esto no tiene nada que ver y él trata de convencernos— no vuelve con nosotros al hospital esta mañana porque tiene una cita con un tipo del FSB respecto a nuestros pasaportes. El FSB es lo que antes se llamaba KGB, y un equipo francés que se apalanca varios días en una pequeña ciudad como Kotelnich pide un trato de favor, desde el punto de vista del FSB: estaría bien, por tanto, prever unas propinas para que olviden las irregularidades que inevitablemente encontrarán en nuestros papeles. Alargo cien dólares a Sasha y él dice que de entrada serán suficientes.
Filmamos el hospital durante todo el día. Las comidas, la rutina. El solar que sirve de patio, donde acaba de oxidarse un vagón militar que data de la última guerra. La verja que da a la gran carretera lluviosa y los autobuses que de vez en cuando recorren esta carretera con los cristales empañados de vaho. Los enfermos que se entretienen haciendo trabajos de jardinería o permanecen ociosos, que lían y fuman cigarrillos, sentados durante horas en unos bancos. El banco que a András Toma le gustaba especialmente, porque desde allí se veía un cercado que le recordaba Transilvania. Es lo que dice Vladímir Alexándrovich, o al menos lo que yo comprendo, porque en ausencia de Sasha, retenido en la ciudad por sus negociaciones con el FSB, sólo me quedan mis recursos lingüísticos. La embriaguez los enardece, pero la resaca los entumece. A este tío al que ayer yo hubiese abrazado y cuya estima me enorgullecí de haber conquistado, ya no sé qué decirle hoy ni cómo decírselo, me faltan las palabras y le escucho, en la carpintería donde le gustaba trabajar a Toma, desgranar con una voz monótona lo que me parece una letanía incomprensible. La punteo con da, da sombríos, a veces con kanieshna, que significa por supuesto y no compromete apenas. Él, por su parte, parece desencantado por mi apatía, le gustaría que hablásemos otra vez de Chéjov, de Rusia y de Francia. Sueña con ir a Francia algún día, el problema es que no habla una palabra de francés, en cambio sabe un poco de latín: de gustibus non est disputandum, declama. Eso debería bastar para apañártelas, le anima Sasha, que acaba de llegar, visiblemente revitalizado por su entrevista con el FSB. El teniente coronel que representa a los órganos en Kotelnich se llama también Sasha, nos dice, una coincidencia que no tiene nada de milagroso en un país donde apenas se utilizan para cada sexo una quincena de nombres de pila, aderezados cada uno con una batería de diminutivos, pero han descubierto que los dos estuvieron en la guerra de Chechenia, el teniente coronel en el ejército ruso y nuestro Sasha como intérprete de un equipo de televisión francés. Esto crea lazos, que unos vasos, al parecer, han estrechado, y Sasha está ahora en condiciones de ayudarme en mis entrevistas con enfermos que Vladímir Alexándrovich juzga presentables. Todos cuentan las mismas cosas sobre su antiguo compañero: un tipo tranquilo, servicial, que nunca hablaba. ¿Comprendía el ruso? Nadie lo supo nunca y, a decir verdad, parece que nadie se hizo jamás la pregunta.
Cuando nos vamos del hospital, hacia la puesta del sol, Vladímir Alexándrovich nos dice da zavtra, no da svidania, hasta mañana, no adiós, y con el mismo desapego rutinario me desliza, justo antes de cerrar la puerta del Jiguli y de darse rápidamente media vuelta, un sobre grueso de papel de estraza. Lo abro en el coche: es la copia del historial médico. Le has caído bien, mira por dónde, bromea Sasha.
Esa noche nos acostamos temprano, no bebemos, hay que estar en plena forma para la jornada del domingo, que es la del cincuentenario del hospital. Sasha se ha informado: habrá un banquete que se celebrará en el comedor de nuestro hotel. Espero mucho de ese banquete, me imagino una zambullida pintoresca en la Rusia profunda, cuya guinda, entre brindis entusiastas y bailes hasta perder el resuello, podría ser el encuentro con una vieja enfermera jubilada, una bábushka truculenta que nos contaría la llegada del húngaro en 1947 y nos diría, con un destello de malicia en los ojos, que por mucho que no abriera la boca tenía muchas mañas, el muy pillín. Mientras tanto, y como la única solución de repliegue en materia hostelera parece ser el café de los bandidos donde a Sasha le partieron la cara, volvemos a comer pelmenis en el Troika, y allí examinamos nuestro botín.
