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—De acuerdo. Está muerto. Adelante, habla con él.

Eil bioético era un ásex lacónica y joven de pelo rubio estilo rasta. Su camiseta lucía el eslogan ¡NO A LA TOE! entre los anuncios de pago. Refrendó el impreso de autorización en la agenda electrónica de la forense y se retiró a una esquina. El traumatólogo y el enfermero apartaron el equipo de reanimación y la forense se abalanzó, jeringa hipodérmica en mano, a administrar la primera dosis de neuroconservante. Era inútil antes de la muerte legal, pues en cuestión de horas varios órganos acusaban su extrema toxicidad, pero el cóctel de antagonistas de glutamato, bloqueantes de los canales de calcio y antioxidantes detendría los procesos bioquímicos más perniciosos en el cerebro de la víctima casi de forma inmediata.

El ayudante de la forense la siguió de cerca con un carrito que contenía toda la parafernalia de la reanimación post mortem: una bandeja de instrumentos quirúrgicos desechables, varios estantes con equipo electrónico, una bomba arterial alimentada desde tres depósitos de cristal de unos veinte litros y algo parecido a una redecilla para el pelo hecha de cable superconductor gris.

Lukowski, el inspector de homicidios, estaba a mi lado.

—Worth, si todo el mundo estuviera equipado como tú —reflexionó en voz alta—, nunca tendríamos que hacer esto. Sería facilísimo reproducir el crimen desde el principio hasta el fin. Como si abriéramos la caja negra de un avión.

—Si todo el mundo tuviera derivaciones de nervio óptico, ¿no crees que los asesinos arrancarían los chips de memoria de sus víctimas? —Hablé sin apartar la vista de la mesa de operaciones. Luego podría eliminar nuestras voces con suma facilidad, pero quería una toma continua de la forense mientras conectaba el suministro de sangre.

—A veces. Pero nadie se entretuvo en dañar el cerebro de este tío, ¿no?

—Espera a que vean el documental.

El ayudante de la forense roció el cráneo de la víctima con una enzima depilatoria en aerosol, y a continuación apartó el pelo negro, rapado, con un par de pases de la mano enguantada. Mientras lo metía en una bolsita de muestras entendí por qué se mantenía compacto en lugar de dispersarse como la basura de una barbería: varias capas de piel iban incluidas en el lote. El ayudante pegó la «redecilla», una madeja de electrodos y detectores SQID, al desnudo y rosado cuero cabelludo. La forense terminó de revisar el suministro de sangre y procedió a hacer una incisión en la tráquea, en la que introdujo un tubo conectado a una pequeña bomba que reemplazaría los pulmones colapsados. No para mantener la respiración; simplemente como ayuda para el habla. Era posible controlar electrónicamente los impulsos nerviosos hasta la laringe y sintetizar los sonidos que la víctima intentara emitir, pero al parecer la voz siempre resultaba menos confusa si se emitía experimentando algo parecido a la sensación táctil y auditiva que produce una columna de aire que vibra. El ayudante le colocó una venda acolchada sobre los ojos; en casos extremos, la víctima podía recuperar esporádicamente la sensibilidad de la piel de la cara, y dado que se eludía a propósito reanimar las células de la retina, era más fácil mentir, alegando algún tipo de lesión ocular que explicara la conveniente ceguera.

«En mil ochocientos ochenta y ocho —me imaginé como posible comentario—, los cirujanos de la policía fotografiaron las retinas de una víctima de Jack el Destripador, con la vana esperanza de descubrir el rostro del asesino embalsamado en los pigmentos sensibles a la luz del ojo humano…»

No. Demasiado previsible. Y demasiado engañoso; la reanimación no consistía en extraer información de un cadáver pasivo. Pero ¿cuáles eran las referencias alternativas? ¿Orfeo? ¿Lázaro? ¿«La pata de mono»? ¿«El corazón delator»? ¿Reanimator? Ni la mitología ni la ficción habían imaginado la verdad. Mejor ahorrarse las comparaciones fáciles y dejar que el cadáver hablara por sí mismo.

