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—No creas que tenías ninguna oportunidad —dijo Kuwale cuando terminé de relatarle mi conversación con los asesinos y su presentación para los medios de comunicación—, nadie habría podido convencerlos con palabras.

—¿No?

No lo creía; ellos se habían convencido, sistemáticamente, por medio de palabras. Tenía que haber una forma de deshacer aquella supuesta lógica, que ellos veían clara como el agua, y de obligarlos a enfrentarse a lo absurdo que era todo.

Pero no la había encontrado. No había logrado meterme en su cabeza.

Comprobé la hora con Testigo; pronto amanecería. No podía parar de temblar; el limo resbaladizo de las algas que recubrían el suelo me parecía más húmedo que nunca, y el polímero duro de debajo se había enfriado tanto como el acero.

—Mosala estará protegida. —Kuwale estaba abatida cuando le dejé, pero en mi ausencia parecía haber recobrado un optimismo desafiante—. Mandé una copia del genoma de tu cólera mutante a los de seguridad del congreso, así que sabrán el riesgo que corre aunque ella no quiera reconocerlo. Y hay muchos otros CA de la corriente principal en Anarkia.

—Pero nadie de la isla sabe que Wu está involucrada, ¿verdad? Y, de todas formas, podría haber infectado a Mosala con un arma biológica hace días. ¿Crees que lo habrían confesado todo ante la cámara si el asesinato no fuera un hecho consumado? Quieren asegurarse de que les reconocen el mérito; tienen que entrar en escena pronto y evitar la confusión, antes de que todos, desde el FDCPA hasta InGenIo, estén bajo sospecha. Pero seguro que es lo último que harían, antes de confirmar su muerte y huir de Anarkia.

¿Significaba eso que lo que había dicho en cubierta no servía para nada? No lo creía. Puede que también hubieran diseñado un antídoto, una bala mágica de reserva.

Kuwale se calló. Presté atención por si oía voces o pasos distantes, pero no distinguía nada aparte del crujido del casco y la estática de mil olas.

Menuda visión grandiosa de renacer superando la adversidad como un valiente defensor de la technolibération. Sólo había logrado darme de bruces con un juego sanguinario entre creadores de dioses lunáticos y que me devolvieran a mi lugar en la vida: emisario de los mensajes ajenos.

—¿Crees que nos vigilan desde cubierta en este momento? —dijo Kuwale.

—¿Quién sabe? —Miré alrededor de la bodega oscura; ni siquiera sabía con seguridad si la tenue luz gris que debía de ser el mamparo de enfrente era real o sólo una imagen estática de la retina combinada con la imaginación—. ¿Qué pueden temer que hagamos? —añadí riéndome—. ¿Dar un salto de seis metros, hacer un agujero en la escotilla y nadar seiscientos kilómetros unidos como hermanos siameses?

Noté un tirón brusco de la cuerda que me ataba las manos. Me irrité y estuve a punto de protestar en voz alta, pero me contuve a tiempo. Parecía que Kuwale había aprovechado la hora en la que no había tenido las muñecas atrapadas entre nuestras espaldas. ¿Habría soltado algo de cuerda de sus ataduras y la habría ocultado entre las manos, aprovechando para separarlas un poco cuando nos volvieron a atar juntos? Cualquiera que fuese la imitación de Houdini que hubiera hecho, después de unos minutos de manipulación meticulosa, la cuerda se aflojó. Kuwale sacó los brazos del confinado espacio que había entre los dos y los estiró.

No pude evitar sentir un torrente de euforia pura y tonta, aunque esperara el incipiente sonido de pasos en cubierta. Con cámaras de infrarrojos controladas por un programa que grabara ininterrumpidamente, habrían descubierto esta transgresión sin problemas.

El silencio se prolongó. Debían de haber tomado la decisión de capturarnos sobre la marcha, cuando interceptaron el mensaje que le envié a Kuwale. Si lo hubieran planeado con antelación, por lo menos habrían llevado esposas. Quizá el equipo de vigilancia que pudieron improvisar era de tecnología tan obsoleta como las cuerdas y las redes.

