Fue idea de Gina que nos adentráramos en la ciudad. Las Ruinas no me atraían en absoluto y la vida nocturna cerca de casa era mucho mejor, pero (regla número siete) no valía la pena discutirlo. Después de que el tren entrara en la estación de Town Hall y subiéramos con las escaleras mecánicas dejando atrás el andén donde habían matado a Daniel Cavolini a puñaladas, me olvidé de todo y sonreí.
—Hay algo aquí que no siento en ningún otro lugar —dijo Gina mientras se colgaba de mi brazo—. Una energía, una vibración. ¿Lo notas?
—No más que en Pompeya —contesté después de mirar las paredes de la estación alicatadas con azulejos blancos y negros, a prueba de pintadas y literalmente asépticas.
El centro demográfico de Sydney quedaba al oeste de Parramatta desde hacía por lo menos medio siglo, y probablemente ya se habría extendido hasta Blacktown a aquellas alturas. Pero la muerte del centro histórico empezó en los años treinta cuando las oficinas, los cines, los teatros, las galerías de arte reales y los museos públicos se quedaron obsoletos más o menos a la vez. Desde la primera década del siglo se habían conectado cables de fibra óptica de banda ancha a todas las fincas de viviendas, pero la red tardó veinte años más en madurar. En los años veinte se demolieron los edificios desvencijados, de normas incompatibles, equipo informático ineficaz y sistemas operativos arcaicos que habían improvisado los dinosaurios de la informática y las comunicaciones de final de siglo. Y sólo entonces, después de años de prematuro despliegue publicitario y merecidas burlas y reacciones adversas, el uso de la red para el ocio y el teletrabajo pasó de ser una modalidad de tortura psicológica a convertirse en una alternativa natural y cómoda al noventa por ciento de los desplazamientos físicos.
Salimos a George Street. No estaba desierta ni mucho menos, pero había visto imágenes de la época en la que la población del país era la mitad y aun así dejaba en evidencia aquel exiguo gentío. Gina alzó la mirada y sus ojos reflejaron las luces; muchas de las antiguas torres de oficinas aún resplandecían, sus ventanas decoradas con baratas cubiertas luminiscentes que acumulaban la luz del sol para los turistas. Lo de «las Ruinas» era una broma, por supuesto: ni el vandalismo ni el tiempo habían dejado mucha huella, pero aquí todos éramos turistas que veníamos para quedarnos boquiabiertos con los monumentos legados, no por nuestros antepasados, sino por nuestros hermanos mayores.
Se reformaron pocos edificios para uso residencial, ya que la arquitectura y la economía nunca habían ido de la mano y algunos tradicionalistas urbanos hicieron una activa campaña en contra. Había okupas, desde luego, probablemente un par de miles, diseminados por todo lo que aún se llamaba el Distrito Central de Negocios, pero sólo contribuían a enfatizar la atmósfera postapocalíptica. El teatro y la música en directo sobrevivían en las afueras, con pequeñas representaciones en escenarios pequeños o grupos colosales que arrastraban a las masas en estadios, pero la tendencia dominante era el teatro representado en la red en tiempo real y escenarios virtuales. (Se pronosticaba que la Ópera, cuyos cimientos estaban descomponiéndose, se hundiría en el puerto de Sydney en el año 2065, una idea muy agradable, aunque sospechaba que algún grupo de aguafiestas con sangre de horchata reuniría el dinero necesario para rescatar el inútil icono en el último momento.) Hacía mucho tiempo que el pequeño comercio tradicional se había desplazado por completo a los centros regionales. Algunos hoteles seguían abiertos en la periferia, pero en el corazón muerto sólo quedaban restaurantes y locales nocturnos diseminados entre las torres vacías como puestos de recuerdos entre las pirámides del Valle de los Reyes.
Nos dirigimos hacia el sur, a lo que antes había sido Chinatown; las fachadas decorativas semiderruidas de los desiertos emporios todavía lo atestiguaban, aunque no así la comida.
Gina me dio un ligero codazo y me llamó la atención sobre un grupo de personas que paseaba hacia el norte, al otro lado de la calle.
