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Seguí andando mientras leía, volviendo sobre los pasos que había dado unas ocho horas antes, casi sin darme cuenta. El terremoto no había agrietado la roca de arrecife, pero me parecía que había modificado sutilmente la textura del terreno. Quizá las ondas sísmicas habían reajustado las cadenas de polímeros y forjado un nuevo tipo de material; la primera metamorfosis geológica de la isla.

En pleno desierto, lejos de las facciones de antropocosmólogos, del regocijo inconsciente de los anarkistas y de los informes que se amontonaban sobre Angustia, no sabía en qué creía. Si hubiera sentido el peso de diez mil millones de personas que enloquecían a mi alrededor, me habría quedado paralizado. Me debió de salvar por una parte un escepticismo persistente y por otra la pura curiosidad. Si me hubiera rendido a los «sentimientos humanos apropiados», el pánico ciego y la humildad atemorizada ante la magnitud de todo lo que supuestamente pendía en equilibrio, habría tirado el cáliz envenenado de la agenda.

Así que me olvidé de todo lo demás y dejé que las palabras y las ecuaciones tomaran el control. El clonelet de Kaspar había hecho un buen trabajo y no tuve ningún problema para entender el artículo.

La primera parte no contenía ninguna sorpresa. Hacía un resumen de los diez experimentos canónicos de Mosala y de la manera en que había calculado las propiedades de la ruptura de la simetría. Terminaba con la ecuación de la TOE, en la que se asociaban los diez parámetros de la ruptura de la simetría al sumatorio sobre todas las topologías. La medida que Mosala había elegido para dar peso a cada topología era la más sencilla, la más elegante y la más obvia de todas las elecciones posibles. Su ecuación no aseguraba que el universo se hubiera materializado de manera «inevitable» a partir del preespacio, como habían intentado demostrar Buzzo y Nishide, sino que mostraba cómo los diez experimentos, y por extensión todo, desde los mosquitos hasta las estrellas que chocaban, estaba relacionado y podía coexistir. En un espacio imaginario de gran abstracción, todo ello ocupaba exactamente el mismo punto.

El pasado y el futuro también estaban enlazados. Desde el propio nivel de la aleatoriedad cuántica, la ecuación de Mosala codificaba el orden compartido que se encontraba en todos los procesos, desde la estructura de una proteína hasta el despliegue de las alas de un águila. Delineaba el abanico de posibilidades que relacionaban cualquier sistema, en cualquier momento, con cualquier cosa en la que pudiera devenir.

En la segunda parte, Kaspar había buscado en las bases de datos otras referencias para los mismos cálculos matemáticos y similitudes para las mismas abstracciones. En aquella búsqueda escrupulosa y exhaustiva había encontrado bastantes paralelismos con la teoría de la información para llevar la TOE un paso más allá. Kaspar había unido con serenidad todo lo que Mosala había desdeñado y lo que Helen Wu había temido combinar.

No podía haber información sin física. El conocimiento siempre tenía que codificarse de alguna forma. Marcas en un papel, nudos en un hilo o fracciones de carga en un semiconductor.

Pero no podía haber física sin información. Un universo de sucesos totalmente aleatorios no sería un universo en absoluto. Las pautas profundas y las regularidades decisivas eran la base de la existencia.

Así que cuando hubo determinado qué sistemas físicos podía compartir un universo, Kaspar preguntó: «¿Qué pautas de información pueden contener esos sistemas?».

Una segunda ecuación análoga surgía de las mismas matemáticas casi sin esfuerzo. La TOE de la información era la otra cara de la moneda de la TOE de la física, un corolario inevitable.

Entonces Kaspar unificaba las dos ecuaciones y las hacía encajar como imágenes de un espejo que se entrelazan (a pesar de todo, me quedé con la sensación de que la Defensora de la Simetría se habría sentido orgullosa), y todas las predicciones de la Cosmología Antropológica salieron a la luz. La terminología era distinta; Kaspar había acuñado nuevos términos con ingenuidad porque no estaba al corriente de los precedentes no publicados, pero los conceptos eran inconfundibles.

El Instante Aleph era tan necesario como el Big Bang. El universo no podría haber existido sin él. Kaspar había rehuido reclamar el honor de ser la Piedra Angular e incluso se había negado a garantizar la primacía del Big Bang explicativo sobre el físico, pero la ponencia dejaba claro que la TOE tenía que divulgarse y ser entendida para poder entrar en vigor.

La «mezcla» también era inevitable. El conocimiento latente de la TOE infectaba el tiempo y el espacio y todos los sistemas de este universo lo codificaban, pero cuando se entendía de forma explícita, aquella información oculta cristalizaba dondequiera que surgiera una posibilidad y se filtraba a través de la espuma de la aleatoriedad cuántica. Se parecía más a la siembra de nubes que a la telepatía; nadie leería la mente de la Piedra Angular, pero la seguirían cuando leyeran la TOE que ya estaba codificada en sus mentes y sus cuerpos.

Y la mezcla tendría lugar incluso antes del Instante Aleph, si bien es cierto que de forma imperfecta.