El historial médico de András Toma consta de cuarenta y cuatro páginas manuscritas, de letras diferentes, que abarcan los cincuenta y tres años de su estancia en Kotelnich. Las primeras anotaciones son de la doctora Kozlova, que ya nos leyó y comentó Yuri Leonídovich. Las de las primeras semanas son bastante numerosas y precisas, pero enseguida se hacen más espaciadas y comprendemos que el reglamento del hospital impone a los médicos que incluyan una nota cada quince días sobre el estado del paciente. Según estas notas que Sasha acaba de traducirme, se puede seguir la curva de una vida entera, y la de András Toma, como sin duda la de muchos otros, es atroz: un proceso de destrucción inexorable relatado en pequeñas frases neutras, sencillas, repetitivas. Por ejemplo:
15 de febrero de 1947: el paciente está acostado, intenta decir algo pero nadie le comprende. A la pregunta: ¿Qué tal está?, responde: Tomas, Tomas. No se deja examinar.
31 de marzo de 1947: se queda acostado con la manta encima de la cabeza. Dice algo con cólera en su idioma y enseña los pies. Esconde comida en los bolsillos. Físicamente tiene buena salud.
15 de mayo de 1947: el paciente sale al patio pero no habla con nadie. No habla ruso.
30 de octubre de 1947: el paciente no quiere trabajar. Si le obligan a salir, grita y corre en todas las direcciones. Esconde sus guantes y el pan debajo de la almohada. Se envuelve en trapos. Sólo habla húngaro.
15 de octubre de 1948: el paciente es sexual. Se ríe como un tonto en la cama. No se somete al orden del hospital. Corteja a la enfermera Guilichina. El paciente Boltus está celoso. Ha golpeado a Toma.
30 de marzo de 1950: el paciente se ha encerrado en sí mismo. Se queda en la cama. Mira por la ventana.
15 de agosto de 1951: el paciente ha cogido lápices a los enfermeros. Escribe en las paredes, las puertas, las ventanas, en húngaro.
15 de febrero de 1953: el paciente está sucio, colérico. Colecciona basuras. Duerme en sitios inconvenientes. En el pasillo, en bancos, debajo de la cama. Molesta a sus vecinos. Sólo habla húngaro.
30 de septiembre de 1954: el paciente está débil y negativo. Sólo habla húngaro.
15 de diciembre de 1954: no hay cambios en el estado del paciente.
Estamos en la página seis del historial, se nota que los médicos se cansan, y Sasha y yo también. Nos conformamos con un vistazo a las páginas siguientes. Sasha refunfuña, canturrea y pronto salmodia: no-hay-cambios-en-el-estado-del-paciente-sólo-habla-húngaro, no-hay-cambios-en-el-estado-del-paciente-sólo-habla-húngaro… Ah, sí, no obstante, ocho páginas más adelante, estamos en 1965 y ocurre algo. El paciente se ha encariñado con la dentista del hospital y, para tener ocasión de volver a verla, no para de enseñar los dientes… «con una sonrisa tonta», precisa el informe. Ella le examina de nuevo, todo está bien. Pero cada quince días señalan que sigue mostrando los dientes. Mediante gestos, da a entender que quiere que ella se los arranque. Es lo mejor que ha encontrado para crear un lazo con ella. La dentista se niega a extraerle dientes sanos. Entonces él se fractura la mandíbula a martillazos. No tiene suerte, le curan, pero no la dentista a la que ama. Pobre viejo, suspira Sasha. Pobre viejo…, quizá no follara ni una sola vez durante todos aquellos años, y antes, en Hungría, tampoco es seguro. Quizá no ha follado en toda su vida…
Veinte páginas más, treinta años más.
11 de junio de 1996: el paciente se queja de dolores en el pie derecho. Diagnóstico: arteritis. Hay que consultar la amputación con los parientes del paciente. El paciente no tiene parientes.
28 de junio de 1996: se le amputan al paciente dos tercios del muslo derecho. No hay complicaciones.
30 de julio de 1996: el paciente no se queja. Fuma mucho. Empieza a andar con muletas. Por la mañana su almohada está húmeda de lágrimas.
