—¿Conoces algún grupo de activistas políticos que tenga las iniciales CA y pueda estar interesado en que Violet Mosala emigre a Anarkia? —le pregunté a Sísifo mientras subía a mi habitación por las escaleras del hotel.
—No.
—¡Vamos! «A» de anarquía…
—Hay dos mil setenta y tres organizaciones que tienen en el nombre la palabra «anarquía» o un término relacionado, pero todas constan de más de dos palabras.
—De acuerdo. —Quizá CA fuera, a su vez, la abreviatura de una sigla más larga. Pero si confiaba en lo que decía Munroe, ningún anarquista serio utilizaría la palabra «anarquía». Lo intenté con un planteamiento distinto—: ¿Qué tal «C» de cultura y «A» de africana, con cualquier número de letras?
—Hay doscientas siete coincidencias.
Repasé la lista y CA no parecía la abreviatura probable de ninguna. Sin embargo, había un nombre que me resultaba conocido y reproduje un segmento de la grabación de sonido de la rueda de prensa de la mañana: «William Savimbi, de Proteus Information. Expresa su conformidad con una serie de ideas que no respeta ninguna cultura ancestral, como si su propia herencia no importara en absoluto. ¿Es verdad que ha recibido amenazas de muerte del Frente de Defensa de la Cultura Panafricana, después de declarar en público que no se consideraba una fem africana?».
Mosala se había limitado a poner la cita en su contexto, pero no contestó a la pregunta. Si por un comentario como ése recibió una amenaza de muerte, ¿qué le supondrían los rumores de «deserción», infundados o no?
No tenía ni idea; todavía sabía menos sobre la política de Sudáfrica que sobre los MTT. Mosala no sería la primera personalidad científica que abandonara el país, pero sí una de las más célebres y la primera que emigrara a Anarkia. Una cosa era que se incorporara a una institución de ámbito mundial a cambio de fama y dinero, pero sería difícil interpretar un traslado a Anarkia (que no podía ofrecer ni una cosa ni otra) como algo que no fuera una renuncia deliberada a su nacionalidad.
Me detuve en el rellano y miré mi inútil teta electrónica. ¿CA? ¿La corriente dominante de CA? Sísifo estaba en silencio. Quienesquiera que fuesen, Sarah Knight había conseguido encontrarlos. Empezaba a sentir una punzada en la boca del estómago cada vez que pensaba en lo que le había hecho. Estaba claro que había preparado el trabajo meticulosamente y había investigado todas las cuestiones referentes a Mosala. Además, como venía de la política, donde nada de lo que se decía en la red era cierto, probablemente se había dedicado a hablar con todo el mundo en persona. Alguien le diría lo de los rumores y le proporcionaría la pista que conducía a Kuwale, todo de manera extraoficial, desde luego. Le robé el proyecto, lo asumí sin ninguna preparación y ahora ni siquiera sabía si estaba haciendo un documental sobre una física anarquista amenazada de muerte o si perseguía fantasmas, y la peor amenaza a la que podía enfrentarse alguien en Anarkia era la de ser obligado a aconsejar a Janet Walsh sobre la forma de enfocar su trabajo.
Pedí a Hermes que llamara a todos los hoteles de la isla y preguntara si tenían un huésped llamado Akili Kuwale.
No hubo suerte.
Cuando llegué a la habitación conecté el aislamiento acústico de la ventana e intenté mentalizarme para trabajar un poco. A la mañana siguiente tenía previsto rodar una ponencia de Helen Wu, la principal defensora de la opinión de que la metodología de Mosala rayaba en la lógica circular. Antes de dejar que Munroe me convenciera para ir a grabar a los buceadores de tierra había planeado pasar la tarde leyendo las publicaciones anteriores de Wu. Me faltaba mucho para ponerme al día.
