Me despertó el bombardeo. El estruendo parecía venir de lejos, pero la cama temblaba. Me vestí en unos segundos y me quedé en mitad del cuarto, paralizado por la indecisión. Allí no había sótanos ni refugios. ¿Cuál sería el lugar más seguro? ¿La planta baja? ¿Fuera, en la calle? Era reacio a la idea de quedar al descubierto, pero ¿cuatro o cinco pisos sobre la cabeza me ofrecerían alguna protección, o sólo serían un montón de escombros más pesado?
Acababan de dar las seis y apenas había luz. Me acerqué a la ventana con cautela sobreponiéndome a un temor absurdo a los francotiradores: como si yo le importara a alguien de cualquier bando. Se veían cinco columnas de humo blanco a media distancia, que brotaban de vértices ocultos como tornados lánguidos. Le pedí a Sísifo que buscara en las redes imágenes más cercanas: muchas personas habían mandado grabaciones. La roca de arrecife era elástica y antiinflamable, pero los proyectiles debían de estar cargados con algún agente químico hecho a medida para infligir más daños que los provocados por el calor y el impacto, porque los resultados no parecían edificios destrozados, sino los desechos de yacimientos mineros vertidos en solares vacíos. Seguro que nadie había sobrevivido dentro, pero a las calles adyacentes no les había ido mucho mejor: estaban enterradas bajo varios metros de polvo calcáreo.
Las personas que acampaban fuera del hotel no parecían sorprendidas; la mitad ya había recogido y se ponía en marcha, y el resto desmontaba las tiendas, doblaba mantas, enrollaba sacos de dormir y empaquetaba los hornillos. Oía el llanto de los bebés y la atmósfera entre el gentío era muy tensa, pero nadie había resultado aplastado en la huida. Todavía. Si miraba más allá de la calle, podía distinguir una corriente lenta y estable de personas que se dirigían al norte, lejos del centro de la ciudad.
Esperaba encontrarme con algo mortal y silencioso: a fin de cuentas, los de InGenIo eran ingenieros biológicos; pero debería haberme imaginado que no sería así. Una lluvia de explosiones, edificios reducidos a cenizas y un torrente de refugiados eran imágenes mejores para La anarquía llega a Anarkia. Los mercenarios no habían venido a tomar el mando de la isla con eficiencia clínica, sino a demostrar que todas las sociedades renegadas estaban condenadas a derrumbarse en un caos telegénico.
Un proyectil estalló al este del hotel, el más cercano hasta el momento. Llovió polvo blanco del techo y una esquina de la ventana de polímero se soltó del marco y se arrugó como una hoja marchita. Me senté en el suelo y me cubrí la cabeza mientras me maldecía por no haberme ido con De Groot y Mosala y maldecía a Akili por no responder a mis mensajes. ¿Por qué no podía aceptar el hecho de que no significaba nada para éil? Le había sido de utilidad en la lucha para proteger a Mosala de los CA herejes y le había dado la noticia que supuestamente desvelaba la verdad sobre Angustia, pero ahora que se acercaba la gran plaga, yo era irrelevante.
Se abrió la puerta. Una fem mayor de las Fiyi entró en la habitación; los empleados del hotel no llevaban uniforme, pero me pareció que la había visto antes trabajando en el edificio.
—Estamos evacuando la ciudad —me dijo de forma seca—. Coge sólo lo que puedas llevar. —El suelo ya no se movía, pero me puse en pie vacilante y sin saber si la había oído bien.
Cogí la maleta que tenía hecha y la seguí hasta el pasillo. Mi habitación estaba justo al lado de las escaleras y ella se dirigía a la siguiente puerta.
—¿Has comprobado…? —Señalé con un gesto la otra mitad del pasillo: unas veinte puertas.
—No. —Durante un momento no parecía dispuesta a confiarme la tarea, pero cedió. Me dio la llave de acceso y dejó que mi agenda copiara su firma digital.