Kuwale se estremeció de alivio y volvió a dedicarse a deshacer nudos. Le envidiaba: yo tenía los hombros anquilosados y doloridos.

La cuerda de polímero era resbaladiza, estaba anudada firmemente y Kuwale llevaba las uñas muy cortas (acabaron en mi carne muchas veces). Cuando por fin tuve las manos libres fue un anticlímax; el sentimiento de júbilo se había desvanecido tiempo atrás y sabía que no teníamos ninguna posibilidad de escapar, aunque aquello fuera mejor que estar sentado en la oscuridad mientras esperaba el honor de anunciar al mundo la muerte de Mosala.

La red de plástico inteligente se adhería de manera selectiva a su superficie opuesta, probablemente para facilitar las reparaciones, y la unión era tan fuerte como el propio material. Cuando teníamos los brazos atados a la espalda no quedaba ningún resquicio, pero ahora que teníamos las manos libres había una holgura de cuatro o cinco centímetros. Nos pusimos en pie con dificultad, ya que los zapatos resbalaban en el limo de algas. Dejé escapar el aire de los pulmones y metí el estómago, agradecido por mi reciente ayuno.

Los primeros intentos fallaron. A oscuras, estuvimos colocándonos en diversas posturas tortuosas durante diez o quince minutos, hasta que encontramos una erguida que reducía al mínimo todo nuestro contorno. Parecía una prueba ardua e inane destinada a los participantes de un concurso televisivo del infierno. Cuando la red tocó el suelo, yo había perdido la sensibilidad en las pantorrillas; di unos cuantos pasos por la bodega y estuve a punto de caerme. Oía el ruido débil que hacen las uñas al rozar el plástico; Kuwale estaba soltando la cuerda que tenía en los pies. Nadie se había molestado en atarme las piernas al volver, así que anduve unos cuantos metros en la oscuridad para relajar los músculos y disfrutar al máximo de la ilusión visceral de libertad mientras durara.

Volví adonde estaba Kuwale sentada y me incliné hasta la altura de sus ojos. Me puso un dedo en los labios y yo asentí. Hasta el momento parecía que habíamos tenido suerte y no había cámara de infrarrojos, pero podía haber micrófonos y no sabíamos lo inteligente que era el programa de escucha.

Kuwale se levantó, se volvió y desapareció. Su camiseta se había apagado por la carencia de luz solar durante tanto tiempo. Oía, de vez en cuando, el crujir de las suelas húmedas de sus zapatos; parecía que estaba circunvalando lentamente la bodega. No tenía ni idea de qué buscaba. ¿Una brecha improbable en el casco? Me quedé de pie y esperé. La tenue franja de luz del suelo era otra vez visible, pero muy débil. Amanecía y la luz del día sólo podía representar más personas despiertas en cubierta.

Oí acercarse a Kuwale; me tocó el brazo y me cogió del codo. Le seguí a un rincón. Puso mi mano sobre el mamparo a un metro de altura. Había encontrado una especie de panel de control tapado por una cubierta protectora, una portezuela incrustada que se abría con un resorte. No la había visto cuando nos bajaron porque los mamparos estaban llenos de manchas y salpicaduras; eran un camuflaje muy eficaz.

Exploré el panel con la punta de los dedos. Había un enchufe para corriente continua de bajo voltaje y dos bocas de metal de rosca de un par de centímetros de anchura, con llaves de paso. No sabía qué verterían o bombearían ni me parecían de mucha utilidad, a menos que Kuwale hubiera pensado en inundar la bodega para que saliéramos de allí flotando.

Casi se me escapó. En la parte derecha del panel había una abertura circular poco profunda, de unos cinco o seis milímetros de anchura.

Un puerto de conexión óptico.

¿Conectado a qué? ¿Al ordenador principal de a bordo? Si la embarcación se destinaba originalmente al transporte de mercancías, quizá un miembro de la tripulación con un terminal portátil podía introducir los datos del inventario desde allí. En un barco de pesca alquilado por antropocosmólogos, no albergaba grandes esperanzas de que estuviera configurado para hacer nada.

