Kuwale cogió la agenda e hizo un gráfico con los detalles de los flujos de información que creía que había detrás de Angustia. Incluso intentó utilizar un modelo informático rudimentario para procesar los datos epidemiológicos, aunque terminó con una curva mucho menos pronunciada que la de las cifras reales del caso (que habían aumentado a un ritmo mayor que el del crecimiento exponencial, probablemente porque al principio no se tuvo constancia de todos los casos) y una fecha estimada para el Instante Aleph en el periodo comprendido entre el siete de febrero del 2055… y el doce de junio del 3070. Impertérrita, se esforzó en ajustar el modelo. Gráficos, diagramas y ecuaciones pasaban por la pantalla mientras tecleaba. Era tan impresionante como cualquier cosa de las que hacía Mosala y yo entendía casi lo mismo.
No podía evitar que me arrastrara un poco con su lógica apremiante, pero cuando se desvaneció la primera impresión de haber identificado qué era la Angustia, empecé a preguntarme si no estaríamos proyectando lo que queríamos interpretar en los extraños soliloquios de los cuatro pacientes. La antropocosmología no había hecho hasta el momento ninguna predicción contrastable. Estaba claro que permitía una aproximación matemática elegante a cualquier TOE, pero me parecía una base débil sobre la que asentar todas mis creencias acerca del universo si la primera prueba de la teoría consistía en los desvaríos de cuatro personas que padecían una enfermedad mental nueva y atípica.
En cuanto al pronóstico de un mundo totalmente afligido por Angustia, si Kuwale tenía razón, suponía un cataclismo tan inconcebible como el universo «deshecho» de los moderados.
No comenté mis dudas, pero cuando dejé la sala, mientras Kuwale estaba inmersa en una conversación con los otros CA de la corriente principal, volví a poner los pies en el suelo. Toda aquella charla sobre los ecos de un futuro Instante Aleph no merecía más crédito que las alternativas convencionales más extravagantes.
Un experimento fallido del ejército con un patógeno neuroactivo cuyo objetivo fuera una zona específica del cerebro podría producir los síntomas comunes de Angustia en casi todas las víctimas, además de los estallidos de observaciones maníacas pero precisas en cuatro de los tres mil casos. El razonamiento era un producto de reacciones orgánicas del cerebro, como cualquier otro proceso mental, y un esquizofrénico con ataques de paranoia cuya lesión se debiera a meros accidentes genéticos era capaz de encontrar un significado personal en todos los anuncios, las nubes y los árboles. Quizá la combinación de una educación científica adecuada y el daño centralizado causado por un arma vírica podía desencadenar una avalancha de significados incontrolables aunque rigurosos. Si el objetivo principal del arma era trastornar el pensamiento analítico, no era impensable que una versión que se les hubiera ido de las manos terminara por sobreestimular las vías neuronales que tenía que dañar.
Volví a la tienda de electrónica y me compré otra agenda. Llamé a De Groot desde la calle; parecía preocupada, pero no quería hablar por la red.
Quedamos en el hotel, en la suite de Mosala. Cuando llegué, De Groot me hizo pasar en silencio.
—¿Está Violet…? —Vi cómo flotaban las motas de polvo bajo la luz del sol; cuando hablé, la habitación sonó vacía.
—La han ingresado. Yo quería quedarme en el hospital, pero me ha obligado a marcharme. —De Groot estaba sentada enfrente de mí, tenía las manos recogidas en el regazo y la mirada baja—. ¿Sabes?, hemos recibido mensajes raros de casi todo el mundo —añadió con calma—. Todas las sectas y los lunáticos del mundo querían contar a Violet sus asombrosas revelaciones cósmicas o informarla de que estaba profanando su adorada mitología y ardería en el infierno, destrozaría la naturaleza de Buda o reduciría las grandes civilizaciones del mundo a escombros nihilistas con su prepotencia masculina occidental y simplista. Los Cosmólogos Antropológicos eran sólo una voz más que gritaba entre todo el ruido. —Me miró a los ojos—. ¿Los habrías elegido como amenaza? ¿Por delante de los fundamentalistas, de los racistas o de los psicópatas que le mandaban descripciones detalladas de lo que planeaban hacer con su cadáver? Esas personas mandaban largas disertaciones sobre la teoría de la información y como posdata: «Nos encantaría ver cómo crea el universo, pero hay otras facciones que intentarán impedírselo».