Dejé la maleta junto a las escaleras. Las primeras cuatro habitaciones estaban vacías. Estallaban proyectiles constantemente, casi todos piadosamente alejados. Mantenía un ojo en la pantalla mientras acercaba la agenda a las cerraduras; alguien se dedicaba a recoger todos los informes sobre los daños y transmitía un mapa de la ciudad con anotaciones. Hasta entonces, habían demolido veintiún edificios, casi todos de viviendas. Sin duda, si hubieran elegido objetivos estratégicos, los habrían alcanzado; quizá no atacaban las infraestructuras más valiosas porque las reservaban para instalar un gobierno títere en la segunda oleada de la invasión que «rescataría» la ciudad de la «anarquía». Quizá se trataba simplemente de arrasar tantas viviendas como pudieran y obligar al mayor número de personas a dirigirse al desierto.
Me encontré con Lowell Parker, el periodista de Atlántica que había visto en la rueda de prensa de Mosala, agachado en el suelo y tembloroso, en el mismo estado en que me había encontrado la fem del hotel. Se recuperó rápidamente y pareció aceptar las noticias de la evacuación con gratitud, como si todo lo que esperara fuera una palabra sobre un plan definitivo aunque viniera de alguien que no sabía nada.
En las diez o doce habitaciones siguientes me encontré con cuatro personas más, probablemente periodistas o académicos, aunque no reconocí a ninguno; casi todos habían hecho las maletas y esperaban que les dijeran qué hacer. Nadie cuestionó el mensaje que transmitía. Yo también estaba ansioso por huir del bombardeo, pero la idea de un millón de personas saliendo de la ciudad empezaba a asustarme. Los mayores desastres de los últimos cincuenta años habían sucedido entre los refugiados que huían de las zonas de combate. Quizá fuera más sensato arriesgarme a jugar a la ruleta rusa con los proyectiles.
Sabía que la última habitación era una suite, el reflejo de la de Mosala y De Groot; la simetría arquitectónica del edificio lo exigía. La firma clonada de la llave abrió la cerradura, pero había un pasador que sólo dejaba una abertura estrecha.
Llamé a gritos, pero no contestó nadie. Intenté utilizar el hombro y me hice bastante daño sin conseguir ningún resultado. Sudoroso, le di una patada a la puerta cerca de la cadena; fue el doble de doloroso y casi se me abrieron los puntos, pero funcionó.
Henry Buzzo estaba tirado boca arriba en el suelo bajo la ventana. Me acerqué asustado mientras pensaba que no tendría muchas oportunidades de conseguir ayuda en medio del caos. Buzzo llevaba un albornoz de terciopelo rojo y tenía el pelo mojado, como si acabara de salir de la ducha. ¿Un arma biológica de los extremistas que, por fin, había hecho efecto? ¿O un ataque al corazón ocasionado por las explosiones?
Ninguna de las dos cosas. El albornoz estaba empapado de sangre y tenía un agujero en el pecho. No había sido un francotirador porque la ventana estaba intacta. Me agaché y le puse dos dedos sobre la carótida. Estaba muerto, pero todavía tibio.
Cerré los ojos y apreté los dientes para no gritar de frustración. Había costado mucho sacar a Mosala de la isla, pero Buzzo se podría haber salvado con facilidad. Si hubiera admitido el fallo de su teoría estaría vivo.
Sin embargo, no lo había matado el orgullo, coño. Tenía derecho a ser obstinado, a defender su teoría aunque tuviera fallos. Estaba muerto sólo por una razón: algún antropocosmólogo psicópata lo había sacrificado como ofrenda al espejismo de la trascendencia.
Encontré dos umascs, guardas de seguridad, en el segundo dormitorio: uno totalmente vestido y otro al que, probablemente, habían sorprendido mientras dormía. Parecía que les habían disparado a ambos en la cara. Estaba impresionado, más aturdido que asqueado, pero por fin tuve la presencia de ánimo necesaria para empezar a grabar. Quizá hubiera un juicio, y si iban a reducir el hotel a escombros no quedarían otras pruebas. Tomé un primer plano de los cadáveres y fui de una habitación a la otra haciendo un barrido indiscriminado con la cámara, con la esperanza de grabar los detalles necesarios para una reconstrucción completa del crimen.
La puerta del cuarto de baño estaba cerrada y sentí un brote estúpido de esperanza: quizá una cuarta persona había presenciado los asesinatos y se había puesto a salvo allí. Giré el picaporte y estaba a punto de gritar unas palabras de ánimo cuando, por fin, el significado de la cadena de la puerta principal atravesó mi letargo.
