En la abarrotada enfermería del barco, la imagen del escáner de la pierna de Kuwale mostraba diversos vasos sanguíneos y ligamentos rotos, un reguero de daños como el que deja un avión al estrellarse que conducía hasta la bala enterrada en la parte trasera del muslo. Kuwale miraba la pantalla con sombría fascinación. El sudor le caía por la cara mientras el antiguo programa chirriaba al hacer una evaluación detallada de la herida. En la última línea ponía: «Probable herida de bala».
—Así que me han dado, ¿eh?
Prasad Jwala, uno de los granjeros, nos limpió y vendó las heridas y nos atiborró de medicamentos (genéricos) para controlar la pérdida de sangre, la infección y el traumatismo. Los únicos analgésicos disponibles a bordo eran unos rudimentarios opiáceos sintéticos que me dejaron tan colocado que no habría podido dar una explicación coherente de los planes de CA aunque el destino del universo dependiera de ello. Kuwale perdió la consciencia; me senté a su lado, con la vana ilusión de poner mis pensamientos en orden. Menos mal que tenía el estómago vendado firmemente, porque sentía la necesidad imperiosa de atravesar el portal y explorar la maquinaria que quedaba dentro de mí: la espiral suave y firme de los intestinos, esa serpiente demoniaca que la bala mágica de Kuwale había domesticado y el hígado cálido y empapado de sangre, con diez mil millones de fábricas de enzimas microscópicas conectadas directamente al torrente sanguíneo, una farmacia de contrabando que dispensaba todo lo que le dictaba su intuición química. Quería sacar todos los órganos oscuros y misteriosos a la luz del día, uno a uno, y colocarlos delante de mí en su posición correcta hasta que yo no fuera más que un armazón de piel y músculo enfrentado, al fin, a mi gemelo interior.
Al cabo de unos quince minutos, esas fábricas de enzimas empezaron a reducir el nivel de opiáceos en la sangre y fui saliendo a rastras del cielo de algodón dulce. Pedí una agenda; Jwala me la dio y se fue a cubierta.
Conseguí ponerme en contacto con Karin De Groot de inmediato. Me limité a lo esencial. De Groot me escuchó en silencio; seguro que mi aspecto daba cierto grado de credibilidad a la historia.
—Tienes que decirle a Violet que regrese a la civilización. Aunque no crea en el peligro, no tiene nada que perder; puede dar la conferencia definitiva desde Ciudad del Cabo.
—Créeme —dijo De Groot—, se tomará todas tus palabras en serio. Yasuko Nishide murió anoche. Tenía neumonía y estaba muy delicado, pero Violet ha quedado muy afectada. Y ha visto el análisis del genoma del cólera que ha hecho un conocido laboratorio de Bombay. Aunque…
—¿Te irás con ella? —La muerte de Nishide me entristeció, pero que Mosala hubiera abandonado su actitud escéptica era una noticia estupenda—. Sé que es un riesgo; puede que enferme en el avión, pero…
—Escucha —me interrumpió De Groot—. Hemos tenido problemas durante tu ausencia. No despega ni aterriza ningún vuelo.
—¿Por qué? ¿Qué clase de problemas?
—Un barco lleno de… mercenarios, creo. Llegaron a la isla de repente y han ocupado el aeropuerto.
Jwala entró para ver cómo estaba Kuwale y oyó la última parte de la conversación.
—Agents provocateurs —dijo con sorna—. Cada tantos años, un grupo distinto de gorilas con camuflaje de diseño aparece, intenta causar problemas, fracasa y se va. —Parecía tan preocupado como alguien de una democracia normal que se queja de la molestia periódica de las campañas electorales—. Los vi anoche cuando atracaron en el puerto. Iban muy bien armados y tuvimos que dejarlos pasar. —Sonrió—. Pero les esperan algunas sorpresas. Les doy seis meses como mucho.
—¿Seis meses?
—Nunca ha durado más —dijo encogiéndose de hombros.
Un barco lleno de mercenarios que intentaban causar problemas… ¿El barco que había chocado con el de los CA? En cualquier caso, seguro que por la mañana Veinte y sus colegas ya sabían que habían ocupado el aeropuerto y que mi testimonio no le daría a Mosala más probabilidades de salvarse.