Me desabroché la camisa mientras invocaba a Testigo. El programa tenía una tosca opción de terminal virtual que me dejaría ver todos los datos que llegaran y dar instrucciones moviendo los dedos como si manejara un teclado. Me quité el sello del puerto de interfaz del ombligo, me mantuve pegado al mamparo e intenté alinear las dos conexiones. Era incómodo, pero después de ingeniármelas para escapar de la red de pesca no suponía un gran reto.

Todo lo que pude conseguir fue una oleada breve de texto sin sentido y un mensaje de error del programa. Recibía una señal de respuesta, pero no podía reconocer los datos. Ambos puertos eran enchufes diseñados para conectarse por medio de un cable umbilical. Las pestañas protectoras los mantenían demasiado alejados; los fotodetectores quedaban un milímetro más allá del plano focal de sus respectivas señales láser.

Me aparté e intenté no expresar mi frustración en voz alta. Kuwale me tocó el brazo preguntando por el resultado. Me llevé su mano a la cara, hice un gesto de negación y luego llevé su dedo hasta mi ombligo artificial. Me dio una palmada en el hombro: «Lo entiendo; al menos lo hemos intentado».

Me desplomé contra el mamparo al lado del panel. Se me ocurrió que si ocultaba la confesión de CA culparían a InGenIo. Si Helen Wu y sus amigos ocultos se declaraban culpables después de los hechos, lo más probable era que los calificaran de lunáticos. Nadie había oído hablar de la Cosmología Antropológica y Mosala convertida en mártir podría romper el bloqueo.

Ya me imaginaba repitiéndome a mí mismo aquel razonamiento una y otra vez para consolarme: «Ha pasado lo que ella quería».

Me quité el cinturón y me clavé el pincho de la hebilla en la carne que rodeaba el ombligo. Alrededor del acero quirúrgico había una capa fina de tejido conjuntivo artificial que sellaba la herida permanente y la protegía contra las infecciones. Me dio dentera el sonido del colágeno cuando lo arranqué, pero no tenía terminaciones nerviosas que me informaran de los daños. A un par de centímetros de la superficie, di con la pestaña de metal que sujetaba el puerto en su sitio. Aparté la carne del tubo y conseguí introducir el pincho por el borde de la pestaña.

Parecía un apaño de cirugía casera; sólo tenía que aumentar el agujero de la pared abdominal unos siete u ocho milímetros. Mi cuerpo no estaba de acuerdo. Insistí, profundicé alrededor de la parte interior de la pestaña e intenté soltarla, mientras brotaban de la zona, por turnos, oleadas contradictorias de mensajes químicos de rechazo absoluto y consuelo analgésico. Kuwale se acercó y me ayudó a sujetar la abertura. Mientras sus dedos cálidos rozaban las cicatrices que me hice delante de Gina me encontré con que tenía una erección. Era una reacción incorrecta por tantos motivos que estuve a punto de estallar en carcajadas. El sudor se me metía en los ojos y la sangre me corría hacia la ingle mientras mi cuerpo evidenciaba ciegamente mi deseo. Lo cierto era que si Kuwale hubiera estado dispuesta, me habría encantado tumbarme en el suelo para hacer el amor con éil de todas las maneras posibles, sólo para sentir más piel suya sobre la mía y pensar que habíamos conectado de alguna forma.

El tubo de acero enterrado emergió arrastrando un corto segmento de fibra óptica cubierto de sangre. Me volví y escupí un líquido ácido. Afortunadamente, nada más.

Esperé a que dejaran de temblarme los dedos, lo limpié todo con la camisa y destornillé la cubierta exterior dejando el puerto al descubierto, desnudo. Se parecía más a una circuncisión que a una faloplastia, aunque suponía demasiados problemas para consumar una penetración de un milímetro. Me guardé el prepucio metálico en el bolsillo, localicé el puerto del mamparo y volví a intentarlo.

Unas letras blancas sobre fondo azul, grandes y alegres, aparecieron delante de mí. Aunque no deslumbraran, resultaron muy chocantes.

