19

Cuando remitió la primera oleada de delirio intenté evaluar mi posición fríamente, armarme con los hechos. No era un bebé ni un viejo. No padecía desnutrición ni tenía parásitos, el sistema inmunológico dañado ni ninguna otra complicación. Me cuidaba personal especializado. Se controlaba mi estado de manera constante con aparatos sofisticados.

Me dije que no iba a morir.

La fiebre y las náuseas, que no aparecían con el cólera «clásico», indicaban que tenía el biotipo de México DF, que se descubrió después del terremoto del 2015 y se había extendido por todo el planeta. Se alojaba en el torrente sanguíneo y en los intestinos, y producía más síntomas y suponía un riesgo mayor para la salud. Sin embargo, millones de personas lo superaban todos los años; a menudo, en peores circunstancias: sin antipiréticos que controlaran la fiebre, sin electrolitos intravenosos y sin ningún antibiótico, por lo que la resistencia de la enfermedad a los medicamentos era puramente teórica. En los hospitales de las grandes ciudades como Santiago y Bombay se podía hallar la secuencia completa de la cepa particular de vibrio cholerae y sintetizar un medicamento a medida en cuestión de horas. Sin embargo, muy pocas personas de las que contraían la enfermedad tenían alguna posibilidad de recibir esa cura milagrosa. Las demás, simplemente, vivían el nacimiento y la caída del imperio bacteriano en su interior. Sobrellevaban el proceso.

Yo podía hacer lo mismo.

Sólo había un pequeño fallo en esta composición de lugar lúcida y optimista: casi ningún enfermo tenía motivos para sospechar que sus intestinos estaban infectados por un arma genética que había detonado un paso antes de alcanzar su objetivo y que en realidad estaba diseñada para parecerse lo más posible al cólera natural, pero también para hacer verosímil que el conjunto de síntomas pudiera llegar a matar a una fem sana de veintisiete años que recibiera los mejores cuidados que Anarkia fuera capaz de darle.

La sala estaba limpia y era luminosa, amplia y tranquila. Casi todo el tiempo me aislaban de los otros pacientes con unos biombos, pero los paneles blancos y translúcidos dejaban pasar la luz del sol y, hasta cuando ardía de fiebre, la caricia leve de la calidez radiante que llegaba a mi piel resultaba curiosamente reconfortante, como un abrazo familiar.

El primer día, avanzada la tarde, los antipiréticos empezaron a hacer efecto. Miré el gráfico del monitor que tenía al lado de la cama; mi temperatura todavía era elevada, pero el riesgo inminente de lesiones cerebrales había pasado. Intentaba ingerir líquidos, pero no retenía nada, así que me humedecía los labios y la garganta resecos y dejaba que el gotero intravenoso hiciera el resto.

No había nada que pudiera detener los retortijones y espasmos del intestino. Cuando llegaban eran como una posesión demoniaca, como ser cabalgado por un dios del vudú, como si algo poderoso, ajeno y constrictor me diera un obsceno abrazo de oso en las entrañas. Era imposible que ningún músculo de mi cuerpo de muñeca de trapo tuviera todavía tanta fuerza. Intentaba conservar la calma, aceptar cada convulsión brutal como algo inevitable y mantener la mente fija en la certeza absoluta de que aquélla también pasaría. Pero la aparición de las náuseas barría una y otra vez el estoicismo que tanto me costaba adoptar, como si fuera una casita de cerillas bajo un maremoto, y me dejaba tembloroso y compungido. Me convencía de que iba a morir y me hacía creer a medias que aquello era lo que deseaba más que ninguna otra cosa: un alivio inmediato.

Me habían quitado el parche de melatonina; el sueño abisal que provocaba era demasiado peligroso. Pero no podía diferenciar entre las pautas erráticas provocadas por el descenso del nivel hormonal y mi estado natural, que consistía en largos periodos de estupor paralizante de relativa cordura, interrumpidos por breves sueños violentos y momentos de lucidez con ataques de pánico cada vez que creía que se me iban a romper los intestinos y sumergirme en una marea roja y gris.