El cuerpo de la víctima sufrió un espasmo. Un marcapasos provisional obligaba a latir a su corazón dañado; utilizaba una potencia tan elevada que envenenaría todas las fibras musculares cardiacas con subproductos electroquímicos en cuestión de quince o veinte minutos como mucho. En lugar del suministro de los pulmones se introducía sangre artificial preoxigenada en el ventrículo izquierdo del corazón, se bombeaba una vez por todo el cuerpo, se extraía a través de las arterias pulmonares y se desechaba. A corto plazo, un sistema abierto daba muchos menos problemas que la recirculación. Las heridas de arma blanca a medio coser del abdomen y el torso estaban hechas un asco: supuraban un líquido muy fluido, escarlata, que caía por los conductos de drenaje de la mesa de operaciones, pero no suponían amenaza alguna; se le sacaba una cantidad de sangre cien veces mayor a cada segundo, deliberadamente. Nadie se había molestado en quitar las larvas quirúrgicas, de modo que éstas seguían trabajando como si nada hubiera cambiado: cosiendo y cauterizando químicamente las venas más pequeñas con sus mandíbulas, limpiando y desinfectando las heridas, husmeando a ciegas en busca de tejido necrosado y coágulos que llevarse a la boca.

Mantener el flujo de oxígeno y nutrientes del cerebro era esencial, pero no revertiría el deterioro. Los verdaderos catalizadores de la reanimación eran los miles de millones de liposomas, cápsulas microscópicas de droga hechas con membranas lipídicas, que se administraban junto con la sangre artificial. Una proteína clave insertada en la membrana abría la barrera entre sangre y cerebro, permitiendo que los liposomas emergieran de los capilares cerebrales al espacio interneuronal. Otras proteínas hacían que la propia membrana se fundiera con la pared celular de la primera neurona adecuada que encontrase, vertiendo un elaborado paquete de maquinaria bioquímica que volvía a suministrar energía a la célula, limpiaba una parte de los detritus moleculares de las lesiones isquémicas y la protegía del shock provocado por la reoxigenación.

Le habían introducido también otros liposomas, hechos a medida para los distintos tipos de células: las fibras musculares de la cavidad bucal, la mandíbula, los labios, la lengua y los receptores del oído interno. Todos contenían drogas y enzimas de efectos similares: secuestraban la célula moribunda y la obligaban, brevemente, a reunir sus recursos en un último e insostenible estallido de actividad.

No se trataba de una reanimación total llevada hasta extremos heroicos. Este tipo de reanimación sólo se permitía cuando la supervivencia del paciente dejaba de tenerse en cuenta porque habían fallado todos los intentos de mantenerlo con vida.

La forense echó un vistazo a la pantalla del carrito del material. Seguí su mirada; había ondas que mostraban el errático ritmo del cerebro y gráficos de barras que fluctuaban midiendo la cantidad de toxinas y productos de desecho que se extraían del cuerpo. Lukowski, expectante, se acercó. Lo seguí.

El ayudante pulsó un botón de un teclado. La víctima se contorsionó y tosió sangre, en parte todavía suya, oscura y coagulada. Las ondas de la pantalla se dispararon y se volvieron más pausadas y regulares.

Lukowski agarró la mano de la víctima y la apretó. El gesto me pareció cínico, aunque no sabía si reflejaba un impulso compasivo sincero. Eché un vistazo al bioético. En ese momento, en su camiseta ponía: LA CREDIBILIDAD ES UN ARTÍCULO DE CONSUMO. No sabía si se trataba de un mensaje patrocinado o de una opinión personal.

—¿Daniel? ¿Danny? —dijo Lukowski—. ¿Me oyes?

No hubo ninguna respuesta física aparente, pero las ondas cerebrales bailaron. Daniel Cavolini era un estudiante de música de diecinueve años. Lo habían encontrado alrededor de las once, sangrando e inconsciente, en una esquina de la estación de Town Hall. Todavía conservaba el reloj, la agenda electrónica y los zapatos, por lo que era improbable que se tratara de un atraco fortuito que se hubiera desmadrado. Me había pasado quince días con la brigada antihomicidios esperando que sucediera algo como esto. Las órdenes judiciales para la reanimación sólo se expedían si había sospechas fundadas de que la víctima podía identificar a su agresor; era poco probable conseguir una descripción verbal útil de un desconocido, y mucho menos un retrato robot del asesino. Lukowski había despertado a un juez justo después de medianoche, en cuanto el dictamen estuvo claro.

A medida que más y más células reanimadas empezaban a recibir oxígeno, la piel de Cavolini adquiría un extraño tono carmesí. La molécula intrusa portadora de la sangre artificial, que le confería aquella tonalidad, era más eficaz que la hemoglobina, pero como el resto de las drogas reanimadoras, resultaba tóxica en última instancia.

