15

Llegué tarde a la ponencia de Helen Wu. El auditorio estaba casi vacío, pero Mosala ya había llegado y estaba estudiando atentamente algo en su agenda. Me senté a un asiento de distancia de ella. No levantó la vista.

—Buenos días.

—Buenos días —dijo con frialdad después de mirarme, y siguió con lo que estuviera leyendo.

Siempre me quedaba el recurso de cambiar su lenguaje corporal en el montaje.

Aunque no se trataba de eso.

—¿Qué le parece si le prometo que no utilizaré nada de lo que dijo sobre las sectas ayer y, a cambio, acepta darme algo que se haya pensado mejor más adelante? —dije.

—De acuerdo —dijo después de meditarlo sin apartar los ojos de la pantalla—. Es justo. —Me miró—. No quiero ser grosera, pero necesito terminar esto. —Me enseñó su agenda; estaba a mitad de un artículo que Wu había publicado en el Physical Review hacía unos seis meses.

No comenté nada, pero seguro que notó que me había escandalizado durante un momento.

—El día sólo tiene veinticuatro horas —se defendió Mosala—. Sé que debería haber leído esto hace meses, pero… —Hizo un gesto de impaciencia.

—¿Puedo grabarla mientras lo lee?

—¿Y que se entere todo el mundo? —preguntó horrorizada.

—Ganadora del premio Nobel pone al día sus deberes —dije—. Demostraría que tiene algo en común con el resto de los mortales. —Estuve a punto de añadir: «Es lo que llamamos humanizar al personaje».

—Puede empezar a filmar cuando comience la ponencia —dijo Mosala con firmeza—. Eso es lo que figura en el plan que acordamos, ¿verdad?

—Verdad.

Siguió leyendo, ahora sin hacerme ningún caso; toda la afectación y la hostilidad se habían desvanecido. Me invadió una sensación de alivio: probablemente, entre los dos acabábamos de salvar el documental. Hablaríamos de su opinión sobre las sectas, pero tendría derecho a expresarse con más diplomacia. Era un compromiso sencillo y obvio; sólo deseé que se me hubiera ocurrido antes.

Miré a hurtadillas (sin grabar) la agenda de Mosala mientras ella leía. Abría un programa auxiliar cada vez que llegaba a una ecuación, y en la pantalla brotaban ventanas llenas de comprobaciones algebraicas y análisis detallados de los desarrollos que había entre los pasos de la argumentación de Wu. Me pregunté si habría entendido mejor los artículos de Wu con esta clase de ayuda. Probablemente no: algunas de las anotaciones de las ventanas «aclaratorias» me parecían más crípticas que el texto original.

Podía seguir, muy por encima, casi todos los temas que se comentaban en el congreso, pero Mosala, con un poco de ayuda de su ordenador, podía llegar claramente hasta el nivel donde las matemáticas superaban el escrutinio riguroso o se hacían pedazos. Nada de retórica seductora, metáforas persuasivas ni llamadas a la intuición: sólo una secuencia de ecuaciones en las que cada una conducía inexorablemente a la siguiente o no. Aprobar aquella inspección no demostraba nada, desde luego; una cadena inmaculada de razonamientos sólo conducía a una fantasía elegante si los fundamentos físicos de las premisas eran incorrectos. Pero era imprescindible analizar las conexiones para comprobar cada hilo de la telaraña de lógica que enlazaba dos posibilidades.

En mi opinión, todas las teorías y sus consecuencias lógicas, todos los conjuntos de leyes generales y las posibilidades concretas que dictaban, formaban un todo indivisible. Las leyes universales de Newton del movimiento y la gravedad, las órbitas elípticas idealizadas de Kepler y cualquier modelo del Sistema Solar (anterior a Einstein) formaban parte del mismo entramado de ideas, de la misma capa de razonamiento firmemente tejida. Ninguna había resultado ser totalmente correcta, así que toda la capa de la cosmología newtoniana había sido arrancada (las uñas se deslizaron bajo la esquina sin rematar en la que las velocidades se aproximaban a la de la luz) en busca de algo más profundo. Y lo mismo había pasado unas cuantas veces desde entonces. El truco consistía en saber qué constituía cada capa exactamente para arrancar el correspondiente entramado de ideas falsadas y predicciones fallidas, y solamente eso… hasta que se llegaba a una capa perfecta, coherente y que encajaba con todas las observaciones disponibles del mundo real.

Eso era lo que distinguía a Violet Mosala (de la mitad de sus colegas, sin duda, pero también de los periodistas científicos de tercera) y lo que ningún proceso de humanización podría cambiar nunca: si se proponía una TOE que no encajara con los datos experimentales o que se deshiciera en medio de contradicciones, ella sería capaz de seguir el razonamiento hasta donde fuera necesario y arrancar la totalidad del precioso fallo como si fuera una capa perfecta de piel muerta.

¿Y si no había un fallo precioso? ¿Y si resultaba que la TOE en cuestión era perfecta? Mientras la veía analizar la elaborada argumentación matemática de Wu como si estuviera escrita en la prosa más sencilla, podía imaginármela cuando llegara el día (daba igual que la TOE fuera la suya) en que analizaría pacientemente las consecuencias de la teoría en todas las escalas, las energías y los niveles de complejidad, y haría todo lo posible para tejer el universo en un todo indivisible.

