En Biosistemas Delphic fueron extremadamente generosos. No sólo me concertaron diez veces más entrevistas con sus relaciones públicas de las que podría haber hecho de disponer de tiempo, sino que también me colmaron de ROM repletos de micrográficos seductores y animaciones deslumbrantes. El software de los organigramas del implante Guardián de la Salud se presentaba en forma de fantasías aerografiadas de imposibles máquinas cromadas, cintas transportadoras azabache que llevaban incandescentes pepitas de plata de «datos» de subproceso en subproceso. Esquemas moleculares de proteínas en procesos de interacción envueltos en preciosistas e innecesarios mapas de densidad de electrones, velos de auroras rosa y azules que se fundían y combinaban, transformando el enlace químico más humilde en una fantasía microcósmica. Podría haberlo ambientado con Wagner o Blake y vendérselo a los miembros de Renacimiento Místico, para que se lo pusieran una y otra vez siempre que quisieran quedarse boquiabiertos de numiniosa incomprensión.
Aun así, me abrí paso por ese cenagal y al final mi esfuerzo se vio recompensado. Enterradas entre el tecnoporno y la ciencia psicodélica había unas cuantas tomas que merecía la pena rescatar.
El implante Guardián de la Salud utilizaba el último chip programable que se había probado: una selección de proteínas muy elaboradas enlazadas a silicio, en muchos aspectos como el sintetizador de la farmacia, pero diseñado para contar moléculas en vez de fabricarlas. La generación anterior de chips usaba una multitud de anticuerpos muy específicos, proteínas con forma de Y implantadas en el semiconductor siguiendo un patrón ajedrezado, como campos colindantes de cien cultivos distintos. Cuando una molécula de colesterol, insulina o lo que fuera chocaba por casualidad exactamente con el campo adecuado y se topaba con un anticuerpo combinable, se le unía el tiempo suficiente para que se detectara el minúsculo cambio en la capacidad eléctrica y fuera registrado en un microprocesador. Con el tiempo, este recuento de colisiones casuales daba la cantidad de cada sustancia en sangre.
Los nuevos sensores utilizaban una proteína que se parecía más a una planta atrapamoscas inteligente que a una plantilla de anticuerpos pasiva y con un único objetivo. La «ensayina» en estado receptivo era una molécula alargada con forma de campana, un tubo que se abría hasta formar un embudo ancho. Esta disposición era metaestable; la distribución de la carga en la molécula la hacía extremadamente sensible, como un conjunto de resortes. Cualquier cosa de tamaño suficiente que chocara contra la superficie interna del embudo provocaba instantáneamente una onda de deformación que se tragaba y envolvía en vacío al intruso. Cuando el microprocesador detectaba que se había activado la trampa, podía sondear la molécula cautiva en busca de una forma de la ensayina que se le ajustara aún más. Ya no había más colisiones desperdiciadas, que no combinaban; no más moléculas de insulina que chocaran contra anticuerpos de colesterol sin aportar ninguna información. La ensayina siempre sabía con qué tropezaba.
Era un avance técnico digno de hacer público, de explicarlo, de desmitificarlo. Cualesquiera que fueran las repercusiones sociales del implante Guardián de la Salud, no era posible presentarlas aisladas, separadas de la tecnología que hacía posible el dispositivo, ni al contrario. Cuando las personas dejaban de entender cómo funcionaban en realidad las máquinas que las rodeaban, el mundo que habitaban se disolvía en un paisaje onírico incomprensible. La tecnología avanzaba sin control, sin debate, provocando adoración u odio, dependencia o alienación. Arthur C. Clarke comentó, refiriéndose a un posible encuentro con una civilización alienígena, que una tecnología suficientemente avanzada sería indistinguible de la magia. Pero si un periodista científico tenía una responsabilidad por encima de todas era la de evitar que los humanos aplicaran la ley de Clarke a su propia tecnología.
(Nobles sentimientos… y ahí estaba yo traficando con frankenciencia, porque ése era el nicho que había tenido que cubrir. Acallé mi conciencia, o la atonté durante un rato, con las trilladas ideas sobre caballos de Troya y cambiar el sistema desde dentro.)
