TechnoLalia, la principal competidora de SeeNet, insistía en llamar a Henry Buzzo «el reverenciado gurú de la física transmilenaria» y, con frecuencia, insinuaba que debería retirarse cuanto antes y dejar el campo libre a colegas más jóvenes que habían propiciado clichés más dinámicos: Wunderkinder und enfants terribles «que navegaban por la nouvelle vague de infinitas dimensiones del preespacio». (Lydia despreciaba a TL calificándola de guccione: «un buen culo y pocos sesos».) No se lo podía discutir, pero muchas veces temía que SeeNet se encaminaba a un destino similar. En el año 2036, Buzzo compartió el premio Nobel con los otros siete artífices de la Teoría estándar del Campo Unificado; pero ahora, él también intentaba rebatirla, o al menos superarla. Me recordó a dos físicos de principios del siglo XX: J. J. Thomson, que estableció la existencia de los electrones como partículas diferenciadas, y George Thomson, su hijo, que demostró que también se podían comportar como ondas. Era una ampliación, no una contradicción, y sin duda Buzzo esperaba realizar una proeza similar en una generación.
Buzzo era un masc alto, calvo y con muchas arrugas; tenía ochenta y tres años, pero no mostraba signos de debilidad. Era un orador animado y parecía tener al público de especialistas de los MTT en el bolsillo, pero ni siquiera me hacían gracia sus chistes misteriosos con los que los demás se desternillaban de risa. Su charla introductoria estaba llena de frases familiares y de ecuaciones que había visto antes, pero cuando empezaba a hacer cosas con esas ecuaciones, me perdía. De vez en cuando mostraba gráficos: tubos punteados de gris y blanco con superficies cuadriculadas en verde cruzadas por líneas geodésicas serpenteantes de color rojo vivo. Tríos de vectores en forma de flecha perpendiculares entre sí brotaban de un punto, se trasladaban por un rizo o un nudo y se inclinaban y retorcían durante el trayecto. Sin embargo, en cuanto me parecía que entendía los diagramas, Buzzo hacía un gesto de desdén con la mano, señalando la pantalla y decía algo como: «No puedo enseñarles el aspecto más crucial, lo que sucede en el conjunto de estructuras lineales, pero estoy seguro de que pueden hacerse una idea: imaginen que sumergimos esta superficie en doce dimensiones…».
Me senté dos asientos (vacíos) a la izquierda de Violet Mosala, pero casi no me atrevía a mirarla. Cuando lo hice, mantuvo la mirada fija en Buzzo, pero su expresión se endureció. Me preguntaba cuáles eran sus sospechas sobre mis métodos para conseguir el contrato del documental. (¿Soborno?, ¿extorsión?, ¿sexo?; ojalá SeeNet fuera de tal amenidad bizantina.) En realidad, no importaba cómo lo hubiera logrado; la injusticia del resultado final le parecía evidente.
—¡Así que esta integral de línea se mantiene invariante! —dijo Buzzo.
De repente, el último diagrama nítido de tubos anudados se desdibujó en una neblina amorfa, gris y verde, que simbolizaba el cambio de un espaciotiempo particular a su generalización en el preespacio, pero los tres vectores que había enviado a circunnavegar el universo simulado permanecían fijos. Las «invariantes» en un modelo de todas las topologías eran cantidades físicas y se podía demostrar que eran independientes de cosas como la curvatura del espaciotiempo en la zona de interés e incluso de su número de dimensiones. Encontrar invariantes era el único modo de obtener algún tipo de física coherente a partir de la sobrecogedora indeterminación del preespacio. Me fijé en los vectores estables de Buzzo; después de todo, no me había perdido completamente.
—Pero eso es obvio. Ahora llega la parte peliaguda: imaginen que extendemos el mismo operador a espacios que no tienen curvatura de Ricci definida en ningún lugar.
Entonces sí me perdí.
Consideré seriamente volver a llamar a Sarah y preguntarle si le gustaría recuperar Violet Mosala. Podría darle lo que había grabado hasta el momento, resolver los problemas técnicos con Lydia y arrastrarme hasta algún lugar para recuperarme de la marcha de Gina y de ADN basura, sin tener que fingir que hacía otra cosa aparte de convalecer. Me dije que no podía permitirme dejar de trabajar, ni un mes, pero eso era algo a lo que estaba acostumbrado; no iba a morirme de hambre y, de todas formas, sin nadie que me ayudara a pagar el alquiler tendría que mudarme. Angustia me habría mantenido en el frondoso y tranquilo Eastwood durante un año o más, pero en aquel momento daba igual lo que hiciera: me devolverían a las destartaladas afueras.