—¿Eran…? —preguntó cuando ya habían pasado.
—¿Qué? ¿Ásex? Creo que sí.
—Nunca estoy segura. Hay naturales que tienen el mismo aspecto.
—De eso se trata. Nunca se puede estar seguro, pero ¿por qué nos empeñamos en pensar que se puede descubrir algo importante de un desconocido a primera vista?
«Ásex» no era nada más que un término que englobaba una amplia gama de filosofías, formas de vestir, cambios cosmeticoquirúrgicos y profundas alteraciones biológicas. Lo único que les ásex tenían en común entre sí era que sus parámetros sexuales (neuronales, endocrinos, cromosómicos y genitales) sólo eran asunto suyo, normalmente (pero no siempre) de sus amantes, probablemente de su médico y en ocasiones de unos pocos amigos íntimos. Lo que en realidad hacían para reflejar esa actitud iba desde algo tan nimio como marcar la casilla «A» en los impresos del censo hasta elegir un nombre ásex, reducirse el pecho o el vello corporal, modificarse el timbre de la voz, operarse la cara, hacerse un embolsamiento (cirugía para retrotraer los genitales masculinos) y someterse a todos los cambios necesarios hasta alcanzar la completa asexualidad física y neuronal, hermafroditismo o exotismo.
—¿Y por qué molestarse en mirar a la gente para intentar adivinar? —dije—. Masc, fem, ásex… ¿A quién le importa?
—No me hagas quedar como una intolerante cualquiera —dijo Gina frunciendo el ceño—. Sólo siento curiosidad.
—Perdona —me disculpé apretándole la mano—. No quería decir eso.
—Tú te pasaste un año sin pensar en nada más —dijo soltándose—; fuiste tan mirón y metomentodo como te dio la gana. Y encima te pagaban. Yo sólo vi el documental terminado. No entiendo por qué supones que debería tener una opinión formada sobre la migración sexual, por el simple hecho de que tú hayas dado el tema por zanjado. —Me incliné y le di un beso en la frente—. ¿A qué ha venido eso?
—Porque eres la espectadora ideal, por no mencionar todas tus otras virtudes.
—Creo que voy a vomitar.
Giramos hacia el este, en dirección a Surry Hills, y entramos en una calle aún más tranquila. Un joven meditabundo caminaba a solas con paso enérgico, era muy musculoso y probablemente se había hecho la cirugía facial…, aunque, de nuevo, no había manera de saberlo con certeza. Gina me miró, todavía enfadada, pero incapaz de resistirse.
—Eso —dijo, suponiendo que era un umasc— aún lo entiendo menos. Si alguien quiere una complexión como ésa…, bueno. Pero ¿para qué cambiarse la cara? Como mucho, lo podrían tomar por un masc sin ella.
—Cierto, pero que lo confundieran con un masc sería un insulto: ha emigrado de ese género con tanta convicción como cualquier ásex. Si se hacen umasc es para distanciarse de la debilidad patente de los mascs naturales de hoy día. Declaran que su «identidad consensual», y deja de reírte, es mucho menos masculina que la nuestra, que efectivamente pertenecen a otro sexo. Con eso pretenden decir que «un simple masc no puede hablar en mi nombre, como tampoco podría hacerlo una fem».
—Ninguna fem puede hablar en nombre de todas las fems, en lo que a mí respecta —dijo Gina fingiendo mesarse los cabellos—. ¡Pero no me siento en la obligación de transformarme en ufem o ifem para demostrarlo!
—Bueno, claro. Yo opino lo mismo. Siempre que un cretino engreído escribe un manifiesto en nombre de todos los mascs, prefiero decirle a la cara que no dice más que chorradas en lugar de desertar del género y dejar que se crea que habla en nombre de los que quedan. Pero ésa es la razón más común que las personas aducen para la migración sexual, que están hartas de tantos autoproclamados figurones sexopolíticos y pretenciosos gurús de Renacimiento Místico que afirman representarlas. Y hartas de que las calumnien por crímenes sexistas reales e imaginarios. Si todos los mascs son violentos, egoístas, dominantes, jerárquicos… ¿qué se puede hacer salvo cortarse las venas o migrar de masc a imasc o a ásex? Si todas las fems fueran víctimas débiles, pasivas, irracionales…
—Ahora caricaturizas a los caricaturistas. —Gina me dio un golpe de amonestación en el brazo—. No creo que nadie hable así.