Me quedé absolutamente quieto durante unos segundos; al principio no podía creérmelo y luego tuve miedo de moverme.
Porque oía respirar a alguien. Suave y profundamente, pero no lo bastante suave. Parecía esforzarse en mantener la calma. A unos pocos centímetros.
No podía soltar el picaporte; se me habían agarrotado los dedos. Puse la palma de la mano izquierda sobre la superficie fría de la puerta, a la altura a la que estaría la cara del asesino, como si esperara notar su contorno, calcular la distancia entre piel y piel por la resonancia de todas las terminaciones nerviosas.
¿Quién era? ¿Quién sería el criminal de los extremistas? ¿Quién había tenido la oportunidad de infectarme con el cólera transgénico? ¿Algún desconocido que me había cruzado en la sala de tránsito de Pnom Pen o en el bazar atestado del aeropuerto de Dili? ¿Uno de los mascs polinesios con traje de negocios que se sentaron detrás de mí en el último tramo del viaje? ¿Indrani Lee?
Temblaba de espanto, convencido de que una bala me reventaría el cráneo en cuestión de segundos, pero una parte de mí quería desesperadamente abrir la puerta y mirar.
Podía emitir en directo a la red y morir en un destello de revelación.
Otro proyectil estalló cerca; la onda de choque resonó en todo el edificio con tanta potencia que el marco estuvo a punto de liberarse de la cerradura.
Me di la vuelta y huí.
La procesión que salía de la ciudad era un duro suplicio, pero quizá no más de lo que tenía que ser. Desde mi perspectiva de caracol, todos los integrantes de la multitud parecían tan aterrorizados, claustrofóbicos y desesperados por la velocidad como yo, pero hacían gala de una paciencia obstinada y desafiante. Avanzaban centímetro a centímetro como funámbulos novatos que calcularan todos los movimientos mientras sudaban a causa de la tensión entre el miedo y el autocontrol. Oía niños gimiendo a lo lejos, pero los adultos que me rodeaban hablaban en susurros entre las detonaciones que agitaban la tierra. Esperaba que en cualquier momento un edificio de viviendas cayera derribado delante de nosotros, enterrara a cien personas y cien más murieran aplastadas en el pánico de la retirada, pero no sucedió, y después de veinte minutos espantosos dejamos el bombardeo atrás.
La procesión seguía moviéndose. Durante mucho tiempo nos mantuvimos apretados como una manada, hombro con hombro, sin ninguna opción excepto mantener el paso, pero cuando salimos de los límites edificados de la ciudad y entramos en la zona industrial con fábricas y almacenes desperdigados en grandes áreas de roca desnuda, de pronto hubo espacio para moverse con libertad. A medida que la marabunta opaca de mi alrededor se deshizo hasta volverse casi transparente, pude ver unos cuantos quads en la distancia por delante de nosotros, y hasta un camión eléctrico que mantenía nuestro paso.
Llevábamos andando unas dos horas, pero el sol todavía estaba bajo, y cuando la muchedumbre se dispersó, una brisa fresca pasó entre nosotros. Me levantó el ánimo, levemente. A pesar de la escala del éxodo, no había presenciado estallidos de violencia. Lo peor que había visto hasta el momento era una pareja enfadada que se gritaba acusaciones de infidelidad mientras avanzaba, cada uno con un extremo del fardo de sus posesiones envuelto en tela naranja de tienda de campaña.
Estaba claro que habían ensayado la evacuación o, al menos, la habían preparado en detalle mucho antes de la invasión. «Plan de defensa civil D: Dirigirse a la costa.» Una evacuación planificada, con tiendas, mantas y hornillos de energía solar no tenía por qué suponer allí el desastre que podría ser en cualquier otro lugar. Nos acercábamos a los arrecifes y a las granjas marinas, las fuentes de todos los alimentos de la isla. Se podían conectar bombas a los conductos de agua potable con relativa facilidad, lo mismo que a los de aguas residuales. Si el frío, el hambre, la deshidratación y la enfermedad eran los grandes asesinos de la guerra moderna, los habitantes de Anarkia parecían estar equipados de forma única para hacerles frente.
