28

—Siéntate donde te sea más cómodo.

En la tienda sólo había una mochila y un saco de dormir extendido. El suelo transparente parecía seco a pesar del rocío de fuera, pero era tan fino que se notaba la arena a través del plástico. Un parche negro de la lona radiaba un calor agradable; funcionaba con la energía solar que se almacenaba en los polímeros de desplazamiento de carga entretejidos en todas las fibras del material de la tienda.

Me senté en un extremo del saco. Akili se sentó con las piernas cruzadas a mi lado. Miré alrededor agradecido; por muy sobria que fuera, era mucho mejor que la roca desnuda.

—¿Dónde has encontrado esto? No sé si disparan a los saqueadores en Anarkia, pero diría que vale la pena arriesgarse.

—No lo he robado —bufó Akili—. ¿Dónde crees que me he alojado durante las últimas dos semanas? No todos podemos permitirnos el Ritz.

Intercambiamos novedades. Akili ya había oído casi todas las mías de otras fuentes: la muerte de Buzzo, la evacuación de Mosala y su condición incierta. Pero ignoraba la broma que había preparado para CA: la difusión automática de su TOE por el mundo.

Akili frunció el ceño y se quedó en silencio un buen rato. Algo había cambiado en su rostro desde que le vi en el hospital. El profundo impacto que le causaron las noticias de la supuesta plaga de la información había dado paso a una mirada expectante, como si estuviera dispuesta a contraer Angustia en cualquier momento y casi deseosa de abrazar la experiencia a pesar de la ansiedad y el horror que mostraban todas sus víctimas. Incluso los pocos que, a su extraña manera, habían tenido momentos breves de calma y lucidez habían sufrido una recaída inmediata. Si yo creyera que el síndrome era nuestro destino, no querría seguir viviendo.

—Aún no hemos conseguido adaptar los modelos a los datos —confesó Akili—. Nadie sabe qué pasa. —Parecía resignada a que la plaga eludiera un análisis preciso a corto plazo, pero confiaba en que su explicación fuera correcta—. Los nuevos casos aparecen demasiado deprisa, a un ritmo más acelerado que el del crecimiento exponencial.

—Entonces puede que estéis equivocados con lo de la mezcla de la información. Hicisteis una predicción de crecimiento exponencial y ha fallado. Quizá habéis interpretado demasiada antropocosmología en los desvaríos de cuatro enfermos.

—Ya son diecisiete —dijo con un gesto que descartaba esa posibilidad—. Tu colega de SeeNet no es el único que ha presenciado el fenómeno; otros periodistas han empezado a informar sobre lo mismo. Y hay un modo de explicar la discrepancia en el número de casos.

—¿Cómo?

—Varias Piedras Angulares.

—¿Cuál sería el nombre colectivo? —Me reí cansado—. Seguro que no será un arco de Piedras Angulares. ¿Una cúpula? ¿La premisa de los antropocosmólogos no es una persona con una teoría que confiere existencia al universo por medio de su explicación?

—Una teoría, sí; y una persona siempre nos ha parecido lo más probable. Sabíamos que la TOE se transmitiría al mundo, pero pensábamos que el descubridor revelaría todos los detalles. Nunca nos habíamos planteado que pudiera estar en coma cuando la TOE completa se entregara a miles de personas a la vez. Es algo que no podemos adaptar a un modelo: las matemáticas se vuelven inmanejables. —Extendió los brazos en un gesto de resignación—. No importa. Todos averiguaremos la verdad muy pronto.

—¿Y cómo la averiguaremos? —dije, mientras se me ponía la piel de gallina. Cuando estaba con Akili no sabía en qué creía—. La TOE de Mosala no predice la telepatía de la Piedra Angular o de las Piedras Angulares más de lo que predice que se vaya a deshacer el universo. Si tiene razón, vosotros debéis estar equivocados.

—Depende de en qué tenga razón.

—¿En todo? ¿Como su teoría?

—Se podría deshacer el universo esta noche y casi ninguna TOE tendría nada que decir. Las reglas del ajedrez no aclaran si un tablero es bastante resistente para aguantar todas las configuraciones permitidas de las piezas.

—Pero una TOE tiene mucho que decir sobre la mente humana, ¿no? Es un vulgar trozo de materia sujeto a las leyes ordinarias de la física. No empieza a mezclarse con la información sólo porque alguien completa una Teoría del Todo al otro lado del planeta.