Mitsubishi Shangai Marine

Modelo LMHDV-12-5600

Opciones de emergencia:

B - lanzar bengalas

S - activar señal de socorro

Tecleé todos los códigos posibles de escape, esperando encontrar un menú más amplio, pero aquélla era la lista completa de opciones. Las fantasías gloriosas, que no me había atrevido a albergar, consistían en alcanzar el ordenador principal del barco, conseguir acceso inmediato a la red y archivar la confesión grabada de los CA en veinte sitios seguros, mientras mandaba copias a todos los asistentes del congreso Einstein. Este puerto no era nada más que los restos de un sistema de emergencia que, probablemente, se incluyó en el diseño para cumplir las normas vigentes de seguridad y que los propietarios olvidaron al equipar el barco con un sistema de navegación y comunicaciones apropiado.

¿Lo olvidaron o lo desconectaron?

Hice el gesto de teclear la «S».

El texto de la emisión de la llamada de socorro fluyó por la pantalla virtual. Transmitía el modelo del barco, el número de serie, la latitud y la longitud —si recordaba el mapa de Anarkia correctamente estábamos más cerca de la isla de lo que pensaba— y decía que los «supervivientes» estaban en la bodega principal. De repente tuve la sospecha de que si nos molestáramos en buscar por el resto de la bodega, encontraríamos otro panel que ocultaba dos botones rojos del tamaño de puños con las palabras SOCORRO y BENGALAS inscritas, pero prefería no pensar en ello.

En algún lugar de cubierta empezó a sonar una sirena.

—¿Qué has hecho? —Kuwale estaba consternada—. ¿Activar la alarma de incendios?

—He emitido la señal de socorro; pensé que tirar bengalas podría ocasionarnos algún problema. —Cerré el panel y empecé a abotonarme la camisa ensangrentada, como si sirviera de algo intentar ocultar las pruebas.

Oí a alguien correr por la cubierta. Unos instantes después se apagó la sirena, se entreabrió la escotilla y Tres se asomó. Llevaba una pistola, de forma casi descuidada.

—¿De qué creéis que servirá eso? Ya hemos enviado el código de falsa alarma; nadie prestará atención. —Parecía más divertido que enfadado—. Lo único que tenéis que hacer es sentaros y dejar de joder. Pronto os liberaremos, así que ¿por qué no cooperáis un poco?

Desenrolló la escala de cuerda y bajó, solo. Miré la franja de cielo pálido del amanecer detrás de él; distinguía un satélite que se apagaba, pero no tenía modo de alcanzarlo.

—Sentaos y ataos los pies juntos —dijo Tres mientras nos lanzaba dos trozos de cuerda—. Hacedlo bien y quizá os dé algo para desayunar. —Dio un gran bostezo y luego se giró y gritó—: ¡Giorgio! ¡Anna! ¡Echadme una mano!

Kuwale corrió hacia él; se movió con una rapidez que no había visto en mi vida. Tres levantó la pistola y le disparó en el muslo. Kuwale se tambaleó e hizo una pirueta mientras se movía hacia delante. Tres continuó apuntándole con la pistola hasta que a Kuwale se le doblaron las rodillas e inclinó la cabeza. Cuando la reverberación del disparo se apagó en mi cráneo, oí su respiración entrecortada.

Me levanté e insulté a Tres, apenas consciente de lo que decía. Estaba enajenado; quería coger la bodega, el barco y el océano y barrerlos como si fueran telarañas. Me adelanté mientras agitaba los brazos de manera salvaje y gritaba obscenidades. Tres me miró perplejo, como si no entendiera a qué venía tanto follón. Di otro paso y me apuntó con la pistola.

Kuwale saltó y lo derribó. Antes de que pudiera levantarse se le tiró encima, lo atrapó por los brazos y golpeó su mano derecha contra el suelo. Durante un instante me quedé paralizado; estaba convencido de que la lucha era inútil, pero luego corrí a ayudar.

Tres debía de ser la viva imagen de un padre indulgente jugando con dos niños belicosos de cinco años. Tiré del cañón de la pistola que sobresalía de su inmenso puño, pero el arma parecía incrustada en un bloque de piedra. Parecía dispuesto a ponerse de pie en cuanto recuperara el aliento; el cuerpo esbelto de Kuwale no sería ningún impedimento.

