La isla viva y artificial de Anarkia estaba anclada a un guyot sin nombre: un volcán extinto, sumergido y plano en su parte superior, en medio del Pacífico Sur. A treinta y dos grados de latitud, quedaba fuera de las aguas jurisdiccionales de las naciones polinesias del norte, en aguas internacionales sin reivindicar (demandas ridículas de los colonizadores de la Antártida aparte). Parecía remota, pero sólo estaba a cuatro mil kilómetros de Sydney, a menos de dos horas de vuelo directo.
Me senté en la sala de tránsito de Pnom Pen e intenté estirar los músculos del cuello. El aire acondicionado me dejaba tieso, pero la humedad se colaba impunemente en el edificio. Pensé en dar una vuelta por la ciudad, que no conocía de primera mano, pero sólo disponía de cuarenta minutos entre los vuelos y probablemente me llevaría la mitad de ese tiempo conseguir el visado.
Nunca había entendido por qué el gobierno australiano era un defensor acérrimo del bloqueo contra Anarkia. Los sucesivos ministros de Asuntos Exteriores de los últimos veintitrés años habían despotricado sobre «su influencia desestabilizadora en la zona», pero en realidad contribuía considerablemente a aligerar la tensión: aceptaba más refugiados del efecto invernadero que cualquier otra nación del planeta. Y aunque era cierto que los creadores de Anarkia habían infringido incontables leyes internacionales y utilizaban miles de secuencias patentadas de ADN sin permiso, una nación fundada por la invasión y la masacre (actos solemnemente lamentados en un tratado firmado hace doscientos cincuenta años) no debería proclamar una posición moral superior.
Estaba claro que habían condenado a Anarkia al ostracismo por meras razones políticas. Pero nadie que estuviera en el poder se sentía en la obligación de dar explicaciones.
Así que me senté en la sala de tránsito, anquilosado después de un vuelo de cuatro horas en la dirección incorrecta, e intenté leer los apartados de la lección de física de Sísifo que me había saltado en la primera lectura. Estaban marcados en azul acusatorio y resultaban mortificantes para la vista siempre que les dirigía la atención.
Al menos dos medidas generalizadas incompatibles se pueden asociar a T, el espacio de todos los espacios topológicos de base numerable. La medida de Perrini [Perrini, 2012] y la medida de Saupe [Saupe, 2017] se definen para todos los subconjuntos acotados de T, y son equivalentes si se restringen a M, el espacio de las variedades de Hausdorff paracompactas de dimensión n, pero dan resultados contradictorios para conjuntos de espacios más atípicos. Sin embargo, la relevancia física (si existe) de esta discrepancia no está clara.
No lograba concentrarme. Desistí, cerré los ojos e intenté dormir, pero la siesta parecía ser bioquímicamente imposible. Dejé la mente en blanco e intenté relajarme. Al cabo de un rato sonó mi agenda y me anunció el vuelo de enlace con Dili: recogía los avisos del sistema de transmisión de la habitación un momento antes de que los anunciaran los altavoces plurilingües. Me dirigí al control de seguridad y, mientras lo pasaba, me acordé del escáner de Manchester que logró extraer poesía del cerebro de una estudiante. Sin duda, dentro de veinte años se descubrirían las intenciones de los atracadores desarmados con tanta facilidad como una bomba o un cuchillo. El archivo de mi pasaporte incluía información detallada sobre mis anomalías internas sospechosas para asegurar a los nerviosos funcionarios de seguridad que no me había llenado de cables con el propósito de estallar en las alturas. Quizá la gente plagada de sueños involuntarios de enloquecer a veinte mil metros necesitaría certificados análogos de inocuidad en el futuro.
No había vuelos a Anarkia desde Camboya. China, Japón y Corea estaban a favor del bloqueo, así que Camboya se unió a sus principales socios comerciales para evitar ofenderlos. Lo mismo hizo Australia, aunque su condena entusiasta de los «anarkistas» fuera más allá de lo que exigía el realismo político. Sin embargo, había vuelos de Pnom Pen a Dili y desde allí podría alcanzar mi destino.
No era ningún misterio que ni siquiera se planteara una línea Sydney-Dili. Después de que Indonesia se anexionara Timor Oriental en 1976, se repartió los beneficios, los yacimientos petrolíferos de la franja de Timor, con su socio capitalista, Australia. En el año 2036, con medio millón de timorenses orientales muertos y dada la irrelevancia de los pozos de petróleo (las algas transgénicas producen moléculas de hidrocarburos de cualquier forma y tamaño a partir de la energía solar por una décima parte de lo que cuesta la leche), el gobierno de Indonesia, coaccionado más por sus ciudadanos que por cualquiera de sus aliados, accedió por fin a regañadientes a las peticiones de autonomía de la provincia de Timor Timur. La independencia formal tuvo lugar acto seguido en el año 2040, pero quince años más tarde todavía no se habían resuelto las demandas contra los ladrones de crudo.