—Hace dos días habría estado de acuerdo —dijo Akili—. Pero si una TOE no puede aclarar su propia base informativa, es tan incompleta como la Teoría de la Relatividad General, que requería que tuviera lugar el Big Bang y más allá de ese punto se venía abajo. Fue necesaria la unificación de las cuatro fuerzas para solventar esa singularidad. Y parece que hará falta una unificación más para entender el Big Bang explicativo.

—Pero hace dos días…

—Estaba equivocada. La corriente principal siempre había asumido que una TOE incompleta era lo que tenía que haber. La Piedra Angular lo explicaría todo, salvo cómo podía entrar en vigor una TOE. La antropocosmología aclaraba la cuestión, pero esa parte de la ecuación nunca sería visible. —Akili extendió las dos manos con las palmas juntas en posición horizontal—. Creíamos que la física y la metafísica nunca se unirían. Parecía una premisa razonable porque siempre habían estado separadas. Como la de que hubiera sólo una Piedra Angular. —Entrelazó los dedos y giró las manos en un ángulo de cuarenta y cinco grados—. Pero resulta que es una equivocación. Quizá porque la TOE que unifica la física y la información, la que mezcla ambos niveles y establece su propia autoridad, es la antítesis de lo que sería deshacer el universo. Es más estable que cualquier otra posibilidad porque se afirma a sí misma y estrecha el nudo.

De pronto me acordé de la noche en que visité a Amanda Conroy y le dije medio en broma que la separación de poderes entre Mosala y los Cosmólogos Antropológicos era algo positivo. Más tarde, Buzzo había postulado en tono de burla una teoría que se sustentaba a sí misma, se defendía, descartaba a todas las rivales y se negaba a que la absorbieran.

—Pero ¿de quién es la teoría que va a unificar la física y la información? —dije—. La TOE de Mosala no intenta «establecer su propia autoridad».

—Nunca fue su intención hacerlo —dijo Akili, sin que mi comentario le pareciera un obstáculo—, pero no entendió bien el alcance de su obra, o alguien de la red cogerá su TOE puramente física y la ampliará para que abarque la teoría de la información. Es cuestión de días o de horas.

Miré al suelo. De repente me sentí enfadado y me cayeron encima todos los horrores mundanos del día.

—¿Cómo puedes estar aquí sentada dando vueltas a todas esas sandeces? ¿Qué ha pasado con la technolibération? ¿Con la solidaridad con los renegados? ¿Con acabar con el bloqueo? —Mis habilidades y contactos insignificantes se habían quedado en nada ante la invasión, pero me imaginaba que Akili tendría mil veces más recursos, que desempeñaría un papel crucial en el núcleo de la resistencia y orquestaría un contraataque brillante.

—¿Qué esperas que haga? —dijo con calma—. No soy soldado ni sé cómo ganar la guerra de Anarkia. Pronto habrá más personas con Angustia que habitantes hay en la isla, y si CA no intenta analizar la plaga de la información, nadie más lo hará.

—¿Ahora estás dispuesta a creer que entenderlo todo nos enloquecerá? —Me reí con amargura—. ¿Que las sectas de la ignorancia tenían razón? ¿Que la TOE nos enviará al abismo entre gritos y pataleos? Justo cuando me había hecho a la idea de que algo así no podía ocurrir.

—No sé por qué la gente se lo toma tan mal. —Akili se agitó incómoda. Por primera vez detecté un rastro de miedo en su voz, abriéndose paso entre su resuelta aceptación—. Será que la mezcla antes del Instante Aleph es imperfecta y está distorsionada —añadió—. Porque si no hubiera un error de alguna clase, la primera víctima de Angustia lo habría explicado todo y se habría convertido en la Piedra Angular. No sé cuál será el fallo, qué es lo que falta ni qué hace que el entendimiento parcial sea tan traumático, pero cuando se complete la TOE… —Su voz se había ido apagando. Si el Instante Aleph no ponía fin a la Angustia, las miserias de la guerra de Anarkia no significarían nada. Si no se podía afrontar la TOE, lo único que nos esperaba era la locura universal.

Los dos nos quedamos en silencio. El campamento estaba tranquilo salvo por los llantos distantes de algunos niños y el ruido apagado de los cacharros de cocina de las tiendas cercanas.

—¿Andrew? —dijo Akili.

—¿Sí?

—Mírame.

