Tenía entendido que Londres se vio muy afectada por la llegada de la red, pero tenía menos de ciudad fantasma que Sydney. Las Ruinas eran más extensas, pero se explotaron con mucha más diligencia, incluyendo las últimas torres de cristal y aluminio que se construyeron para los banqueros y agentes de bolsa en el cambio de milenio. Las últimas imprentas de «tecnología avanzada» que «revolucionaron» la edición de periódicos (antes de que quedaran totalmente obsoletos) se calificaron de históricas y el sector turístico se hizo cargo de ellas.
A pesar de todo, no tuve tiempo de visitar las silenciosas tumbas de Bishopsgate y Wapping. Fui con un vuelo directo a Manchester, una ciudad que parecía prosperar. Según el resumen que me había hecho Sísifo, el equilibrio entre los precios inmobiliarios y el de las infraestructuras favoreció a la ciudad en los años veinte, y miles de empresas del sector de la información, con una gran plantilla de teletrabajadores, pero que también necesitaban una pequeña oficina central, se trasladaron allí desde el sur. Este resurgimiento industrial reforzó el sector académico, y la Universidad de Manchester mantenía un liderazgo mundial reconocido al menos en una docena de materias que incluían la neurolingüística, la química neoproteica y las técnicas avanzadas de visualización.
Volví a pasar lo que había grabado en el centro de la ciudad, lleno de peatones, bicicletas y quads, y elegí unas tomas como referencia. Había alquilado una bicicleta, yo solo, en uno de los almacenes automatizados que había a la salida de la estación Victoria; diez euros y era mía durante un día. Era un modelo Whirlwind reciente, una máquina preciosa: ligera, elegante y casi indestructible, fabricada en la cercana Sheffield. Podía comportarse como una bici de pedales si se quería (una opción que se añadía fácilmente y que alegraba a los puristas masocas), pero no había ninguna conexión mecánica entre los pedales y las ruedas; en esencia, era una bici eléctrica propulsada por energía humana. Bobinas de superconductores ocultas en el chasis almacenaban energía a corto plazo para suavizar la aportación del ciclista y aprovechar al máximo la energía de frenado. Ir a cuarenta kilómetros por hora no requería más esfuerzo que andar a paso ligero y las cuestas apenas tenían importancia; el ascenso y el descenso casi se contrarrestaban mutuamente, entre la energía perdida y la ganada. Debía de valer unos dos mil euros, pero el sistema de navegación, los faros y los candados eran casi a prueba de manipulación: para robarla habría necesitado una pequeña fábrica y un doctorado en criptología.
Los tranvías llegaban casi a cualquier sitio de la ciudad, pero el carril bici cubierto también, así que había ido en la Whirlwind a la cita de la tarde.
James Rourke era el directivo a cargo de las relaciones con la prensa de la asociación Autistas Voluntarios. Era un masc delgado y anguloso de treinta y pocos años, y en persona me dio la impresión de estar muy incómodo; mantenía poco contacto visual y no evidenciaba ningún tipo de lenguaje corporal. Se expresaba con soltura, pero distaba de ser telegénico.
Sin embargo, al verlo en la pantalla de la consola me di cuenta de lo equivocado que había estado. Ned Landers había puesto en escena una actuación deslumbrante, tan pulida y perfecta que no dejaba lugar para preguntarse qué había bajo la superficie. Pero lo de Rourke no era ninguna actuación, y el efecto resultaba a la vez hipnótico e inquietante. Ver aquel reportaje justo después de los portavoces de Biosistemas Delphic, elegantes y seguros de sí mismos (dentadura y piel a cargo de Masarini de Florencia; sinceridad de Condicionamiento Operativo), sería como despertarse de un sueño de una patada en la cabeza.
Tendría que atenuarlo como fuera.
Yo tenía un primo autista total, Nathan. Sólo lo había visto una vez, cuando éramos niños. Era uno de los pocos afortunados que no padecían ninguna otra lesión cerebral congénita, y en aquella época todavía vivía con sus padres en Adelaide. Me enseñó su ordenador, y mientras describía todas sus características de forma exhaustiva no sonaba muy distinto de cualquier otro niño entusiasta de trece años apasionado por la técnica con un juguete nuevo. Pero después empezó a enseñarme sus programas favoritos: solitarios aburridos, juegos de memoria raros y rompecabezas geométricos; me parecieron arduas pruebas de inteligencia en lugar de juegos. No prestó ninguna atención a mis comentarios sarcásticos. Me quedé allí, insultándolo cada vez con más saña, y él se limitó a mirar la pantalla y sonreír, no tolerante sino ajeno.