Le di una patada en la cabeza y protestó indignado. Seguí atacando la misma zona repetidas veces, mientras vencía mi repugnancia. Se le abrió la piel bajo un ojo y enterré el talón en la herida a la vez que me agachaba y tiraba del arma. Gritó de dolor, la soltó y medio incorporado lanzó a Kuwale a un lado. Disparé al suelo detrás de mí con la esperanza de desanimarlo y evitar que me obligara a usar el arma contra él. Otro disparo resonó arriba y miré hacia allí. Diecinueve (¿Anna?) estaba tumbada boca abajo y se asomaba por la trampilla.

Apunté a Tres con la pistola mientras retrocedía unos pasos. Me miraba, ensangrentado y enfadado, pero con curiosidad; intentaba entender mis acciones sin sentido.

—Quieres que Mosala «deshaga» el mundo, ¿verdad? —Se rió y negó con un gesto—. Llegas demasiado tarde.

—Nada de esto es necesario —gritó Anna—. Por favor, tira el arma y volveréis a Anarkia dentro de una hora. Nadie quiere haceros daño.

—Tráeme una agenda —grité—. Ya. Dispones de dos minutos antes de que le vuele los sesos. —Lo decía en serio, por lo menos mientras hablaba.

Anna se alejó del borde y oí un murmullo de voces enfadadas mientras hablaba con los otros.

Kuwale se arrastró hasta mí. Su herida sangraba mucho; la bala no le había dado en la arteria femoral, pero respiraba con dificultad. Necesitaba ayuda.

—No lo harán —dijo Kuwale—. Seguirán intentando ganar tiempo; ponte en su lugar.

—Tiene razón —dijo Tres con calma—. No importa que mi vida esté en juego; si Mosala se convierte en la Piedra Angular, moriremos todos. Si intentas salvarla, no tienes nada con qué negociar, porque cualquier cosa con la que los amenaces se cumplirá, accedan o no.

Miré hacia cubierta; todavía los oía discutir, pero si tenían tanta fe en su cosmología como para matar a Mosala, destrozar sus vidas y convertirse en fugitivos con pretensiones de superioridad moral escondidos en la zona rural de Mongolia o el Turkistán sin siquiera un porcentaje sobre los derechos de emisión… la amenaza de una muerte más no iba a hacer mella en su convicción.

—Creo que vuestro trabajo necesita una revisión urgente.

Le pasé el arma a Kuwale, me quité la camisa y se la até alrededor del muslo. Yo había dejado de sangrar y el tejido cicatrizante rasgado rezumaba un bálsamo incoloro de antibióticos y coagulantes.

Regresé al panel de control y me conecté de nuevo. No podían anular el sistema de emergencia porque era independiente del ordenador. Repetí el mensaje de socorro y disparé las bengalas. Oí tres silbidos fuertes de gas y un resplandor actínico despiadado avanzó por el otro mamparo, desplazando la luz suave del amanecer. La pátina marrón de manchas de algas nunca había recibido una iluminación mejor y perdió su función de camuflaje. Vi los bordes de otro compartimiento empotrado: el hueco negro que rodeaba la cubierta de protección resaltaba de forma descarnada. Miré dentro; había dos botones grandes, como sospechaba, y también una toma de aire de emergencia. Al inspeccionarlo mejor vi un logotipo críptico casi borrado, incomprensible para personas de cualquier idioma y cultura, a través de las manchas de la puerta del compartimiento.

La conversación de arriba había cesado. Esperaba que no les entrara pánico y nos atacaran.

A Tres pareció tentarle decir algo desdeñoso, pero mantuvo la boca cerrada. Miraba a Kuwale con nerviosismo; quizá había llegado a la conclusión de que éil era el auténtico fanático que deseaba el fin de todo, y yo sólo alguien a quien Kuwale había embaucado.

La bengala alcanzó su cenit y la luz llenó la bodega.