No sabía qué me impedía salir de aquella ponencia incomprensible y alejarme de la antipatía justificada de Mosala. ¿Orgullo? ¿Obstinación? ¿Inercia? Quizá todo se redujera a la presencia de las sectas. Seguro que las tácticas de Walsh se volverían más desagradables, y por eso, abandonar el proyecto sería aún más una traición. Había accedido a la petición de SeeNet de incluir frankenciencia en ADN basura y ésta era la oportunidad de expiarlo, mostrando al mundo a alguien que estaba en contra de las sectas. No era que la retórica fuera a dar paso a la violencia, daba igual lo que dijera Kuwale. Se trataba de física arcana, no de biotecnología, e incluso en el congreso de bioética de Zambia, donde había visto a Walsh por última vez, los que acribillaron a los oradores con embriones de mono y rociaron a los periodistas no simpatizantes con sangre humana eran de Imagen de Dios, como siempre, y no de ¡Ciencia Humilde! Ningún fundamentalista religioso se preocupó por el Congreso del Centenario de Einstein: las TOE estaban más allá de su comprensión o de su desprecio.
—Eso es una tontería —dijo Mosala en voz baja. La miré con cautela. Sonreía—. Está equivocado —me susurró, mientras se volvía hacia mí, olvidando momentáneamente todas las hostilidades—. Cree que ha encontrado un modo de desechar las topologías discretas; se ha inventado un isomorfismo que las asocia todas a un conjunto de medida cero. Pero usa una medida equivocada. En este contexto debería utilizar la de Perrini, ¡no la de Saupe! ¿Cómo puede haberlo pasado por alto?
Sólo tenía una idea muy vaga de lo que estaba diciendo. Las topologías discretas eran «espacios» donde nada tocaba nada. Una «medida» era un tipo generalizado de longitud, como un área o volumen de más dimensiones, sólo que incluía abstracciones mucho más descontroladas. Cuando se hacía el sumatorio de algo sobre todas las topologías, cada contribución a la suma infinita se multiplicaba por una «medida» del «peso» de la topología. Un poco como calcular el promedio mundial de alguna estadística teniendo en cuenta el peso relativo de la población de cada país, su territorio, su producto interior bruto o alguna otra medida de su importancia.
Buzzo creía que había encontrado una forma de abordar el cálculo de cualquier cantidad física real que hacía que la contribución efectiva de todas las topologías discretas fuera igual a cero.
Mosala creía que estaba equivocado.
—Entonces, ¿se enfrentará a él cuando acabe?
—Esperemos y veamos. —Se volvió hacia el escenario sonriendo—. No quiero hacerle pasar un mal trago y seguro que alguien más se dará cuenta del error.
Llegó el momento de las preguntas. Exprimí mis limitados conocimientos sobre el tema mientras intentaba determinar si alguna de las cuestiones que se planteaban era la de Mosala disfrazada, pero me pareció que no.
—¿Por qué no se lo ha dicho? —le pregunté directamente al ver que no había intervenido cuando terminó la sesión.
—Podría estar equivocada —dijo molesta—. Tengo que analizarlo mejor. No es una cuestión trivial y quizá tenga un buen motivo para hacer esa elección.
—Esto era un preludio a su ponencia del domingo, ¿verdad? ¿No preparaba el terreno para su obra maestra? —Estaba programado que Buzzo, Mosala y Yasuko Nishide, por estricto orden alfabético, presentaran sus TOE rivales el último día del congreso.
—Así es.
—Entonces, si ha elegido una medida errónea, ¿podría fracasar estrepitosamente?
Mosala me lanzó una larga y dura mirada. Me preguntaba si por fin me las había apañado para dejar la decisión en otras manos. Si dejaba de colaborar conmigo por completo me quedaría sin sujeto que grabar, sin motivo para quedarme.