Me había pasado tres horas entrevistando a Rourke en su pequeño apartamento; AV no tenía oficina central en Manchester ni en ningún otro lugar. Contaba con miembros en cuarenta y siete países, casi mil personas en el mundo, pero sólo Rourke accedió a hablar conmigo y únicamente porque ése era su trabajo.
Por supuesto, no era autista total. Pero me enseñó la imagen de su escáner cerebral.
Volví a pasar la grabación sin montar.
—¿Ve esta pequeña lesión en el lóbulo frontal izquierdo? —El puntero señaló un espacio negro diminuto, un minúsculo vacío en la materia gris—. Ahora compárelo con la misma región de un individuo de veintinueve años autista total. —Otro espacio negro, tres o cuatro veces mayor—. Y aquí tiene un sujeto no autista de la misma edad y sexo. —Ninguna lesión—. La patología no es siempre tan obvia; la estructura puede sufrir malformaciones en lugar de no estar presente, pero estos ejemplos demuestran que existe una base física precisa para nuestras peticiones.
La toma pasaba en ángulo de la agenda a su cara. Testigo creó una suave transición desde un punto fijo de cámara a otro, además de suavizar los movimientos rápidos y bruscos de los globos oculares que recorrían la escena una y otra vez incluso cuando se fijaba la mirada de forma subjetiva.
—Nadie le negará que tiene lesiones en la misma zona del cerebro —dije—. Pero ¿por qué no agradecer que sean lesiones leves y dejarlo estar? ¿Por qué no considerarse afortunado por poder funcionar en sociedad y seguir con su vida?
—Ésa es una pregunta complicada. Para empezar, depende de lo que se entienda por «funcionar».
—Puede vivir sin estar internado en una institución. Desempeñar trabajos especializados. —La ocupación principal de Rourke era la de ayudante de investigación de un lingüista de la universidad: no se trataba exactamente de un empleo para minusválidos.
—Desde luego —dijo—. Si no pudiéramos nos clasificarían como autistas totales. Ése es el criterio que define el autismo parcial: podemos sobrevivir en la sociedad normal. Nuestras deficiencias no son abrumadoras y normalmente somos capaces de fingir para compensar gran parte de nuestras carencias. A veces, incluso podemos convencernos a nosotros mismos de que nada va mal. Durante un tiempo.
—¿Durante un tiempo? Tienen trabajo, dinero, independencia. ¿Qué más hace falta para funcionar?
—Relaciones interpersonales.
—¿Se refiere a relaciones sexuales?
—No necesariamente, pero son las más complicadas. Y las más… reveladoras. —Pulsó una tecla de su agenda y apareció un complejo mapa neuronal—. Todas las personas, o casi todas, intentan de manera instintiva entender a los otros seres humanos. Adivinar lo que piensan. Prever sus acciones. Conocerlos. Las personas crean en el cerebro modelos simbólicos de los demás. Estos modelos actúan como representaciones coherentes, relacionando toda la información que se puede observar en realidad: habla, gestos, acciones pasadas. —Mientras hablaba, el mapa neuronal se disolvió, y se formó en su lugar un diagrama funcional del modelo de una «tercera persona»: una elaborada red de bloques etiquetados con rasgos objetivos y subjetivos—. También contribuyen a hacer suposiciones fundamentadas sobre los aspectos que no se pueden saber de manera directa: motivos, intenciones, emociones.
»Esto sucede con muy poco o ningún esfuerzo consciente por parte de casi todas las personas, que tienen una habilidad innata para crear modelos de otros individuos. Se perfecciona con el uso durante la infancia y un aislamiento absoluto paralizaría su desarrollo, del mismo modo que la oscuridad total inutilizaría los órganos visuales. La educación no tiene relevancia cuando hay una carencia de tal magnitud. Las únicas causas del autismo son las lesiones cerebrales congénitas o, más adelante, los daños físicos adquiridos en el cerebro. Hay factores de riesgo genéticos que implican una propensión a las infecciones virales en el útero, pero el autismo en sí no es una simple enfermedad hereditaria.