Me dije que era más fuerte y paciente que la enfermedad. Podían llegar y marcharse generaciones de bacterias; lo único que tenía que hacer era aguantar. Lo único que tenía que hacer era sobrevivir a ellas.

Mosala y De Groot vinieron a visitarme el segundo día por la mañana. Me parecían viajeras del tiempo; mi vida previa en Anarkia ya formaba parte del pasado remoto.

—He seguido su consejo —me dijo Mosala, impresionada por mi aspecto—. Me he sometido a un examen completo y no estoy infectada. He hablado con su médico y cree que puede haberlo contraído por la comida del avión.

—¿Alguien más del mismo vuelo? —dije con voz ronca.

—No, pero puede que un paquete no se radiara y no estuviera completamente esterilizado. Es una posibilidad.

No tenía fuerzas para discutir. Y la teoría tenía cierto sentido: un problema técnico fortuito había atravesado la barrera entre el tercer mundo y el primero, y se había saltado, por un momento, la lógica incontestable del mercado libre que contrataba los servicios de alimentación más baratos del planeta y se deshacía de los riesgos con un estallido de rayos gamma igual de barato.

Aquella noche, mi temperatura volvió a subir. Michael, el masc de las Fiyi que me atendió cuando me desperté por primera vez y me explicó que hacía de médico y enfermera (si me empeñaba en usar esos términos foráneos y arcaicos en ese lugar), estuvo sentado al lado de mi cama casi toda la noche o, al menos, durante los momentos de lucidez que experimenté. El resto del tiempo, no sabía si había alucinado su presencia.

Dormí tres horas seguidas desde el amanecer hasta media mañana, lo bastante para tener mi primer sueño coherente. Mientras la consciencia se abría paso, me aferraba al final feliz: la enfermedad había seguido su curso y había pasado, los síntomas habían desaparecido y Gina había venido durante la noche para llevarme de vuelta a casa.

Me despertó un retortijón intenso y, un momento después, excreté agua gris llena de mucosa intestinal, solté unos cuantos tacos y deseé morir.

Por la tarde, mientras la luz del sol iluminaba la sala tras la pantalla, tan vaga y luminosa como el cielo, representé por enésima vez el ritual de las convulsiones y cagué hasta la última gota de líquido que me había suministrado el gotero. Emití un aullido agudo, mientras enseñaba los dientes y temblaba como un perro o una hiena enferma.

Al comienzo del cuarto día empezó a bajarme la fiebre. Todo lo que había vivido me parecía una pesadilla anestésica violenta y terrorífica, pero intrascendente. Una secuencia onírica brumosa.

Una solidez gris inmisericorde se aposentó en todo lo que veía. Las pantallas que me rodeaban estaban cubiertas de polvo; las sábanas, manchadas de amarillo por el sudor seco, y mi piel, cubierta de una capa de suciedad. Tenía los labios, la lengua y la garganta resecos y doloridos: se deshacían de las células muertas y segregaban un líquido que sabía más a sal que a sangre. Tenía todos los músculos, desde el diafragma hasta la ingle, lesionados, inútiles y torturados sin remedio, pero tensos como los de un animal que se estremece bajo una lluvia de golpes, preparado para recibir más. Notaba las articulaciones de las rodillas como si hubiera estado agazapado una semana sobre un suelo duro y frío.

Los retortijones y los espasmos volvieron a empezar. Nunca me había sentido tan lúcido; nunca habían sido peores.

No podía soportarlo más. Todo lo que deseaba era ponerme en pie y largarme del hospital dejando mi cuerpo atrás. La carne y las bacterias podían seguir luchando entre sí; yo había perdido el interés.

Lo intenté. Cerré los ojos y lo imaginé. Quería que sucediera. Aunque no deliraba, abandonar esta confrontación desagradable e inútil me parecía una opción tan sensata que, durante un momento, logró suspender mi incredulidad.