Embarqué por el tubo y me senté. A los pocos minutos, una fem vestida con un sarong rojo intenso y una blusa blanca se sentó a mi lado. Intercambiamos gestos de saludo y sonrisas.
—No te puedes imaginar el lío que llevo —dijo—. Una vez entre mil que mis compatriotas organizan un congreso fuera de la red y han elegido el lugar del mundo más inaccesible.
—¿Te refieres a Anarkia?
—¿Tú también? —me preguntó con simpatía. Asentí—. Pobrecito —continuó—. ¿De dónde vienes?
—De Sydney.
—Soy de Kuala Lumpur —dijo, aunque yo habría jurado que su acento era de Bombay—, así que tú lo has tenido peor. Me llamo Indrani Lee.
—Andrew Worth —dije mientras nos dábamos la mano.
—Desde luego —añadió—, no presento ninguna ponencia. Y las actas estarán disponibles en la red un día después de que termine el congreso. Pero… si no acudes te pierdes todo el cotilleo, ¿verdad? —Sonrió con complicidad—. La gente se muere de ganas de hablar fuera de la red sabiendo que no se grabará nada, ni quedarán rastros para las auditorías. Así que cuando llega el momento de un encuentro cara a cara están dispuestos a contarte todos sus secretos en cinco minutos. ¿No te parece?
—Eso espero. Soy periodista, cubriré el congreso para SeeNet. —Una confesión arriesgada, pero no entraba en mis planes hacerme pasar por un especialista en TOE.
Lee no mostró, aparentemente, ningún desdén. El avión empezó su ascenso casi vertical; yo tenía un asiento económico en el pasillo central, pero mi pantalla me mostró Pnom Pen mientras retrocedía debajo de nosotros: una sorprendente mezcla de estilos, desde templos de piedra (reales y falsos) cubiertos de enredaderas hasta cerámica negra reluciente, pasando por edificios de descolorido estilo colonial francés (ídem). La pantalla de Lee comenzó a mostrar la grabación del procedimiento de emergencia; mi reciente cúmulo de vuelos en aviones idénticos me permitió ahorrármelo.
—¿Puedo preguntarte cuál es tu especialidad? —dije cuando terminó la grabación—. Ya sé que obviamente la TOE, pero ¿con qué enfoque?
—No soy física. Me dedico a algo que se parece más a tu trabajo.
—¿Eres periodista?
—Socióloga. O si prefieres el título completo, estudio la dinámica de las ideas contemporáneas. Así que, si la física está a punto de alcanzar el punto final, es mejor estar cerca para ser testigo del acontecimiento.
—¿Quieres estar presente para recordarles a los científicos que sólo son sacerdotes y cuentistas? —Había intentado hacer un comentario gracioso, ya que el de ella había sido irónico y quería estar a la altura, pero las palabras brotaron como una acusación.
—No soy miembro de ninguna secta de la ignorancia —contestó con una mirada reprobatoria—, y me temo que llevas veinte años de retraso si piensas que la sociología es un caldo de cultivo para ¡Ciencia Humilde! o Renacimiento Místico. Hoy en día, en el mundo académico, están todos metidos en los departamentos de historia. —Su expresión se suavizó y pasó a una resignación cansina—. Aunque todavía somos el blanco de todos los ataques. Es increíble, los investigadores médicos siguen echándome en cara un par de estudios mal planteados de los ochenta como si yo fuera la responsable.
Me disculpé y ella le quitó importancia con un gesto. Un carrito robot nos ofreció comida y bebida y la rechacé. Era absurdo, pero la primera parte de mi camino en zigzag a Anarkia me había dejado en peor estado que un vuelo sin escalas por todo el Pacífico.
Mientras la frondosa jungla vietnamita daba paso a agitadas aguas de color gris intercambiamos chistes sobre el panorama y más lamentos sobre las penalidades para llegar al congreso. A pesar de mi metedura de pata me intrigaba la profesión de Lee y al final reuní el valor necesario para volver a sacar el tema.
—¿Qué es lo que te atrae de los físicos para dedicarte a estudiarlos? Quiero decir, si se tratara de la ciencia, podrías hacerte física en lugar de observarlos desde fuera.
—¿No es exactamente eso lo que planeas hacer tú los próximos quince días? —dijo con un gesto de incredulidad.
—Sí, pero mi trabajo es muy distinto del tuyo. En definitiva sólo soy técnico en comunicaciones.