Ya había grabado a un experto de bata blanca que decía casi lo mismo, pero el conocimiento detallado de los miembros de AV de su condición era una parte crucial de la historia, y la explicación de Rourke era más clara que la del neurólogo.
—La estructura del cerebro afectada ocupa una pequeña región del lóbulo frontal izquierdo. Los detalles específicos que describen a los otros individuos están repartidos por todo el cerebro, como cualquier recuerdo, pero esta estructura es el único lugar en el que estos detalles se integran de forma automática y se interpretan. Si está dañada, las acciones de otras personas se pueden percibir y recordar, pero pierden cualquier relevancia especial. No generan las mismas asociaciones obvias y no tienen el mismo sentido inmediato. —Volvió a aparecer el mapa neuronal, esta vez con una lesión. De nuevo se transformó en un diagrama funcional, ahora claramente trastocado y cubierto por docenas de líneas rojas discontinuas que mostraban las conexiones perdidas—. Probablemente, la estructura en cuestión empezó a evolucionar hacia su forma humana actual en los primates, aunque tenía precursores en los mamíferos anteriores. En el año dos mil catorce, un neurólogo llamado Lamont identificó y estudió esta estructura en los chimpancés por primera vez. Unos años después se trazó el mapa de la versión humana.
»Puede que el primer papel crucial que desempeñó el área de Lamont fuera posibilitar el engaño, aprender a ocultar las verdaderas intenciones mediante el entendimiento de la percepción ajena. Si sabes aparentar que eres servil o cooperativo, con independencia de lo que tengas en mente, tienes más oportunidades de robar comida o echar un polvo rápido con la pareja de otro. Pero entonces, la selección natural subió la apuesta y favoreció a quienes podían ver qué había tras la treta. Una vez inventada la mentira no podía haber vuelta atrás; el desarrollo fue a más.
—Así que los autistas totales no pueden mentir ni distinguir si alguien miente —dije—. Pero ¿y los autistas parciales?
—Algunos pueden y otros no. Depende del tipo de lesión. No somos todos idénticos.
—De acuerdo, pero ¿qué hay de las relaciones?
—La creación correcta de modelos de otras personas puede favorecer la cooperación tanto como el engaño. —Rourke apartó la vista, como si el tema le provocara un dolor insoportable, pero continuó sin dudar; parecía un orador profesional que pronuncia con fluidez un discurso conocido—. La empatía puede mejorar la cohesión social en muchos aspectos. Pero a medida que los primeros humanos desarrollaron un mayor grado de monogamia, al menos en comparación con sus antepasados inmediatos, los procesos mentales implicados en el emparejamiento se complicaron. La empatía por nuestra pareja reproductora alcanzó una condición especial: su vida podía ser, en determinadas circunstancias, tan crucial para la transmisión de los genes como la propia.
»Desde luego, casi todos los animales protegen de manera instintiva a sus crías y parejas, incluso en su detrimento; el altruismo es una estrategia de comportamiento antigua. Pero ¿cómo se puede compatibilizar el altruismo instintivo con la conciencia humana de la propia identidad? Cuando emergió el ego, un sentido creciente del «yo» detrás de cada acción, ¿cómo se evitó que ensombreciera todo lo demás?
»La respuesta es que la evolución inventó la intimidad. La intimidad nos permite atribuir algunas o todas las cualidades determinantes asociadas con el ego, el modelo del yo, a modelos de otras personas. Y no sólo lo posibilita, sino que lo hace placentero. Un placer reforzado por el sexo, pero que no está restringido al acto en sí. A diferencia del orgasmo. Y entre los humanos, ni siquiera está restringido a las parejas sexuales. La intimidad es la creencia, recompensada por el cerebro, de que se conoce a los seres queridos casi de la misma forma que a uno mismo.
La palabra «queridos» me sorprendió mucho en medio de toda esa sociobiología. Pero la utilizó sin el más leve indicio de ironía o afectación, como si fundiera a la perfección los vocabularios de la emoción y la evolución en un solo lenguaje.