Al final comprendí, de una forma que no me había ocurrido antes, ni siquiera en cosas como el sexo, la comida, la pérdida de la desbordante energía física de la infancia ni los inconvenientes de cien heridas nimias y enfermedades curadas al instante, que la visión de la huida no tenía sentido, que era un sueño idiota de falsa aritmética.

Aquel cuerpo enfermo era todo mi ser. No el refugio temporal de un hombre dios diminuto que vivía en la oscuridad segura tras mis ojos. Desde el cráneo hasta el pútrido agujero del culo, ése era el instrumento de todo lo que haría, sentiría y sería.

Nunca había creído otra cosa, pero no lo había sentido ni sabido realmente. No me había visto forzado a abrazar todos los aspectos de la verdad visceral, convulsiva y sórdida.

¿Era eso lo que había entendido Daniel Cavolini cuando se quitó la venda? Miré al techo; estaba tenso, temblaba y sentía claustrofobia. Las náuseas y el dolor se extendían por mi abdomen y se endurecían en bandas rígidas de metal que se clavaban en la carne.

A mediodía me empezó a subir de nuevo la temperatura. Me alegré: ansiaba el delirio y la confusión. Aunque, la fiebre fustigara las terminaciones nerviosas y agudizara e hiciera aumentar las sensaciones, tenía la esperanza de que al menos borraría ese nuevo conocimiento, que era mucho peor que el dolor.

No fue así.

Mosala volvió a visitarme. Le sonreí y asentí a lo que decía, pero no hablé ni pude concentrarme en sus palabras. Las dos pantallas de los lados de la cama seguían en su sitio, pero habían apartado la tercera y, cuando levantaba la cabeza, veía al paciente que había delante de mí, un chico delgado y triste que tenía puesto un gotero. Sus padres estaban a su lado: el padre le leía despacio y la madre lo tomaba de la mano. Me parecía que toda la escena estaba a una distancia imposible, separada de mí por un abismo infranqueable; pensaba que no volvería a tener energías para ponerme en pie y andar cinco metros.

Mosala se fue; yo me desmoroné.

Noté que alguien estaba a los pies de mi cama y un escalofrío me recorrió el cuerpo como una sacudida de sobrecogimiento trascendental.

Era un ángel que avanzaba a través de la realidad implacable.

Janet Walsh se volvió hacia mí.

—Creo que ahora entiendo vuestros motivos —dije aterrorizado y en trance. Conseguí incorporarme sobre los codos—. No sé cómo, pero sí por qué.

Me miraba directamente, un poco asombrada pero imperturbable.

—Por favor, háblame —añadí—. Estoy dispuesto a escuchar.

Walsh frunció el ceño levemente, tolerante pero perpleja, mientras movía las alas pacientemente.

—Sé que te he ofendido. Lo siento, ¿me perdonas? Quiero saberlo todo y entender cómo lográis que funcione.

Me miraba en silencio.

—¿Cómo podéis decir tantas mentiras sobre el mundo? —dije—. ¿Cómo conseguís creéroslas? ¿Cómo podéis ver y saber toda la verdad y hacer como si no importara? ¿Cuál es el secreto, el truco o la magia?

Tenía la cara al rojo blanco, ardiendo, pero me incliné hacia ella con la esperanza de que su resplandor puro me infectara con su gran visión interior transformadora.

—¡Lo intento! —grité—. ¡Tienes que creerme! —Aparté la mirada; de pronto me había quedado sin palabras y atontado por el misterio inefable de su presencia. Entonces sentí un retortijón; la cosa que ya no podía imaginar como una serpiente demoniaca estrujó mis entrañas.

—Pero cuando la verdad, el infierno y la TOE os alcanzan, os cogen entre sus garras y aprietan… —continué. Levanté la mano para enfatizar, pero estaba rígida y sin control—. ¿Cómo los soportáis? ¿Cómo los negáis? ¿Cómo lográis seguir engañados por la creencia de que alguna vez estuvisteis por encima de ellos, de que manejabais las riendas y dirigíais el espectáculo? —El sudor se me metía en los ojos y me cegaba. Me lo enjugué con el puño rígido mientras me reía—. Cuando todas las células y todos los putos átomos del cuerpo graban a fuego el mensaje sobre la piel y veis que todo lo que valoráis, lo que respetáis y por lo que vivís es sólo una capa superficial de porquería del vacío más absoluto, ¿cómo seguís mintiendo? ¿Cómo podéis cerrar los ojos ante algo así?

