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Dos semanas antes de la fecha prevista para el comienzo del congreso del Centenario de Einstein firmé un contrato con SeeNet para Violet Mosala: defensora de la simetría. Mientras garabateaba mi nombre en el documento digital con el lápiz electrónico de la agenda, intentaba convencerme de que me habían dado el trabajo porque lo haría bien, no simplemente porque había abusado de mi posición para pedir un favor. Sin duda, a Sarah Knight le faltaba experiencia, tenía cinco años menos que yo y había dedicado su carrera principalmente al periodismo político. Confesar que era una fan de Mosala incluso podía haberla perjudicado; nadie de SeeNet quería una efusiva hagiografía. Pero a pesar de toda la profesionalidad que alegué, sólo había podido echar un vistazo al resumen de Sísifo y seguía sin tener una idea exacta de lo que estaba aceptando.

Lo cierto era que no me importaban los detalles; lo único que contaba era dejar atrás ADN basura y huir tan lejos como pudiera de Angustia. Después de doce meses sumergido en los peores excesos de la biotecnología, el mundo prístino de la física teórica relucía en mi mente como un paraíso matemático anestesiado, donde todo era frío, abstracto y gloriosamente intrascendente…, una imagen que se fundía a la perfección con el copo de coral blanco de Anarkia, que se extendía por el Pacífico azul como una estrella fractal perfecta. Una parte de mí entendía demasiado bien que si me tomaba a pecho esos preciosos espejismos acabaría decepcionado, e incluso me esforcé por imaginarme las maneras más desagradables en las que me devolverían a la realidad. Podía contraer una variedad de neumonía o de malaria resistente a múltiples medicamentos, cepas a las que los nativos eran inmunes. Por culpa del bloqueo no dispondría de las farmacias avanzadas que analizaban los organismos patógenos y diseñaban una cura en el acto, y estaría demasiado débil para coger un vuelo de vuelta a la civilización. No era una hipótesis descabellada; el bloqueo había matado a cientos de personas a lo largo de los años.

Aun así, cualquier cosa sería mejor que encontrarme cara a cara con una víctima de Angustia.

Dejé un mensaje para Violet Mosala. Supuse que todavía estaba en su casa de Ciudad del Cabo, aunque el programa que contestaba su teléfono no daba ningún detalle. Me presenté, le agradecí su generosidad por concedernos parte de su tiempo para el proyecto y solté un montón de clichés de cortesía. No dije nada que la animara a devolverme la llamada; sabía que en una conversación en tiempo real no tardaría mucho en revelar mi ignorancia total sobre su vida y obra. Neumonía, malaria…, ponerme en ridículo. No me importaba. Sólo podía pensar en escapar.

Me mentalicé para obligarme a revivir la reanimación de Daniel Cavolini, pero debería haber sabido desde el principio que era absurdo. El proceso de montaje nunca era una recreación del pasado; recordaba más a una autopsia. Trabajé en la secuencia con frialdad, y a medida que le daba forma, la tarea de imaginarme la reacción de un espectador que la viera por primera vez se convirtió más en una cuestión de cálculo e instinto que en algo relacionado con lo que sentí durante el suceso. Incluso la versión final, superficialmente fluida e inmediata, me parecía una reanimación post mortem de una reanimación post mortem. Había sucedido, y se había acabado; la fugaz ilusión de vida que creó la tecnología daba igual, y era tan incapaz de salir de la pantalla y caminar por la calle como cualquier otro cadáver inquieto.

Luke, el hermano de Daniel, fue acusado de asesinato y declarado culpable. Me conecté al sistema de los archivos del juzgado y eché una ojeada a la grabación de las tres vistas que se habían hecho hasta el momento. El juez había solicitado un informe psiquiátrico en el que se concluía que Luke Cavolini padecía ataques esporádicos de «ira injustificada» que no lo distanciaban lo suficiente de la realidad para declararlo enfermo mental y administrarle un tratamiento contra su voluntad. Estaba capacitado y era culpable, y entendía perfectamente lo que había hecho, incluso tenía un «motivo»: una discusión la noche anterior por una cazadora que le había cogido a Daniel. Acabaría en una cárcel normal, por lo menos durante quince años.

La grabación del juicio era de dominio público, pero no tenía tiempo para utilizarla en la versión que se emitiría. Así que redacté un breve epílogo para el reportaje de la reanimación ciñéndome estrictamente a los hechos: los cargos presentados y la declaración de culpabilidad. No mencioné el informe psiquiátrico; no quería enredar las cosas. La consola leyó las palabras sobre una imagen congelada de Daniel Cavolini gritando.

—Fundido a negro —dije—. Pasa los rótulos.

Eran las cuatro y siete minutos de la tarde del martes veintitrés de marzo.

Había terminado ADN basura.