No podrían haber sido menos oportunos, pero no me sorprendía. El congreso Einstein confería demasiada respetabilidad a Anarkia, y los planes de emigración de Mosala causarían un revuelo aún mayor. Pero InGenIo y sus aliados no intentarían asesinarla para no hacer de ella una mártir instantánea, ni disolverían la isla de nuevo en el océano para no correr el riesgo de asustar a los clientes legales que les proporcionaban miles de millones de dólares. Todo lo que podían hacer era intentar, una vez más, acabar con el orden social de Anarkia y demostrar al mundo que aquel experimento inocente estaba condenado al fracaso desde el principio.
—¿Dónde está Violet en estos momentos? —pregunté.
—Hablando con Henry Buzzo. Intenta convencerlo de que vaya con ella al hospital.
—Buena idea. —Inmerso en los planes de los «moderados», casi me había olvidado de que Buzzo estaba en peligro y Mosala amenazada por dos frentes. Los extremistas habían tenido éxito en Kyoto, y probablemente quien me infectó con el cólera de camino a Sydney estaba en Anarkia esperando una oportunidad de compensar el primer intento fallido.
—Les enseñaré esta conversación de inmediato —dijo De Groot.
—Y dales una copia a los de seguridad.
—Bien. Por si les sirve para algo. —Parecía aguantar la presión mucho mejor que yo—. Hasta ahora no hemos visto a Helen con las aletas puestas, pero te mantendré informado.
Acordamos vernos en el hospital. Me despedí y cerré los ojos, mientras luchaba contra la tentación de volverme a sumergir en la niebla aislante de los opiáceos.
Los de CA habían tardado cinco días en conseguirme una cura con el aeropuerto abierto. Después de pasar por tantas cosas, no estaba dispuesto a asumir el hecho de que Mosala era un cadáver andante, pero como no llegara una invasión de technolibérateurs africanos que consiguiera salvar una distancia de diez mil kilómetros en uno o dos días, no veía posibilidades de que sobreviviera.
Me senté a mirar a Akili mientras el barco se acercaba al puerto del extremo norte. Tenía muchas ganas de cogerle la mano, pero me daba miedo empeorar las cosas. ¿Cómo podía haberme enamorado de alguien que se había extirpado quirúrgicamente hasta la posibilidad de sentir deseo?
Aparentemente, era bastante sencillo: un trauma compartido, una experiencia intensa y la ausencia desconcertante de rasgos sexuales. No era ningún misterio. Las personas se sentían atraídas por les ásex constantemente. Y, sin duda, se me pasaría pronto, en cuanto aceptara el simple hecho de que lo que sentía nunca sería correspondido.
Al cabo de un rato descubrí que no soportaba seguir mirándole a la cara; me dolía demasiado. Así que me fijé en los trazos brillantes del monitor y escuché su respiración profunda mientras intentaba entender por qué no se me pasaba el dolor.
Nos dijeron que los tranvías seguían en funcionamiento, pero una de las granjeras se ofreció a llevarnos directamente hasta la ciudad.
—Más rápido que esperar una ambulancia —explicó—: sólo hay diez en la isla. —Era una joven de Fiyi llamada Adelle Vunibobo. Recordaba haberla visto asomada a la bodega del barco de los CA.
Kuwale se sentó entre los dos en la cabina del camión, medio despierta, pero todavía aturdida. Miré las incrustaciones de coral de colores intensos que iban disminuyendo a nuestro alrededor; era como ver una escena a cámara rápida del lento proceso de compactación del arrecife.
—Arriesgaste la vida en el barco —dije.
—Nos tomamos muy en serio las llamadas de socorro en el mar. —Su tono era ligeramente burlón, como si intentara hacer mella en el mío de deferencia.
—Pues es una suerte que no estuviéramos en tierra… —Insistí—: Pero os disteis cuenta de que el barco no estaba en peligro. La tripulación os dijo que os largarais y os metierais en vuestros asuntos. Y recalcaron la sugerencia con armas.
—Entonces ¿piensas que fue imprudente? ¿Una locura? —Me miraba con curiosidad—. Aquí no hay policía, ¿quién, si no, os iba a ayudar?
—Nadie —admití.