El auditorio empezó a llenarse. Mosala acabó el artículo justo cuando Wu subió al estrado.

—¿Cuál es el veredicto? —susurré.

—Creo que es casi todo correcto. —Mosala estaba pensativa—. No ha demostrado del todo lo que se había propuesto, todavía no, pero estoy prácticamente segura de que va por el buen camino.

—¿Y eso no la preocupa…? —empecé a preguntar, sorprendido.

—Paciencia. —Se llevó un dedo a los labios—. Vamos a escucharla.

Helen Wu vivía en Malasia, pero durante los últimos treinta años había trabajado para la Universidad de Bombay. Era la coautora de al menos una docena de artículos de gran importancia, entre los que se incluían dos con Buzzo y uno con Mosala; pero, por alguna circunstancia, no había alcanzado el mismo grado de celebridad. Probablemente era tan ingeniosa e imaginativa como Buzzo y quizá tan rigurosa y meticulosa como Mosala, pero parecía haber tardado bastante más en alcanzar las fronteras del campo (algo sólo perceptible en retrospectiva) y no había tenido la suerte de escoger problemas que dieran resultados generales imponentes.

Gran parte de la ponencia estaba, simplemente, más allá de mis posibilidades. Cubrí todo el discurso y los gráficos con esmero, pero mis pensamientos vagaban a la cuestión de cómo podría parafrasear el mensaje y evitar los tecnicismos. ¿Quizá con un diálogo interactivo?

Elige un número entre diez y mil. No me lo digas.

[Piensa… 575]

Suma las cifras.

[17]

Súmalas otra vez.

[8]

Añade tres.

[11]

Resta esta cantidad del número inicial.

[564]

Suma las cifras.

[15]

Halla el resto que queda cuando lo divides entre nueve.

[6]

Elévalo al cuadrado.

[36]

Súmale seis.

[42]

¿El número que tienes en mente es… cuarenta y dos?

[¡Sí!]

Inténtalo otra vez.

Desde luego, el resultado final era siempre el mismo. Todos los pasos elaborados de este truco barato para fiestas eran sólo una manera larga y complicada de decir que X menos X es siempre igual a cero.

Wu insinuaba que el enfoque de Mosala para elaborar la TOE venía a ser lo mismo: los desarrollos matemáticos, simplemente, se cancelaban. A una escala mayor y de una manera mucho menos obvia, pero, al final, una tautología era una tautología.

Wu hablaba con calma mientras las ecuaciones fluían por la pantalla que estaba situada tras ella. Para explicar paso por paso estas relaciones, para atajar de una parte del trabajo de Mosala a otra, Wu había tenido que demostrar media docena de teoremas matemáticos nuevos, todos difíciles y útiles en sí mismos. (Ésta no era mi opinión ignorante; había comprobado en las bases de datos las citas a sus trabajos anteriores, en los que había preparado el terreno para aquella ponencia.) Y, para mí, eso era lo extraordinario: que fuera posible una reformulación tan exhaustiva y compleja de «X menos X equivale a cero». Era como si al final resultara que una cuerda retorcida minuciosamente, que entraba y salía de sus vueltas unos cientos de miles de veces, no estaba anudada, sino que era una lazada simple, dispuesta de forma recargada, pero que, en última instancia, podía desenredarse por completo con un tirón. Quizá esto sería una metáfora mejor y en la versión interactiva el público con guantes de realidad virtual podría comprobar que el «nudo», en realidad, sólo era una lazada.

Sin embargo, no se puede coger un par de ecuaciones tensoriales de Violet Mosala y, simplemente, desarrollarlas para averiguar cómo están relacionadas. Había que deshacer el nudo falso con la mente (se podía contar con la ayuda de un programa, pero no lo hacía todo). Siempre era posible cometer errores sutiles. Los detalles lo eran todo.

Wu acabó y llegó el turno de preguntas. El público estaba cautivado; sólo hubo un par de preguntas vacilantes para aclarar dudas, pero que no indicaban aceptación ni rechazo.

—¿Todavía cree que va por el buen camino? —pregunté a Mosala.

—Sí —dijo dubitativa.

El auditorio se estaba vaciando a nuestro alrededor. Veía de reojo que las personas que pasaban a nuestro lado detenían la mirada en Mosala. Era todo muy civilizado: nada de adolescentes que se desmayaban o suplicaban autógrafos, pero había destellos inconfundibles de entusiasmo, reverencia y adoración. Reconocí a algunos de los miembros del club de fans cuyo apoyo fue muy evidente durante la rueda de prensa, pero no había visto a Kuwale en ningún lugar del edificio, ni una vez. Si se preocupaba tanto por Mosala, ¿por qué no estaba aquí?

—¿Qué significaría para su TOE que Wu tuviera razón?

—Quizá refuerce mi posición —dijo Mosala con una sonrisa.

—¿Por qué? No lo entiendo.

—Es un asunto complicado. —Miró su agenda—. ¿Le parece que lo veamos mañana? —Miércoles por la tarde, nuestra primera sesión de entrevista.

—Desde luego. —Empezamos a salir juntos. Estaba claro que Mosala tenía otra cita; era entonces o nunca—. Hay algo que quería decirle —añadí—. No sé si es importante, pero…

—Adelante —dijo, aunque parecía distraída.