Dejé una nota en la entrada para Gina y fui andando hasta Epping a vacunarme para el viaje que se avecinaba. Los científicos de Anarkia publicaban «informes del tiempo» locales, meteorológicos y epidemiológicos en la red, y a pesar de los demás extraños actos de ostracismo político, los organismos pertinentes de la ONU trataban estos datos como si procedieran de un estado miembro consagrado. Resultó que no se registraban brotes de neumonía ni malaria, pero había estallidos recientes de varias cepas nuevas de adenovirus. Ninguna era mortal, pero todas podían debilitarme y arruinar mi estancia. Alice Tomasz, mi médico de cabecera, descargó secuencias de péptidos que mimetizaban las proteínas virales de superficie adecuadas, sintetizaban su ARN y ensamblaban los fragmentos creando un adenovirus inocuo a medida. Todo el proceso duró unos diez minutos.

—Me gustó Escrutinio excesivo de la identidad sexual —dijo Alice mientras yo inhalaba la vacuna viva.

—Gracias.

—Aunque lo del final, lo de Elaine Ho sobre el género y la evolución, ¿de verdad te lo crees?

Ho afirmaba que los humanos se habían pasado los últimos millones de años invirtiendo el dimorfismo sexual y las diferencias de comportamiento de los antiguos mamíferos. De forma gradual habíamos desarrollado anomalías bioquímicas que interferían activamente en los antiguos programas genéticos de las vías neuronales específicas de cada sexo. Los esquemas independientes todavía eran hereditarios, pero el efecto de las hormonas sobre el útero impedía que se desarrollaran por completo: en esencia, «masculinizaban» el cerebro de los embriones femeninos y «feminizaban» el cerebro de los masculinos. (La homosexualidad era el resultado que se obtenía cuando el proceso sobrepasaba, muy ligeramente, el límite normal.) A largo plazo, incluso si adoptábamos una postura edenita y renunciábamos a la ingeniería genética, los sexos seguirían convergiendo. Alteráramos o no la naturaleza, la naturaleza se alteraba a sí misma.

—Me pareció una buena manera de acabar el programa. Y todo lo que decía era cierto, ¿no?

—¿En qué estás trabajando ahora? —preguntó Alice sin comprometerse.

No me apetecía confesar que era el autor de ADN basura, pero también me asustaba mencionar a Violet Mosala por si resultaba que mi doctora sabía más sobre la TOE en la que trabajaba Mosala que yo. No era un temor infundado; daba asco lo mucho que sabía Alice sobre cualquier tema.

—En nada, en realidad. Estoy de vacaciones.

—Me alegro por ti. Pero no te relajes demasiado —dijo mientras volvía a mirar mi expediente en la pantalla del escritorio que incluía los datos de mi farmacia.

Me sentí como un idiota al que han pillado mintiendo descaradamente, pero al salir de la consulta dejó de importarme. La sombra de las hojas moteaba la calle y la brisa del sur era suave y fresca. Había terminado ADN basura y me sentía aliviado, como si sufriera una enfermedad que creía mortal y acabaran de anunciarme que tenía curación. Epping era una tranquila zona residencial de las afueras: un médico, un dentista, un pequeño supermercado, una floristería, una peluquería y un par de restaurantes (no experimentales). Sin Ruinas; demolieron la zona comercial quince años atrás y destinaron el terreno a bosques manipulados. Sin vallas publicitarias (aunque las camisetas con anuncios casi compensaban la pérdida). Las pocas tardes de domingo en que no teníamos nada que hacer, Gina y yo veníamos paseando hasta aquí sin ningún motivo especial y nos sentábamos junto a la fuente. Cuando volviera de Anarkia, con ocho meses enteros para montar lo de Violet Mosala, disfrutaríamos de más días así de los que habíamos disfrutado en mucho tiempo.

Cuando abrí la puerta de la entrada, Gina estaba de pie en el recibidor, como si me estuviera esperando. Parecía nerviosa. Preocupada.

—¿Qué pasa? —le pregunté, acercándome a ella.

—Andrew, sé que ningún momento es bueno, pero he esperado… —dijo apartándose y levantando los brazos, casi como si se defendiera de un atacante.

Al final del recibidor había tres maletas.

El mundo se alejó de mí. Todo lo que estaba a mi alrededor dio un paso atrás.

—¿Qué sucede? —le pregunté.

—No te enfades.

—No estoy enfadado. —Era cierto—. Pero no entiendo nada.

—Te he dado todas las oportunidades posibles de arreglar las cosas —dijo Gina—. Y tú has seguido igual, como si nada hubiera cambiado.

Algo raro le pasaba a mi sentido del equilibrio; sentía como si oscilara violentamente, aunque sabía que estaba totalmente quieto. Gina tenía un aspecto triste y le tendí los brazos como si pudiera consolarla.

—¿No podías decirme que algo iba mal? —pregunté.

—¿Era necesario? ¿Estás ciego?

—Puede que sí.

—No eres un niño, ¿verdad? No eres estúpido.

—Sinceramente, no sé qué debería haber hecho.

—No, claro que no —dijo riéndose con amargura—. Sólo empezaste a tratarme como una especie de… obligación ardua. ¿Por qué ibas a pensar que había algo de malo en eso?