Esperé la respuesta. El consuelo y la redención estaban al alcance de mi mano. Extendí los brazos hacia ella en actitud de súplica.

Walsh sonrió levemente y se marchó sin decir palabra.

Me desperté de madrugada. Otra vez ardía de fiebre, y estaba empapado de sudor.

Michael estaba sentado en la silla de mi lado y leía algo en su agenda. Una lámpara del techo iluminaba suavemente la sala, pero el brillo del texto destacaba.

—Hoy he intentado convertirme en todo lo que desprecio —susurré—, pero ni siquiera lo he conseguido. —Dejó la agenda y esperó a que continuara—. Me siento perdido, completamente perdido.

—Lo superarás —dijo Michael, negando con un gesto, mientras miraba el monitor de la cama—. Dentro de una semana no recordarás cómo te sientes en estos momentos.

—No me refiero al cólera. —Me reí y me dolió—. Estoy pasando por lo que Renacimiento Místico llamaría una crisis existencial y no tengo adónde acudir en busca de consuelo. Ningún lugar en el que buscar fuerzas. Ni amante ni familia ni nación. Ninguna religión ni ideología. Nada.

—Entonces eres afortunado —dijo Michael con calma—. Te envidio. —Me quedé boquiabierto ante su actitud despiadada—. Ningún lugar en el que esconder la cabeza —continuó—, como un avestruz en la roca de arrecife. Te envidio: puede que aprendas algo.

No tenía respuesta para eso. Empecé a temblar; estaba sudado y dolorido, pero helado.

—Retiro lo que he dicho del cólera. Es mitad y mitad; estoy jodido por las dos cosas.

—Eres periodista —dijo después de ponerse las manos detrás de la nuca, estirarse y acomodarse en la silla—. ¿Quieres oír una historia?

—¿No tienes ninguna urgencia médica que atender?

—Lo estoy haciendo.

—De acuerdo. —Sentí que me subía una oleada de náusea desde los intestinos—. Te escucharé si me dejas grabarlo. ¿De qué trata la historia?

—De mi crisis existencial, por supuesto. —Sonrió.

—Debería haberlo imaginado.

Cerré los ojos e invoqué a Testigo. La acción era instintiva y duró medio segundo… y me sorprendió. Me sentía al borde del colapso, pero aquella máquina, que formaba parte de mí como cualquier órgano, seguía funcionando a la perfección.

—Cuando era pequeño —empezó—, mis padres me llevaban a la iglesia más bonita del mundo.

—Eso ya lo he oído antes.

—Esta vez es verdad. La Iglesia Metodista Reformada de Suva, un edificio blanco enorme. Desde fuera no era nada aparente, sino austero como un almacén, pero tenía una fila de ventanales con vidrieras que mostraban escenas de las Escrituras, generadas por ordenador, en azul cielo, rosa y oro. Todas las paredes del interior estaban rematadas hasta el techo con cientos de flores distintas: hibiscos, orquídeas, azucenas… Y los bancos siempre estaban repletos de personas que vestían sus mejores ropas. Todos cantaban y sonreían: era como entrar directamente en el Cielo. Incluso los sermones eran bonitos: nada de llamas del infierno; sólo consuelo y alegría. No despotricaban contra el pecado y la condena eterna; sólo daban algunas sugerencias modestas sobre la amabilidad, la caridad y el amor.

—Parece perfecto —dije—. ¿Qué pasó? ¿Dios mandó una tormenta del efecto invernadero para poner fin a toda esa felicidad y moderación blasfemas?

—A la iglesia no le pasó nada; todavía sigue allí.

—Pero te apartaste de ella, ¿por qué?