—Cuando llegué, alguien llamado Akili Kuwale me recibió en el aeropuerto… —No mostró ninguna reacción ante el nombre, así que proseguí—: Dijo que era de la corriente principal de Cosmología Antropológica y… —Mosala dejó escapar un gemido suave, cerró los ojos y se paró en seco.

—Voy a dejarle esto completamente claro —dijo volviéndose hacia mí—. Si se le ocurre mencionar a los antropocosmólogos en este documental, yo…

—No tengo intención de hacer eso —la interrumpí de inmediato. Me miraba enfadada, desconfiada—. ¿Cree que me dejarían aunque quisiera? —añadí.

—No sé de qué son capaces —dijo todavía alterada—. ¿Qué quería esa persona si no era publicidad para sus ideas lunáticas?

—Le parecía que usted corre peligro —dije con cuidado. Pensé en comentar la cuestión de la emigración a Anarkia, pero Mosala estaba ya tan cerca de estallar que decidí que el riesgo no valía la pena.

—Bueno —dijo con acritud—, eso son los antropocosmólogos para usted y su preocupación es conmovedora, pero no estoy en peligro, ¿verdad? —Señaló con un gesto el auditorio vacío, para destacar la ausencia de asesinos al acecho—. Así que ellos pueden tranquilizarse, usted olvidarlos y nosotros seguir con nuestro trabajo, ¿no?

Asentí como un tonto. Empezó a alejarse, pero la alcancé.

—Escuche, yo no busqué a esa gente —dije—. Esa persona misteriosa se me acercó nada más bajar del avión y empezó a hacer comentarios crípticos sobre su seguridad. Creo que tiene derecho a saberlo, simplemente. No sabía que fuera un miembro de la secta que menos le gusta. Y si todo el tema es tabú, está bien. No volveré a mencionar el nombre en su presencia.

—Le pido disculpas —dijo Mosala, que se había parado y estaba más tranquila—. No quería regañarlo, pero si supiera la clase de tonterías perniciosas… —Interrumpió la frase—. Da igual. ¿Ha dicho que el tema queda zanjado? ¿Que no le interesan en absoluto? —Sonrió con dulzura—. Pues no hay nada que discutir, ¿verdad? Entonces ¿nos vemos mañana por la tarde? —añadió volviéndose cuando se dirigía hacia la puerta—. Por fin podremos mantener una conversación sobre cosas importantes. Estoy deseándolo.

Vi cómo se marchaba, me volví hacia la habitación vacía y me senté en la primera fila. Me preguntaba cómo había podido creer alguna vez que podría «explicar» a Violet Mosala al mundo. Ni siquiera había sabido lo que pensaba mi amante a pesar de vivir con ella, semana tras semana. ¿Qué clase de juicios erróneos y absurdos emitiría sobre esta desconocida tan susceptible e impulsiva cuya vida giraba en torno a unas matemáticas que apenas entendía?

Mi agenda sonó con impaciencia y la saqué del bolsillo. Hermes había deducido que la ponencia había terminado y ya podía emitir una señal auditiva. Era un mensaje de Indrani Lee para mí: «Andrew, puede que no sepas apreciar la oportunidad que se te presenta, pero un representante de las personas que mencionamos ayer ha accedido a hablar contigo. De manera extraoficial, por supuesto. Chomsky Avenue número veintisiete. Esta noche a las nueve en punto».

—No voy a ir —dije mientras me sujetaba el estómago e intentaba no reírme—, no me arriesgo. ¿Y si Mosala se entera? Claro que siento curiosidad, pero no vale la pena.

—¿Ésa es la respuesta para el remitente? —dijo Hermes después de un momento.

—No —dije con un gesto—. Y ni siquiera es verdad.

La dirección que me había dado Lee estaba a un paseo corto de una parada del tranvía de la línea norte-este. Había que atravesar lo que casi parecía una zona residencial de clase media, salvo que no había vegetación, ni ostentosa ni normal; sólo patios pavimentados relativamente grandes y algunas estatuas kitsch. Tampoco se veían verjas electrificadas. El aire era frío; a fin de cuentas, el otoño dejaba sentir su presencia. El deslumbrante coral de Anarkia causaba una impresión totalmente errónea; los primos naturales de los pólipos manipulados genéticamente no habrían sobrevivido a esta distancia de los trópicos.

Pensé que Sarah Knight había estado en contacto con los antropocosmólogos sin que Mosala se enterase. No habría hablado de ella en términos tan elogiosos de haber sabido que tenía alguna clase de acuerdo con Kuwale. Sólo era una suposición, pero tenía sentido: la investigación para Sujetando el cielo debía de haber conducido a Sarah hasta los CA, que eran, en parte, el motivo por el que se había esforzado tanto en conseguir el contrato de Violet Mosala. Y quizá los antropocosmólogos habían decidido ofrecerme el mismo trato: Ayúdanos a cuidar de Violet Mosala y te daremos una exclusiva mundial, el primer reportaje de los medios de información sobre la secta más reservada del planeta.

