El avión se vació lentamente. Los pasajeros somnolientos e irritables empujaban para salir; muchos llevaban almohadas y mantitas y parecían niños que siguieran levantados después de su hora de irse a la cama. Allí sólo eran las nueve de la noche y los relojes biológicos de casi todos estarían de acuerdo, pero todavía estábamos adormilados, anquilosados y cansados. Busqué a Indrani Lee, pero no pude localizarla entre la multitud.
Había un control de seguridad al final del tubo, pero nadie del personal del aeropuerto a la vista ni equipo para interrogar a mi pasaporte. Anarkia no ponía restricciones a la inmigración y menos aún a la entrada de visitantes temporales, pero prohibía ciertas importaciones. Junto a la puerta había un cartel en varios idiomas en el que ponía:
Dudé. Si no leían mi pasaporte ni tenían en cuenta la autorización de mis implantes, ¿qué me haría la máquina? ¿Incineraría el equipo valorado en cien mil dólares y de paso me freiría gran parte del aparato digestivo?
Sabía que exageraba; seguro que no era el primer periodista que pisaba la isla. Y seguro que el mensaje se dirigía a los visitantes de ciertas islas sudamericanas de propiedad privada, «reductos libertarios» que habían establecido los supuestos «refugiados políticos» de las reformas de la ley estadounidense sobre las armas de fuego de los años veinte. De vez en cuando, algunos intentaban convencer a Anarkia de su peculiar modo de pensar.
Sin embargo, no me acerqué durante varios minutos con la esperanza de que apareciera alguien de uniforme para quedarme tranquilo. Mi compañía de seguros se había negado a darme ningún tipo de cobertura mientras estuviera en Anarkia, y cuando en mi banco se enteraran de que había estado aquí tampoco les iba a gustar nada: todavía eran los propietarios de casi todos los chips de mis tripas. Legalmente, no era yo quien debía asumir el riesgo.
No apareció nadie. Pasé. El marco del escáner estaba suelto y tembló un poco cuando mi cuerpo atrapó una diminuta porción de flujo magnético, la soltó y la hizo rebotar como una goma elástica, pero ninguna descarga de microondas me chamuscó el abdomen ni saltó ninguna alarma.
El control daba paso a un aeropuerto moderno, no muy distinto de los que había visto en muchas pequeñas ciudades europeas, con un diseño de líneas limpias y asientos sueltos que la gente agrupaba en círculos. Sólo había tres mostradores de compañías aéreas y todos tenían logotipos más pequeños de lo normal, como si no quisieran atraer mucha atención. Al hacer la reserva para ir allí, no había encontrado ningún vuelo anunciado abiertamente en la red y había tenido que mandar una solicitud expresa para obtener información. La Federación Europea, la India y muchos países africanos y latinoamericanos sólo ejercían el boicot mínimo sobre tráfico de tecnología punta que exigía la ONU; estas líneas aéreas actuaban dentro de la legalidad de sus países de origen. Aun así, cabrear a los japoneses, a los coreanos, a los chinos y al gobierno estadounidense, por no mencionar a las multinacionales de la biotecnología, siempre implicaba un riesgo. Cometer la ofensa con discreción no ocultaba nada, pero sin duda servía como gesto de obediencia y aminoraba la necesidad patente de dar ejemplo con alguno de los colaboracionistas.
Recogí la maleta y me quedé junto a la cinta transportadora para orientarme. Vi cómo se alejaban los otros pasajeros; algunos tenían amigos que les daban la bienvenida y otros se iban solos. Casi todos hablaban en inglés o francés, pues no había idioma oficial, pero prácticamente dos tercios de la población estaba compuesta por emigrantes de otras islas del Pacífico. Puede que vivir en Anarkia fuera siempre una decisión política en última instancia, y parecía que algunos refugiados del efecto invernadero estaban dispuestos a pasarse años en los campos de detención chinos con la esperanza de que los aceptaran en esa emprendedora tierra de sueños. Aunque suponía que, para alguien que había visto hundirse su casa en el mar, una masa terrestre que se autorreparaba (y crecía) tenía un atractivo especial. Anarkia representaba un cambio de fortuna: el sol y la biotecnología pasando hacia atrás la grabación de todo el desastre. Mejor que desafiar la tormenta. Fiyi y Samoa ya cultivaban nuevas islas propias, pero todavía no eran habitables y ambos gobiernos pagaban miles de millones de dólares en licencias y minutas de asesores por ese privilegio. Cargarían con la deuda hasta el siglo XXII.