—Hace cinco años iba en un barco de pesca que volcó —dijo con la mirada fija en el terreno irregular del camino—. Nos pilló una tormenta. Estaba con mis padres y mi hermana. Mis padres se habían quedado inconscientes por los golpes y se ahogaron inmediatamente. Mi hermana y yo nos pasamos diez horas en el mar mientras intentábamos mantenernos a flote y nos sujetábamos por turnos.
—Lo siento. Las tormentas provocadas por el efecto invernadero se han llevado a tantas personas…
—No quiero tu compasión —gruñó—, sólo intentaba explicártelo. —Esperé en silencio. Después de un rato añadió—: Diez horas. Todavía tengo pesadillas. Me crié en un pesquero y he visto tormentas que se llevaban pueblos enteros. Creía que sabía lo que sentía por el mar, pero aquella vez con mi hermana en el agua lo cambió todo.
—¿En qué sentido? ¿Tienes más respeto, más miedo?
—Más chalecos salvavidas, en realidad. Pero no me refiero a eso —dijo, negando con un gesto impaciente. Hizo una mueca de frustración, y luego añadió—: ¿Me haces un favor? Cierra los ojos e intenta imaginarte el mundo. Los diez mil millones de habitantes a la vez. Sé que es imposible, pero inténtalo.
—De acuerdo —accedí desconcertado.
—Ahora describe lo que ves.
—La tierra vista desde el espacio. Aunque es más un bosquejo que un foto. El norte está arriba y el océano Índico en el centro, pero la vista abarca desde África Occidental hasta Nueva Zelanda, desde Irlanda hasta Japón. Hay muchas personas de pie encima de todos los continentes e islas, aunque no están a escala. No me pidas que las cuente, pero supongo que en total serán un centenar.
Abrí los ojos. Había dejado fuera del mapa tanto el antiguo hogar de Vunibobo como el nuevo, pero tenía la impresión de que no se trataba de un ejercicio para despertar la conciencia sobre la fuerza marginadora de las representaciones geográficas.
—Yo también veía algo parecido, pero eso cambió desde el accidente. Cuando cierro los ojos y me imagino el mundo, veo el mismo mapa y los mismos continentes, pero la tierra ya no es tierra. Lo que parece terreno firme es, en realidad, una masa de personas. No hay suelo, ningún lugar en el que asentarse. Estamos todos flotando en los océanos y nos sostenemos mutuamente. Así es como hemos nacido y así es como moriremos: luchando para ayudarnos unos a otros a mantener la cabeza por encima de las olas. —Se rió, avergonzada de pronto—. Bueno, me has pedido una explicación —añadió desafiante.
—Cierto.
Las deslumbrantes incrustaciones de coral se habían convertido en ríos de barro de tierra caliza, pero la roca de arrecife de nuestro alrededor estaba ribeteada de tonos suaves, de verde y de gris plata. Me preguntaba qué habrían contestado los otros granjeros a la misma pregunta. Probablemente, respuestas diferentes. Anarkia parecía funcionar gracias a personas que se ponían de acuerdo para hacer lo mismo por motivos totalmente distintos. Era un sumatorio sobre topologías contradictorias que hacía palidecer a los cálculos del preespacio; sin política, filosofía ni religión impuestas, sin la adoración idiota de banderas o símbolos…, pero el orden prevalecía a pesar de todo.
Todavía no tenía claro si era milagroso o completamente obvio. El orden surgía y sobrevivía por todos lados porque había bastantes personas que lo deseaban. Cualquier democracia era una especie de anarquía pasada a cámara lenta: con tiempo suficiente, era posible cambiar cualquier estatuto o constitución con el tiempo y quebrantar cualquier acuerdo social escrito o verbal. En última instancia, las redes de seguridad eran la inercia, la apatía y la ofuscación. En Anarkia tenían la valentía, probablemente fruto de la locura, de «deshacer» todo el nudo político y reducirlo a su forma más sencilla para mirar las estructuras sin adornos del poder y la responsabilidad, de la tolerancia y el consenso.
—Me salvaste de ahogarme —dije—. ¿Cómo podría agradecértelo?
—Procura nadar mejor. —Vunibobo me miraba calibrando mi seriedad—. Ayúdanos a todos a mantenernos a flote.
—Lo intentaré si alguna vez tengo la oportunidad.
—Nos encaminamos directamente hacia una tormenta —me recordó con una sonrisa ante la evasiva de medio promesa—. Creo que tendrás tu oportunidad.