Volví la cara y le miré directamente por primera vez desde mi llegada. Sus ojos oscuros estaban más luminosos que nunca: inteligentes, curiosos y comprensivos. La belleza natural de su rostro provocaba una resonancia profunda y sorprendente en mi interior, un escalofrío de reconocimiento que reverberaba desde la oscuridad del cráneo hasta la base de la columna. Al mirarle, me dolía todo el cuerpo, todas las fibras musculares y los tendones. Pero era un dolor grato como si me hubieran golpeado hasta matarme y entonces descubriera que me despertaba de manera imposible.

Eso era Akili: mi última esperanza, mi resurrección.

—¿Qué quieres? —dijo.

—No sé a qué te refieres.

—Vamos, no estoy ciega. —Buscó algún indicio en mi cara frunciendo el ceño ligeramente, sorprendida pero no acusadora—. ¿He hecho algo para incitarte? ¿Te he dado una idea equivocada?

—No. —Quería que se me tragara la tierra y deseaba tocarle más que respirar.

—Les ásex neuronales pueden perder la pista de los mensajes que transmiten. Creía que lo había dejado todo claro, pero si te he confundido…

—Sí —interrumpí—. Claro que sí. —Oía cómo se me desintegraba la voz. Esperé un momento y me obligué a respirar profundamente; quería deshacer el nudo que tenía en la garganta—. No es culpa tuya. Perdona si te he ofendido. Me iré —dije mientras me levantaba.

—No. —Akili me puso una mano en el hombro y me detuvo con delicadeza—. Eres mi amigo y si sufres hemos de encontrar una solución juntos. —Se incorporó a medias y empezó a desatarse los zapatos.

—¿Qué haces?

—A veces crees que sabes algo, que lo has asumido. Pero no es así hasta que lo ves en realidad. —Se quitó la camiseta. Su torso era esbelto, ligeramente musculoso y perfectamente liso, sin pechos, pezones…, nada. Aparté la mirada y me puse en pie decidido a marcharme. En aquel momento estaba dispuesto a abandonarle sin ningún motivo mejor que el de preservar un deseo que siempre había sabido que no conducía a ningún lado, pero me quedé paralizado, mareado de vértigo.

—No es necesario que lo hagas —dije aturdido.

Akili se levantó y se puso a mi lado. Yo mantenía la mirada fija al frente. Me cogió la mano derecha y se la llevó al estómago, que era plano, suave y sin vello; luego obligó a mis dedos sudorosos a bajar entre sus piernas. No había nada más que piel suave, fría y seca, y al final una diminuta abertura para la uretra.

Me solté. Ardía de humillación, pero conseguí tragarme a tiempo una pulla envenenada sobre las tradiciones africanas. Me retiré a la distancia máxima que permitía la tienda. Todavía me resistía a mirarle la cara y me barrió una oleada de dolor e ira.

—¿Por qué? ¿Cómo podías odiar tanto tu cuerpo?

—Nunca lo odié, pero tampoco lo adoraba. —Hablaba con suavidad y se esforzaba en ser paciente, pero parecía harto de la necesidad de justificarse—. No te tomo por un edenita. Las sectas de la ignorancia veneran las jaulas más pequeñas que encuentran: los accidentes del nacimiento, la biología, la historia y la cultura. Y luego se vuelven contra cualquiera que se atreve a enseñarles los barrotes de una jaula diez mil millones de veces mayor. Pero mi cuerpo no es un templo ni un estercolero. Ésas son las opciones de una mitología estúpida, no las de la technolibération. La verdad más profunda sobre el cuerpo es que lo único que lo domina, en última instancia, es la física. Podemos cambiar su forma por la de cualquier cosa que nos permita la TOE.

Aquella lógica fría solo hizo que retrocediera aún más. Estaba de acuerdo en todo, pero me aferraba a mi horror instintivo como a un clavo ardiendo.

—La verdad más profunda es que aún serías real si no hubieras sacrificado…

—No he sacrificado nada. Salvo unos patrones de comportamiento ancestrales inscritos en mi sistema límbico, que se activaban por ciertos impulsos visuales y por las feromonas, y la necesidad de sentir pequeños estallidos de opiáceos endógenos en el cerebro.

Me volví y le miré. Me devolvió una mirada desafiante. La cirugía era impecable, no parecía desequilibrada ni deforme. No tenía derecho a lamentarme por una pérdida que sólo existía en mi mente. Nadie le había mutilado por la fuerza; había tomado la decisión de forma consciente. No tenía derecho a desear devolverle la «salud».