—No lo entiendo —dije—. ¿Podéis llegar al extremo de asesinar a una fem inocente sólo porque un ordenador os diga que puede desencadenar el Apocalipsis? —Tres ponía la cara de indiferencia con la que se obsequia a los locos—. Tenéis una teoría que puede tragarse cualquier TOE, de acuerdo. Un sistema que puede llegar más lejos que las leyes físicas. Pero no os engañéis: no es una ciencia. Igual podríais haber tropezado con un sistema numerológico para hacer que «Mosala» equivaliera a seis-seis-seis.

—Pregunta a Kuwale si todo es un rollo cabalístico —dijo Tres con suavidad—, pregúntale sobre Kinshasa en el cuarenta y tres.

—¿Cómo?

—Eso es sólo una mierda apócrifa. —Kuwale estaba empapada en sudor y mostraba síntomas de estar a punto de entrar en estado de shock. Le cogí la pistola y fue a sentarse contra el mamparo.

—Pregúntale cómo murió Muteba Kazadi —insistió Tres.

—Tenía setenta y ocho años —dije mientras intentaba recordar lo que habían escrito los biógrafos sobre su muerte; dada su edad, no había prestado mucha atención—. Creo que las palabras que buscas son «hemorragia cerebral».

Sentí un escalofrío al oír la risa incrédula de Tres. Por supuesto que había algo más que pura teoría de la información detrás de sus creencias: también contaban con al menos una muerte mítica debida al conocimiento prohibido para dar validez a todo y convencerse de que la abstracción tenía dientes.

—De acuerdo —dije—, pero si Muteba no deshizo el universo con sus acciones, ¿por qué iba a hacerlo Mosala?

—Muteba no era un teórico de las TOE; no podría haber sido la Piedra Angular. Nadie sabe exactamente qué hacía; se han perdido todas sus notas. Pero algunos pensamos que encontró una forma de mezclar la física con la información y, cuando lo hizo, el shock lo mató.

Kuwale resopló con sorna.

—¿Qué significa «mezclar la física con la información»? —pregunté.

—Cualquier estructura física contiene información —dijo Tres—, pero normalmente, las leyes de la física controlan el funcionamiento de la estructura. —Sonrió—. Suelta una Biblia y una copia de los Principia, y caerán al suelo a la vez. El hecho de que las leyes de la física sean «información» en sí mismas es invisible e irrelevante. Son tan absolutas como el espaciotiempo newtoniano: un escenario fijo y no un personaje.

»Pero nada es puro ni independiente. El tiempo y el espacio se mezclan a altas velocidades; las posibilidades macroscópicas se mezclan a nivel cuántico; las cuatro fuerzas fundamentales se mezclan a altas temperaturas, y la física y la información se mezclan por medio de un proceso desconocido. El grupo de simetría no está claro, por no hablar de los detalles de su dinámica. Pero el proceso podría desencadenarse tanto por medio del conocimiento puro, el conocimiento de la propia cosmología de la información cifrado en una mente humana, como por una situación física extrema.

—¿Con qué efecto?

—Es difícil saberlo. —A la luz de la bengala, su cara parecía envuelta en un saco amniótico negruzco—. Quizá deje al descubierto la unificación más profunda y revele con precisión que la física se crea a partir de su explicación… y viceversa. Cambiaría el sentido del vector, de forma que toda la maquinaria oculta quedaría a la vista.

—¿Seguro? Si Muteba hubiera tenido esa gran revelación cósmica, ¿cómo puedes saber que no se convirtió en la Piedra Angular justo antes de morir?

Sabía que sería una pérdida de tiempo, pero no podía abandonar mi intento de salvar a Mosala.

—Lo sé. —Tres sonreía ante mi ignorancia—. He visto modelos de un cosmos de la información con una Piedra Angular que las mezcló y no vivimos en un universo así.

—¿Por qué?

—Porque después del Instante Aleph arrastraría consigo a todos los demás de forma exponencial: se mezclaría una persona, luego dos, cuatro, ocho… Si eso hubiera sucedido en el cuarenta y tres, a estas alturas, ya habríamos seguido todos a Muteba Kazadi. Todos sabríamos de primera mano qué lo mató.