Lo único que me preocupaba era la certeza de que los mercenarios sabían todo aquello perfectamente. Si el objetivo del bombardeo era sacarnos de la ciudad, deberían saber que causarían relativamente poco sufrimiento. Quizá creían que una grabación selectiva del éxodo bastaría para confirmar el fracaso político de Anarkia ante los ojos de casi todo el público, y aunque no hubiera escenas de disentería y hambre, estaba claro que la posición de las naciones antibloqueo ya se había debilitado. Sin embargo, tenía la inquietante sospecha de que desahuciar a un millón de personas a tiendas de campaña no iba a ser suficiente para InGenIo.
Había transmitido la grabación de la suite de Buzzo junto con una declaración breve en la que les aclaraba algunos detalles al FBI y a la oficina central de la empresa de seguridad, que estaba en Suva. Me parecía la manera correcta de que las familias de las tres víctimas se enteraran de su muerte y hacer que se pusiera en marcha una investigación, dentro de lo que permitían las circunstancias. No había mandado copia a SeeNet, no tanto por respeto hacia los familiares de los difuntos como por lo reacio que era a elegir entre reconocer ante Lydia que le había ocultado hechos sobre Mosala y los CA y complicar el crimen fingiendo que no tenía ni idea del motivo por el que habían asesinado a Buzzo. Hiciera lo que hiciera, a la larga estaba jodido, pero quería retrasar lo inevitable durante unos días más; si podía.
A unas tres horas de marcha lenta de la ciudad vi una masa multicolor borrosa en la distancia, que fue adquiriendo resolución hasta transformarse en un extenso rompecabezas de cuadrados de verde y naranja intenso esparcidos por la roca a pocos kilómetros de distancia. Acabábamos de dejar atrás la planicie central y el terreno iba descendiendo poco a poco hasta la costa. No sabía si era por la pendiente suave o por la visión del final de la caminata, pero, de pronto, la marcha parecía más fácil. Media hora después, las personas de mi alrededor se detuvieron y empezaron a montar tiendas.
Me senté sobre la maleta y descansé un poco. Luego, cumpliendo con mi deber, comencé a grabar. Aunque la evacuación no se hubiera ensayado, la isla colaboraba con los refugiados de tal modo que, mientras montaban el campamento, el proceso se parecía más al acoplamiento de los componentes que faltaban en una maquinaria compleja y al cumplimiento lógico de una función implícita en la roca desnuda que a cualquier intento desesperado de improvisar ante una emergencia. Una gota del tamaño de una lágrima bastaba para dar comienzo a la cascada que ordenaba a los litófilos que abrieran un pozo hasta un conducto enterrado de agua potable, y después de ver instalar tres bombas ya reconocía la espiral característica de los trazos verdes y azules de los minerales que marcaban los lugares donde se podían perforar pozos de agua potable. Los de las aguas residuales costaron un poco más: se necesitaban pozos más anchos y profundos y había menos lugares de acceso.
Ésta era la otra cara de la moneda de la desquiciada pesadilla de sobrevivir a base de comer neumáticos de Ned Landers: autonomía gracias a la biotecnología, pero sin el extremismo y la paranoia. Sólo esperaba que los fundadores y diseñadores de Anarkia, los anarquistas californianos que habían trabajado para InGenIo varias décadas atrás, todavía estuvieran vivos para ver cómo su invención cumplía su propósito.
A mediodía, al ver los toldos azules que daban sombra a las bombas de agua, las tiendas de color rojo intenso que cubrían las letrinas e incluso un centro de primeros auxilios rudimentario, creía que entendía lo que quiso decir la doctora cuando me dijo que no pensara que sabía más que los de aquí. Comprobé el mapa de daños de la ciudad; ya no lo actualizaban, pero en el último informe se hablaba de unos doscientos edificios arrasados, entre los que estaba el hotel.
Era posible que la technolibération nunca pudiera transformar la roca implacable de los continentes en algo tan hospitalario como Anarkia, pero en un mundo acostumbrado a las imágenes de sórdidos campos de refugiados que se ahogaban en el polvo o se hundían en el barro, quizá el contraste de la visión del poblado de los renegados simbolizara las ventajas de acabar con las leyes de las patentes genéticas de manera más persuasiva de lo que habría podido demostrar la isla en tiempos de paz.