Pero no durante mucho tiempo.

En la última parte, Kaspar predecía que el universo se desharía. El Instante Aleph estaría seguido, en cuestión de segundos, por la degeneración de la física en matemáticas puras. Al igual que el Big Bang implicaba el preespacio anterior, una abstracción infinitamente simétrica y turbulenta en la que nada existía ni sucedía en realidad, el Instante Aleph traería otra infinita tierra baldía sin tiempo ni espacio a la imagen especular de la información.

Estas palabras que profetizaban el final del universo se habían escrito media hora antes de que yo las leyera.

Kaspar no se había convertido en la Piedra Angular.

Bajé la agenda y miré a mi alrededor. Podía ver la laguna en la distancia, gris plata con la luz del amanecer. Quedaban algunas estrellas brillantes en el oeste y todavía oía la música de la celebración, un murmullo apenas perceptible, distante y poco melodioso.

La mezcla tuvo lugar de forma tan fluida que casi no noté su inicio. Cuando escuché a las víctimas de Angustia de Reynolds, supuse que estaban dotadas de visión de rayos X y algo más, asaltadas por imágenes de moléculas y galaxias que giraban en torno al universo en cada grano de arena; y ellos eran los afortunados. Me preparé para lo peor: que los cielos se abrieran y me revelaran alguna paja mental de Renacimiento Místico de estupefacción sobre una puerta estelar en un viaje de ácido, el final del pensamiento y la incineración confitada de la razón.

La realidad no podía ser más distinta. Al igual que las marcas codificadas de la roca de arrecife, la superficie del mundo empezó a hablar de sus profundidades y sus conexiones ocultas. Era como aprender a leer un lenguaje nuevo en segundos y ver la caligrafía preciosa, pero hasta entonces sólo decorativa, de un alfabeto extranjero que se transformaba ante los ojos y adquiría significado sin cambiar su aspecto en absoluto. Las estrellas se consumían en fuegos de fusión, la atracción gravitatoria compensada por la liberación de energía nuclear. El aire pálido que se enrojecía en el Este retrataba hábilmente su peculiar dispersión de los fotones. El agua cuya leve agitación insinúa la presencia de las fuerzas intermoleculares, la intensidad del enlace covalente y la suave elasticidad de una superficie que intenta minimizar el contacto con el aire.

Y todos aquellos mensajes estaban escritos en un lenguaje común. De una mirada quedaba claro que estaban hechos el uno para el otro.

No eran ruedas dentro de ruedas, tecnoporno cósmico asombroso ni diagramas infernales.

No eran visiones. Sólo comprensión.

Me guardé la agenda en el bolsillo y di vueltas riéndome. No había sobrecarga ni inundación agobiante de información. Los mensajes estaban ahí y podía tomarlos o dejarlos. Al principio, era como leer por encima un texto con los ojos vidriosos; requería un esfuerzo constante para enfocar, pero después de un poco de práctica se convertía en algo natural.

Aquél era el mundo que siempre me había esforzado en ver: de una belleza majestuosa, intrincado y singular, pero con un núcleo armonioso y, por tanto, comprensible en última instancia.

No era un motivo para aterrorizarse ni para sobrecogerse.

La mezcla empezó a alcanzar niveles profundos.

Fui consciente de mi cualidad física, de mi naturaleza escrita en la TOE. Las conexiones que había presenciado en el mundo me alcanzaron y me unieron con todo lo que estaba a la vista. Seguía sin tener visión de rayos X ni sueños de doble hélice, pero sentía la inmutable gramática de la TOE en los miembros, en la sangre y en el oscuro planeo de la consciencia.

Era la lección del cólera, pero más dura y más clara. Yo era materia, como todo lo demás.

Podía sentir el lento declive del cuerpo y la certeza absoluta de la muerte. Todos los latidos del corazón hablaban de una nueva prueba de mortalidad. Todos los instantes eran un entierro prematuro.

Inspiré a fondo mientras estudiaba los sucesos que provocaba la entrada del aire y pude trazar la dulzura del olor y el enfriamiento de las membranas nasales, la plenitud satisfecha de los pulmones, la oleada de sangre y la claridad que llegaba al cerebro… todo hasta llegar de nuevo a la TOE.

La claustrofobia desapareció. Para habitar el universo y coexistir con todo, tenía que ser materia. La física no era una jaula. Su delineación entre lo posible y lo imposible era la mínima que requería la existencia, y la simetría rota de la TOE, extirpada de las infinitas opciones paralizantes del preespacio, era la base de roca sobre la que me asentaba.

Era una máquina que se moría compuesta de células y moléculas. No podría volver a dudarlo.

Pero no suponía un camino hacia la locura.