En teoría, las patentes sólo tenían validez durante diecisiete años, pero las empresas de biotecnología habían perfeccionado la estrategia de volver a solicitar la misma cobertura con un enfoque distinto cuando se aproximaba la fecha de vencimiento: primero para la secuencia de ADN de un gen y todas sus aplicaciones, luego para la secuencia del aminoácido correspondiente, después para la forma y función de la proteína completa (con independencia de la composición química exacta). No conseguía permanecer indiferente ante el robo de conocimientos como si fuera un crimen sin víctimas; siempre me había inclinado a favor del argumento de que nadie derrocharía dinero en I+D si las formas de vida transgénicas no se pudieran patentar, pero era demencial que las herramientas más poderosas contra el hambre, las herramientas más poderosas contra el deterioro medioambiental y las herramientas más poderosas contra la pobreza… tuvieran un precio que estaba más allá del alcance de quienes las necesitaban.
Cuando me acercaba a la salida, vi a Janet Walsh que se dirigía en la misma dirección y esperé a un lado. Walsh iba junto a un grupo de una media docena de mascs y fems, pero uno de ellos caminaba unos pocos metros alejado del séquito, con un andar suave fruto de la práctica y la mirada fija en ella. Reconocí la técnica al instante, y al que la aplicaba, un momento después: David Connolly, un fotógrafo de Informes Banales. Claro, Walsh necesitaba un segundo par de ojos. Les habría costado mucho convencerla para que se instalara toda esa asquerosa tecnología deshumanizante en su interior y, peor aún, su equipo la habría dejado fuera de todas las tomas. No tenía mucho sentido contratar a una celebridad como periodista si no salía en pantalla.
Los seguí a una distancia discreta. Un grupo de cuarenta o cincuenta partidarios la esperaba fuera en el aire cálido de la noche con pancartas luminiscentes (más telegénicas en la oscuridad relativa que en el interior) que cambiaban de forma sincronizada entre ¡CIENCIA HUMILDE! ¡BIENVENIDA, JANET! y ¡NO A LA TOE! Gritaron a coro cuando Walsh salió por la puerta. Se alejó de su halo de acompañantes para dar la mano y recibir besos; Connolly se situó detrás para grabarlo todo.
Walsh pronunció un breve discurso, sus mechones de pelo cano agitándose en la brisa. No se podía discutir su habilidad con las cámaras o las multitudes: tenía el don de aparentar dignidad y autoridad, sin parecer severa ni distante. Y admiraba su resistencia: mostraba más energía después del largo vuelo de la que yo habría conseguido reunir si peligrara mi vida.
—Quiero agradeceros que hayáis venido a saludarme; me emociona vuestra generosidad. Y también os agradezco que hayáis hecho el largo y arduo viaje a esta isla para que vuestras voces se unan a nuestra pequeña canción de protesta contra las fuerzas de la arrogancia científica. Por aquí hay personas que creen que pueden aplastar hasta la última fuente de dignidad humana, hasta el último manantial de enriquecimiento espiritual, hasta el último de los valiosos misterios que nos sustentan, bajo el peso de su «progreso intelectual». Que creen que pueden reducirnos a una ecuación y escribirla en una camiseta como un eslogan barato. Son personas que están convencidas de que pueden adueñarse de todas las maravillas de la naturaleza y los secretos del alma y decir: «Ya está. Esto es todo lo que hay». Pues estamos aquí para decirles…
—¡NO! —rugió la pequeña multitud.
—Pero si no pueden quitarte tu preciosa dignidad, Janet —dijo alguien a mi lado riéndose por lo bajo—, ¿para qué montar tanto número?
Me volví. Quien había hablado era un ¿ásex?, ¿de unos veinte años?; inclinó la cabeza y sonrió, dientes blancos que resplandecían en contraste con la piel negra, ojos tan oscuros como los de Gina, pómulos marcados como los de una fem, aunque, claro, no lo eran. Llevaba vaqueros negros y una camiseta holgada del mismo color, en la que aparecían puntos de luz dispersos al azar como si tuviera que mostrar alguna imagen pero se hubiera cortado el suministro de datos.