—¿Incluso el autismo parcial imposibilita la intimidad al no poder crear un modelo de otra persona suficientemente correcto para conocerla en realidad? —pregunté.
—Como he dicho antes, no somos todos idénticos. —Rourke no creía en las respuestas sencillas—. A veces los modelos son bastante precisos, tanto como los de cualquiera, pero no se recompensan: se han perdido las partes del área de Lamont que hacen que casi todas las personas se sientan bien con la intimidad y la busquen activamente. A los que les ocurre esto se los considera fríos, distantes. Y a veces sucede lo contrario: buscan la intimidad, pero sus modelos son tan insuficientes que no pueden aspirar a encontrarla. Pueden faltarles las aptitudes sociales necesarias para establecer relaciones sexuales duraderas, e incluso si son lo bastante inteligentes y cuentan con suficientes recursos para sortear los problemas sociales, el cerebro puede juzgar que el modelo es defectuoso y negarse a recompensarlo. Así que el impulso nunca se satisface, porque físicamente resulta imposible.
—Las relaciones sexuales son difíciles para todos —dije—. Se ha llegado a decir que ustedes simplemente se han inventado un síndrome neurológico que les permite eludir la responsabilidad de enfrentarse a los problemas como cualquiera hace a diario.
—¿Y deberíamos sobreponernos e intentarlo con más ganas? —dijo Rourke mirando fijamente al suelo y sonriendo con indulgencia.
—Eso o permitir que les hagan un injerto para curar la lesión.
Se podía extraer una pequeña cantidad de neuronas y células gliales del cerebro sin causar daños, retrotraerlas a un estado embrionario, multiplicarlas en un tejido de cultivo y volverlas a introducir en la zona dañada. Se mantenían artificialmente los niveles hormonales que marcan el estado embrionario para engañar a las células, hacerles creer que estaban en un cerebro en desarrollo y guiarlas en un nuevo intento de crear las conexiones sinápticas necesarias. El porcentaje de éxitos era insignificante para los autistas totales, pero para los enfermos con lesiones relativamente leves se acercaba al cuarenta por ciento.
—Los Autistas Voluntarios no nos oponemos a esa opción. Lo único que pedimos es la legalización de la alternativa.
—¿El aumento de la lesión?
—Sí. Hasta incluir la extirpación del área de Lamont.
—¿Por qué?
—Esta pregunta también es complicada. Cada uno tiene sus motivos. Para empezar, diría que se trata de una cuestión de principios. Deberíamos disponer del mayor número posible de opciones. Como los transexuales.
Era una referencia a otro tipo de neurocirugía que fue muy polémico en su momento: la RNG o «reasignación neuronal de género». Hacía casi un siglo que las personas que nacían con un desequilibrio entre el género neuronal y el físico podían operarse el cuerpo, cada vez con más precisión. En los años veinte apareció otra opción: cambiar el género del cerebro, alterar el mapa neuronal integrado de la imagen corporal para que coincidiera con el cuerpo real. Muchas personas, incluso muchos transexuales, hicieron una apasionada campaña en contra de legalizar la RNG; temían coacciones y la operación de bebés. Sin embargo, en los años cuarenta ya era aceptada en general como una opción legítima, que escogía libremente alrededor del veinte por ciento de los transexuales.
Entrevisté a personas que se habían hecho todo tipo de operaciones de reasignación para Escrutinio excesivo de la identidad sexual. Un masc neuronal de nacimiento con cuerpo de fem proclamó en estado de éxtasis, después de que le operaran el cuerpo y lo convirtieran en masc: «¡Lo conseguí! ¡Soy libre, estoy en casa!». Y otro en las mismas circunstancias que optó por la RNG miró su cara sin cambios en un espejo y dijo: «Es como si despertara de un sueño, una alucinación. Al fin puedo verme como soy en realidad». A juzgar por la respuesta de las pruebas de audiencia de Escrutinio, la analogía suscitaría una enorme simpatía… si permanecía en la versión final.
—El objetivo de cualquier operación de migración sexual consiste en convertirse en un masc o una fem sano —dije—. No tiene nada que ver con volverse autista.
—Pero también sufrimos un desajuste como los transexuales —replicó Rourke—. No entre el cuerpo y el cerebro, pero sí entre el deseo de intimidad y la incapacidad de conseguirla. Nadie, excepto unos cuantos fundamentalistas religiosos, tendría la crueldad de decirle a un transexual que ha de aprender a vivir con lo que es y que esa intervención quirúrgica supondría una perversa autocomplacencia.