—Nadie los habría elegido —dije. De Groot se tocó la sien y permaneció en silencio, cubriéndose los ojos—. ¿Te encuentras bien?
—Un dolor de cabeza —dijo asintiendo—, nada más. —Rió sin ganas, hizo una inhalación profunda y se armó de valor para proseguir—. Han encontrado restos de proteínas extrañas en el torrente sanguíneo, en la médula ósea y en los nódulos linfáticos. No han determinado la estructura molecular y hasta el momento no muestra síntomas. Así que le han dado un cóctel de antivíricos y, hasta que suceda algo, lo único que pueden hacer es tenerla en observación.
—¿Y los de seguridad?
—Está custodiada, aunque sea un poco tarde.
—¿Y Buzzo?
—Parece ser que los análisis no detectaron nada. —De Groot soltó un bufido de indignación y desconcierto—. No se siente afectado por este asunto. Cree que Nishide murió por causas naturales, que Violet tiene un contaminante inocuo y que tu análisis del cólera es un montaje para conseguir publicidad. Lo único que parece preocuparlo es cómo va a volver a casa después del congreso si el aeropuerto sigue cerrado.
—Pero tendrá guardaespaldas, ¿no?
—No sé, tendrás que preguntárselo a él. Ah, y Violet le ha pedido que convoque la rueda de prensa para anunciar él mismo el fallo de su TOE. Los medicamentos antivíricos la están debilitando y tiene tantas náuseas que apenas puede hablar. Buzzo hizo una promesa vaga, pero después me susurró algo sobre estudiar mejor el asunto antes de retractarse de nada. No tengo ni idea de qué hará.
—Buzzo ha oído todos los hechos —dije con una punzada de ira y frustración—. Es decisión suya. —No tenía demasiadas ganas de pensar en los enemigos de Buzzo. Todavía no habían encontrado el cadáver de Sarah Knight, pero la posibilidad de que su asesinato se hubiera cometido en Anarkia me intranquilizaba más que ninguna otra cosa. Los moderados me habían dejado en libertad cuando estuvieron seguros de conseguir lo que querían. Los extremistas casi me habían matado… y ni siquiera era su intención.
—Incluso si el arma se activara en cualquier momento, en Anarkia no se puede hacer nada que no se pueda hacer en una ambulancia aérea, ¿verdad? Y seguro que tu gobierno estará dispuesto a mandar un avión de campaña con equipo médico completo.
—¿Seguro? —De Groot soltó una risa hueca—. Haces que suene muy fácil. Violet tiene amigos en las altas esferas y algunos enemigos declarados, pero casi todos son un montón de pragmáticos de mierda que se limitan a utilizarla como más les conviene. Se necesitaría un milagro para que sopesaran los pros y los contras, adoptaran una postura, la defendieran y tomaran una decisión en un día, incluso si hubiera paz en Anarkia y el avión pudiera aterrizar en el aeropuerto.
—¡Vamos! La isla es tan plana como una pista de aterrizaje. Sé que los extremos son frágiles, pero hay terreno firme en un radio de veinte kilómetros.
—Dentro del alcance de un misil lanzado desde el aeropuerto.
—Sí, pero ¿por qué iban a preocuparse los mercenarios por una evacuación médica? Supondrán que las armadas extranjeras acudirán a rescatar a sus ciudadanos de la isla. Esto no es distinto; sólo más rápido.