Sin embargo, primero…
Eché un vistazo a las bases de datos relevantes (no le pedí ayuda a Sísifo y tardé tres veces más). Resultó que el Frente de Defensa Cultural Panafricano era una asociación poco definida de cincuenta y siete grupos tradicionalistas radicales, con un consejo de representantes que se reunía una vez al año para decidir las estrategias y los temas de sus proclamas. El FDCPA se fundó veinte años antes como consecuencia del resurgimiento del debate tradicionalista de principios de los treinta, cuando unos cuantos académicos y activistas, casi todos centroafricanos, empezaron a hablar de la necesidad de restablecer la continuidad con el pasado precolonial. Calificaron a los movimientos políticos y culturales del siglo anterior, desde la négritude de Senghor y la autenticidad de Mobutu hasta la Conciencia Negra en todas sus formas, de corruptos y asimilacionistas, o bien demasiado preocupados por responder al colonialismo y la occidentalización. La respuesta correcta al colonialismo, según los que más se hacían oír, era extirparlo de la historia; intentar comportarse, en el periodo posterior, como si no hubiera existido.
El FDCPA era la manifestación extrema de esta filosofía y adoptaba una postura intransigente y nada populista. Condenaban el Islam y lo consideraban una religión invasora, igual que el cristianismo y el sincretismo. Se oponían a las vacunas, a los cultivos transgénicos y a las comunicaciones electrónicas. Puede que el grupo estuviera preocupado por algo más que un catálogo de influencias extranjeras (o bien locales, pero no lo bastante antiguas) a las que renunciaban de manera explícita, pero le resultaba muy difícil definir su identidad sin esa lista de los más buscados. Muchas de las políticas que defendía, como el uso oficial más amplio de los idiomas locales o un mayor apoyo a las tradiciones, ya eran prioritarias para casi todos los gobiernos o contaban con el apoyo de otros grupos de presión. La raison d’être del FDCPA parecía consistir en ser más papistas que el Papa. Cuando la vacuna contra la malaria más eficaz del planeta se empezó a producir en Nairobi (partiendo de los resultados de la investigación que se llevó a cabo en esa gran y conocida superpotencia imperialista que era Colombia), rechazar su uso por «traicionar de forma criminal los métodos de la medicina tradicional» me sonaba a perversidad fundamentalista pura y dura.
Supuse que les encantaría que Violet Mosala emigrara a Anarkia porque así se librarían de ella. Puede que fuera una heroína para medio continente, pero para el FDCPA no podía ser nada más que una traidora. No encontré ningún informe sobre las amenazas de muerte, y quizá lo que dijo Savimbi sólo fuera una exageración; puede que, en realidad, sólo hubiera recibido una llamada anónima en la redacción.
Sin embargo, decidí continuar; ¿acaso la misteriosa facción de Kuwale se había revelado tras formar parte de la oposición en el debate? La verdad es que no faltaban detractores declarados del FDCPA: tradicionalistas moderados, numerosas asociaciones de profesionales, organizaciones pluralistas y los que se autodenominaban technolibérateurs.
Aparte de que no coincidían las iniciales, no me imaginaba a un miembro de la Unión Africana para el Advenimiento de la Ciencia pescando periodistas en los aeropuertos y pidiéndoles que hicieran de guardaespaldas extraoficiales de físicos de renombre mundial. Y no creía que los de la Liga Pluralista Africana dispusieran de tiempo para preocuparse por Violet Mosala aunque organizaran programas de intercambio de estudiantes por todo el mundo, giras de teatro y danza y exposiciones de arte reales y virtuales, y formaran un grupo de presión activo en contra del aislamiento cultural y el trato discriminatorio de las minorías étnicas, religiosas y sexuales.
Muteba Kazadi acuñó en su última época el término technolibération, que consistía en dar poder a las personas por medio de la tecnología y liberar a ésta de restricciones. Muteba fue ingeniero de comunicaciones, poeta, divulgador científico y ministro de Desarrollo de Zaire a finales de los años treinta. Vi algunos discursos suyos: ruegos encarecidos de que se pusiera el conocimiento al servicio de la libertad. Pedía la rescisión de las patentes de los cultivos transgénicos, que las comunicaciones pasaran a ser de dominio público y el derecho de acceso universal a la información científica. También defendía la utilidad obvia de la «biología de la liberación» (aunque Zaire no se saltó las normas y no utilizó cultivos sin licencia) y afirmaba que a la larga sería imprescindible que las naciones africanas participaran en la investigación pura en todas las áreas básicas de la ciencia. Una postura extraordinaria en una época en la que tales actitudes tenían muy mala acogida en los países más ricos del planeta y eran inconcebibles dentro de las prioridades más inmediatas de su gobierno.