—Porque te mueves en los círculos equivocados. ¿O debería decir en los adecuados? Pero creía que habías visto el programa. Algunas personas que entrevisté hicieron esas mismas declaraciones, palabra por palabra.
—Entonces la culpa es de los medios de información por darles publicidad.
—En parte tienes razón —dije. Habíamos llegado al restaurante, pero nos quedamos fuera—. Aunque no sé cuál es la solución. ¿Cuándo conseguirá alguien que se alce y proclame: «Sólo hablo en mi nombre» tanta cobertura como alguien que dice hablar en nombre de la mitad de la población?
—Cuando la gente como tú se la dé.
—Sabes que no es tan sencillo. Y… piensa, ¿qué habría pasado con el feminismo o con el movimiento por los derechos civiles si no se permitiera a nadie hablar en nombre de cualquier grupo, sin su consentimiento unánime por escrito? Sólo porque algunos de los lunáticos de hoy en día sean parodias de los antiguos líderes, no significa que nos irían mejor las cosas si los productores de televisión hubieran dicho: «Lo siento, doctor King; lo siento, señora Greer; lo siento, señor Perkins, pero si no evitan esas generalizaciones y limitan sus declaraciones a sus circunstancias personales, tendremos que quitarles el micrófono».
—Eso es historia antigua. —Gina me miró con escepticismo—. Y sólo defiendes esa postura para eludir tu responsabilidad.
—Por supuesto. Pero el caso es que la migración sexual es una cuestión política en un noventa por ciento. Algunos medios de comunicación todavía la tratan como una moda decadente y arbitraria que imita la reasignación de género de los transexuales, pero la mayoría de los emigrantes de género se limita a asexuarse superficialmente. No van más allá; no lo necesitan. Es un acto de protesta, como darse de baja de un partido político, renunciar a la ciudadanía o desertar del campo de batalla. Aunque ignoro si se estabilizará en un nivel bajo y hará que se tambaleen las actitudes que provocan la emigración hasta el punto de erradicarlas, o si la población acabará dividida equitativamente entre los siete géneros dentro de un par de generaciones.
—Siete géneros —dijo con una mueca—, y todos parecen monolíticos. Todo el mundo estereotipado de una mirada. Siete etiquetas en lugar de dos no es progreso.
—No. Pero quizá a largo plazo sólo habrá ásex, umasc y ufems. Los que quieran estar encasillados lo estarán, y los que no, serán un misterio.
—No, no, a la larga no tendremos más que cuerpos virtuales y todos iremos de misteriosos o de reveladores a días, según nuestro estado de ánimo.
—Lo espero impaciente.
Entramos. Gustos Antinaturales estaba en un edificio reformado de unos antiguos grandes almacenes. Era un lugar de aspecto tenebroso aunque bien iluminado, comunicado mediante un gran agujero elíptico en el centro de cada planta. Acerqué mi agenda al torniquete de acceso, una voz nos confirmó la reserva y añadió: «Mesa quinientos diecinueve. Quinta planta».
—Quinta planta: peluches y lencería. —Gina sonrió con picardía.
—Pórtate bien —dije mientras echaba una ojeada al resto de los comensales, en su mayoría parejas de umasc y ufems—, o la próxima vez iremos a cenar a Epping.
Al menos tres cuartas partes del local estaban llenas, pero tenía menos capacidad de lo que aparentaba; el agujero central ocupaba casi todo el volumen del edificio. En lo que restaba de cada planta, camareros humanos de esmoquin se movían entre las mesas cromadas; todo muy arcaico y estilizado, casi propio de los Hermanos Marx. No era un gran admirador de la Cocina Experimental; en realidad éramos conejillos de indias que probábamos productos inocuos, pero manipulados genéticamente y sin verificar. Gina dijo que por lo menos la comida estaría subvencionada por los fabricantes, pero yo no estaba tan seguro. Últimamente, la Cocina Experimental estaba tan de moda que probablemente atraía a una muestra estadística significativa de comensales para cada novedad, incluso sin descuentos.