Sin embargo, todavía me sentía afectado y enfadado. Aún quería castigarle por lo que me había arrebatado.

—¿Adónde te lleva eso? —pregunté con ironía—. ¿La extirpación de los instintos animales te confiere una visión interior más amplia y valiosa? No me digas que puedes conectar con la sabiduría perdida de los santos célibes medievales.

—No. —Akili sonrió divertida—. Pero el sexo tampoco ofrece más de lo que puede dar un chute de heroína, por mucho que las sectas sermoneen sobre los «misterios tántricos y la comunión de las almas». Dale a uno de RM un par de setas mágicas y te dirá, sinceramente, que acaba de tirarse a Dios. Porque el sexo, las drogas y la religión dependen de los mismos fenómenos neuroquímicos simples: la adicción, la euforia y la excitación; y todos son igualmente fútiles.

Era una verdad que me resultaba familiar, pero en aquel momento caló hondo. Porque todavía le deseaba y la droga a la que estaba enganchado no existía.

—Si casi todos eligen seguir siendo adictos al orgasmo —añadió Akili mientras levantaba las manos en señal de tregua; no quería hacerme daño, sólo defender su filosofía—, están en su derecho. Ni siquiera eil ásex más radical soñaría con obligarlos a seguirnos, pero no quiero que mi vida gire en torno a unos cuantos trucos bioquímicos baratos.

—¿Ni siquiera para hacerte a imagen de tu amada Piedra Angular?

—Todavía no lo entiendes, ¿verdad? —Se rió cansada—. La Piedra Angular no es un punto final teológico ni un ideal cósmico. Dentro de mil años su cuerpo será el mismo chiste obsoleto que los nuestros.

—No me importa —dije. Se me había acabado la ira—. El sexo puede ser mucho más que la simple emisión de opiáceos endógenos.

—Por supuesto que sí. Puede ser una forma de comunicación, pero también lo contrario, con la misma biología en juego. Sólo he renunciado a lo que tienen en común el mejor y el peor sexo. ¿No te das cuenta? Lo único que he hecho es eliminar el ruido.

No encontraba sentido a aquellas palabras. Aparté la mirada derrotado. Sabía que el dolor, que creía fruto del deseo, se debía sólo a los golpes que había recibido de la multitud cuando huía del robot, la punzada de la herida del estómago y el peso del fracaso.

—Pero ¿no necesitas nunca algún tipo de contacto físico? —dije sin esperanza—. ¿No deseas que te acaricien, que te toquen?

—Sí —dijo con suavidad mientras se acercaba a mí—. Eso es lo que intentaba decirte. —Me quedé sin habla. Me puso una mano en el hombro y la otra en la mejilla, y me alzó la cara para encontrar mi mirada—. Si eso es lo que tú quieres y no te resulta frustrante. Si entiendes que no puede transformarse en nada parecido al sexo. Yo no…

—Comprendo —dije.

Me desvestí deprisa antes de que pudiera arrepentirme. Temblaba como un adolescente nervioso y quería que me bajara la erección; no lo conseguí. Akili subió la calefacción y nos tumbamos de lado en el saco de dormir; los ojos atrapados, prácticamente sin tocarnos. Estiré una mano y le acaricié tímidamente el hombro, el cuello y la espalda.

—¿Te gusta?

—Sí.

—¿Puedo besarte? —pregunté después de vacilar.

—Creo que no sería buena idea. Relájate. —Me rozó la mejilla con dedos fríos y bajó con el dorso de la mano por el pecho hacia la venda de mi abdomen.

—¿Todavía te duele la pierna? —le pregunté tembloroso.

—A veces. Relájate. —Me hizo un masaje en los hombros.

—¿Has estado así con… alguien que no fuera ásex?

—Sí.

—¿Masc o fem?

Se rió con suavidad.

—Fem. Deberías ver la cara que pones. Mira, el mundo no se va a acabar si te corres. Ella se corrió. No voy a vomitar de asco. —Deslizó una mano hasta mi cadera—. Sería mejor que lo hicieras; te relajarías un poco.

Me estremecí con su tacto, pero la erección iba reduciéndose poco a poco. Toqué la piel sin marcas donde debería haber un pezón, busqué la cicatriz con las yemas de los dedos y no encontré nada. Akili se estiró perezosamente. Empecé a masajearle el cuello.

—Estoy perdido —dije—. No sé qué hacemos ni adónde nos conduce esto.