—Da igual lo que tú y yo pensemos sobre los riesgos —dijo De Groot con tristeza; quería que la convenciera, pero no encontraba sentido a lo que le decía—, son sólo suposiciones y deseos sin fundamento. El gobierno tendrá que evaluar la situación desde su punto de vista y no puede tomar una decisión en treinta segundos. Una cosa es gastar decenas de miles de dólares en un vuelo de rescate y otra un avión derribado en Anarkia. Y lo último que querría Violet, como cualquier persona cuerda, es que tres o cuatro inocentes mueran en los aires para nada.
Me alejé de ella y fui hacia la ventana. Por el aspecto de las calles parecía que Anarkia aún estaba en paz. Fuera cual fuese la incursión sangrienta que estuvieran planeando los mercenarios, lo último que querrían quienes los habían contratado sería una mártir de la technolibération de fama mundial. Por eso nunca había tenido mucho sentido señalar a los de InGenIo como sus posibles asesinos; su muerte los perjudicaría tanto como su supuesta emigración.
Sin embargo, sería una situación delicada. ¿Qué darían a entender si hicieran una excepción con ella? ¿Y qué factores considerarían más perjudiciales para el movimiento antibloqueo? ¿El cuento con moraleja de la trágica muerte de Mosala por un coqueteo imprudente con los renegados, o la historia conmovedora de su salvación gracias a un vuelo de socorro que la devolviera al redil (donde todos los genes pertenecían a sus legítimos dueños y todas las enfermedades se curaban al instante)?
Probablemente, todavía no sabían el difícil dilema al que se enfrentaban. Así que venderles la decisión adecuada dependía de quién los informara de la noticia.
—¿Y si se pudiera convencer a los mercenarios para que garanticen la seguridad de un vuelo de rescate? —Me volví hacia De Groot—. Si hicieran una declaración pública de ese compromiso, ¿crees que se moverían las cosas? —Apreté los puños e intenté contener el pánico. ¿Sabía lo que estaba diciendo? Si hacía esa promesa, no podría echarme atrás.
Pero ya había prometido «nadar mejor».
—Violet todavía no se lo ha dicho a Wendy ni a Makompo. —De Groot parecía desolada—. Me ha hecho prometer que guardaré silencio, y Wendy está de viaje de negocios en Toronto.
—Si puede hacer presión desde Ciudad del Cabo, la puede hacer desde Toronto. Cuéntaselo a su madre y a su marido. Díselo a Marian Fox y a todo el Sindicato Internacional de Físicos Teóricos si es necesario.
—Vale la pena intentarlo —dijo insegura después de vacilar—. Vale la pena intentar cualquier cosa. Pero ¿cómo vamos a conseguir alguna garantía por parte de los mercenarios?
—El plan A es confiar en que contesten al teléfono, porque no me apetecería ir al aeropuerto y tener que negociar personalmente.
El centro de la isla no parecía afectado por la invasión, pero a cuatro calles del aeropuerto todo era distinto. No había barricadas, señales de advertencia ni gente. Era por la tarde y las calles detrás de mí bullían; las tiendas y los restaurantes estaban abiertos a sólo quinientos metros de los edificios ocupados, pero cuando crucé aquella línea invisible fue como si Anarkia hubiera dado paso a sus Ruinas, una imitación en miniatura de los centros muertos de las ciudades asesinadas por la red.
No silbaban las balas; no era zona de combate, pero no tenía experiencia previa que me guiara ni sabía qué me esperaba. Me había mantenido apartado de los campos de batalla y había elegido el periodismo científico porque sabía que nunca me pedirían que filmara nada más peligroso que un congreso de bioéticos.
La entrada de la terminal de pasajeros era un gran rectángulo de negrura. Las puertas correderas yacían a diez metros, hechas pedazos. Habían roto las ventanas, habían destrozado las plantas y las estatuas, y los muros tenían arañazos de formas extrañas, como si algo mecánico los hubiera marcado con sus zarpas. Esperaba que hubiera un centinela, muestras de orden o señales de una estructura de mando, pero aquello se parecía más a una banda de saqueadores que acechaban en espera de que alguien entrara.
Pensé que Sarah Knight habría entrado aunque fuera sólo por el reportaje.
Sí. Y Sarah Knight estaba muerta.