—Ya tengo bastantes problemas en determinar si mis técnicas son válidas; no dispongo de tiempo para ser también una experta en el trabajo de los demás. —Miró su agenda—. Creo que ya se ha terminado el rodaje que acordamos para hoy. Si me disculpa, he quedado para comer.
Vi a Mosala dirigirse a uno de los restaurantes del hotel, así que me fui en la dirección opuesta y salí del hotel. El cielo del mediodía era deslumbrante y los edificios conservaban sus tonos sutiles a la sombra de los toldos, pero bajo la luz solar resplandeciente adquirían un aspecto que recordaba las viejas viviendas de algunas ciudades del norte de África, todas de piedra blanca contra el azul del cielo. Soplaba una brisa del este con olor a mar, calurosa pero agradable.
Paseé por callejuelas al azar, hasta que llegué a una plaza abierta. En el centro había un parque circular pequeño, de unos veinte metros de ancho, cubierto de hierba silvestre exuberante, sin cortar y punteada con pequeñas palmeras. Era la primera muestra de vegetación que veía en Anarkia, a excepción de los maceteros del hotel. La tierra era un lujo allí; había trazas de todos los minerales necesarios en el océano, pero intentar dotar a la isla de bastante terreno para la agricultura habría significado procesar miles de veces la cantidad de agua que la industria alimentaria, basada en las algas y el plancton, requería para satisfacer las mismas necesidades.
Miré la modesta parcela de vegetación y, cuanto más la miraba, más me inquietaba su visión. Me costó un buen rato entender el motivo.
Toda la isla era un artefacto, igual que cualquier edificio de metal y cristal. Su mantenimiento dependía de formas de vida manipuladas, pero sus antepasados naturales eran tan remotos para ellas como los antiguos metales enterrados para una brillante aleación de titanio. Aquel parque diminuto, que no era más que una maceta exagerada, debería haber logrado que lo viera con claridad y que se desvaneciera la ilusión de que estaba en algo más que en la cubierta de una gran máquina.
No fue así.
Había visto Anarkia desde el aire: extendía sus zarcillos en el Pacífico y tenía tanta belleza orgánica como cualquier otra criatura viva del planeta. Sabía que cada ladrillo y cada azulejo de esta ciudad había surgido del océano, no de un horno de cocción. Toda la isla parecía tan natural, a su manera, que eran la hierba y los árboles los que parecían artificiales. Esta parcela de auténtica naturaleza silvestre parecía extraña y fuera de lugar.
Me senté en un banco de roca de arrecife, aunque más blando que el pavimento (¿más polímero, menos mineral?). Estaba parcialmente resguardado por la sombra de una de las (¿irónicas?) esculturas con forma de palmera que rodeaban el borde de la plaza. Nadie de allí pisaba la hierba, así que no me acerqué. Como no había recuperado el apetito me senté y dejé que me envolvieran la brisa cálida y la visión de los transeúntes.
Sin querer, me acordé de mi fantasía absurda de las interminables tardes de domingo con Gina. ¿Por qué pensé que querría sentarse conmigo junto a una fuente de Epping durante el resto de su vida? ¿Cómo pude creer durante tanto tiempo que era feliz si al final lo único que conseguí fue que se sintiera incomprendida e invisible, ahogada y atrapada?
Sonó mi agenda y la saqué del bolsillo.
—Acaban de salir las estadísticas epidemiológicas de la OMS para marzo —anunció Sísifo—. Los casos oficiales de Angustia ya ascienden a quinientos veintitrés. Eso supone un incremento del treinta por ciento en un mes. —Apareció un gráfico en la pantalla—. Se han producido más casos en marzo que a lo largo de los seis meses previos.
—No recuerdo haberte pedido que me informaras sobre esto —dije desconcertado.
—El siete de agosto del año pasado, a las nueve cuarenta y tres de la tarde, en la habitación del hotel de Manchester, dijiste: «Avísame si las cifras despegan realmente».
—De acuerdo. Sigue.
—También se han publicado veintisiete artículos nuevos en los periódicos sobre el tema desde la última vez que lo consultaste. —Apareció una lista de títulos—. ¿Quieres oír los extractos?
—La verdad es que no.