La bengala descendió, quedó fuera de nuestra vista y el mundo volvió a hundirse en la penumbra. Invoqué a Testigo y mis ojos se adaptaron a la luz ambiental de inmediato.

—¡Andrew! —dijo Kuwale—. ¡Escucha!

Era un sonido grave de pulsos rítmicos que atravesaba el casco y cuya intensidad iba en aumento. Había aprendido por fin a reconocer un motor MHD y aquél no era el nuestro.

Esperé angustiado por la incertidumbre. Me temblaban las manos tanto como a Kuwale. Después de unos minutos oímos gritos lejanos. No podía distinguir las palabras, pero había voces nuevas con acento polinesio.

—Mantened la boca cerrada o tendrán que matarlos a todos —dijo Tres con calma—. ¿O es que Mosala vale más para vosotros que unos cuantos granjeros?

Lo miré aturdido. ¿Pensaría lo mismo el resto de los CA? ¿Con cuántas muertes tendrían que cargar antes de admitir que podían estar equivocados? ¿O se habían rendido incondicionalmente a un cálculo moral en el que incluso la mínima oportunidad de «deshacer» el universo justificaba todos los crímenes y atrocidades?

Las voces se acercaron y el motor se detuvo. Sonaba como si el barco de pesca se hubiera puesto a nuestro lado, pero podía oír otro más alejado.

—Pero os alquilé el barco, así que es responsabilidad mía. El sistema de emergencia no debería fallar —oí que decía alguien. Era una voz profunda de fem y sonaba asombrada, razonable e insistente. Miré a Kuwale; tenía los ojos cerrados y los dientes firmemente apretados. Verle sufrir de esa manera me dolía; no me acababa de creer lo que empezaba a sentir por éil, pero ésa no era la cuestión. Necesitaba que le curaran, teníamos que escapar.

Pero si pedía ayuda, ¿a cuántas personas pondría en peligro?

Oí que se aproximaba un tercer barco. «Socorro… Falsa alarma… Socorro… Bengalas.» Parecía que la flota local pensaba que era bastante extraño, hasta el punto de venir a echar un vistazo. Incluso si no estaban armados, superaban en número de forma abrumadora a los CA.

—Aquí dentro —grité alzando la cabeza.

Tres se puso tenso, como si se dispusiera a moverse. Disparé con el arma al suelo cerca de su cabeza y se paró en seco. Sentí una oleada de vértigo y esperé una descarga de las automáticas. Estaba loco: ¿qué había hecho?

Se oyeron fuertes pisadas en cubierta y más gritos.

Una fem polinesia con mono azul y Veinte se acercaron a la entrada de la bodega. La granjera nos miró con el ceño fruncido.

—Si os han amenazado, recoged las pruebas y presentadlas ante un árbitro de la isla. No sé qué habrá pasado, pero ¿no crees que sería mejor separaros?

—Se esconden en el barco —dijo Veinte fingiendo ira—, nos intimidan con armas de fuego y cogen a un rehén. ¿Y esperas que te los entreguemos para que los dejes en libertad?

La granjera me miró directamente a los ojos. No podía hablar, pero le devolví la mirada y dejé caer la mano derecha a un lado.

—No tengo inconveniente en testificar a vuestro favor sobre lo que he visto —dijo dirigiéndose a Veinte con cara de póquer—. Así que si liberan al rehén y nos acompañan, te doy mi palabra de que se hará justicia.

Otros cuatro granjeros se asomaron por la escotilla de la bodega. Kuwale, que seguía sentada contra el mamparo, los saludó con una mano y dijo algo en polinesio. Uno de los granjeros se rió de forma escandalosa y le contestó. Sentí un brote de esperanza. El barco estaba lleno de personas y, al enfrentarse a la idea de una masacre, los CA se habían doblegado.

—¡Lo dejamos en libertad! —grité mientras me guardaba el arma en el bolsillo trasero. Tres se incorporó con una expresión hosca y, en voz baja, añadí hacia él—: Al fin y al cabo, ya está muerta. Eso es lo que nos has dicho. Ya eres uno de los salvadores del universo. —Me di una palmada en el vientre—. Piensa en tu lugar en la historia y no vayas a estropear tu imagen. —Intercambió una mirada con Veinte y empezó a subir la escala de cuerda.