Los tres biógrafos de Muteba coincidían en que tenía algunas excentricidades. Mostraba inclinación por la metafísica de Nietzsche, la cosmología alternativa y las teorías de conspiraciones dramáticas, entre las que se encontraba la conocida «El Nido de Ladrones», un refugio que construyeron los traficantes de droga con genes manipulados en la frontera entre Perú y Colombia, sobre el que se lanzó una bomba atómica en el 2035. Según esta teoría, el motivo no fue que la selva modificada estuviera fuera de control y amenazara con barrer toda la cuenca del Amazonas, sino que allí se había inventado una especie de virus neuroactivo «peligrosamente volátil». Aquel acto fue una aberración. Murieron miles de personas, y es probable que la indignación general que suscitó librase a Anarkia de un destino similar. Pero no podía evitar pensar que la explicación más prosaica era la verdadera.
Los comentaristas bien informados de todo el continente decían que el legado de Muteba seguía vivo y que los technolibérateurs permanecían activos en toda África y más allá. Sin embargo, me resultaba difícil encasillar a sus descendientes intelectuales directos. Cientos de grupos académicos y políticos y decenas de miles de individuos citaban a Muteba como fuente de inspiración, y muchas personas que se habían manifestado en contra del FDCPA, en debates de la red se habían identificado de forma explícita como technolibérateurs, aunque cada uno parecía haber adaptado la filosofía a unas prioridades ligeramente distintas. No dudaba de que a todos les horrorizaría la idea de que dañaran a Violet Mosala, pero esto no me proporcionaba información concreta sobre quién podría haber decidido velar por su seguridad.
Bajé al vestíbulo alrededor de las siete. Sarah Knight aún no me había devuelto la llamada y no podía reprocharle el desaire. Pensé de nuevo en ofrecerle que retomara el proyecto, pero me dije que era demasiado tarde y que seguro que estaba haciendo otro trabajo. La verdad era que a medida que las complicaciones en torno a Mosala ponían de manifiesto lo absurda que era mi fantasía de refugiarme en las abstracciones «intrascendentes» de las TOE, más difícil me resultaba pensar en marcharme. Si ésta era la realidad tras el espejismo, tenía la obligación de afrontarla.
Me dirigía al restaurante principal cuando vi a Indrani Lee salir de uno de los pasillos que daban al vestíbulo. La acompañaba un pequeño grupo de personas, que se estaba dispersando entre ráfagas ocasionales de réplicas y de ideas de último momento, como si salieran de una reunión larga y agotadora y ya no soportaran más su mutua compañía pero tampoco pudieran decidirse a poner fin a la conversación. Me acerqué; Lee me vio y me saludó con la mano.
—Te perdí en el transbordo —dije—. ¿Qué tal te adaptas?
Se la veía contenta y animada; era obvio que el congreso estaba a la altura de sus expectativas.
—Bien, bien. Pero tú tienes muy mal aspecto.
—Cuando estudiabas —dije riéndome—, ¿te encontraste alguna vez sentada frente a un examen en el que todas las preguntas que te hacían y las que te habías preparado hasta el amanecer tenían tan poco en común que parecían de dos asignaturas distintas?
—Muchas veces. Pero ¿qué te ha despertado ese recuerdo? ¿Todas las matemáticas que te rondan por la cabeza?
—Bueno, sí, aunque ése no es el problema. —Miré por todo el vestíbulo; no era probable que nadie nos oyera, pero no quería contribuir a difundir rumores sobre Mosala si podía evitarlo—. Pero parece que tienes prisa. Ya te aburriré con mis tribulaciones en el vuelo de vuelta a Pnom Pen.
—¿Prisa? En absoluto. Iba a salir a tomar el aire. Puedes venir conmigo si no estás ocupado.
Acepté encantado. Había pensado en ir a comer, pero todavía no tenía mucha hambre y se me ocurrió que quizá Lee estuviera dispuesta a compartir sus conocimientos profesionales sobre la technolibération.
Sin embargo, cuando atravesamos la puerta me di cuenta de a qué se refería en realidad con «salir a tomar el aire». Renacimiento Místico había decidido manifestarse en la calle del hotel. Había pancartas en las que ponía: ¡EXPLICAR ES DESTROZAR! ¡REVERENCIA EL NUMEN! ¡DÍ NO A LAS TOE! En las camisetas llevaban a Jung, a Pierre Teilhard de Chardin, a Joseph Campbell, a Fritjof Capra, a Günter Kleiner —el fallecido fundador de la secta—, al artista de los acontecimientos Alquimia Celeste, e incluso a Einstein sacando la lengua.