—Me tomé las Escrituras demasiado al pie de la letra. Decían que había que renunciar a las cosas infantiles. Y lo hice.

—Ahora te haces el gracioso.

—Si de verdad quieres saber la ruta de escape exacta… —Dudó—. Todo empezó con una parábola. ¿Has oído la historia del óbolo de la viuda?

—Sí.

—Durante años, cuando era un colegial, no podía quitármela de la cabeza. El pequeño donativo de la pobre viuda era más valioso que el grande del rico, de acuerdo. Bien, comprendía el mensaje. Veía la dignidad que confería a todos los actos de caridad, pero podía ver muchas más cosas ocultas en esa parábola que no conseguía quitarme de la cabeza.

»Veía una religión a la que le importaba más sentirse bien que hacer el bien. Una religión que valoraba más el placer o el dolor de dar que el efecto tangible que provocaba. Una religión que anteponía la salvación del alma por medio de buenas obras a las repercusiones de esas obras en el mundo.

»Quizá interpretaba demasiado a partir de una anécdota, pero si no hubiera empezado con eso, habría sido con cualquier otra cosa. Mi religión era preciosa, pero necesitaba algo más; exigía más. Tenía que ser verdadera y no lo era.

Sonrió con tristeza, levantó las manos y las dejó caer. Creo que podía ver la pérdida en sus ojos y que lo entendía.

—Crecer con fe es como crecer con muletas —dijo.

—Pero tiraste las muletas y seguiste adelante.

—No. Tiré las muletas y me caí de bruces. Toda la fuerza se había ido con ellas: no me quedó nada. Tenía diecinueve años cuando todo se desmoronó. El final de la adolescencia es la edad perfecta para una crisis existencial, ¿no crees? Tú has dejado la tuya para muy tarde. —Me ruboricé. Michael estiró el brazo y me dio una palmada en el hombro—. Llevo una guardia muy dura y hablo sin pensar; no pretendía ser cruel. —Se rió—. Fíjate en lo que digo, una ristra de sandeces que sirve para todo, como los edenitas cuando conocen al Duce: «¡Que los trenes emocionales circulen con puntualidad!». —Se reclinó y se pasó una mano por el pelo—. Pero tenía diecinueve años, no hay que olvidarlo, y había perdido a Dios. ¿Qué puedo decir? Leí a Sartre, a Camus, a Nietzsche… —Me estremecí—. ¿Tienes algún problema con Friedrich? —Michael estaba desconcertado.

—En absoluto —contesté entre dientes; el retortijón se hizo más fuerte—. Los mejores filósofos europeos se volvieron locos y se suicidaron.

—Cierto. Y los he leído a todos.

—¿Y?

—Durante un año, más o menos, me lo creí. —Sonrió avergonzado—. Aquí estoy, mirando al abismo con Nietzsche, al borde de la locura, la entropía y la incertidumbre: la indescriptible condena de la ilustración, carente de dios y racional. Un paso en falso y me precipitaré al vacío.

Dudó. Lo miré atentamente; de repente había despertado mis sospechas. ¿Se lo estaba inventando todo sobre la marcha? ¿Era una táctica improvisada de asistencia integral al paciente? Aunque no fuera así, teníamos vidas e historias distintas. ¿De qué podía servirme todo aquello?

Sin embargo, lo escuché.

—Pero no caí porque no hay abismo —añadió—. No hay una sima enorme al acecho para engullirnos cuando descubrimos que no hay Dios, que somos animales como los demás, que el universo no tiene ningún propósito y nuestras almas están hechas de la misma materia que el agua y la arena.

—En la isla hay dos mil miembros de sectas que opinan lo contrario.

—¿Qué esperas de quienes creen que la tierra es plana, si no el miedo a caerse? —Se encogió de hombros—. Si quieres, desesperada y apasionadamente, precipitarte al abismo, por supuesto que es posible; pero sólo si te esfuerzas. Sólo si deseas que sea real y te lo trabajas hasta el último centímetro a medida que desciendes.