A la mañana siguiente, cuando llegamos al hospital, una enfermera nos dice severamente que el doctor Petujov quiere vernos. Nos hace esperar un largo rato. Para ocupar la espera, Jean-Marie toma algunas panorámicas entre la grisura que encuadra las ventanas y el lago polinesio que sirve de fondo a la pantalla del ordenador. La secretaria le pide que pare, que enfunde la cámara y unos minutos más tarde, cuando ella responde al teléfono, no comprendo bien lo que dice y Sasha ha salido a fumar un cigarro, pero ella repite bajando la voz la palabra frantsuski, y presentimos que están hartos de los frantsuski. Por fin, Yuri Leonídovich sale de su despacho para despedir a un visitante de aspecto oficial. Parece a la vez sorprendido y molesto de ver que entorpecemos el paso y muy deprisa, entre dos puertas, nos comunica que nos vayamos. Ninguna otra brigada —es la palabra que emplean para un equipo— se quedó más de dos horas y nosotros llevamos aquí dos días, ¿qué más queremos? Sasha trata de explicarle la diferencia entre una filmación de dos minutos para un telediario y un reportaje de cincuenta y dos, pero no sirve de nada, Yuri Leonídovich ha tomado su decisión o la han tomado por él. Ya basta, nuestra presencia perturba el proceso de curación de los enfermos y, por lo que respecta a los festejos del cincuentenario, ya no estamos invitados. Es una celebración privada, una fiesta para el personal, no tiene nada que ver con el húngaro.
Pero, Yuri Leonídovich, nuestra película intenta mostrar el ambiente del hospital…
Eso es, ¿y mañana me pedirán permiso para filmarme en mi baño, so pretexto de que muestra el ambiente del hospital? Lo siento, pero no.
Despechados, ociosos, vagamos por la ciudad. En un lado de la carretera, a la entrada, hay una escultura de hormigón, de unos dos metros, que representa la hoz y el martillo, y en el otro una olla gigantesca que es desde hace mucho más tiempo el emblema de Kotelnich. Es lo que quiere decir kotel en ruso, me explica Sasha: una olla o un caldero. Una estancia ahí dentro es una especie de tres estrellas de expatriación depresiva, y todo hace pensar que esta sensación de inmovilización en el fondo de una olla de sopa fría y solidificada de la que, hace mucho tiempo, habrían desaparecido los buenos trozos, suponiendo que los hubiese habido, constituye el común denominador de las ciudades de veinte mil habitantes de la Rusia profunda. Nadie va a esas ciudades. No se habla de ellas. Un buen día, uno se entera de que existía un pueblo llamado Chernóbil, y es, en menos terrible, en más modesto, lo que le ha sucedido a Kotelnich desde que allí encontraron al último prisionero de la Segunda Guerra Mundial.
Como el banquete tendrá lugar en nuestro hotel, cuyo acceso, pese a todo, no pueden prohibirnos, Alain ha decidido librar un último combate inútil. Cuando entramos los cuatro, hay unas cincuenta personas sentadas alrededor de una mesa en forma de U, ni un solo sitio libre, y Petujov, de pie delante de nosotros, propone un brindis. Nos ve, finge que no nos ha visto, lo normal sería que nos retiráramos, pero Alain sigue avanzando hacia el centro de la sala y Jean-Marie y yo, no queriendo rajarnos, vamos tras él. Reconozco algunas caras: las enfermeras destinadas en el sector del húngaro, nuestro amigo Vladímir Alexándrovich, el oficial al que Petujov despedía esta mañana. Todos nos miran sin comprender y sin decir ni pío. Petujov ha interrumpido su brindis. Se desarrolla entonces una escena de película burlesca: atravesamos la sala con sonrisitas corteses, gestos benévolos y tranquilizadores que quieren decir algo como: nos limitamos a pasar, no nos presten atención, no se molesten. Nos siguen con ojos pasmados y nuestra conducta en ese momento es tan absurda que desarma toda agresividad. En una película, los héroes saldrían pitando en el preciso instante en que, cesado el hipnotismo, la turba se les echa encima para despedazarlos. Entre la mesa central, presidida por Petujov, con el vaso todavía en alto, la boca abierta y muda, y las mesas laterales hay por casualidad un hueco para pasar. Alain se dirige hacia él y nosotros detrás. Por otra casualidad, en el otro extremo de la sala hay otra puerta que nos permite salir sin el riesgo de tener que desandar el trayecto. Una bóveda oscura y maloliente y estamos en la calle, donde encontramos a Sasha, que mueve la cabeza: ¿sois totalmente gilipollas o qué? Al otro lado de los cristales empañados, el brindis se reanuda, el personal del hospital empieza a entromparse, no nos queda más remedio que enfilar hacia el Troika.