Aparté la vista de la pantalla y vi a un masc que pintaba en un caballete al otro lado de la plaza. Era blanco, bajo y fornido, probablemente de unos cincuenta años, con la cara arrugada y bronceada. Ya que no iba a comer, debería haber aprovechado bien el tiempo y haber vuelto a ver la ponencia de Henry Buzzo, o haber leído con detenimiento material de apoyo relevante. Después de plantearme esta idea durante unos minutos, me levanté y fui a ver qué estaba pintando.
El cuadro era una imagen impresionista de la plaza. O impresionista en parte: las palmeras y la hierba parecían manchas de luz verde reflejadas en el cristal irregular de una ventana a través de la cual se veía el resto de la escena, pero los edificios y el pavimento estaban retratados con tanta sobriedad como si los hubiera hecho el ordenador de un arquitecto. Lo hacía todo sobre Transición, un material que cambiaba de color al pasarle un lápiz electrónico. Los distintos voltajes y frecuencias hacían que cada tipo de ion metálico subyacente saliera a la superficie de polímero blanco en un porcentaje distinto; casi parecía pintura al óleo que surgía de la nada. Me habían dicho que crear un color determinado requería tanta destreza como mezclar óleos. Sin embargo, borrar era fácil; si se invertía el voltaje, desaparecían todos los pigmentos.
—Quinientos dólares —dijo el artista sin detenerse a mirarme; tenía el acento de las zonas rurales de Australia.
—Si me tienen que desplumar —dije—, preferiría que lo hiciera alguien de aquí.
—¿Diez años no me dan esa categoría? ¿Qué quieres? ¿Un certificado de ciudadanía?
—¿Diez años? Perdona. —Diez años significaban que era prácticamente un pionero. Anarkia se sembró en el 2032, pero tardó casi una década en ser habitable y autónoma. Me sorprendió; los fundadores y casi todos los primeros pobladores eran americanos—. Me llamo Andrew Worth —añadí—. He venido para el congreso Einstein.
—Bill Munroe. He venido por la luz. —No me ofreció la mano.
—No puedo permitirme comprar el cuadro, pero si quieres, te invito a comer.
—Eres periodista —dijo con acritud.
—Cubro el congreso. Nada más. Pero siento curiosidad por la isla.
—Entonces lee sobre el tema. Está todo en la red.
—Sí, y es todo contradictorio. No sé diferenciar lo que es propaganda de lo que no.
—Y ¿por qué piensas que puedes fiarte más de lo que yo te diga?
—Cara a cara, lo sabré.
—¿Por qué yo? —Suspiró y dejó el lápiz—. De acuerdo, comida y anarquía. Por aquí. —Empezó a cruzar la plaza.
—¿No irás a dejar esto…? —dije sin moverme, aunque como él seguía andando me puse a su altura—. Quinientos dólares más el caballete y el lápiz. ¿Estás seguro de que nadie lo tocará?
Me miró irritado, se volvió y agitó su agenda hacia el caballete, que emitió un chirrido breve y ensordecedor. Algunas personas se volvieron para mirar.
—¿No existen los dispositivos de alarma en tu pueblo?
Noté que me ruborizaba.
Munroe eligió una cafetería al aire libre de aspecto barato y pidió un mejunje hirviente de color blanco en la pantalla de servicio instantáneo del mostrador. Olía a pescado nauseabundo, aunque eso no implicaba necesariamente que hubiera sido carne de un vertebrado alguna vez. Aun así, perdí cualquier leve sensación de apetito que tuviera.
—No me digas, estás perplejo por el uso de crédito internacional como forma de pago —dijo mientras yo ponía el pulgar para pagar la comida—, la existencia de restaurantes de empresas independientes, mi apego desvergonzado por la propiedad privada y todos los otros símbolos de capitalismo que ves a tu alrededor.
—Ya has hecho esto antes, así que ¿cuál es la respuesta típica a la pregunta típica?
—Anarkia es una democracia capitalista —dijo mientras se llevaba el plato a una mesa que le proporcionaba una buena vista del caballete—. Y una socialdemocracia liberal. Y un sindicato de colectivos. Y muchos cientos de cosas más para las que no tengo nombre.
—¿Te refieres a que aquí las personas actúan libremente como si estuvieran en esos tipos de sociedad?