—A ninguna parte. Podemos parar si quieres y sólo hablar. O podemos hablar sin detenernos. Se llama «libertad» y puede que te acostumbres a ella.

—Es muy extraño. —Nuestros ojos seguían atrapados y Akili parecía bastante satisfecha, pero yo todavía sentía que debía hacer que todo fuera mil veces más intenso—. Sé por qué me parece que esto está mal —añadí—. El placer físico sin sexo…

—Sigue.

—El placer físico sin sexo normalmente se considera…

—¿Qué?

—No te va a gustar.

—Escúpelo. —Me dio un golpe en las costillas.

—Infantil.

—De acuerdo. —Suspiró—. Es la hora del exorcismo. Repite conmigo: «Tío Sigmund, renuncio a ti por embaucador, bravucón y tergiversador. Por corruptor del lenguaje y destructor de vidas ajenas».

Accedí y le estreché entre mis brazos mientras yacíamos con las piernas entrelazadas; teníamos las cabezas apoyadas en los hombros y nos acariciábamos en la espalda. Toda la carga sexual fútil que había sentido desde el barco de pesca se disipó finalmente. El placer venía de la calidez de su cuerpo, los contornos desconocidos de su carne, la textura de su piel y la sensación de su presencia.

Y le encontraba tan bella como siempre. Le quería tanto como siempre.

¿Era lo que había buscado toda mi vida? ¿Amor asexual?

Una idea inquietante, pero la analicé con calma.

Quizá durante todo aquel tiempo me había tragado inconscientemente la mentira edenita de que todo en una relación moderna, perfecta y armoniosa manaba por arte de magia de la madre naturaleza. Que la monogamia, la igualdad, la sinceridad, el respeto, la ternura y el altruismo eran instintivos, biología sexual pura, y seguían su curso sin restricciones, a pesar del hecho de que los criterios de perfección habían cambiado radicalmente a través de los siglos y las culturas. Los edenitas afirmaban que cualquiera que no alcanzase el ideal resplandeciente y se opusiera a la madre Gea de forma perversa estaba corrompido por una niñez traumática, la manipulación de los medios de comunicación o las estructuras de poder profundas y antinaturales de la sociedad moderna.

De hecho, las fuerzas de la civilización coartaban los impulsos reproductores, las restricciones culturales los inhibían, y ambas los habían puesto al servicio de la creación de la cohesión social de maneras incontables, pero no habían cambiado en realidad en decenas de miles de años. Contradecían y silenciaban las convenciones actuales con la misma frecuencia con que las apoyaban. La infidelidad de Gina no había sido un crimen contra la biología y cualquier cosa que yo hubiera hecho para alejarla de mí había sido una falta de esfuerzo consciente, una falta de cortesía que a cualquier antepasado de la Edad de Piedra le habría parecido secundaria. Prácticamente todo lo que los humanos modernos valorábamos en las relaciones, por encima del acto sexual y cierto grado de protección hacia la pareja y la descendencia, surgía de una voluntad independiente. Había una cubierta maciza hecha de convenciones morales y sociales que envolvía el diminuto núcleo de comportamiento instintivo, y la semilla de arena se parecía muy poco a la perla.

Yo no había tenido intención de abandonar, pero si había fallado de forma tan estrepitosa una y otra vez a la hora de conciliar ambas cosas…

Si la elección se reducía a la biología o la civilización…

Ahora sabía cuál valoraba más.

Al cabo de un rato, nos metimos en el saco de dormir para no enfriarnos. Todavía estaba aturdido por la desesperación ante la tragedia de Anarkia, el medio asesinato sin sentido de Mosala y mi carrera arruinada. Pero Akili me besó en la frente y se esforzó por desentumecerme la espalda y los hombros doloridos. Hice lo mismo por éil, con la esperanza de que pudiera sobrellevar mejor su temor a la gran plaga de la información en la que yo todavía no creía.

Me desperté confuso con el sonido de la respiración de Akili a mi lado. Una luz gris azulada sin sombras, como la del mediodía, bañaba la tienda. Vi el disco de la luna en lo alto, un foco de luz blanca orlado con un arco iris debido a la difracción que atravesaba el tejido del techo.

Pensé que Akili había ido a recibirme al aeropuerto. Podría haberme infectado con el cólera transgénico porque sabía que lo llevaría hasta Mosala.

Y cuando el arma falló me proporcionó el antídoto para ganarse mi confianza con la esperanza de utilizarme por segunda vez, pero los moderados no lo sabían, nos raptaron a los dos y no hubo necesidad de volver a atacar a Mosala.