Nadie entonaba consignas. Después de la polémica salva de Janet Walsh, Renacimiento Místico había optado por una atmósfera de carnaval: mimos, malabaristas y adivinos que leían las manos y el tarot. Las antorchas de los malabaristas proyectaban sombras de un azul intenso que oscilaban por todas partes y conferían a la calle un aspecto oceánico. Los nativos desconcertados se abrían paso a través de esta carrera de obstáculos con resignación cansina; no habían pedido que les metieran un circo por la garganta. Hasta donde alcanzaba a ver, sólo había unos pocos miembros del congreso con chapas de identificación que aprovechaban las diversiones gratuitas o daban dinero a los músicos callejeros y a los adivinos.
Uno de los miembros de la secta que se habían apropiado de Albert estaba cantando «Puff, el dragón mágico» mientras tocaba en un teclado que, como su camiseta, era de alguna marca estándar: ambos tenían puertos de infrarrojos. Me paré delante de él, sonriendo en señal de aprobación, mientras invocaba un programa de mi agenda que había escrito hace años y tecleaba discretamente unas instrucciones. Cuando nos alejamos, su teclado se quedó en silencio, con todos los controles de volumen a cero, y de Einstein brotaba un bocadillo que decía: «Nuestra experiencia hasta el momento justifica la creencia de que la naturaleza es resultado de las ideas matemáticas más sencillas que se puedan concebir».
Lee me lanzó una mirada de amonestación.
—¡Vamos! —dije—. Se lo estaba buscando.
Seguimos por la calle y vimos un pequeño grupo de teatro que estaba a mitad de la representación de una versión comprimida de The Iceman Cometh, traducida al lenguaje común contemporáneo de RM. Una mujer vestida de payaso se mesaba los cabellos y declamaba: «¡No he conseguido la armonía psíquica! ¡Todos los de mi clan de la red habrían permanecido más cerca del numen curativo si hubiera respetado su necesidad de nutrirse de las narraciones que les dicta la imaginación!». Imágenes de lágrimas cayeron por sus mejillas.
—Bueno —añadí mirando a Lee—, me han convencido. Mañana me apunto. Y pensar que tenía la manía de reducir la frágil belleza del crepúsculo a desagradable tecnojerga.
—Si eso te resulta cargante, deberías oír su adaptación del Mahabharata en forma de psicodrama jungiano de cinco minutos. —Le dio un escalofrío—. Pero el original permanece intacto, ¿no? Y tienen tanto derecho como cualquiera a hacer su… interpretación. —No sonaba muy convencida.
—No sé qué esperan conseguir viniendo aquí —dije—. Aunque consiguieran alterar el desarrollo del congreso, toda la investigación ya se ha llevado a cabo y se publicará en la red, pase lo que pase. Además, si la mera idea de una TOE los ofende tanto, podrían cerrar los ojos, ¿no? Los han cerrado ante cualquier otro conocimiento científico que no ha estado a la altura de sus estrictos requisitos espirituales.
—Es una cuestión de defensa territorial —dijo Lee con un gesto de negación—. Deberías darte cuenta. En realidad, una TOE reivindica soberanía sobre… el universo y los que están en él. Si los abogados de un congreso de Nueva York se erigieran en soberanos del cosmos, ¿no te tentaría ir y, como mínimo, burlarte de ellos?
—Los físicos no reclaman ninguna soberanía —gruñí—. Y menos aquí, donde se trata de averiguar lo único sobre el universo que los físicos y los técnicos no podrán cambiar. El uso de metáforas políticas burdas como «soberanía» o «imperialismo» es retórica sin contenido; nadie de este congreso va a enviar tropas para anexionar la interacción débil a la fuerte. La unificación no se legisla ni se refuerza; sólo se traza su mapa.
—Ah, el poder de los mapas —dijo solemnemente.