—Los físicos de este congreso acuden para hacer progresos en las Teorías del Todo, ¿no? —dijo después de echarme una mirada de «ya me encargaré de eso luego»—. Desechar las malas y perfeccionar las buenas. Sólo les interesa el producto final: una teoría que funcione, que encaje con los datos conocidos. Es su trabajo, su vocación, ¿de acuerdo?
—Más o menos.
—Por supuesto, son conscientes de que todos los procedimientos que utilizan para elaborarlas van más allá de las matemáticas: el intercambio y la refutación de ideas, la colaboración y la rivalidad. No pueden evitar saberlo todo sobre el politiqueo, las camarillas, las alianzas. —Sonrió declarando su inocencia—. No utilizo ninguna de esas palabras en sentido peyorativo. La física no está desacreditada como repiten sin cesar grupos del estilo de Primera Cultura, sólo porque algo tan normal como el nepotismo, la envidia y algunos actos esporádicos de violencia extrema desempeñen un papel en su historia. Pero no esperarás que los propios físicos pierdan el tiempo en escribir todo eso para la posteridad. Quieren purificar y pulir sus valiosos retazos de teorías y luego contar breves y elegantes mentiras sobre cómo las elaboraron. ¿Y quién no? No importa, al menos en un aspecto: la mayor parte de la ciencia se puede valorar sin conocer ninguno de los detalles de sus orígenes humanos. Pero mi trabajo consiste en meter mano en tantas historias verdaderas como pueda. No para «destronar» a la física, sino por su propio interés como disciplina independiente. Una rama emancipada de la ciencia —añadió con reprobación burlona—. Y créeme, ya no tenemos envidia de sus ecuaciones. Un día de éstos vamos a aventajarlos. Los físicos siguen combinando sus teorías o descartándolas. Nosotros no paramos de inventar otras nuevas.
—Pero ¿cómo te sentirías si hubiera metasociólogos que te miraran por encima del hombro y grabaran todos los apaños que improvisas continuamente? —dije—. ¿Si te impidieran salir airosa con tus mentiras?
—No me gustaría nada, desde luego —confesó sin dudar—, e intentaría encubrirlo todo, pero de eso va el juego, ¿no? Los físicos lo tienen muy fácil con su materia, aunque no conmigo. El universo no puede ocultar nada: olvídate de todas las tonterías antropomórficas victorianas sobre desvelar los secretos de la naturaleza. El universo no miente; sólo hace lo que hace y no hay más que añadir. La gente es justo al revés. No hay nada a lo que dediquemos más tiempo, energía e ingenio que a enterrar la verdad.
Desde el aire, Timor Oriental era una densa y confusa multitud de campos a lo largo de la costa y lo que parecían ser jungla y sabana autóctonas en las tierras altas. Una docena de hogueras diminutas punteaban las montañas, pero los agujeritos ennegrecidos bajo las columnas de humo quedaban empequeñecidos por las cicatrices de antiguas minas abiertas. Hicimos una espiral sobre la isla con un giro helicoidal de ciento ochenta grados y vimos cientos de pueblecitos aparecer y luego alejarse.
Los campos no mostraban pigmentos de marcas comerciales (aparte de los logos de la biotecnología de cuarta generación). Al menos en apariencia, los granjeros resistían la tentación de saltarse las normas y sólo utilizaban viejos cultivos sin patentar. La producción agrícola para la exportación casi había desaparecido; incluso el hiperurbanizado Japón podía alimentar a su población. Sólo los países más pobres, que no podían permitirse las cuotas de las licencias de los productos de vanguardia, tenían que luchar por su autosuficiencia. Timor Oriental importaba alimentos de Indonesia.
Justo después del mediodía aterrizamos en la minúscula capital. No había tubo y tuvimos que andar por el alquitrán abrasador. El parche de melatonina del hombro, preprogramado por mi farmacia, iba aproximándome paulatinamente al horario de Anarkia, dos horas de retraso con respecto a Sydney, pero Dili estaba a dos horas en sentido contrario. Por primera vez en mi vida me afectó el desfase horario: me dolía físicamente la visión del sol cegador del mediodía y caí en la cuenta de lo misteriosamente eficaz que era casi siempre el parche; podía aterrizar en Fráncfort o Los Ángeles sin la menor sensación de extrañeza. Me preguntaba cómo me sentiría si el reloj de mi hipotálamo se hubiera sincronizado obedientemente a las franjas horarias locales durante todas las absurdas vueltas de mi plan de vuelo. ¿Era mejor, peor o molestamente normal que parte de mi percepción del tiempo quedara al desnudo como un simple fenómeno bioquímico?