¿Por qué pensaban que era su deber cuidar de Mosala? ¿Qué papel desempeñaban los especialistas en TOE en los planes de los antropocosmólogos? ¿Eran gurús reverenciados? ¿Santos locos de otro mundo que necesitaban que un cuadro de seguidores devotos los protegiera de sus enemigos? Santificar a los físicos sería un cambio con respecto a santificar la ignorancia, pero suponía que Mosala encontraría aún más irritante que le dijeran que era una especie de conducto valioso para visiones interiores místicas (aunque en última instancia inocente y desamparada), que oír que necesitaba ser humilde o curarse.

El número veintisiete era una casa de una planta, hecha de coral con aspecto de granito gris plata. Era grande, pero no una mansión; quizá de cuatro o cinco dormitorios. Tenía sentido que los huidizos CA alquilaran una vivienda en las afueras, desde luego; era más discreto que reservar habitaciones en un hotel lleno de periodistas. Se filtraba una cálida luz amarilla a través de las ventanas programadas en modo opalescente, una configuración deliberada de bienvenida. Pasé por la verja abierta, crucé el patio vacío, me armé de valor y llamé al timbre. Si los miembros de Renacimiento Místico se ponían trajes de payaso y hablaban de «las narraciones que les dicta la imaginación» en medio de la calle para que todo el mundo los viera, no tenía claro si estaba preparado para una secta cuyas prácticas tenían que llevarse a cabo a puerta cerrada.

Mi agenda emitió un chirrido débil y breve, como un juguete empalado en un cuchillo. La saqué del bolsillo; la pantalla estaba en blanco: era la primera vez que la veía así. Una fem vestida con elegancia abrió la puerta.

—Debes de ser Andrew Worth —dijo con una sonrisa, ofreciéndome la mano—. Soy Amanda Conroy.

—Encantado de conocerte —dije mientras le daba la mano, con la agenda aún en la otra.

—No se ha estropeado —dijo mirando la máquina muerta—, pero comprenderás que esto no es oficial.

Tenía acento de la costa oeste de los Estados Unidos y una piel de color blanco lechoso desvergonzadamente antinatural, suave como el mármol pulido. Podía tener cualquier edad entre los treinta y los sesenta.

La seguí por un recibidor lujosamente enmoquetado hasta la salita. Había media docena de cuadros en las paredes. Grandes, abstractos y coloristas. Me parecían Primitivistas Estilo Brasileño, el trabajo de un grupo de artistas irlandeses de moda, pero no podía saber si eran auténticos: «remezclas» que explotaban a conciencia el gueto artístico de Sao Paulo de los años veinte, por las que se pagaba cien mil veces el precio de los cuadros originales de Brasil. Sin embargo, seguro que la pantalla mural de cuatro metros y el mecanismo oculto que había convertido mi agenda en un ladrillo eran caros. Ni siquiera me planteé invocar a Testigo; me alegré de haber transmitido la grabación de la mañana a la consola de edición de casa, antes de salir del hotel.

Parecía que estábamos solos.

—Siéntate, por favor —dijo Conroy—. ¿Quieres tomar algo? —Se dirigió a un dispensador de bebidas que había en una esquina. Miré la máquina y decliné la oferta. Era un modelo sintetizador de veinte mil dólares, básicamente una farmacia a mayor escala. Podía servir cualquier cosa, desde zumo de naranja hasta un cóctel de aminas neuroactivas. Su presencia en Anarkia me sorprendió; no me habían permitido traer mi anticuada farmacia, pero como no me sabía de memoria los términos de la resolución de la ONU, no sabía muy bien qué tecnología estaba prohibida de forma universal y cuál se prohibía sólo a las exportaciones australianas—. Soy muy amiga de Akili Kuwale y le considero una persona encantadora —dijo Conroy con voz tranquila después de sentarse enfrente de mí y dudar un momento—, pero no es demasiado diplomática. —Su sonrisa me desarmó—. Prefiero no pensar en qué impresión te habremos causado después de que te contara todas esas tonterías misteriosas. —Volvió a mirar de forma significativa mi agenda—. Supongo que nuestra insistencia en disfrutar de una intimidad absoluta tampoco ayuda mucho, pero te aseguro que no se trata de nada siniestro. Ya sabes el poder que tienen los medios de comunicación: toman un grupo de personas y sus ideas y distorsionan la imagen de ambas para acomodarla a cualquier prioridad que tengan. No pretendo acusar a los de tu profesión de ser difundidores de libelos —continuó interrumpiéndome cuando intenté contestar, en realidad para darle la razón—, pero he visto tantas veces lo que ha ocurrido con otros grupos que no debería sorprenderte que nos parezca una consecuencia inevitable de salir a la luz pública.

»Así que hemos tomado el camino más difícil en beneficio de la autonomía: hemos renunciado a que nos representen de ninguna forma. No queremos que nos retraten ante el mundo, justa o injustamente, con simpatía o sin ella. Si no tenemos ninguna imagen pública, el problema de la distorsión desaparece. Somos lo que somos.

—Aun así, me has pedido que venga.

—Y que malgastes tu tiempo. Además, corremos el riesgo de empeorar las cosas —dijo asintiendo con pesar—. Pero no teníamos elección. Akili despertó tu curiosidad y no era razonable esperar que dejaras correr el asunto. Por lo tanto, estoy dispuesta a comentarte nuestras ideas en persona, en lugar de permitir que investigues y acabes con un montón de rumores infundados de terceros. Pero todo tiene que ser de forma extraoficial.