—Sí, pero es algo más profundo. Casi todas las personas se inscriben en agrupaciones que, en la práctica, son esos tipos de sociedad. La gente quiere libertad de elección, pero también cierto grado de estabilidad, así que acepta acuerdos que le proporcionen un marco en el que organizar su vida. Por supuesto tiene libertad para abandonar estos acuerdos, al igual que muchas democracias permiten la emigración. Puede que no haya un parlamento ni un jefe de estado, pero me parece propio de la socialdemocracia que sesenta mil personas de una agrupación convengan en destinar un porcentaje de sus ingresos, sujeto a auditoría, a un fondo que se utilice para la salud, la educación y el bienestar y que se invierta según las directrices establecidas por los comités de delegados electos.
—Así que la elección libre de «gobierno» no está prohibida. Pero, en conjunto, ¿sois anarquistas o no? ¿No tenéis leyes generales que todas las personas tengan que acatar?
—Hay unos cuantos principios refrendados por una gran mayoría de residentes. Ideas básicas sobre no admitir la violencia ni la coacción. Son muy conocidas, y si hay alguien a quien no le parezcan bien, no debería venir aquí. Sin embargo, no hilaré tan fino: también podrían considerarse leyes.
»Entonces ¿somos anarquistas o no? —Munroe hizo un gesto de indiferencia—. «Anarquía» significa ni gobernante ni leyes, pero nadie de Anarkia pierde el sueño por analizar la semántica del griego clásico, o las obras de Bakunin, de Proudhon y Godwin. Perdona, retiro eso, casi el mismo porcentaje de población que encontrarías en Pekín o París se apasiona por esos temas. Pero tendrías que entrevistar a uno de ellos si quieres conocer su opinión.
»Mi opinión es que el mundo carga con demasiado bagaje cultural para que lo salven. No es ningún drama. Casi todos los movimientos anarquistas de los siglos diecinueve y veinte, al igual que los marxistas, se quedaron empantanados en la cuestión de arrebatar el poder a las clases dirigentes. En Anarkia eso se solucionó con sencillez. En el dos mil veinticinco, seis empleados de una empresa de biotecnología de California llamada InGenIo se fugaron con toda la información que necesitaban para hacer la siembra. Casi toda era fruto de su trabajo, aunque no de su propiedad. También se llevaron algunas células manipuladas de varios cultivos, pero muy pocas para que no se notara. Cuando el mundo se enteró de que Anarkia crecía, ya había varios cientos de personas que vivían aquí por turnos y habría dado muy mala imagen esterilizar el lugar por las buenas.
»Ésa fue nuestra «revolución». Mucho mejor que medir la vida en términos de cócteles molotov.
—Salvo que el robo implica que tenéis que soportar el bloqueo.
—El bloqueo es muy molesto —dijo Munroe encogiendo los hombros—. Pero Anarkia con bloqueo sigue siendo mejor que la alternativa: una isla propiedad de una empresa y hasta el último palmo de ella en manos privadas. Ya es bastante malo que haya que pagar una licencia por cada cultivo decente del planeta, imagínate si ocurriera lo mismo con el suelo que pisas.
—De acuerdo —dije—, la tecnología os proporcionó un atajo hacia una nueva sociedad e hizo que los viejos modelos fueran irrelevantes. Sin invasión, sin genocidio, sin un nacimiento sangriento ni reformas democráticas traumáticas. Pero llegar hasta ahí es fácil; lo que no entiendo es qué evita que se derrumbe este lugar.
—Pequeños organismos invertebrados.
—Me refiero a la política.
—Derrumbarse, ¿por qué? —Munroe parecía desconcertado—. ¿El funcionamiento de la anarquía?
—La violencia, el saqueo, las mafias.
—¿Para qué molestarse en venir al medio del Pacífico en busca de algo que se puede encontrar en cualquier ciudad del mundo? ¿O crees que nos hemos tomado todas esas molestias para representar El señor de las moscas?
—Intencionadamente no, pero cuando pasa algo así en Sydney mandan a la brigada antidisturbios, y en Los Ángeles a la guardia nacional.
—Disponemos de una milicia adiestrada que cuenta con el consentimiento casi general para utilizar la fuerza de manera razonable a fin de proteger los recursos vitales en caso de emergencia. —Sonrió—. Recursos vitales, fuerzas de emergencia… Suena como si estuvieras en casa, ¿verdad? Con la diferencia de que nunca se ha dado el caso.