Como mínimo, esperaba encontrar las calles del centro de la isla desiertas, pero aparentemente no había cambiado nada. No había muestras de pánico, colas para acaparar provisiones ni tiendas acordonadas. Sin embargo, cuando pasamos por el hotel vi que había desaparecido el carnaval de Renacimiento Místico; yo no era el único turista que sentía un deseo repentino de volverse invisible. En el barco había oído que hirieron a una fem cuando ocuparon el aeropuerto, pero la mayor parte del personal se había limitado a marcharse. Munroe me habló de una milicia de la isla y, sin duda, sobrepasaba en número a los atacantes, pero no sabía cómo serían su equipo, su entrenamiento ni su disciplina. Por el momento, los mercenarios parecían satisfechos con encerrarse en el aeropuerto, pero si el objetivo no era tomar el poder sino traer la «anarquía» a la isla, tenía la inquietante sospecha de que muy pronto presenciaríamos algo mucho menos agradable que la ocupación de puntos estratégicos sin derramamiento de sangre.
El ambiente del hospital era de calma. Vunibobo me ayudó a llevar al edificio a Kuwale, que sonreía somnolienta e intentaba arrastrarse, pero tuvimos que sujetarle entre los dos para que no se cayera de bruces. Prasad Jwala había enviado la imagen del escáner de la herida de bala y tenían un quirófano preparado. Le miré mientras se le llevaban en la camilla e intenté convencerme de que no sentía nada más que la misma ansiedad que habría sentido por cualquier otra persona. Vunibobo se despidió.
Después de esperar mi turno para que me curaran, me pusieron anestesia local y me dieron puntos. Me las había apañado para matar el injerto transgénico que habría acelerado la curación y sellado la herida, pero la doctora que me trató envolvió la herida con un esponjoso polímero bactericida de carbohidratos, que se iría degradando poco a poco ante la presencia de factores de crecimiento en las secreciones del tejido circundante. Me preguntó cómo me había hecho el agujero. Le dije la verdad y pareció muy aliviada.
—Empezaba a pensar que algo te había comido desde dentro para abrirse paso al exterior. —Me levanté con cuidado; tenía la zona dormida, pero notaba la ausencia de piel y tirones musculares por todo el cuerpo—. Intenta evitar los movimientos abdominales bruscos y la risa fuerte —añadió.
Me encontré con De Groot y Mosala en la sala de espera del laboratorio de visualización. Mosala parecía cansada y nerviosa, pero me saludó con amabilidad y me dio la mano mientras me cogía del hombro.
—Andrew, ¿estás bien?
Después de todo lo ocurrido, había decidido tutearme; me pareció una buena idea.
—Sí, pero me temo que el documental tendrá una laguna.
—Están haciéndole un escáner a Henry —dijo logrando componer una sonrisa—. Todavía no han terminado de procesar mis datos; les llevará algún tiempo. Buscan proteínas extrañas, pero no saben si la resolución les permitirá encontrarlas. La máquina es de segunda mano, de hace veinte años. —Cruzó los brazos e intentó reírse—. Ya lo ves. Si decido quedarme aquí, será mejor que me acostumbre a lo que hay.
—No he podido encontrar a nadie que haya visto a Helen Wu desde anoche —dijo De Groot—. Los de seguridad han entrado en su habitación y está vacía.
—¿Por qué se mezclaría con los antropocosmólogos? —Mosala todavía parecía impresionada por la noticia de la implicación de Wu—. Es una teórica brillante por derecho propio, ¡no una parásita de la pseudociencia! Entiendo que algunas personas puedan pensar que hay algo místico en trabajar en las TOE cuando se dan cuenta de que no entienden los detalles, ¡pero Helen comprende mi trabajo casi mejor que yo! —Pensé que no era el momento de decirle que eso formaba parte del problema—. En cuanto a esos otros matones que crees que asesinaron a Yasuko… He convocado una rueda de prensa para esta tarde en la que explicaré los problemas de la medida que eligió Henry Buzzo y lo que significa para su TOE. Eso les dará algo que pensar a esas mentes mezquinas. —Su voz casi sonaba tranquila, pero tenía los brazos cruzados y se sujetaba las muñecas con las manos para disimular que le temblaban de ira—. Y cuando anuncie mi TOE el viernes por la mañana, ya se pueden despedir de su «trascendencia».
