Me despertó una llamada justo pasadas las cuatro. El timbre sonó cada vez más alto y estridente, hasta que invadió mis sueños de melatonina y expulsó la oscuridad de mi cráneo. Durante un instante, el simple hecho de la consciencia fue chocante e indescriptible; me indigné como un recién nacido. Estiré un brazo y busqué la agenda a tientas por la mesita de noche. Parpadeé ante la pantalla, cegado momentáneamente por su resplandor.
La llamada era de Lydia. Estuve a punto de rechazarla, pues supuse que se habría equivocado al calcular la diferencia horaria, pero me desperté lo suficiente para darme cuenta de que ella también estaba en mitad de la noche. Sydney sólo iba dos horas por detrás de Anarkia. Geográficamente, aunque no políticamente.
—Andrew —dijo—, siento molestarte, pero creo que tienes derecho a enterarte en tiempo real. —Tenía un aspecto sombrío, nada habitual en ella, y aunque yo todavía estaba demasiado grogui para hacer cábalas sobre lo que vendría a continuación, estaba claro que no sería agradable.
—No te preocupes —dije con voz ronca—. Adelante. —Intenté no pensar en el aspecto que tendría mirando boquiabierto a la cámara con cara de sueño. Parecía que Lydia estaba en una habitación a oscuras; su cara sólo estaba iluminada por mi imagen en la pantalla… iluminada por la suya. ¿Era posible? De repente, me di cuenta de que tenía un dolor de cabeza terrible.
—Vamos a tener que volver a montar ADN basura y quitar la historia de Landers. Si dispusieras de tiempo te pediría que lo hicieras tú, pero supongo que no será posible. Así que se lo daré a Paul Kostas. Era montador en nuestra redacción, pero ahora trabaja por cuenta propia. Te mandaré su versión definitiva, y si algo te parece muy mal, podrás cambiarlo. Pero no olvides que se emite en menos de dos semanas.
—De acuerdo, me parece bien. —Conocía a Kostas y no creía que mutilara el programa—. Pero ¿por qué? ¿Hay algún problema legal? No me digas que Landers nos ha demandado.
—No, los acontecimientos se nos han adelantado. No intentaré explicártelo ahora; te he mandado un avance de la oficina de San Francisco. Todo será público por la mañana, pero… —Estaba demasiado cansada para entrar en detalles, pero yo sabía a qué se refería: no quería que me enterara de esto como un espectador cualquiera. La cuarta parte de ADN basura y unos tres meses de trabajo se habían quedado obsoletos, y Lydia estaba haciendo todo lo posible para salvar algún vestigio de mi dignidad profesional. De esta forma, al menos, llevaría unas pocas horas de adelanto sobre las masas.
—Te lo agradezco —dije—, de verdad.
Nos deseamos buenas noches y vi el «avance»: un paquete de imágenes y textos preparado de manera precipitada, que informaba de los hechos a otros grupos de noticias y les dejaba elegir si preferían esperar a la historia pulida que se emitiría pronto o montar el material en bruto por su cuenta y sacar su versión. Casi todo eran informes del FBI junto con algún material introductorio de archivo.
Habían detenido a Ned Landers, a sus dos principales genetistas y a tres de sus ejecutivos de Portland. En Chapel Hill (Carolina del Norte) habían detenido a otras nueve personas que trabajaban para una empresa totalmente independiente. En redadas efectuadas antes del amanecer requisaron equipo de laboratorio, muestras bioquímicas y archivos de los ordenadores de los dos sitios. Las quince personas habían sido acusadas de transgredir las leyes estadounidenses de seguridad biotecnológica, pero no por la investigación de neoADN y simbiontes de Landers que tanta publicidad había tenido. En el laboratorio de Chapel Hill, según los cargos, los trabajadores habían manipulado virus infecciosos de ARN natural, en secreto y sin autorización. Landers se había hecho cargo de todos los gastos de forma encubierta.
Se desconocía el propósito de estos virus: todavía no habían analizado los datos ni las muestras.
No había ninguna declaración de los acusados; sus abogados les habrían aconsejado que guardaran silencio. Vi unas cuantas tomas exteriores del laboratorio de Chapel Hill, cercado por barreras policiales. Todas las imágenes de Landers eran relativamente antiguas, y las más recientes se habían extraído de mi entrevista con él (que a fin de cuentas, no se había desperdiciado por completo).
La falta de detalles era frustrante, pero estaba claro lo que significaba aquello. Landers y sus colaboradores se habían creado una inmunidad vírica perfecta que estaba más allá de la protección específica de las vacunas o los medicamentos y del temor a que brotes mutantes vencieran sus defensas, al tiempo que desarrollaban nuevos virus capaces de infectarnos a los demás. La pantalla se había quedado con la última imagen del reportaje: Landers, como lo había visto en persona, sonriendo ante la visión de su nuevo reino. Aunque era reacio a aceptar la conclusión obvia, ¿qué otra finalidad podía tener un virus nuevo destinado a los humanos aparte de la de reducir la población?