—Menuda charlatana —dijo—. ¿Sabes que trabajaba para DRR? Con esas credenciales pensaba que tendría una retórica con más gancho. —Pronunció «cre-den-cia-les» en tono irónico con acento ¿jamaicano?; las siglas DRR correspondían a Dayton-Rice-Raley, la empresa de publicidad más grande del mundo anglófono—. Eres Andrew Worth —añadió.
—Sí. ¿Cómo…?
—Has venido a filmar a Violet Mosala.
—Cierto. ¿Trabajas con ella? —le pregunté. Me parecía demasiado joven para ser estudiante de doctorado; sin embargo, Mosala se lo había sacado a los veinte años.
—No la conozco —dijo haciendo gesto de negación. Seguía sin poder localizar su acento, a menos que procediera del Atlántico medio: a mitad de camino entre Kingston y Luanda. Dejé la maleta y le tendí la mano—. Akili Kuwale —añadió mientras la estrechaba con firmeza.
—¿Has venido al congreso?
—¿Para qué si no?
—Habrá otras cosas en Anarkia —dije encogiéndome de hombros. No me contestó. Walsh se había ido y su cuadrilla de animadores se dispersaba—. Mapa de transportes —le dije a la agenda.
—El hotel está a sólo dos kilómetros —dijo Kuwale—. A menos que la maleta pese más de lo que parece… no costará mucho ir andando, ¿no crees?
Éil no llevaba equipaje ni mochila, nada; habría llegado antes y había regresado al aeropuerto a… ¿conocerme? Tenía una necesidad perentoria de acostarme y no se me ocurría nada que quisiera decirme que no pudiera esperar a la mañana siguiente o no se pudiera contar en un tranvía, pero ése era el motivo principal para escucharle.
—Buena idea —dije—. Me vendrá bien un poco de aire fresco.
Kuwale parecía conocer el camino, así que guardé la agenda y le seguí. Era una noche cálida y húmeda, pero soplaba una brisa constante que se llevaba la sensación de opresión. Anarkia no estaba más cerca del trópico que Sydney y era probable que fuera más fresca en general.
El trazado del centro de la isla me recordaba a Sturt, una neópolis del interior de Australia, situada al sur, construida más o menos cuando se sembró Anarkia. Había calles anchas pavimentadas y edificios bajos, como mucho de seis pisos, la mayor parte de ellos con viviendas encima de comercios. Todo lo que estaba a la vista se había fabricado con roca de arrecife: un tipo de roca caliza reforzada y sellada con polímeros orgánicos «cultivada» en las canteras de los arrecifes interiores que podían autoabastecerse. Sin embargo, ninguno de los edificios tenía el tono del coral blanqueado; los oligominerales daban todos los colores del mármol: grises, verdes y marrones brillantes, y rara vez, carmín oscuro veteado de negro.
La gente de nuestro alrededor parecía relajada y tranquila, como si todos hubieran salido a dar un placentero paseo sin ningún destino en mente. No vi ninguna bicicleta, pero tenía que haber alguna en la isla; los cables del tranvía llegaban a menos de medio camino de los extremos de la estrella, a cincuenta kilómetros del centro.
—Sarah Knight era una gran admiradora de Violet Mosala —dijo Kuwale—. Creo que habría hecho un buen trabajo. Esmerado. A conciencia.
—¿Conoces a Sarah? —pregunté desconcertado.
—Hemos estado en contacto.
—¿A qué viene esto? —Me reí cansado—. Sarah Knight es una gran admiradora de Mosala y yo no, ¿y qué? Tampoco soy un miembro de una secta de la ignorancia que haya venido a hacer una crítica feroz; la trataré con imparcialidad.
—Ésa no es la cuestión.
—Es la única cuestión que estoy dispuesto a discutir contigo. ¿Por qué piensas que es asunto tuyo cómo se haga este documental?
—No es así —dijo Kuwale con calma—. El documental no tiene importancia.
—Vale. Gracias.
—No te ofendas, pero no estoy hablando de eso.
—Bueno, ¿qué haces aquí exactamente? —dije después de andar unos cuantos metros en silencio. Esperé a ver si manteniendo la boca cerrada y fingiendo indiferencia provocaba un repentino estallido revelador, pero no—. ¿Eres periodista, física… o qué? ¿Socióloga? —Casi le pregunté si era de una secta, pero ni siquiera los miembros de grupos rivales como Renacimiento Místico o Primera Cultura se habrían burlado de la profunda sabiduría de Janet Walsh.
—Soy un observador interesada.