La mezcla tenía más que enseñarme y los mensajes de introspección se hicieron más complejos. Había leído los hilos explicativos que se abrían en abanico desde la TOE y me unían al mundo, pero en aquel momento, los que explicaban mis pensamientos empezaron a volverse hacia su origen. Así que los seguí en el descenso y entendí lo que la mente creaba a partir de la comprensión:

Los símbolos interactivos codificados como modelos de activación en las vías neuronales. Las reglas del crecimiento y conexión de las dendritas, el ajuste del peso sináptico, la difusión por los neurotransmisores. Una química de membranas, bombas de iones, proteínas, aminas… Todo el comportamiento detallado de las moléculas y los átomos, todas las leyes que regulaban sus constituyentes necesarios. Capa tras capa de regularidad convergente…

Hasta llegar a la TOE.

No había espacio alguno para la física imparcial. No había una capa firme de leyes objetivas. Sólo una corriente explicativa de convección que circulaba por las profundidades, un magma causal que ascendía del mundo inferior, volvía a sumergirse en la oscuridad, pasaba arremolinándose de la TOE al cuerpo a la mente a la TOE, y sólo lo sustentaba el motor de la comprensión.

No había lecho de roca, punto fijo ni lugar para descansar.

Era un agua que corría sin fin.

Caí de rodillas luchando contra la sensación de vértigo. Me tumbé boca abajo y me agarré a la roca de arrecife. La solidez fría de la tierra no refutó nada.

Pero ¿era necesario? Se mantenía, y daba igual que estuviera sujeta por leyes intemporales y distantes o por la secuencia de instrucciones iniciales de la explicación.

Pensé en los buceadores de tierra adentro que descendían a través de todas las capas del ecosistema artificial que mantenía esta isla a flote y que habían presenciado cómo el océano corroía sin cesar la roca desde abajo.

Salieron aturdidos, pero llenos de entusiasmo.

Yo podía hacer lo mismo.

Me puse de pie con inseguridad. Pensé que se había terminado, que había salido indemne de la mezcla. Kaspar no había podido convertirse en la Piedra Angular, pero aun así, el Instante Aleph debía de haber pasado sin peligro, había eliminado la distorsión y la Angustia había desaparecido. Quizá alguien de la corriente principal de la CA se había colado en el sistema de Mosala al enterarse de su muerte y había corregido un error crucial en el análisis de Kaspar antes de que yo lo leyera.

Akili se acercaba; era sólo una figura indistinguible en la distancia, pero sabía que no podía ser nadie más. Levanté una mano con timidez y la agité triunfalmente. La figura me devolvió el saludo y su sombra gigante se alargó hacia el oeste a través del desierto.

Y todo lo que había averiguado se reunió como un trueno, como una emboscada.

Yo era la Piedra Angular. Había conferido existencia al universo mediante su explicación, había envuelto la semilla de aquel momento con una capa tras otra de preciosa y enrevesada necesidad. La tierra baldía deslumbrante de las galaxias, veinte mil millones de años de evolución cósmica, diez mil millones de primos humanos, cuarenta mil millones de especies… Toda la ascendencia elaborada de la consciencia manó de aquella singularidad. No necesitaba alcanzar y explicar hasta la última molécula, planeta ni rostro. El momento los codificaba a todos.

Mis padres, mis amigos, mis amantes, Gina, Angelo, Lydia, Sarah, Violet Mosala, Bill Munroe, Adelle Vunibobo, Karin De Groot. Akili. Incluso los desconocidos indefensos que gritaban, víctimas de la misma revelación, sólo habían articulado los ecos distorsionados del horror que sentí al entender que los había creado a todos.

Aquélla era la locura solipsista que había visto reflejada en la cara de aquella pobre fem. Eso era la Angustia: no el miedo a la maquinaria gloriosa de la TOE, sino la comprensión de que estaba solo en la oscuridad con cien mil millones de telas de araña deslumbrantes que envolvían mis ojos inexistentes…

Y ahora que lo sabía, el aliento de mi comprensión las barrería todas.

No se podría haber creado nada sin el conocimiento pleno de cómo se hacía: sin la TOE unificada, la de la física y la de la información. Ninguna Piedra Angular podía actuar desde la inocencia y forjar el universo sin saberlo.

Pero aquel conocimiento no se podía contener. Kaspar tenía razón. Los moderados tenían razón. Todo lo que insuflaba fuego en las ecuaciones se desharía en una tautología vacía.

Elevé la cara hacia el cielo vacío, dispuesto a apartar el velo del mundo y descubrir que no había nada detrás.

Entonces Akili me llamó y me quedé inmóvil. Le miré; tan bella como siempre, tan inalcanzable como siempre.

Incognoscible como siempre.

Y vi el camino.

Vi el fallo del razonamiento de Kaspar que le había impedido convertirse en la Piedra Angular: un supuesto sin examinar, una pregunta sin contestar que aún no era verdad ni mentira.

¿Podía una mente conferir existencia a otra por medio de su explicación?

La ecuación de la TOE no decía nada. Los experimentos canónicos no decían nada. No tenía ningún lugar en el que buscar la respuesta salvo en mis recuerdos, en mi vida.

Y todo lo que tenía que hacer para arrancarme del centro del universo, todo lo que tenía que hacer para evitar que éste se deshiciera, era renunciar a una última falsedad.