—Que empecé a tratarte… ¿Cuándo? —dije—. ¿Te refieres a las tres últimas semanas? Sabías lo del montaje. Creía que…

—No estoy hablando de tu trabajo de mierda —gritó Gina. Quería sentarme en el suelo, encontrar algo de estabilidad, orientarme, pero temía que interpretara mal la acción—. Por favor, no te quedes ahí cortándome el paso —añadió con frialdad—. Me estás poniendo nerviosa.

—¿Qué crees que voy a hacer? ¿Cogerte prisionera? —No me contestó. Pasé por su lado y entré en la cocina. Se giró y se quedó en la puerta de cara a mí. No tenía ni idea de qué decirle. No sabía por dónde empezar—. Te quiero —añadí.

—Te lo advierto, no empieces.

—Si la he cagado, déjame intentar arreglarlo. Me esforzaré más.

—Eso es lo peor de todo. El esfuerzo es jodidamente obvio.

—Siempre pensé que… —La miré a los ojos. Oscuros, expresivos, de una belleza imposible. Incluso en aquel momento, su sola visión se abrió camino a través de todo lo que pensaba y sentía, y me convirtió en parte en un niño indefenso, encaprichado. Pero todavía estaba concentrado; siempre lo estaba, siempre prestaba atención. ¿Cómo había llegado a esto? ¿Qué señales había pasado por alto? ¿Cuándo? ¿Cómo? Quería exigirle fechas, horas y lugares.

—Es demasiado tarde para cambiar nada —dijo Gina apartando la mirada—. He encontrado a otro. Llevo tres meses saliendo con él. Si ni siquiera lo sabías, ¿qué clase de mensaje necesitabas? ¿Tenía que traerlo a casa y tirármelo delante de ti?

—No me importa lo que hayas hecho —dije lentamente con los ojos cerrados; no quería oír aquello: sólo era ruido que complicaba aún más las cosas—. Todavía podemos…

—¡A mí sí me importa! —dijo a gritos avanzando hacia mí—. ¡Egoísta imbécil! ¡Me importa! —Las lágrimas le resbalaban por el rostro. Por encima de todo me esforzaba en comprender, ansiaba abrazarla, seguía sin poder creer que yo era la causa de todo su dolor—. ¿No ves cómo eres? —añadió con desdén—. ¡Soy yo la que acaba de decirte que me he tirado a otro a tus espaldas! ¡Soy yo la que se larga! Y aun así, me duele mil veces más de lo que te dolerá a ti cualquier cosa en la vida.

Debería haber pensado lo que hice a continuación, haberlo planeado, pero no recuerdo haber ido al fregadero en busca de un cuchillo, no recuerdo haberme abierto la camisa. Me encontré de pie en la puerta de la cocina, haciéndome cortes de un lado al otro del estómago con la punta de la hoja.

—Siempre quisiste cicatrices —dije con calma sin detenerme—. Aquí tienes unas cuantas.

Gina se abalanzó sobre mí y me tiró al suelo. Empujé el cuchillo lejos, debajo de la mesa. Antes de que pudiera levantarme, se sentó sobre mi pecho y empezó a darme bofetadas y puñetazos.

—¿Crees que eso duele? —me gritó—. ¿Crees que es lo mismo? Ni siquiera sabes cuál es la diferencia, ¿verdad? ¿Verdad?

Me quedé tumbado en el suelo sin mirarla mientras me aporreaba la cara y los hombros. No sentía nada; sólo esperaba a que todo terminara, pero cuando se levantó dispuesta a marcharse, lloriqueando mientras se tambaleaba por la cocina, de repente me entraron ganas de hacerle mucho daño.

—¿Qué esperabas? —dije tranquilo—. No puedo llorar cuando toca, como tú. Mi nivel de prolactina no está por la labor.

Oí cómo arrastraba las maletas por la entrada. Me imaginé que la seguía hasta la calle y me ofrecía a llevarle algo, que le montaba una escena. Pero mi deseo de venganza se había desvanecido. La quería, deseaba que volviera… y seguro que todo lo que se me ocurriese para intentar demostrárselo le dolería, seguro que empeoraría las cosas.

Cerró la puerta de la casa de un portazo.

Me acurruqué en el suelo. Sangraba aparatosamente; intentaba soportar tanto el hedor metálico y la irremediable sensación de incontinencia como el propio dolor, pero sabía que los cortes no eran profundos. No me habría cortado una arteria llevado por los celos y la ira: en todo momento sabía perfectamente lo que hacía.

¿Debía avergonzarme por eso? ¿Avergonzarme de no haber roto los muebles, no haberme destripado ni haber intentado matarla? Todavía me dolía el desprecio de Gina, y si antes nunca sabía lo que pensaba, cuando me tiró al suelo comprendí una cosa: como no me había dejado llevar por mis emociones, como no había perdido el control…, a sus ojos era algo menos que humano.

Envolví las heridas superficiales con una toalla y le dije a la farmacia lo que había pasado. Zumbó unos cuantos minutos y exudó una pasta de antibióticos, coagulantes y un adhesivo parecido al colágeno. Se secó sobre mi piel quedando como un vendaje ajustado.

La farmacia no tenía ojos, pero me planté al lado del teléfono y le enseñé nuestra obra.

—Evita los movimientos abdominales bruscos. E intenta no reírte demasiado —dijo.