Lo filmé todo y mandé la grabación a la redacción de SeeNet con un texto que esperaba que limitara el perjuicio retorcido que podían implicar las imágenes: cuanto menos dramática fuera la situación de los anarkistas, menos oportunidades habría de una reacción política violenta contra la invasión. No quería ver desacreditada a Anarkia con comentaristas que declaraban sabiamente en tono de crítica que siempre había estado destinada a hundirse en el abismo, pero cuando costaba mil cadáveres al día provocar un parpadeo de interés en el espectador medio, si pintaba una escena demasiado optimista, el éxodo no sería noticia.
El primer camión de la costa que vi se quedó sin alimentos mucho antes de llegar hasta nuestra altura. Sin embargo, a las tres de la tarde, en la sexta entrega, ya se habían plantado dos tiendas mercado cerca de una de las bombas de agua y estaban construyendo un restaurante improvisado. Cuarenta minutos después, me senté en una silla plegable bajo la sombra de un toldo fotovoltaico con un cuenco de estofado marino humeante en el regazo. También estaban comiendo otras personas que se habían visto obligadas a huir sin su equipo de cocina. Miraban la cámara con recelo, pero admitieron que había planes previstos para la evacuación de la ciudad que se habían establecido hacía mucho tiempo y se revisaban todos los años.
Me sentía más optimista y menos sincronizado con el espíritu de los isleños que nunca. Parecían dar por sentado el buen funcionamiento del éxodo (un pequeño milagro para mí), pero ahora que, como siempre habían supuesto, habían salido indemnes y esperaban a que los mercenarios hicieran su próxima jugada, todo parecía menos seguro.
—¿Qué crees que pasará en las próximas veinticuatro horas? —le pregunté a una fem que tenía un niño pequeño en brazos.
Abrazó al niño y no dijo nada.
Fuera, alguien gritó de dolor. El restaurante se vació al instante. Conseguí colarme entre el gentío que se había formado en la estrecha plaza entre los mercados y el restaurante y, acto seguido, me obligaron a echarme atrás mientras se apartaban aterrorizados.
Una maquinaria invisible había elevado a un joven masc de las Fiyi a varios metros de altura; tenía los ojos como platos por el pánico y gritaba pidiendo socorro. Intentaba resistirse, pero los brazos le colgaban a los lados, ensangrentados e inútiles, y un hueso blanco le asomaba entre la carne de un codo. La cosa que lo había cogido era demasiado fuerte para enfrentarse a ella.
Las personas gemían, chillaban e intentaban salir de la plaza. Me demoré demasiado, paralizado por el horror, me empujaron y caí de rodillas. Me tapé la cabeza y me agaché, pero todavía suponía un obstáculo para la estampida. Alguien tropezó conmigo, me golpeó con las rodillas y los codos y se apoyó en mí para recuperar el equilibrio; estuvo a punto de romperme la columna. Me cubrí en el suelo mientras continuaba el embate. Quería levantarme, pero estaba seguro de que si lo intentaba sólo conseguiría caerme de espaldas y que me aplastaran la cara. La súplica desesperada del masc era como una segunda ráfaga de golpes, y hundí la cabeza entre los brazos para no oír el sonido. En algún lugar cercano, una tienda cayó suavemente al suelo.
Pasaron varios segundos en los que nadie chocó conmigo. Levanté la cabeza y vi que la plaza se había quedado desierta. El masc todavía estaba vivo, pero los ojos se le quedaban en blanco de forma intermitente y su mandíbula se movía débilmente. Tenía las dos piernas destrozadas. La sangre caía sobre su torturador invisible, cada gota se paraba a media caída y se extendía durante un momento, al golpear contra una superficie tangible, antes de desvanecerse en el caparazón oculto. Busqué mi cámara por el suelo mientras emitía sonidos ahogados de ira. Tenía un nudo en la garganta y notaba una opresión en el pecho; todas las inhalaciones y los movimientos eran como un castigo. Encontré la cámara, me la coloqué, me levanté tembloroso y empecé a grabar.
—Ayúdame —dijo mirándome a los ojos sin dar crédito a lo que estaba pasando.