—¿El viernes por la mañana?
—Los algoritmos de Serge Bischoff están haciendo maravillas. Los cálculos estarán listos mañana por la noche.
—Si te han infectado con un arma biológica y te pones demasiado enferma para trabajar —dije con delicadeza—, ¿hay alguien que pueda interpretar los resultados y darle forma a todo?
—¿Qué quieres que haga? —Mosala retrocedió sorprendida—. ¿Nombrar a un sucesor para que sea el próximo objetivo?
—¡No! Pero si tu TOE se completa y se divulga, los moderados tendrán que admitir que estaban equivocados y puede que te proporcionen el antídoto. No te pido que hagas público ningún nombre, pero si puedes arreglar las cosas para que alguien dé los toques finales…
—No tengo nada que demostrar a esa gente —dijo con frialdad—. Y no voy a poner en peligro la vida de nadie más por intentarlo.
La agenda de De Groot sonó antes de que pudiera defender mi postura. Joe Kepa, el encargado de seguridad del congreso, había visto la copia que le había mandado De Groot de nuestra conversación del barco y quería hablar conmigo. Personalmente. De inmediato.
Kepa me acribilló a preguntas en una pequeña sala de reuniones del último piso del hotel durante casi tres horas. Quiso enterarse de todo desde el momento en el que le pedí a SeeNet que me diera el documental. Ya había visto los informes de algunos granjeros sobre lo ocurrido en el barco de los CA (los habían mandado directamente a las redes locales de noticias) y también los análisis del cólera, pero todavía estaba enfadado y desconfiaba; me dio la impresión de que quería desmenuzar mi historia en pedacitos. Me molestó su trato hostil, pero no podía reprochárselo. Hasta la captura del aeropuerto, su problema más grave había sido el de unos músicos callejeros vestidos de payaso, pero en aquel momento podía ser ya cualquier cosa, incluso un despliegue militar completo alrededor del hotel. Mis explicaciones sobre teóricos de la información cargados de armas biotecnológicas cuyo objetivo era matar a los físicos de más renombre del congreso debía de sonarle como una broma de mal gusto o la prueba de que era el elegido para recibir un castigo divino.
Sin embargo, cuando me dijo que se había terminado la entrevista, creo que había conseguido convencerlo: Kepa estaba más enfadado que nunca.
Mi declaración se grabó conforme a las normas jurídicas internacionales. Todos los fotogramas tenían inscrito un código de tiempo verificado y se envió una copia cifrada a la Interpol. Antes de que firmara el archivo de forma electrónica, me ofrecieron comprobarlo para asegurarme de que no estaba manipulado. Repasé varios puntos al azar; no pensaba ver las tres horas enteras.
Me fui a mi habitación y me di una ducha. Me tapaba de manera instintiva la herida recién vendada, aunque sabía que no era necesario mantenerla seca. El lujo del agua caliente y la solidez de la decoración sencilla y elegante me parecían irreales. Veinticuatro horas antes tenía intención de hacer lo posible para ayudar a Mosala a acabar con el bloqueo, cambiar el documental y centrarlo en la noticia de su emigración. Pero para entonces ¿qué podía hacer por la technolibération? ¿Comprar una cámara externa y documentar su muerte sin sentido con el hundimiento de Anarkia como telón de fondo? ¿Era eso lo que quería? ¿Recuperar mis ilusiones de objetividad y grabar tranquilamente la suerte que ella pudiera correr?
Me miré al espejo. ¿Qué utilidad podía tener para nadie?
El cuarto de baño tenía un teléfono en la pared y llamé al hospital. No se habían presentado complicaciones en la operación, pero Akili seguía bajo los efectos de la anestesia. Decidí que le visitaría de todas formas.
Atravesaba el vestíbulo del hotel cuando la gente salió de las sesiones de la mañana. El congreso avanzaba de acuerdo al programa, pero las pantallas anunciaban un acto de homenaje a Yasuko Nishide que tendría lugar más tarde y los participantes estaban claramente nerviosos y preocupados. Hablaban en voz baja en grupos pequeños o miraban alrededor furtivamente como si esperaran oír alguna información vital sobre la ocupación, independientemente de que fuera fiable.