—Pero nadie les impide elegir la cirugía. Los injertos son legales y seguro que el porcentaje de éxitos mejora.
—Y, como he dicho, AV no se opone. Para algunas personas es la elección correcta.
—¿Cómo podría ser la incorrecta?
Rourke dudó. Sin duda se había preparado de antemano y había ensayado todo lo que quería decir, pero éste era el quid de la cuestión. Sus esperanzas de ganar el apoyo del público para su causa se basaban en que comprendiera por qué no quería que lo curaran.
—Muchos autistas totales padecen daños cerebrales adicionales y diversos grados de retraso mental —dijo con cuidado—. En general, en nuestro caso no es así. Sea cual sea el daño en el área de Lamont, la mayoría somos suficientemente inteligentes para entender nuestra condición. Sabemos que los no autistas pueden creer que han conseguido la intimidad. Pero en AV hemos decidido que nos iría mejor sin ese talento.
—¿Por qué mejor?
—Porque es un talento de autoengaño.
—Si el autismo implica la imposibilidad de comprender a los demás —dije— y la cura de la lesión les garantizara que esa pérdida…
—Pero ¿cuánto es comprensión y cuánto una vana ilusión de comprensión? —interrumpió Rourke—. ¿Es la intimidad una forma de conocimiento o sólo una falsa creencia reconfortante? A la evolución no le interesa si percibimos la verdad, excepto en el sentido más práctico. Y puede haber falsedades igual de prácticas. Si el cerebro necesita dotarnos de un sentido exagerado de nuestra capacidad de conocer a los demás para que el emparejamiento resulte compatible con la conciencia de la propia identidad, mentirá sin reparos tanto como sea necesario para que su estrategia tenga éxito.
Me había quedado callado, sin saber qué responder. Viendo a Rourke en pantalla mientras esperaba a que yo continuara, parecía tan cohibido y tímido como siempre, pero había algo en su expresión que me dejó helado. Creía sinceramente que su condición le otorgaba una sagacidad que no compartía ninguna persona normal, y aunque no le diéramos exactamente lástima con nuestra capacidad integrada de plácido autoengaño, no podía evitar considerarse dotado de una visión más amplia, más clara.
—El autismo es… una enfermedad trágica, una discapacidad —dije titubeando—. ¿Cómo puede… idealizarla en… un simple estilo de vida alternativo?
—No hago eso en absoluto —dijo Rourke con cortesía, pero desdeñoso—. He conocido a más de cien autistas totales y a sus familias. Sé cuánto sufren. Si mañana pudiera erradicar esa condición, lo haría.
»Pero tenemos nuestras propias historias, nuestros problemas y nuestras aspiraciones. No somos autistas totales; la extirpación del área de Lamont en la madurez no nos dejará en el mismo estado que a alguien que haya nacido así. Casi todos hemos aprendido a compensar la carencia creando modelos de los demás de manera consciente, explícita. Supone un esfuerzo mucho mayor que el que requiere la habilidad innata, pero aunque perdamos lo poco que tenemos no nos quedaremos desamparados. Ni seremos egoístas, despiadados o incapaces de identificarnos con los demás, o cualquiera de las otras cosas que le gusta decir a la prensa amarilla. Y que nos concedan la cirugía que pedimos no implica que perdamos nuestros empleos ni mucho menos que tengamos que ingresar en una institución. Por lo tanto, no le supondrá un gasto a la comunidad…
—El gasto es el menor de los problemas —dije enfadado—. Está hablando de deshacerse deliberadamente, por medio de la cirugía, de algo que es… fundamental para los sentimientos humanos.
—Exacto —dijo Rourke después de levantar la vista del suelo y asentir, como si al fin hubiera dicho algo en lo que estábamos totalmente de acuerdo—. Y hemos vivido durante décadas con una verdad fundamental sobre las relaciones humanas: que elegimos no rendirnos a los reconfortantes efectos de un injerto cerebral. Todo lo que queremos hacer ahora es completar nuestra elección. Que dejen de castigarnos por nuestra renuncia a vivir engañados.