Extendí una mano en su dirección, impotente. El insecto no me hizo caso y supe que no corría peligro: quería que lo vieran, pero yo estaba aturdido de ira y frustración y me caían gotas punzantes de sudor frío por la cara y el pecho.
Un brillo delicado de interferencias se deslizó por la figura del robot cuando elevó más al masc. La cámara siguió la dirección de mi mirada hacia arriba, hasta que supe que sólo enfocaba el cuerpo roto y el cielo impasible.
—¿Dónde está ahora la milicia de los cojones? —me oí bramar—. ¿Dónde están vuestras armas? ¿Dónde están las bombas? ¡Haced algo!
La cabeza del masc estaba colgando; yo esperaba que hubiera perdido el conocimiento. Unas pinzas invisibles se cerraron alrededor de su columna y lo lanzaron a un lado. Oí el cuerpo golpear el toldo de la bomba de agua y deslizarse hasta el suelo.
Los diez mil habitantes del campamento parecían gemir dentro de mi cabeza y yo gritaba incoherencias, pero mantuve los ojos fijos en el lugar en el que tenía que estar el robot.
Se oyó un sonido de tierra arañada delante de mí. Un silencio angustioso descendió por los callejones de alrededor de la plaza. El insecto jugaba con la luz, mientras dibujaba su contorno para nosotros, en roca de arrecife gris contra el cielo y en azul celeste contra la roca. El cuerpo que colgaba de las seis patas vueltas hacia arriba en forma de «V» era largo y estaba segmentado; una cabeza giratoria burda en cada extremo se volvía con curiosidad mientras husmeaba el aire. Cuatro tentáculos ágiles que acababan en garras afiladas se deslizaban dentro y fuera de unas vainas del caparazón.
Me quedé atontado en medio del silencio, a la espera de que pasara algo, de que alguien con un chaleco lleno de explosivos plásticos saliera de una calle y corriera directamente hacia la máquina con la idea de un abrazo kamikaze…, aunque antes de que pudiera acercarse a menos de diez metros ya lo habría lanzado contra la muchedumbre para que incinerara a un grupo de amigos.
La cosa arqueó el cuerpo, alzó un par de miembros y los extendió en un gesto de triunfo.
Después se fue dando bandazos hacia un hueco entre dos tiendas mientras las personas se lanzaban contra las lonas y las arañaban de forma desesperada para abrirse paso y apartarse de su camino.
Corrió por un callejón y desapareció en dirección sur, de vuelta a la ciudad.
Acurrucado en el suelo detrás de las letrinas, sin fuerzas para enfrentarme a las personas desmoralizadas del campamento, envié la grabación del asesinato a SeeNet. Intenté componer un texto de acompañamiento, pero todavía estaba impresionado y no podía concentrarme. Pensé que los corresponsales de guerra veían cosas peores día tras día. ¿Cuánto tiempo necesitaría para habituarme a aquello? Miré las noticias internacionales. Todos seguían hablando de anarquistas rivales, incluso SeeNet, que no había emitido nada de lo que había mandado.
Me pasé cinco minutos intentando calmarme y llamé a Lydia. Me costó media hora que me pasaran con ella. A mi alrededor sólo se oía el llanto de los refugiados. ¿Cómo sería después del décimo ataque? ¿Del centésimo? Cerré los ojos y pensé en Ciudad del Cabo, en Sydney, en Manchester… en cualquier lugar.
—Estoy aquí cubriendo esto —dije cuando contestó—, ¿qué ha pasado con mi grabación? —Lydia no estaba al cargo de las noticias, pero era la única persona que podía darme una respuesta directa.
—Tu obituario de Violet Mosala tenía una escena completa falsificada —dijo Lydia con expresión fría e iracunda—. Y no decías nada de la secta que ha matado a Yasuko Nishide y a Henry Buzzo. He visto lo que mandaste a la empresa de seguridad sobre el cólera y el barco de pesca. ¿A qué juegas?
Busqué excusas e intenté encontrar alguna adecuada; sabía que «Mosala habría muerto si yo no te hubiera utilizado» no era lo bastante buena.
—En realidad dijo todo lo que falsifiqué —dije—. De forma extraoficial. Pregúntaselo.