Distinguí un grupo de periodistas a los que conocía de vista y me dejaron unirme a ellos mientras intercambiaban rumores. Parecía que todos estaban de acuerdo en que la armada estadounidense (o neozelandesa o japonesa) evacuaría a los extranjeros en cuestión de días, aunque nadie tenía pruebas de tal afirmación.
—Aquí hay tres estadounidenses ganadores del premio Nobel —dijo confidencialmente David Connolly, el fotógrafo de Janet Walsh—. ¿Creéis que van a dejarlos en la estacada mientras se hunde Anarkia?
También se mostraban de acuerdo en que el aeropuerto había sido ocupado por «anarquistas rivales», los notorios «refugiados» que no acataban la ley estadounidense sobre el armamento. No mencionaron ni una vez los intereses de las empresas de biotecnología; aunque todos los habitantes de la isla conocían el plan de Mosala de emigrar, nadie de aquel grupo se había molestado en hablar con los lugareños el tiempo suficiente para poder enterarse.
Estas personas serían las que informarían de todo lo que sucediera en Anarkia al resto del mundo y ninguna tenía ni la más remota idea de qué estaba pasando en realidad.
De camino al hospital encontré una tienda de electrónica. Me compré una agenda nueva y una cámara para llevar al hombro. Introduje mi código personal en la agenda, que cargó la última copia de seguridad vía satélite de la vieja y empezó a ponerse al día. La pantalla fue un borrón de actividad durante varios segundos.
—Se han producido más de tres mil casos de Angustia —anunció Sísifo.
—No me interesa eso. —¿Tres mil? Se habían multiplicado por seis en quince días—. Muéstrame un mapa de las incidencias.
Parecía más el desarrollo de un cáncer espontáneo que el de cualquier tipo de enfermedad infecciosa. Se extendía de forma aleatoria por todo el planeta, independiente de cualquier factor social o medioambiental, y se concentraba sólo en función de la densidad de población.
¿Cómo podían incrementarse tan rápidamente las cifras sin ningún estallido localizado? Había oído que los modelos que se basaban en la transmisión por el aire, el contacto sexual, el suministro de agua y los parásitos no encajaban con esta epidemia.
—¿Alguna otra noticia sobre el tema?
—No es oficial, pero hay una grabación guardada en la biblioteca de SeeNet de John Reynolds, un compañero tuyo, que incluye los primeros informes sobre declaraciones coherentes de las víctimas.
—¿Hay personas que se recuperan?
—No, pero algunas muestran un cambio intermitente en la patología.
—¿Un cambio o una reducción?
—El discurso es coherente, pero el contexto del asunto sobre el que hablan no es el adecuado.
—¿Te refieres a que son psicópatas? ¿Cuando al fin dejan de gritar y se calman lo suficiente para juntar dos palabras es sólo para decir que se han vuelto locos?
—Eso es algo que tienen que dictaminar los expertos.
—De acuerdo. —Casi había llegado al hospital—. Enséñame los cambios en la patología, todas esas cosas encantadoras que me he perdido últimamente.
Sísifo saqueó la biblioteca y puso un vídeo. No estaba bien visto curiosear el trabajo inacabado de otro, pero si Reynolds no quería que se accediera a sus grabaciones, debería haberlas cifrado.
Miré la escena en el ascensor del hospital, a solas, y sentí que palidecía. No había ninguna explicación para aquello; no tenía sentido.
Reynolds había archivado otras tres escenas de «discurso coherente» de pacientes de Angustia. Las vi todas con los auriculares puestos para escucharlas en privado mientras pasaba por los pasillos rebosantes de actividad. Las palabras exactas que utilizaban los pacientes eran distintas en cada caso, pero siempre apuntaban a lo mismo.
Dejé de analizarlo. Quizá todavía estuviera en estado de shock o bajo el efecto de los opiáceos que me habían dado en el barco. Quizá veía una relación inexistente.
Cuando llegué a la sala, Akili estaba despierta. Sonrió compungida cuando me vio y supe que me había dado fuerte. No era sólo que su cara se hubiera grabado a fuego en mi mente de tal forma que me costaba creer que alguna vez me hubiera atraído ninguna otra persona. La belleza, al fin y al cabo, era lo más superficial. Pero sus ojos negros mostraban una pasión profunda, un sentido del humor y una inteligencia que no poseía ninguna otra persona que conociera.