—No quieres que llame más la atención sobre vosotros haciendo preguntas a personas que no son las adecuadas —dije moviéndome intranquilo en el asiento—, así que estás dispuesta a contestarlas sólo para que cierre la boca.

—Así es —contestó Conroy con calma. Yo había esperado que contestara a esa valoración tan directa con negaciones, actitud dolida y un aluvión de eufemismos.

Indrani Lee debía de haberse tomado mi sugerencia al pie de la letra: «Sólo diles que he estado haciendo preguntas a personas del congreso y, casualmente, a ti también». No era de extrañar que me hubieran llamado enseguida si los de CA pensaban que iba a repetir la historia improvisada que le conté a Lee sobre Kuwale, eil confidente desaparecida, a todos los periodistas y físicos de Anarkia.

—¿Por qué estás dispuesta a confiar en mí? —pregunté—. ¿Qué me impide utilizar todo lo que me cuentes?

—Nada —dijo Conroy con las manos extendidas—. Pero ¿por qué ibas a hacer algo así? He visto tus trabajos anteriores; está claro que los grupos cuasicientíficos como el nuestro no te interesan. Has venido para cubrir las intervenciones de Violet Mosala en el congreso Einstein y eso ya debe de ser un reto considerable sin necesidad de distracciones adicionales. Puede que sea imposible mantener a Renacimiento Místico o a ¡Ciencia Humilde! al margen: se colarán en las tomas siempre que puedan. Pero nosotros no. Y sin imágenes nuestras, a menos que te molestes en falsificarlas, ¿qué pondrías en el documental? ¿Una entrevista de cinco minutos contigo mismo relatando este encuentro?

No sabía qué decir; tenía razón punto por punto. Y por si fuera poco, tenía que considerar la antipatía de Mosala y el riesgo de perder su colaboración si me pillaba metiéndome en este asunto.

Además, no podía evitar simpatizar un poco con la postura de CA. Me parecía que casi todos los que había conocido en los últimos años (desde los emigrantes de género, que huían de las definiciones en materia de política sexual de otras personas, hasta los refugiados de la hipocresía nacionalista como Bill Munroe) estaban hartos de que otras personas se creyeran con derecho a retratarlos. Incluso las sectas de la ignorancia y los especialistas en TOE se echaban en cara lo mismo aunque, en último término, se disputaban la definición de algo infinitamente mayor que sus identidades.

—No puedo ofrecerte una promesa de silencio incondicional —dije con cuidado—, pero intentaré respetar tus deseos. —Esto pareció bastarle a Conroy. Quizá había estado sopesándolo todo antes de que nos reuniéramos y decidió que una entrevista tranquila sería el menor de los dos males aunque no pudiera conseguir ninguna garantía.

—La cosmología antropológica es sólo el planteamiento moderno de una idea antigua. No malgastaré tu tiempo con una lista de nuestras coincidencias y discrepancias con varios filósofos de la Grecia clásica, el antiguo Islam, la Francia del siglo diecisiete o la Alemania del dieciocho; puedes investigar la historia por tu cuenta. Empezaré con un hombre que estoy segura de que conoces: un físico del siglo veinte llamado John Wheeler.

Asentí. Lo conocía, aunque lo único que recordaba es que desempeñó un papel fundamental en la teoría de los agujeros negros.

—Wheeler era un acérrimo defensor de la idea de un universo participativo —siguió Conroy—, un universo configurado por los habitantes que lo observaban y lo explicaban. Tenía una metáfora favorita para ese concepto: ¿conoces el viejo juego de las veinte preguntas? Una persona piensa en un objeto y la otra hace preguntas a las que sólo se puede contestar «sí» o «no» e intenta averiguar qué es.

»Sin embargo, hay otra forma de jugar. Al principio no se elige ningún objeto. Sólo se responde sí o no más o menos al azar, pero con la limitación de ser consecuente con lo que ya se ha dicho. Si has contestado que es azul, no puedes cambiar de opinión después y decir que es rojo, aunque aún no tengas una idea precisa de qué es en realidad. Pero a medida que se responden más y más preguntas van disminuyendo las opciones de lo que puede ser.

»Wheeler decía que el universo se comportaba como un objeto indefinido que sólo llegaría a ser algo concreto por medio de un proceso similar de preguntas. Hacemos observaciones, llevamos a cabo experimentos y nos hacemos preguntas. Obtenemos respuestas, algunas más o menos al azar, pero nunca son contradicciones absolutas. Y cuantas más preguntas formulamos, más precisa es la forma que adopta el universo.

—¿Te refieres a que es como medir objetos microscópicos? —dije—. Algunas propiedades de las partículas subatómicas no existen hasta que se miden y la medida que se obtiene es un componente al azar, pero si se mide lo mismo por segunda vez se obtiene el mismo resultado. —Era algo muy viejo, bien establecido y aceptado—. Es probable que Wheeler se refiriese a algo así —añadí.

—Ése es el ejemplo definitivo —accedió Conroy—. Se remonta a Niels Bohr, desde luego, con quien Wheeler estudió en Copenhague en la década de mil novecientos treinta. Las medidas cuánticas eran, sin duda, la inspiración de todo el modelo. Sin embargo, Wheeler y sus sucesores las llevaron más allá.