—¡Oh, para ya! Sabes perfectamente que me refiero a algo como un mapa celeste, no a uno de… Kurdistán. Y sin dibujar ninguna constelación ni poner nombre a ninguna estrella. —Lee sonrió con complicidad, como si tuviera en mente una lista muchísimo más larga de atributos con significado cultural y no fuera a dejarme soltar el anzuelo hasta que hubiera pasado por todos ellos—. De acuerdo —añadí—, ¡olvídate de toda la metáfora! La cuestión es que una misma TOE es la base de todo el universo y mantiene a estos sectarios con vida mientras hacen malabarismos y sueltan sandeces, independientemente de que a los malvados físicos reduccionistas se les permita descubrirla o no.
—Los antropocosmólogos no piensan eso. —Lee me ofreció una sonrisa conciliadora—. Por supuesto, las leyes de la física son lo que son y hasta la mitad de los partidarios de Renacimiento Místico reconocería eso… usando una jerga evasiva y condicional adecuada. Casi todos aceptan que el universo se rige a sí mismo de alguna forma… sistemática. Pero una formulación matemática explícita de ese sistema los ofende profundamente.
»Dices que deberían estar satisfechos con su ignorancia en lugar de intentar mantener la TOE fuera del alcance de los hombres. Y, desde luego, seguirán creyendo lo que quieran incluso aunque se confirme que una TOE es correcta. Nunca han permitido que la ortodoxia científica se inmiscuya en su camino, pero las creencias que han elegido les dictan que no pueden pasar por alto el hecho de que los físicos, los genetistas y los neurobiólogos están excavando cada vez a mayor profundidad bajo nuestros pies, sacan a la superficie cualquier cosa que encuentran y lo que descubren influye a la larga sobre todas las culturas de la Tierra.
—¿Y ése es motivo suficiente para venir aquí e intimidar a las personas inocentes con el cadáver mutilado de Eugene O’Neill?
—Sé justo: si reconoces que tienen derecho a creer en lo que quieran, también has de admitir que puedan sentirse amenazados. —La obra estaba a punto de acabar. Uno de los actores recitaba un monólogo sobre la necesidad de mostrar sólo compasión por los pobres científicos que habían perdido el contacto con el alma de Gea.
—Entonces, ¿no te parece que su reivindicación de conocer «la voluntad divina de la Tierra» no es sino la apropiación de toda la tierra formulada en términos más suaves y difusos?
—Claro. —Lee me miró con una mueca de asombro—. Los de RM son como cualquiera; quieren definir el mundo con sus términos, establecer los parámetros y dictar las normas. Como es lógico, han desarrollado una estrategia elaborada para intentar enmascararlo y se refieren a sí mismos con palabras como «generosos», «abiertos» y «globales»; aunque te aseguro que no afirmo que sean más humildes, virtuosos o tolerantes que los racionalistas fanáticos. Sólo intento explicarte sus creencias desde fuera lo mejor que puedo.
—¿Con tu esquema para explicar el universo?
—Exacto. Ésa es mi ardua tarea: ser la guía experta y la intérprete de todas las subculturas de la Tierra. Es la carga de los sociólogos. ¿Quién la llevaría si no? —Sonrió con solemnidad—. A fin de cuentas, soy la única persona objetiva del planeta.
Seguimos paseando en la noche cálida y salimos de la feria itinerante. Al cabo de un minuto o dos me volví a mirar atrás. Desde lejos, era una visión extraña, comprimida por la perspectiva y enmarcada por los edificios circundantes: una extravagante barraca de feria incrustada en medio de una ciudad, que seguía con su vida cotidiana. Y se había creado a sí misma a partir del océano, molécula por molécula, y era consciente de ello. Sin duda, las calles adyacentes parecían anodinas y descoloridas en comparación y llenas de peatones vulgares: ninguno iba vestido de arlequín, ninguno hacía malabarismos con fuego ni tragaba sables. Pero el recuerdo de la inmersión de la tarde y lo que me reveló sobre la isla bastaba para que todo el exotismo consciente de la secta y el montaje de alegría forzada se deshiciera en la insignificancia.