»No creo que la sinceridad nos lleve a la locura ni que necesitemos mentiras para seguir cuerdos. Tampoco creo que la verdad esté plagada de trampas a la espera de tragarse a cualquiera que piense demasiado. No hay lugar donde caer, a menos que caves el hoyo.

—Cuando perdiste la fe te caíste, ¿verdad?

—Sí, pero ¿hasta dónde? ¿En qué me he convertido? ¿En un asesino psicópata? ¿Un torturador?

—Sinceramente, espero que no, pero perdiste algo más que las cosas infantiles, ¿no? ¿Qué hay de todos aquellos sermones conmovedores sobre la amabilidad, la caridad y el amor?

—No te olvides de la fe. —Se rió con suavidad—. ¿Qué te hace pensar que lo he perdido todo? He dejado de suponer que las cosas que valoro están encerradas en una especie de cámara mágica llamada Dios y que se encuentran fuera del universo, del tiempo y de mí mismo. Eso es todo. Ya no necesito mentiras reconfortantes; sólo intento tomar mis propias decisiones y llevar una vida que me parezca buena. Si la verdad se hubiera llevado esas cosas… era que en realidad no estaban allí.

»Y pese a todo, aquí estoy limpiándote la mierda, ¿no? Y pese a todo te cuento historias a las tres de la madrugada. Si necesitas milagros mayores que ésos, no estás de suerte.

Ya fuera una autobiografía genuina o una terapia ad hoc muy hábil, la historia de Michael empezó a eliminar el pánico y la claustrofobia. Me parecía que sus argumentos tenían mucho sentido y atravesaban mi autocompasión como un alambre al rojo. Aunque el universo no fuera una creación de la cultura, el terror gris que sentía al verme como parte de él sí lo era. Nunca había tenido la sinceridad de admitir la naturaleza molecular de mi existencia, pero la sociedad en la que habitaba había sido igual de evasiva. La realidad siempre se había adornado, censurado o despreciado. Había vivido treinta y seis años en un mundo infestado por un dualismo persistente y con un atontamiento espiritual tácito, en el que las películas y las canciones hablaban aún del alma inmortal, mientras que la gente tragaba drogas de diseño amparándose en el más puro materialismo. No era de extrañar que la verdad supusiera un duro golpe.

El abismo, como todo lo demás, se podía comprender. Había perdido el interés en cavar mi hoyo.

El vibrio cholerae rehusó seguir mi ejemplo.

Estaba acurrucado sobre un lado, con la agenda apoyada en otra almohada, mientras Sísifo me mostraba lo que pasaba dentro de mí.

—La subunidad B de la molécula coleragénica se adhiere a la superficie celular de la mucosa intestinal, y la subunidad A se libera y atraviesa la membrana. Esto cataliza el incremento de la actividad de la ciclasa de adenilato, que a su vez eleva el nivel del ácido adenílico cíclico y estimula la secreción de iones de sodio. Se invierte el gradiente normal de la concentración y se bombea líquido en el sentido incorrecto: hacia fuera, al espacio intestinal.

Veía cómo se entrelazaban las moléculas en un baile aleatorio e inmisericorde. Eso era yo tanto si me consolaba saberlo como si no. La misma física que me había mantenido con vida durante treinta y seis años tenía el poder de destrozarme por accidente, pero si no podía admitir esa verdad simple y obvia, no me correspondía explicar el mundo a nadie. El consuelo y la redención podían irse a la mierda. Las sectas de la ignorancia me habían tentado y quizá ahora entendía en parte qué las guiaba, pero ¿qué podían ofrecer en verdad? Alienación de la realidad. El universo contemplado como un horror innominable que debía negarse hasta la saciedad y envolverse en misterios artificiales edulcorados. Había que supeditar las verdades a principios contradictorios y cuentos de hadas.

A la mierda. Estaba harto de la falta de sinceridad, no de su exceso. De demasiados mitos sobre la palabra «S», no de pocos. Una vida de enfrentarse a la verdad con calma me habría preparado mejor para la dura prueba que una vida dedicada a enumerar las negaciones más seductoras.