Era pura paranoia. Cerré los ojos. ¿Para qué iba a fingir un extremista que creía en la plaga de la información? Y si la creencia era sincera, ¿por qué matar a Buzzo cuando el Instante Aleph era inevitable? En cualquier caso, ahora que Mosala estaba en Ciudad del Cabo y su trabajo seguiría en marcha con o sin ella, ¿qué utilidad podía tener yo para los extremistas?

Me separé y salí del saco. Akili se despertó mientras me vestía.

—La tienda de las letrinas está iluminada en rojo —murmuró medio dormida—, no tiene pérdida.

—No tardaré.

Anduve sin rumbo mientras intentaba aclarar las ideas. Era más temprano de lo que creía, apenas pasadas las nueve, pero hacía un frío sorprendente. Algunas tiendas todavía tenían la luz encendida, pero las calles estaban desiertas.

Pensar en Akili como asesino extremista no tenía sentido. ¿Por qué habría luchado por sacarnos del pesquero? Pero la duda que había sentido arrojaba una sombra sobre todo, como si mi desconfianza fuera igual de desastrosa que cualquier posibilidad de tener razón. ¿Cómo era posible que, después de que hubiéramos pasado juntos por tanto, al despertarme a su lado me preguntara si todo era mentira?

Llegué al extremo sur del campamento. Aquellas personas debían de haber sido las últimas en encaminarse al norte, porque a partir de allí no se veía nada excepto roca de arrecife desnuda hasta el horizonte.

Dudé y estuve a punto de regresar. Pero pasear por los callejones me había hecho sentir como un espía y no estaba preparado para volver a la tienda de Akili, a la calidez de su cuerpo ni a la esperanza que parecía ofrecerme. Media hora antes había considerado seriamente la posibilidad de emigrar a ásex total y extirparme los genitales y varios fragmentos vitales de materia gris como panacea para todas mis aflicciones. Necesitaba dar un largo paseo a solas.

Me dirigí hacia el desierto iluminado por la luna.

Volutas de trazos minerales brillaban por todas partes, y después de haber visto varios de aquellos jeroglíficos descifrados, el terreno había cambiado y estaba lleno de significado, aunque dados mis conocimientos, la mayor parte de los dibujos podía ser sólo una decoración aleatoria.

La ciudad abandonada estaba a oscuras o escondida tras una pendiente del terreno; no veía ninguna luz en el horizonte sur. Me imaginé un enjambre de insectos invisibles que salían correteando de sus nidos del centro, pero sabía que el campamento no era más seguro y que aquellas cosas sólo mataban por el espectáculo, por el pánico que inspiraban. A solas corría menos peligro.

Me pareció que notaba un temblor de tierra, tan ligero que lo puse en duda de inmediato. ¿Todavía seguía el bombardeo? Creía que todos habían dejado la ciudad a merced de los soldados, aunque quizá unos cuantos disidentes no hubieran hecho caso del plan de evacuación, o era posible que la milicia se hubiera quedado oculta y por fin empezara la confrontación. Era una idea deprimente; no tenían ninguna oportunidad.

Volvió a suceder. No podía distinguir la dirección de la explosión ni oía ningún sonido; sólo notaba la vibración. Di una vuelta entera buscando humo en el horizonte. Quizá bombardeaban los campamentos. Por la mañana, las columnas de humo blanco de la ciudad se habían visto desde kilómetros, pero los proyectiles para las tiendas de la roca desnuda llevarían cargas distintas con efectos distintos.

Seguí andando hacia el sur con la esperanza de ver la ciudad junto con alguna señal de que la acción pirotécnica se restringía a ella. Intenté imaginarme que superaba la guerra sano y salvo pero acostumbrado a la miríada de tecnologías de la muerte, y que ofrecía a las cadenas a las que no importaba lo que hubiera falsificado una grabación completa con mi comentario experto sobre el sonido característico de un misil de seguimiento chino al dar en el blanco, o la traza inconfundible que dejaba un proyectil de Tecpacífica de cuarenta milímetros al estallar en campo abierto.

Noté que me barría una oleada de resignación. Me había tragado demasiados sueños en los últimos tres días: la technolibération, el final de las leyes de patentes, la felicidad personal y la dicha asexual. Era hora de despertar. La locura habitual del mundo había acabado por alcanzar Anarkia, así que, ¿por qué no mantenerme al margen, recuperar la perspectiva e intentar sacar algo de todo aquello para ganarme la vida? La invasión no era una tragedia mayor que diez mil conquistas sangrientas anteriores y siempre había sido inevitable. La guerra había llegado de una manera u otra a todas las culturas humanas conocidas.