Sin duda es la decepción, también la fatiga, pero al vaciar y al ver a mis compañeros vaciar en silencio sus escudillas de pelmenis, observo que en tres días hemos adquirido los modales locales en la mesa: el espinazo encorvado, el cuello estirado para dar lengüetazos, una mano pegada a la cuchara de hojalata, la otra al pedazo de pan y los dos brazos, hasta los hombros, formando una muralla alrededor de la comida, como si fueran a robárnosla. Detrás de la barra, la televisión difunde sin interrupción anuncios publicitarios que evocan la vida de ensueño que llevan en Moscú y San Petersburgo jóvenes bien vestidos y peinados, con sonrisa carnívora, que se apean de coches de lujo y pagan con tarjetas de crédito doradas cuentas de restaurante que deben de representar aquí varios años de salario. Cuando vives aquí, ¿qué efecto hará que te machaquen estos anuncios? Los tíos jóvenes desplomados sobre estas mesas pegajosas de aguachirle volcada, ¿verán esta exhibición obsesiva de fasto y arrogancia como una ofensa o como una película de ciencia ficción que se desarrolla en un universo paralelo?
De repente, desde la mesa vecina, se dirigen a nosotros en francés. Al volverme me encuentro con una chica de unos veinticinco años, de nariz puntiaguda, ojos algo saltones, no sin encanto, sin embargo, sentada al lado de un hombre mucho mayor, vestido con un terno, jeta de apparátchik alcohólico, que la acosa. Se llama Ania y está loca de alegría de poder hablar francés con franceses. Me acuerdo de que ha empleado esta expresión: loca de alegría. Nos mira a los tres con una excitación infantil, con los ojos brillantes, y poco falta para que aplauda. No se atrevía pero soñaba con acercarse, está enterada de nuestra estancia en la ciudad desde nuestra llegada, por lo demás todo el mundo en la ciudad conoce nuestra presencia, no se habla de otra cosa, circulan sobre nosotros toda clase de rumores. ¿Rumores? ¿Por ejemplo? Pues que acabamos de armar un escándalo en el banquete del hospital. Y que, dice, en un tono más grave, que filmamos cosas que no son bonitas. ¿Qué cosas? Mujeres viejas, personas pobres, gente que bebe, no es nada bonito, no da una buena imagen del lugar. Dicen también que para no darnos una impresión pésima se las han arreglado para restablecer el agua caliente en el hotel, cosa que no le hace gracia a mucha gente: casi nadie tiene agua caliente en Kotelnich, desde la decadencia del país —porque todo el mundo habla aquí, como si fuera algo completamente obvio, de los diez últimos años como de una catástrofe—: entonces, ¿por qué nosotros tenemos agua caliente y los rusos no? En este punto concreto, podemos desmentirlo formalmente: no tenemos más suerte que los demás. Ania habla de la abundancia, en un francés divertido, a la vez vacilante y puntilloso, sembrado de palabras en desuso —«voy a fumar un pito»—, pero notable, aun así, si tiene tan pocas ocasiones de practicarlo como dice. Asegura que lo aprendió en la escuela de intérpretes militares de Viatka, sobre la cual Sasha empieza a interrogarla con un tono francamente inquisitorial: ¿en qué año? ¿En qué sección? Esto incomoda a la chica y, para cambiar de tema, nos presenta a su acompañante, que durante toda esta conversación, y como si no hubiera advertido nuestra presencia, ha seguido sobándola y, de vez en cuando, recibiendo un brutal y distraído rechazo. Es Anatoli Ivánovich, un querido amigo suyo, director de la panadería industrial de Kotelnich. Uno tras otro, estrechamos la mano sobona de Anatoli, que pide vodka para todo el mundo, insiste en que lo bebamos de un trago, vuelve a servirnos y, ahora que se ha integrado en nuestro círculo, aprueba con un movimiento de cabeza enérgico todo lo que en él se dice, aunque la conversación continúa en francés. Llega un poco más tarde un grandullón rubio, bastante guapo, que Ania nos presenta como Sasha, y el nuestro nos cuchichea al oído que es su