—De acuerdo, ¿por qué?
—¿Buenas intenciones? —Munroe se frotó la frente y me miró como a un niño pesado—. ¿Inteligencia? ¿Alguna extraña fuerza alienígena?
—En serio.
—Algunas cosas son obvias. Las personas vienen aquí con un nivel de idealismo algo superior al de la media. Quieren que Anarkia funcione, o no habrían venido, al margen de algún que otro provocador a ultranza. Están dispuestos a cooperar. No me refiero a vivir en casas comunales fingiendo que todos forman parte de una familia ni a ir a trabajar en grupos entonando himnos para elevar la moral…, aunque hay algo de eso. Pero desean ser más flexibles y tolerantes que el término medio de las personas que eligen vivir en otros lugares, porque de eso se trata.
»Hay menos concentración de riqueza y poder. Quizá sólo sea una cuestión de tiempo, pero con tanto poder descentralizado por completo, es muy difícil comprarlo. Y sí, hay propiedad privada, pero la isla, los arrecifes y el agua son públicos. Las agrupaciones que recogen y procesan los alimentos venden sus productos, pero no tienen el monopolio: hay muchos que los sacan directamente del mar.
—De acuerdo —dije frustrado mientras miraba la plaza—. No os dedicáis a robaros los unos a los otros ni a causar disturbios en las calles, porque nadie pasa hambre ni es demasiado rico… todavía. Pero ¿de verdad crees que puede durar? La generación próxima no estará aquí por decisión propia. ¿Qué pensáis hacer? ¿Adoctrinarlos en la tolerancia y esperar que salga bien? Nunca ha funcionado. Cualquier otro experimento similar ha acabado en violencia, con una conquista, una absorción… o han desistido y se han convertido en una nación con gobierno.
—Por supuesto que intentamos transmitir nuestros valores a nuestros hijos —dijo Munroe—, como en el resto del planeta. Y más o menos con el mismo éxito. Pero, al menos, casi todos los niños de aquí aprenden sociobiología desde pequeños.
—¿Sociobiología?
—Créeme —dijo sonriente—, es más útil que Bakunin. Las personas nunca llegarán a un acuerdo detallado sobre cómo debe organizarse la sociedad. ¿Por qué deberían hacerlo? Pero a menos que seas un edenita que cree que hay una condición natural utópica dictada por Gea a la que todos hemos de regresar, cualquier forma de civilización que adoptes implica elegir algún tipo de respuesta cultural, que no sea una aceptación pasiva, al hecho de que somos animales con ciertas tendencias de comportamiento innatas. Y aunque esa respuesta suscite el compromiso más sutil o la oposición más vehemente, contribuye a que comprendas exactamente a qué intentas adaptarte u oponerte.
»Si las personas conocen las fuerzas biológicas que influyen sobre ellas y quienes las rodean, por lo menos tendrán la oportunidad de adoptar estrategias inteligentes para conseguir lo que quieren con un conflicto mínimo, en lugar de dar tumbos por ahí cargadas de mitos románticos y buenas intenciones cortesía de algún filósofo político muerto.
Reflexioné sobre ello. Me había tropezado con un sinfín de recetas detalladas de absurdas utopías «científicas» y programas de sociedades organizadas que alegaban motivos racionales; pero era la primera vez que oía a alguien abogar por la diversidad a la vez que reconocía las fuerzas biológicas. En lugar de explotar la sociobiología para intentar justificar una doctrina política rígida, impuesta por el poder, desde el marxismo hasta la familia nuclear, desde la pureza racial hasta el separatismo de identidad sexual, en lugar de «debemos vivir así porque la naturaleza humana lo exige», Munroe insinuaba que las personas podían utilizar el conocimiento sobre su especie para tomar las decisiones que más les convinieran.
Anarquía bien informada. Era una idea atractiva, pero no podía evitar algo de escepticismo.
—No todos querrán que sus hijos estudien sociobiología. Incluso aquí habrá unos cuantos fundamentalistas religiosos y culturales a los que les parecerá amenazador. ¿Y los emigrantes adultos? Si alguien tiene veinte años al llegar a Anarkia, vivirá unos sesenta años más, tiempo de sobra para perder su idealismo. ¿De verdad crees que todo el asunto puede aguantar mientras la primera generación envejece y se desilusiona?