—A la mierda todas las culturas humanas conocidas —susurré sin mucha convicción.

La tierra rugió y me derribó.

La roca de arrecife era blanda, pero me di de bruces y me hice sangre en la nariz; quizá me la había roto. Sin aliento y sorprendido, me incorporé sobre las manos y las rodillas, pero el suelo no había dejado de temblar y no me atrevía a ponerme en pie. Miré a mi alrededor en busca de la constancia de un impacto cercano, pero no había resplandor, humo, cráter ni nada.

¿Qué era aquel nuevo terror? ¿Después de robots invisibles, bombas invisibles?

Me arrodillé, esperé y me incorporé con inseguridad. La roca de arrecife todavía reverberaba. Caminaba en círculos, como un borracho, mientras miraba el horizonte y me resistía a creer que no hubiera ninguna señal de la explosión.

Sin embargo el aire estaba en silencio. Era la roca la que había transmitido el sonido. ¿Una detonación subterránea?

¿O submarina, bajo la isla?

¿Ninguna detonación?

La tierra volvió a convulsionarse. Aterricé de mala manera y me torcí un brazo, pero el pánico lo arrastraba todo y convertía el dolor en una insignificancia. Clavé las uñas en el suelo e hice un esfuerzo para no hacer caso de mi instinto, que me gritaba que permaneciera quieto y no me arriesgara a moverme; sabía que si no me levantaba y corría sobre el coral muerto más deprisa de lo que había corrido en la vida, estaría perdido.

Los mercenarios habían matado los litófilos que dotaban de flotabilidad a la roca de arrecife. Nos habían sacado de la ciudad porque sólo se mantendría a flote el centro de la isla. Sin el sustento del guyot, el saliente se hundiría.

Me volví para examinar el estado del campamento. Los cuadrados verdes y naranja me devolvieron una mirada de incomprensión; casi todas las tiendas seguían en pie. No pude distinguir a nadie que corriera por el desierto: era demasiado temprano, pero no tenía ningún sentido regresar a avisarlos, ni siquiera a Akili. Seguro que los buceadores de tierra habían entendido lo que sucedía mucho antes que yo. Lo único que podía hacer era intentar ponerme a salvo.

Me puse de pie y empecé a correr. Recorrí unos diez metros antes de que la tierra se moviera y me derribara. Me levanté, di tres pasos, me torcí un tobillo y me volví a caer. Se oía un crujido constante y tortuoso que me inundaba la cabeza y me atravesaba el cuerpo. Iba desde la roca de arrecife hasta mis huesos mientras resonaba de un mineral vivo a otro. El mundo inferior llegaba hasta mí y compartía su desintegración.

Empecé a gatear gritando sin palabras, casi paralizado por la imagen del océano que se abalanzaba sobre los arrecifes hundidos, arrastraba cuerpos, los lanzaba tierra adentro y los estampaba contra el suelo que se abría. Miré atrás y sólo vi el plácido poblado de tiendas que seguía intacto en vano, mientras toda la isla rugía en mi cráneo; seguro que sólo faltaban unos minutos para el aluvión.

Me puse en pie de nuevo, corrí durante unos segundos a pesar de las estrellas que se balanceaban, aterricé bruscamente y se me abrieron los puntos. La sangre tibia empapó los vendajes. Descansé mientras me tapaba los oídos y me atrevía a preguntarme por vez primera si no sería mejor detenerme y morir. No sabía a qué distancia estaba del guyot. Y aunque llegara a tierra firme, tampoco sabía hasta dónde llegaría el océano. Busqué la agenda en el bolsillo, como si pudiera averiguar mi posición por el GPS, consultar unos mapas y tomar alguna decisión. Me dejé caer de espaldas y empecé a reírme. Las estrellas se convertían en estelas a intervalos.

Me levanté, volví la cabeza y vi que alguien corría por la roca detrás de mí. Me dejé caer a gatas, en parte de forma voluntaria, pero seguí mirando la figura. Tenía la piel oscura y era esbelta, pero no se trataba de Akili; llevaba el pelo demasiado largo. Forcé la vista; era una adolescente. La luz de la luna le iluminaba la cara, tenía los ojos como platos por el pánico, pero la boca cerrada con determinación. La tierra se arqueó y los dos nos caímos. La oí gritar de dolor.