Me acerqué despacio; estudiaba el terreno con nerviosismo y deseaba no haberle pedido a Sísifo hace catorce años que se deshiciera de todo el correo basura de los fabricantes de armamento en busca de periodistas tecnófilos que les proporcionaran publicidad gratuita para sus nuevas y flamantes minas antipersonas. Pero probablemente las notas de prensa tampoco informarían de los trucos que podían usarse contra ellas… salvo gastarse los cincuenta mil dólares que valían los desactivadores correspondientes.
El interior del edificio estaba oscuro como la boca de un lobo, pero los focos del exterior blanqueaban la roca de arrecife. Parpadeé ante las fauces de la entrada; echaba de menos a Testigo, que me habría adaptado las retinas. La cámara del hombro no pesaba casi nada, pero aun así hacía que me sintiera desequilibrado y deforme, casi tan cómodo, centrado y funcional como si los genitales me hubieran emigrado a la rótula. Y, de forma irracional o no, las conexiones invisibles con el sistema nervioso y la RAM siempre habían hecho que me sintiera protegido y escudado. Cuando mis ojos y oídos lo grababan todo de forma digital era un observador privilegiado, por lo menos hasta el momento en que me desmembraran o me cegaran. Sin embargo, aquella máquina se podía sacudir con la misma facilidad que la caspa.
No me había sentido tan desnudo en la vida.
Me paré a diez metros de la puerta vacía con los brazos extendidos y las manos en alto.
—¡Soy periodista! —grité a la oscuridad—. ¡Quiero hablar!
Esperé. Aún oía el barullo de la ciudad detrás de mí, pero el aeropuerto estaba en silencio. Volví a gritar y a esperar. Estaba casi a punto de pasar de la sensación de miedo a la de vergüenza; quizá la terminal de pasajeros estaba abandonada, los mercenarios se habían establecido en el extremo más alejado de la pista de aterrizaje y yo estaba allí haciendo el ridículo a solas.
Entonces noté una leve vibración del aire húmedo y la oscuridad de la entrada escupió una máquina.
Me estremecí, pero me mantuve firme; si me hubiera querido matar, no la habría visto venir. La cosa dejaba entrever una sucesión intermitente de siluetas parciales cuando se movía, distorsiones tenues pero coherentes de la luz que el ojo distinguía como sus bordes, pero cuando se detuvo, me quedé mirando sólo reflejos y suposiciones. ¿Un robot de seis patas y tres metros de altura que analizaba lo que lo rodeaba y programaba una cubierta activa que igualaba la luminosidad? No, más que eso. Sobresalía en medio de la zona iluminada sin proyectar siquiera una sombra, lo que significaba que creaba hologramas en tiempo real de las fuentes de iluminación que bloqueaba, que su piel de polímero proyectaba un haz sustitutivo frecuencia por frecuencia. De pronto entendí con aprensión a qué se enfrentaban los habitantes de Anarkia. Aquello era tecnología militar de última generación que costaba millones. InGenIo no pensaba andarse con chiquitas en aquella ocasión. Querían recuperar su propiedad intelectual sin perjudicar la reputación del producto, y cualquier cosa que se interpusiera en su camino sobre la roca de arrecife sería eliminada.
—Ya hemos decidido quiénes formarán parte del grupo de periodistas —dijo el insecto—, Andrew Worth, y usted no figura entre los favoritos de la invasión. —Hablaba con un tono un poco irónico y una inflexión perfecta, pero el acento era inquietantemente neutro. No podía discriminar si su discurso era autónomo o estaba hablando en tiempo real con los mercenarios o sus relaciones públicas.
—No quiero cubrir la guerra. He venido a ofrecerles la oportunidad de evitar cierta publicidad negativa.
El insecto se inclinó hacia delante enfadado, mientras unos delicados diseños de muaré con flecos de interferencias brotaban y se apagaban en su superficie de camuflaje. Me quedé inmóvil; el instinto me decía que corriera, pero me temblaban las piernas. La cosa se detuvo a dos o tres metros y volvió a desaparecer de la vista. No me cupo ninguna duda de que podría alzar las patas delanteras en cualquier momento y decapitarme al instante.