Cogí los gráficos de la ensayina en acción de Biosistemas Delphic e hice que la consola les quitara la decoración excesiva para que se pudiera ver con claridad qué sucedía. Descarté los comentarios exagerados y escribí otros. La consola los mandó al perfil de dicción que había elegido para la narración de ADN basura, una clonación de muestras de un actor inglés llamado Juliet Stevenson. La pronunciación del inglés estándar, hace tiempo desaparecida, todavía se entendía con facilidad en todo el mundo anglófono, a diferencia de cualquier acento británico contemporáneo. Aunque cualquier espectador que quisiera oír una voz distinta podía cambiarla a su antojo. Yo escuchaba a menudo programas doblados a los acentos de las regiones que me resultaban más difíciles de seguir, como el sudeste de los Estados Unidos, Irlanda del Norte y el este de África Central, con la esperanza de acostumbrar mi oído a ellos.
Hermes, mi software de comunicaciones, estaba programado para filtrar a casi cualquier persona de la Tierra mientras trabajaba en el montaje. Lydia Higuchi, la productora ejecutiva de SeeNet al cargo del Pacífico Oeste, era una de las raras excepciones. La llamada sonó en mi agenda, pero la desvié a la consola; la pantalla era más grande y clara. La cámara estampó su señal con las palabras AFFINE GRAPHICS EDITOR MODEL 2052-KL y un código de hora. No resultaba muy sutil, ni se pretendía que lo fuera.
—He visto la versión definitiva del material de Landers —dijo Lydia sin rodeos—. Es buena. Pero quiero que hablemos de lo que va después.
—¿El implante Guardián de la Salud? ¿Hay algún problema? —No intenté ocultar mi enfado. Le había enseñado trozos del metraje sin montar, y todas mis notas de posproducción. Si quería que cambiara algo importante, llegaba jodidamente tarde.
—Andrew —dijo riéndose—, para el carro. No hablo de la siguiente historia de ADN basura, sino de tu próximo proyecto.
La miré como si me hubiera planteado con indiferencia la posibilidad de un viaje inminente a otro planeta.
—No me hagas esto, Lydia —dije—. Por favor. Sabes que en estos momentos no puedo pensar en ninguna otra cosa de forma racional.
—Supongo que habrás seguido la historia de la nueva enfermedad —dijo después de asentir con comprensión—. Ya no se trata de ruido; se han recibido informes oficiales de Ginebra, Atlanta y Nairobi.
—¿Te refieres al síndrome de ansiedad clínica aguda? —le pregunté con un nudo en el estómago.
—También conocido como Angustia. —Parecía saborear la palabra, como si ya la hubiera incluido en su vocabulario de materias altamente telegénicas. Se me ensombreció el ánimo más aún.
—Mi buscador ha ido recopilándolo todo —dije—, pero no he tenido tiempo de ponerme al día. —«Y francamente, en estos momentos…»
—Se han diagnosticado unos cuatrocientos casos, Andrew. Eso supone un aumento del treinta por ciento en los últimos seis meses.
—¿Cómo pueden diagnosticar algo si no tienen ni idea de lo que es?
—Proceso de eliminación.
—Sí, yo también creo que es una chorrada.
—Seamos serios —dijo, parodiando un breve gesto de sarcasmo—. Se trata de una enfermedad mental completamente nueva. Posiblemente contagiosa. Posiblemente provocada por un agente patógeno que se le ha escapado al Ejército.
—Posiblemente traída por un cometa. Posiblemente un castigo de Dios. Es increíble cuántas posibilidades hay, ¿verdad?
—Sea cual sea la causa —dijo encogiéndose de hombros—, se propaga. Hay casos en todas partes excepto en la Antártida. Es una noticia de primera plana, y más. La junta lo decidió anoche: vamos a dedicar un especial de treinta minutos a la Angustia. Destacados y bombardeo publicitario que culminarán en una emisión mundial sincronizada en horario de máxima audiencia.
«Sincronizada» no significaba lo que debería: en la jerga de la red quería decir en la misma fecha y a la misma hora local para todos los espectadores.
—¿Mundial? Te refieres al mundo anglófono.
—Me refiero al mundo mundial. Estamos culminando los preparativos para la venta a cadenas en otros idiomas.
—Bueno… Pues bien.
—¿Te estás haciendo de rogar, Andrew? —dijo Lydia con una rígida sonrisa de impaciencia—. ¿Tengo que deletreártelo? Queremos que lo hagas tú. Eres nuestro especialista en biotecnología, la elección lógica. Y harás un gran trabajo. Así que…
Me llevé una mano a la frente e intenté averiguar por qué sentía tanta claustrofobia.
—¿Cuánto tiempo tengo para decidirme? —dije.