nuevo amigo, el teniente coronel del FSB que hizo la guerra en Chechenia y dicta la ley actualmente en Kotelnich. Al hilo de las confidencias de Ania, parece ser que este Sasha es asimismo su amante, que dejó por ella a su mujer y su hijo, lo que no le impide observar impasible las libertades que se toma Anatoli, ni a éste proseguirlas con una insistencia cada vez más empalagosa. En cuanto a nosotros, si queremos chicas, auténticas enamoradas rusas, él se encarga de buscárnoslas. En la ciudad se han fijado en que somos serios, que volvemos por la noche al hotel sin compañía, no como los norteamericanos de la CNN que vinieron el mes pasado. Está bien ser serio, pero también hay que ser hombre, y un hombre bebe y folla. Esto lo dice en ruso, por supuesto, y ahora tenemos dos intérpretes, una Ania, que se ruboriza, no puede evitar la risa, dice que eso no, que prefiere no traducirlo, no es bonito, y el otro Sasha, que añade cosas de su cosecha a lo escabroso. Cada vez más cordial a medida que disminuye la jarra de vodka, Sasha el militar sólo se ensombrece cuando ve que Jean-Marie saca del bolsillo la pequeña cámara DV que lleva de complemento, para circunstancias como ésta. Ni hablar de filmarle, nos advierte. A los demás le da igual, pero a él no. Ya sea este tabú una paranoia personal o el reglamento de su servicio, para hacerlo respetar ejerce una vigilancia sin tregua, y no aparta los ojos, a pesar de la borrachera, de la cámara que Jean-Marie, utilizando un truco comprobado para que la gente se confíe, hace pasar de mano en mano, cada cual la enfoca en el vecino, se mira él mismo en la pantallita invertida, rebobina la película para visionar las últimas imágenes… Mientras prosigue este rodaje de aficionados, la conversación se orienta hacia el objeto de nuestro reportaje, y a este respecto Ania nos cuenta rumores que nos dejan sin habla. De creerla, todo el mundo en la ciudad conocía a András Toma. Tenía amigos, protectores, de hecho no estaba loco en absoluto, nos ocultan la verdad y ella parece dispuesta, amparándose en la lengua francesa, a revelarla. A presentarnos a gente que nos dirá cosas muy distintas de la versión oficial que facilita el hospital: una señora que le llevaba miel, el director del Museo de la Guerra que tiene archivos sobre András, y luego, por supuesto, Sasha: es su trabajo saber todo lo que ocurre aquí. Al comprender que hablamos de él, Sasha frunce el ceño, pide una traducción. Acto seguido nos lanza sobre el húngaro un discurso del que sólo capto una cuarta parte, pero que parece coincidir exactamente con el de Petujov. Aquí Ania me sorprende. Se supone que traduce, pero a medida que habla mueve la cabeza y nos dice que está muy decepcionada: todo lo que nos cuenta su amante es pura trola y propaganda. Dicho esto, no le extraña demasiado porque el asunto es realmente explosivo. Por suerte, podemos contar con ella, sólo que habrá que tener mucho cuidado, vendrá a buscarnos al hotel mañana. Sasha opina al respecto, como confirmando la traducción de sus palabras, Anatoli se ha derrumbado, con la cabeza entre las jarras vacías, y nosotros, como es evidente, estamos sobreexcitados. Más tarde bailamos y yo estoy tan borracho que no veo nada raro en bailar con canciones de Adamo… Permettez, monsieur, Tombe la neige… Más tarde aún vuelvo a la estafeta para contar nuestra velada a Sophie y explicarle con exaltación que un reportaje es así, que por eso es tan apasionante. Te tragas durante tres días los cuentos chinos que endilgan a todo el mundo y de pronto, una noche, en un tugurio sórdido, encuentras más o menos por azar a una chica que te cuenta una historia totalmente distinta. ¿Más o menos por azar?, repite Sophie, que quiere saber cómo es la chica. No es gran cosa, pero ¿cómo decirlo?: es singular. Esto no la tranquiliza, y aún menos el anuncio de que, tal como van las cosas, sin duda vamos a quedarnos algunos días más.