—¿Sí? Eso lo explica todo. —Sonrió abiertamente, como si yo hubiera hecho una broma. Vi la fachada curva del hotel en la distancia, delante de nosotros; la reconocí por la grabación de los organizadores del congreso.
—Pasarás mucho tiempo con Violet Mosala durante las próximas dos semanas —dijo poniéndose seria—. Puede que más que nadie. Hemos intentado mandarle algunos mensajes, pero ya sabes que no nos toma en serio. Así que… ¿Al menos estarás dispuesto a mantener los ojos bien abiertos?
—¿Por qué?
—¿Tengo que dártelo todo masticado? —dijo con el ceño fruncido y mirando nervioso a todos lados—. Soy de CA. De la corriente principal de CA. No queremos que le hagan daño. Y no sé hasta qué punto simpatizas ni hasta dónde estás dispuesto a llegar para ayudarnos, pero lo único que tienes que hacer…
—¿De qué estás hablando? —Le interrumpí alzando una mano—. ¿Que no queréis que le hagan daño? —Kuwale estaba consternada y, de repente, le noté suspicaz—. ¿Corriente dominante de CA? —añadí—. ¿Se supone que tiene que sonarme de algo? Si Violet Mosala no os toma en serio —seguí al ver que no contestaba—, ¿por qué habría de hacerlo cualquier otro?
—Sarah Knight no accedió a nada de forma explícita, pero por lo menos comprendía lo que está pasando. —Kuwale estaba reconsiderando claramente su opinión sobre mí. Aún me preguntaba qué primera impresión le había causado—. ¿Qué clase de periodista eres tú? ¿Alguna vez sales a buscar información? ¿O te limitas a agarrarte a una teta electrónica y ver qué sale cuando mamas? —añadió mientras se dirigía a una bocacalle.
—No leo la mente —grité—. ¿Por qué no me cuentas lo que sucede?
Me quedé parado y vi cómo desaparecía entre la gente. Podría haberle seguido y exigirle respuestas, pero empezaba a sospechar que yo podía adivinar la verdad. Kuwale era un admirador de Mosala ofendida por los aviones cargados de sectarios que habían venido a burlarse de su ídolo. Y aunque en teoría no era imposible que algún miembro perturbado de ¡Ciencia Humilde! o Renacimiento Místico quisiera hacer daño a Violet Mosala, lo más probable era que sólo se tratara de una retorcida fantasía de Kuwale.
Llamaría a Sarah Knight por la mañana; seguro que había recibido una docena de mensajes extraños de Kuwale y al final se le había quitado de encima respondiéndole: «Ya no trabajo en eso. Ve a molestar a Andrew Worth, el capullo que me ha robado la historia. Aquí tienes una foto suya reciente». No podía culparla, era un acto de venganza insignificante.
—¿Qué quiere decir CA? —le pregunté a Sísifo mientras seguía hacia el hotel. Estaba muerto de cansancio y caminaba como un sonámbulo.
—¿En qué contexto?
—Cualquiera. Aparte de «corriente alterna». —Hubo una larga pausa. Miré el cielo y divisé la tenue fila de puntos equidistantes que se disipaban poco a poco hacia el este contra las estrellas y que aún me unían al mundo que conocía.
—Hay cinco mil diecisiete significados distintos que incluyen jerga especializada, argot subcultural, empresas registradas y organizaciones humanitarias o políticas.
—Entonces cualquier cosa que tenga que ver con el uso que le ha dado Akili Kuwale hace un momento. —Mi agenda almacenaba veinticuatro horas de sonido en memoria—. Es posible que Kuwale sea ásex.
—Los significados más probables son —dijo Sísifo después de digerir la conversación y volver a examinar su lista—: Control Absoluto, una consultora de Fiyi que trabaja en el Pacífico sur, Católicos Ásex, un grupo con sede en París que aboga por la reforma de la política de la Iglesia católica a favor de los emigrantes de género, Cartografía Avanzada, una empresa de simplificación de datos de satélites sudafricana…
—Entonces —dije después de escuchar los treinta primeros y los siguientes: las relaciones eran tan absurdas que no suponían nada más que ruido—, ¿cuál es el significado con pleno sentido, pero que no está en ninguna base de datos respetable? ¿Cuál es la respuesta que no puedo sacar de mi teta electrónica favorita?
Sísifo no se dignó a contestar.
Estuve a punto de disculparme, pero me contuve a tiempo.