Corrí hasta el baño y vomité el escaso contenido de mi estómago. Me quedé de rodillas ante la taza, sudoroso y temblando. Me dormía por momentos y casi perdía el equilibrio. La melatonina me reclamaba, pero no acababa de convencerme de que había acabado de devolver. Era un hipocondríaco mimado y habría consultado a la farmacia de inmediato, si la hubiera tenido, en busca de un diagnóstico preciso e instantáneo y una solución óptima. La idea de ahogarme en mi propio vómito mientras dormía hizo que me planteara la posibilidad de arrancarme el parche del hombro, pero el intento simbólico de rendirme a los ritmos circadianos naturales habría tardado horas en hacer efecto, y en el mejor de los casos me habría dejado hecho un zombi durante el resto del congreso.
Me provoqué arcadas durante un par de minutos y, como no salió nada más, me arrastré de vuelta a la cama.
Ned Landers había ido más lejos que cualquier emigrante de género, anarquista o autista voluntario. «¿Que ningún hombre es una isla? Miradme.» Y aun así, le parecía que no se había alejado lo suficiente. Todavía se sentía rodeado, amenazado e invadido por demasiadas personas. No le bastaba un reino biológico; aspiraba a más espacio libre del que podía proporcionarle incluso ese abismo genético sobre el que no se podían tender puentes.
Y casi lo había conseguido. Eso era lo que su conocimiento de las especies le había dado: una definición de la palabra «S» precisa y molecular que podía trascender personalmente, antes de volverla en contra de cualquiera que quedara en su abrazo.
Vive la technolibération! ¿Por qué no tener un millón de Ned Landers? ¿Por qué no permitir que todos los grupos étnicos, que se consideraban los salvadores, y los lunáticos solipsistas y paranoicos del planeta ejercieran el mismo poder? El paraíso para ti y tu clan y el Apocalipsis para el resto.
Ése era el fruto del conocimiento perfecto.
«¿Qué pasa? ¿No te gusta el sabor?»
Me apreté el estómago y llevé las rodillas a la altura de la barbilla. El tipo de náusea se hizo diferente, pero no desapareció. La habitación dio vueltas y se me durmieron las extremidades mientras me esforzaba por alcanzar un estado de vacío absoluto.
Si hubiera excavado a mayor profundidad, si hubiera hecho mi trabajo como debía, podría haber sido el que lo descubriera, el que lo detuviera…
Gina me tocó la mejilla y me besó con ternura. Estábamos en Manchester, en el laboratorio de visualización. Yo desnudo y ella vestida.
—Sube al escáner —dijo—. Puedes hacerlo por mí, ¿verdad? Quiero que estemos mucho más unidos, Andrew, así que necesito ver qué hay dentro de tu cerebro. —Empecé a seguir sus instrucciones, pero, de repente dudé. Me asustaba lo que pudiera descubrir—. No más peleas —añadió mientras volvía a besarme—. Si me quieres, cierra la boca y haz lo que te digo.
Me obligó a tumbarme y cerró la máquina. Vi mi cuerpo desde arriba. El aparato era algo más que un escáner normal y me barrió con rayos ultravioleta. No sentía dolor, pero los haces arrancaban capa tras capa de tejido vivo con una precisión inmisericorde. Toda la piel y toda la carne que ocultaban mis secretos se disolvieron en una bruma rojiza a mi alrededor y luego la bruma empezó a desaparecer.
Soñé que me despertaba gritando.
A las siete y media entrevisté a Henry Buzzo en una sala del hotel. Era encantador y se expresaba muy bien, un actor nato, pero no quería hablar de Mosala; sólo quería contar anécdotas sobre famosos muertos.
—Desde luego, Steve Weinberg intentó demostrar que yo estaba equivocado sobre el gravitino, pero enseguida lo puse en su sitio.
SeeNet ya había dedicado tres documentales largos a Buzzo, pero parecía que todavía le quedaban más nombres que necesitaba desesperadamente citar ante la cámara antes de morir.
No estaba de humor para seguirle el juego; las tres horas que había dormido después de la llamada de Lydia habían sido tan reparadoras como un martillazo en la cabeza. Seguí sus explicaciones, mientras fingía que me fascinaban e intentaba a medias llevar la entrevista en una dirección que me proporcionara algún material útil.
—¿Qué lugar en la historia cree que ocupará el descubrimiento de una TOE? ¿No sería el grado sumo de inmortalidad científica?
—No existe la inmortalidad para los científicos —dijo Buzzo con humildad—. Ni siquiera para los mejores. Newton y Einstein todavía son famosos, pero ¿durante cuánto tiempo? Seguro que Shakespeare los sobrevivirá, y quizá incluso Hitler.