El ayudante de la forense pulsó unas cuantas teclas más. Cavolini empezó a contorsionarse y a toser de nuevo. Había que mantener un delicado equilibrio: era necesario aplicar pequeñas descargas eléctricas al cerebro para restablecer la coherencia de los impulsos principales que producían la consciencia, pero demasiada intromisión externa podía borrar los restos de la memoria reciente. Incluso después de la muerte legal, las neuronas podían permanecer activas en lo más recóndito del cerebro y mantener la representación simbólica de los patrones asociados a los recuerdos recientes durante varios minutos. La reanimación podía restablecer de forma temporal la infraestructura neuronal necesaria para extraer esos vestigios, pero si ya se habían extinguido, o si se sepultaban en el intento de recuperarlos, el interrogatorio no tenía sentido.

—Ya estás bien, Danny —dijo Lukowski con voz tranquilizadora—. Estás en el hospital. A salvo. Pero tienes que decirme quién te ha hecho esto. Dime quién empuñaba el cuchillo.

Un suspiro ronco surgió de la boca de Cavolini: una sílaba débil, aspirada, y luego silencio. Se me puso la carne de gallina con un horror premonitorio de pata de mono, pero al mismo tiempo sentí un estúpido arranque de júbilo, como si una parte de mí se negara a aceptar que ese signo de vida no era un signo de esperanza.

Cavolini lo intentó de nuevo y la segunda tentativa fue más prolongada. Su exhalación artificial, desprovista de control voluntario, hizo que sonara como si se estuviera ahogando; el efecto era digno de lástima, pero en realidad no le faltaba oxígeno. Su discurso era tan entrecortado y tortuoso que no pude entender ni una palabra, pero tenía una matriz de sensores piezoeléctricos pegada a la garganta y conectada a un ordenador. Dirigí la vista hacia la pantalla.

¿Por qué no puedo ver?

—Llevas los ojos vendados —dijo Lukowski—. Tenías un par de venas dañadas, pero ya te las han curado; no habrá secuelas, te lo prometo. Así que… quédate quieto y relájate. Cuéntame qué ha pasado.

¿Qué hora es? Por favor, tengo que llamar a casa. Tengo que decirles…

—Ya hemos hablado con tus padres. Están de camino y llegarán enseguida.

Eso era cierto, pero aunque hubieran aparecido dentro de los noventa segundos siguientes, no les habrían permitido entrar en la habitación.

—Estabas esperando el tren para volver a casa, ¿verdad? Andén cuatro. ¿Te acuerdas? El de las diez y media para Strathfield. Pero no has llegado a cogerlo. ¿Qué ha pasado?

Vi cómo la mirada de Lukowski se fijaba en el gráfico que había debajo de la ventana de transcripción, en el que media docena de curvas ascendentes, que registraban las constantes vitales restablecidas, se completaban con los pronósticos intermitentes del ordenador. Todas las estimaciones alcanzaban su cota más alta en un plazo aproximado de un minuto y luego descendían de forma abrupta.

Tenía un cuchillo.

El brazo derecho de Cavolini empezó a temblar, y sus laxos músculos faciales volvieron a la vida por primera vez, adoptando una mueca de dolor.

Todavía me duele. Ayúdeme, por favor.

Eil bioético observó con calma unas cifras de la pantalla, pero decidió no intervenir. Cualquier anestesia eficaz mermaría demasiado la actividad neuronal e impediría continuar con el interrogatorio. Era todo o nada, abandonar o proseguir.

—La enfermera ha ido a buscar analgésicos —dijo Lukowski suavemente—. Aguanta, tío, no tardará. Pero dime, ¿quién tenía el cuchillo?

En ese momento, ambos tenían la cara empapada de sudor; el brazo de Lukowski estaba rojo hasta la altura del codo.

«Si te encontraras a alguien en el suelo agonizando en un charco de sangre —pensé—, le harías las mismas preguntas, ¿verdad? Y le dirías las mismas mentiras alentadoras.»

—¿Quién ha sido, Danny?

Mi hermano.

—¿Tu hermano tenía el cuchillo?

No, él no. No recuerdo qué ha pasado. Pregúntemelo después. Ahora estoy demasiado confuso.

—¿Por qué has dicho que ha sido tu hermano? ¿Ha sido él o no?

Claro que no ha sido él. No le diga a nadie que he dicho eso. Estaré bien si deja de confundirme. ¿Puede darme los calmantes, por favor?