La mesa nos mostró la carta cuando nos sentamos, y los precios parecían confirmar mis dudas sobre la subvención.
—¿Ensalada de alubias carmesí? —gemí—. No me importa de qué color sean, quiero que me digan a qué saben. Lo último que comí aquí tenía el aspecto de las judías y sabía igual que la col hervida.
Gina se tomó su tiempo, seleccionó los nombres de media docena de platos para ver el producto acabado y las pantallas de datos sobre el diseño de los ingredientes.
—Es posible averiguarlo si se presta un poco de atención —dijo—. Sabiendo qué genes han cogido, de dónde y por qué, se puede hacer una buena predicción del sabor y la textura.
—Sigue, deslúmbrame con tu ciencia.
—La cosa verde con forma de hojas será como pasta con sabor a espinacas —dijo después de pulsar el botón de CONFIRMAR PEDIDO—, pero el hierro que contenga lo absorberemos con tanta facilidad como el de la carne, y las espinacas pasarán a la historia. Las cosas amarillas que parecen maíz sabrán como un cruce de tomate con pimiento verde aromatizado con orégano, pero los nutrientes y el sabor se ven menos afectados por las malas condiciones de almacenamiento y la excesiva cocción. Y el puré azul sabrá casi a queso parmesano.
—¿Por qué azul?
—Lleva un pigmento azul, una enzima fotoactiva, en las nuevas lactobayas de autofermentación. Podrían eliminarlo cuando lo procesan, pero resulta que se convierte directamente en vitamina D y es mucho más seguro que metabolizarla de la manera normal, con rayos ultravioleta en la piel.
—Alimentos para gente que nunca ve el sol. ¿Cómo podría resistirme? —Pedí lo mismo.
El servicio fue rápido y las predicciones de Gina más o menos correctas. En conjunto resultó bastante agradable.
—Es un desperdicio que te dediques a las turbinas eólicas —dije—. Podrías diseñar la colección de primavera de Agrónomos Unidos.
—No me digas. Gracias, pero ya tengo todo el estímulo intelectual que necesito.
—Por cierto, ¿qué tal va el gran Harold?
—Sigue siendo el pequeño Harold y es probable que continúe así una temporada. —El pequeño Harold era el prototipo a escala 1:1000 de una turbina de doscientos megavatios—. Aparecen modos de resonancia caótica que se nos habían escapado en las simulaciones, y todo indica que tendremos que volver a evaluar la mitad de los supuestos del modelo del programa.
—No lo entenderé nunca. Conocéis toda la física básica, las ecuaciones básicas de la dinámica de la circulación del aire y disponéis de tiempo de acceso ilimitado a superordenadores…
—¿Cómo es posible que metamos la pata? Porque no podemos calcular el comportamiento de miles de toneladas de aire en circulación por una estructura compleja a partir de un análisis molécula por molécula. Todas las ecuaciones de grandes cantidades de fluidos son aproximaciones y estamos trabajando deliberadamente en una región en la que fallan las aproximaciones que mejor se entienden. No es que entre en juego nada nuevo ni mágico en la física, sino que estamos en una zona de penumbra, a medio camino entre dos conjuntos de supuestos sencillos muy cómodos de usar. Y hasta ahora, el mejor grupo nuevo de supuestos no es ni cómodo ni sencillo. Ni siquiera es correcto, a la vista de los resultados.
—Lo siento.
—Es frustrante —dijo encogiéndose de hombros—, pero de una forma interesante que evita que me vuelva loca.
Sentí una punzada de añoranza; sabía muy poco de esa parte de su vida. Me explicaba todo lo que yo podía entender, pero seguía sin tener ni idea de qué le rondaba por la cabeza cuando estaba sentada en su puesto de trabajo haciendo malabarismos con simulaciones sobre la circulación del aire o cuando trepaba por el túnel de viento haciendo ajustes en el pequeño Harold.