El aeropuerto de una planta estaba repleto de personas que despedían o daban la bienvenida a los viajeros, más de las que había visto en Bombay, Shanghai y México DF, y contaba con más personal uniformado del que me había encontrado en ningún otro aeropuerto del planeta. Estaba detrás de Indrani Lee en la cola para pagar los doscientos dólares de tasas de tránsito de la ruta casi monopolística a Anarkia. Era una simple extorsión, pero resultaba difícil condenar su oportunismo. ¿Cómo si no un país de este tamaño iba a conseguir las divisas necesarias para comprar alimentos?
—Con gran dificultad —contestó Sísifo después de que pulsara unas cuantas teclas de la agenda electrónica.
Timor Oriental no disponía de ninguno de los minerales exóticos que todavía era necesario extraer para satisfacer la demanda mundial restante después del reciclaje, y hacía mucho tiempo que se lo había despojado de cualquier cosa que pudiera resultar útil para la industria local. Las leyes internacionales prohibían el comercio del sándalo autóctono y, en cualquier caso, las especies de las plantaciones transgénicas producían un material mejor y más barato. Un par de multinacionales de la electrónica construyeron fábricas de montaje de componentes en Dili, durante el breve periodo en el que parecía que se había aplastado el movimiento independentista, pero todas cerraron en los años veinte cuando la automatización llegó a ser más barata que cualquier mano de obra. Eso les dejó el turismo y la cultura. Pero ¿cuántos hoteles se podían llenar aquí? (Dos pequeños, con un total de trescientas plazas.) Y ¿cuántas personas podían ganarse la vida en la red como escritores, músicos o artistas? (Cuatrocientas siete.)
En teoría, Anarkia se enfrentaba a todos esos problemas básicos y más. Pero Anarkia era una renegada desde el principio, su misma tierra se creó con biotecnología sin licencia. Y nadie pasaba hambre allí.
A causa el desfase horario, tardé en darme cuenta de que casi todas las personas que estaban en el aeropuerto no habían ido en realidad para saludar a sus amigos. Lo que había confundido con equipaje y regalos eran mercancías, y los que no viajaban eran comerciantes que acompañaban a sus clientes: turistas, viajeros y gente de la localidad. Había un par de tiendas oficiales de aspecto agobiante en una esquina, pero todo el edificio parecía servir también como mercado.
Seguía en la cola. Cerré los ojos e invoqué a Testigo; una secuencia de movimientos del globo ocular despertó al software de mis tripas, que generó la imagen de un panel de control y la envió al nervio óptico. Observé la ventana SITUACIÓN del panel, en la que aún ponía Sydney. Lo borró servicialmente. Imité el tecleo vertical con una mano y escribí Dili. Miré directamente a GRABAR para resaltar las palabras, y abrí los ojos.
—Dili: domingo cuatro de abril del dos mil cincuenta y cinco, cuatro y treinta y cuatro minutos, diecisiete segundos GTM. Bip —confirmó Testigo.
El departamento de aduanas cobraba las tasas de tránsito y parecía que su equipo informático no funcionaba. En lugar de hacer que nuestras agendas lo solucionaran todo mediante un breve intercambio de datos, teníamos que firmar papeles, mostrar los carnets de identidad materiales y recibir una tarjeta de embarque de cartón con un sello oficial impreso. Estaba casi seguro de que, a la menor oportunidad, me encontraría con algún inconveniente sin importancia, pero la funcionaria de aduanas, una fem de habla suave con apretados rizos estilo Papúa bajo la gorra, me obsequió con la misma sonrisa paciente que a los demás y tramitó mi papeleo igual de deprisa.
Paseé por el aeropuerto, sin intención de comprar nada en realidad, con la única idea de filmar la escena para mi álbum de recuerdos. La gente gritaba y regateaba en portugués, bahasa e inglés, y según Sísifo en tetum y vaiqueno, dialectos locales que resurgían poco a poco. Probablemente funcionaba el aire acondicionado, pero el calor de la multitud contrarrestaba su efecto; a los cinco minutos ya estaba sudando a mares.
Los comerciantes vendían alfombras, camisetas, piñas, cuadros al óleo, estatuas de santos. Pasé por un puesto de pescado seco y tuve que hacer un esfuerzo para que no se me revolviera el estómago; el olor no suponía ningún problema, pero por mucho que me enfrentara a la visión de animales muertos para el consumo humano, siempre me mareaba más que ver cualquier cadáver.
Los cultivos transgénicos igualaban o superaban todas las ventajas nutritivas de la carne. Todavía existía un pequeño comercio cárnico en Australia, pero se hacía con discreción y mucho disimulo.