De repente me acordé de lo que me dijo Angelo la noche antes de irme de Sydney: «La gente idealiza aquello de lo que no puede escapar». Quizá ése era el quid de la cuestión para los de Renacimiento Místico. Casi todo el universo había sido inexplicable durante la historia de la humanidad y RM había heredado la corriente cultural que, obstinadamente, había convertido en virtud esa necesidad. Descartaban (o pasaban por una trituradora cultural, en una mala imitación de pluralismo) el bagaje cultural de casi todas las religiones y los otros sistemas de creencias que hicieron lo mismo en su día, y exageraban lo que quedaba en la esencia de la gran «S»: si tienes «sentimientos» humanos plenos, santificas el misterio; si no lo haces, eres menos que humano: un desalmado en el que predomina la parte izquierda del cerebro, un reduccionista necesitado de curación.
James Rourke debería haber estado aquí. La batalla de las palabras «S» estaba en pleno apogeo.
Cuando volvíamos al hotel, me acordé de que quería preguntarle algo a Lee.
—¿Quiénes son los antropocosmólogos? —El término me sonaba como si debiera recordarme algo, pero aparte de connotaciones semánticas vagas, no encontraba nada más.
—No creo que quieras saberlo. Si Renacimiento Místico te indigna…
—¿Son una secta de la ignorancia? No he oído hablar de ella.
—No son una secta de la ignorancia, y la palabra «secta» tiene demasiadas connotaciones negativas y es peyorativa. Aunque la utilizo en el sentido vulgar del término como cualquiera, no debería hacerlo.
—¿Por qué no me dices en qué creen y así podré hacerme una idea de lo intolerante y condescendiente que tengo que ser con ellos?
—Los de CA son muy susceptibles a… la manera en que se los define —dijo sonriendo, aunque parecía preocupada, como si le hubiera pedido que revelara un secreto—. Me costó mucho persuadirlos de que hablaran conmigo y no me permiten publicar nada sobre ellos.
—¡Los de CA! —Intenté simular que estaba indignado para ocultar mi alegría—. ¿A qué te refieres con «permitir»?
—Acepté ciertas condiciones de antemano y he de mantener mi palabra si quiero que sigan colaborando —dijo Lee—. Me han prometido que podré publicarlo todo en la red más adelante, pero, hasta entonces, estoy en periodo de prueba indefinido. Si revelara información a un periodista acabaría con nuestra relación de inmediato.
—No quiero publicar nada sobre ellos. Te aseguro que es completamente extraoficial, sólo por curiosidad.
—Entonces no te pasará nada si esperas unos cuantos años, ¿verdad?
—¿Unos cuantos años? —dije—. Lo admito, es más que curiosidad.
—¿Por qué?
Lo pensé bien, podía hablarle de Kuwale y pedirle que me prometiera guardar el secreto para que Mosala no se viera envuelta en conjeturas inoportunas. Pero ¿cómo podía pedirle que traicionara una confidencia y suplicarle que respetara otra? Sería hipocresía pura, y si estaba dispuesta a intercambiar secretos conmigo, ¿qué validez tendría su promesa?
—Por cierto —dije—, ¿qué tienen en contra de los periodistas? Casi todas las sectas darían lo que fuera por reclutar nuevos miembros. ¿Qué clase de valores y actitudes…?
—No voy a permitir que me líes para que cometa más indiscreciones. —Lee me miraba con desconfianza—. Que se me haya escapado el nombre ha sido sólo culpa mía, pero se acabó. No voy a hablar de los antropocosmólogos.
—¡Oh, vamos! —dije entre risas—. ¡Esto es absurdo! Perteneces a esa secta, ¿verdad? Nada de saludos secretos, tu agenda transmite por infrarrojos: «Soy Indrani Lee, suma sacerdotisa de la Orden Reverenciada y Sagrada».
—Desde luego —dijo después de intentar darme un manotazo del que me aparté a tiempo—, no tienen sacerdotisas.
—¿Quieres decir que son machistas? ¿Sólo para mascs?
—Ni sacerdotes —dijo frunciendo el ceño—. Y no pienso decirte nada más.
Seguimos andando en silencio. Saqué la agenda y lancé a Sísifo un montón de miradas significativas. Sin embargo, la palabra completa no abrió ninguna cueva de Alí Babá llena de datos; todas las búsquedas sobre Cosmología Antropológica resultaron infructuosas.
—Lo siento —dije—. No más preguntas ni más provocaciones. ¿Y si en realidad necesito ponerme en contacto con ellos pero no puedo decirte por qué?
—Me parece poco probable. —Lee no se conmovió.