Me supo mal comunicarle la noticia de que ninguno de los dos era ya demasiado conocido.
—Las teorías de Newton y Einstein se han asimilado por completo —dije—, y han sido absorbidas en estructuras más generales. Sé que puso su nombre en una TOE que resultó ser provisional, pero todos los artífices de la TECU dicen que, en su momento, fue un paso definitivo hacia las actuales. ¿No cree que la próxima TOE será la auténtica, la teoría definitiva que durará para siempre?
—Es posible —dijo Buzzo, que había reflexionado sobre el tema mucho más que yo—, muy posible. Puedo imaginarme un universo en el que no podamos demostrar nada más, en el que las explicaciones más profundas sean literal y físicamente imposibles, pero…
—Su TOE describe un universo como ése, ¿verdad?
—Sí, pero podría tener razón en todo lo demás y estar equivocado en ese punto. Lo mismo que Mosala o Nishide.
—Entonces, ¿cuándo sabremos algo? —dije con acritud—. ¿Cuándo estaremos seguros de que hemos tocado fondo?
—Bueno, si tuviera razón, nunca se sabría con certeza que la tengo. Mi TOE no permite demostrar que es definitiva y completa aunque lo sea. —Buzzo sonreía encantado ante la idea de ese legado perverso—. El único tipo de TOE que dejaría menos lugar a dudas sería uno que requiriera su propia finalidad, que hiciera de ese hecho algo absolutamente primordial.
»Newton fue digerido y asimilado, Einstein fue digerido y asimilado… y la vieja TECU desaparecerá de la misma forma en cuestión de días. Todos eran sistemas cerrados y, por tanto, vulnerables. La única TOE que podría ser inmune a este proceso sería una que se defendiera activamente, que volviera la mirada hacia fuera para describir no sólo el universo, sino también cualquier teoría alternativa concebible que pudiera desbancarla y demostrara que es falsa, todo a la vez.
»Pero aquí no hay ninguna oferta de esas características —negó alegremente con un gesto—. Si quiere certezas absolutas, ha venido al lado equivocado de la ciudad.
El «otro lado de la ciudad» estaba justo a la salida del hotel: el carnaval de Renacimiento Místico no se había terminado. Salí a la calle. Necesitaba, urgentemente, una dosis de aire fresco si quería estar algo más que semiconsciente en la conferencia sobre las técnicas de los programas informáticos de los MTT a la que Mosala acudiría a las nueve. El cielo estaba resplandeciente y el aire era cálido; Anarkia parecía incapaz de decidir si se rendía a las temperaturas del otoño o se quedaba en el veranillo de San Martín. El sol me levantó el ánimo ligeramente, pero todavía me sentía lisiado, molido y abrumado.
Me abrí paso entre los puestos y las pequeñas carpas, esquivando a los artistas callejeros que hacían malabarismos con peceras y a los que andaban haciendo el pino sobre zancos, casi todos impresionantes. La sensación de agobio se debía sólo al sonsonete de las canciones de los músicos callejeros. Mientras que los miembros de ¡Ciencia Humilde! habían acudido a todas las ruedas de prensa y se habían esforzado por mantener el tono del encuentro entre Walsh y Mosala, Renacimiento Místico, en comparación, parecía inofensivo y hasta simpático. Sospechaba que era una estrategia deliberada: jugaban a la secta buena y la secta mala para aumentar su atractivo combinado. ¡Ciencia Humilde! no tenía nada que perder con el extremismo: los pocos miembros que la abandonaron cuando se disgustaron por las tácticas de Walsh (casi todos para unirse a RM) se sentirían más que compensados por la llegada de grupos como Sabiduría Celta y Luz Sajona, los equivalentes del norte de Europa del FDCPA, aunque más influyentes.
Me acordé de un pasaje de una de las biografías de Muteba Kazadi que había leído por encima. Cuando un periodista de la BBC le preguntó en tono recriminatorio por qué había rechazado la invitación a tomar parte en una ceremonia de fertilidad de la tradición de Lunda, le sugirió con educación que se fuera a casa y reprendiera a unos cuantos ministros por no ir a celebrar el solsticio en Stonehenge. Diez años después, unos cuantos parlamentarios se habían tomado la sugerencia al pie de la letra. Aunque ningún ministro había participado… todavía.
Me paré a ver el grupo de teatro de RM, que se disponía a representar descubre-el-clásico-mutilado. Después de unos fragmentos desconcertantes de jerga imposible de situar, pero extrañamente familiar, se me pusieron los pelos de punta. Habían visto las noticias sobre Landers y sus virus y estaban representando una versión improvisada de la historia. Casi toda la descripción de la bioquímica modificada de Landers salía directamente del texto de ADN basura; los redactores de SeeNet debían de haber incluido el segmento descartado del documental como material de apoyo técnico cuando montaron la versión final de la noticia.