—Lo emitiremos el veinticuatro de mayo —contestó con una sonrisa aún más amplia, que significaba que estaba sorprendida, molesta o las dos cosas—. Dentro de diez semanas a partir del lunes. Tienes que empezar la preproducción en cuanto termines ADN basura. Así que necesitamos tu respuesta cuanto antes.
«Regla número cuatro: Háblalo todo antes con Gina. Aunque no reconozca que se ofende si no lo haces.»
—Mañana por la mañana —dije.
—Está bien —me dijo no muy contenta.
—Si decido que no —me armé de valor—, ¿hay algo más en marcha?
—¿Qué te pasa? —dijo Lydia visiblemente sorprendida—. ¡Emisión mundial en máxima audiencia! Ganarás cinco veces más que con Escrutinio.
—Lo sé. Y, créeme, te agradezco la oportunidad. Sólo quería saber si había alguna opción.
—Siempre puedes ir a buscar monedas en la playa con un detector de metales. —Vio la cara que ponía y se ablandó. Levemente—. Hay otro proyecto que va a entrar en preproducción —continuó—. Aunque casi se lo he prometido a Sarah Knight.
—Cuéntame.
—¿Has oído hablar de Violet Mosala?
—Desde luego, es… ¿física? ¿Una física sudafricana?
—Dos de dos, impresionante. Sarah es una gran admiradora suya; me dio la paliza hablando sobre ella durante una hora.
—¿Cuál es el proyecto?
—Un perfil de Mosala, que tiene veintisiete años y ganó el premio Nobel hace dos. Pero eso ya lo sabías, ¿no? Entrevistas, biografía, valoraciones de sus colegas, bla, bla, bla. Su trabajo es puramente teórico, así que no hay mucho que mostrar salvo simulaciones de ordenador, y nos ha ofrecido sus propios gráficos. Pero el núcleo del programa será el congreso del centenario de Einstein.
—¿No fue en el mil novecientos setenta y algo? —Lydia me fulminó con la mirada—. Ah, el centenario de su muerte —dije—. Encantador.
—Mosala asistirá al congreso. El último día, tres de los físicos teóricos más importantes del mundo presentarán versiones rivales de la TOE, la Teoría del Todo. Y no dispones de tres intentos para adivinar quién es el gran favorito.
Me mordí la lengua y contuve las ganas de decir: «No es una carrera de caballos, Lydia. Pueden tardar cincuenta años en averiguar cuál de las teorías es la correcta».
—¿Cuándo se celebra el congreso?
—Del cinco al dieciocho de abril.
—Tres semanas a partir del lunes —palidecí.
—No te da tiempo, ¿verdad? —dijo complacida después de pensarlo un poco—. Sarah lleva meses preparándose.
—Hace un momento —contesté irritado— me hablabas de empezar la preproducción de Angustia en menos de tres semanas.
—Para eso no necesitas prepararte. ¿Cuánto sabes de física moderna?
—Bastante —contesté fingiendo indignación—. Y no soy estúpido. Puedo ponerme al día.
—¿Cuándo?
—Encontraré el tiempo. Trabajaré más deprisa; terminaré ADN basura antes de lo previsto. ¿Cuándo se emitirá el programa de Mosala?
—A principios del año que viene.
Eso significaba ocho meses de relativa cordura, en cuanto se acabara el congreso.
—No te entiendo —dijo Lydia mirando el reloj con insistencia—. Un especial de alta prioridad sobre Angustia sería el punto culminante lógico de todo lo que has hecho durante los últimos cinco años. Después de eso podrías pensar en dejar la biotecnología. Además, ¿a quién voy a poner en tu lugar?
—A Sarah Knight.
—No seas sarcástico.
—Le diré lo que has dicho.
—Por mí no te cortes. No me importa lo que haya hecho en política; sólo ha realizado un programa de ciencia, y trataba de cosmología alternativa. Era bueno, pero no lo bastante para que la ascienda directamente a algo como esto. Se ha ganado quince días con Violet Mosala, pero no una emisión de máxima audiencia sobre el virus más importante del mundo.
Nadie había descubierto ningún virus relacionado con la Angustia; llevaba una semana sin ver las noticias, pero mi buscador me habría avisado de una novedad de esa magnitud. Tenía la desagradable sensación de que si no hacía yo el programa se subtitularía: «Cómo un patógeno perdido del Ejército se convirtió en el sida mental del siglo XXI».
Vanidad pura. ¿Qué me creía, que era la única persona del mundo capaz de desinflar los rumores y la histeria que suscitaba la Angustia?