—Ojalá me dejaras grabarlo.
—Ni lo sueñes, señor Frankenciencia —dijo lanzándome una mirada torva—. No antes de que me digas categóricamente si las turbinas eólicas son buenas o malas.
—Sabes que no depende de mí —contesté encogiendo los hombros—. Y cambia todos los años. Se publican nuevos estudios, el apoyo a las alternativas viene y va…
—¿Alternativas? —Me interrumpió con amargura—. Plantar bosques transgénicos fotovoltaicos que ocupan diez mil veces el terreno necesario por megavatio me suena a vandalismo medioambiental.
—No te lo discuto. Podría hacer un documental en el que presentara las turbinas como algo positivo, y si no lo vendo de inmediato, esperar a que vuelva a cambiar la tendencia.
—No puedes permitirte hacer nada por libre.
—Cierto, tendré que encontrar un hueco entre otras grabaciones.
—Yo no lo intentaría —dijo Gina riéndose—. Ni siquiera puedes arreglártelas para…
—¿Qué?
—Nada. Olvídalo. —Hizo un gesto con la mano, retractándose del comentario. Podría haberla presionado, pero habría sido una pérdida de tiempo.
—Hablando de rodar… —dije. Le describí los dos proyectos que me había ofrecido Lydia. Gina me escuchó pacientemente, pero cuando le pedí su opinión creo que la desconcerté.
—Si no quieres hacer Angustia, no lo hagas. No es asunto mío.
—También te afecta a ti —dije dolido—. Supondría un montón de dinero. —Noté cómo se ofendía—. Lo único que digo es que podríamos irnos de vacaciones o algo así. Salir al extranjero la próxima vez que tengas un permiso. Si es que te apetece.
—No voy a tomarme un permiso en los próximos dieciocho meses —dijo Gina con frialdad—. Y puedo pagarme mis vacaciones.
—Olvídalo. —Me acerqué para cogerle la mano; se apartó irritada.
Comimos en silencio. Miraba fijamente el plato, repasando las reglas, e intentaba averiguar en qué me había equivocado. ¿Habría roto algún tabú sobre el dinero? Teníamos cuentas separadas y pagábamos el alquiler a medias, pero los dos nos ayudábamos en muchas ocasiones y nos permitíamos pequeños lujos. ¿Qué debería haber hecho? ¿Aceptar Angustia sólo por el dinero y preguntarle después si le apetecía que nos lo gastáramos en algo que valiera la pena?
Quizá dedujo que esperaba que ella eligiera mis proyectos y se ofendió porque no sabía apreciar la independencia que me ofrecía. La cabeza me daba vueltas. La verdad era que no tenía ni idea de lo que ella pensaba. Era todo demasiado difícil, demasiado resbaladizo. Y no encontraba nada que decir para arreglar las cosas sin arriesgarme a empeorarlas más.
—¿Dónde se celebrará el congreso? —preguntó Gina al rato.
Abrí la boca y me di cuenta de que no lo sabía. Saqué la agenda y consulté rápidamente el resumen que había preparado Sísifo.
—Ah, en Anarkia.
—¿Anarkia? —Se rió—. Con lo quemado que estás de tanta biotecnología, te mandan a la isla de coral artificial más grande del mundo.
—Sólo huyo de la mala biotecnología. La de Anarkia es buena.
—Oh, ¿en serio? Díselo a los gobiernos que mantienen el embargo. ¿Estás seguro de que no te meterán en la cárcel cuando vuelvas a casa?
—No voy a comerciar con los malvados anarkistas. Ni siquiera voy a grabarlos.
—Anarcosindicalistas, dilo bien. Aunque ellos no utilizan esa denominación, ¿verdad?
—¿A quién te refieres con «ellos»? —dije—. Dependerá de a quién se lo preguntes.
—Deberías haber incluido un fragmento sobre Anarkia en ADN basura. A pesar del embargo, prosperan, y todo gracias a la biotecnología. Compensaría lo del cadáver parlante.
—Pero entonces no podría haberlo titulado ADN basura, ¿verdad?