—¿Acaso importa lo que yo crea? —Munroe estaba desconcertado—. Si de verdad te interesa, en un sentido o en otro, explora la isla, habla con la gente y saca tus propias conclusiones.
—Tienes razón. —Aunque no estaba aquí para explorar la isla ni para formarme una opinión de su futuro político. Miré el reloj: era más de la una. Me levanté.
—Dentro de un momento va a pasar algo que quizá te gustaría ver o incluso probar. ¿Tienes prisa?
—Depende —dudé.
—Supongo que podrías decir que es lo más parecido que tenemos a… una ceremonia para nuevos residentes. —Munroe se rió al ver mi falta de entusiasmo—. Te prometo que nada de himnos, juramentos ni discursos largos. Y no, no es obligatoria, pero parece que se ha puesto de moda entre los recién llegados, aunque los turistas también son bien recibidos.
—¿Vas a contármelo o he de adivinarlo?
—Puedo decirte que se llama «buceo de tierra». Pero tienes que verlo para saber qué significa en realidad.
Munroe recogió su caballete y me acompañó. Sospechaba que en el fondo disfrutaba haciendo de guía turístico radical y veterano. Mientras el tranvía se dirigía hacia el brazo norte de la isla nos quedamos al lado de la entrada para que nos diera la brisa. Apenas se veían las vías: dos surcos paralelos tallados en la roca, con la cinta gris del superconductor por el centro, todo oculto bajo una capa de polvo calcáreo.
Cuando llevábamos recorridos unos quince kilómetros, éramos los únicos pasajeros que quedaban.
—¿Quién paga el mantenimiento de estas cosas? —pregunté.
—En parte se paga con los billetes, pero las agrupaciones pagan el resto.
—¿Qué pasa si una agrupación decide no pagar? ¿Montar por la cara?
—Todos se enterarían.
—Vale, pero ¿y si de verdad no pueden permitirse la contribución? ¿Y si son pobres?
—Casi todas las cuentas de las agrupaciones se hacen públicas por iniciativa propia, aunque resultaría muy raro que las mantuvieran en secreto. Cualquiera en Anarkia puede coger su agenda y averiguar si la riqueza de la isla se concentra en una agrupación, se manda fuera o lo que sea, y obrar en consecuencia como mejor le parezca.
Ya habíamos salido del centro urbanizado. Había edificios que parecían fábricas y almacenes dispersos alrededor de las líneas del tranvía, pero cada vez más, la vista consistía en roca de arrecife desnuda, plana aunque ligeramente irregular. La piedra caliza tenía todas las tonalidades que había visto en la ciudad, marcando el paisaje como las rayas de una cebra, con diseños claramente antigeológicos determinados por la propagación de las distintas subespecies de bacterias litofílicas. Sin embargo, este terreno no era adecuado para el cultivo en roca, ya que el núcleo de la isla era demasiado seco y duro, desvascularizado. Más adelante, la roca era mucho más porosa, se anegaba con agua rica en calcio y tenía los organismos manipulados necesarios para abastecerla. Las líneas del tranvía no llegaban a la costa porque el terreno era demasiado blando para soportar el peso de los vehículos.
Invoqué a Testigo y empecé a grabar; si seguía así tendría más grabación privada del viaje que material para el documental, pero no pude resistirme.
—¿De verdad viniste por la luz? —dije.
—En realidad no. Necesitaba alejarme —dijo Munroe con un gesto de negación.
—¿De qué?
—De todo el ruido. De toda la hipocresía. De todos los «Australianos Profesionales».
—Ah.
Había oído por primera vez aquel término cuando estudiaba historia del cine; se acuñó para describir la corriente dominante de directores de las décadas de 1970 y 1980. Tal y como lo expuso un historiador: «No poseen rasgos distintivos, salvo su nacionalidad; no tienen nada que decir ni que hacer excepto endilgar a su público un vocabulario claustrofóbico de mitos e iconos nacionalistas gastados, a la vez que proclaman ser los que «definen el carácter nacional» y los representantes de una nación que encuentra su voz». Pensaba que era una forma muy dura de juzgarlos hasta que vi algunas de sus películas. Casi todas eran historias alienantes de vaqueros, melodramas rurales coloniales o historias de guerra sentimentales. Sin embargo, es probable que el nadir de la época fuera un intento de comedia en la que Albert Einstein hacía de hijo de un cultivador de manzanas australiano, «desintegraba átomos de cerveza» y se enamoraba de Madame Curie.