Vi unas perchas con lo que parecían chaquetas Masarini, por la décima parte de lo que habrían costado en Nueva York o Sydney. Les acerqué la agenda, que encontró una de mi talla, interrogó la etiqueta del cuello y zumbó con aprobación, pero yo tenía mis dudas.
—¿Son chips de identificación auténticos o…? —pregunté al adolescente delgado que estaba al cargo. Me sonrió inocentemente y no dijo nada. Compré la chaqueta, arranqué la etiqueta y le devolví el chip—. Seguro que puedes aprovecharlo —añadí.
—Creo que he encontrado a alguien más que acude al congreso —me dijo Indrani Lee, a la que encontré junto a un puesto de software.
—¿Dónde? —Sentí una mezcla de ansiedad y pánico; si se trataba de Violet Mosala en persona aún no estaba preparado para enfrentarme a ella. Seguí la mirada de Lee hasta una anciana fem blanca que discutía apasionadamente con un vendedor de pañuelos. Su cara me resultaba vagamente conocida, pero de perfil no conseguía identificarla—. ¿Quién es? —pregunté.
—Janet Walsh.
—No hablarás en serio.
Pero era ella.
Janet Walsh era una novelista inglesa muy galardonada y una de los miembros más destacados de ¡Ciencia Humilde!. Se puso de moda en los años veinte con Las alas del deseo («Una fábula deliciosa, pícara e incisiva», The Sunday Times). Era la historia de una raza alienígena, que resulta que tenía exactamente el mismo aspecto que los humanos… exceptuando que los machos nacían con unas grandes alas de mariposa que les salían del pene y que se dañaban y sangraban inevitablemente cuando perdían la virginidad. Las alienígenas hembras (que carecían de himen) eran insensibles y brutales. Después de que durante casi toda la novela cualquiera que pasara cerca lo violara y sometiera a abusos, el héroe descubría una técnica mágica que permitía que sus alas perdidas volvieran a crecerle sobre los hombros y salía volando hacia la puesta de sol. («Trastoca alegremente todos los estereotipos sexuales», Playboy.)
Desde entonces, Walsh se especializó en relatos morales referentes a la maldad de la «ciencia masculina» (sic), una actividad mal definida pero siempre funesta que incluso las fems podían ejercer si se iban por el mal camino, aunque, aparentemente, esto no era excusa para cambiarle la etiqueta. Cité su comentario más jugoso sobre el tema en Escrutinio excesivo de la identidad sexual: «Si es arrogante, soberbio, dominante y deshumanizador ¿cómo podríamos llamarlo sino masculino?».
—¿Por qué? —pregunté—. ¿Por qué está aquí?
—¿No te has enterado? Probablemente estarías ya de viaje, yo lo vi en la red justo antes de partir. Alguien de la prensa amarilla la contrató como enviada especial para cubrir el Congreso Einstein. Creo que los de Informes Mundiales.
—¿Que Janet Walsh va a informar de los progresos en las Teorías del Todo? —Incluso para Informes Banales era surrealista. La idea de mandar a los miembros de la realeza británica para cubrir las hambrunas y a estrellas de culebrones para informar sobre las cumbres internacionales ni siquiera se le acercaba.
—Puede que «informar» no sea la palabra adecuada —dijo Lee con guasa.
—¿Puedo preguntarte una cosa? —dudé—. No he tenido la oportunidad de ver la reacción de las sectas ante el congreso. —Sísifo podía seleccionarme unas cuantas historias relevantes, pero yo quería un resumen que se limitara a lo esencial—. Supongo que no sabrás si se toman mucho interés.
—Han estado fletando vuelos directos desde todo el planeta durante toda la semana pasada —dijo Lee asombrada—. Si Walsh ha hecho el camino largo, justo en el último momento, es sólo para cubrir las apariencias a favor de su jefe, dar una imagen superficial de imparcialidad. Anarkia estará a rebosar de sus seguidores. ¡Janet Walsh! Eso hace que el viaje merezca la pena —añadió alegremente.
—Dijiste que no eras una… —Me sentía traicionado.
—No soy una seguidora —dijo frunciendo el ceño—, pero Janet Walsh es una de mis aficiones. Durante el día estudio a los racionalistas, por la noche a sus opuestos.
—Qué… maniquea.
Walsh compró el pañuelo y se alejó del puesto. No venía hacia nosotros directamente, pero volví el rostro para ocultárselo. Nos habíamos visto una vez, en un congreso de bioética en Zambia; no fue agradable. Me reí con torpeza.
—Así que ¿éstas son tus vacaciones de trabajo ideales?
—Y las tuyas también, por supuesto. —Lee parecía perpleja—. Seguro que estabas ansioso por encontrar algo más que unos aburridos seminarios para grabar. Ahora tendrás a Violet Mosala contra Janet Walsh. La física contra las sectas de la ignorancia. Puede que incluso revueltas callejeras: la anarquía llega por fin a Anarkia. ¿Qué más podrías pedir?