»La medición cuántica trata de sucesos microscópicos independientes, que ocurren o no de forma aleatoria, pero de acuerdo con las probabilidades determinadas por un conjunto de leyes preexistente. Trata sobre la cara o la cruz por sí mismas, no sobre la forma de la moneda ni el resultado final cuando se lanza repetidas veces. Es bastante fácil ver que una moneda no es «cara» ni «cruz» mientras está en el aire girando, pero ¿y si no fuera una moneda concreta? ¿Y si no hubiera leyes preexistentes que rigen el sistema que se intenta medir, al igual que no hay respuestas preexistentes para ninguna de esas medidas?

—¿Qué pasaría entonces? —contesté con cautela.

Había venido esperando una ración de la jerga florida de las sectas: parloteo sobre magos y brujas arquetípicos o la necesidad urgente de volver a descubrir el reino perdido de la alquimia. La estrategia de tomar la mecánica cuántica y distorsionar las fronteras de su singularidad contraintuitiva en cualquier dirección que se acomodara a la filosofía de la secta era más difícil de seguir. En las manos de un charlatán persuasivo, la mecánica cuántica podía ser cualquier cosa, desde una base «científica» para la telepatía hasta una «prueba» del budismo zen. Aun así no importaba que no pudiera precisar el momento en el que Conroy pasara de la ciencia establecida a la fantasía antropocosmológica; podría analizarlo más tarde, cuando recuperara mi teta electrónica y pudiera valerme de una guía experta.

—Lo que pasó en la historia es que la física se mezcló con la teoría de la información —dijo Conroy continuando con el lenguaje científico, mientras sonreía ante mi nerviosismo—. O, por lo menos, muchas personas estudiaron la unión durante cierto tiempo. Intentaban descubrir si tenía sentido hablar de la creación no sólo de sucesos microscópicos particulares, sino de toda la mecánica cuántica subyacente y de todas las distintas ecuaciones de campo (que entonces no estaban unificadas) a partir de una secuencia de preguntas a las que se puede contestar «sí» o «no». La realidad a partir de la información, de una acumulación de conocimientos. Como lo expresó Wheeler: «un todo a partir de un fragmento».

—Suena a una de esas ideas bonitas que no funcionan —dije—. Nadie del congreso habla de ese tipo de cosas.

—La física de la información desapareció de toda discusión cuando la Teoría Estándar del Campo Unificado se edificó sobre las cenizas de las supercuerdas —admitió Conroy—. ¿Qué tenía que ver la geometría del espacio global de diez dimensiones con las secuencias de información? Muy poco. La geometría tomó el control. Y ha sido el enfoque más productivo desde entonces.

—¿Y dónde encaja la cosmología antropológica? ¿Tenéis una TOE basada en la física de la información que las figuras consagradas no se toman en serio?

—No —dijo Conroy riéndose—. No podemos competir en ese campo, ni queremos. Buzzo, Mosala y Nishide pueden pelearse entre ellos. Estoy totalmente convencida de que, al final, uno conseguirá una TOE perfecta.

—¿Entonces?

—Volvamos al viejo modelo de Wheeler del universo. Las leyes de la física surgen de modelos y regularidades que se encuentran en los datos aleatorios. Pero si un suceso no tiene lugar a menos que sea observado, una ley no existe a menos que se entienda. Pero eso suscita una pregunta, ¿verdad? ¿Quién es el que tiene que entenderla? ¿Quién decide lo que es consecuente? ¿Quién decide la forma que puede adoptar una ley o lo que constituye una explicación?

»Si el universo sucumbiera de forma instantánea a cualquier explicación humana, viviríamos en un mundo en el que la edad de piedra de la cosmología sería literalmente cierta. O sería como las viejas sátiras de la vida después de la muerte, con un cielo distinto para cada fe en conflicto… incluso antes de morir. Pero el mundo no es así. Estamos juntos discutiendo sobre la naturaleza de la realidad, y da igual cuántas personas discrepen. No salimos flotando a universos particulares en los que nuestras explicaciones son la verdad absoluta.

—Bueno, no. —Tuve una imagen vívida de los miembros del grupo teatral de RM que seguían a Jung, vestido de flautista de Hamelín, a la boca de un agujero de gusano psicodélico que conducía a un cosmos completamente distinto, adonde no podía seguirlos ningún racionalista—. ¿Y eso no te hace pensar que el universo, a fin de cuentas, no es participativo? —pregunté—. ¿Que las leyes pueden ser principios fijos, independientes de las personas que las comprenden?

—No. —Conroy sonrió con amabilidad, como si esta idea le pareciera ingenua y curiosa—. Toda la relatividad y la mecánica cuántica rechazan cualquier telón de fondo absoluto: tiempo absoluto, historia absoluta… y leyes absolutas. Pero me hace pensar que es necesario que la idea de participación se formule con rigor en las matemáticas de la teoría de la información y que las distintas posibilidades tengan que ser analizadas con mucho cuidado.