Nos planteamos seriamente la cuestión aguardando a Ania, al día siguiente. Ella había dicho a las diez, a las doce todavía no ha llegado y Sasha opina que el otro Sasha, sobrio, le ha prohibido venir. De ser así, no vale la pena cambiar nuestros billetes de vuelta, reservados para esta noche. Estamos decepcionados, pero la verdad es que si no hay novedades en nuestra investigación estamos un poco hartos de Kotelnich, de sus cagaderos infectos, de los pelmenis del Troika y de los banquetes donde no nos quieren. A falta de algo mejor, para matar el tiempo decidimos visitar el Museo de la Guerra del que nos habló Ania. Sasha señala que es bastante extraño que haya un Museo de la Guerra en un villorrio donde no ha habido un conflicto armado desde la guerra civil de 1918, y de hecho las colecciones que alberga consisten en una mezcla de animales disecados, de carteles que reproducen la Trinidad de Andréi Rubliov, de aperos de labranza apenas antiguos, de fotos de un escritor local llamado Savkov, del que una página ha quedado inmortalizada en el rodillo de su máquina de escribir, y por último de diversas cacerolas y ollas que atestiguan la vocación secular de la ciudad. El director, que nos recibe de buena gana, no tiene nada que decir sobre András Toma, como tampoco los paseantes a los que interrogamos después en la calle. Los que se avienen a respondernos sólo han oído hablar de él en los telediarios, y les parece una historia rara, y lo que más raro les parece es que en todos aquellos años no aprendiera ruso.
Sentados encima de nuestro equipaje, aguardamos la hora de partir en el vestíbulo del hotel, donde hace un poco menos de frío que en nuestras habitaciones. La puerta se abre y aparece Ania. ¿Cómo? ¿Nos vamos? ¡Qué lástima! Contaba con enseñarnos mañana la fábrica de embutidos donde Toma trabajó largo tiempo. ¿La fábrica de embutidos? A los cuatro se nos ocurre la idea de que si nos quedáramos más tiempo Ania se inventaría todas las noches una nueva patraña y nos daría plantón todas las mañanas. Para hacerse perdonar el de hoy, se ofrece a cantar una canción, y ha traído la guitarra para hacerlo. Primero en el vestíbulo y después en la escalera por la que suben y bajan clientes con sacos de plástico en los que tintinean botellas vacías, canta durante una hora canciones sentimentales y patrióticas que nos dejan realmente impresionados. Canta bien pero no sólo es eso: no imita a nadie, canta con el alma, canta toda ella. La cara no muy agraciada se le ilumina. Y canta para nosotros, un verdadero regalo. En medio del recital llega Sasha, en un estado que nuestro Sasha califica de «desordenado». Sin perder de vista el objetivo de la cámara, él también empieza a cantar, pero mucho peor, propone que tomemos la espuela y finalmente nos acompaña a la estación y así abandonamos Kotelnich en los términos más cordiales con el FSB. Podría servirnos, digo, si volvemos. Seguro que no volvemos, bromea Sasha. Le pregunto: ¿tú qué sabes?
En el tren, Jean-Marie me enseña lo que filmó en el Troika. En la minúscula pantalla de control, las imágenes de libaciones caóticas, temblorosas, mal iluminadas me gustan mucho. Por supuesto, hay pocas posibilidades de que entren en nuestro reportaje, pero valdrían para abrir otra historia totalmente distinta, otra película. Explico a mis compañeros que habría que volver a Kotelnich y pasar allí no cuatro días, sino un mes o dos. Sin tema esta vez, sin otro objetivo que el de plasmar estos encuentros, prolongarlos, desenredar madejas de relaciones de las que no entendemos nada. En el fondo, ¿quiénes son esas gentes? ¿Qué hace cada cual en la ciudad? ¿Quién tiene poder y sobre quién? ¿Quién es ese Sasha medio macarra? ¿Y esa chica que canta como los ángeles, sueña sin duda con marcharse a ejercitar en alguna parte su francés aplicado y obsoleto, y entretanto vegeta en un pueblo por el que pasan trenes que nadie coge? Además, los habitantes se asombrarían al vernos volver, más todavía que si nos apalancamos allí. Circularán sobre nosotros nuevos rumores que será divertido seguir y contar. En la mayor parte de los documentales se hace como si el equipo no estuviera. Habría que hacer exactamente lo contrario, el tema no sería la ciudad sino nuestra estancia en ella, las reacciones que suscita. Un equipo extranjero que se queda dos meses en Kotelnich es un acontecimiento único en los anales de la ciudad: filmar ese suceso podría ser formidable.
En mi arrebato decido reanudar mis prácticas de ruso para estar a la altura del desafío, y a mis compañeros, ganados por mi entusiasmo, poco les falta para prometer que al regreso comprarán el método Assimil. Nos hemos entendido tan bien que ¿no sería un placer volver a trabajar juntos? Y para celebrarlo vamos al vagón restaurante a bautizar con algunos vodkas nuestra futura película: Regreso a Kotelnich.