El avión (matriculado en Portugal) se dirigió hacia el Sudeste por el océano Índico, ya que no tenía autorización para entrar en el espacio aéreo de Australia, Indonesia y Papúa-Nueva Guinea. Las aguas de color azul grisáceo barridas por el viento tenían un aspecto amenazador, aunque el cielo estaba despejado. Habíamos circundado el continente australiano y no veríamos tierra hasta que llegáramos.
Estaba sentado detrás de dos polinesios de mediana edad vestidos con trajes de chaqueta y que no paraban de hablar en francés en voz muy alta. Por suerte, su dialecto me resultaba tan poco familiar que casi podía desconectar; no emitían nada que valiera la pena escuchar por los auriculares y sin sonido no servían como tapones para los oídos.
Sísifo podía conectarse a la red por medio de infrarrojos y el enlace por satélite del avión, así que consideré la posibilidad de bajarme los informes que no me había leído sobre la presencia de las sectas en Anarkia, pero no tardaría en llegar y anticiparme me pareció masoquista. Me obligué a concentrarme de nuevo en los Modelos de Todas las Topologías.
El concepto de los MTT era bastante sencillo de exponer: Se considera que el universo posee, en el nivel más profundo, una mezcla de todas las topologías matemáticamente posibles.
Incluso en las teorías cuánticas de la gravedad más antiguas, el «vacío» del espaciotiempo se veía como una masa llena de agujeros virtuales y otras distorsiones topológicas más exóticas, que entraba y salía de la existencia. La apariencia uniforme en magnitudes macroscópicas y escalas de tiempo humanas era sólo el promedio visible de un derroche de complejidad oculto. En parte, era como algo corriente: una lámina de plástico flexible no revelaba a simple vista nada sobre su microestructura, sus moléculas, sus átomos, sus electrones y sus quarks; pero el conocimiento de esos componentes permitía calcular propiedades físicas como, por ejemplo, los módulos de la elasticidad de la gran masa de la sustancia. El espaciotiempo no se componía de átomos, pero sus propiedades se entendían si se consideraba «construido» a partir de una jerarquía más intrincada de desviaciones de su aparente estado continuo y de curvatura suave. La gravedad cuántica había explicado por qué el espaciotiempo observable, sustentado por un número infinito de nudos y desviaciones invisibles, se comportaba como en presencia de masa (o energía), curvándose de la manera exacta necesaria para producir la fuerza gravitatoria.
Los teóricos de los MTT intentaban generalizar el resultado para explicar el (relativamente) uniforme «espacio total» de diez dimensiones de la Teoría del Campo Unificado —cuyas propiedades justificaban las cuatro fuerzas: fuerte, débil, gravitacional y electromagnética— como resultado final de un número infinito de estructuras geométricas elaboradas.
Nueve dimensiones espaciales (seis muy unidas) y una temporal eran lo que parecía ser el espacio total si no se examinaba a fondo. Sin embargo, cuando dos partículas subatómicas interaccionan siempre queda la posibilidad de que el espacio total que ocupan se comporte como parte de una hiperesfera de doce dimensiones, o un toro de trece dimensiones, o una figura en forma de ocho de catorce dimensiones o como cualquier otra cosa. De hecho, igual que un simple fotón podía viajar por dos caminos distintos a la vez, cualquier combinación de esas posibilidades podía tener lugar, «interfiriendo entre sí» para alcanzar el resultado final. Nueve dimensiones espaciales y una temporal no eran sino un resultado promedio.
Los teóricos de los MTT todavía no se habían puesto de acuerdo sobre dos cuestiones importantes:
¿Qué quería decir exactamente «todas» las topologías? ¿Qué grado de singularidad podían tener las posibilidades que contribuían al espacio total promedio? ¿Tenían que ser, simplemente, aquellas que se podían hacer deformando y anudando una lámina de dimensión n, o era lícito incluir estados similares a un puñado (posiblemente finito) de granos de arena diseminados, donde las nociones como «número de dimensiones» y «curvatura espaciotemporal» dejaban de existir?
Y ¿cómo se calculaba exactamente el efecto promedio de todas estas estructuras diferentes? ¿Cómo debería expresarse y resolverse el sumatorio sobre el número infinito de posibilidades llegado el momento de verificar la teoría, de hacer una predicción y calcular una cantidad física tangible que un experimento pudiese medir?