—Hay una fem en la isla que morirá si no es evacuada en unas horas —dije al aire sólido después de recuperar la compostura—. Y si eso sucede, SeeNet está dispuesta a emitir un documental titulado: Violet Mosala: mártir de la technolibération.
Era verdad, aunque Lydia se había resistido un poco al principio. Le había enviado una grabación falsificada de Mosala en la que explicaba los motivos de su emigración, con más o menos lo mismo que había dicho en realidad, aunque no lo había filmado. Tres montadores de la sala de redacción estaban trabajando sin cesar para incluirlo junto con material auténtico de archivo en un obituario que iban poniendo al día. Sin embargo, no había incluido nada sobre la Cosmología Antropológica. Mosala había estado a punto de convertirse en la figura emblemática del mayor desafío al bloqueo de la historia, pero la habían infectado con un arma vírica y Anarkia estaba ocupada. Seguro que Lydia había sacado sus conclusiones y dado las instrucciones pertinentes a los montadores.
El insecto permaneció en silencio durante largos minutos. Yo estaba inmóvil, con las manos en alto. Me imaginaba cómo ascendía la amenaza del chantaje por la cadena de mando. Quizá la alianza biotecnológica se estaba planteando la opción de comprar SeeNet y enterrar la historia. Pero luego tendrían que tratar con otras redes y seguir pagando para asegurarse el enfoque adecuado. Si la dejaban vivir, podían conseguir lo que querían gratis.
—Si Mosala sobrevive, pueden impedir que vuelva. Pero si muere aquí, el público relacionará su imagen con Anarkia durante los próximos cien años. —Noté una sensación punzante en el hombro y miré la cámara; la había incinerado y las cenizas se esparcían desde un minúsculo punto calcinado de mi camisa.
—El avión puede aterrizar y puede irse con ella. Cuando esté fuera de peligro, prepare una nueva versión de sus planes de emigración y lo que ha sido de ellos desde Ciudad del Cabo. —Era la misma voz de antes, pero el poder tras las palabras venía de mucho más allá de la isla.
No hubo necesidad de añadir: «Si el enfoque es el correcto, será recompensado».
—Lo haré —dije con un gesto de asentimiento.
—¿Seguro? —dudó el insecto—. Creo que no. —Sentí un latigazo de dolor abrasador en el abdomen, grité y caí de rodillas—. Ella volverá sola —añadió—. Usted puede quedarse en Anarkia y documentar la caída.
Alcé la mirada y vi un tenue rastro verde y violeta que oscilaba en el aire mientras la cosa se retiraba, como un destello de luz solar percibido a través de ojos entrecerrados.
Me costó bastante levantarme. El láser me había quemado un ribete horizontal a lo ancho del estómago y el rayo se había entretenido unas milésimas de segundo en la herida anterior. El polímero de carbohidratos se había caramelizado y un líquido marrón acuoso se me escapaba por el ombligo. Mascullé unos tacos a la puerta vacía y empecé a renquear hacia la salida.
Cuando estuve de nuevo entre la gente, dos adolescentes se me acercaron y me preguntaron si necesitaba ayuda. Acepté agradecido y me acompañaron mientras me arrastraba hacia el hospital.
Llamé a De Groot desde la sala de urgencias.
—Han sido muy civilizados y han autorizado el aterrizaje.
—¡Fantástico! —A De Groot se le iluminó la cara demacrada.
—¿Alguna noticia sobre el vuelo?
—Todavía no, pero he hablado con Wendy hace un rato y esperaba una llamada de la presidenta, nada menos. —Dudó—. Violet tiene fiebre. Todavía no resulta peligrosa, pero…
Pero el arma se había activado. A partir de ahora sería una carrera contra el virus. ¿Qué esperaba? ¿Otro error de cálculo? ¿Inmunidad mágica para la Piedra Angular?
—¿Estás con ella?
—Sí.
—Nos veremos ahí dentro de una hora.