Dos semanas más tarde asistimos al regreso de András Toma a su pueblo natal. «¡Esto es Hungría, ven!», repite el joven psiquiatra que le acompaña. El joven psiquiatra, con sus gafas redondas, se parece a John Lennon. Es muy suave, habla a su paciente como a un niño. Pero el anciano no quiere bajar del minibús. No está nada seguro de que esto sea Hungría. Los que se ocupan de él desde su repatriación tienen que repetírselo constantemente, tranquilizarle. Allá, en Rusia, le dijeron que Hungría ya no existía. Borrada del mapa. Entonces, ¿quién es toda esta gente que le habla en una lengua desaparecida? ¿Que se comporta como si le conociera, que le tiende ramos de flores y le envía besos? ¿No será una nueva trampa?
Bajo la gorra, el rostro está devastado. Una cara de zek, como se llamaban a sí mismos las gentes del gulag, la cara de los hombres cuyas vidas destruidas relataron Solzhenitsyn y Shalámov. El joven psiquiatra le tiende las muletas, le ayuda a calzárselas debajo de los brazos. Tarda sus buenos cinco minutos en plantar el único pie en el suelo. Como tampoco tiene dientes, babea y escupe mucho. Le guían, cojeando, hasta la casa de su hermana y su cuñado, donde va a vivir. Han organizado una comida de fiesta. Se hacen brindis. Los flashes de los fotógrafos le asustan. Su hermano, que aún era niño cuando él se fue a la guerra, le hace preguntas pacientemente, sin duda para mostrarnos que es capaz de responderlas. Repite nombres de antaño, esperando despertar un recuerdo: Sándor Benko, el maestro de escuela… Smolar, su antiguo compañero de clase… Y el otro, por debajo de la gorra, escupe, gira la cabeza, a veces masculla fragmentos de frases que nadie comprende, que ya no pertenecen a ningún idioma. Tengo la impresión de ver a un Kaspar Hauser de setenta y cinco años.
Es tristísimo.
En la comida hablo con Smolar, el antiguo condiscípulo. Dice que a los dieciocho años András Toma era un chico muy guapo, que todas las chicas se encaprichaban de él. Pero no era un gallito: era delicado, caballeroso, muy tímido. Smolar era muy inquieto, András no. Y Smolar cree que debió de irse a la guerra sin haber conocido mujer.
Cuenta su partida, y lo que cuenta difiere un poco de la versión oficial, la de que le alistaron a la fuerza. En el otoño de 1944, cuando el Ejército Rojo entró en Hungría y la Wehrmacht emprendió la retirada, hubo unas semanas de confusión extrema en las cuales el partido pro nazi de las cruces flechadas, todavía en el poder, ordenó la movilización de la quinta de ambos. Convocados en la oficina de reclutamiento, Smolar y Toma se presentaron juntos, pero Smolar, comprendiendo que se trataba de algo más que ejercicios de tiro y marchas por el campo, habría pedido permiso para ir al baño y se habría largado por la ventana, mientras que Toma, menos audaz, más disciplinado, esperaba a que le dieran el uniforme.
Resumiendo, ¿se alistó por voluntad propia en el ejército alemán? Smolar se encoge de hombros. Los dos eran pequeños campesinos, ignorantes de lo que estaba en juego en la guerra y más bien partidarios de los alemanes, ya que su país había elegido este bando. Uno obedeció, el otro se fue por la tangente y la vida de ambos a partir de entonces fue completamente diferente, pero la política no tiene nada que ver en ello, fueron sus caracteres los que decidieron. Cuando les suspendían en la escuela, Toma copiaba aplicadamente las líneas de castigo mientras que Smolar se escapaba: fue lo que le salvó, pero no se enorgullece.
Escucharle me hace pensar en una discusión que tuve con Sophie antes de partir. Ella arremete contra los relatos que, como Lacombe Lucien, muestran que puedes convertirte en miliciano —o resistente— por azar o por ignorancia. Dice que esos relatos son falsos y falseadores, que niegan la libertad, que son de derechas. Yo los tengo por ciertos. Ella dice que es porque soy de derechas, y que me quiere pero que le fastidia que sea de derechas.