—Creía que los medios audiovisuales habían superado eso hace mucho —añadí—, y más en tu ámbito artístico.
—No hablo de arte. —Munroe frunció el ceño—. Me refiero a toda la cultura dominante.
—¡Vamos! Ya no existe una cultura dominante. El filtro es más poderoso que el emisor. —Por lo menos ése era el argumento más arraigado en la red, aunque todavía no tenía claro si me lo tragaba.
Munroe, desde luego, no.
—Muy zen —dijo—. Intenta exportar biotecnología médica australiana a Anarkia y sabrás exactamente quién tiene el control. —No tenía respuesta para eso—. ¿No estás harto de vivir en una sociedad que se pasa la vida hablando de sí misma y que además miente? —siguió—. Que define todo lo que merece la pena: tolerancia, sinceridad, lealtad y justicia, como si fuera sólo australiano. Que intenta fomentar la diversidad pero no cesa de parlotear sobre su identidad nacional. ¿No te cansas nunca del desfile continuo de bufones que reivindican la autoridad de hablar en tu nombre: políticos, intelectuales, celebridades, comentaristas, que te definen y caracterizan hasta en el mínimo detalle, desde tu distintivo sentido del humor australiano hasta tu «iconografía del subconsciente colectivo» de mierda y que, en realidad, no son más que unos mentirosos y unos ladrones?
Me desconcertó durante un momento, pero, después de reflexionar, me pareció una descripción en la que reconocía la corriente dominante de la cultura política y académica. O si no la dominante, por lo menos la que más se oía.
Me encogí de hombros.
—Todos los países tienen un grado de gilipollez provinciana como ésa en algún lugar. La de Estados Unidos es casi igual de mala. Pero ya apenas la noto y menos en casa. Supongo que he aprendido a desconectar casi todo el tiempo.
—Entonces te envidio. Yo nunca lo conseguí.
El tranvía seguía deslizándose, mientras desplazaba polvo con un suave silbido. Munroe tenía algo de razón: los nacionalistas políticos y culturales que afirmaban ser la voz de la nación podían privar del derecho al voto a aquellos a quienes «representaban» con la misma eficacia que los sexistas que afirmaban ser la voz de su sexo. Un puñado de personas que dicen hablar en nombre de cuarenta millones o de cinco mil millones siempre ejercería un poder desproporcionado, simplemente por adjudicarse ese derecho.
Entonces ¿cuál era la solución? ¿Trasladarse a Anarkia? ¿Hacerse ásex? ¿O esconder la cabeza en un rincón balcanizado de la red e intentar creer que nada de eso importa?
—Pensaba que el vuelo desde Sydney era suficiente para conseguir que a cualquiera le apeteciese marcharse para siempre —dijo Munroe—, la prueba palpable de lo absurdas que son las naciones.
—Casi. —Me reí con sequedad—. Es comprensible que sean mezquinos y vengativos con Timor Oriental; piensa que han ensuciado las bayonetas de nuestros socios comerciales durante todos estos años y luego han cometido la temeridad de revolverse y demandarnos. Sin embargo, no tengo ni idea de en qué consiste el problema de Anarkia. Ninguna de las patentes de InGenIo era australiana, ¿no?
—No.
—Entonces, ¿qué demonios pasa? Ni siquiera Washington se molesta en castigar a Anarkia de forma tan… exhaustiva.
—Yo tengo una teoría —dijo Munroe.
—¿Sí?
—Piensa en ello. ¿Cuál es la mayor mentira que se dice a sí misma la clase dominante política y cultural? ¿En qué consiste la mayor discrepancia entre la imagen y la verdad? ¿Cuáles son los atributos de los que más presume y más carece cualquier Australiano Profesional que se precie?
—Si esto es un mal chiste freudiano, me vas a decepcionar mucho.
—Atisbos de autoridad. Independencia de espíritu. Disconformidad. Así que, ¿qué podría parecerles más amenazador que una isla llena de anarquistas?