Miré un diagrama del peor de los casos posibles.

—Si el vibrio cholerae de México DF, resistente a los antibióticos, consigue cruzar la barrera hematoencefálica, los inmunosupresores pueden limitar la fiebre, pero es probable que las toxinas de las bacterias provoquen daños irreversibles.

Las moléculas mutantes del cólera se adhirieron a las membranas neuronales y las células se desmoronaron como globos pinchados.

Temía morir tanto como siempre, pero la verdad había perdido su aguijón. La TOE me había cogido con sus garras y había apretado, pero al menos me demostró que había tierra firme bajo mis pies: la ley definitiva y la pauta más sencilla que mantenían al mundo en toda su singularidad.

Había tocado fondo, y cuando se roza el soporte del mundo inferior, los cimientos del universo, ya no queda otro lugar en el que caer.

—Es suficiente —dije—. Ahora busca algo que me alegre un poco.

—¿Qué tal los poetas beat?

—Perfecto. —Sonreí.

Sísifo saqueó las bibliotecas y los representó leyendo sus obras. A Ginsberg aullando: «¡Moloch! ¡Moloch!». A Burroughs recitando con aspereza «Las Navidades de un yonqui» con todos los miembros cercenados en maletas y en medio de un viaje perfecto.

Y el mejor de todos, Kerouac en persona, salvaje y melódico, colocado e inocente: «¿Y si los tres títeres fueran reales?».

La luz del sol de la tarde cruzaba en ángulo la sala y me acariciaba un lado de la cara cruzando abismos de espacio, energía, escala y complejidad. Y no era motivo para aterrorizarse ni para sobrecogerse; era la cosa más normal del mundo.

Estaba tan preparado como podría llegar a estarlo nunca. Cerré los ojos.

—Despierta, por favor —dijo una voz por cuarta o quinta vez. Alguien me estaba zarandeando.

Ya no tenía elección. Abrí los ojos.

Una fem joven a la que no había visto nunca estaba a mi lado. Tenía ojos oscuros y serios, piel aceitunada y pelo negro largo. Hablaba con acento alemán.

—Bébete esto. —Me tendió una ampolla de líquido claro.

—No retengo nada, ¿no te lo han dicho?

—Esto sí.

Me daba igual; vomitar me resultaba tan natural como respirar. Cogí la ampolla y vacié el contenido en mi garganta. Tuve un espasmo en el esófago y noté acidez en el paladar, pero nada más.

—¿Por qué no me lo han dado antes? —dije después de toser.

—Acaba de llegar.

—¿De dónde?

—Mejor que no lo sepas.

—¿Llegar? —Parpadeé; la cabeza se me iba despejando—. ¿Qué clase de medicamento tendría que enviarse desde otro sitio?

—¿Tú qué crees?

—¿Estoy soñando? —Noté un escalofrío en la base de la columna—. ¿O estoy muerto?

—Akili tenía muestras de sangre tuyas; las hizo llegar a… cierto país y le pidió a unos amigos que las analizaran. Acabas de beberte un conjunto de balas mágicas para todas las fases del arma. Estarás en pie dentro de unas horas.

Me estallaba la cabeza. El arma. Acababa de confirmar y eliminar mi peor sospecha con una frase. Estaba desorientado.

—¿Todas las fases? ¿Qué venía a continuación? ¿Qué me he perdido?

—Mejor que no lo sepas.

—Creo que tienes razón. —Todavía no me creía lo que pasaba—. ¿Por qué? ¿Por qué se ha tomado Akili tantas molestias para salvarme?

—Teníamos que averiguar con exactitud qué te pasaba. Violet Mosala puede seguir en peligro aunque no presente ningún síntoma, y necesitamos tener una cura disponible para ella en la isla.

Lo asimilé. Por lo menos no había dicho que no les importaba quién fuera la Piedra Angular y que estaban dispuestos a arriesgar la vida por cualquiera.

—¿Qué tengo? ¿Y por qué ha detonado antes de tiempo?