Empecé a arrastrarme hacia ella. Si estaba herida lo único que podría hacer era sentarme a su lado hasta que el océano nos atrapara, pero no podía irme y dejarla atrás.

Cuando la alcancé estaba tumbada de lado, se frotaba una pantorrilla y murmuraba enfadada.

—¿Crees que podrás ponerte de pie? —grité agachado a su lado.

—¡Es mejor que nos quedemos aquí! —dijo negando con un gesto—. ¡Estaremos a salvo!

—¿No sabes qué pasa? —dije mirándola—. ¡Han matado los litófilos!

—¡No! Los han reprogramado y están absorbiendo gas de manera activa. Matarlos habría sido demasiado lento y los habría puesto sobre aviso.

Aquello era surrealista. No podía concentrarme en lo que me decía; la tierra temblaba con demasiada violencia.

—¡No podemos quedarnos aquí! ¿Es que no lo entiendes? ¡Nos vamos a hundir!

Volvió a hacer un gesto de negación. Durante un instante, dos oleadas de movimiento opuestas se cancelaron. Me sonreía como si yo fuera un niño asustado por una tormenta.

—¡No te preocupes! ¡No nos pasará nada!

¿Qué creía que ocurriría cuando el océano entrara bramando? ¿Que nos sujetaríamos el uno al otro? ¿Que un millón de refugiados unirían sus manos y lucharían juntos contra el agua?

Anarkia había hecho enloquecer a sus hijos.

Nos cubrió una lluvia de rocío. Me agaché y me cubrí la cabeza mientras me imaginaba el avance del agua de las profundidades a través de la roca despresurizada mientras hacía estallar fisuras en ella al salir a la superficie. Y cuando levanté la mirada estaba allí: en la distancia había un géiser que subía hasta el cielo, un terrible hilo de plata a la luz de la luna. Estaba unos cientos de metros al sur y significaba que se había socavado el camino hasta el guyot y que no teníamos posibilidades de escapar.

Me desplomé junto a la chica.

—¿Por qué corrías en sentido contrario? —me gritó—. ¿Te habías perdido? —Me incorporé y la cogí por un hombro para enfocar mejor su cara. Nos miramos con mutua incomprensión—. Estaba de vigilancia —insistió—. Debería haberte detenido al final del campamento, pero pensé que sólo te alejarías un poco para obtener una vista mejor para la cámara.

Todavía llevaba la cámara del hombro. Ni siquiera había pensado en usarla para grabar el campamento mientras se inundaba y emitir el genocidio al mundo.

La llovizna se convirtió en lluvia durante un par de segundos y después se detuvo. Miré hacia el sur y vi que el géiser se hundía.

Por primera vez, noté que me temblaban las manos.

La tierra estaba quieta.

¿Qué significaba? ¿Que la zona sobre la que estábamos se había soltado de sus alrededores, como un iceberg que nacía gritando de un glaciar, y flotaba en relativa calma antes de que el agua lo inundara desde los bordes?

Me zumbaban los oídos y me temblaba el cuerpo, pero miré el cielo y las estrellas estaban firmes como rocas. O viceversa.

Entonces la chica me obsequió con una sonrisa vacilante, mareada, borracha de adrenalina, los ojos brillantes con lágrimas de alivio. Ella creía que se había terminado la dura prueba y a mí me habían advertido que no creyera que sabía más que ellos. La miré sorprendido; tenía el corazón desbocado por el terror y el pecho atenazado por la esperanza y la incredulidad. Me di cuenta de que sollozaba de forma profunda y entrecortada.

—¿Por qué no hemos muerto? —pregunté cuando recuperé la voz—. El saliente no puede flotar sin los litófilos. ¿Por qué no nos hemos hundido?

Se incorporó y se sentó con las piernas cruzadas para masajearse la pantorrilla herida, distraída durante un momento. Luego me miró, entendió el alcance de mi ignorancia y agitó la cabeza.

—Nadie ha tocado los litófilos del saliente —me explicó con paciencia—. La milicia ha mandado los buceadores al borde del guyot para bombear una imprimación que hace que los litófilos eliminen el gas de la roca de arrecife que hay justo encima del basalto. El agua ha entrado… y la roca de la superficie del centro es más pesada que el agua.

»Yo lo veo de esta manera —añadió con una amplia sonrisa—: hemos perdido una ciudad, pero hemos ganado una laguna.