—Sigue siendo inaceptable —dijo Lydia sin inmutarse—. Viola las directrices. Y no podemos preguntarle nada porque ha entrado en coma.
No quería oír eso; si Mosala sufría lesiones cerebrales, todo habría sido inútil.
—No podía contarte el resto… porque no quería alertar a CA haciendo público todo el asunto. —Era una tontería; los antropocosmólogos ya sabían exactamente cuánto había contado a las autoridades.
—Mira —dijo mientras su expresión se suavizaba, como si fuera evidente que había ido tan lejos que merecía compasión en vez de una reprimenda—, espero que encuentres la manera de volver a casa sano y salvo. Pero el documental está cancelado: has violado las condiciones del contrato y a los de las noticias no les interesa tu información sobre los problemas políticos de la isla.
—¿Problemas políticos? Estoy en medio de una guerra provocada por la mayor empresa de biotecnología del planeta. Soy el único periodista de la isla que tiene una idea de lo que está pasando, y el único de SeeNet. ¿Cómo puede no interesarles?
—Estamos negociando con otro.
—¿Sí? ¿Quién? ¿Janet Walsh?
—No es asunto tuyo.
—¡No te creo! Los de InGenIo están asesinando gente, y…
—No quiero oír más… propaganda tuya —dijo Lydia mientras levantaba una mano para silenciarme—, ¿entiendes? Lamento que hayas pasado por tantas dificultades y que los anarquistas se estén matando entre ellos. —Me pareció que lo sentía de verdad—. Pero si has tomado partido y quieres atacar el bloqueo y las leyes de patentes con material falso, es tu problema. No puedo ayudarte.
»Ten mucho cuidado, Andrew. Adiós.
Al anochecer paseé por el campamento, mientras filmaba y enviaba la grabación en tiempo real a la consola de casa, para que quedara constancia de todo por si llegaba a ser de alguna utilidad.
Las infraestructuras del pueblo de refugiados todavía estaban intactas; las bombas seguían funcionando y los servicios sanitarios eran impecables. Había luces por todos lados, halos naranja y verdes que atravesaban las lonas. El aroma a comida salía de casi todas las puertas. La electricidad fotovoltaica que almacenaban las tiendas duraría horas. No se habían causado grandes daños ni se habían perdido las comodidades.
Pero las personas con las que me cruzaba estaban tensas, asustadas y silenciosas. El robot podía regresar en cualquier momento del día o la noche y matar a otro o a mil.
Al enviar a los robots fuera de la ciudad para que atacaran al azar, los mercenarios podían hundir la moral y obligar a los del campamento a retirarse a mayor distancia, más cerca de la costa. Si forzaban a los refugiados del efecto invernadero a ir hasta la línea de la costa para esperar la siguiente tormenta fuerte, el destino que intentaron evitar cuando vinieron a Anarkia, estarían dispuestos a abandonar la isla en grupo.
No sabía qué podía haber pasado con la milicia; quizá ya los habían asesinado a todos durante una resistencia idiota en la ciudad. Busqué en la red local; había informes sombríos de unos cuantos ataques como el que había presenciado, pero poco más. No esperaba que los anarkistas emitieran secretos militares, pero la ausencia de propaganda de aliento y proclamas de una inminente victoria para elevar la moral me pareció extraña y escalofriante. Quizá el silencio significara algo, pero si ése era el caso, no pude descifrarlo.
Me estaba quedando frío. Era reacio a pedir refugio en la tienda de un desconocido; no temía que me rechazaran, pero aún me sentía como un intruso a pesar de todos mis gestos de solidaridad. Aquellas personas estaban bajo asedio y no tenían motivos para confiar en mí.
Me senté en el restaurante a beber una sopa caliente y clara. Los otros comensales hablaban entre ellos en voz baja y me miraban más con cautela estudiada que con hostilidad manifiesta, pero me excluían igualmente.
Había destrozado mi carrera por Mosala y la technolibération, pero no había conseguido nada. Mosala estaba en coma y Anarkia al borde de un declive largo y sangriento.
Me sentía atontado, paranoico e inútil.
Entonces recibí un mensaje de Akili. Había escapado de la ciudad sana y salva y estaba en otro campamento a menos de un kilómetro.