—Todavía no conocemos todos los detalles. —La joven CA frunció el ceño con solemnidad—. Pero falló el temporizador. Parece ser que las bacterias generaron unas señales internas confusas debido a una disparidad entre los relojes moleculares intracelulares y los ritmos bioquímicos del anfitrión. Los receptores de melatonina estaban obstruidos, saturados… —Se interrumpió alarmada—. No lo entiendo, ¿de qué te ríes?

Cuando dejé el hospital el martes por la mañana me había recuperado y estaba enfurecido. El congreso casi había terminado, pero para entonces las TOE eran lo de menos, y si Sarah Knight, por cualquier motivo incomprensible, había abandonado la batalla por Mosala para sentarse incomunicada junto al lecho de Yasuko Nishide, no tendría más remedio que descubrir la complicada verdad por mi cuenta.

En la habitación del hotel me conecté la fibra umbilical, le pasé a Testigo las dieciocho fotos de archivo policial que me había dado Kuwale y las puse en búsqueda constante en tiempo real.

Llamé a Lydia.

—Necesito cinco mil dólares extra para la investigación: acceso a bases de datos y honorarios de los piratas. Lo que está pasando aquí no puedo ni contártelo. Y si dentro de una semana no estás de acuerdo en que vale hasta el último céntimo, te lo devolveré todo.

Discutimos durante quince minutos. Improvisé, dejé caer pistas sobre el FDCPA y sobre una tormenta política inminente para despistar, pero no le dije nada sobre la emigración de Mosala. Al final, Lydia cedió. Estaba asombrado.

Utilicé el programa que me había dado Kuwale para enviarle un mensaje codificado: «No, no he descubierto a ninguno de tus matones, pero si esperas recibir más ayuda por mi parte, aparte de que haya hecho de cultivo ambulante, vas a tener que darme todos los detalles: quiénes son esas personas, quién las ha contratado, tus análisis del arma…, todo. Lo tomas o lo dejas. Nos veremos en el mismo sitio que la última vez dentro de una hora».

Me senté y evalué lo que sabía, lo que creía. ¿Armas biotecnológicas? ¿Intereses de las empresas de biotecnología? Fuera cierto o no, el embargo había estado a punto de matarme. Siempre había intentado entender las dos posturas sobre las leyes de patentes de genes, siempre había desconfiado por igual de las empresas y de los rebeldes; pero ahora se había roto la simetría. Tenía un largo historial de apatía y ambivalencia y me avergonzaba reconocer que había necesitado algo tan grave para tomar partido, pero ahora estaba dispuesto a abrazar la technolibération y contribuir a su causa, preparado para hacer todo lo posible para descubrir a los enemigos de Mosala.

Sin embargo, los Beach Boys no mentían. No podía creer que un arma de InGenIo y sus aliados hubiera fallado por algo tan tonto como mi ciclo de melatonina irregular. Parecía más un trabajo de aficionados inteligentes y hábiles que hacían lo que podían con conocimientos y herramientas limitados.

¿El FDCPA? ¿Las sectas de la ignorancia? No lo creía.

¿Otros technolibérateurs que habían decidido que la idea original de Mosala funcionaría mejor con una mártir galardonada con el premio Nobel, sin saber que iban a enfrentarse a otro grupo que compartía sus objetivos pero que no sólo era reacio a tratar a las personas como algo prescindible, sino que había elevado a la celebridad víctima del sacrificio a la categoría de creadora del universo?

Había cierta ironía en todo aquello: aquella facción fría y pragmática de la technolibération, partidaria de la Realpolitik, parecía ser infinitamente más fanática que los cuasirreligiosos Cosmólogos Antropológicos.

Una ironía o un malentendido.

La respuesta de Kuwale llegó cuando estaba en la ducha, restregándome la piel muerta y el olor acre que no me había podido quitar en el baño del hospital.

—Los datos que insistes en conocer no se pueden desbloquear en el lugar que has especificado. Nos encontraremos en estas coordenadas.

Miré un mapa de la isla. No valía la pena discutir.

Me vestí y salí hacia los arrecifes del norte.