Arrojé la pistola a un rincón y fui a ayudar a Kuwale. Subió por la escala muy despacio, y yo le seguí de cerca, con la esperanza de poder sujetarle si se caía.

Había aproximadamente unos treinta granjeros en cubierta, y ocho antropocosmólogos, casi todos armados, que parecían estar mucho más tensos que los anarkistas desarmados. Me horroricé al pensar en lo que podía haber sucedido. Busqué a Helen Wu, pero no estaba a la vista. ¿Habría vuelto a la isla durante la noche para supervisar la muerte de Mosala? No había oído ningún barco, pero podría haberse puesto un equipo de buceo para marcharse en la cosechadora.

Empezamos a avanzar hacia el borde de cubierta, donde había un puente retráctil que unía los dos barcos.

—¡No creas que vas a marcharte con propiedad robada! —gritó Veinte.

—¿Quieres vaciarte los bolsillos y ahorrarnos tiempo? —me dijo la granjera, que empezaba a perder la paciencia—. Tu amigo necesita un médico.

—Lo sé.

Veinte se acercó y señaló hacia la cubierta con una mirada cargada de significado que me heló la sangre. Todavía no se había acabado. Esperaban que lo que le habían hecho a Mosala fuera irreversible, pero aún no tenían la certeza y estaban dispuestos a abrir fuego si me marchaba con una grabación que demostraba que el peligro era real.

Conocían a Mosala demasiado bien. No tenía ni idea de cómo la convencería sin esa cinta; ella creía que ya la había avisado de una falsa alarma.

No tenía elección. Invoqué a Testigo y lo limpié todo.

—De acuerdo, ya está. Lo he borrado.

—No te creo.

—Conecta una agenda, haz un inventario y compruébalo —dije señalando la fibra que sobresalía.

—Eso no demuestra nada. Podrías ocultarlo.

—Entonces, ¿qué quieres? ¿Que me meta en un microondas y fría toda la memoria?

—Aquí no disponemos de ese equipo —dijo con un gesto solemne de negación.

Miré el puente que suspiraba bajo la presión de los dos barcos que cabeceaban y se balanceaban en el suave oleaje.

—De acuerdo, deja que se marche Kuwale, yo me quedo.

—No. No puedes confiar… —gruñó Kuwale.

—Es la única salida —interrumpió Veinte—. Te doy mi palabra de que te devolveremos a Anarkia sano y salvo en cuanto se acabe todo.

Me miraba con calma y parecía totalmente sincera. En cuanto muriese Mosala me liberarían.

Pero si sobrevivía, completaba su TOE y demostraba que estas personas no eran más que homicidas frustrados, ¿qué harían con el mensajero?

Me puse de rodillas. Pensé, entre otras cosas, que cuanto antes empezara, antes acabaría.

Enrollé la fibra en mi mano y empecé a tirar de los chips de memoria de mis tripas. La herida del puerto óptico era demasiado pequeña, pero las cubiertas protectoras de los chips con forma de cápsula la fueron forzando y emergieron a la luz una a una, como los segmentos brillantes de un extraño parásito cibernético que luchara por quedarse dentro de su anfitrión. Cuanto más fuerte bramaba, más amortiguaba el dolor.

El procesador emergió en último lugar. La cabeza enterrada del gusano arrastraba un cable fino de oro que conducía a la espina dorsal y a las terminaciones nerviosas del cerebro. Lo corté por donde se insertaba en el chip y me incorporé, doblado por la mitad y con un puño apretado contra el agujero desgarrado.

Empujé la ofrenda sangrienta hacia Veinte con el pie. No podía incorporarme lo suficiente para mirarla a los ojos.

—Puedes irte. —Su voz sonó afectada, pero no arrepentida.

Me preguntaba qué tipo de muerte había escogido para Mosala. Limpia e indolora, sin duda; directa a un coma de cuento de hadas sin una pizca de sangre, mierda ni vómito.

—Devuélvemelo por correo cuando hayas terminado o tendrás noticias del director de mi banco.