Hasta cierto punto, la respuesta obvia a ambas preguntas era: «Utiliza el método que dé los resultados correctos». Pero las opciones que lo conseguían no eran fáciles de encontrar y algunas olían a engaño. Las sumas infinitas eran notorias por ser irresolubles o demasiado arbitrarias. Anoté un ejemplo muy alejado de las ecuaciones tensoriales de los MTT, pero suficientemente bueno para ilustrar la cuestión:
Si S = 1 - 1 + 1 - 1 + 1 - 1 + 1 - …
Entonces S = (1 - 1) + (1 - 1) + (1 - 1) + …
= 0 + 0 + 0 …
= 0
Pero S = 1 + (-1 + 1) + (-1 + 1) + (-1 + 1)
= 1 + 0 + 0 + 0…
= 1
Era una paradoja matemática muy sencilla, y la solución era que esta secuencia infinita en concreto no tenía ninguna suma definitiva. Todos los matemáticos se quedarían completamente satisfechos ante este veredicto; conocerían las reglas para salvar los escollos, y los programas informáticos podrían evaluar incluso los casos más difíciles. Sin embargo, no era sorprendente que la gente se sintiera tentada si era la teoría de un físico formulada tras muchos esfuerzos la que daba como resultado ecuaciones ambiguas similares, y había que elegir entre el estricto rigor matemático y una teoría sin ningún poder de predicción, o bien una teoría que rebosaba resultados preciosos en perfecto acuerdo con todos los experimentos aunque trampeara de forma pragmática con las reglas. A fin de cuentas, casi todo lo que había hecho Newton para calcular las órbitas planetarias habría indignado a los matemáticos de la época.
El enfoque de Violet Mosala era polémico por un motivo distinto. Le concedieron el premio Nobel por demostrar con rigor varios teoremas claves de topología general que eliminaron escollos y aclararon diversas ambigüedades y que los físicos de los MTT adoptaron de inmediato como una caja de herramientas matemáticas estándar. Había contribuido más que nadie a asentar la materia sobre cimientos sólidos y proporcionarle los medios para progresar con cuidado y mesura. Incluso sus detractores acérrimos aceptaban que sus desarrollos matemáticos eran meticulosos e irreprochables.
El problema era que introducía demasiados datos sobre el mundo en sus ecuaciones.
La prueba definitiva para una Teoría del Todo era contestar preguntas como: ¿Cuál es la probabilidad de que un neutrino de diez gigaelectronvoltios disparado contra un protón estacionario produzca la dispersión de un quark down en un ángulo determinado? O incluso algo tan sencillo como cuál es la masa de un electrón. Mosala encabezaba todas esas preguntas con la condición: «Dado que sabemos que el espaciotiempo tiene aproximadamente cuatro dimensiones, el espacio total tiene aproximadamente diez dimensiones y el equipo que se utiliza para llevar a cabo el experimento se compone, aproximadamente, de lo siguiente…».
Sus partidarios decían que se limitaba a ponerlo todo en contexto. Ningún experimento se llevaba a cabo de forma aislada: la mecánica cuántica llevaba ciento veinte años insistiendo en ello. Pedir a una Teoría del Todo que predijera la posibilidad de observar un acontecimiento microscópico sin añadir la condición: «Hay un universo y contiene, entre otras cosas, equipo para detectar el suceso en cuestión», tendría tan poco sentido como preguntar: «Si se saca una canica de una bolsa ¿qué probabilidad hay de que sea verde?».
Sus detractores decían que utilizaba razonamientos circulares y que incorporaba los resultados que intentaba demostrar desde el principio. Los detalles que aportaba a sus cálculos incluían tanta información sobre la física conocida del equipo experimental que descubrían el pastel de manera indirecta pero inevitable.
Yo no era la persona más indicada para tomar partido por ningún bando, pero me daba la impresión de que los oponentes de Mosala eran unos hipócritas que utilizaban el mismo truco con un disfraz distinto: las alternativas que ofrecían postulaban un modelo cosmológico arbitrario. Afirmaban que «antes» del Big Bang y la creación del tiempo (o el suceso contiguo, para evitar la contradicción) no había nada más que un «preespacio» de simetría perfecta en el que todas las topologías tenían el mismo peso y el promedio de las cantidades físicas habituales era infinito. A veces, el preespacio se consideraba «infinitamente caliente»; se podía pensar en él como el caos perfectamente equilibrado en que se convertiría el espaciotiempo si se le administrara energía suficiente para que, literalmente, todo llegara a ser igual de posible. Todo y su opuesto; el resultado global era que no sucedía nada.