Entre el día de su partida, el 14 de octubre de 1944, y el de su llegada a Kotelnich, el 11 de enero de 1947, el rastro de András se pierde. Dos años y tres meses en blanco. Después de Smolar, interrogo al joven psiquiatra que se parece a John Lennon y que, con la ayuda del ejército húngaro, ha intentado reconstruir su itinerario. Piensa, porque es verosímil, que Toma fue capturado en Polonia, internado en un campo de prisioneros cerca de Leningrado y luego, a medida que el campo se iba llenando y que había que hacer sitio para los recién llegados, deportado hacia el este. Pero no hay testigos de este éxodo. No estaba solo, sin embargo. Por fuerza tuvo que tener compañeros, de combate en Polonia y después de campamento en la Unión Soviética. Lo que me extraña es que nadie viniera a su pueblo después de la guerra a hablar con sus familiares, a mantener la esperanza de que quizá regresara. Y, medio siglo más tarde, cuando su nombre, su historia, su cara de anciano y su cara de joven aparecieron en todos los periódicos, que no hubiera un antiguo combatiente que dijese le reconozco, estábamos en el mismo batallón, en el mismo cuartel, un día en que yo estaba enfermo, que ya no podía levantarme, habría muerto si él no me hubiese dado un poco de su sopa, y otro día fui yo el que encontró algo de comer, yo había puesto la mano sobre un saco de patatas congeladas, nos tumbábamos encima para intentar calentarlas, me acuerdo como si fuera ayer, la última vez que le vi pensábamos que nos iríamos juntos, no sabíamos dónde, nunca lo sabías, pero lo importante era seguir juntos, nosotros los húngaros estábamos seguros de que juntos saldríamos de aquélla, y en el último minuto nos separaron, nos pusieron en vagones diferentes, ni siquiera tuvimos tiempo de desearnos buena suerte, y cuando tres días después me bajé de aquel vagón en otro campo, allá en los Urales, él ya no estaba. Hice preguntas pero nadie sabía, me acuerdo de que aquel día lloré, pensé que ya estaba, que yo no regresaría y él tampoco y sin embargo volví. Y él también, ahora, ha vuelto. Y ya ve usted, soy viejo, estoy enfermo pero me alegro de haber vivido hasta aquí, me alegro de que volvamos a vernos antes de morir, mis nietos me han dicho que me llevarán a verle, en los periódicos dicen que se ha vuelto loco, que no reconoce a la gente, pero yo estoy seguro de que me reconocerá, le llamaré András, él me llamará Geza y también se acordará de las patatas congeladas, se acordará de la última vez, antes de subir al tren, y le diré ya ves, al fin y al cabo no era la última vez…
Es como si, durante todo este tiempo, hubiera estado solo.
Le llevan muy temprano a descansar en la habitación que su hermana le ha preparado, pero la comida y las conversaciones duran hasta la caída de la tarde. De vuelta en el hotel, estamos un poco ebrios, saciados y sobre todo abrumados de tristeza. Ninguno de nosotros tiene ganas de hablar, nos acostamos sin cenar. Las habitaciones no son como las de Kotelnich, la calefacción aquí es tan fuerte que te asfixias. Doy vueltas en la cama. Para combatir el insomnio, recurro a la única cosa que tengo a mano, que es la traducción del historial médico. Y descubro algo que hasta entonces se me había escapado.
Los diez primeros años de su internamiento, András Toma fue un paciente arisco, violento, rebelde. Un joven fortachón que se peleaba, escribía en las paredes como quien lanza botellas al mar, escupía palabrotas a la jeta de sus carceleros. Era un caso difícil. Pero cambió hacia mediados de los años cincuenta, y este cambio coincide con algo que sucedió en su país, Hungría, algo que me contó el joven psiquiatra.
La vida había seguido su curso en su pueblo, en todo el país. Los prisioneros de guerra habían vuelto, uno tras otro. Y a los que no regresaron hubo que decidirse a declararlos muertos. Es un acto doloroso, pero psíquicamente indispensable: un desaparecido es un fantasma, fuente de una angustia sin nombre que puede contaminar a varias generaciones, mientras que por un muerto se puede guardar luto, llorarlo, olvidarlo. El 14 de octubre de 1954, diez años después de su partida, día por día, entregaron a sus familiares el certificado de defunción de András Toma. Él no lo supo, allí donde estaba, pero todo ocurrió, extrañamente, como si lo hubiese sabido. De la noche a la mañana, o casi, se rindió. Se convirtió en un paciente dócil. Siempre encerrado en sí mismo, sin tratarse con nadie, murmurando en húngaro, pero tranquilo. Del pabellón de los agitados le trasladaron al de los estabilizados, el que nos hizo visitar Vladímir Alexándrovich, y a partir de entonces no hay nada que destacar en su historial hasta la amputación.
Lo han declarado muerto y está muerto.