Me atendió la misma doctora que la vez anterior. Había sido un día muy largo para ella.
—No quiero oír tu excusa esta vez —dijo irritada—. La última ya fue bastante mala.
Miré la sala inmaculada y los armarios ordenados de los medicamentos y me atenazó la desesperación. Aunque evacuaran a Mosala a tiempo, había un millón de personas en Anarkia que no tenían ningún lugar al que huir.
—¿Qué haréis cuando empiece la guerra? —dije.
—No habrá guerra.
Intenté imaginarme el montaje de las máquinas y el destino que aguardaba a aquellas personas en las profundidades del aeropuerto.
—Me parece que no tenéis elección —dije con suavidad.
La doctora dejó de ponerme crema en las quemaduras y me miró como si hubiera dicho algo imperdonable, ofensivo y denigrante.
—Vienes de fuera; no tienes ni idea de cuáles son nuestras opciones. ¿Qué te crees? ¿Que hemos pasado los últimos veinte años en una especie de letargo utópico y extasiado, satisfechos con la idea de que nuestra energía kármica positiva repelería todas las invasiones? —Volvió a ponerme crema de forma brusca.
—No. —Estaba desconcertado—. Supongo que estaréis preparados para defenderos, pero esta vez creo que sus armas os superan con creces.
—Escucha —dijo mirándome con dureza mientras desenrollaba una venda—, porque sólo lo diré una vez. Cuando llegue el momento, será mejor que confíes en nosotros.
—¿Sabéis qué hacer?
—Lo sabemos mejor que tú.
—Eso no es mucho —dije con una sonrisa forzada.
Cuando volví al pasillo que conducía a la habitación de Mosala vi a De Groot hablando en voz baja, pero muy nerviosa, con los dos guardias de seguridad. Me vio y me saludó con la mano. Aceleré el paso.
Cuando llegué a su altura, De Groot me enseñó la agenda sin decir nada, pulsó una tecla y apareció un boletín de noticias.
—Las últimas noticias sobre la isla renegada de Anarkia son que el grupo escindido de anarquistas violentos que ocupa el aeropuerto acaba de acceder a la petición de los diplomáticos sudafricanos de evacuar inmediatamente a Violet Mosala, la ganadora del premio Nobel de veintisiete años de edad que participaba en el controvertido Congreso del Centenario de Einstein. —De fondo se veía un globo terrestre estilizado que giraba tras una foto de Mosala. La imagen se acercaba a Anarkia y luego daba paso a Sudáfrica—. A causa del primitivo equipo médico de la isla, los médicos no han podido dar un diagnóstico preciso, pero se cree que su estado de salud es crítico. Nos han llegado informes desde Mandela que dicen que la presidenta Nchabaleng hizo la solicitud en persona a los anarkistas y ha recibido su respuesta hace tan sólo unos minutos.
Abracé a Karin De Groot, la levanté y di vueltas hasta que me mareé de alegría. Los guardias de seguridad nos miraban sonriendo como niños. Quizá era una victoria microscópica comparada con la invasión, pero me parecía la primera cosa buena que pasaba en mucho tiempo.
—Ya basta —dijo De Groot con delicadeza. Paré y nos separamos—. El avión aterrizará a las tres de la madrugada, a quince kilómetros del aeropuerto en dirección oeste.
—¿Lo sabe Violet? —Contuve la respiración.
—Aún no le he dicho nada —dijo haciendo un gesto de negación—. Está dormida; la fiebre todavía es alta, pero se mantiene estable. Los médicos no saben qué hará el virus a continuación, pero pueden llevar en la ambulancia una gama de medicamentos que cubra las emergencias más probables.
—Ahora sólo me preocupa una cosa —dije serio.
—¿Qué?
—Conociendo a Violet, cuando averigüe lo que hemos hecho a sus espaldas, seguro que, por obstinación, no querrá irse.
De Groot me miró de forma extraña, como si no supiera si bromeaba o no.
—Si piensas eso en serio —dijo—, es que no conoces a Violet en absoluto.