Me dije que era ridículo. Para un ásex total, aquéllos eran los sentimientos de un juguete de las hormonas, un patético robot biológico. Si se enteraba de lo que sentía, sólo podía aspirar a darle pena.
—¿Te has enterado de lo del aeropuerto? —dije.
—Y de la muerte de Nishide. —Asintió abatida—. ¿Qué tal se ha tomado Mosala todo esto?
—No se ha derrumbado, pero no estoy seguro de que piense con claridad. —No como yo.
—¿Qué opinas? —le pregunté después de contarle la conversación que habíamos mantenido—. Si se mantiene con vida hasta que alguien anuncie la TOE en su nombre, ¿crees que los moderados se retractarán y le proporcionarán el antídoto?
—Quizá. —Kuwale no parecía muy esperanzada—. Si tuvieran pruebas irrefutables de que la TOE se ha completado. Pero ahora son fugitivos; no pueden facilitarle nada.
—Podrían transmitir la estructura de la molécula.
—Sí. Y esperemos que haya un aparato en Anarkia que pueda sintetizarla a tiempo.
—Si todo el universo es una conspiración para explicar la Piedra Angular, ¿no crees que podría tener suerte? —No me creía una palabra de todo aquello, pero no me pareció adecuado decirlo.
—Explicar el Instante Aleph no implica recibir indultos milagrosos. Mosala no tiene porqué ser la Piedra Angular, ni siquiera con Nishide muerto y la TOE de Buzzo refutada. Si sobrevive, será sólo porque las personas que intentan salvarla lo habrán hecho mejor que las que intentan matarla. —Se rió de forma cansina—. Eso es lo que significa una Teoría del Todo: no hay milagros, ni siquiera para la Piedra Angular. Todos viven y mueren obedeciendo las mismas reglas.
—Lo comprendo. —Dudé—. Hay algo que quiero enseñarte. Algunas noticias nuevas sobre Angustia.
—¿Angustia?
—Sígueme la corriente. Quizá no signifique nada, pero necesito saber tu opinión.
Me sentía en la obligación de no divulgar la grabación de Reynolds y la sala estaba llena, pero teníamos pantallas a ambos lados y parecía que el masc escayolado de la cama contigua estaba dormido. Le pasé la agenda a Kuwale y reproduje uno de los vídeos con el sonido muy bajo.
Una fem de mediana edad, pálida y con melena negra despeinada, miraba a la cámara directamente desde una cama de hospital. No parecía drogada y desde luego no exhibía el comportamiento característico del síndrome, pero se dirigía a Reynolds con una fascinación intensa y horrorizada.
—Esta pauta de información, este estado de ser consciente y poseer todas las percepciones se envuelve a sí mismo en un número creciente de capas de corolarios: neuronas que codifican la información, sangre que nutre a las neuronas, un corazón que bombea la sangre, intestinos que le aportan nutrientes, una boca para proveer de alimentos a los intestinos, comida que entra en ella, campos de cultivo, tierra, luz solar, un billón de estrellas. —Su mirada se desplazaba ligeramente al hablar, mientras estudiaba la cara de Reynolds—. Neuronas, corazón, intestinos, células de proteínas e iones y agua en las membranas lipídicas, tejidos que se diferencian al desarrollarse, genes que se activan en los marcadores de los gradientes hormonales, un millón de formas moleculares que se entrelazan, carbono tetravalente, hidrógeno monovalente, electrones compartidos en enlaces entre núcleos de protones, neutrones para equilibrar la repulsión electrostática y, en ambos, quarks cuyo spin se empareja con el de los leptones en una jerarquía de niveles de excitación de campo y que residen en una variedad de dimensión diez, definiendo una ruptura de simetría en el espacio de todas las topologías. —Se aceleró—. Neuronas, corazón, intestinos, morfogénesis que retrocede a una célula, un óvulo fecundado en otro cuerpo. Cromosomas diploides que requieren un donante independiente. Ascendencia iterativa. Mutaciones que dividen las especies a partir de los linajes anteriores, vida unicelular, fragmentos que se duplican por sí mismos, nucleótidos, azúcares, aminoácidos, dióxido de carbono, agua, nitrógeno. Una nube protoestelar que se condensa, rica en los elementos pesados que se sintetizan en otras estrellas, lanzadas a través de un cosmos gravitatoriamente inestable que empieza y termina en una singularidad.