Su cara se contrajo y se paralizó, se contrajo y se paralizó, como una secuencia de máscaras, haciendo que su sufrimiento pareciera estilizado, abstracto. Empezó a mover la cabeza adelante y atrás; débilmente al principio, luego con velocidad y energía frenéticas. Supuse que sufría algún tipo de ataque: las drogas reanimadoras estarían estimulando en exceso alguna vía neuronal dañada.

Entonces levantó la mano derecha y se arrancó la venda.

Su cabeza dejó de dar sacudidas de inmediato; tal vez la piel se había vuelto hipersensible y la venda le provocaba una molestia insoportable. Parpadeó varias veces y miró con los ojos entrecerrados hacia las brillantes luces de la habitación. Pude ver cómo se le contraían las pupilas, mientras movía los ojos resueltamente. Levantó un poco la cabeza y examinó a Lukowski; a continuación bajó la vista y miró su cuerpo y los extraños adornos que lo decoraban: el chillón cable plano del marcapasos, los pesados tubos de plástico del suministro de sangre, las heridas de cuchillo llenas de gusanos blancos resplandecientes. Nadie se movió, nadie habló, mientras inspeccionaba las agujas y los electrodos enterrados en su pecho, el extraño torrente rosa que fluía de él, los pulmones destrozados, el respirador artificial. La pantalla quedaba a su espalda, pero todo lo demás estaba ahí y podía asimilarlo de un vistazo. Lo supo casi de inmediato; pude ver cómo caía sobre él el peso de la comprensión.

Abrió la boca y la volvió a cerrar. Su expresión cambió deprisa; a través del dolor asomó un repentino destello de puro asombro, y luego una casi placentera comprensión de toda la extrañeza, y puede que incluso el perverso virtuosismo, de la hazaña a la que lo habían sometido. Durante un instante pareció realmente alguien que admiraba una broma genial, atroz y sanguinaria hecha a su costa.

Entonces, entre los jadeos de la respiración asistida se oyó claramente su voz.

—No… creo… que… esto… sea… una… buena… id… dea —dijo—. No… quie… ro… hablar… más.

Cerró los ojos y se hundió en la mesa. Las constantes vitales descendían rápidamente.

—¿Cómo es que le han funcionado las retinas? —preguntó Lukowski girándose hacia la forense. Estaba pálido, pero aún sujetaba la mano del chico—. ¿Qué ha hecho? Estúpida… —Levantó la otra mano como si fuera a golpearla, pero se contuvo. En la camiseta del bioético ponía: EL AMOR ETERNO ES UNA MASCOTA. HECHA CON EL ADN DE TU SER QUERIDO.

—Tenía que forzarlo, ¿verdad? —le gritó la forense a Lukowski, sin ceder terreno—. ¡Tenía que insistir una y otra vez en lo del hermano, mientras su índice de tensión hormonal subía directamente al rojo!

Me pregunté quién decidía cuál era el índice de adrenalina normal para el caso de haber muerto por heridas de arma blanca, pero por lo demás estar relajado. A mi espalda, alguien soltó una larga lista de obscenidades incoherentes. Me volví y vi al enfermero, que había venido con Cavolini desde la ambulancia; ni siquiera me había dado cuenta de que seguía en la habitación. Miraba fijamente al suelo, con los puños cerrados, y temblaba de ira.

Lukowski me cogió por el codo manchándome de sangre sintética.

—Podrás filmar la siguiente, ¿de acuerdo? —me susurró, como si esperara que sus palabras no quedaran registradas en la pista de sonido—. Nunca había ocurrido algo así, nunca, y si le enseñas a la gente un problema técnico entre un millón como si fuera…

—Creo que las directrices del Comité Taylor sobre limitaciones opcionales —aventuró con timidez eil bioético— establecen que…

—¿Quién ha pedido tu opinión? —dijo el ayudante de la forense, encarándose con éil—. El procedimiento no es asunto tuyo, patética…

Una alarma estridente se disparó en alguna parte de las entrañas electrónicas del equipo de reanimación. Como un niño frustrado que ataca un juguete roto, el ayudante de la forense se inclinó sobre el teclado y lo aporreó hasta que cesó el ruido.

En el silencio que siguió entrecerré los ojos, invoqué a Testigo y dejé de grabar. Había visto suficiente.

Entonces Daniel Cavolini volvió en sí y empezó a gritar.

Vi cómo lo llenaban hasta arriba de morfina mientras esperaban a que las drogas reanimadoras acabaran con él.