—Alguien llamado Kuwale ha intentado hablar conmigo —dije después de dudar—. Me ha enviado varios mensajes crípticos estos días, pero no acudió a una cita que teníamos anoche. Sólo quiero saber qué pasa. —Casi todo era mentira, pero no iba a admitir que había estropeado una oportunidad perfecta de descubrir de qué iban los de CA. Aun así, Lee seguía impasible; si había oído antes aquel nombre, no lo demostró—. ¿No puedes hacerles llegar el mensaje de que quiero hablar con ellos? —añadí—. ¿Darles la oportunidad de que decidan si me rechazan o no?
Se detuvo. Una chica de la secta con zancos se agachó y le arrojó un montón de panfletos comestibles en la cara, el boletín informativo sobre el congreso de Einstein de RM en versión no electrónica.
—Me pides mucho —dijo Lee mientras, irritada, apartaba a la fem de un manotazo—. Si se ofenden y pierdo cinco años de trabajo…
«No perderías cinco años de trabajo —pensé—, sino que por fin tendrías libertad de publicarlo.» Pero decírselo no me pareció muy diplomático.
—La primera persona que me habló de los antropocosmólogos fue Kuwale, no tú. Así que ni siquiera es necesario que les digas que me has comentado algo. Sólo diles que he estado haciendo preguntas a personas del congreso y, casualmente, a ti también. —Dudó—. Kuwale me insinuó algo sobre posibles actos violentos —añadí—. ¿Qué tengo que hacer? ¿Olvidarme de éil? ¿Intentar abrirme paso a través de cualquier extraño equipo técnico que se utilice en Anarkia para solucionar las desapariciones misteriosas?
—Supongo que si les digo que andas metiendo la pata por ahí —dijo Lee molesta, con una mirada que daba a entender que no la había impresionado—, no me echarán nada en cara.
—Gracias.
—¿Actos violentos? —No parecía satisfecha—. ¿Contra quién?
—No me lo dijo. —Negué con un gesto—. Seguro que no será nada, pero he de investigarlo.
—Quiero que me lo cuentes todo cuando lo averigües.
—Te prometo que lo haré.
Habíamos vuelto al grupo de teatro, que ahora representaba una fábula de un niño con cáncer que sólo se podía salvar si no le decían la verdad (que era estresante e inhibía el sistema inmunológico). ¡Mira, mamá, ciencia auténtica! El problema era que hacía treinta años que los efectos del estrés sobre el sistema inmunológico se podían tratar con fármacos.
Me quedé un rato mirando la representación, haciendo de abogado del diablo contra la primera impresión que me había causado. Intenté convencerme de que la historia podía tener algún contenido oculto interesante, una verdad eterna que trascendiera las contingencias médicas desfasadas.
Sinceramente, si la había, no pude encontrarla. Por lo que me transmitían acerca del mundo que supuestamente compartíamos, me habría dado igual que aquellos fervorosos payasos fueran enviados de otro planeta.
¿Y si yo estaba equivocado y ellos en lo cierto? ¿Y si todo lo que me parecía un montaje falaz era, en realidad, sabiduría iluminada? ¿Y si este cuento burdo y sentimental revelaba la verdad más profunda sobre el mundo?
Entonces estaba más que equivocado y me habían engañado por completo. Estaba perdido más allá de cualquier posibilidad de redención, un expósito de otra cosmología con una lógica absolutamente distinta sin lugar en ésta.
No había posibilidad de acuerdo ni opción de tender puentes. Era imposible que ellos y yo tuviéramos una parte de razón. Renacimiento Místico proclamaba sin descanso que había encontrado el equilibrio perfecto entre misticismo y racionalismo, como si el universo hubiera estado esperando esta distensión acogedora antes de decidir cómo conducirse y estuviera sinceramente aliviado de que las partes en conflicto hubieran llegado a un acuerdo amistoso que no hería las delicadas sensibilidades culturales de nadie y daba la importancia adecuada a los puntos de vista de cada uno. Salvo, desde luego, por el detalle de que los ideales humanos de equilibrio y compromiso, sin importar lo loables que fueran en el ámbito político y social, no tenían nada que ver con la forma en la que se comportaba el universo.