Se calló, pero sus ojos se seguían moviendo; casi podía distinguir el contorno de la cara de Reynolds en el barrido de su mirada. Y si éste le había parecido al principio una aparición extraña, destellos de comprensión intensa parecieron abrirse paso a través de su asombro, como si la fem estuviera llevando el razonamiento cósmico hasta el límite e integrara a aquel desconocido, aquel primo lejano, lógico y necesario, en el mismo diagrama unificado.
Pero de pronto, algo pareció poner fin a su remisión breve: una expresión de horror y pánico distorsionó sus rasgos. La Angustia la había reclamado. Detuve el vídeo antes de que empezara a patalear y gritar.
—Hay tres casos similares más —dije—. Así que, ¿son imaginaciones mías o este desvarío te suena a lo mismo que a mí? Porque, ¿qué clase de plaga haría creer a esas personas que son la Piedra Angular?
—Andrew, si esto es una broma… —dijo Kuwale mirándome después de dejar la agenda en la cama.
—¡No! ¿Por qué iba a hacer…?
—Para salvar a Mosala. Si es un engaño, no te saldrás con la tuya.
—Si fuera a inventarme una Piedra Angular para salvarla —gruñí—, habría hecho una simulación de Yasuko Nishide en su lecho de muerte mientras tenía todas las revelaciones cósmicas, no de un caso psiquiátrico aleatorio.
Le expliqué lo de Reynolds y el documental de SeeNet.
Escudriñó mi cara para decidir si estaba diciendo la verdad. Le devolví la mirada, demasiado cansado y confuso para ocultar nada. Hubo un destello de sorpresa y… ¿diversión? No sabría decirlo, y por su parte no dijo nada sobre lo que sentía.
—Quizá lo ha falsificado algún miembro de la corriente principal de los CA y lo ha colado en SeeNet. —Me aferraba a suposiciones porque no le encontraba otro sentido.
—No —negó Kuwale de plano—. Me habría enterado.
—Entonces…
—Es auténtico.
—¿Cómo es posible?
—Porque todo lo que pensábamos era verdad, pero los detalles eran incorrectos. —Me miró a los ojos sin avergonzarse de su miedo—. Todos teníamos mal los detalles. La corriente principal, los moderados y los extremistas; todos hicimos suposiciones distintas y todas eran erróneas.
—No lo entiendo.
—Lo entenderás, como todos.
De repente recordé la historia apócrifa que contó el antropocosmólogo del barco sobre la muerte de Muteba Kazadi.
—¿Crees que el origen de Angustia es mezclar la física y la información?
—Sí.
—Si la Piedra Angular lo hace, ¿arrastra a los demás? ¿Crecimiento exponencial como en una plaga?
—Sí.
—Pero… ¿cómo? ¿Quién fue la Piedra Angular? ¿Quién lo empezó todo? ¿Muteba Kazadi hace unos cuantos años?
—¡No! —Kuwale se rió como un loco. El masc de la cama de al lado estaba despierto y lo escuchaba todo, pero ya me daba igual—. Miller no llegó a explicarte lo más curioso sobre el modelo cosmológico —añadió Kuwale. Miller era el umasc al que yo llamaba Tres.
—¿A qué te refieres?
—Si desarrollas todos los cálculos, el efecto retrocede en el tiempo. No mucho: el crecimiento exponencial hacia adelante implica la descomposición exponencial hacia atrás. Pero la certeza absoluta de la Piedra Angular al precipitar la mezcla en el Instante Aleph implica una pequeña probabilidad de que otras personas sean arrastradas aleatoriamente incluso antes del acontecimiento. Es una condición de continuidad; en ningún sistema hay nada que sea un salto instantáneo de cero a uno.
Hice un gesto de negación; no lo entendía, no podía asimilarlo.
Akili me cogió de la mano, la apretó con fuerza sin pensar y me transmitió su miedo y una emoción vertiginosa de anticipación directamente al cuerpo, de su piel a la mía.
—La Piedra Angular todavía no es la Piedra Angular. El Instante Aleph aún no ha sucedido, pero ya notamos su impacto.