Al final conseguí dar forma a la entrevista. Me aterrorizaba parafrasear a James Rourke; con casi todas las personas resultaba bastante fácil juzgar lo que era justo y lo que no, pero aquí pisaba terreno resbaladizo. Ni siquiera estaba seguro de que la consola pudiera imitar sus gestos de forma convincente; cuando lo intenté, el lenguaje corporal parecía absolutamente incorrecto, como si el programa, para llenar el vacío, bombeara uno tras otro todos sus supuestos predeterminados (que normalmente servían para desarrollar un perfil gestual casi completo a partir del sujeto). Acabé por no cambiar nada; simplemente extraje las mejores frases, las monté con otro material y recurrí a la narración cuando no me quedaba otro remedio.
Hice que la consola me mostrara un diagrama de los segmentos que había utilizado en el montaje, cortes diseminados a lo largo de toda la secuencia lineal del metraje completo. Cada toma y cada secuencia entera de película estaba claramente marcada: etiquetadas con la hora, el lugar y un fotograma de muestra al principio y al final. Había unas cuantas tomas de las que no había sacado nada. Las puse por última vez para asegurarme de que no me había dejado nada importante.
Había unas secuencias en las que Rourke me enseñaba su «despacho», un rincón de un piso de dos habitaciones. Vi una fotografía suya, en la que tendría veintipocos años, con una fem de la misma edad aproximadamente.
—Mi ex mujer —contestó cuando le pregunté quién era.
La pareja estaba en una playa abarrotada, algún sitio con aspecto mediterráneo. Estaban cogidos de la mano e intentaban mirar a la cámara, pero los habían sorprendido, incapaces de resistirse, mientras intercambiaban una mirada cómplice. Con mucha carga sexual, pero también conocimiento mutuo. Si esto no era un retrato de intimidad, era una imitación muy buena.
«A veces, incluso podemos convencernos de que nada va mal. Durante un tiempo.»
—¿Cuánto tiempo estuvo casado?
—Casi un año.
Sentía curiosidad, por supuesto, pero no le pedí más detalles. ADN basura era un documental científico, no un reportaje sórdido; su vida privada no era asunto mío.
También había una conversación informal que mantuve con Rourke un día después de la entrevista. Paseábamos por los jardines de la universidad, justo después de grabarlo mientras trabajaba ayudando a un ordenador a examinar las pautas del habla hindi en busca de cambios vocálicos. (Normalmente trabajaba en su casa, pero yo estaba desesperado por cambiar de escenario, aunque supusiera distorsionar la realidad.) La Universidad de Manchester tenía ocho recintos universitarios repartidos por la ciudad y estábamos en el más moderno. A los paisajistas se les había ido la mano con la vegetación manipulada: hasta la hierba tenía un verdor imposible. Durante los primeros cinco segundos, incluso a mí me pareció que la toma era un fotomontaje mal hecho, con el cielo rodado en Inglaterra y la tierra en Brunei.
—¿Sabe? —dijo Rourke—. Envidio su trabajo. Con AV tengo que concentrarme en una estrecha área de cambios, pero usted tiene una visión global de todo.
—¿De todo? ¿Se refiere a los avances en biotecnología?
—Biotecnología, visualización, inteligencia artificial… todo. Toda la batalla de las palabras «S».
—¿Las palabras «S»?
—La pequeña y la grande —dijo con una sonrisa enigmática—. Es por lo que se recordará este siglo. Una batalla de dos palabras. Dos definiciones.
—No tengo ni la más remota idea de lo que dice. —Pasábamos por un bosque en miniatura en mitad del patio interior, denso y exótico, tan caprichoso e inquietante como una jungla pintada por un surrealista.
—¿Qué es lo más condescendiente que puede ofrecerse a hacer por las personas con las que no está de acuerdo o a las que no entiende? —me preguntó mirándome.
—No lo sé. ¿Qué?
—Curarlas. De ahí la primera «S». De salud.
—Ah.