No debería haberme sorprendido, pero era inquietante la velocidad a la que sucesos acaecidos a miles de kilómetros de distancia se habían reciclado en una parábola instantánea, y oír mis palabras como un eco que formaba parte del bucle de retroalimentación rayaba en el surrealismo.
—¡Este conocimiento podría destruirnos a todos! —proclamó un actor que representaba a un agente del FBI al que habían enviado a investigar los archivos del ordenador de Landers, mientras miraba al público (a los tres que estábamos allí)—. ¡Debemos estar atentos!
—Sí —contestó su compañero, abrumado por el dolor—, pero esto es sólo la locura de un hombre. ¡La explicación detallada de los mismos misterios sagrados se encuentra en otros diez millones de máquinas! ¡Nadie estará a salvo hasta que se borren todos esos archivos!
Sentí una punzada de dolor en la cabeza y se me secó la garganta. No podía negar que, durante la noche, confuso y dolido, había compartido por completo esos sentimientos.
¿Y entonces?
Seguí andando. No tenía tiempo que perder con Landers o RM; mantenerme al día con Violet Mosala ya me resultaba casi imposible. El documental no paraba de transformarse cada vez en algo nuevo ante mis ojos, y aunque su física arcana perteneciera, gloriosamente, a otro mundo, Mosala estaba enredada en tantas complicaciones políticas que empezaba a perder la cuenta.
¿Conocía Sarah Knight los planes de Mosala de emigrar a Anarkia? Si era así, la idea le habría resultado mil veces más atractiva que cualquier trato con los Cosmólogos Antropológicos. ¿Habría ocultado esa baza de negociación a SeeNet? Quizá quisiera utilizarla para otro trabajo, pero en ese caso, ¿por qué no estaba aquí conmigo haciendo Violet Mosala: Technolibérateur? Quizá Mosala le había hecho prometer que guardaría el secreto y mantuvo su palabra aun a costa de perder el trabajo.
Me estaba desquiciando. Sarah, incluso ausente, parecía ir siempre un paso por delante de mí. Como mínimo debería haberle ofrecido que colaborara. Habría valido la pena repartirme la paga con ella y nombrarla codirectora sólo para averiguar lo que sabía.
Un gráfico rojo brillante apareció en mi campo visual, un pequeño círculo con una cruz, en el centro de uno mayor. Me quedé quieto, confuso. Mientras levantaba la mirada, el objetivo se fijó en una cara de la multitud. Era una persona vestida de payaso que repartía panfletos de RM.
¿Akili Kuwale?
Eso creía Testigo.
El payaso llevaba una careta de maquillaje activo que, en aquel momento, lucía un arlequinado verde y blanco. Desde la distancia a la que estaba, podría pertenecer a cualquier género, ásex incluido. Tenía la complexión y la altura adecuada y sus rasgos no eran tan diferentes, al menos por lo que podía apreciar entre los cuadrados que llevaba pintados en la cara. No era imposible, pero no estaba seguro de que fuera éil.
—¡Coja El Diario del Arquetipo! —gritó el payaso cuando me acerqué—. ¡Entérese de la verdad sobre los peligros de la frankenciencia! —El acento, aunque no pudiera situarlo geográficamente, era inconfundible, y su grito de vendedor ambulante sonaba aún más irónico que los comentarios que hizo Kuwale sobre Jane Walsh.
—¿Cuánto? —dije al acercarme al payaso, que me miró impasible.
—La verdad no cuesta nada, pero un dólar contribuiría a la causa.
—¿Qué causa? ¿La de RM o la de CA?
—Todos representamos un papel —dijo con calma—. Yo hago de RM, tú de periodista.
—Bastante justo. —El comentario me había dolido—. Admito que no sé ni la mitad que Sarah Knight, pero voy acercándome y llegaría antes con tu ayuda. —Kuwale me miraba sin ocultar su desconfianza. De repente, el damero de su cara se deshizo en rombos azules y rojos. Desorientaba, pero su mirada fija durante la transición hacía que el desprecio resultara más patente.
—¿Por qué no coges un panfleto y te vas a tomar por culo? —dijo mientras me daba uno—. Léelo y cómetelo.
—Ya me he tragado bastantes malas noticias por hoy. Y la Piedra Angular…
—Ah, Amanda Conroy te llama a su lado y crees que lo sabes todo —dijo con una sonrisa irónica.