—¿Con qué objeto? —Era difícil refutarle lo anterior—. Si no se compite por el descubrimiento de una TOE que funcione…

—La cuestión es entender los medios mediante los que la ciencia de las TOE puede dar lugar a una TOE activa. Cómo el conocimiento de las ecuaciones puede llegar a fijar firmemente la realidad que describen en un lugar… con tanta firmeza que no podremos albergar la esperanza de ver lo que hay detrás, de atisbar el proceso que la mantiene ahí.

—Si admites que no tenemos la esperanza de hacer eso —contesté riéndome—, acabas de pasar directamente a la metafísica.

—Cierto. —Conroy no se inmutó—. Pero creemos que, aun así, puede hacerse con un espíritu científico: aplicar la lógica y utilizar las herramientas matemáticas adecuadas. Eso es la cosmología antropológica: el viejo enfoque teórico de la información redivivo como algo externo a la física. Quizá no sea necesario descubrir la TOE, pero creo que su existencia tiene sentido.

Me incliné hacia ella; me pareció que sonreía, casi sin querer, y estaba fascinado a pesar de mi escepticismo. Tal y como estaban las pseudociencias de las sectas, éstas, por lo menos, eran gilipolleces con clase.

—¿Cómo? ¿Qué posibilidad habéis analizado que pueda darle a una teoría un poder que no existiera ya en la naturaleza?

—Imagina la siguiente cosmología —dijo Conroy—: olvida la idea del comienzo del universo con un Big Bang adecuado, ajustado y necesario para crear estrellas, planetas, vida inteligente y una cultura capaz de encontrarle sentido. En su lugar, toma como punto de partida el hecho de que hay un ser humano vivo que puede explicar todo el universo en los términos de una teoría. Dale la vuelta a todo y da por supuesto únicamente que esta persona existe.

—¿Cómo puede ser lo único? —dije irritado—. No se puede tener un ser humano vivo y nada más. Y si se asume que esta persona puede explicar el universo, será porque hay un universo que explicar.

—Exacto. —Conroy sonrió con calma y sin síntomas de locura, pero se me erizó el pelo de la nuca y, de repente, supe lo que iba a decir a continuación—. A partir de esta persona el universo «crece» gracias a la capacidad de explicarse, en todas direcciones y hacia delante y atrás en el tiempo. En lugar de salir despedido del preespacio, en vez de «causarse» inexplicablemente al principio del tiempo, se cristaliza tranquilamente alrededor de un ser humano.

»Por eso el universo obedece una sola ley, una Teoría del Todo. Lo explica todo una persona a la que llamamos la Piedra Angular. Todos los seres y todas las cosas existen porque la Piedra Angular existe. El modelo cosmológico del Big Bang no puede conducir a nada: un universo de polvo frío, un universo de agujeros negros, un universo de planetas muertos. Pero la Piedra Angular necesita todo lo que el universo contiene en la actualidad, estrellas, planetas y vida para explicar su propia existencia. Y no sólo los necesita: puede explicarlo todo y darle pleno sentido, sin lagunas, defectos ni contradicciones.

»Por eso es posible que miles de millones de personas estén equivocadas. Por eso no vivimos de acuerdo a una cosmología de la edad de piedra y ni siquiera a la de la física newtoniana. La mayoría de las explicaciones no son lo bastante fuertes, completas o coherentes para dar existencia al universo… y para explicar una mente capaz de dar cabida a esa explicación.

Me recliné y me quedé mirando a Conroy. No quería ser grosero, pero no tenía nada educado que decir. Finalmente, aquello era lenguaje de secta puro: podría estar diciéndome que Violet Mosala y Henry Buzzo eran las encarnaciones de un par de deidades hindúes enfrentadas o que la Atlántida emergería del océano y las estrellas caerían del firmamento mientras se escribía la ecuación definitiva.

Salvo que, si lo hubiera hecho, dudo que sintiera el mismo cosquilleo inquietante que me bajaba por la espalda hasta los antebrazos. Se había mantenido lo bastante cerca de las orillas de la ciencia, durante bastante parte del recorrido, para desarmarme un poco.

—No podemos ver cómo aparece el universo —continuó—; somos parte de él, estamos atrapados en el espaciotiempo creado por el acto de la explicación. Lo único que podemos aspirar a presenciar, con el paso del tiempo, es la persona que será la primera en llevar la TOE en su mente, captar las consecuencias y, de manera invisible e imperceptible, conferirnos la existencia a todos. —De pronto, empezó a reír y rompió el hechizo—. Sólo es una teoría. Las matemáticas que la sustentan tienen un sentido perfecto, pero la realidad es imposible de comprobar por su misma naturaleza. Así que, desde luego, podríamos estar equivocados.

»Pero ahora, ¿entiendes por qué alguien como Akili, que cree, quizá con demasiada vehemencia, que podemos tener razón, quiere asegurarse de que no le hacen ningún daño a Violet Mosala?

Anduve hacia el sur más de lo necesario mientras buscaba una parada de tranvía un poco alejada de aquella en la que había bajado. Necesitaba estar al aire libre bajo las estrellas durante un rato para volver a poner los pies en el suelo. Incluso aunque Anarkia no pudiera considerarse tierra firme.

Las revelaciones de la noche me habían tranquilizado: parecían atarlo todo y dar sentido, al fin, a todas las distracciones que me habían apartado de mi trabajo.