Los de ¡Ciencia Humilde! calificarían a cualquiera que expresara esta opinión de «tirano del cienticifismo» y los de Renacimiento Místico lo llamarían «víctima del entumecimiento psíquico» que necesita ser «curado». Pero incluso si las sectas tenían razón, el principio en sí no se podía atenuar, reconciliar con sus opuestos ni llevar al redil. Era cierto o falso, o esas palabras habían perdido su significado y el universo era una sombra incomprensible.
Y al fin, empatía. Si algo de esto era mutuo, si los de RM se sentían tan alienados y desposeídos por la idea de una TOE como lo estaba yo al pensar que sus nociones lunáticas pudieran dar forma a la tierra que pisaba, entonces comprendía por qué habían venido aquí.
Los actores saludaron. Algunos espectadores, casi todos miembros de la secta disfrazados, aplaudieron. Supuse que la obra había tenido un final feliz; yo había dejado de prestar atención. Saqué la agenda y transferí veinte dólares a la que habían puesto en el suelo delante de ellos. Hasta los seguidores de Jung vestidos de payaso tenían que comer: Primera Ley de la Termodinámica.
—Dime con sinceridad —dije, volviéndome hacia Indrani Lee—, ¿en serio eres la única persona que puede distanciarse de todas las culturas, los sistemas de creencias y de toda causa de partidismo y ver la verdad?
—Por supuesto que sí. —Asintió sin presunción—. ¿Tú no?
Cuando volví a mi habitación me quedé mirando sin entender nada la primera página del artículo del Physical Review más controvertido de Helen Wu. Intenté reconstruir la manera en que Sarah Knight se había tropezado con los antropocosmólogos durante su investigación para Violet Mosala. Quizá Kuwale se enteró del proyecto y se puso en contacto con ella, igual que conmigo.
¿Cómo iba a enterarse?
Sarah venía de la política, pero había hecho un documental de ciencia para SeeNet. Comprobé la programación. El título era Sujetando el cielo y el tema era la cosmología alternativa. No se emitiría hasta junio, pero estaba en la biblioteca privada de SeeNet y yo tenía acceso pleno.
Lo vi entero. Iba desde las teorías casi ortodoxas (aunque probablemente indemostrables): universos paralelos cuánticos que divergían a partir de un solo Big Bang, múltiples Big Bangs que se materializaban a partir del preespacio con distintas constantes físicas, universos que se «reproducían» por medio de agujeros negros y transmitían leyes físicas con mutaciones a su descendencia…, hasta los conceptos más exóticos y descabellados: el cosmos como un autómata celular, un subproducto fortuito de la matemática platónica sin estructura como una nube de números aleatorios que sólo poseía forma en virtud del hecho de que una de sus formas posibles incluía observadores conscientes.
No se mencionaba a la Cosmología Antropológica, pero quizá Sarah se la había reservado para un proyecto posterior, para el momento en que esperaba haberse ganado su confianza y asegurado su colaboración. O quizá la había reservado para Violet Mosala, en caso de que existiera una relación sustancial entre ambos, si era algo más que una coincidencia que Kuwale les profesara devoción a los dos.
Envié a Sísifo a explorar hasta el último rincón de la versión interactiva de Sujetando el cielo, pero no había referencias solapadas ni pistas prometedoras. Y ninguna base de datos pública del planeta contenía nada sobre los CA. Todas las sectas tenían asesores de imagen para conseguir el efecto adecuado con sus protestas ante los medios de comunicación, pero la invisibilidad total implicaba un grado de disciplina extraordinario, no relaciones públicas caras.
La secta de la Cosmología Antropológica. Significado: ¿El conocimiento humano del universo? No era una etiqueta que resultara clara al instante. Por lo menos Renacimiento Místico, ¡Ciencia Humilde! y Primera Cultura no dejaban lugar a dudas sobre sus prioridades.
Sin embargo contenía al hombre e, indirectamente, una palabra «S». No me sorprendía que tuvieran facciones opuestas: una corriente principal y otra marginal.
Cerré los ojos. Me parecía oír la respiración de la isla con su exhalación constante y el océano subterráneo que erosionaba la roca por debajo.
Abrí los ojos. A aquella escasa distancia del centro, estaría encima del guyot. Debajo de la roca de arrecife había basalto y granito hasta llegar al fondo del océano.
El sueño me alcanzó y logró vencerme, a pesar de todo.