—Si pensara que lo sé todo, ¿estaría aquí rogándote que me cuentes lo que me he perdido? El domingo por la noche me pediste que mantuviera los ojos abiertos —añadí al ver que dudaba—. Dime el motivo y qué debo buscar y lo haré. Al igual que tú, no quiero que hagan daño a Mosala, pero necesito saber qué está pasando con exactitud. —Kuwale lo meditó, todavía con desconfianza, pero sintiéndose tentada. Sin la colaboración de los colegas de Mosala ni de Karin De Groot, yo era, probablemente, lo más cercano a su ídolo a lo que podía aspirar.
—Si trabajaras para el otro lado, ¿para qué intentarías parecer tan incompetente?
—Ni siquiera estoy seguro de saber quiénes son los del otro lado. —Me tomé el insulto con calma.
—Nos veremos en este edificio dentro de media hora —dijo Kuwale por fin, cediendo.
Tomó mi mano y escribió una dirección en la palma; no era la casa donde me entrevisté con Conroy. Al cabo de media hora tenía que grabar a Mosala en otra conferencia, pero el documental podría sobrevivir con menos tomas de sus reacciones entre las que elegir, y seguro que Mosala se alegraría de que, para variar, la dejara en paz.
Kuwale me metió un panfleto enrollado en la mano antes de que me fuera. Estuve a punto de devolvérselo, pero cambié de opinión. Salía Ned Landers en la portada. Llevaba dos tornillos en el cuello y un efecto óptico de tipo Escher hacía que saliera del retrato y se pintara a sí mismo. El titular era: EL MITO DE UN HOMBRE QUE SE HIZO A SÍ MISMO. Al menos era más ingenioso que cualquiera de las cosas que se le ocurrirían a la prensa amarilla. Sin embargo, cuando pasé al artículo, vi que no hablaba de controlar ni restringir el acceso a los datos del genoma humano, no comentaba la resistencia china y estadounidense a las inspecciones internacionales de los lugares con equipo de síntesis de ADN ni planteaba soluciones prácticas para evitar otro Chapel Hill. Aparte de la petición de que se borraran y eliminaran todos los mapas del ADN humano, tan práctica como pedir a las personas del mundo que se olvidaran de la verdadera forma del planeta, no había nada más que jerga de la secta: los peligros de inmiscuirse en los misterios de la quintaesencia, la «necesidad humana» de que existiera el misterio inefable de la vida y la violación tecnológica del alma colectiva.
Si los de Renacimiento Místico querían de verdad hablar en nombre de la humanidad, definir las fronteras del conocimiento y dictar o censurar las verdades más profundas del universo… iban a tener que mejorar.
Cerré los ojos y me reí con alivio y gratitud. Ahora que ya había pasado, podía admitirlo: durante un rato, casi creí que me representaban. Casi pensé que podría acabar entrando a gatas en la tienda de reclutamiento, con la cabeza inclinada en un gesto adecuado de humildad (al fin), mientras decía: «¡Estaba ciego, pero ahora veo! ¡Estaba psíquicamente obnubilado, pero ahora me siento en sintonía! ¡Era todo yang sin yin, parte izquierda del cerebro, lineal y jerárquico, pero ahora estoy preparado para abrazar el Equilibrio Alquímico entre lo racional y lo místico! ¡Decid la palabra… y me habré curado!».
La dirección que me había dado Kuwale era de una panadería. Aparte de las importaciones lujosas, la comida de Anarkia provenía del mar, pero las proteínas y el almidón de los nódulos de las algas modificadas que crecían en los límites del arrecife eran idénticos a los del trigo, al igual que el olor que desprendían cuando se horneaban. El aroma familiar hizo que me mareara de hambre, pero la idea de tragar un bocado de pan recién hecho bastaba para darme náuseas. A aquellas alturas, ya debería haber sabido que me pasaba algo, aparte del efecto del vuelo, el ritmo forzado de la melatonina, la tristeza por la pérdida de Gina y el estrés de encontrarme metido en una historia que no mostraba indicios de solución. Pero no tenía mi farmacia para identificar la enfermedad, no me fiaba de los médicos locales ni disponía de tiempo para ponerme enfermo. Así que me dije que la única cura posible era hacer caso omiso.
Kuwale apareció, sin traje de payaso, justo a tiempo para evitar que me desmayara o vomitara. Pasó de largo, rebosante de energía, sin mirarme siquiera. Le seguí y empecé a grabar mientras contenía las ganas de gritar su nombre y acabar con todo ese secretismo exagerado.
—Por cierto, ¿qué significa «corriente principal de CA»? —dije cuando me puse a su altura.
—No sabemos quién es la Piedra Angular —se dignó contestar con una mirada esquiva e irritada—. Aceptamos que quizá nunca lo sabremos con seguridad, pero respetamos a las personas que parecen ser posibles candidatos.
—¿Respetáis o reverenciáis? —Todo aquello sonaba demasiado moderado y razonable.