Los de CA eran unos maniáticos inofensivos, y aunque resultara entretenido incluirlos como nota a pie de página en Violet Mosala, la integridad del documental no se vería afectada si no los sacaba, como me habían pedido ellos y Mosala. ¿Por qué ofender a ambas partes en nombre del periodismo audaz sólo para provocar sonrisitas de complicidad entre el público de SeeNet?

Y Kuwale estaba totalmente paranoica. Su postura era comprensible aunque no justificable. La vida de una Piedra Angular potencial no era un asunto para tomárselo a la ligera. Tampoco lo era que el universo pudiera venirse abajo: si Mosala moría antes de «conferirnos la existencia a todos nosotros», estaba claro que otra persona tendría que hacerlo y que, simplemente, ella no era la elegida. Esto no excluía una gran reverencia por los todavía meros candidatos a creadores, y los rumores de la emigración de Mosala debieron de bastar para que Kuwale empezara a ver enemigos que salían a rastras de la roca de arrecife.

Esperé el tranvía en una calle desierta. Mientras miraba arriba a través del aire frío, veía la riqueza deslumbrante de las estrellas (y satélites) y le daba vueltas a la fantasía perversamente elegante de Conroy. Si Mosala era la Piedra Angular, me alegraba de que tratara a los CA con tanto desdén. Si su explicación del universo incluía una TOE convencional y nada más, todo iría bien. Pero si se tomara la cosmología antropológica en serio… seguro que eso la expulsaría del complejo entramado de explicaciones que hilvanaba para todos. Una Teoría del Todo no era una Teoría del Todo si existía otro nivel, un estrato más profundo de verdad.

Originar un universo en el que uno mismo tuviera cabida me parecía una tarea demasiado dura; había que explicar la existencia de los propios ancestros (necesaria para explicar la propia), la de los miles de millones de primos humanos (una consecuencia lógica inevitable, lo mismo que los parientes más lejanos: animales y plantas), el mundo que se habitaba, el sol alrededor del cual se giraba y otros planetas, soles y galaxias que no eran necesarios de forma tan obvia para sobrevivir, pero que, posiblemente, permitían que una TOE relativamente sencilla (que se podía albergar en la mente) pudiera ser reemplazada por otra con triquiñuelas que la hicieran más ahorrativa en el mercado inmobiliario cósmico. «Conferir la existencia a todo eso» sería ya bastante duro; no resultaría nada agradable estar obligado también a crear el poder de crearlo, tener que conferir la existencia a la cosmología antropológica que permitiera conferir la existencia a las cosas.

Una separación de poderes sabia. Dejar la metafísica para otro.

Subí al tranvía. Un par de pasajeros me sonrió, nos saludamos y conversamos… sin que nadie sacara un arma ni pidiera dinero.

Mientras andaba por la calle hacia el hotel, revisé unos cuantos documentos de mi agenda para comprobar que no había perdido nada durante el apagón. Había preparado una lista de las preguntas que quería hacerles a los antropocosmólogos y las repasé para ver qué tal me había ido. Sólo me había dejado un punto: no estaba mal para alguien acostumbrado a una muleta electrónica, pero, aun así, me resultó molesto.

Kuwale dijo que era de la «corriente principal» de CA. Así que, si toda la metafísica salvaje que Conroy me había endosado era la corriente principal de la cosmología antropológica, ¿qué creerían los marginales?

Mi complacencia empezaba a desvanecerse. Lo que había oído era una versión de la doctrina de CA. Conroy decidió hablar en nombre de todos, pero eso no implicaba que todos estuvieran de acuerdo. Como mínimo necesitaba volver a hablar con Kuwale, pero tenía cosas mejores que hacer que vigilar la casa con la esperanza de que apareciera.

En mi habitación hice que Hermes buscara en los directorios de comunicaciones mundiales. Había unos siete mil Kuwale con direcciones en una docena de países, pero ningún Akili. Lo que significaba que, probablemente, era un apodo, un diminutivo o un nombre de ásex no oficial. Sin saber ni de qué país procedía, iba a ser imposible delimitar la búsqueda.

No había grabado mi conversación con Kuwale, pero cerré los ojos, invoqué a Testigo y jugué con las opciones del programa de identificación hasta que vi su cara con claridad: en forma digital en la memoria que había en mis entrañas, así como en el ojo de mi mente. Conecté el cable umbilical, pasé la imagen a la agenda e inspeccioné las bases de datos mundiales de noticias en busca de su nombre o cara. No todo el mundo tenía sus quince minutos de fama, pero con nueve millones de revistas sin ánimo de lucro en la red además de todos los anuncios, no hacía falta ser una celebridad para estar en los archivos. Gana un concurso agrotécnico en la Angola rural, marca un gol para el equipo de fútbol más desconocido de Jamaica y…

No hubo suerte. La teta electrónica fallaba de nuevo… con un coste de trescientos dólares.

¿Dónde tenía que buscarle si no era en la red? Fuera, en el mundo. Pero no podía peinar las calles de Anarkia.

Volví a invocar a Testigo y marqué la imagen del programa de identificación para una búsqueda continuada en tiempo real. Si Kuwale se asomaba siquiera en un rincón de mi campo de visión, estuviera o no grabando y lo notara o no, Testigo me avisaría.