—La tecnología médica está a punto de convertirse en supernova, por si no lo había notado. Así que, ¿con qué fin se va a utilizar todo ese poder? El mantenimiento o la creación de la salud. Pero ¿qué es la salud? Olvide las gilipolleces obvias que todo el mundo supone. Cuando el último virus, el último parásito y el último oncogén se borren del mapa, ¿cuál será el objetivo final de la sanidad? ¿Que todos representemos nuestro papel predestinado en algún orden natural paradisíaco? —Se detuvo para señalar con gesto irónico las orquídeas y las azucenas que florecían a nuestro alrededor—. Y devolvernos a la única condición para la que nuestra biología está optimizada: cazar y recolectar, y morir a los treinta o los cuarenta. ¿Es eso? O… ¿poner a nuestra disposición todas las formas de existencia técnicamente posibles? Quien se apropia la autoridad de delimitar la frontera entre la salud y la enfermedad se apropia de… todo.
—Tiene razón —dije—. Es una palabra insidiosa, de significado variable, y probablemente siempre será polémica. —Tampoco podía discutirle lo de la condescendencia. Los de Renacimiento Místico siempre se ofrecían para «curar» a la población mundial de su «entumecimiento psíquico» y transformarnos en seres humanos perfectamente equilibrados. En otras palabras: copias perfectas suyas, con las mismas creencias, prioridades, neurosis y supersticiones.
—¿Cuál es la otra palabra «S»? La grande.
—¿De verdad no la adivina? —dijo inclinando la cabeza, y mirándome con astucia—. Le daré una pista. ¿Cuál es la forma más pobre intelectualmente que se le ocurre para ganar una discusión?
—Va a tener que explicármelo. No se me dan bien los acertijos.
—Decir que su oponente carece de sentimientos.
Me había quedado callado, avergonzado de repente o por lo menos incómodo, preguntándome hasta qué punto lo habían ofendido algunas de las cosas que dije el día anterior. El problema de volver a ver a las personas después de entrevistarlas es que a menudo se pasan todo el tiempo analizando la conversación, minuto a minuto, y llegan a la conclusión de que han quedado mal.
—Es el arma semántica más antigua que existe —añadió Rourke—. Piense en todas las categorías de personas a las que se califica como carentes de sentimientos o faltas de humanidad en distintas culturas y en diferentes épocas. Personas de otras tribus. Personas con distinto color de piel. Esclavos. Fems. Enfermos mentales. Sordos. Homosexuales. Judíos. Bosnios, croatas, serbios, armenios, kurdos…
—¿No cree que hay una ligera diferencia entre meter a alguien en una cámara de gas y usar la frase de forma retórica? —dije a la defensiva.
—Por supuesto. Pero suponga que me acusa de carecer de sentimientos. ¿Qué significa en realidad? ¿Qué se supone que he hecho? ¿Asesinar a alguien a sangre fría? ¿Ahogar a un cachorro? ¿Comer carne? ¿No haberme emocionado con la Quinta de Beethoven? ¿O sólo ser incapaz de tener, o buscar, una vida emocional idéntica a la suya en todos los aspectos? No ser capaz de compartir todos sus valores y aspiraciones.
No contesté. Oía el zumbido de los ciclistas en la oscura jungla detrás de mí. Empezó a llover, pero la cubierta nos protegía.
—La respuesta correcta es: cualquiera de las anteriores —continuó Rourke alegremente—. Por eso es tan jodidamente pobre. Cuestionar la humanidad de alguien es situarlo en el mismo grupo que a los asesinos en serie, lo que evita el problema de decir nada inteligente sobre sus opiniones. Y exige un vasto consenso imaginario, el respaldo completo de una mayoría indignada. Cuando afirma que los Autistas Voluntarios intentan librarse de sus sentimientos, no sólo define esa palabra como si tuviera un derecho divino que se lo permite, sino que también da a entender que cualquier otro habitante del planeta, reencarnaciones de Adolf Hitler y Pol Pot aparte, está de acuerdo con usted punto por punto. ¡Depongan ese bisturí —declamó a los árboles con los brazos extendidos—, se lo imploro… en nombre de la humanidad!
—De acuerdo —dije sin convicción—. Quizá debería haberme expresado de otro modo ayer. No pretendía insultarlo.
—No me ha ofendido —dijo Rourke divertido, negando con un gesto—. Es una batalla, a fin de cuentas, no debo esperar una rendición inmediata. Es usted leal a una definición restrictiva de la gran «S» y quizá incluso cree sinceramente que los demás la comparten. Yo apoyo una definición más amplia. Estaremos de acuerdo en discrepar. Nos veremos en las trincheras.