—La Piedra Angular es sólo una persona más —dijo poniendo los ojos en blanco—. La primera en entender la TOE por completo, pero no hay razón por la que miles de millones de individuos no puedan hacer lo mismo después de ella. Alguien tiene que ser el primero, es así de sencillo. La Piedra Angular no es, ni remotamente, un dios. Ni siquiera necesita saber que ha creado el universo; todo lo que tiene que hacer es explicarlo.
—¿Mientras las personas como tú permanecen al margen y explican ese acto de creación?
Kuwale hizo un gesto despectivo, como si no tuviera tiempo que perder buscándole tres pies al gato.
—Entonces, ¿por qué estáis tan preocupados por Violet Mosala si, a fin de cuentas, no es nada especial desde el punto de vista cósmico?
—¿Es necesario que una persona sea un ente sobrenatural para que no merezca que la maten? —preguntó perpleja—. ¿Tengo que ponerme de rodillas y adorar a esa fem como la Diosa Madre del Universo para que me importe si vive o muere?
—Llámala Diosa Madre del Universo a la cara y desearás ser tú el muerto.
—Y con razón. —Kuwale sonrió—. Sé que piensa que CA es incluso peor que las sectas de la ignorancia —añadió con estoicismo—; el hecho de que no hablemos de dioses sólo nos hace más insidiosos ante sus ojos. Cree que somos parásitos que nos alimentamos de la ciencia, que seguimos los trabajos de los teóricos de las TOE y los robamos y desvirtuamos, sin ni siquiera tener la decencia de hablar el lenguaje de los irracionalistas. —Se encogió de hombros—. Nos desprecia, pero a pesar de eso, la respeto. Y sea o no la Piedra Angular, se cuenta entre los mejores físicos de su generación y es una poderosa arma para la technolibération. ¿Por qué tendría que deificarla para valorar su vida?
—Entendido. —Esta actitud me parecía demasiado razonable para ser verdad, pero era coherente con lo que había dicho Conroy—. Ésa es la corriente principal de los CA. Ahora, háblame de los herejes.
—Las permutaciones no tienen fin —gruñó Kuwale—. Piensa en cualquier variación que quieras y seguro que habrá alguien del planeta que la abrace como verdad. No tenemos una patente sobre la cosmología antropológica. Hay diez mil millones de personas ahí fuera y todos pueden creer lo que quieran, sin importar lo cerca de nosotros que estén en el plano metafísico ni lo lejos que estén en el espiritual.
Eso era una evasiva, pero no tuve oportunidad de insistir. Kuwale vio un tranvía delante de nosotros que se ponía en marcha y corrimos para cogerlo. Me esforcé en llegar y los dos lo alcanzamos, pero me costó un buen rato recuperar el aliento. Nos dirigíamos al oeste, rumbo a la costa.
El tranvía no estaba lleno, pero Kuwale se quedó en la entrada. Se cogía de la barra y se inclinaba hacia fuera para que le diera el aire.
—Si te muestro las personas que has de reconocer, ¿me avisarás si las ves? —dijo—. Te daré un número de contacto y un algoritmo cifrado. Todo lo que tienes que hacer es…
—Frena —dije—. ¿Quiénes son esas personas?
—Un peligro para Violet Mosala.
—Te refieres a que sospechas que son un peligro.
—Lo sé.
—De acuerdo, ¿quiénes son?
—¿Qué importancia tiene que te diga sus nombres? No significarían nada para ti.
—No, pero puedes decirme para quién trabajan. ¿Para qué gobierno o empresa de biotecnología?
—Le dije demasiado a Sarah Knight. —Su expresión se endureció—. No cometeré otra vez el mismo error.
—¿Por qué demasiado? ¿Te traicionó a SeeNet?
—¡No! —dijo enfadada porque yo no entendía la cuestión—. Sarah me contó lo que había pasado con SeeNet. Usaste tu influencia y no tuvieron en cuenta todo el trabajo que había hecho. Estaba enfadada, pero no sorprendida. Dijo que así funcionaban las cadenas y que no te guardaba rencor. También dijo que estaba dispuesta a pasarte todo lo que había averiguado si aceptabas reembolsarle los gastos con tu presupuesto de investigación y guardar el secreto.
—¿De qué estás hablando? —dije.
—Le di permiso para contarte todo lo que supiera sobre CA. ¿Por qué crees que me puse en ridículo en el aeropuerto? Si hubiera sabido que no tenías ni idea, ¿crees que me habría acercado a ti de esa manera?
—No. —Al menos, eso tenía sentido—. Pero ¿por qué te ha dicho que iba a informarme y no lo ha hecho? No sé nada de ella; no responde a mis llamadas.
—Tampoco a las mías —dijo Kuwale mirándome a los ojos, triste y avergonzada pero, de pronto, totalmente sincera.