—Aún no he decidido nada —dije—. Debo comentarlo con Gina.
—De acuerdo —dijo Lydia con escepticismo—. Háblalo con Gina y llámame por la mañana. Escucha —volvió a mirar el reloj—, tengo que dejarte. Algunos tenemos trabajo. —Abrí la boca para protestar—. Te pillé —dijo con una dulce sonrisa, señalándome con dos dedos—. Los autoruchos no tenéis sentido del humor. Adiós.
Me aparté de la consola y me quedé sentado mirándome los puños cerrados, intentando averiguar qué sentía; aunque sólo fuera para poder dejarlo todo de lado y volver a ADN basura.
Había visto una breve noticia en la que salía alguien con Angustia unos meses atrás. Estaba en una habitación de hotel de Manchester, cambiando de canal entre una cita y otra. Una joven de aspecto saludable pero desaliñado estaba tumbada en el pasillo de un edificio de viviendas de Miami. Agitaba los brazos con frenesí, pegaba patadas en todas direcciones, sacudía la cabeza y todo su cuerpo se retorcía adelante y atrás. Sin embargo, no me pareció que sufriera una simple disfunción neurológica: todo estaba demasiado coordinado, era demasiado intencionado.
Antes de que la policía o los enfermeros pudieran mantenerla inmóvil, al menos lo bastante para clavarle una aguja e inyectarle algún tranquilizante muy potente por orden judicial, como el Camisa de fuerza o el Medusa —ya lo habían intentado sin éxito con los aerosoles—, se desmoronó y gritó como un animal agonizante, como un niño poseído por una furia solipsística, como un adulto en las garras de la más negra desesperación.
No podía dar crédito a lo que veía y oía, y cuando piadosamente la dejaron en estado de coma y se la llevaron, me esforcé por convencerme de que no había sido nada fuera de lo normal, sino una especie de ataque epiléptico, alguna rabieta psicótica, o en el peor de los casos, un dolor físico insufrible cuya causa se identificaría con facilidad y se trataría.
Nada de lo cual resultó cierto. Las víctimas de Angustia rara vez tenían un historial de enfermedades neurológicas o mentales, y no mostraban síntomas de lesiones o enfermedades. Nadie tenía la más remota idea de cómo tratar la causa de su sufrimiento; el único «tratamiento» en curso consistía en la administración continuada de fuertes sedantes.
Cogí mi agenda y toqué el icono de Sísifo, mi buscador inteligente.
—Prepara un resumen sobre Violet Mosala —dije—, el congreso del centenario de Einstein y los avances de los últimos diez años en teoría de campo unificado. Necesito digerirlo todo en unas… ciento veinte horas. ¿Es factible?
Hubo una pausa mientras Sísifo se bajaba las fuentes relevantes y las examinaba.
—¿Sabes qué es un MTT? —me preguntó.
—¿Un Monstruo de Tripa Tensa?
—No. En este contexto, un MTT es un Modelo de Todas las Topologías.
Me sonaba vagamente; probablemente había ojeado un breve artículo sobre el tema cinco años atrás.
Hubo otra pausa, mientras se bajaba y evaluaba más material introductorio elemental.
—Ciento veinte horas bastarían para escuchar y asentir —añadió—. No para hacer preguntas inteligentes.
—¿Cuánto para…? —gemí.
—Ciento cincuenta.
—Adelante.
Pulsé el icono de la unidad farmacéutica.
—Vuelve a calcular mi dosis de melatonina. Dame dos horas más de atención máxima al día, desde este momento.
—¿Hasta cuándo?
El congreso empezaba el cinco de abril. Si entonces no era un experto en Violet Mosala, sería demasiado tarde. Pero no podía correr el riesgo de desligarme de los ritmos forzados de la melatonina y caer en patrones erráticos de sueño a mitad de rodaje.
—Hasta el dieciocho de abril.
—Lo lamentarás —dijo la farmacia.
No era una advertencia genérica, sino una predicción basada en la experiencia de cinco años de íntimo conocimiento bioquímico. Pero no tenía elección, y si pasaba la semana posterior al congreso sufriendo una arritmia circadiana grave, sería desagradable, pero no acabaría conmigo.
Hice unos cálculos mentales. De alguna manera, acababa de sacar de la nada cinco o seis horas de tiempo libre.
Era viernes. Llamé a Gina al trabajo.
«Regla número seis: Sé imprevisible. Pero no demasiado a menudo.»
—A la mierda ADN basura —dije—. ¿Quieres ir a bailar?