¿Restrictiva? Abrí la boca para negar la acusación, pero no supe cómo defenderme. ¿Qué podría haber dicho? ¿Que una vez hice un documental que simpatizaba con los que emigraban de género? (Qué magnánimo.) ¿Y que ahora tenía que compensarlo con una historia de frankenciencia sobre los Autistas Voluntarios?
Así que él dijo la última palabra (por lo menos en tiempo real). Me dio la mano y nos despedimos.
Volví a pasar la toma una vez más. Rourke resultaba sorprendentemente elocuente, casi carismático, a su extraña manera, y todo lo que decía era relevante. Pero su terminología particular, los estallidos maníacos… Resultaba demasiado raro, confuso y polémico.
Dejé la toma sin utilizar; no incluí nada.
Había acudido a otra cita en la universidad: una tarde con el famoso GIVM (Grupo de Investigación de Visualización Médica) de Manchester. Me pareció una oportunidad demasiado buena para desperdiciarla; al fin y al cabo, la visualización estaba detrás de la identificación definitiva del autismo parcial.
Eché un vistazo a lo que había rodado. Gran parte del material era bueno y probablemente podría sacar un reportaje independiente de cinco minutos que valiera la pena para uno de los programas de entrevistas de SeeNet, pero estaba claro que la concisa presentación de la agenda de Rourke me había proporcionado todas las imágenes de escáner cerebral que necesitaba para ADN basura.
En el principal experimento que grabé, una estudiante voluntaria leía poesía en silencio mientras el escáner subtitulaba la imagen de su cerebro con cada verso que leía. Había tres subtítulos que se calculaban de manera independiente, basados en los datos primarios visuales, en el reconocimiento de la forma de las palabras y en las representaciones semánticas del cerebro. El último sólo coincidía con los otros brevemente, antes de que el significado estricto de la palabra se difuminara en una nube de asociaciones. Sin embargo, por muy convincente e inquietante que resultara, no tenía nada que ver con el área de Lamont.
Al final de la jornada, una de las investigadoras, Margaret Williams, directora del equipo de desarrollo del programa, me propuso que me metiera en el escáner. Quizá querían darle la vuelta a la tortilla, escrutarme y grabarme con sus máquinas como yo había hecho con ellos durante las últimas cuatro horas. Williams fue muy insistente, como si creyera que se trataba de una cuestión de justicia.
—Podrías grabar el punto de vista del sujeto —dijo—. Y podríamos echar una ojeada a tus extras ocultos.
—No sé si los campos magnéticos afectarán al equipo —me resistí.
—En absoluto, te lo prometo. Casi todo debe de ser óptico y lo demás lo protegeremos. Coges aviones constantemente, ¿verdad? ¿Pasas por los detectores de seguridad?
—Sí, pero…
—Nuestros campos no son más potentes. Incluso podríamos intentar leer la actividad de tu nervio óptico con el escáner y comparar los datos con tu grabación directa.
—No llevo el módulo de descarga encima. Está en el hotel.
—Qué pena —dijo frunciendo los labios, frustrada; obviamente se moría de ganas de decirme que me callara, obedeciera y entrara en el escáner—. Y supongo que tendrás problemas con la garantía si improvisamos un cable y una interfaz.
—Me temo que sí. El programa registraría el uso de un equipo no estándar y me vería en un grave aprieto en la próxima revisión anual.
—Antes hablabas de los Autistas Voluntarios. —Aún no estaba dispuesta a rendirse—. Si quieres algo espectacular para ilustrarlo, podríamos visualizar tu área Lamont mientras piensas en una serie de personas. Lo grabamos todo y te lo ponemos luego. Así podrías mostrar a los espectadores una copia en tiempo real de cómo funciona el asunto. No una animación pulcra, sino en carne y hueso, capturada en el acto. Las neuronas bombeando iones de calcio, las sinapsis disparándose. Podríamos transformar la arquitectura neuronal en un diagrama funcional; calibrar e identificar los rasgos simbólicos. Disponemos de todo el programa…
—Te agradezco mucho la oferta —dije—, pero… ¿qué clase de periodista de segunda sería si recurriera a utilizarme como sujeto de mis historias?