Bajamos del tranvía en una parada de las afueras de un pequeño complejo industrial y andamos hacia el sudeste. Si nos seguía un profesional, todo este movimiento incesante no nos serviría de nada, pero si Kuwale creía que así podíamos hablar con más libertad, yo estaba dispuesto a seguirle.
No se me pasó por la cabeza que pudiera haberle ocurrido algo a Sarah. Tenía motivos para no desear saber nada de ninguno de nosotros, un deseo que le podían conceder unas pocas palabras en su programa de comunicaciones. Pensé que habría tenido una breve fantasía magnánima de hacerme partícipe del asunto a pesar de lo que le había hecho, sólo por pura solidaridad entre periodistas: todos trabajando juntos por la verdadera historia de Mosala que se tiene que contar, ra, ra, ra. Pero que había cambiado de opinión a la mañana siguiente cuando el efecto del consuelo químico se le pasó del todo.
Además, empezaba a replantearme la amenaza a Mosala.
—Si los intereses de la biotecnología provocaran el asesinato de Mosala, la convertirían, de forma inmediata, en una mártir de la technolibération —dije mirando a Kuwale—. Como cadáver también serviría de mascota y sería una excusa igual de buena para que el gobierno de Sudáfrica encabezara un movimiento en contra del embargo en la ONU.
—Quizá —admitió—, si los titulares contaran la historia verdadera.
—¿Cómo se les iba a escapar esa historia? Los que apoyan a Mosala no se callarían.
—¿Sabes quiénes son los dueños de casi todos los medios de comunicación? —dijo Kuwale con una sonrisa irónica.
—Lo sé, así que no me vengas con rollos paranoicos. Cien grupos distintos, mil personas distintas…
—Cien grupos distintos, casi todos propietarios de empresas que tienen que ver con la biotecnología. Mil personas distintas, casi todas pertenecientes a los consejos de administración de una de las principales, por lo menos, desde AgroGénesis hasta VivoTec.
—Es cierto, pero hay otros intereses con otras prioridades. No es tan sencillo como insinúas.
Estábamos solos, en una gran extensión de roca de arrecife uniforme pero sin pavimentar, dispuesta para que se empezara a edificar. Vi maquinaria ligera de construcción agrupada en la distancia, pero parecía que no se utilizaba. Munroe me había dicho que nadie podía poseer tierra en Anarkia, de la misma manera que no se podía poseer el aire, pero en realidad tampoco había nada que impidiera poner cercas y monopolizar el uso de grandes superficies de terreno. Que decidieran no hacerlo me intranquilizaba porque me parecía un ejercicio antinatural de autocontrol, un consenso de equilibrio delicado que pendía de un hilo y podía venirse abajo con una avalancha de apropiaciones de terrenos, la creación de títulos de propiedad de facto y la reacción, probablemente violenta, de los que no habían llegado primero.
Y aun así… ¿Por qué venir hasta aquí sólo para representar El señor de las moscas? Ninguna sociedad elige destruirse a sí misma. Y si un turista ignorante era incapaz de imaginar lo desastrosa que sería la fiebre de la especulación inmobiliaria, los residentes de Anarkia debían de haberlo pensado unas mil veces con todo detalle.
—Si de verdad crees que las empresas de biotecnología pueden salir impunes del asesinato —dije, extendiendo los brazos con un gesto que abarcaba toda la isla rebelde—, dime por qué no han convertido Anarkia en una bola de fuego.
—Cuando bombardearon El Nido perdieron la oportunidad de volver a utilizar esa solución. Necesitan un gobierno que lo haga por ellos, y ahora ninguno se arriesgaría a las consecuencias.
—¿Y sabotearla? Si los de InGenIo no pueden presentar algo que vuelva a disolver su creación en el mar, los Beach Boys estaban equivocados.
—¿Los Beach Boys?
—«Los biotecnólogos de California son los mejores del mundo.» ¿No era una canción suya?
—InGenIo está vendiendo versiones de Anarkia por todo el Pacífico —dijo Kuwale—. ¿Por qué iban a sabotear su mejor modelo de muestra, su mejor anuncio, esté autorizado o no? Puede que no lo planearan así, pero la verdad es que Anarkia no les ha costado nada… siempre que ninguna otra isla siga su ejemplo.
—¿Quieres enseñarme tu galería de presuntos asesinos de la empresa y explicarme, con todo detalle, lo que planeas hacer exactamente cuando te diga que he visto a uno de ellos? —No me había convencido, pero la discusión no nos llevaba a ninguna parte y decidí cambiar de tema—. Si crees que voy a involucrarme en una conspiración de asesinato aunque sea en defensa de la Piedra Angular o de Anarkia…
—No se trata de violencia —me interrumpió Kuwale—. Lo único que queremos es vigilar a esas personas, reunir la información necesaria y avisar a los de seguridad del congreso en cuanto tengamos algo tangible. —Sonó su agenda. Se paró, la sacó del bolsillo, miró la pantalla un momento y anduvo con cuidado unos pasos en dirección sur.