Pero alguna fluctuación local había perturbado el equilibrio de tal forma que dio origen al Big Bang. A partir de esa singularidad, nuestro universo irrumpió en la existencia. Cuando sucedió esto, lo «infinitamente caliente», la mezcla de topologías infinita e imparcial, se vio obligado a ser cada vez más parcial, porque ahora la temperatura y la energía significaban algo y, en un universo en expansión que se enfriaba, casi todas las viejas simetrías «calientes» serían tan inestables como el metal fundido vertido en un lago. Y cuando se enfriaron, las formas en las que se habían solidificado favorecieron topologías próximas a cierto espacio total de diez dimensiones, el que dio origen a partículas como los quarks y los electrones y a fuerzas como la gravitatoria y la electromagnética.
De acuerdo a este razonamiento, el único modo correcto de realizar el sumatorio sobre todas las topologías era incorporar el hecho de que nuestro universo emergió por casualidad del preespacio de una forma determinada. Los detalles de la ruptura de la simetría tenían que introducirse en las ecuaciones «a mano», porque no había ningún motivo por el que no hubieran podido ser completamente distintos. Y si no parecía que la física resultante de este accidente fuera propicia para la formación de estrellas, planetas y vida, era porque este universo era sólo uno más de los muchos que se habían materializado a partir del preespacio, cada uno con un conjunto diferente de partículas y fuerzas. Si se habían probado todos los conjuntos posibles, no resultaba sorprendente que por lo menos uno hubiera resultado favorable para la vida.
Se trataba del viejo principio antropológico, el apaño que había salvado mil cosmologías. Yo no tenía nada que objetar, ni siquiera aunque los otros universos estuvieran destinados a ser hipotéticos para siempre.
Pero los métodos de Violet Mosala no me parecían ni más ni menos circulares que los demás. Sus adversarios tenían que «ajustar» unos cuantos parámetros de las ecuaciones para tener en cuenta el universo particular que había creado «nuestro» Big Bang. Mosala y sus partidarios se limitaban a describir experimentos reales en el mundo real con tanto detalle que «introducían» en las ecuaciones exactamente lo mismo.
Me parecía que los dos grupos de físicos confesaban, a desgana, que no podían explicar cómo se creó el universo… sin mencionar el hecho de que ellos estaban en él y buscaban la explicación.
La cabina se quedó en silencio cuando entramos en la zona nocturna. A medida que los pasajeros se dormían, las pantallas se apagaban una tras otra. Todos habían hecho un largo viaje, cualquiera que fuera su procedencia. Miré cómo se oscurecían los bancos de nubes bajo nosotros, un crepúsculo violento, rápido, metálico y amoratado; luego me conecté a un mapa de ruta mientras nos dirigíamos al noreste, dejando Nueva Zelanda fuera del campo de visión. Pensé en las sondas espaciales lanzadas en órbitas hacia Venus usando Júpiter como trampolín gravitatorio. Era como si tuviéramos que dar un enorme rodeo para adquirir suficiente velocidad, como si Anarkia se moviera demasiado deprisa para poder alcanzarla de otro modo.
Una hora después, la isla apareció por fin ante nosotros como una pálida estrella de mar varada. Seis brazos descendían suavemente de una planicie central. A sus lados, la roca gris daba paso a bancos de coral que perdían consistencia, pasando de una masa de afloramientos sólidos a una presencia con aspecto de encaje que apenas rompía la superficie del agua. Un resplandor azul pálido bioluminiscente perfilaba los bordes intrincados del arrecife, rodeado por una sucesión de otros tonos: las líneas de profundidad con códigos cromáticos de una carta de navegación viva. Una pequeña nube intermitente de luciérnagas naranja se agrupaba cerca de las axilas de la estrella de mar; no sabía si se trataba de barcos anclados en la bahía o de algo más exótico.
En tierra, unas cuantas luces diseminadas insinuaban el trazado ordenado de una ciudad. Me invadió una momentánea sensación de intranquilidad. Anarkia era tan bella como cualquier atolón y tan espectacular como un transatlántico… sin ninguna de las cualidades tranquilizadoras de ninguno de ellos. ¿Cómo podía estar seguro de que aquel extraño artefacto no se hundiría en el mar? Estaba acostumbrado a permanecer sobre roca firme de mil millones de años de antigüedad o montarme en máquinas de una modesta escala humana. Durante mi existencia, esta isla no había sido nada más que una nube de minerales a la deriva en el Pacífico, y desde la posición en la que estaba no me parecía una idea descabellada que el océano emergiera a través de mil poros y canales invisibles para disolverla y engullirla en cualquier momento.
Sin embargo, a medida que descendíamos, la tierra se extendió a nuestro alrededor. Se veían las calles y edificios, y mi inseguridad se desvaneció. Un millón de personas había convertido aquello en su hogar, apostando su vida a su solidez. Si era humanamente posible mantener aquel espejismo a flote, no tenía nada que temer.