—Cierto. —Sonrió.
No sabía qué había hecho, pero me había perdonado. Sentí que el corazón me latía con fuerza, como si me hubieran rescatado en el último momento del borde de un abismo.
El postre que elegimos sabía a cartón con nieve, pero rellenamos con amabilidad el cuestionario de la mesa antes de irnos.
Nos dirigimos hacia el norte subiendo por George Street hasta Martin Place. En el antiguo edificio de correos había un local nocturno llamado Cuarto de Clasificación. Ponían música njari de Zimbabue, con temas múltiples, hipnótica, martilleante pero no metronómica, y que dejaba marcas de ritmo en el cerebro igual que los arañazos rastrillan la carne. Gina bailaba extasiada y la música estaba tan alta que hablar resultaba, afortunadamente, casi imposible. En este lugar sin palabras no podía meter la pata.
Nos fuimos poco después de la una. En el tren de vuelta a Eastwood nos sentamos en un extremo del vagón y nos besamos como adolescentes. Me preguntaba cómo se las apañaban en la generación de mis padres mientras conducían sus preciosos coches en aquel estado. (Mal, sin duda.) El viaje a casa duró diez minutos, casi demasiado poco. Quería que todo se desarrollara lo más despacio posible. Quería que durara horas.
Paramos una docena de veces mientras bajábamos por el camino de la estación. Nos quedamos tanto tiempo frente a la puerta de casa que el sistema de seguridad nos preguntó si habíamos perdido las llaves.
Cuando nos desvestimos, nos metimos juntos en la cama y se me nubló la vista, pensé que era un efecto secundario de la pasión. Pero cuando se me durmieron los brazos me di cuenta de lo que pasaba.
Me había pasado con los bloqueantes de melatonina, y eso había mermado las reservas de neurotransmisores de la región del hipotálamo donde se controla la capacidad de atención. Había tomado prestado demasiado tiempo y la planicie se derrumbaba.
—No me lo puedo creer —dije afligido—. Lo siento.
—¿El qué?
Todavía mantenía la erección. Me obligué a concentrarme, me estiré y pulsé un botón de la farmacia.
—Dame media hora —dije.
—No. Límite de seguridad…
—Quince minutos —rogué—. Se trata de una emergencia.
—No hay ninguna emergencia —dijo la farmacia después de dudar y consultar el sistema de seguridad—. Estás a salvo en la cama y la casa no sufre ninguna amenaza.
—Despedida, a reciclar.
—¿Ves lo que pasa cuando transgredes los límites naturales? —dijo Gina más divertida que decepcionada—. Espero que grabes esto para ADN basura. —La burla sólo la hacía mil veces más deseable, pero yo ya sufría lapsos de microsueños.
—¿Me perdonas? —dije apesadumbrado—. Quizá mañana podamos…
—No creo. Mañana te quedarás trabajando hasta la una de la madrugada y no voy a esperarte levantada. —Me cogió por los hombros y me volvió boca arriba, se arrodilló y se puso a horcajadas sobre mi estómago. Protesté un poco. Se inclinó sobre mí y me besó en la boca con ternura—. Vamos. No querrás desperdiciar esta oportunidad única, ¿verdad? —añadió mientras extendía la mano y me tocaba la polla. Noté que respondía a su tacto, pero ya apenas parecía formar parte de mi cuerpo.
—Violadora —murmuré—. Necrófila. —Quise hacer un largo y encendido discurso sobre el sexo y la comunicación, pero Gina parecía dispuesta a refutar mi tesis antes de que pudiera empezar—. Mira que llega a ser oportuno.
—¿Eso es un sí o un no? —dijo.
—Adelante. —Dejé de intentar abrir los ojos.
Empezó a pasar algo vagamente agradable, pero mis sentidos se desvanecían y mi cuerpo caía dando vueltas en el vacío.
Escuché una voz, a años luz, que me susurraba algo sobre dulces sueños.
Pero me sumergí en la oscuridad sin sentir nada. Y soñé con las silenciosas profundidades del océano.
Soñé que me precipitaba por unas aguas oscuras. Solo.