—¿Te importa que te pregunte qué haces? —dije.
—La seguridad de mis datos está vinculada al GPS. No se pueden abrir los archivos más importantes, ni siquiera con las contraseñas correctas, a menos que se esté en el lugar adecuado, que cambia cada hora. Y soy eil único que sabe, exactamente, cómo cambia.
Casi le pregunté por qué no memorizaba una lista de contraseñas en lugar de posiciones. Una pregunta estúpida. El GPS estaba allí, así que había que utilizarlo y un esquema de seguridad más enrevesado era mejor, no sólo porque resultaba más seguro sino porque la complejidad del sistema era un fin en sí misma. La tecnofilia era como cualquier otra estética; no tenía sentido preguntar por qué.
Kuwale era sólo media generación más joven que yo y, probablemente, compartíamos el ochenta por ciento de nuestra visión del mundo, pero éil había llevado todas las cosas en las que ambos creíamos mucho más lejos. La ciencia y la tecnología parecían haberle dado todo lo que deseaba: un escape de la virulenta batalla de los sexos, un movimiento político por el que valía la pena luchar e incluso una cuasirreligión, bastante descabellada a su manera, pero que, a diferencia de otros credos que simpatizaban con la ciencia, no era una síntesis artificiosa de la física moderna y una reliquia histórica para tontos como el necio simulacro de tregua de la Iglesia del Big Bang Judeocristiano Estándar Revisado.
Le veía hacer pequeños ajustes en el programa, mientras esperaba una conjunción de satélites y relojes atómicos y me pregunté si yo habría sido más feliz tomando las mismas decisiones. Como ásex, salvado de una docena de relaciones que se habían arruinado. Como technolibérateur, con un fervor ideológico que me protegiera de cualquier duda sobre Nagasaki o Ned Landers. Como cosmólogo antropológico, con una explicación definitiva de todo que me situaba a la altura de los teóricos de las TOE y me vacunaba contra las religiones en la vejez.
¿Habría sido más feliz?
Quizá, pero la felicidad estaba sobrevalorada.
El programa de Kuwale dio un pitido de éxito. Me acerqué y acepté los datos que había desbloqueado, un haz prieto de infrarrojos que fluyó entre nuestras agendas.
—Supongo que no quieres contarme cómo has sabido de esas personas ni cómo podré verificar lo que me dices de ellas —dije.
—Eso es lo que me preguntó Sarah.
—No me sorprende. Ahora te lo pregunto yo.
—Pásalo todo ahí en la primera oportunidad que tengas —me indicó con solemnidad Kuwale, dando el tema por zanjado, mientras señalaba mi abdomen con la agenda—. Una seguridad perfecta. Tienes suerte.
—Claro. Mientras un asesino de InGenIo da vueltas por Anarkia con tu agenda para encontrar las coordenadas geográficas correctas, los otros ahorrarán tiempo abriéndome las entrañas.
—Así me gusta —se rió Kuwale—. Puede que no seas un buen periodista, pero aún podremos hacer de ti un buen mártir revolucionario. Volveremos a la ciudad por rutas distintas. Si vas en esa dirección —dijo mientras señalaba a través de la extensión de roca de arrecife verde y plata brillante bajo la luz del sol matinal—, llegarás a la línea sudoeste del tranvía en veinte minutos.
—De acuerdo. —No tenía ganas de discutir. Sin embargo, cuando se volvió para irme, añadí—: Antes de que desaparezcas, ¿quieres contestar a una última pregunta?
—No hay nada de malo en preguntar —dijo encogiendo los hombros.
—¿Por qué haces esto? Sigo sin entenderlo. Dices que no te importa en realidad si Violet Mosala es la Piedra Angular o no. Pero aunque sea una persona tan excepcional que su muerte suponga una tragedia universal, ¿por qué lo asumes como responsabilidad tuya? Sabe exactamente en qué se mete al emigrar a Anarkia, es adulta, tiene recursos y más peso político del que tú o yo tendremos en la vida. No está desamparada ni es estúpida, y si supiera lo que haces, probablemente te estrangularía con sus propias manos. Así que, ¿por qué no dejas que se cuide sola?
Kuwale dudó y bajó la mirada. Parecía que, al fin, le había tocado una fibra sensible; tenía el aire de alguien que busca las palabras adecuadas para liberarse.
Seguía en silencio, pero esperé pacientemente. Sarah Knight había conseguido toda la historia, ¿verdad? No había ningún motivo por el que yo no pudiera hacer lo mismo.
—Como he dicho, no hay nada de malo en preguntar —contestó con toda tranquilidad, mirándome.
Se volvió y se marchó.